Elinactual.com-crítica De La Ideología Liberal Por Alain De Benoist.pdf

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Crítica de la ideología liberal, por Alain de Benoist elinactual.com/p/critica-de-la-ideologia-liberal-por.html

El liberalismo es difícil de definir porque, a diferencia del marxismo que encuentra su origen únicamente en Marx, esta corriente no se puede conectar a un solo autor. Así que, no habiendo surgido de la obra de un solo hombre, el liberalismo nunca se ha presentado como una doctrina unificada. Los autores que se han reclamado, en diferentes momentos, de esta corriente han dado, con mucha frecuencia, interpretaciones divergentes, cuando no contradictorias, de la misma. Sin embargo, fue suficiente que compartieran entre ellos algunos puntos en común como para que se les pudiera considerar, a unos y otros, como autores liberales. Son precisamente estos puntos comunes los que permiten definir el liberalismo como escuela específica de pensamiento. El liberalismo es, por un lado, una doctrina económica que tiende a hacer del modelo de mercado autorregulado el paradigma de toda la realidad social: lo que se llama el liberalismo político sólo es una forma de aplicar los principios tomados de esta doctrina económica a la vida política. Esto tiende a limitar siempre el papel de la política tanto como sea posible. En este sentido, se puede decir que la “política liberal” es una 1/21

contradicción en sus propios términos. Por otro lado, el liberalismo es una doctrina basada en una antropología individualista, es decir, que se fundamenta en una concepción del hombre como un ser no fundamentalmente social. Estos dos rasgos característicos, cada uno de los cuales posee aspectos descriptivos y normativos (el individuo y el mercado son descritos, al mismo tiempo, como hechos y presentados como modelos), son directamente antagonistas de las identidades colectivas. Una identidad colectiva no puede analizarse de manera reduccionista, como si fuera simplemente la suma de las características que poseen los individuos como miembros asociados en el seno a una comunidad determinada. Esa identidad requiere que los miembros de la comunidad sean claramente conscientes de que su pertenencia abarca o excede su ser individual, es decir, que su identidad común es un producto de esta composición. Sin embargo, en la medida en que se basa en el individualismo, el liberalismo tiende a romper todas las conexiones sociales que van más allá del individuo. En cuanto al funcionamiento óptimo del mercado, se requiere que nada obstruya la libre circulación de personas y bienes, es decir, que las fronteras deben ser tratadas finalmente como irreales e inexistentes, lo cual todavía contribuye aún más a la disolución de las estructuras y de los valores compartidos. Eso no significa, por supuesto, que los liberales no hayan podido defender las identidades colectivas en algún momento, pero ello implica que no hayan podido hacerlo más que en contradicción con sus principios. I Louis Dumont ha demostrado perfectamente el papel jugado por el cristianismo en el tránsito, en Europa, de una sociedad tradicional holística a una sociedad moderna individualista. Desde su origen, el cristianismo presenta al hombre como un individuo que, antes de cualquier otra, está en relación interior con Dios y, por lo tanto, busca la salvación a través de su transcendencia personal. En esta relación con Dios, el valor del hombre como individuo se afirma, pero en comparación con el mundo se encuentra necesariamente degradado o devaluado. El individuo es, por otra parte, igual a todos los demás hombres, en tanto que titulares de un alma individual. Igualitarismo y universalismo son así introducidos en un plano superior ultramundano: el valor absoluto que el alma individual recibe de su relación filial con Dios es compartido por toda la humanidad. 2/21

Marcel Gauchet ha abordado el tema de la relación causal entre la aparición de un Dios personal y el nacimiento de un hombre interior, cuyo destino en la otra vida no sólo depende de sus acciones individuales, y cuya independencia ya está presente en la posibilidad de una relación íntima con Dios, es decir, de una relación que solamente le implica y compromete con Dios. «Cuanto más se aleja Dios en su infinitud, escribe Gauchet, más tiende a convertirse la relación con él en algo puramente personal, hasta el punto de excluir cualquier mediación institucional. Elevado a lo absoluto, el sujeto divino no tiene contrapartida terrestre legítima más allá de su presencia íntima. Así que la interioridad original, de pronto, lleva directamente a la individualidad religiosa». La enseñanza paulista revela una tensión dualista que hace del cristiano, en su relación con Dios, un “individuo fuera del mundo”: convertirse en cristiano implica de algún modo renunciar al mundo. Sin embargo, en el curso de la historia, el individuo “fuera del mundo” va a contaminar progresivamente la vida mundana. A medida que adquiera el poder de conformar el mundo en función de sus valores, el individuo, que se situaba inicialmente como fuera de este mundo, va a volver a él progresivamente para transformarlo en profundidad. El proceso se realizará en tres fases principales. En un primer tiempo, la vida en el mundo ya no es rechazada, sino relativizada: es la síntesis agustiniana de las dos ciudades. En un segundo tiempo, el papado secularizó la asunción del poder político y se convierte, a su vez, en poder temporal. Finalmente, con la Reforma, el hombre se apropia totalmente del mundo, donde trabaja para mayor gloria de Dios, buscando un éxito material que puede ser interpretado como la prueba misma de su elección. El principio de igualdad e individualidad, que inicialmente no funcionaban más que en el registro de la relación con Dios, y que por tanto todavía podía coexistir con un principio orgánico y jerárquico estructurador del todo social, fue de esta forma llevado a encontrarse progresivamente sobre la tierra, para desembocar en el individualismo moderno que representa su proyección secular. «Para que nazca el individualismo moderno –escribió Alain Renaut, exponiendo la tesis de Louis Dumont– será necesario que el componente individualista del cristianismo termine, por así decirlo, "contaminando" la vida moderna, hasta el punto de que, progresivamente, las representaciones se unificarán, el dualismo inicial se borrará y la vida en el mundo será reconcebida como enteramente conformada como algo capaz de cumplir totalmente 3/21

con el valor supremo»: al final de este proceso, “el individuo-fuera-del-mundo se habrá convertido en el moderno individuo-en-el-mundo”. La sociedad orgánica de tipo holista, entonces, habrá desaparecido. Retomando una distinción contemporánea, diremos que se pasa de la comunidad a la sociedad, es decir, a la vida común concebida como simple asociación contractual. La totalidad social ya no ocupará el primer lugar, sino los individuos titulares de derechos individuales, unidos entre ellos por contratos racionales interesados y egoístas. Un momento históricamente importante en esta evolución fue el nominalismo, que se afirma en el siglo XIV con Guillermo de Ockham, quien sostuvo que no existe nada más allá del ser particular. Otro momento clave fue el cartesianismo, que estableció filosóficamente la concepción del individuo que, más tarde, será presupuesto por la doctrina jurídica de los derechos del hombre y por la perspectiva intelectual de la Ilustración. A partir del siglo XVIII, esta emancipación del individuo con respecto a sus uniones naturales será interpretada regularmente como signo del acceso de la humanidad a su “edad adulta”, desde una perspectiva de progreso universal. Sostenida por estos impulsos individualistas, la modernidad se distinguirá primeramente como el proceso mediante el cual los grupos locales de parentesco y vecindad y las comunidades más amplia, se desintegrarán gradualmente para “liberar al individuo”, de hecho, para disolver todas las relaciones orgánicas de solidaridad. II Desde tiempos inmemoriales, el humano ha pretendido afirmarse, a la vez, como persona y como ser social: dimensión individual y dimensión colectiva no son idénticas, pero son indisociables. En la percepción holista, el hombre se construye él mismo sobre la base de lo que hereda y en referencia al contexto sociohistórico propio. Es a este modelo, que es el modelo más común de la historia, al que el individualismo, que debe considerarse como una peculiaridad de la historia occidental, trata de oponerse directamente. En el sentido moderno, el individualismo es la filosofía que considera al individuo como la única realidad y lo toma como principio de toda evaluación. El individuo es 4/21

considerado en sí mismo, abstracción hecha de todo contexto social o cultural. Mientras el holismo expresa o justifica la sociedad existente por referencia a los valores heredados, transmitidos y compartidos –es decir, en última instancia, por referencia a la sociedad misma–, el individualismo plantea independientemente sus valores de la sociedad en que se encuentra. Por ello, no reconoce ningún estatuto de autonomía o valor independiente a las comunidades, a los pueblos, a las culturas o a las naciones. No ve en estas entidades más que la suma de átomos individuales, sin que éstos posean ningún valor. Esta primacía del individuo sobre la colectividad es, al mismo tiempo, descriptiva, normativa, metodológica y axiológica. El individuo es considerado como lo primero, ya sea como anterior a lo social en una representación mítica de la “prehistoria” (antes del estado de naturaleza), ya sea atribuyéndole simplemente la primacía normativa (el individuo “vale más”). Georges Bataille afirmaba que «en la base de cada ser, existe un principio de insuficiencia». El individualismo liberal, por el contrario, afirma la plena suficiencia del individuo singular. En el liberalismo, el hombre puede considerarse como individuo sin referencia a los demás hombres dentro de una socialidad primaria o secundaria. Sujeto autónomo, propietario de sí mismo, movido por su único interés particular, se define, por oposición a la persona, como “un ser moral, independiente, autónomo y, en consecuencia, fundamentalmente asocial”. En la ideología liberal, el individuo es titular de derechos inherentes a su “naturaleza”, cuya existencia no depende en ningún modo de la organización política o social. Los gobiernos tienen el deber de garantizar estos derechos, pero no el poder de establecerlos. Siendo anteriores a la vida social, los derechos no se correlacionan inmediatamente con la existencia previa de deberes, pues los deberes implicarían necesariamente que la vida social ya existía con anterioridad: no hay deberes hacia otros, si no hay otros. El individuo se convierte así en la fuente de sus propios derechos, empezando por el derecho a actuar libremente según la conveniencia de sus intereses particulares. Se encuentra entonces “en guerra” con todos los demás individuos, ya que éstos son impulsados a actuar de la misma forma en el seno de una sociedad concebida como un mercado competitivo. Los individuos también pueden optar por asociarse entre sí, pero las asociaciones que forman tienen un carácter condicional, contingente y transitorio, ya que seguirán dependiendo del consentimiento recíproco y no tienen otro objetivo que 5/21

satisfacer mejor los intereses individuales de cada una de las partes. La vida social, en otras palabras, no es más que un asunto de decisiones individuales y de opciones interesadas. El hombre se comporta como un ser social, no porque esté en su naturaleza, sino porque resulta ventajoso para él. Si no encuentra beneficios puede, en cualquier momento (al menos en teoría), romper el pacto. De hecho, esa ruptura manifiesta mejor su libertad. A diferencia de los Antiguos, en que existía la posibilidad de participar en la vida pública, la libertad de los Modernos reside, sobre todo, en el derecho a apartarse de la vida pública. Esto es así porque los liberales siempre tienden a definir la libertad como sinónimo de independencia. Así, Benjamín Constant celebra «el gozo pacífico de la independencia individual privada», añadiendo que «los hombres no necesitan, para ser felices, más que una independencia completa en todo lo que se refiere a sus ocupaciones, sus empresas, su esfera de actividad, sus sueños». Este “gozo apacible y pacífico” debe entenderse como un derecho a la secesión, derecho a no ser obligado por ningún deber de pertenencia, ni por ninguna de esas afiliaciones que, en ciertas circunstancias, pueden, de hecho, revelarse incompatibles con la “independencia privada”. Los liberales insisten, sobre todo, en la idea de que los intereses individuales no deben ser sacrificados nunca al interés colectivo, al bien común o a la seguridad pública, conceptos que considera inconsistentes e incompatibles. Esta idea se deduce de la concepción de que solo los individuos tienen derechos, mientras que las comunidades, siendo sólo colecciones de individuos, no tendrían ningún derecho en propiedad. «Dado que sólo un hombre individual puede poseer derechos, la expresión “derechos individuales” es una redundancia, escribe Ayn Rand, pues no hay ninguna otra fuente de derechos». «La independencia individual es la primera de las necesidades modernas, afirmó además Benjamín Constant. Por tanto, uno no debe nunca ser sacrificado para establecer la libertad política». Antes que él, John Locke declaró que «un niño no nace sujeto a ningún país o gobierno», ya que, convertido en adulto, «tiene la libertad de elegir bajo qué gobierno vivir, y unirse al cuerpo político que más le agrade». La libertad liberal supone, por tanto, que los individuos pueden hacer abstracción de sus orígenes, de su entorno natural, del contexto en el que viven y en el que ejercen sus opciones, es decir, de todo lo que les hace ser como son y no de otra manera. Se supone, en otras palabras, como dice John Rawls, que el individuo siempre es anterior a sus fines. Pero nada prueba, sin embargo, que 6/21

el individuo pueda considerar a sí mismo como un sujeto libre de toda afiliación y al margen de todo determinismo. Nada demuestra, por lo demás, que prefiera en todas circunstancias la libertad a cualquier otro bien. Tal concepción, por definición, ignora los compromisos y las conexiones que no deben nada al cálculo racional. Es una concepción puramente formalista que no permite comprender qué es una persona real. La idea general es que el individuo tiene el derecho a hacer todo lo que quiera, siempre y cuando el uso de su libertad no interfiera con la de los demás. La libertad se definiría así como la pura expresión de un deseo que no tiene otro límite teórico que el idéntico deseo de los demás, todos ellos mediatizados por los intercambios económicos. Es lo que Grotius, teórico del derecho natural, ya afirmó en el siglo XVII: «No es contrario a la naturaleza de la sociedad humana trabajar para su propio interés, mientras se haga sin lesionar los derechos de los demás». Pero esta es, evidentemente, una definición “irénica”: casi todas las acciones humanas se ejercen, de una forma u otra, a expensas de la libertad de los demás, y además, es casi imposible determinar el momento en que la libertad de un individuo pueda considerarse incómoda para los otros. De hecho, la libertad individual de los liberales es, efectivamente y, ante todo, libertad de poseer. No reside en el ser, sino en el tener. El hombre es considerado libre en la medida en que es propietario y. en primer lugar, dueño de sí mismo. Esta idea de que la autopropiedad determina fundamentalmente la libertad será, más tarde, retomada por Marx. Alain Laurent define la autorrealización como una «insularidad ontológica cuyo objetivo principal consiste en la búsqueda de su propia felicidad». Para los autores liberales, la “búsqueda de la felicidad” se define como la libertad sin trabas de intentar maximizar los propios beneficios. Pero el problema que se plantea acto seguido es saber qué debe entenderse por “interés”, sobre todo porque los que conciben el “interés” en un sentido axiomático, raramente se preocupan de hablar de su génesis o de describir sus componentes, de la misma forma que tampoco se preguntan si todos los actores sociales están, en el fondo, movidos por intereses idénticos o si sus intereses son conmensurables y compatibles entre sí. Acorralados en sus posiciones, tienden a dar al término una definición trivial: el “interés” se convierte en sinónimo de deseo, de proyecto, de acción orientada hacia un fin, etc. Todo se convierte en “interés”; incluso la acción más altruista y desinteresada puede ser definida entonces como egoísta e 7/21

interesada, ya que responde a la intención voluntaria (al deseo) de su autor. Pero, en realidad, está claro que, para los liberales, el interés se define primeramente como una ventaja material que, para ser apreciado como tal, debe poderse cuantificar y calcular, es decir, debe poder expresarse en términos de ese equivalente universal que es el dinero. No debe, por tanto, sorprender que el ascenso del individualismo liberal haya provocado, inicialmente, un desplazamiento progresivo de las relaciones y estructuras sociales de existencia orgánica, características de las sociedades holistas, y posteriormente, una situación de anomia social relativa, en la que los individuos fueron separados, cada vez más, los unos de los otros, e incluso, potencialmente cada vez más hostiles entre sí, en esa competencia generalizada integrante de la versión moderna de la “guerra de todos contra todos”. Tal es la sociedad descrita por Tocqueville, en la que cada miembro, “retirado y apartado, es como un extraño para todos los otros”. El individualismo liberal tiende a destruir en todas las partes la sociabilidad directa que, durante mucho tiempo, impidió el surgimiento de las identidades individuales y colectivas modernas que se asocian con él. «El liberalismo, escribe Pierre Rosanvallon, en cierta medida hace de la despersonalización del mundo una condición del progreso y la libertad». III El liberalismo, sin embargo, forzosamente debe reconocer la existencia del hecho social. Pero en lugar de preguntarse por qué existe la vida social, los liberales sólo se preocuparon en saber cómo se establece la misma, cómo se mantiene y cómo funciona. Después de todo, la sociedad para ellos, como se sabe, no es más que una entidad formada por la simple suma de sus miembros (el todo no es nada más que la suma de sus partes). Sólo es el producto contingente de las voluntades individuales, una simple colección de individuos destinada a defender y satisfacer sus intereses particulares. El propósito esencial de la sociedad, por lo tanto, tiene por objeto regular las relaciones de intercambio. Esta sociedad puede ser concebida, ya sea como la consecuencia de un acto voluntario racional inicial (la ficción del “contrato social”), o como el resultado del juego sistemático de todas las acciones producidas por los agentes individuales, juego regido por la “mano invisible" del mercado, que “produce” lo social como el resultado no intencional de la conducta humana. El análisis liberal del hecho social es así compatible con el contractualismo (Locke), se refiera a la “mano invisible” (Smith), o a la idea de un orden 8/21

espontáneo, independiente de cualquier intención o subordinación (Hayek). Los liberales desarrollaron la idea de una superioridad de la regulación del mercado como el medio más eficaz, más racional, y más justo, para armonizar los intercambios. A primera vista, el mercado se presenta ante todo como una “técnica de organización” (Henri Lepage). Desde el punto de vista económico, es a la vez un lugar efectivo en el que se intercambian los bienes y mercancías, así como una entidad virtual en la que se forman, de modo óptimo, las condiciones del intercambio –es decir, el ajuste entre la oferta y la demanda y el nivel de los precios. Pero los liberales no se preguntan sobre el origen del mercado. El intercambio comercial para ellos es, en efecto, el “modelo natural” de todas las relaciones sociales. De esto deducen que el mercado en sí es también una “entidad natural”, el establecimiento de un orden anterior a toda deliberación y decisión. Siendo la forma de intercambio más armoniosa con la naturaleza humana, el mercado estaría presente desde el alba de la humanidad en todas las sociedades. Encontramos aquí la tendencia de toda ideología a “naturalizar” sus presupuestos, es decir, a presentarse, no por lo que es –una construcción del espíritu humano–, sino como una sencilla descripción, una simple transcripción del orden natural. Entonces, rechazando el Estado como un artificio, la idea de una regulación “natural” de lo social a través del mercado, puede imponerse fácilmente. Mediante la comprensión de la nación como un mercado, Adam Smith opera una desconexión fundamental entre las nociones de espacio y de territorio. Rompiendo con la tradición mercantilista, que identificaba todavía territorio político y espacio económico, muestra que el mercado no podría, por su propia naturaleza, estar contenido dentro de unos límites geográficos concretos. El mercado no es, en efecto, tanto un lugar como una red. Y esta red está diseñada para de extenderse hasta los confines de la tierra, ya que su único límite reside, a fin de cuentas, en la facultad de intercambiar. «Un comerciante, escribe Smith en un célebre fragmento, no es necesariamente ciudadano de ningún país en particular. Le es, en gran parte, indiferente el lugar en el que lleva a cabo su comercio; y no le hace falta nada más que un pequeño contratiempo para que decida llevarse su capital, y toda la industria que soporta su actividad, de un país a otro». Estas líneas proféticas justifican el juicio de Pierre Rosanvallon, que ve en Adam Smith al “primer internacionalista consecuente”. «La sociedad civil, concebida como un mercado fluido, añade Rosanvallon, se 9/21

extiende a todos los hombres y les permite trascender las divisiones nacionales y raciales». La principal ventaja de la noción de mercado es que permite a los liberales resolver la difícil cuestión del fundamento de la obligación en el pacto social. El mercado puede ser considerado como una ley reguladora del orden social sin legislador. Regulado por la acción de una “mano invisible”, que es inherentemente neutral en tanto que no está encarnada por individuos concretos, establece un modo de regulación social abstracta, fundada sobre “leyes” supuestamente objetivas que permiten regular las relaciones entre individuos sin que existan entre ellos ninguna relación de subordinación o mando. El orden económico estaría así llamado a establecer el orden social, concibiéndose ambos órdenes como emergencias no instituidas. El orden económico, dice Milton Friedmann, es «la consecuencia de proyectos no intencionados ni deseados por las acciones de un gran número de personas movidas exclusivamente por sus intereses». Esta idea, ampliamente desarrollada por Hayek, se inspira en la fórmula de Adam Ferguson, quien se refirió a los hechos sociales como el «resultado de la acción humana, pero no de su diseño». Todo el mundo conoce la metáfora de Adam Smith sobre la “mano invisible”: en el comercio, el individuo «sólo busca su propio beneficio, estando, como en otros muchos casos, conducido por una mano invisible para promover un fin que no formaba parte en absoluto de sus intenciones». Esta metáfora va mucho más allá de la observación, en general banal, de que los resultados de la acción de los hombres, a menudo son muy diferentes de los esperados (lo que Max Weber lo llamó la “paradoja de las consecuencias”). Smith se ajusta a esta observación en una perspectiva optimista. «Cada individuo, añade, pone sin cesar todos sus esfuerzos en encontrar el empleo más ventajoso que se encuentre a disposición de su capital; ciertamente que él sólo contempla su propio beneficio y no el de la sociedad; pero el cuidado que toma para encontrar su beneficio personal lo conduce, naturalmente, o más bien necesariamente, a preferir precisamente el tipo de trabajo que parece ser más ventajoso para la sociedad». Y más todavía: «Aun buscando nada más que su interés personal, trabaja a menudo de una manera tan eficaz para el interés de la sociedad como si realmente ese fuera su propósito». Las connotaciones teológicas de esta metáfora son evidentes: la “mano invisible” sólo es un avatar secular de la Providencia. Cabe destacar que, contrariamente 10/21

a lo que a menudo se cree, Adam Smith no asimila el mecanismo mismo del mercado al juego de la “mano invisible”, porque él sólo lo usa para describir el resultado final de la confluencia de los intercambios comerciales. Sin embargo, Adam Smith todavía admite la legitimidad de la intervención pública cuando las meras acciones individuales no logran realizar el bien público. Pero esta restricción pronto desaparecerá. Los neoliberales reniegan ahora de la noción misma de bien público. Hayek prohibió, por principio, toda aproximación integral a la sociedad: ninguna institución, ninguna autoridad política, debe asignarse objetivos que pudieran cuestionar el buen funcionamiento del “orden espontáneo”. En estas condiciones, el único papel que la mayor parte de los liberales permiten atribuir al Estado es el de garantizar las condiciones necesarias para el libre juego de la racionalidad económica a través del mercado. El Estado no podría tener finalidades propias. Existe sólo para garantizar los derechos individuales, la libertad de los intercambios y el respeto a las leyes. Dotado con más funciones que atribuciones, debe, en todos los demás dominios, permanecer neutral y renunciar a proponer un modelo de “vida buena”. Las consecuencias de la teoría de la “mano invisible” son decisivas, en particular sobre el plano moral. En algunos pasajes, Adam Smith en verdad rehabilita los mismos comportamientos que en los siglos pasados siempre habían sido condenados. Afirmando que el interés de la sociedad está subordinado al interés económico de los individuos, hace del egoísmo la mejor manera de servir a los demás. Tratando de maximizar nuestro mejor interés personal, obramos sin saberlo, y sin que contemplemos siquiera el interés de todos. La libre confrontación en el mercado de los intereses egoístas permite “naturalmente, o más bien necesariamente”, su armonización mediante el juego de “la mano invisible” que los conducirá a la excelencia social. No existe, pues, nada inmoral en la búsqueda prioritaria del interés propio, ya que a fin de cuentas la acción egoísta de cada uno acabará, como por casualidad, en el interés de todos. Esto es lo que Fréderic Bastiat resumirá con la fórmula: «Cada uno, trabajando para sí mismo, trabaja para todos». El egoísmo no es, pues, más que un altruismo bien entendido… Y son las actuaciones de los poderes públicos quienes merecen, por el contrario, ser denunciadas como “inmorales”, toda vez que, bajo el pretexto de la solidaridad, contradicen el derecho de los individuos a actuar en su propio interés. El 11/21

liberalismo vincula individualismo y mercado declarando que el libre funcionamiento de éste también es el garante de la libertad individual. Para asegurar el mejor rendimiento de los intercambios, el mercado garantiza la independencia de cada agente. Lo ideal sería que no se impidiera el buen funcionamiento del mercado para que este ajuste su produzca de forma óptima, haciendo posible alcanzar un conjunto de equilibrios parciales que garanticen el equilibrio general. Definido por Hayek como “catalaxia”, el mercado constituye un orden espontáneo y abstracto, soporte instrumental y formal para el ejercicio de las libertades privadas. El mercado no representa, pues, sólo la satisfacción de un ideal de optimización económica, sino la satisfacción de todas las aspiraciones de los individuos, considerados como sujetos genéricos de la libertad. Por último, el mercado se identifica con la justicia misma, lo que conduce Hayek a definirlo como un “juego que aumenta las probabilidades de todos los jugadores”, añadiendo que, en estas condiciones, los perdedores harían mal en quejarse porque sólo ellos tendrían la culpa. El mercado sería, por fin, intrínsecamente “pacificador”, ya que basándose en el “dulce comercio”, que sustituye el principio de negociación de los conflictos, neutraliza al mismo tiempo la rivalidad y la envidia. Se advertirá que en Hayek, la teoría de la “mano invisible” es reformulada en una prospectiva “evolutiva”. Hayek rompe, en efecto, con cualquier tipo de razonamiento cartesiano, como con la ficción del contrato social, lo que implica la oposición (clásica a partir de Hobbes), entre estado de naturaleza y sociedad política. Por el contrario, en la línea de David Hume, elogia la costumbre y el hábito, oponiéndose a todo “constructivismo”. Pero afirma, al mismo tiempo, que la costumbre selecciona las reglas de conducta más eficaces y más racionales, es decir los códigos de conducta fundados sobre los valores mercantiles, cuya adopción conduce a rechazar el “orden tribual” de la “sociedad arcaica”. Por esta razón, aun invocando la “tradición”, Hayek critica los valores tradicionales y condena firmemente toda visión organicista de la sociedad. Para él, el valor de la tradición deriva, efectivamente y, ante todo, de su forma espontánea, abstracta, impersonal y, por tanto, inapropiable. Es el carácter selectivo de la costumbre lo que explicaría que el mercado haya de imponerse poco a poco. Hayek estima así que todo orden espontáneo es fundamentalmente “justo”, de la misma manera que Darwin afirmaba que los supervivientes de la lucha por la vida “necesariamente son los mejores”. El orden del mercado constituye, desde ese momento, un orden social que prohíbe, por definición, cualquier intento de reformarlo. Vemos así 12/21

que, para los liberales, la noción de mercado constituye algo que va mucho más allá de la esfera económica. El mercado es algo más que un mecanismo de para la asignación óptima de los recursos escasos del sistema o para regular los circuitos de producción y consumo; el mercado también es –sobre todo– un concepto sociológico y “político”. El propio Adam Smith, en la medida en que el mercado se convirtió en el principal protagonista del orden social, llega a concebir las relaciones humanas en función del modelo económico, es decir, como relaciones mercantiles. Así, la economía de mercado conduce naturalmente en una sociedad de mercado. «El mercado, escribe Pierre Rosanvallon, es primeramente una forma de representación y estructuración del espacio social; solamente después es un mecanismo descentralizado para la regulación de las actividades económicas mediante el sistema de precios». Para Adam Smith, el cambio generalizado es la consecuencia directa de la división del trabajo: «Así, cada hombre subsiste mediante cambios y se convierte en una especie de mercader y la sociedad misma pasa a ser específicamente una sociedad comerciante». El mercado es, pues, en la prospectiva liberal, el paradigma dominante en el seno de una sociedad llamada a definirse ella misma, de parte a parte, como sociedad de mercado. La sociedad liberal no es más que el lugar de los cambios utilitarios en los que participan individuos y grupos que son movidos por el mero deseo de maximizar su interés propio. El miembro de esta sociedad, donde todo puede comprarse y venderse, es comerciante, propietario o productor, y en todo caso, consumidor. «Los derechos superiores de los consumidores, escribe Pierre Rosanvallon, son a Adam Smith lo que la voluntad general es a Rousseau». En la época moderna, el análisis económico liberal se verá extendido progresivamente a todos los hechos sociales. La familia será asimilada a una pequeña empresa, las relaciones sociales a unas interacciones de estrategias competitivas interesadas, la vida política a un mercado dónde los electores venden su voto a la mejor oferta. El hombre será percibido como una capital, el niño como un bien de consumo duradero. La lógica económica será proyectada sobre el conjunto de toda la sociedad en la que está encastrada, hasta englobarla completamente. Tal como ha escrito Gérald Berthoud, «la sociedad puede entonces concebirse a partir de una teoría formal de la acción finalizada. La relación coste-beneficio pasa a ser el único principio que guía al mundo». Todo se convierte en factor de producción y consumo, todo se supone que debe resultar de la adecuación espontánea entre la oferta y la demanda. Cada cosa vale lo que vale su valor de cambio, mesurado por su precio. Y, paralelamente, todo lo que no puede 13/21

expresarse en términos cuantificables y mesurables es tenido como carente de interés o inexistente. El discurso económico se revela profundamente cosificador de las prácticas sociales y culturales, intensamente ajeno a cada valor que no se expresa en términos de precio. Reduciendo todos los hechos sociales a un universo de cosas mesurables, por fin transforma a los propios seres humanos en cosas –cosas sustituibles e intercambiables desde el punto de vista monetario. IV Esta representación estrictamente económica de la sociedad tiene importantes consecuencias. Completando el proceso de secularización y el desencantamiento del mundo característico de la modernidad, conduce a la disolución de los pueblos y la erosión sistemática de sus características distintivas. En el plano sociológico, privilegiando el intercambio económico, divide a la sociedad en productores, propietarios y clases estériles (como la antigua aristocracia), a través de un proceso eminentemente revolucionario que Karl Marx no fue el último en elogiar. En el plano del imaginario colectivo, lleva a una completa inversión de los valores, al mismo tiempo que eleva a la cima a los valores comerciales que, desde tiempos inmemoriales, eran considerados como la propia definición de lo interior, que eran meras cuestiones de necesidad. En el plano moral, rehabilita el espíritu de cálculo del propio interés y el comportamiento egoísta que la sociedad tradicional siempre condenó. La política es considerada como intrínsecamente peligrosa, en la medida en que concierne al ejercicio del poder, que es considerado “irracional”. Así el liberalismo reduce la política como garantía de los derechos y del gobierno de la sociedad a la simple pericia técnica. Es la fantasía de una “sociedad transparente”, que coincide inmediatamente consigo misma, al margen de cualquier referente simbólico o intermediación concreta. A largo plazo, en una sociedad íntegramente gobernada por el mercado y basada en el postulado de autosuficiencia de la “sociedad civil”, El Estado y las instituciones relacionadas están condenados al declive, tanto como en la sociedad sin clases imaginada por Marx. Además, la lógica de mercado, como demuestra Alain Caillé, es parte de un proceso mayor que tiende a igualar la intercambiabilidad de los hombres por medio de una dinámica que es observada en el moderno uso de la moneda. «El acto conciliador de la ideología liberal, siguiendo a Caillé, reside en la identificación de la situación legal con el estado comercial, su redacción a una creación del mercado. En consecuencia, la reivindicación de la 14/21

libertad de los individuos para elegir sus propios fines se torna en una obligación que solamente tiene en cuenta los fines comerciales». Lo paradójico es que los liberales jamás dejan de afirmar que el mercado maximiza las posibilidades de cada individuo para realizar sus propios fines, al tiempo que afirman que esos fines no pueden ser definidos de antemano, y que, además, nadie puede definirlos mejor que el propio individuo. Pero ¿cómo se puede decir que el mercado hace emerger lo más óptimo, si no sabemos qué es lo óptimo? En verdad, se podría fácilmente afirmar que el mercado multiplica las aspiraciones individuales mucho más que facilitarles los medios para alcanzarlos, no su satisfacción, sino su insatisfacción en el sentido tocquevilliano del término. Además, si el individuo es siempre, por definición, el mejor juez de sus propios intereses, entonces lo que le obliga a respetar la reciprocidad, ¿sería la única norma? La doctrina liberal ya no se basaría en el comportamiento moral, en un sentido del deber o de una ley moral, sino en el egoísmo, correctamente entendido. Mientras no se viole la libertad de los demás, ello los disuadiría de violar la mía. El miedo a la policía resolvería teóricamente el resto. Pero si esto seguro de que, al transgredir las reglas, apenas incurro en un riesgo mínimo de punición, y la reciprocidad no me importa, ¿qué me impide violar las reglas o la ley? Obviamente nada. Al contrario, no tener en consideración nada más allá de mis intereses me anima a hacerlo lo máximo posible. En su Teoría de los sentimientos morales (1759), Adam Smith escribe con franqueza: «... Incluso si entre los diferentes miembros de la sociedad no hay amor mutuo y afecto, la sociedad, aunque menos feliz y agradable, no será necesariamente disuelta. La sociedad puede subsistir entre hombres diferentes, como entre comerciantes diferentes, desde un sentido de su utilidad, sin ningún amor mutuo o afecto; y si nadie tiene ninguna obligación, ni está vinculado por gratitud alguna con los otros, la sociedad podría todavía mantenerse mediante los intercambios individuales de servicios, según un valor convenid». El sentido de este pasaje es claro. Una sociedad puede muy bien economizar –esta palabra es esencial– cualquier forma de sociabilidad orgánica, sin dejar por ello de ser una sociedad. Esto es suficiente para que se convierta en una sociedad de 15/21

comerciantes: el vínculo social se fusionará con el sentimiento de su “utilidad” y el “intercambio mercantil de buenos oficios”. Así que para el ser humano es suficiente tomar parte en intercambios comerciales, hacer libre uso del propio derecho a maximizar su propio beneficio. Smith dice que tal sociedad ciertamente será “menos feliz y armoniosa”, pero que este matiz será rápidamente olvidado. La creencia, para ciertos liberales, es que la única manera de ser plenamente humano consiste en comportarse como los comerciantes, o sea, como aquellos que en otro tiempo recibían un estatus inferior (no es que ellos no fueran considerados útiles, incluso necesarios, sino por la exacta razón de que no eran considerados más que útiles –y porque su visión del mundo estaba limitada por el único valor de la utilidad). Esto plantea, obviamente, la cuestión del estatus de aquellos que no se comportaban de esta forma, bien por falta de interés o por falta de medios. ¿Seguían siendo hombres? V La lógica del mercado, en realidad, se impuso poco a poco, a partir de la Edad Media, cuando el comercio local y el de larga distancia comenzaron a unificarse dentro de los mercados nacionales cuando los Estados-nación emergentes, deseosos de obtener beneficios económicos y así poder recaudar impuestos que no eran posibles dentro del comercio intracomunitario. Así, lejos de ser un hecho universal, el mercado es un fenómeno estrictamente localizado en el tiempo y en el espacio. Y lejos de ser espontáneo, este fenómeno fue, en realidad, creado e instituido. Particularmente en Francia, pero también en España, el mercado de ninguna manera fue construido contra el Estado-nación, sino precisamente gracias a él. El Estado y el mercado nacen juntos y progresan al mismo ritmo, el primero constituyendo al segundo, al mismo tiempo que se establecía a sí mismo. «Por lo menos, escribe Alain Caillé, se recomienda no considerar al Estado y al mercado como dos entidades antagonistas radicalmente diferentes, sino como dos facetas del mismo proceso. Históricamente, los mercados nacionales y los Estados nacionales se construyeron al mismo ritmo, y uno puede entenderse sin el otro». De hecho, ambos se desarrollaron en la misma dirección. El mercado amplifica el movimiento del Estado nacional que, para establecer su autoridad, está obligado a destruir metódicamente todas las formas de socialización intermedias que en el mundo feudal eran estructuras orgánicas relativamente autónomas (clanes familiares, comunidades rurales, fraternidades, hermandades, etc.). La clase burguesa, y con ella el incipiente liberalismo, sostiene y agrava esta 16/21

atomización de la sociedad en la medida en que la emancipación del individuo requiere la destrucción de todas las formas involuntarias –o no seleccionadas por el mismo– de solidaridad o dependencia que representan otros tantos obstáculos a la expansión del mercado. Pierre Ronsanvallon observa: «Desde esta perspectiva, el Estado-nación y el mercado reflejan el mismo tipo de socialización de los individuos en el espacio. Son concebibles únicamente en el marco de una sociedad atomizada en la que el individuo se comprende como autónomo. Así que tanto el Estado-nación como el mercado, en el sentido sociológico y económico de los términos, no son posibles en espacios donde existe la sociedad como un todo social globalizante». La nueva sociedad que surgió de la crisis de la Edad Media fue construida poco a poco, empezando por el individuo, de sus normas éticas y políticas, y de sus intereses, disolviendo lentamente la coherencia de los ámbitos políticos, económicos, legales e, incluso, lingüísticos que la vieja sociedad sustentaba. Hasta el siglo XVIII, sin embargo, el Estado y la sociedad civil siguieron siendo la misma cosa: la expresión “sociedad civil” todavía era sinónimo de una sociedad políticamente organizada. La distinción comienza a surgir a finales del siglo XVII, en particular con Locke, que redefine la “sociedad civil” como la esfera de la propiedad y de los intercambios, mientras que el Estado o la “sociedad política” quedarían relegados a la mera protección de los intereses económicos. Sobre la base de la creación de una esfera autónoma de producción e intercambio, que refleja la especialización de las funciones y características del Estado moderno, esta distinción llevó, o a la recuperación de la sociedad política como resultado de un contrato social, como en Locke, o a la exaltación de la sociedad civil basada en el ajuste espontáneo de intereses, en el caso de Mandeville y Smith Al apoderar, como esfera autónoma, a la sociedad civil, de hecho, se abre el campo para el libro desarrollo de la lógica económica de los intereses. Como resultado de la llegada del mercado, «la sociedad –escribe Karl Polany– se gestiona como un auxiliar del mercado. En lugar de incrustar la economía en las relaciones sociales, son las relaciones sociales las que están incrustadas en las relaciones económicas». Éste es el sentido mismo de la revolución burguesa. Al mismo tiempo, la sociedad toma la forma de un orden objetivo, distinto del orden 17/21

natural o cósmico, que coincide con la razón universal a la que el individuo debe tener acceso inmediato. Su objetivación histórica cristaliza inicialmente con la doctrina política de los derechos, cuyo desarrollo podemos seguir con Jean Bodin en la Ilustración. Paralelamente, la economía política surge como una ciencia general de la sociedad, concebida como un proceso de desarrollo dinámico sinónimo del “progreso”. Así, la sociedad se convierte en objeto de un conocimiento científico específico. En la medida en que accede a un modo de supuesta existencia racional, y sus prácticas están sujetas a una racionalidad instrumental como principio último de regulación, el mundo social debe tener necesariamente un cierto número de “leyes”. Pero gracias a esa misma objetivación, la unidad de la sociedad, como su dimensión simbólica, se vuelve eminentemente problemática, especialmente en cuanto a la privatización de las afiliaciones, pertenencias y vínculos, lo que lleva a la fragmentación del cuerpo social, a la multiplicación de los intereses privados en conflicto y a la temprana institucionalización. Pronto aparecerán nuevas contradicciones, no sólo entre la sociedad fundada por la burguesía y los restos del antiguo régimen, sino también dentro de la propia sociedad burguesa, como la lucha de clases. La distinción entre lo público y lo privado, el Estado y la sociedad civil, se agudizaba en el siglo XIX, generalizando una visión dicotómica y contradictoria del espacio social. El liberalismo, después de haber ampliado su poder, promueve ahora una “sociedad civil” identificada únicamente con el ámbito privado y denuncia la “influencia hegemónica” del sector público, lo que le lleva a reclamar el fin del monopolio estatal en la satisfacción de las necesidades colectivas y la extensión de las formas comerciales de control y regulación intrasocietarios. La sociedad civil adquiere luego, en gran medida, una dimensión mítica. Se define cada vez menos en sus propios términos que en oposición al Estado –sus contornos son confusamente definidos por lo que teóricamente es sustraído del Estado–, apareciendo más como una fuerza ideológica que como una realidad bien definida. Desde finales del siglo XIX, sin embargo, deben hacerse ajustes en la lógica puramente económica de la regulación y la reproducción sociales. Estos ajustes ya no son tanto el resultado de la resistencia conservadora, como de las contradicciones internas de la nueva configuración social. La sociología, en sí misma, nace de la resistencia de la sociedad real a los cambios políticos e institucionales, como la de aquellos que invocan un “orden natural” para denunciar el carácter formal y artificial del nuevo modo de regulación social. Para los primeros 18/21

sociólogos, el ascenso del individualismo plantea un doble temor: a la “anomia” que resulta de la desintegración de los vínculos sociales (Emile Durkheim), y a la “multitud” de compuestos formados por individuos atomizados que, de repente, aparecen reunidos en una “masa” incontrolable (Gustave Le Bon, Gabriel Tarde, los cuales reducen el análisis de los hechos sociales a la psicología). El primero encontrará eco, en particular, entre los pensadores contrarrevolucionarios. El segundo será particularmente notable entre la burguesía consciente, principalmente, de la necesidad de protegerse de las “clases peligrosas”. Mientras que el Estado-nación instituyó y se apoyó en el mercado, el antagonismo entre el liberalismo y el “sector público”, creció secuencialmente. Los liberales jamás dejaron de atacar el estado de bienestar, sin percibir que, precisamente, la extensión del mercado requería una mayor intervención del Estado. El hombre, cuyo trabajo, está sólo sujeto al juego del mercado es, en efecto, vulnerable, porque su fuerza de trabajo no tiene ningún interés ni valor. El individualismo moderno, por otra parte, destruye las relaciones orgánicas de proximidad, que eran principalmente de ayuda mutua y de solidaridad recíproca, al mismo tiempo que acaba con las viejas formas de protección social. En cuanto regula la oferta y la demanda, el mercado no regula las relaciones sociales, sino que las altera y desorganiza, aunque sólo sea porque no tiene en cuenta las demandas que no pueden pagarse. El surgimiento del Estado de bienestar se convierte en una sociedad, ya que es el único poder capaz de corregir los desequilibrios más evidentes y atenuar las perturbaciones más obvias. Es por ello, como demostró Karl Polany, que el liberalismo siempre parece triunfar, pues, paradójicamente, hemos sido testigos de su contradictoria adicción a las intervenciones estatales necesarias para reparar los daños en el tejido social causados por la lógica del mercado. «Sin la relativa paz social del Estado de bienestar, observa Alain Caillé, el orden del mercado habría sido aniquilado por completo». Esta sinergia entre Estado y mercado es la que, durante mucho tiempo, ha caracterizado (y en cierto modo sigue caracterizando) el sistema fordista. «La protección social, concluye Polany, es el control obligatorio del mercado autorregulado». En la medida en que sus intervenciones están dirigidas a compensar los efectos destructivos del mercado, el Estado de bienestar, de alguna manera, juega un papel en la “desmercantilización” de la vida social. Pero no puede sustituir por completo las formas de protección de la comunidad que han sido destruidas por el desarrollo industrial, el aumento del individualismo y la expansión del 19/21

mercado. En comparación con estas viejas formas de protección social, tiene tantas limitaciones como beneficios. Mientras que la vieja solidaridad se basaba en un intercambio de beneficios mutuos que implicaban la responsabilidad de todos, el Estado de bienestar fomenta la irresponsabilidad y convierte a los ciudadanos en dependientes asistidos. Mientras que la vieja solidaridad formaba parte de una red de relaciones concretas, el Estado de bienestar adopta la forma de un mecanismo abstracto, anónimo y remoto, del que se espera todo y al que no se debe nada. La sustitución de las antiguas solidaridades inmediatas, por una solidaridad impersonal, externa y opaca y, por tanto, mediata, está lejos de ser satisfactoria. De hecho, el origen mismo de la actual crisis del Estado de bienestar es, por su propia naturaleza, que parece condenado a implementar solamente una solidaridad económicamente insuficiente porque es sociológicamente inadaptada. Como escribe Bernard Enjolras, «superar la crisis interna del Estado de bienestar presupone, por tanto, recuperar las condiciones que producen la solidaridad de proximidad», que son también «las condiciones para revisar la relación económica y restablecer la sincronización entre la producción de riqueza y la producción social». «Todo el envilecimiento del mundo moderno, escribe Péguy, es decir, cualquier reducción de las normas, toda degradación de los valores, viene de que el mundo moderno considera negociables todos los valores que el mundo antiguo y el cristiano consideraban como no negociables». En esta degradación la “ideología liberal” tiene una gran responsabilidad, en la medida en que el liberal se basa en una antropología que deriva de una serie de conclusiones erróneas. La idea de que el hombre actúa libre y racionalmente en el mercado es solamente una suposición utópica, porque los hechos económicos no son autónomos, sino que siempre están en relación con un determinado contexto social y cultural. No hay racionalidad económica innata: es sólo el producto de un desarrollo sociohistórico concreto. El intercambio de mercancías no es la forma natural de las relaciones sociales, ni siquiera de las relaciones económicas. El mercado no es un fenómeno universal, sino un fenómeno localizado. El mercado nunca aspira a la forma óptima entre la oferta y la demanda, sobre todo porque sólo tiene en cuenta la demanda efectiva. La sociedad sólo es la suma de sus componentes individuales, igual que la clase es sólo resulta siempre de los elementos que la forman, porque es lo que la constituye como tal, como lo muestra la teoría de los tipos lógicos de Russell (una clase no puede ser miembro de sí misma, igual que sus miembros no pueden, por sí mismos, ser la clase). Por último, la concepción abstracta de un individuo desinteresado, 20/21

“descontextualizado”, cuyo comportamiento se basaría en estrictas expectativas racionales y que elige libremente su identidad a partir de la nada, es una visión totalmente insostenible. Por el contrario, los teóricos comunitarios o cuasi-comunitarios (Alasdair MacIntyre, Michael Sandel) han demostrado la importancia vital que para los individuos tiene una comunidad que constituye necesariamente su horizonte, su “episteme” –incluso para forjarse una representación crítica de la misma–, tanto para la construcción de su identidad, como para la satisfacción de sus propósitos. El bien común es la doctrina sustancial que define la forma de vida de la comunidad y, por tanto, de su identidad colectiva. VI Todo surge de la crisis actual, de la contradicción que se agrava entre el ideal del hombre universal abstracto (con su corolario de atomización y despersonalización de todas las relaciones sociales) y la realidad del hombre concreto (para el que el vínculo social sigue basándose en los lazos emocionales y en las relaciones cercanas, junto a la cohesión, el consenso y las obligaciones mutuas). Los autores liberales creen posible la constitución de una sociedad plenamente compatible con los únicos valores del individualismo y del mercado. Es una ilusión. El individualismo no ha sido nunca el único fundamento de la conducta social, y nunca lo será. Mejor aún, hay buenas razones para creer que el individualismo puede aparecer sólo en la medida en que la sociedad sigue siendo, en cierta medida, holística. «El individualismo, escribe Louis Dumont, no está en condiciones de sustituir completamente al holismo y reinar sobre toda la sociedad… Por otra parte, el individuo nunca ha sido capaz de operar sin un holismo que contribuye a su vida con una gran variedad de formas imperceptibles e inadvertidas». El individualismo es lo que otorga a la ideología liberal su dimensión utópica. Por tanto, sería un error ver en el holismo solamente un nefasto legado del pasado, necesariamente condenado a desaparecer. Incluso en la era del individualismo, el hombre permanece como ser social. El holismo reaparece frente a la teoría liberal de la “armonía natural de intereses”, en este momento, mediante el reconocimiento de que el bien común prevalece sobre los intereses privados.

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