JOS� M. RAMOS MEJ�A (1849-1914) Las neurosis de los hombres c�lebres en la historia argentina / 1878-1882 Fuente: Segunda edici�n (completa en 1 volumen) con un pr�logo de Jos� Ingenieros; Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1915.
La personalidad intelectual de Jos� M. Ramos Mej�a por Jos� Ingenieros SUMARIO - I. Los m�dicos en la cultura argentina - II. Las neurosis de los hombres c�lebres - III. La actuaci�n universitaria de Ramos Mej�a - IV. La locura en la historia - V. Las multitudes argentinas - VI. Los simuladores del talento - VII. Rosas y su tiempo - VIII. La educaci�n nacionalista - IX. Ideales de cultura. I. Los m�dicos en la cultura argentina Vida ejemplar por sus virtudes, car�cter firme, vocaci�n inquebrantable por el estudio, talento preclaro, curiosidad vasta, fidelidad a las ciencias y las letras, amor ferviente a la nacionalidad, culto de la juventud y del porvenir, simpat�a nunca desmentida hacia todo lo que implica un progreso en las ideas o una innovaci�n en las instituciones: tal fue el m�dico ilustre y pensador alado que cre� en la Argentina dos g�neros cient�ficos -la psiquiatr�a y la sociolog�a- y que un hado venturoso me dio por amigo, consejero y maestro. Las ciencias m�dicas hab�an incorporado ya a la intelectualidad argentina algunas figuras eminentes por la vastedad y la hondura de su pensar. Cuando se escriba nuestra historia de la medicina, junto a los pocos nombres que han descollado en los dominios propiamente t�cnicos del arte de curar, culminar�n con v�vidos destellos media docena de estadistas y pensadores, que contribuyeron al porvenir de la raza con tanta eficacia como otros amenguaron las dolencias individuales que gimen en cada lecho de hospital. Aprendiendo a meditar sobre las inquietudes del cuerpo se adiestran los m�dicos para sondar las del esp�ritu; el misterio de la enfermedad que tortura la entra�a, lleva a la contemplaci�n del vicio que mina a la sociedad; el problema de la vida sobre la tierra, conduce a plantear el de �sta en el universo; la muerte ense�a a pensar sobre la falacia de todas las cosas humanas, perecederas como el hombre mismo. El estudio de las ciencias m�dicas ensancha el horizonte mental de los pensadores que lo emprenden; en todo tiempo hubo m�dicos que descollaron como humanistas. Seis nombres hipocr�ticos merecen perdurar en la historia de la cultura argentina: Argerich, Alcorta, Rawson, Mu�iz, Wilde y Ramos Mej�a [1.] . Cuando, por el a�o veinte, ard�a en Buenos Aires la campa�a clerical contra el profesor de filosof�a Juan C. Lafinur, s�lo Cosme Argerich tom� p�blicamente su defensa. Un famoso escrito suyo puso en quicio la pol�mica y reclam� respeto para las nuevas ideas; con bell�simo gesto moral escribi� "que los sentimientos y principios del catedr�tico son los mismos que yo sigo; si es permitido a un hombre de honor y de alguna edad proponerse a s� mismo por modelo, har� presente que desde hace once a�os explico esas mismas opiniones en la discusi�n del entendimiento, a mis disc�pulos de fisiolog�a". Es decir, desde 1808, en v�speras de la Revoluci�n de Mayo. La pol�tica cultural de Rivadavia aument� la libertad universitaria y pudo ense�ar, a su amparo, Juan M. Fern�ndez de Ag�ero, heterodoxo de grande ingenio y cultura. Para reemplazarle, en 1828, ascendi� a la c�tedra de filosof�a el m�dico Diego Alcorta, cuya tesis sobre la "man�a aguda" es el primer trabajo de
psiquiatr�a que se ha publicado en el pa�s y por un argentino. Introdujo en la ense�anza filos�fica un firme sentido naturalista, sin perder nunca su contacto con la ciencia europea. En la hora de la reconstrucci�n nacional, Guillermo Rawson fue profesor de filosof�a, enluciando la c�tedra con su elocuencia. Con Rawson asoma en el pa�s una corriente de estudios biol�gicos, avanzad�sima en la actual Escuela de Medicina. Su tesis universitaria, en 1844, era de gran valor sintom�tico, aunque insignificante en s� misma, pues trat� el problema de la herencia en la vida y en las enfermedades: "�Por qu� el hombre nace del hombre? �Por qu� las �guilas feroces, como dice Horacio, no engendran la paloma inocente? �Por qu� la planta que vegeta es hija siempre de otra semejante? He aqu� uno de los grandes problemas de la naturaleza, cuya soluci�n, �ntimamente ligada a los misterios de la vida, jam�s se aclarar� del todo a nuestra inteligencia; pero que, por lo mismo, estimula fuertemente los deseos de nuestra curiosidad". Pensar en tales cosas era un signo de ingenio excepcional, que el tiempo confirm� en los debates pol�ticos y en la c�tedra universitaria. Francisco Javier Mu�iz, adem�s de m�dico famoso, fue el primer naturalista argentino. Desde 1850 comenz� a estudiar los f�siles pampeanos, preparando en Luj�n un ambiente de curiosidad que estimul� el genio de Ameghino. Su muerte fue honrada por Sarmiento con un libro apolog�tico y en �l inscribi� una bella p�gina el luminoso creador de la paleontolog�a argentina. Es bien conocida la magn�fica tesis sobre "El Hipo" con que inici� su carrera Eduardo Wilde, en 1870; ingeniosa y aguda, hermosamente escrita, pertenece tanto a la medicina como a la filosof�a, pues la doctrina fisiol�gica se hermana en sus p�ginas con la sutil perspicacia de un psic�logo que observa con altura. Descoll� m�s tarde en la pol�tica, sin dejar por eso de agregar muchos vol�menes a la ciencia y a las letras, todos empre�ados de gracia y de color. La personalidad m�s considerable del grupo fue mi ilustre maestro. Jos� M. Ramos Mej�a es el "hombre representativo" de un despertar intelectual realizado por grupos de j�venes que en otra ocasi�n he denominado "la generaci�n del ochenta" [2.] . Agitaci�n de ideas, modificaci�n del gusto, orientaciones nuevas, todo, de 1875 a 1885, revela un inquieto af�n de sobreponer las cosas de la cultura a las bastas necesidades del enriquecimiento y de la pol�tica. El rasgo t�pico de esa renovaci�n cultural fue la aparici�n, en la Argentina, de un nuevo g�nero de estudios, hasta entonces casi desconocidos o espor�dicos. Los institutos cient�ficos inaugurados en el pa�s, bajo la direcci�n de sabios extranjeros, despertaron entre algunos argentinos el inter�s por las ciencias naturales: al propio tiempo un grupo de j�venes m�dicos emprendi� trabajos cient�ficos de alguna originalidad, se�alando una etapa en el desenvolvimiento de las ciencias biol�gicas; fueron, los m�s de ellos, fundadores del juvenil "C�rculo M�dico Argentino", cuyos "Anales", fundados en 1877, a�n se editan. Dir� desde ya, que Jos� M. Ramos Mej�a fue su fundador y primer presidente. Esta renovaci�n cultural se oper�, en mucha parte, bajo la tutela de Sarmiento; muchos a�os breg� por introducir al pa�s sus elementos iniciales, encintando as� de cultura cient�fica a la rep�blica, creando academias, institutos o centros cient�ficos, y dot�ndolos de competentes profesores yanquis y europeos. Vivi� alerta cuando asomaron los primeros frutos: alentando a los j�venes, aplaudi�ndolos, contagi�ndolos de su man�a de estudiar y ense�ar. Su acci�n fue mas directa sobre la peque�a pl�yade talentosa que ensay� sus alas mariposeando en "El Nacional": Del Valle, Pellegrini, Lucio L�pez, Can�, Gallo, Ramos Mej�a. Nunca, justo es consignarlo, un grupo de j�venes que pensaba en la pol�tica prest� mayor o�do a las cosas intelectuales; de Sarmiento recib�an el doble impulso de la acci�n y del ideal, como tambi�n lo recibiera el presidente Avellaneda, en quien las incumbencias del estadista no acallaron nunca las inclinaciones literarias. Estrechamente vinculado a ese grupo de j�venes intelectuales, Jos� M. Ramos Mej�a public� all� sus primeras p�ginas y sostuvo una bella campa�a por la renovaci�n cient�fica de la Facultad de Medicina. Fiel a su cuna espiritual, sigui� m�s tarde
la evoluci�n pol�tica de sus amigos, contra�dos a moverse en la �rbita de un firme caudillo, Carlos Pellegrini, que en 1884 dio nueva unidad al grupo fundando "Sud Am�rica", bajo la direcci�n de Paul Groussac. Nadie como Ramos Mej�a podr�a representar a esa "generaci�n del ochenta", que descoll� en las ciencias naturales con Florentino Ameghino, en la educaci�n moral con Agust�n Alvarez, y a�n culmina en las letras nacionales con el majestuoso Almafuerte. En Ramos Mej�a se combinaron felizmente esas diversas orientaciones de sus tres coet�neos; su nombre pasar� a la historia de la cultura argentina como hombre de ciencia, como educador y como hombre de letras. II. Las neurosis de los hombres c�lebres El 7 de Noviembre de 1878 public� Sarmiento, en "El Nacional", un art�culo sobre el primer volumen de la obra "Neurosis de los hombres c�lebres" en la historia argentina [3.] . El autor era un estudiante de medicina, nacido en Buenos Aires el 24 de Diciembre de 1849; se doctor� un a�o despu�s de publicarlo, versando sus tesis sobre "Traumatismo cerebral" (1879). Celebraron aquel libro, con igual entusiasmo, los "intelectuales" que formaban el n�cleo futuro del pellegrinismo y los j�venes cultores de la ciencia que, con Sarmiento a la cabeza, admiraban a Darwin y Spencer, pugnando por introducir en el pa�s la afici�n por las ciencias de la naturaleza. Los dos primeros p�rrafos del prefacio explicaban claramente los prop�sitos del joven escritor: "Las p�ginas que van a leerse forman la primera parte de un trabajo m�s completo, destinado a estudiar las enfermedades de nuestros principales personajes hist�ricos. He dado preferencia a la neurosis, es decir, a las afecciones nerviosas de car�cter funcional, particularmente de aquellas que han tenido mayor influencia sobre su cerebro, no s�lo por creerlas m�s comunes en ellos, sino tambi�n porque creo que es all� en donde deben estudiarse todas esas modificaciones profundas, y a�n incomprensibles a veces, que observamos en algunos caracteres hist�ricos. "Creo que este estudio es la primera vez que se emprende entre nosotros, pues no conozco trabajo alguno que considere bajo esta faz m�dica a nuestros grandes hombres y que busque en todas esas curiosas idiosincrasias morales la explicaci�n natural y cient�fica de ciertos actos que s�lo la fisiolog�a y la medicina pueden explicar". Ese primer volumen consta de cinco cap�tulos. "El primero es una rese�a de los adelantos que ha realizado la Medicina en el estudio de la fisiolog�a y la patolog�a nerviosa, particularmente en lo que se refiere a las enfermedades mentales. En el segundo, se estudia el rol de la neurosis en la historia y especialmente en la nuestra; los tres �ltimos est�n destinados, como lo indica el t�tulo del libro, a Rosas y su �poca". El libro, en que promiscuaban la medicina y la historia, era m�s que una esperanza; con �l aparec�an en nuestro medio los m�todos y las orientaciones que transformaron la frenolog�a en psiquiatr�a y la historia en sociolog�a. Tengo hecha una observaci�n singular, leyendo las obras de aquellos escritores cient�ficos que dejan un rastro firme en la cultura de su �poca o de su medio intelectual. Las grandes l�neas de su pensamiento definitivo se dibujan precozmente, casi siempre en su primer libro org�nico y con frecuencia en la introducci�n del mismo. Se explica que ello ocurra: para culminar en un determinado g�nero de estudios se requiere -adem�s de aquellas aptitudes que Salamanca no prestaba- una aplicaci�n constante y unitaria, desenvuelta en largo espacio de a�os. Es ello imposible para los que no saben elegir tempranamente su camino; por eso -no me canso de repetirlo- s�lo cabe esperar verdadera obra fecunda de aquellos j�venes que poseen una orientaci�n segura e ideas generales precisas antes de llegar a los treinta a�os. El primer libro de Ramos Mej�a ten�a esas cualidades superiores, adquiridas en vast�sima lectura, que con amor verdaderamente paterno estimulaba un grande hombre que fue su "director espiritual": el historiador D. Vicente Fidel L�pez. Cien veces lo he o�do referir sus largas pl�ticas; tengo por seguro que su influencia fue decisiva para la orientaci�n intelectual del joven m�dico. Junto con su
afici�n por los estudios hist�ricos le transfundi� sus tendencias filos�ficas y volterianas, sus pasiones pol�ticas, sus gustos por las bellas letras y sus aristocr�ticos apegos de "porte�o viejo" por todo lo que implicaba una evocaci�n epis�dica del pasado de la ciudad. Con frecuencia, hasta sus �ltimos a�os, Ramos Mej�a gustaba de pasear la "calle Florida", como hiciera en su juventud, entrando y saliendo de las librer�as, deteni�ndose en las vidrieras, saludando viejos amigos que frecuentaban "el centro" como �l; y no podr�a contar las veces que, recorriendo el viejo barrio que se extiende al Sud de la Plaza de Mayo, se deten�a Ramos a contemplar alguna casa colonial o "rosina" para contarnos tal oportuna an�cdota relativa a la vergonzante reliquia arquitect�nica. Por todo ello, ideas y costumbres, pasiones y gustos, Ramos Mej�a estaba impregnado del perfume espiritual de D. Vicente Fidel L�pez, a quien no tuve la suerte de tratar personalmente. L�pez, como era natural, fue el prologuista de las "Neurosis". Aunque profeso grande admiraci�n literaria por su monumental "Historia Argentina", este pr�logo me parece su m�s valiosa p�gina filos�fica; con motivo de exponer las doctrinas del prologado, L�pez da una sint�tica y precisa muestra de sus propias ideas generales. Lo que dice el libro -palabra m�s, palabra menos-, podr�amos escribirlo cuarenta a�os despu�s; bien merece que nos detengamos a leer sus primeros p�rrafos, ya que, seg�n dijimos, esta obra dej� netamente definida la ulterior personalidad intelectual de Ramos Mej�a. "En sus fines, en su estilo, en su plan y en sus doctrinas, este libro es un libro de ciencia pura: lo que basta para decir que es un libro escrito con aquella independencia viril, y franqueza de convicciones, que tiene el pensador que se ha propuesto estudiar los fen�menos de la vida social e hist�rica, sin otros m�todos que la observaci�n inmediata de los hechos naturales, y sin otra l�gica que la que resulta del encadenamiento mismo de estos hechos con las causas f�sicas (dir�amos, m�s bien, fisiol�gicas) que los producen en cada organismo. "Si no nos enga�amos, esta es la primera manifestaci�n cient�fica que se hace entre nosotros de las aspiraciones de la Fisiolog�a moderna a extenderse en el terreno nebuloso, que estaba reservado hasta ahora a la "Teolog�a" y a la "Psicolog�a". Y es muy natural que este eco vivaz y sonoro de los grandes adelantos y de las grandes aspiraciones que las Ciencias Naturales tienen en nuestro siglo, salga de uno de los alumnos de nuestra brillante Escuela de Medicina, que, por sus estudios y por sus aptitudes literarias, viene mejor preparado para ser un escritor serio". En las dos primeras p�ginas de su cap�tulo I, que es una verdadera "introducci�n", Ramos Mej�a dice todo lo necesario para definir su direcci�n cient�fica y filos�fica. No se para en rodeos. Comienza con estas palabras: "La profec�a maravillosa de Voltaire se ha cumplido. No era posible resolver el problema del alma hasta que la anatom�a no hubiera penetrado en la constituci�n �ntima de esa pulpa divina que palpita bajo la c�pula del cr�neo". Despu�s de tal premisa expone los resultados de la fisiolog�a cerebral y de la patolog�a mental, con grande acierto, para formular en el Cap�tulo II las relaciones generales de la psiquiatr�a con la historia. Es necesario tener presente lo que eran los estudios de patolog�a mental en Buenos Aires, en 1878. Me atrever�a a afirmar que un solo m�dico los hab�a cultivado con alguna seriedad: Lucio Mel�ndez, que m�s tarde inici� la ense�anza de esta materia en nuestra Facultad de Medicina (1886); con mucho talento hab�a escrito, tambi�n, algunas p�ginas Eduardo Wilde. Tan escasos antecedentes agregan m�rito al libro de Ramos Mej�a, quien fue, de hecho, el creador de la psiquiatr�a en nuestro pa�s. Conoc�a, con suficiencia, toda la bibliograf�a francesa de esa �poca, que era por entonces, sin disputa, la mejor de Europa: son muy contados los autores de val�a que no cita. Esa erudici�n t�cnica aparece equilibrada por otras lecturas cient�ficas y literarias, no escaseando los autores cl�sicos y los fil�sofos evolucionistas. En conjunto, leyendo las "Neurosis", se comprende que han sido escritas por un hombre de cultura integral. Sin detenernos sobre la parte del libro que se refiere a "Rosas y su �poca"; -pues
el autor la rehizo, ampli�ndola much�simo y corrigi�ndola, en su obra de madureznos bastan esos datos para comprender su significaci�n en la historia intelectual argentina. Ramos Mej�a es, entre nosotros, el iniciador de ese g�nero cient�fico: hasta ahora nadie ha superado sus originales aplicaciones de la psiquiatr�a al estudio de la historia argentina. Verdad es que el autor no se detuvo a criticar el valor hist�rico de las fuentes a que acudi� en busca de datos: tom� por verdades probadas las m�s burdas patra�as de los panfletistas unitarios, repitiendo disparatadas an�cdotas inventadas por la imaginaci�n febriciente de algunos proscritos. Sus citas de Rivera Indarte, de Lamas y de otros, parecen hoy recortes de "cr�nicas de polic�a" intercaladas por error en un libro de medicina, escapadas de su destino leg�timo: los folletines terror�ficos de Eduardo Guti�rrez. Pocos a�os m�s tarde lo comprendi� as� el mismo Ramos Mej�a; en "Rosas y su tiempo" hallaremos otro Rosas que el de "Las Neurosis de los Hombres c�lebres". Sarmiento, que ten�a el don de husmear el ingenio de los otros, reconociendo a los miembros de su propia familia, fue de los primeros en escribir sobre las "Neurosis". (Vol. XLVI, p�g. 293). Honrado como era, no pudo eximirse de dar a Ramos Mej�a un consejo de polemista arrepentido, ya que tambi�n su "Facundo" hab�a contribuido a formar la "leyenda" de la tiran�a. "Prevendr�amos al joven autor que no reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas en aquellos tiempos de combate y de lucha, por el inter�s mismo de las doctrinas que explicar�an los hechos verdaderos". Sarmiento sab�a muy bien porqu� lo dec�a. Ese art�culo y el pr�logo de L�pez consagraron al escritor; ning�n otro argentino fue llevado por manos m�s ilustres a la pila bautismal de la gloria. Cuatro a�os m�s tarde el mismo Sarmiento apadrin� su confirmaci�n, comentando la segunda parte. (Vol. XLVI, p�g. 300). El escritor estaba ya maduro: hay m�s seguridad al enunciar las doctrinas cient�ficas, mejor sentido cr�tico en las apreciaciones hist�ricas, mayor erudici�n. La forma literaria est� m�s cuidada. La melancol�a del dictador Francia, el alcoholismo del fraile Aldao, el histerismo de Monteagudo, el delirio de las persecuciones del almirante Brown, son estudiados con agudo talento, aunque en verdad forzando el valor de ciertos detalles que convergen a confirmar la tesis fundamental de la obra [4.] . El valor m�dico de esos cuatro ensayos no es homog�neo, ni lo es su valor literario. El diagn�stico retrospectivo del delirio de las persecuciones del almirante Brown resulta exact�simo, evidente; no lo es menos el delirio alcoh�lico alucinatorio del fraile Aldao; el histerismo de Monteagudo podr�a ser muy bien "instabilidad mental"; la melancol�a del doctor Francia no resulta cabalmente demostrada. Muchas p�ginas alcanzan verdadero m�rito literario; sobresalientes, entre todas, son las �ltimas del cap�tulo IV, destinadas a describir el delirio alcoh�lico alucinatorio del fraile Aldao, llenas de eficacia y de emoci�n, aterradoras en ciertos pasajes. Ramos Mej�a tuvo siempre gran cari�o por su obra primog�nita. En los quince a�os que dur� nuestra amistad -desde que fui su alumno hasta su muerte- le propuse muchas veces que reeditara las "Neurosis", convertidas en joya bibliogr�fica. No se atrev�a; comprendiendo que era imprescindible pulir la forma y salvar alg�n error de detalle, resist�ase a tocar aquel libro, para �l tan lleno de recuerdos. Alguna vez me dijo, en su pintoresco lenguaje familiar: -"Los libros son como las criaturas. Los padres no pueden corregirlos, porque tienen miedo de lastimarlos". A principios de 1911 me confi� la tarea de efectuar una reedici�n de la obra, corrigiendo detalles de forma, en cuanto ello no alterase las caracter�sticas de su estilo; estableci� que los dos tomos ser�an refundidos en uno solo, suprimiendo toda la parte del primero que trata de "Rosas y su �poca", por haberla desenvuelto �l mismo en su obra posterior "Rosas y su tiempo". Mi ausencia del pa�s posterg� el cumplimiento de su deseo: espero satisfacerlo en breve, afrontando las dificultades que encuentra en nuestro medio toda iniciativa editorial [5.] . III. La actuaci�n universitaria de Ramos Mej�a Al mismo tiempo que compon�a las "Neurosis", Ramos Mej�a puso lo m�s fresco de su
juventud al servicio de una bella causa, que tuvo en su tiempo gran trascendencia cultural. El 12 de Diciembre de 1871 promovi� una agitaci�n estudiantil, con motivo del suicidio de un estudiante de jurisprudencia, injustamente reprobado; el movimiento cundi� en el mundo universitario y encontr� el apoyo de algunos profesores liberales, plante�ndose de inmediato el problema de la reforma universitaria. En uni�n con Jos� Mar�a Cantilo, Juan Carlos Belgrano, Patricio Sorondo y Francisco Ramos Mej�a, fund� un peri�dico de oportunidad, el "13 de Diciembre", en el que colaboraron D. Vicente Fidel L�pez y D. Juan Mar�a Guti�rrez. La campa�a iniciada por Ramos Mej�a, en "La Rep�blica", fue auspiciada por "El Nacional" y "La Libertad", que a la saz�n dirig�an Arist�bulo del Valle y Manuel Bilbao. Toda esa vasta conjunci�n de esfuerzos tuvo por resultado la obtenci�n de las reformas pedidas, organiz�ndose por separado las facultades superiores, hasta entonces mezcladas con la ense�anza secundaria. Esa transmutaci�n de la Universidad de Buenos Aires, operada de 1873 a 1880, fue impuesta por la voluntad de los estudiantes, organizados para presionar a las autoridades universitarias [6.] ; Jos� M. Ramos Mej�a, iniciador del movimiento estudiantil, fue fundador y primer presidente del "C�rculo M�dico Argentino", t�tulo que ostenta con leg�timo orgullo bajo su nombre, en la car�tula de las "Neurosis". La orientaci�n natural de sus estudios, en un todo paralela a sus inclinaciones filos�ficas, cond�jole a especializarse en la patolog�a nerviosa y mental; en pocos a�os descoll� en nuestro mundo m�dico y fue un acontecimiento para la Facultad de Medicina su ascensi�n a la C�tedra de Patolog�a Nerviosa (1887), creada expresamente para incorporar su valioso ingenio a la ense�anza. Ramos Mej�a no era orador; el p�blico le incomodaba. M�s de una vez escribi� bell�simas oraciones, que a �ltima hora hizo leer por este o aquel amigo. Era, en cambio, un conversador interesant�simo. Llev� a la c�tedra esas cualidades; sus lecciones eran charlas familiares con los alumnos, ante el lecho del enfermo. All� naci� nuestra amistad que, andando el tiempo, la comunidad de ideas y el ahondarse del cari�o convirtieron en una intimidad de padre e hijo. En la c�tedra se hasti� muy pronto. No hizo esfuerzo alguno para adquirir las aptitudes exteriores que dan brillo a la docencia; es frecuente que los escritores rehuyan el ejercicio de la palabra en p�blico. Ramos Mej�a acostumbraba hacerme esta reflexi�n, que hoy encuentro just�sima, despu�s de haber desempe�ado varios a�os una c�tedra universitaria: "Es tiempo perdido, para el que pueda escribir obras propias, preparar dos veces por semana un discurso sobre temas que est�n tratados en los libros de texto"; alguna vez, refiri�ndose a los malos estudiantes, le o� una frase significativa: "Esto es cortar adoquines con navaja de afeitar". No sorprende, pues, que al cabo de algunos a�os fuera un profesor poco entusiasta y de escasa puntualidad. Ramos se sent�a otra cosa, y lo era. Ramos era un maestro, un director de inteligencias. En ese sentido su influencia fue eficac�sima, primero entre sus coet�neos y m�s tarde entre los j�venes. Fue hombre de consejo en aquella vigorosa pl�yade intelectual que durante dos d�cadas luch� por renovar la ense�anza en nuestra escuela de Medicina. Rawson, Wilde, Pirovano, fueron sus precursores. Despu�s del 80, se incorpor� a la ense�anza la generaci�n de Ramos Mej�a, que empez� a lavarse las manos, crey� en los microbios e hizo cortes histol�gicos: Novaro, Aguilar, Wernicke, Decoud, Llobet, Arata, Penna, Podest�, G�emes, Udaondo, Lagleize, Antonio Pi�ero, Susini, Sommer, Revilla, Na�n, Mel�ndez, Obejero, Se�orans, Chayes, Ayerza. El a�o 90 el esp�ritu de la Facultad estaba cambiado; los "j�venes" hab�an suplantado la influencia de sus predecesores, que fueron probos maestros y distinguidos m�dicos de su tiempo. De esos "viejos" hemos conocido una docena: Porcel de Peralta, Albarellos, Leopoldo Montes de Oca, Gonz�lez Cat�n, Aguirre, Mallo, Gonz�lez del Solar, Spuch, Astigueta, Blancas, Herrera Vegas, Baca. Los m�s de ellos conservaron el tipo f�sico y moral del m�dico antiguo, sentencioso en el decir, grave en el andar, severo en el vestir; su moral m�dica parec�a m�s r�gida que la actual, y en realidad consideraban su profesi�n como un noble sacerdocio. Por esas
cualidades eran admirados y respetados por los j�venes; pero, en verdad, su mucha virtud no se opon�a a que desconfiasen de los microbios y dudaran de los laboratorios. Cre�an m�s en el "ojo cl�nico" y en la "larga pr�ctica", excelentes cualidades emp�ricas que nunca han bastado para constituir la ciencia. A esa transformaci�n de nuestra Escuela de Medicina prest� Ramos Mej�a un concurso valios�simo, por sus dotes eficaces de escritor y por la fundaci�n del "C�rculo M�dico Argentino". As� lo record� �l mismo, al volver a�os m�s tarde a la presidencia de esa instituci�n, "cuyos primeros pasos inciertos los ha dado tomado de mis manos". "Han pasado ya algunas generaciones de m�dicos y de estudiantes, dejando muchos de ellos su noble nombre escrito en cada tramo del camino recorrido por �l. "Este C�rculo M�dico, que pasa casi desapercibido en medio del bullicio atronador en que se revuelven los habitantes de esta capital, encierra en las humildes p�ginas de su historia casi una epopeya; porque resume en ella el esfuerzo vigoroso de una generaci�n, que en medio de la hostil indiferencia de los viejos augures, luch� con �xito relativo por la reforma de la ense�anza superior, venciendo tradiciones obstruccionistas que hab�an detenido la marcha de la Universidad en plena era colonial. Fueron los hombres del C�rculo M�dico los que iniciaron las reformas universitarias con el movimiento del 13 de Diciembre que, a pesar de la apariencia de un simple mot�n estudiantil, era, sin embargo, la expresi�n viva y activa de las aspiraciones de una juventud enga�ada por promesas de mejor suerte intelectual que no se cumpl�an jam�s. No me cansar� de insistir sobre el m�rito de esas mejoras, que conquistamos con el trabajo y la propaganda, que no por ser de humilde origen dej� de obrar poderosamente en el esp�ritu de los que gobernaban, sembrando los g�rmenes de las transformaciones que se han operado despu�s en la ense�anza. Ahora, vosotros, los que estudi�is, ten�is en vuestras manos elementos precisos de trabajo, ten�is cierta independencia en el pensamiento cient�fico, y hasta en muchos actos escolares, de que carec�amos entonces; la educaci�n es m�s amplia, y las aspiraciones del esp�ritu, hasta en sus exigencias m�s pueriles, tienen una satisfacci�n inmediata a que nosotros no pod�amos aspirar". "Aparte de ser esto el producto de las transformaciones naturales que hace experimentar el progreso a todas las cosas es la consecuencia, la expresi�n de un deseo que palpita en todas las cabezas, cual es el de cultivar la inteligencia, el amor a la ciencia que ennoblece, el perfeccionamiento del esp�ritu por el estudio y la investigaci�n, pacientemente buscada y siguiendo el precepto inmortal del viejo sabio de Bremen 'la ciencia por la ciencia', no la ciencia por el lucro, no la ciencia en sus aplicaciones sensuales al bienestar material, no como simple instrumento al servicio de una profesi�n" [7.] . Esta vigorosa influencia de Ramos Mej�a sobre la generaci�n que transform� nuestra ense�anza de la Medicina fue olvidada con el andar del tiempo, por la orientaci�n hist�rico-sociol�gica que prim� en sus siguientes estudios. Ese es, sin embargo, uno de sus t�tulos m�s altos en la evoluci�n de nuestra cultura universitaria, al que es justo agregar otro, no menos importante. Con la generaci�n de Ramos Mej�a comienza en nuestro pa�s la producci�n cient�fica en las disciplinas m�dicas: insegura y humilde en sus comienzos, firme y lozana hoy, en las �ltimas generaciones. Contribuy� much�simo a ello Ramos Mej�a, que siendo escritor se vio precisado a combatir el horror a la imprenta de que parec�an pose�dos los m�dicos de la generaci�n anterior. "No quisiera pasar -dec�a- esta oportunidad sin decir dos palabras sobre una perjudicial preocupaci�n que domina a nuestros m�dicos, ya que con este motivo he tra�do a vuestros o�dos el nombre respetable de Renan: el m�s grande e irreprochable escritor de su tiempo. Se ha cre�do siempre entre nosotros, y los viejos maestros nuestros se han encargado de transcribirlo, como animados de un santo horror ortodoxo, que el perfecto m�dico deb�a ignorar por completo las m�s rudimentales nociones de la educaci�n literaria; que para ejercer con �xito este noble arte que ejercemos, era menester que desconoci�ramos los m�s bellos productos del esp�ritu en esa amable y atrayente rama de los conocimientos humanos
indispensables, y que el cl�nico perfecto deb�a apenas saber coordinar dos malas ideas sobre el papel. Error, se�ores, error funesto para la educaci�n superior que recib�amos. En ese tiempo, y no cre�is que exagero, porque todav�a hay entre nosotros ejemplares de adeptos empecinados de esa escuela; en esa �poca, llamar "literato" a un estudiante equival�a a la clasificaci�n de "hereje y judaizante" en los tiempos de Arb�es y Torquemada. Yo fui una de sus v�ctimas, porque cuando, por razones que no ignor�is, quisieron levantarme un proceso p�blico por haber empleado "mi literatura" en beneficio de aquella vieja y venerable instituci�n, dijeron, en descargo de sus conciencias meticulosas, que yo era "un estudiante literato", "un escritor", como si dij�ramos "una peque�a furia del Averno" o un candidato al ostracismo de la ciencia: "Non erat dignus entrare in illa docto corpore", como dec�a graciosamente ese inolvidable medicastro que ha inmortalizado el genio de Moli�re. Aquellos antiguos caudillos del a�o 20, que vest�an chirip� y sombrero alto, adornado con el el�stico de grandes plumas, en burlescas solemnidades, llamaban desde�osamente "doctores" a los hombres de letras que cre�an tener m�s derechos que ellos para manejar el pa�s. Los m�dicos que creen que el saber expresar con buenas formas las ideas establece incompatibilidades con la cl�nica, pueden asimil�rseles, porque es un signo de barbarie, un s�ntoma de inferioridad mental, creer que el rol del m�dico en la sociedad moderna es el mismo que en los tiempos de Moli�re" [8.] . Y, ampliando el comentario, sosten�a que los m�s grandes maestros de la medicina hab�an sido siempre eximios escritores, que aunaban su mucha ciencia al arte de saberla expresar en p�ginas cordiales y eficaces. Esta pr�dica la acompa�� con el ejemplo. La labor de Ramos Mej�a como escritor m�dico es abundante; la mayor parte de sus estudios m�dico-legales ha quedado dispersa en revistas t�cnicas, o in�dita. Un buen lote, de gran m�rito, est� reunido en el volumen "Estudios cl�nicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales" [9.] . El discurso pronunciado en la inauguraci�n de la C�tedra de Enfermedades Nerviosas es una pieza acad�mica: en esa �poca nadie habr�a podido marcar rumbos a esta ense�anza con m�s precisi�n y doctrina; igualmente docta es la oraci�n inaugural del curso de 1891, siendo ambos trabajos de verdadero vuelo filos�fico dentro de las ciencias m�dicas. Sus "lecciones" y sus "estudios m�dico-forenses" versan sobre la degeneraci�n, las neurosis y las enfermedades mentales. Basta leerlos para advertir la versaci�n del autor en tales materias; hace un cuarto de siglo, y en nuestro pa�s, sorprend�an por su aguda perspicacia y por su erudici�n constantemente al d�a. Bien merece, por ello, el t�tulo de iniciador de la psiquiatr�a argentina, ya que ning�n otro de sus predecesores o contempor�neos ha enriquecido con estudios de tanto m�rito la bibliograf�a nacional. Su influjo de maestro fue m�s visible entre los hombres j�venes, que supo atraer con el doble prestigio de su virtud personal sin aspavientos y de su vasta ilustraci�n sin solemnidad. As� fuimos disc�pulos suyos una docena de profesores, alienistas y escritores: Jos� R. Sempr�n, Francisco de Veyga, Luis Agote, Ferm�n Rodr�guez, Horacio Madero, Fernando Alvarez, Lucio V. L�pez, Augusto Osorio, Justo P. Garat, Ra�l Novaro, Ra�l Goyena, yo, y otros estudiosos que no han tenido tiempo de adquirir personalidad intelectual. A la c�tedra, al libro, hemos llevado, todos, alg�n rastro de sus ense�anzas o de sus consejos: quien tal cosa consigue se eleva mucho sobre el rango com�n del profesor -que los hay por centenas en la Universidad- y merece el t�tulo m�s honroso y significativo de Maestro. IV. La locura en la historia Su actuaci�n descollante y la notoriedad que hab�a adquirido como escritor, hicieron m�s f�cil su carrera m�dica, prepar�ndole el acceso a los altos cargos administrativos. A poco de terminar sus estudios tuvo ocasi�n de prestar a nuestra medicina p�blica un servicio extraordinario: siendo Vicepresidente de la Comisi�n Municipal de Buenos Aires (1882) promovi� la creaci�n de la Asistencia P�blica y fue su primer director (1883), bajo la intendencia inolvidable de Torcuato Alvear.
En las memorias oficiales de la instituci�n est�n consignadas sus m�ltiples iniciativas cient�ficas y humanitarias, que, solas, bastar�an para perpetuar su nombre en la historia m�dica argentina. En justo homenaje a tan altos servicios la Municipalidad de Buenos Aires ha llamado "Hospital Ramos Mej�a" al antiguo Hospital San Roque, en cuyo local funcion� originariamente la Asistencia P�blica, fundada por �l [10.] . Esa labor administrativa rob� parte de su tiempo a los trabajos propiamente intelectuales. Afortunadamente el par�ntesis fue breve. Una obra de �ndole m�dicosociol�gica, semejante a "Las Neurosis", enriqueci� la bibliograf�a de Ramos Mej�a: "La Locura en la Historia -contribuci�n al estudio psicopatol�gico del fanatismo religioso y sus persecuciones" [11.] . Me ha referido Ramos Mej�a que tuvo la idea de escribir esta obra leyendo el admirable cap�tulo de Paul de Saint Victor "La Cour d'Espagne sous Charles II", en el leid�simo libro "Hombres y Dioses": dir�, de paso, que Saint Victor fue uno de los escritores literarios m�s admirados por mi maestro y es visible que en �l aprendi� el dif�cil arte de dar cierta suntuosidad al estilo, sin caer en la grandilocuencia ret�rica. Tuvo Ramos el buen gusto de insistir ante Paul Groussac para que le prologase el libro, no obstante haberle manifestado el docto cr�tico que disent�a radicalmente de la escuela m�dico-hist�rica cuyos principios se postulaban en la obra. A este bello gesto, revelador por s� mismo de una gran cultura intelectual, debemos el merit�simo estudio de Groussac, m�s encaminado a impugnar la doctrina general que a desmerecer el valimiento de su aplicaci�n concreta. Groussac ha resumido con precisi�n la tesis sustentada en "La Locura en la Historia". "La locura -dice- bajo sus formas insidiosas y parciales, ha desempe�ado un papel capital en la historia de la humanidad, singularmente en los pa�ses de gobierno absoluto, donde, por naturaleza de �ste y definici�n, la suerte de los pueblos depend�a en un todo de la voluntad, de la inteligencia, y del car�cter de los monarcas. A esta consideraci�n individual, el autor a�ade el estudio de las creencias y pasiones colectivas que, salvando las vallas de la raz�n, han obrado a manera de delirio comunicado o epid�mico, e influido desastradamente en la evoluci�n hist�rica de un pueblo: as�, por ejemplo, la Inquisici�n espa�ola". Es indudable que la cr�tica de Groussac no produjo una impresi�n propicia al libro: "no puede ser buena -se pens�- una obra cuyos fundamentos son inexactos". �Lo son? En parte, s�, evidentemente; las m�s de las objeciones puestas por Groussac a la teor�a de la herencia, en general, y particularmente a la degeneraci�n hereditaria, ten�an serio fundamento. He le�do m�s de una vez ese pr�logo sesudo y mi impresi�n es siempre la misma: son objeciones exactas (con alguna que otra excepci�n rara) en el detalle, pero no invalidan lo esencial de la doctrina. Tan es as� que, a�n aceptando la doctrina, podr�an ser suscriptas casi todas; y esto no escap� a la aguda perspicacia del mismo Groussac. Tengo por cierto, en cambio, que el prologuista no dej� demostrado que "la degeneraci�n hereditaria (...) no es sino una hip�tesis sin fundamento", aunque pueda ser inexacta "con su especial evoluci�n", frase que interpola donde hemos puesto los puntos suspensivos. A pesar de esto, dir�, por mi parte, que si adoptara el criterio disolvente que Groussac aplica en su prefacio, llegar�a yo mismo a suscribir las m�s de sus conclusiones, m�xime en cuanto ellas se refieren a las falacias del m�todo m�dico-hist�rico. Todo ello no resta m�ritos, en mi entender, a la obra de Ramos Mej�a; y para no repetir sin comillas las opiniones de Groussac, prefiero mencionar las frases ecu�nimes con que �l las expresa. "Bajo el supuesto -que es necesariamente el m�o- de haber demostrado lo inconsistente de la tesis psiqui�trica, �habr�a de deducirse la inutilidad o el escaso valor de libros como 'Locura en la Historia?'. De ninguna manera; y es prueba de ello el mero hecho de estar yo escribiendo esta introducci�n. He combatido con franqueza, y probablemente con m�s coraje que eficacia, una doctrina que no reputo cient�fica; pero la obra misma de Ramos Mej�a queda interesante por muchos de sus aspectos eruditos y literarios.
"Las observaciones de detalle y muchas inducciones psicopatol�gicas subsisten, si bien algunas veces extraviadas por un err�neo concepto hist�rico o la aceptaci�n de autoridades sospechosas. En los cap�tulos consagrados a las persecuciones religiosas en los primeros siglos, en la monograf�a del inquisidor espa�ol, las vistas finas o profundas se suceden en cada p�gina. El cap�tulo de entrada, que tiene m�s de cien p�ginas, es como un libro en el libro, y presenta un cuadro abreviado de la frenopat�a de la historia, exuberante de informaci�n y colorido. Sobre todo, �qui�n podr�a olvidar la belleza literaria de tantos fragmentos como se destacan del fondo discutible de la doctrina: la pintura de la Grecia adolescente y gr�cil, la leyenda sombr�a del Jud�o errante, el cuadro de las cruzadas y ese retrato aterrador de Torquemada, que trae a la mente al 'Monje arrodillado' de Zurbar�n, espectro del implacable fanatismo que ofrece a Dios, a guisa de flores e incienso, la calavera de alguna v�ctima? "'La teor�a es gris, pero verde es el �rbol de la vida'. As� se expresa la sabidur�a por boca de Mefist�feles. La vida, en la obra de Ramos Mej�a, est� en los detalles y en el estilo, en las cien p�ginas vibrantes que forman el follaje del libro y revelan el talento personal del autor emergiendo inerte del fondo de las doctrinas sepultas... "�Acaso la ambiciosa 'Filosof�a de la Historia' no es toda ella una hip�tesis arbitraria y prematura, cuyas conclusiones no resisten a la prueba disolvente de la cr�tica? Nadie, empero, quisiera borrar de la lista de las grandes producciones humanas las vastas s�ntesis de Herder y Hegel, los atrevidos bosquejos de Buckle y Quinet. "Lo propio habremos de decir de la Patolog�a hist�rica. Aunque resultaron fallidas todas las generalizaciones que se han inducido sin base suficiente, libros como la 'Locura en la Historia' son testimonios elocuentes de valor intelectual y estudiosa energ�a que honran a su autor y a la naciente literatura cient�fica de la Am�rica del Sud." Como disc�pulo y amigo de Ramos Mej�a he querido, ex profeso, detenerme en la cr�tica de Groussac, para desvanecer la leyenda absurda de que el prologuista escribi� contra el libro que prologaba: leyenda explicable en un medio intelectual acostumbrado a llamar "cr�ticas" a inocentes loas de camarader�a. Hizo de la obra los elogios que merec�a, sin regatearlos; pero ello no impidi� opinar contra teor�as generales que consider� inexactas, con lo que no amengu� el valor de 'La Locura en la Historia' y s� aument�, ciertamente, el inter�s agridulce de la edici�n. Si L�pez y Sarmiento dieron el lustre de su gloria madura a las "Neurosis", agreg� Groussac el de su docta autoridad a la segunda obra fundamental del eminente alienista. En la primera parte de la obra analiza Ramos Mej�a la evoluci�n de la locura en la historia, como determinante de la conducta individual de los grandes directores de pueblos y sectas; desde los tiempos griegos y romanos hasta los medioevales y modernos, recorre con mucha doctrina y erudici�n los casos m�s c�lebres de "locuras hist�ricas". Estudia a continuaci�n las persecuciones religiosas y los efectos del fanatismo, mostrando el sedimento patol�gico de las muchedumbres enardecidas por una u otra fe contra esta o aquella herej�a. Ramos Mej�a atribuye a las perturbaciones del sentimiento religioso "los delirios del misticismo, las locuras epid�micas, los estragos de la Inquisici�n, las guerras interminables de religi�n que han hecho m�s mal al mundo que la guerra pol�tica"; en todo ello ve un fondo patol�gico y considera que ciertos momentos de la historia humana ser�an incomprensibles sin el auxilio de la psiquiatr�a. El an�lisis previo del delirio religioso en el individuo le sirve "para comprender mejor su desenvolvimiento en la multitud, que tiene otra manera de delirar y otro procedimiento, si bien el tinte general de las ideas y por consecuencia el fondo del delirio es el mismo. Aqu� parece mucho m�s difusible aunque menos profundo y, sin duda, no tan grave en cuanto a sus efectos demenciales; es mucho m�s bullicioso e impulsivo, pues aunque el car�cter de su tono general suele ser profundamente melanc�lico, su evoluci�n por accesos y las tendencias locomotrices con cierta agitaci�n febriciente, le dan m�s bien un tipo man�aco. Esa locura es,
por excelencia, deambulatoria y movediza como todas las psicopat�as populares y el decaimiento que sucede a menudo a un per�odo de agitaci�n desordenada, equivale m�s bien a la tranquilidad de la reacci�n de un per�odo de convalecencia, que al estupor profundo o a la demencia terminal de ciertas formas deprimentes. Las ideas de persecuci�n predominan de una manera casi patognom�nica; las turbas son siempre "perseguidas", y por eso tambi�n son, en una escala tan grande, doblemente "perseguidoras". Todos los degenerados, neur�patas y, en general, los predispuestos a la locura, se contagian de los fanatismos dominantes en cada �poca, engrosando las filas de las sectas y determinando la aparici�n de esas locuras epid�micas de car�cter religioso que imprimen a ciertas �pocas de la historia un sello de terror fren�tico y siniestro. El estudio atento de esos hechos impone a Ramos Mej�a esta conclusi�n: "La aptitud para el fanatismo religioso es, seg�n lo tiene demostrado la patolog�a mental, un signo de inferioridad, tal vez un estigma degenerativo, lejos de ser de perfeccionamiento como quieren algunos. Recorred con esp�ritu cient�fico esa oscura y triste regimentaci�n de la cl�nica psiqui�trica, y vais a encontrar siempre tal exaltaci�n caracterizando con cierta persistencia ilustrativa las formas m�s demenciales y degenerativas de la locura y de la agenesia intelectuales: la histeria, la epilepsia, la imbecilidad, los delirios parciales de los degenerados hereditarios, las debilidades mentales, etc., presentan frecuentes delirios religiosos, y en algunas de esas enfermedades s�lo se manifiestan delirios religiosos". Considera Ramos Mej�a que las manifestaciones "espirituales" -por as� decir- de la religi�n dan mayor pasto a la locura que la "materializaci�n" externa del culto. Y llega a esta interesante inducci�n: "Pienso que la religi�n cat�lica paga menos tributo a la locura desde que se ha hecho m�s sensorial e idol�trica, desde que ha abandonado el cerebro para llamar a los sentidos, desde que ha dejado de ser tan divinamente espiritual como era en sus comienzos, para hacerse un tanto material y hasta grosera, con las exageraciones crecientes del culto externo. "Ese tributo que las religiones pagan a la locura, �no estar� probablemente en relaci�n con el trabajo que reclaman del esp�ritu? �con el grado de concentraci�n que exigen a la inteligencia? "Las religiones de culto externo, lujoso y variado, tienen un mecanismo mucho menos complicado para comprenderlas y practicarlas; demandan menos esfuerzo de atenci�n, sus dogmas son m�s claros y comprensibles, y el cl�rigo ahorra al pensamiento del creyente el trabajo forzado de la especulaci�n, porque piensa por �l; le da al esp�ritu mediocre y meticuloso el alimento digerido, 'peptonizado'; disciplina y regimenta las inteligencias, y con el gran instrumento de la 'fe' salva todas las dificultades y despeja todas las dudas. Para llegar a una concepci�n de Dios y de sus leyes, el cerebro jud�o y el de muchas sectas protestantes, tienen que consumir una cantidad de fuerza cerebral inmensamente mayor que el que necesita un cerebro cat�lico, que concibe a Dios bajo formas accesibles a cualquier inteligencia: de un hombre de barba larga, de mansa apariencia por su infinita bondad y rodeado de �ngeles y querubines. Los esp�ritus d�biles, los ni�os, las mujeres, las personas nerviosas, los caracteres m�sticos y contemplativos, encuentran en sus pr�cticas f�ciles consuelos que no ofrecen las otras que son �ridas y poco consoladoras." P�ginas de interesante psicolog�a del sentimiento religioso, como la precedente, abundan en la primera parte de la obra; con ellas queda el lector preparado para leer la segunda, en que se estudian la psicolog�a del inquisidor espa�ol, la personalidad moral de Torquemada bajo el punto de vista de la psiquiatr�a, las denuncias y delaciones de los alineados y de las hist�ricas en los procesos de herej�a, y otros problemas conexos. El prologuista de la obra ha se�alado, con caluroso elogio, la admirable elocuencia de algunas p�ginas; nos detendremos solamente en el �ltimo cap�tulo de esta segunda parte, por desenvolverse en ella una idea de mucha originalidad m�dico-sociol�gica. El t�tulo -"La selecci�n de la especie humana por medio del Santo Oficio"- enuncia
netamente el problema estudiado. Ramos Mej�a expone, de conformidad con Darwin, el concepto de selecci�n natural y artificial, para establecer la necesidad de la selecci�n en la especie humana. Considera que s�lo el Santo Oficio ha practicado -involuntariamente, se comprende- esa selecci�n en vasta escala, suprimiendo millares y millares de alienados y desequilibrados que, en plena epidemia de locura religiosa, cayeron realmente, o se acusaron de caer, en herej�as. Del estudio m�dico retrospectivo, bien documentado, infiere Ramos Mej�a que las poblaciones de Europa atravesaban por una �poca de profunda insalubridad, de pestes, fiebres, epidemias, etc.; la miseria fisiol�gica tra�a aparejada la degeneraci�n mental. En esas condiciones propicias entra a actuar la Inquisici�n, como un factor de selecci�n artificial de las poblaciones degeneradas. "El Santo Oficio, con su serenidad de fatalidad antigua, acechaba tranquilamente el momento en que el letargo de esa doble miseria se la abandonaba inerme para colmar su obra. La temible instituci�n se hab�a venido desenvolviendo con cierta lentitud de gestaci�n met�dica: primero suavemente, como tanteando la tolerancia del 'medio'; luego r�pida y violentamente a favor de este secular decaimiento que aplastaba el car�cter y degeneraba la fibra del universo todo. Tom� su vuelo cuando el hombre estaba f�sica y moralmente postrado: lo sorprendi� cuando su timidez extraordinaria le permit�a derramar impunemente en el cerebro ese c�mulo de terrores y de esperanzas falaces que constitu�an el secreto de su arte consumado. Entonces, todos los hondos terrores de sus procedimientos, los infinitos dolores de sus tormentos cayendo sobre la tierra preparada, sobre la imaginaci�n irritada por la larga usura nerviosa, desarrollaron primero y dieron p�bulo m�s tarde a la locura universal que se cristaliza en forma de epidemias psicop�ticas mort�feras. En su patogenia se siente todo el artificio maligno de aquella mano serena, que desde lo alto del quemadero desarticul� intencionalmente el cerebro de multitud de generaciones... Primero, la vaga emoci�n de las delaciones secretas; luego el terror constante de incurrir en algunas de esas faltas que el Santo Oficio castigaba con tanta severidad; la agitaci�n y el insomnio despu�s, la perpetua zozobra, las ideas de persecuci�n con esta tendencia incierta a la sistematizaci�n clavadas en el alma, y por fin la locura franca, terrible, con toda su deplorable morfolog�a evolucionando con el car�cter ruidoso que le imprim�a el genio epid�mico de la �poca". El famoso tribunal vino a ser chispa que incendi� de locura a todos los que la incubaban a fuego lento; y fue, a la vez, el inconsciente depurativo que esteriliz� en sus quemaderos la parte m�s insana de la poblaci�n. Desgraciadamente los perseguidores no eran m�s sanos que los perseguidos, ni los creyentes eran m�s cuerdos que los herejes; en unos y otros la misma locura epid�mica se expresaba con actitudes diversas frente al dogma. Por eso los fan�ticos perseguidores cumplieron al mismo tiempo otra "selecci�n artificial", funesta para la civilizaci�n y m�s grave que los suplicios del circo romano: "La otra selecci�n terrible, la selecci�n intelectual, que ha muerto o cuando menos adormecido el pensamiento en Espa�a, es otra faz de la 'selecci�n artificial por el Santo Oficio'; la selecci�n de la leyenda liberal, que estigmatiza con raz�n el mundo entero, porque es la selecci�n sacr�lega que enmudeci� al cerebro espa�ol, abandon�ndolo so�oliento a la inercia de su colapso secular. Hubo, pues, en ella una verdadera bifurcaci�n dicot�mica, caracterizada la una por su �ndole, diremos as�, medular o puramente ganglionar, vale decir inconsciente y ciega, que ech� afuera del mundo a los inv�lidos del cerebro, a los alienados, epil�pticos, frailes, vagabundos, hist�ricos, etc.; y la otra completamente cerebral, es decir, intencionada, casi inteligente. La primera tiene la utilidad, o mejor dicho el saludable y secreto prop�sito de la 'puesta en acci�n' de una ley natural, la ciega fatalidad del destino; la otra, la in�til barbarie de una violaci�n sacr�lega. "Las consecuencias de ambas selecciones se han hecho sentir en Espa�a de una manera sensible. "Ning�n cerebro ha sido moralmente m�s confundido por la Inquisici�n que el cerebro espa�ol. La emoci�n violenta del terror ha hecho estragos en �l, y t�ngase
presente que la emoci�n, es decir, la usura de la sensibilidad moral produce efectos destructores m�s terribles que cualquier otro trabajo mental. Ha sido tal vez m�s por la emoci�n que por la opresi�n del pensamiento que el Santo Oficio ha operado su trabajo de demolici�n: quiero decir que ha agotado las fuerzas vitales de ese �rgano a fuerza de actuar sobre la sensibilidad moral, manteniendo durante siglos un estado de emotividad patol�gica cuyo resultado lo hallamos en el decaimiento de todo el sistema nervioso superior. "El descenso de la inteligencia espa�ola en sus manifestaciones m�s elevadas, no depende tanto de la persecuci�n al libre pensamiento, a las ciencias que son su expresi�n m�s genuina, como de esa 'intoxicaci�n' por el veneno delet�reo del terror operado por un procedimiento violento y continuado". En suma, el pensamiento cardinal de Ramos Mej�a viene a ser el siguiente: el Santo Oficio efectu� dos selecciones artificiales. Por la una, extingui� legiones de alienados y desequilibrados; por la otra, suprimi� todos los g�rmenes de la iniciativa personal, del libre examen, de la intelectualidad, de la ciencia. Su obra no fue de mejoramiento, sino de aniquilaci�n: "Este agotamiento, aun cuando tiene su expresi�n m�s sensible en el silencio y la indigencia de la inteligencia espa�ola, se traduce, por otra parte, en una saludable (?) falta de aptitud para la enajenaci�n mental que es bien visible en la Pen�nsula. Triste compensaci�n, sin duda, a la deplorable esterilidad intelectual que hace de ese gran pueblo casi un analfabeto, en medio de la cultura y del progreso sorprendente de la Europa entera. Falt�le a Espa�a, como un resultado de esa selecci�n devastadora, la exaltaci�n cerebral en que se excedi� Israel, y que se traduce en la estad�stica por un aumento progresivo de la locura y de las enfermedades nerviosas, y en el pensamiento por un desarrollo creciente de las letras, de las artes y de las ciencias, que duermen un sue�o demasiado largo en Espa�a. Falt�le la suprema tensi�n de las fuerzas morales que puede alternativamente producir en Augusto Comte el genio de la 'Filosof�a positiva' y la locura que rompe la armon�a de sus bellas facultades; que en otro cerebro sugiere el descubrimiento de las leyes de la gravitaci�n universal y engendra probablemente los profundos accesos de melancol�a que alteraban el esp�ritu de Newton; que da vida y calor al cerebro de Descartes y Beethoven, al mismo tiempo que aguijonean la inteligencia y exaltan la mente hasta la alucinaci�n. "El cerebro espa�ol no trabaja o trabaja poco; por eso no est� expuesto a los graves peligros del 'surmenage' y a la violencia funcional que trae el aumento de todos esos males al esp�ritu. Las necesidades de la vida, las aspiraciones exigentes que surgen naturalmente de la ilustraci�n y ennoblecimiento del esp�ritu por el estudio, las agitaciones de todo g�nero que produce la vida intelectual en esos grandes centros, no perturba la tranquilidad so�olienta de aquel cerebro que fue en un tiempo el dominador del mundo y al que diera vida y calor con su savia exuberante". Con ese ejemplo cl�sico del fanatismo religioso ilustra Ramos Mej�a la influencia de la locura en la historia. La tercera parte de la obra, consagrada a estudiar la degeneraci�n y la locura en la casa de Austria, constituye un libro especial dentro de la obra. Compulsando numerosas fuentes hist�ricas -aunque sin detenerse a criticar el valor muy desigual de ellas- Ramos Mej�a procur� examinar sus aspectos m�dicos y psiqui�tricos, deteni�ndose particularmente en las personalidades de Carlos V y de Felipe II. Ellos legaron a sus descendientes una herencia patol�gica que influy� marcadamente en la ulterior decadencia espa�ola, acentuada de generaci�n en generaci�n durante la siniestra era de los Habsburgos. Esta obra acrecent� grandemente la reputaci�n de Ramos Mej�a, confirm�ndole en el rango de psic�logo, alienista e historiador, que hab�a ya conquistado con sus obras precedentes. V. Las multitudes argentinas En 1893 Ramos Mej�a fue solicitado para ocupar la presidencia del Departamento Nacional de Higiene, donde su paso dej� huellas firmes de renovaci�n cient�fica, consignadas en "Memorias" administrativas que contar�n mucho al medirse la
evoluci�n de nuestra medicina p�blica [12.] . Ramos Mej�a -dicho sea en su honor- no tuvo nunca temperamento de funcionario; era un hombre de estudio, m�s ideativo que actor. El Departamento Nacional de Higiene no era el escenario m�s propio para la culminaci�n intelectual de este pensador, que prefer�a leer un cl�sico a revisar un expediente, escribir un cap�tulo cient�fico a redactar un informe sanitario. De all� cierta apariencia de pereza que mostr� en su visible vida oficinesca, vivamente contrastada por la invisible laboriosidad con que le�a o escrib�a sin descanso. Ten�a conciencia plena de que el funcionario hurtaba muchas horas �tiles al estudioso; as� se explica que abreviase en lo posible los vulgares menesteres administrativos -que requieren mucha actividad y poco talento- para alargar las horas de estudio, adentr�ndolas en la noche. Basta pensar que, a sus ocho macizos vol�menes publicados, deben agregarse otros tantos in�ditos, inconclusos los m�s. Ten�a horror del engranaje administrativo, y compadec�a sin reticencias a los hombres sin iniciativa que entregan su personalidad al parasitario rodaje. Nunca tuvo, por otra parte, el menor reparo en afirmarlo. "Cabr�a igualmente en el g�nero, pero s�lo por su esp�ritu gregario e inapto para la lucha, aunque tal vez bondadoso, aquel 'empleado antiguo' que es todo un tipo psicol�gico social y que durante cuarenta y cinco a�os no ha hecho otra cosa que seguir la rutina honorable de su empleo, en un ininterrumpido sonambulismo que lo sustrae a todas las espontaneidades del esp�ritu y de la voluntad. "Todo lo que es desviaci�n del carril, los postra en la fatiga y suscita sus alarmas; para ellos el esfuerzo ser�a el estallido o la muerte. Al verlos funcionar, se le antoja a uno que han de ser honorables, porque no tienen aparatos mentales para otra cosa; la malicia y el prurito de la tentaci�n no encontrar�n �rgano en su simplicidad de esp�ritu rayana en la imbecilidad. La costumbre de una misma funci�n, exclusiva y absorbente durante cincuenta a�os, no ha permitido que se forme en el cerebro el centro ps�quico-motor o de ideaci�n que sugiera y ordene el mecanismo de un acto punible. Todos estos ab�licos por temperamento o por la fuerza de la costumbre, fuera o dentro de la administraci�n p�blica, son los m�s s�lidos basamentos de los despotismos porque, como carecen de personalidad, son n�meros y no personas, como los enfermos de los hospitales; su servilismo honesto y paciente no incomoda y se dejan conformar dentro del molde en que los vac�a la mano que toma su masa d�cil" [13.] . En circunstancias que nunca olvidar� conoc� al que fue m�s tarde mi maestro y mentor; la literatura, la sociolog�a y la medicina entraron por partes iguales en la iniciaci�n de nuestra amistad. Le encontr� en un buen momento de mi formaci�n intelectual: ten�a yo veinte a�os y �l cincuenta. Estaba en su plenitud meridiana; yo en la edad propicia para aprender. En 1898 cursaba quinto a�o de medicina y hab�a escrito algunas ni�er�as sobre temas sociol�gicos y antropol�gicos. Alumno del curso de Ramos Mej�a -cuyas primeras obras me eran bien conocidas- tuve la inh�bil ocurrencia de "lucirme" ante �l. Era su jefe de cl�nica el Dr. Ferm�n Rodr�guez, autor de bellos estudios sobre "El suicidio en Buenos Aires", que hac�an esperar mucho de su talento, aunque m�s tarde abandon� la huella del maestro. Obtuve "un caso" para exponerlo ante el profesor, y "un d�a" que Ramos concurri� a clase, lleg� mi hora de prueba. Alcanc� a decir: -"Despu�s de leer a Charcot, a Maudsley y a Morselli, considero..." -"No siga", me dijo el profesor; "usted no puede saber 'su caso' leyendo libros, sino examinando al enfermo. Est�dielo para otro d�a". Convers� con otros alumnos el resto de la hora. Al terminar la clase sal� tras �l, por las galer�as del Hospital San Roque; entablamos conversaci�n y seguimos a pie algunas cuadras; Ramos Mej�a me expuso sus ideas en favor de la ense�anza cl�nica y contra la ense�anza libresca de los viejos profesores de medicina, que sol�a llamar "ciencia de papel". No nos vimos hasta el d�a del examen. En un corredor de la Facultad se me acerc�: -�Cu�ndo llega su turno? -Ma�ana.
-�Sabe algo? -Es de suponer que s�, pues me presento a rendir examen. -Vea, che, yo creo que no sabe nada. Est�diese para ma�ana la epilepsia. -Pero, doctor... -No se haga el zonzo... Al d�a siguiente, al sentarme ante la mesa examinadora, Ramos dijo, dirigi�ndose a los doctores Penna y Sempr�n que la formaban: -No saque bolilla; vamos a ver si este se�or sabe decirnos algo de la epilepsia... Yo me sonroj�. Los tres jueces sonrieron. En un instante repet� lo que hab�a repasado en las �ltimas veinticuatro horas. Supe, m�s tarde, el motivo de esa preferencia que, sin causa, podr�a parecer una improbidad del catedr�tico. Siendo estudiante universitario, me vincul� a un grupo de obreros so�adores que predicaban el socialismo y con ello me aficion� a leer libros de sociolog�a. Al propio tiempo, gustando de las letras, frecuentaba el "Ateneo", donde Rub�n Dar�o concentraba el inter�s de los j�venes. En 1898 el poeta Eugenio D�az Romero edit� la revista "El Mercurio de Am�rica", que fue auspiciada por Dar�o y en la que colaboramos casi todos los atene�stas del �ltimo tiempo. Ramos Mej�a, aunque Presidente del Departamento Nacional de Higiene (1893-1899), conservaba inalterada su afici�n a las letras. La producci�n literaria le interesaba tanto como la cient�fica y ten�a por los j�venes poetas esa cari�osa debilidad que lo distingui� hasta la hora de su muerte. D�az Romero, director de "El Mercurio", era al mismo tiempo bibliotecario elegante del Departamento Nacional de Higiene, puesto que le permit�a despreciar la bibliograf�a sanitaria y pasar la tarde leyendo a los poetas modernistas. Sol�an conversar de literatura el presidente y el bibliotecario; muchas veces un m�dico del puerto hac�a muchas horas de antesala para ver a Ramos Mej�a, que estaba ocupad�simo... en escuchar las entusiastas lecturas de Paul Verlaine o Gabriel D'Anunnzio con que lo deleitaba su poeta bibliotecario. Aquella hora de nuestra historia intelectual espera su cronista; fue, ciertamente, significativa en la evoluci�n de nuestra cultura literaria. El Ateneo, fundado diez a�os antes por un grupo de poetas, prosistas, pintores, escultores y m�sicos, hab�a emigrado de la Avenida de Mayo esquina Piedras a un amplio sal�n del Bon March� contiguo al Museo Nacional de Bellas Artes. El cansancio de los socios viejos y el desenfado de los nuevos comenzaban a comprometer su existencia. Junto a los hombres reposados, no muy sensibles a la predicaci�n de Rub�n Dar�o -Obligado, S�vori, Vega Belgrano, Quesada, Oyuela, Martinto, Julio Jaimes, Lamberti, Pi�ero, Osvaldo Saavedra, Holmberg, Rivarola, Dellepiane, Matienzo, Argerich- estaban los que ya ten�an un nombre hecho, casi todos favorables a las tendencias modernistas -Escalada, Jaimes Freire, Leopoldo D�az, Estrada, los Berisso, Soussens, Payr�, Piquet, C�rcova, Aguirre, Baires, Carlos Ortiz, Ghiraldo, Stock, Arreguine, Ugarte- y nos agrup�bamos decididamente en torno de Dar�o los �ltimos llegados -Lugones, que alcanz� celebridad en pocas semanas, D�az Romero, Goycochea Men�ndez, C. A. Bec�, Jos� Ojeda, Pagano, Am�rico Llanos, Garc�a Velloso, Nirenstein, Oliver, Monteavaro, Ghigliani, Jos� Pardo, Luis Doello. El "Mercurio de Am�rica" fue, en cierto modo, el portavoz de estos grupos y especialmente de los dos �ltimos. Dar�o dio en llamar "La Syringa" al cen�culo juvenil que frecuentaba "El Mercurio", nombre que se difundi� m�s tarde, cuando, muertos ya el Ateneo y "El Mercurio", se rehizo el n�cleo con la anexi�n de otros j�venes, que hicieron despu�s su aparici�n en la revista "Ideas": Ricardo Rojas, Becher, Chiappori, G�lvez, Olivera, Gerchunoff, Ortiz Grognet y otros. Esta oportunidad no es propicia para hacer esa cr�nica. Dir� solamente que Ramos Mej�a se interesaba de verdad por el movimiento modernista, sirvi�ndole D�az Romero de intermediario espiritual con los admiradores de Rub�n Dar�o. Alguna vez yo, aunque socialista, no desde�aba concurrir a la biblioteca del Departamento Nacional de Higiene, atra�do por el t� y los bizcochuelos del estado, con que D�az Romero obsequiaba generosamente a sus colaboradores m�s �ntimos. Supo Ramos Mej�a
que yo era alumno suyo; ley� algunos de mis balbuceos sobre sociolog�a y psicolog�a, interes�ndose m�s por un escritillo sobre "Psicolog�a colectiva", que revelaba alguna lectura y era el �nico publicado en el pa�s sobre ese tema en que �l trabajaba, pues a poco vieron la luz "Las Multitudes Argentinas". Ramos Mej�a hab�a descubierto mis inclinaciones de principiante y, seg�n me cont� a�os m�s tarde, entrevi� que mi sitio estaba a su lado. �Es de sorprender que el profesor procediera como maestro, facilitando el examen de un alumno que pod�a convertirse en su disc�pulo? El nuevo libro de Ramos Mej�a apareci� cuando era m�s intenso el movimiento literario que, en Am�rica, auspici� Rub�n Dar�o, y, con ser tan personal su estilo, es evidente que Ramos no escap� a la influencia renovadora; cierta preciosidad en las im�genes y un marcado afrancesamiento en el giro de las locuciones, parecen revelarlo. "Las Multitudes Argentinas", estudio de psicolog�a colectiva para servir de introducci�n al libro "Rosas y su tiempo", acent�a en la obra de Ramos Mej�a el car�cter hist�rico-sociol�gico, pasando a ocupar un rango secundario el m�dicohist�rico [14.] . Antes de que la amistad me vinculara al que pronto ser�a mi maestro -siendo yo todav�a estudiante de medicina-, escrib� un juicio cr�tico que tuvo cierta resonancia [15.] . Aparte de alguna versaci�n sociol�gica adquirida en mi juvenil actuaci�n de doctrinario socialista, la bibliograf�a completa de la psicolog�a colectiva me era familiar, por una favorable conjunci�n de circunstancias; y, sin desconocer los m�ritos intr�nsecos de la obra, ni su significado en la evoluci�n de la cultura argentina, tuve el deseo de poner alg�n orden en el desorden inicial con que aparec�a en Europa esta rama de las disciplinas sociol�gicas. Esta obra de Ramos, inspirada principalmente por los estudios de Le Bon, consta esencialmente de dos partes. El primer cap�tulo expone la "biolog�a de la multitud", trasuntando las doctrinas sociol�gicas emitidas al respecto. Los siete siguientes constituyen una aplicaci�n original de las mismas al estudio hist�rico de las multitudes argentinas: durante el virreinato, en la �poca de la emancipaci�n, bajo la tiran�a y en los tiempos modernos. Algunos per�odos culminantes de la historia argentina son estudiados como productos de vastas composiciones y descomposiciones de "multitudes", convertidas en propulsoras psicol�gicas de la evoluci�n nacional; los grandes hombres, si los hubo, fueron su simple instrumento, cuando no c�mplices ciegos de las masas populares que los envolv�an y arrastraban. He vuelto a leer el libro, ha pocos d�as. �Cu�nto ingenio y cu�nta belleza derramados en sus p�ginas! Acaso tuve raz�n al negarle, quince a�os ha, severidad en su m�todo cient�fico; pero hoy, con mejor criterio, preferir�a insistir sobre sus m�ritos y atractivos, que a su tiempo no dej� de se�alar. "La aplicaci�n del criterio cient�fico a la interpretaci�n de la historia argentina -escrib� entonces- debe ser saludado como un s�ntoma de progreso en la cultura del pa�s; al mismo tiempo que se�ala el comienzo de una etapa en nuestra producci�n intelectual, es �ndice seguro de que las j�venes sociedades americanas se preparan a contar como iguales entre las naciones civilizadas, no solamente por su producci�n agropecuaria, sino tambi�n por las inclinaciones de su mentalidad primeriza. "Adem�s de ese valor representativo, 'Las Multitudes Argentinas', de Ramos Mej�a, evidencia un serio esfuerzo para aplicar un criterio cient�fico al estudio de la evoluci�n argentina; m�s o menos fecundo -como veremos- ese esfuerzo es poco frecuente en nuestro pa�s. Si a ello se agrega que la obra pretende al mismo tiempo estar bien escrita -pretensi�n literaria que se justifica en muchas bellas p�ginas-, se explicar� el inter�s que su aparici�n despierta en nuestros c�rculos intelectuales. "Por eso, y por el respeto que impone la vasta aunque desordenada erudici�n que revela, se han batido palmas, merecidamente, a este nuevo trabajo del distinguido profesor, envidiablemente reputado por su labor asidua y eficaz. Sobre 'Las Multitudes Argentinas' han florecido amistosas cr�ticas, hist�ricas las menos y
literarias algunas; casi todas han se�alado los m�ritos que, sin duda, la adornan, aunque sin se�alar las deficiencias de la obra, que las tiene y grandes. Ellas aparecen si se la estudia con criterio cient�fico, lo que es leg�timo dada su pretensi�n de tal. Es un deber para los que piensan y estudian, aplaudir el talento y la cultura; tambi�n lo es se�alar las lagunas de toda obra digna de consideraci�n. Tales son los objetivos de la cr�tica cient�fica, inconfundible con las banales laudatorias de los ignorantes que esperan se estar� con ellos alg�n d�a a la rec�proca". Ramos Mej�a considera que "se necesitan especiales aptitudes morales e intelectuales, una peculiar estructura, para formar parte, para identificarse con la multitud, sobre todo", y considera que en eso estriba su divergencia con Le Bon (p�g. 10). En general, no todos los hombres -dice- pueden llegar a formar parte de una multitud: entre nosotros la compondr�a solamente "el individuo humilde, de conciencia equ�voca, de inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente rudimentario e inadecuado, en suma, el hombre cuya mentalidad superior evoluciona lentamente, quedando reducida su vida cerebral a las fuerzas instintivas". Para compartir las pasiones colectivas los individuos necesitan ponerse en �ntimo contacto con la multitud de que forman parte, mediante profundas compenetraciones y afinidades. Fuera injusticia -escrib� entonces- no felicitar al autor por la bella e ingeniosa concepci�n del "hombre-carbono"; es, sin duda, una expresi�n metaf�rica apropiada para evidenciar las condiciones de afinidad que considera indispensables para que un hombre sea apto para formar parte de una multitud. Ninguno de los otros soci�logos y psic�logos que han estudiado estos problemas han encontrado una analog�a tan sugerente y tan hermosa. La revoluci�n argentina ser�a obra exclusiva de la multitud, pues han faltado los jefes y "aqu� la multitud, que es funci�n y expresi�n de las fuerzas y aptitudes colectivas, se organiza con facilidad ante cualquier emergencia: hay, como dije antes, constante 'inminencia de multitud'". Se manifiesta en hora temprana. La masa popular an�nima tuvo un papel de primer orden en las invasiones inglesas: este es uno de los puntos verdaderamente demostrativos de la obra de Ramos. Dos hombres del pueblo se pusieron al habla para organizar la reconquista (p�g. 81); son "meneurs" bien caracter�sticos: salidos de la multitud, interpretan sus sentimientos y viven de su vida, desapareciendo con ella. Esta p�gina abunda en sugestivas bellezas. La figura hist�rica de Liniers est� muy bien presentada y tratada; quiz� pudiera haber sido un poco m�s verdadera. Y -aunque fuera del prop�sito de este art�culono es posible dejar de aplaudir con efusi�n las condiciones literarias de la preciosa reconstrucci�n de las invasiones inglesas. Las multitudes de la emancipaci�n tienen tambi�n un papel importante, pero obedeciendo siempre su acci�n a los poderosos factores se�alados. La revoluci�n era fatal, es verdad; pero no porque persistiera la multitud a pesar de la ca�da de los hombres "meneurs", sino porque persist�an las causas econ�mico-sociales que eran el substratum de la idea de la emancipaci�n pol�tica y "econ�mica". La participaci�n de las masas populares en la acci�n de los primeros ej�rcitos es inmensa; eso, sin embargo, es psicolog�a social en un sentido amplio, psicolog�a nacional m�s bien que psicolog�a de la multitud. La "rabia" de esos ej�rcitos amorfos es, en muchos casos, apetito; �y no es ese el refugio de todos los aberrantes de la sociedad, de todos los inadaptables, en las horas de sacudimientos populares? El que vive en mala situaci�n material -porque no le est� permitido o no es capaz de vivir en una mejor- es el elemento principal de todas las revueltas y revoluciones. �No presenta la historia un desfile interminable de ejemplos que comprueban esta verdad? Ramos Mej�a establece "diferencias biol�gicas" entre las multitudes de la ciudad y de la campa�a; mejor pudo haberlas llamado "diferencias psicol�gicas" entre la poblaci�n mediterr�nea y la poblaci�n interior. Pero, sin duda, m�s �til hubiera sido estudiar las bases de esas diferencias que residen, sobre todo, en las
diferencias de evoluci�n sociol�gica, determinadas por la distinta acci�n de los factores c�smicos y sociales. En esa lucha memorable de la civilizaci�n y la barbarie, se ve la resistencia de un r�gimen contra otro r�gimen en formaci�n; las diferencias psicol�gicas pertenecen a la superestructura del organismo social y dependen de las instituciones de orden material que le sirven de base, de la misma manera que las funciones psicol�gicas del individuo dependen de las condiciones materiales de su organismo. La filogenia del "caudillo" es una p�gina admirable por su verdad psicol�gica; dif�cilmente pudiera hab�rsela sintetizado mejor. El episodio de los unitarios que "han manchado la historia"; est� muy en su sitio; es de un intenso poder sugestivo para evocar el estado del �nimo popular en aquella �poca. "Por otra parte -escrib� entonces-, la controvertida �poca de la tiran�a no ha sido a�n sometida a serio e imparcial an�lisis; a�n est� esperando su historiador. Acaso Ramos Mej�a lo sea en la obra que promete; por lo menos es de esperarlo, dado su indiscutible talento e ilustraci�n, si no se encarrila por sendas resbaladizas, como la que lo ha atra�do a estudiar las multitudes con resultados inferiores a los que de su talento pod�an esperarse". No har� ahora la cr�tica de mi cr�tica. Lo que entonces escrib� como soci�logo incipiente, sigue pareci�ndome exacto; pero, en justicia, debo reconocer, que apliqu� un criterio tan "disolvente" como el antes usado por Groussac, sacudiendo los muros del templo con la intenci�n de turbar la fe del sacerdote. Por razones de cronolog�a conviene recordar, como lo se�al� entonces, que "Las Multitudes Argentinas" fue la primera obra propiamente sociol�gica publicada en la Argentina, aunque ya Echeverr�a, Alberdi y Sarmiento hubiesen sido los precursores de esa disciplina, planteando o tratando problemas hist�ricos que, por su generalidad, ten�an un sentido propiamente cient�fico o filos�fico. Un a�o m�s tarde, en ocasi�n de terminar yo mis estudios, correspondi� a mi cr�tica con un gesto de gran se�or. Por intermedio de Francisco de Veyga, con quien me vincul� fraternalmente siendo su disc�pulo de Medicina Legal, Ramos Mej�a h�zome ofrecer el puesto de Jefe de Cl�nica de su C�tedra de Enfermedades Nerviosas, puesto honor�fico y de confianza, que acept� como una "bonne fortune" intelectual. Lo fue, en efecto, y lo desempe�� con amor durante muchos a�os. Ramos Mej�a tuvo el acierto de adivinar mi vocaci�n, paralela a la suya: dentro de la medicina, que era ya mi carrera, nada pod�a interesarme como la patolog�a mental y nerviosa, tan ajustable a mis primeras aficiones sociol�gicas, como propicia a mis ulteriores estudios de psicolog�a y filosof�a cient�fica. Cuando repito que Ramos Mej�a fue mi maestro, quiero expresar que �l, en hora oportuna, me asent� en el camino en que hasta ahora he continuado. Ramos Mej�a no era entonces funcionario y no volvi� a serlo hasta que fue llamado a ocupar el m�s alto cargo directivo de la educaci�n nacional. Para m�, que nunca esper� ni recib� de �l peque�as protecciones de otro orden, tuvo Ramos la m�s grande generosidad que un joven pod�a anhelar: su intimidad intelectual, el consejo de su vasto saber, el ejemplo de sus virtudes austeras, el contagio de su intelectualismo antiburgu�s, el tesoro de su experiencia mundana, el ejemplo de su sencillez bondadosa y optimista. No ocupando cargos administrativos, Ramos ten�a m�s tiempo libre para sus lecturas favoritas, que eran las m�as. Y as�, encontr�ndonos una ma�ana en la cl�nica del Hospital San Roque y almorzando otro d�a en el Instituto Frenop�tico, de que era director, convers�bamos sin sosiego de libros, de doctrinas, de sucesos, de observaciones, pasando de la psiquiatr�a a la sociolog�a, de la historia a las ciencias f�sico-naturales, de la literatura a la filosof�a. El Instituto era, por entonces, menos suntuoso que en la actualidad. Almorz�bamos en alguna de las peque�as mesitas que amueblaban las habitaciones destinadas a los enfermos. Muy ajustados cab�amos los tres, pues siempre nos acompa�aba el Dr. Augusto Osorio, que era m�dico interno y su disc�pulo en la pr�ctica psiqui�trica. Alguna vez un loco tranquilo com�a con nosotros y Ramos lo incitaba a intervenir en nuestras conversaciones; en m�s de una ocasi�n tuvimos dos en la mesa y nos
encant�bamos como ni�os grandes, oy�ndolos disputar arrevesadamente sobre problemas oscuros. All�, en las antiguos almuerzos del Instituto, aprend� a amar la bondad y la sencillez del gran pensador, junto con Francisco de Veyga y Lucio V. L�pez, que fueron acostumbr�ndose a concurrir los viernes, convertidos a�os m�s tarde en d�as cl�sicos. Me he referido a los "antiguos" almuerzos. Poco a poco, andando el tiempo, la intimidad disminuy� y se convirtieron en �gapes de intelectuales y mundanos. Desde el viejo poeta Lamberti hasta los m�s j�venes, much�simos desfilaron por la mesa del Instituto: Lugones, D�az Romero, Ghiraldo, Fern�ndez Espiro, Soussens, etc. All� se sentaron Juan A. Garc�a, Ayarragaray, Payr�, Mariano y Joaqu�n de Vedia, Jorge Duclout, Osvaldo Saavedra, Horacio P. Areco, Amador Lucero, Enrique Prins, Alberto Juli�n Mart�nez, Angel Estrada, Carlos 0. Bunge, Florencio S�nchez, V�ctor Mercante, los Madero, Juan Pablo Echag�e, Mariano Bosch, Tom�s Ju�rez Celman, Julio Rosa, Mariano Pinedo, Garc�a Velloso, Manuel Podest�, Rodolfo Senet, Pedro Caride, Mario Carranza y otros hombres de letras y de sociedad, alternando con el grupo de m�dicos que fuimos sus disc�pulos inmediatos. En los �ltimos a�os el almuerzo del Instituto -matizado por concurrentes m�s mundanos- se convirti� en n�mero obligado para los intelectuales y conferencistas europeos que vinieron al pa�s; dir� de paso que Ramos Mej�a los miraba entre desconfiado y burl�n. Y nunca dejaba de decirme, en picaresco aparte, al escuchar alguna vanidosa referencia autobiogr�fica: �no ser� un "farabuto"? Palabra que en sus labios significaba lo que llamamos habitualmente "macaneador". Ramos, que muri� sin haber ido nunca a Europa, ten�a bien adentro al "criollo" porte�o, y no acababa nunca de tomar en serio a ciertos conferencistas ambulantes que ven�an a deslumbrarnos con tonter�as; segu�an siendo, para �l, unos "gringos" sospechosos, aunque fuesen ilustres. Esos a�os, vividos a su lado, fueron los m�s encantadores y provechosos de mi vida. El ambiente intelectual de que Ramos Mej�a gustaba rodearse, constitu�a un oasis en el pa�s afiebrado por los negocios s�rdidos y la pol�tica menuda. El amor por las cosas nacionales adquir�a all� bien distinto valor que en las frases hechas de los politiqueros; el nacionalismo de Ramos Mej�a era todo simpat�a por la obra de los que hab�an enriquecido la cultura nacional, amor por los pensadores Alberdi y Sarmiento, respeto por los estadistas Moreno y Rivadavia, solidaridad cari�osa con todo el que escrib�a una p�gina de prosa o compon�a un soneto. Ramos Mej�a -que era un productor- simpatizaba con todos los productores, era amigo de aplaudir y estimular, repitiendo que era mejor ocuparse en hacer obras propias que en deshacer las ajenas. Teniendo un agud�simo esp�ritu cr�tico, nunca escribi� un art�culo criticando un libro ajeno. Se limitaba a no admirar a los malos escritores, reservando su desd�n para quienes censuraban a los virtuosos que gustaban de escribir, como pod�an. Sus diatribas contra el "burgu�s aureus" dan, por ant�tesis, la medida de su simpat�a para todos los que intentaban un esfuerzo en pro de las letras nacionales. VI. Los simuladores del talento Un hermoso par�ntesis a sus estudios sobre la �poca de Rosas fue el libro "Los simuladores del talento en las luchas por la personalidad y la vida" [16.] que obtuvo un sorprendente �xito de librer�a. Lo componen cuatro cap�tulos de sabrosa psicolog�a pol�tica y social, que cuentan entre sus m�s bellas p�ginas literarias. Este aspecto del escritor merece comentario especial. Ramos era, a pesar de los g�neros cient�ficos que cultiv�, un escritor nato. Ten�a un estilo suyo, inconfundible, en el cual las im�genes frondosas se entrelazaban con tecnicismos tomados de la patolog�a; sin ver la firma, los que le han le�do con asiduidad, pueden decir sin equivocarse: esto es de Ramos. En una palabra: ten�a personalidad, ten�a estilo. Verdad es que el m�s banal de los profesores de gram�tica castellana podr�a se�alar en sus p�ginas frecuentes incorrecciones y deducir de ello que su estilo era imperfecto. Esta vulgar censura, que m�s de uno formul�, juega sobre un equ�voco fundado en dos maneras de concebir el estilo. En
los grandes escritores se mide por la intensidad de expresi�n con que logran enunciar sus ideas, lo que es independiente de su correcci�n gramatical, aunque �sta lo mejora; tal fue el caso de Sarmiento entre nosotros. En los escritores adocenados s�lo puede hablarse de estilo en el sentido de esa simple correcci�n gramatical, que con alguna paciencia puede alcanzar cualquier cronista sin talento; mientras el escritor original pone una idea o engarza una imagen, el adocenado corrige un acento o borra un neologismo. En esto, como en tantas otras cosas, los profesionales mediocres alteran el cartab�n de los valores efectivos: confunden la t�cnica de la forma, que es un arte complementario, con la fecunda elaboraci�n de la belleza misma, que est� en el valimiento intr�nseco de las ideas o emociones que el estilo expresa. Ramos ten�a lo esencial del estilo: era suyo. Se lo hab�a formado como todos los buenos escritores: leyendo y releyendo ciertos autores favoritos -Renan, Taine y Sainte-Beuve, al mismo tiempo que Saint Victor y Gauthier, aparte de Quevedo y V. F. L�pez entre los de habla castellana -para citar los que gustaba de elogiar con m�s frecuencia. Esas fuentes confluyeron en su temperamento para producir una manera inconfundible de expresar sus ideas, llena de color y de relieve, evocadora cuando describ�a, precisa cuando explicaba, sugerente cuando ascend�a de los hechos a la doctrina general. Muestras selectas de esas cualidades literarias encontramos en "Los simuladores del talento", libro compuesto de ensayos cuya homogeneidad est� en la intenci�n espiritual y en la forma, antes que en sus argumentos. La tesis del libro es la siguiente: muchos sujetos desprovistos de aptitudes efectivas para luchar por la vida, consiguen simularla y triunfar en su medio, empleando recursos similares a los que llaman los naturalistas "mimetismo". Muchos hombres que culminan en la pol�tica y en la administraci�n carecen de talento y ascienden por la complicidad de sus iguales: son simuladores del talento. "La inteligencia, dir� m�s bien, el pensamiento, porque esa palabra me da una sensaci�n mayor de lo que es elevado y perfecto en el cerebro, est� all� ausente o mudo, aun cuando la perfecci�n relativa de esos mecanismos y el cumplido fin de sus funciones, d� al esp�ritu cierta impresi�n de inteligencia directriz de conscientes aplicaciones. Tan bien se desempe�an, que cuando se los ve funcionar si�ntese uno movido a imaginarse, que si no es el talento mismo, algo debe haber detr�s que en tan curioso psiquismo protector se le parezca, cuando menos un alma peculiar; aquellos esp�ritus 'vitales' del viejo Asclep�ades tal vez. "Que una cosa vulnerante o destructora se haga sentir y ver�is con que rapidez y perfecci�n entra el primero en movimiento y opera su providencial defensa; que un agente de otro orden en la lucha social por la vida amenace la posesi�n de un bien cualquiera y ver�is como el segundo opera la suya, como concurren todas las aptitudes a darles movimiento, desplegando los recursos que el ejercicio del aprendizaje combina inconscientemente. Nunca es m�s animal el hombre que cuando se defiende as�, buscando en la simulaci�n la fuerza de su impotencia. En un momento, y con cierto particular sentido de la oportunidad, entran en funci�n sus aparatos, como en los animales inferiores los mil recursos prodigiosos que les sugiere su debilidad. "Estos hombres mediocres o in�tiles, que son la expresi�n humana de aquella animalidad defensiva, tienen en su esp�ritu, como los paral�ticos y los mudos en su cerebro, 'suplencias' de extraordinaria aplicaci�n: el don de espera del batracio oportunista, las trasmutaciones de la forma, el uso del color, las actitudes, las complicadas comedias de todo lo que hiere el sentido alerta de sus enemigos. Todo ello no les sirve para agredir, sin embargo, porque la iniciativa es propiedad del talento como la fecundidad de la vida, pero se defiende con armas cuyo uso y mecanismo ignora aqu�l, porque es inocente y sin malicia frecuentemente". La psicolog�a del �xito, conseguido siempre por tortuosos caminos, est� admirablemente esculpida en el cap�tulo que estudia "La Expansi�n Individual"; esa cr�tica del ambiente social contempor�neo, de la mediocracia -que los puristas llamar�an "mesocracia", quitando al vocablo toda su expresiva riqueza-, alcanza en
ciertos pasajes una eficacia decisiva y culmina por su belleza literaria. Ramos Mej�a es, en esta obra, un "gran escritor"; el principiante de las "Neurosis", asentado ya su estilo en "La Locura en la Historia" y en "Las Multitudes Argentinas", es un maestro en "Los simuladores del talento". Los cap�tulos en que estudia los simuladores del talento y de la energ�a, los auxiliares de la simulaci�n, la fauna de la miseria y los otros modos de expansi�n de la personalidad, son todos de igual m�rito: el alienista mu�strase psic�logo y el escritor es siempre un elocuente artista. Es imposible exponer sint�ticamente el contenido de este libro lleno de fina, de agud�sima observaci�n psicol�gica. El simulador silencioso y el simulador multiparlante son dos aguas fuertes imperecederas: habr�a que transcribirlas �ntegras para apreciar la riqueza del ingenio que las grab�. Esos "defensivos" duplican sus fuerzas mediante la asociaci�n. Buscan el �xito mediante apariencias de relumbr�n, que son la caricatura del talento verdadero. "En tales circunstancias, la soluci�n no est� en tener talento o cualidades de otro g�nero, sino al contrario, en no tenerlas para poder subir: aptitudes defensivas y aquel poder de mimetismo concurrente que hace de la vida un carnaval solemne, en el cual los in�tiles se aprovechan de su accidental cotizaci�n, para aplastar con su vientre la excelsitud del cerebro alado; tanto m�s f�cilmente, cuanto que la miope simplicidad popular confunde a menudo las anfractuosidades del abdomen con las circunvoluciones cerebrales. Por otra parte, la sustituci�n del cerebro colectivo por el de unos pocos elegidos, que es la f�rmula de la tiran�a, es otra de las causas de la resistencia que levanta el talento, y del triunfo accidental de la inocuidad defensiva como expresi�n de la voluntad general y como exponente de la media mental reinante". La intenci�n espiritual -prescindiendo de la alusi�n pol�tica que nadie desapercibi�- tradujo el m�s hondo sentimiento que conoc� en Ramos Mej�a: el desprecio incondicional por todo lo que implicara ignorancia y presunci�n. La autoridad y la fortuna, en manos de esp�ritus s�rdidos o incultos, excitaban su abominaci�n; Ramos, como Lucio L�pez y Miguel Can�, sus coet�neos, no conceb�a otro privilegio leg�timo que el de la ilustraci�n y el talento, tal como lo hab�a plasmado Renan en sus ensue�os de aristocracia intelectual. Ten�a este sentimiento origen aut�ctono en su inspirador y maestro D. Vicente Fidel L�pez, tan propenso a fulminar a los advenedizos ignorantes que suelen mancomunarse para captar el gobierno de las naciones. En Ramos alcanz� intensidad de pasi�n, exponi�ndole, por consiguiente, a excederse en algunos juicios sobre los hombres de bander�as adversas a la de Carlos Pellegrini, que tuvo siempre sus simpat�as pol�ticas. Meditando sobre este sentimiento de repulsi�n hacia los ignorantes ensoberbecidos por el dinero o la pol�tica, he podido advertir que si a Ramos Mej�a se lo contagi� L�pez, a m� me lo contagi� Ramos Mej�a, encontrando preparado el terreno por los gustos de bohemio y de socialista contra�dos en mi primera juventud. En el fondo, la psicolog�a del "enriquecido", que L�pez traz� en p�rrafos magn�ficos, es la misma del "burgu�s aureus" que inspira a Ramos Mej�a p�ginas elocuentes, para reaparecer en mi catecismo de moral, titulado "El hombre mediocre". Un sentimiento �nico corre por tres cauces: en L�pez nace como protesta contra las absurdas preeminencias sociales y pol�ticas, en los libros de Ramos se desenvuelve como reclamaci�n de los derechos del talento, y en mi ensayo se convierte en predicaci�n de una moral neoestoica para separar radicalmente las cosas viles de la pol�tica o del �xito, de las cosas nobles de la cultura y del ideal. En esto, m�s que en otra cosa alguna, la influencia de L�pez, a trav�s de Ramos Mej�a, dej� rastros imborrables en mis sentimientos. Este inquieto af�n intelectualista constituye la espina dorsal de "Los simuladores del talento". En ning�n otro de sus libros maneja Ramos con mayor gracia ese arte dif�cil de la psicolog�a descriptiva, en que fueron maestros La Bruy�re y Mariano de Larra. Pintar caracteres y desnudar costumbres suele ser m�s dif�cil que estudiar psicolog�a experimental concreta o divagar abstractamente sobre los atributos de la mente humana; en ese sentido puede afirmarse que la psicolog�a m�s
humana es la que observa tipos reales, analiz�ndolos y describi�ndolos como fragmentos de la vida misma. Desfilan por docenas en "Los simuladores del talento", algunos concretamente caracterizados, otros representativos de toda una categor�a social, mostrando los procedimientos innumerables de que se valen las median�as para usurpar el rango del m�rito. Su desprecio por el hombre sin cultura resaltar�a mejor si el tiempo no me fuese corto para contar algunas an�cdotas expresivas de su ingenio. En cierta ocasi�n, le�a los diarios en su bufete; un ordenanza vino a ped�rselos en nombre de un empleado, que no se distingu�a por su afici�n a la lectura. -Dice el Sr. X si quiere tener la bondad de enviarle los diarios. Y sin que mediara un segundo en la respuesta: -Preg�ntele lo que va a envolver. Otra vez, siendo Presidente del Consejo Nacional de Educaci�n, los parientes de alguien tan dado a la bebida como a las letras, le hicieron pedir que diera su nombre a una escuela pr�xima a inaugurarse: -�Si se han cre�do que voy a inaugurar un despacho de bebidas! -exclam� Ramos. Cuando en el diario "Sarmiento" publicaba ciertas magistrales siluetas pol�ticas "a punta de buril", un amigo oficioso le insinu� que hiciera la de tal personaje. -�Cu�ndo escribir� la silueta de X? -Cuando �l pueda leerla. Y como estos rasgos, mil. Cada d�a, cada hora. El desd�n por las median�as fue siempre su m�s acentuado sentimiento, equilibrado en �l por una simpat�a ilimitada hacia los j�venes poetas. No hay uno, entre �stos, a quien no haya concedido un favor o una protecci�n. VII. Rosas y su tiempo En un per�odo de afortunado ostracismo administrativo madur� su gran proyecto de ampliar la primera parte de las "Neurosis", que se refer�a a "Rosas y su tiempo"; "Las multitudes" (1899) hab�a sido un anticipo de su obra magna, que vio la luz ocho a�os m�s tarde [17.] . Su tarea fue dif�cil. El personaje era magn�fico por sus destellos de luz y por sus honduras de sombra. Encarnaci�n de la vieja alma gaucha, en que promiscuaban el espa�ol y el ind�gena, toc�le representar la restauraci�n de lo colonial contra lo europeo, del mestizo contra el blanco, de la clase feudal conservadora contra el liberalismo naciente, de lo viejo espa�ol contra lo nuevo argentino. El modernismo pol�tico y cultural de Moreno y Rivadavia le son� a herej�a, como a todos los se�ores feudales del interior. Esa es la ant�tesis que Sarmiento expres� en los t�rminos "Civilizaci�n y Barbarie" de su "Facundo" admirable. Unitario de raza, Ramos Mej�a aprendi� en el hogar el odio al tirano, que su padre, D. Mat�as, hab�a combatido: "Uno de los iniciadores de la Revoluci�n del Sud de la provincia de Buenos Aires, el a�o 1839. Ayudante de campo del general D. Juan Lavalle durante la campa�a contra los ej�rcitos de Rosas en las provincias de La Rioja, Tucum�n y C�rdoba, en 1840 y 1841". Transcribo esta dedicatoria del libro para apresurarme a decir que Ramos Mej�a llev� su af�n de imparcialidad hasta escribir, sin desearlo, la m�s s�lida justificaci�n de Rosas que haya escrito jam�s argentino alguno. Esta apreciaci�n, que convers� con Ramos Mej�a en su oportunidad, creyendo complacer al hombre de ciencia, lo contrari� vivamente. Hab�a yo escrito algunos borradores acerca del libro y los romp�; en mi concepto, su obra demostraba lo contrario de lo que �l se hab�a propuesto. Cosa f�cil de evidenciar, como veremos en seguida. Conviene antes consignar, para nuestra historia literaria y cient�fica, algunos datos informativos que explican este hecho curioso: pocos libros han sido m�s le�dos que "Rosas y su tiempo", cuya edici�n primera -de gran tiraje y precio elevado- se agot� en pocas semanas; en cambio, ning�n libro del mismo autor fue tan fr�amente recibido por los aficionados que ejercen la cr�tica en nuestro pa�s. �Por qu�? Prescindo de la envidia, que siempre tiene alguna parte en casos an�logos. Hay
otras razones. En primer lugar, era una audacia escribir sobre "Rosas y su tiempo" sin que cierta preparaci�n hist�rica y sociol�gica diera autoridad para hacerlo, m�xime trat�ndose de una obra asaz documentada. Los que la pose�an en nuestro pa�s -podr�a clasificarlos uno por uno- ten�an ya partido tomado contra Rosas o en su favor: eran, retrospectivamente, federales o unitarios. La mejor prueba de la excelencia y justeza de la obra fue, a mi juicio, la siguiente: los federales la sospecharon de unitaria, por ser de tal tradici�n su autor, y los unitarios quedaron descontentos de que la obra no fuera bastante antifederal. "Trasunta un odio de familia" dijeron aqu�llos; y �stos agregaron: "por amor propio de autor ha agigantado a Rosas". Yo que no acostumbro ser ecl�ctico -pues as� llamo a los que no tienen el valor de profesar una opini�n- me inclino a serlo al juzgar la obra de Ramos. Nunca, ning�n autor, ha luchado m�s que �l contra sus propios sentimientos para ser imparcial; y, por haberlo conseguido, hizo de Rosas un personaje verdaderamente representativo de su �poca y de su tiempo. Porque Rosas lo fue, como lo reconoci� Sarmiento en repetidos escritos que amenguan el juicio apocal�ptico de "Facundo". "Rosas y su tiempo" es la obra de un escritor llegado al dominio pleno de "su" estilo. Juzgada en conjunto, es una de las cinco o diez obras argentinas que seguir�n ley�ndose dentro de medio siglo con el mismo inter�s con que se leyeron al publicarse: tiene unidad de plan, continuidad de desarrollo, seria visi�n sociol�gica, riqueza de informaci�n, colorido exuberante, originalidad de exposici�n. Nadie, entre nosotros, se ocupar� de Rosas sin leer esta obra; ninguno la cerrar� sin haber encontrado en ella provecho y deleite. �Cu�ntos escritores argentinos se atrever�an a decir lo mismo, del que creen mejor entre sus libros? Ramos Mej�a reuni� para su obra un material documentario muy considerable, cuya sustancia aprovech� con talento sin perderse en la b�squeda nimia de los detalles. El asunto del drama y la personalidad moral del protagonista, le interesaban mucho m�s que los peque�os accidentes biogr�ficos o cronol�gicos; es conocido su desprecio por los "papelistas", que padecen la inocente man�a de carcomer papeles viejos, hasta convertirse en polillas, y que nunca logra confundirse con la ilustraci�n del hombre docto. Esp�ritu generalizador y sint�tico -como son todos los verdaderos pensadores-, no conceb�a el an�lisis por el gusto de analizar, sino como un instrumento para inducir conclusiones generales. "Los hechos son el fundamento de las ideas, que son absurdas si no se fundan en ellos; pero detenerse a rumiar las insignificantes minuciosidades de los hechos, sin ascender a la regi�n de las ideas, es la caracter�stica m�s segura de la incapacidad mental en un historiador". Ramos Mej�a tuvo siempre en vista que, para el sabio y el fil�sofo, la erudici�n es un medio, no un fin. Y cuando un respetado historiador, a quien �l llamara "papelista", le apunt� algunos menudos errores de circunstancias en verdad insignificantes, Ramos Mej�a le envi� un libro de Taine en que se�al� aquellas palabras decisivas sobre el erudito de profesi�n: "Un �rudit est un ma�on, un philosophe est un architecte; et quand l'architecte, sans n�cessit� absolue, au lieu d'inventer des m�thodes de construction, s'amuse a tailler, non pas une pierre, mais cinquante, c'est que, sous l'habit d'un architecte, il a les go�ts d'un ma�on". Ramos Mej�a se propuso un objetivo distinto del que alcanz�. Es evidente su prop�sito de legar a la posteridad un Rosas "loco moral"; acumul� para ello todos los elementos de diagn�stico, sin desde�ar los m�s equ�vocos o insignificantes. Pero, de buena fe, anhelaba ser imparcial: consigui� otros elementos de juicio que convergen a acrecentar grandemente la figura de su personaje, que crece de cap�tulo en cap�tulo, de p�gina en p�gina, advirti�ndose cierta fruici�n del art�fice al embellecer, con su verba decorativa, este o aquel detalle de su modelo. A este respecto, de cuanto se ha dicho sobre "Rosas y su tiempo" nada parece m�s justo que una frase de Francisco de Veyga: "Rosas lo conquist� a Ramos". Esa es, posiblemente, la verdad: el ajusticiado se convirti� en seductor
de su verdugo. Huelga decir que Ramos Mej�a no se apercibi� de ello: sigui� creyendo que Rosas quedaba moralmente decapitado bajo el filo de su diagn�stico. Otro es el juicio que su obra sugiere a los argentinos de cepa europea, que no tenemos motivo alguno para afiebrarnos al juzgar las contiendas ind�genas de la edad media argentina. La arquitectura de "Rosas y su tiempo" es excelente: en el volumen primero examina los or�genes del sujeto, c�mo se forma su personalidad de caudillo, el ambiente pol�tico que precedi� a su advenimiento, sus instrumentos de dominaci�n, c�mo se organiza la plebe rosista, los puntales de la tiran�a y sus resortes coercitivos. En el segundo: sus medios de propaganda y de sugesti�n popular, sus costumbres administrativas y sus recursos financieros, la acci�n militar de la tiran�a, terminando la obra con una magn�fica aguafuerte psicol�gica sobre la personalidad moral del tirano. El punto de vista m�dico-psicol�gico, que predominaba en las "Neurosis", est� aqu� subordinado al psico-sociol�gico. El estudio del gobernante "en funci�n de su medio" es acabado. Hay p�ginas de paisaje que son ejemplares: el mar y la monta�a. No lo son menos algunos cuadros de costumbres tan llenos de colorido que evocan la vida misma. La �poca de Rosas revive a cada instante, con eficacia que raya en maestr�a: esa eficacia de Ramos constituye la justificaci�n social de Rosas ante el lector. Es innegable que fue pol�ticamente un dictador y no lo es menos que sus procedimientos fueron siempre excesivos, y en cierta �poca, b�rbaros. En todo ello Ramos es, seguramente, ver�dico. Pero el ambiente y los sucesos por �l descriptos dan la impresi�n de que la dictadura era una consecuencia de la desbocada anarqu�a caudillista, que Rosas consigui� en parte sofrenar, dando alguna cohesi�n a la nacionalidad: la muy poca que no hab�an conseguido mantener Rivadavia y el grupo unitario de Buenos Aires. He escrito recientemente que la Revoluci�n de Mayo fue ejecutada por un peque�o n�cleo de porte�os europeizantes, que captaron el asentimiento de una inmensa mayor�a del pa�s que a�n conservaba las ideas y los sentimientos hispanocoloniales. La corriente "argentina" que nace en Moreno y culmina en Rivadavia, fue resistida por la corriente "colonial" que asoma en Saavedra y triunfa en Rosas. Su gobierno representa el predominio de los sentimientos conservadores del pa�s feudal contra los de la minor�a revolucionaria que hab�a efectuado una subversi�n innovadora. Rosas fue el m�s fuerte se�or feudal y acomun� a los se�orzuelos de provincias en su lucha contra la burgues�a porte�a; su gobierno fue representativo de los m�s cuantiosos intereses materiales que exist�an en el pa�s. Es notorio que mis simpat�as y mis ideas est�n en la corriente de los adversarios de Rosas, que representaron, en su tiempo, el porvenir argentino contra el pasado gaucho; pero ello no me impide reconocer que Rosas fue el gobernante reclamado por el ambiente feudal y conservador. Sald�as, en su "Historia de la Confederaci�n", menos le�da de lo que merece, y Quesada, en su sint�tico "Rosas y su Epoca", lo han demostrado variamente. Ramos Mej�a lo confirma en "Rosas y su tiempo", pero con m�s eficacia, dado su evidente desinter�s de justificar al tirano. La prueba parece sencilla. Es indudable que Rosas ten�a el apoyo de las clases feudales del interior. Veamos lo que ocurr�a en Buenos Aires. En el cap�tulo VI explica Ramos Mej�a que el advenimiento de Rosas fue recibido por el vecindario conservador como una f�rmula de estabilidad; tuvo la adhesi�n de la gente de pro, como es notorio. Examina, en seguida, sus "t�tulos para provocar el delirio de la plebe y de la clase decente": los gremios industriales estaban encantados con el dictador y la masa popular lo veneraba. Demostrando todo eso, el autor sugiere esta pregunta: �Qui�n, sino Rosas, pod�a gobernar "en su tiempo", ya que realizaba el milagro de contentar a las clases feudales, a la gente de pro, a la burgues�a industrial y a las masas populares? �Cu�ntos gobernantes podr�an nombrarse que hayan satisfecho los intereses de todas las clases sociales de una naci�n? Advi�rtase que estoy lejos de negar los procedimientos salvajes usados por Rosas
contra sus adversarios, aun sabiendo que �stos no desde�aron recurrir a procedimientos an�logos. Y reitero mi comunidad de ideas y de ideales con la selecta minor�a "argentina" que Rosas proscribi� del pa�s "colonial". Pero aquel vasto pa�s, modelado a imagen y semejanza de la metr�poli y, compuesto entonces, en su casi totalidad, por mestizos hispano-afro-ind�genas, no pod�a avenirse al nuevo r�gimen concebido en Buenos Aires seg�n las doctrinas de Europa. Al renunciar Rivadavia, el esp�ritu p�blico tom� contacto con la realidad: las ideas coloniales y los intereses conservadores ten�an demasiado arraigo en todo el pa�s, exceptuando la minor�a innovadora y liberal que comprend�a la "argentinidad", tal como la hab�an pensado los morenistas de 1810. Rivadavia era el ensue�o; Rosas fue la realidad nacional. M�s tarde, en la proscripci�n primero y en el gobierno despu�s, el ensue�o pas� a ser realidad. La naci�n cambi� de s�mbolo y, en vez de Rosas, fue Sarmiento el hombre representativo de la Argentina nueva. VIII. La educaci�n nacionalista En 1908 Ramos Mej�a fue llamado a ocupar la presidencia del Consejo Nacional de Educaci�n. Dos ideas fundamentales constituyeron su programa: multiplicar las escuelas y acentuar el car�cter nacional de la ense�anza [18.] . Hizo ambas cosas con entusiasmo y eficacia, no sin levantar obst�culos que amargaron su �ltima actuaci�n en la vida p�blica. La misma reacci�n sectaria que treinta a�os antes hab�a enfestado contra Sarmiento, conspir� contra Ramos Mej�a, hasta privarlo de un apoyo necesario que �l cre�a cimentado en medio siglo de amistad. El apoyo le falt� en la hora m�s cr�tica: era ilusi�n suya confiar en la firmeza de un gobernante envejecido, a quien una progresiva enfermedad cerebral hab�a transformado en caso de estudio para el m�todo m�dico-hist�rico, que Ramos Mej�a hab�a desenvuelto desde las "Neurosis" hasta "Rosas y su tiempo". Como t�rmino de su carrera, tuvo Ramos Mej�a la honra de encrespar las mismas olas que hab�an volteado a Sarmiento; con nuevos actores, los sucesos fueron semejantes, aunque la lucha desembozada fue sustituida por procedimientos subrepticios que acaso anuncien horas de reacci�n m�s intolerante. En la �poca de Sarmiento -dice Paul Groussac- la cuesti�n religiosa "comenz� siendo una cuesti�n escolar. En el ensayo sobre Goyena he referido las peripecias de aquel alzamiento sectario -tal vez en v�speras de renacer por la imprevisi�n o indolencia de los que dejan que la pululaci�n parasitaria invada el organismo argentino" [19.] . Esta brev�sima advertencia del ilustre cr�tico, que fue actor y testigo de ambas campa�as contra la educaci�n argentina, merece meditarse gravemente en la hora actual. Son demasiado recientes los sucesos y nadie podr�a adivinar el juicio que de ellos se tendr� dentro de pocos a�os. Ramos Mej�a, de cuyas virtudes e ideales nadie podr�a dudar sin mentir, era de esos hombres que para alcanzar fines grandes no se detienen a discutir accidentes peque�os. Su mente de pensador no se ajusta nunca a rutinas de funcionario. Crey� �til fundar escuelas y las fund� a millares; anhel� transfundir el sentimiento de la argentinidad en la ense�anza y ejecut� su programa de educaci�n nacionalista. La posteridad juzgar� si esos dos ideales fueron oportunamente concebidos y eficazmente realizados. IX. Ideales de cultura Analizando sumariamente la vida y la obra intelectual del ilustre escritor, en este Ateneo de Estudiantes Universitarios, he querido rendir homenaje a la memoria del pensador que tanto honr� a la moderna Universidad argentina, y que en toda hora supo amar y alentar a los hombres j�venes que tuvieron la suerte de acerc�rsele. Su laboriosa vida intelectual es un ejemplo digno de se�alarse; la edici�n de sus obras p�stumas -que se har� alg�n d�a- contribuir� grandemente a acrecentar sus m�ritos y magnificar� su figura ante la posteridad [20.] . Su evoluci�n intelectual revela influencias homog�neas. En las "Neurosis" sus fuentes psiqui�tricas son francesas y el mayor influjo corresponde a Moreau de Tours; sus fuentes filos�ficas remontan a Comte, Darwin y Spencer; sus fuentes
hist�ricas argentinas son V. F. L�pez y Sarmiento. En su "Patolog�a nerviosa y mental" se percibe el rastro m�dico de Charcot y Claudio Bernard, correspondiendo a Renan la orientaci�n cultural. En la "Locura en la Historia" se advierten lecturas nuevas de los historiadores ingleses que ilustraron la degeneraci�n de los Habsburgos espa�oles. En las "Multitudes" se mezclan las corrientes sociol�gicas contempor�neas, de cepa spenceriana, girando en torno de las sugestiones directas de Le Bon. En los "Simuladores", con ser de �ndole tan personal y localista, n�tase la asimilaci�n de la corriente psicol�gica de Ribot. El modelo ideal de "Rosas y su �poca" fue Taine. Ramos Mej�a -como los otros pensadores argentinos- fue un autodidacta. Aprendi� en las mismas fuentes europeas que llegaron a conocer Alberdi y Sarmiento, y en las que se inspir� toda la "generaci�n del ochenta". El �nico hombre que podr�amos llamar su maestro -por la influencia personal mas bien que por la direcci�n de sus estudios- fue D. Vicente Fidel L�pez. Ten�a por Moreno, Rivadavia y Echeverr�a, verdadero culto. Admiraba a Sarmiento [21.] con cari�o y respetaba a Alberdi sin tenerle simpat�a. Entre los hombres de ciencia de su tiempo, nombraba con particular respeto a Ameghino, Arata, Penna, J. M�ndez, F. P. Moreno, Holmberg. El amigo de su coraz�n fue Carlos Pellegrini. Aunque fue Diputado Nacional (1888-1892), nunca actu� como "hombre de partido"; estaba m�s alto que la pol�tica criolla y s�lo sigui� el sendero de su amistad apasionada. Siendo miembro de varias Academias, tuvo en muy poco aprecio la pomposa vanidad del t�tulo, que nunca luci� al frente de sus escritos; la solemnidad le fastidiaba y siempre la tuvo por sin�nimo de mediocridad. Juzgaba a los hombres por el m�rito de sus obras y en un libro entero se burl� de las apariencias vanas. Escribi� obras para que ellas fueran la medida objetiva de su talento y para que por ellas se le estimara. En una de sus �ltimas p�ginas ha grabado palabras que son un trasunto firme de su personalidad moral: "Es un raro privilegio -dice- conservar inalterada, m�s all� de los fr�os ego�smos que el tiempo acumula con desagradable apresuramiento, esa vaga impresi�n de poes�a que en la �poca de la juventud, tan deliciosamente despreocupada, dejamos florecer en nuestro esp�ritu. Y aplicarla a las cosas del mundo y de la ciencia es tambi�n otro privilegio que la naturaleza s�lo discierne a pocos esp�ritus, ing�nitamente consagrados, por la fatalidad de un destino org�nico, a practicar el bien y a buscar la verdad sin sosiego. "No es frecuente conservar siempre esa viril ecuanimidad de la juventud, ese amor a la verdad, ese celo del esp�ritu, el ingenuo desinter�s y la sonriente filosof�a, llev�ndolas en el estudio solitario o en la acci�n que imponen las funciones p�blicas, despreocup�ndose de los intereses subalternos y materiales que endurecen el intelecto para las beatas emociones de la luz. "Pocos hombres consiguen practicar, sin un momento de claudicaci�n, el amor a la ciencia regeneradora, que, como ha dicho el maestro incomparable, nos hace vivir mil vidas en una sola, y sobre la superficie de un �nfimo planeta pesa y mide los mundos, sondando los dos infinitos, de la grandeza y de la infinitesimal peque�ez, a pesar de nuestros sentidos mediocres. "Los hombres que sobreponen el amor a la cultura al af�n del enriquecimiento tumultuoso, son ex�ticos en nuestro "medio" actual, pero deben servir como ejemplos y como s�mbolos. Ellos representan el esfuerzo desinteresado y perseverante de la inteligencia aplicada a las cosas que no dan dinero ni proporcionan los placeres sensuales ambicionados por los que toman la vida intelectual como un negocio exclusivamente y no como una misi�n, como una fuente de riqueza m�s que como un sacerdocio destinado al sacrificio y a menudo a la pobreza augusta de la antigua sabidur�a. "Necesitamos hacer de este pa�s un semillero de experimentos civilizadores, tanteando los caminos innumerables del pensamiento en todas sus complejas manifestaciones, de la ciencia primero, porque ense�a al hombre a no andar a ciegas en la tiniebla sedimentada por la ignorancia y por la imprevisi�n del burgu�s que a todo se atreve porque cree saberlo todo; del arte, despu�s, porque
tiene para las naciones nuevas el mismo encanto revelador que los primeros sue�os de hadas en las imaginaciones tiernas del ni�o. "... necesitamos formarnos un s�lido armaz�n para acometer con toda confianza nuestro porvenir como nacionalidad, templada al un�sono y con ideales dignos de nuestra �poca. "... s�lo del maestro puede esperarse que difunda en los cimientos del pa�s la ilustraci�n general, que es la base para que en las clases dirigentes se desarrolle la preocupaci�n por las cosas altas del esp�ritu, form�ndose esa verdadera aristocracia intelectual en cuyas manos quer�a poner Renan la direcci�n moral de las naciones. "La alta cultura del esp�ritu es, sin excepci�n alguna y en todas partes del mundo, el elemento fundamental para la formaci�n del alma nacional... "Bueno es, en suma, que aprendamos a poner bien alto los ideales futuros de nuestra nacionalidad. Sin descuidar el crecimiento de su riqueza material -que es a la manera de la savia rica en gl�bulos rojos que irriga todas sus arterias tensas por la juventud, o como el humus generoso en que ponen sus ra�ces robustas los �rboles de m�s anchas copas-, pensemos que las m�s grandes fuerzas son las morales, nacidas de la cultura y de la ciencia, las que equivalen a la invisible vibraci�n del cerebro, que dirige la actividad de todo el organismo, y que en las civilizaciones hist�ricas culminantes vienen a ser como las flores que coronan las copas de los �rboles, salpic�ndolas con sus notas de color que representan el ensue�o y la poes�a de la vida." El pensador que esto escrib�a vivi� sirviendo los ideales que predicaba y se mantuvo fiel a ellos hasta la hora de su muerte. .................................................................................. ........................ Fue mi pena m�s honda la de encontrarme ausente del pa�s durante su �ltima enfermedad; en Suiza, con su otro disc�pulo, Francisco de Veyga, no pasamos un d�a sin comentar con inquietud las noticias que de �l nos llegaban. Cuando se produjo una acefal�a del gobierno, que yo esperaba para volver al pa�s, me decid� de prisa, con la esperanza de dar el �ltimo abrazo a mi maestro. En Montevideo el profesor Rodolfo Rivarola me dio la noticia de su fallecimiento, ocurrido pocas semanas antes, el 19 de Junio de 1914. Un nudo me apret� la garganta y no pude contener algunas l�grimas. Son las m�s angustiosas que he llorado en mi vida. Jos� Ingenieros Notas de Jos� Ingenieros 1. V�ase: INGENIEROS, "El contenido Filos�fico de la cultura argentina", en Revista de Filosof�a , Buenos Aires, Enero 1915. 2. V�ase: INGENIEROS, "La generaci�n del 80", en "Hermes", Buenos Aires, Mayo de 1915. 3. 1 v. de XXIII y 198 p�ginas, precedido de una introducci�n de D. Vicente Fidel L�pez. (Primera parte: Rosas y su �poca). Editor Mart�n Biedma, Buenos Aires, 1878. Doble dedicatoria: "A la memoria de mi abuelo -Francisco Ramos Mej�a" y "Al C�rculo M�dico Argentino -Testimonio de profundo respeto". 4. Un vol. de 283 p�ginas, editor Mart�n Biedma, Buenos Aires 1882. 5. Es indudable que Ramos Mej�a tuvo, hasta 1895, la intenci�n de rehacer "Las Neurosis", dividi�ndola en dos obras distintas. En "La Locura en la Historia", de esa fecha, anuncia, en efecto, "en preparaci�n": "Rosas y su tiempo" y "Psicolog�a de los grandes hombres de la historia de Am�rica (2a. edici�n de Neurosis de los hombres c�lebres, etc." Nunca puso manos a esta �ltima; en 1899 hab�a desistido de hacerlo, pues ella deja de figurar entre las obras en preparaci�n anunciadas en "Las Multitudes Argentinas". Despu�s de 1900 conversamos del punto, en el sentido que dejo consignado. En la reedici�n, he cre�do oportuno conservar los cap�tulos relativos a "Rosas y su �poca", por el inter�s que ello tiene para estudiar la evoluci�n mental del escritor, coincidiendo mi prop�sito con el deseo expl�cito de sus deudos.
6. La historia oficial de la Universidad llega a las mismas conclusiones, aunque describe los sucesos de distinta manera, como es natural. "Un incidente ordinario en la marcha de cualquier casa de estudios determin� una serie de sucesos lamentables y llev� la Universidad a una situaci�n anormal, insegura y llena de inquietudes. La reprobaci�n de un estudiante de jurisprudencia, en Diciembre de 1871, ocasion� su suicidio. Este hecho doloroso repercuti� hondamente entre los alumnos, a quienes alarm� y condujo a la indisciplina y a la rebeli�n contra algunos de sus profesores. Los profesores hostilizados renunciaron, en el inter�s de volver la tranquilidad al establecimiento y de calmar la agitaci�n estudiantil. Las renuncias no se aceptaron en el momento; pero, medidas de oportunidad adoptadas con firmeza, restablecieron el orden y acallaron las quejas, tan apasionadamente manifestadas. "Esta perturbaci�n, cuyo desarrollo se atribu�a en parte a los vac�os del Reglamento, persuadi� al Rector de 'la necesidad urgente de preparar una ley org�nica de instrucci�n p�blica' que abrazara todos los ramos y adaptara nuestras pr�cticas a este respecto a lo que nos muestre como m�s adelantado la experiencia de las naciones cultas, y en especial las que se rigen por instituciones libres. El Ejecutivo, por su parte, pensaba que los hechos producidos demostraban que la disciplina interior no estaba perfectamente cimentada, careciendo de los resortes necesarios para mantenerse debidamente, y que el r�gimen de la ense�anza y el adoptado para la rendici�n de las pruebas anuales, ten�a defectos que era necesario corregir. Consideraba, pues, reclamada con urgencia la revisi�n y reforma del Reglamento; y encomendaba al Rector la reuni�n del Consejo universitario, a fin de que propusiera inmediatamente tal reforma. Adem�s, aceptaba la indicaci�n de proyectar una ley org�nica de la instrucci�n p�blica y confer�a al mismo Rector el encargo Especial de prepararla". N. PI�ERO y E. BIDAU, "Anales de la Universidad de Buenos Aires", vol. III. 7. Discurso, en "Est. Cl�nicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales", p�g. 37 y siguientes. 8. Loc. cit. 9. 1 volumen de 300 p�ginas, editor F�lix Lajouane, Buenos Aires, 1893. 10. "Guiado por el impulso de su entusiasmo creador, traz� un vasto programa, tan vasto que su desarrollo s�lo pod�a tener lugar con los a�os en un pa�s donde todo ten�a que hacerse, y donde escaseaban los recursos para llevarlo a cabo. Sin embargo, a pesar de las muchas dificultades que tuvo que vencer, consigui� organizar los servicios m�s urgentes y dejar bien sentada las bases de la mayor parte de lo que hoy, en plena ejecuci�n, ha levantado a esa instituci�n a una altura que todos miramos con orgullo y que del extranjero vienen a estudiar para poder imitar. "Bajo su direcci�n se cre� el servicio m�dico seccional, destinado a la asistencia de los enfermos, el laboratorio bacteriol�gico, el instituto antirr�bico, las salas de urgencia, los consultorios de la Casa Central y el servicio de ambulancia, que, paulatinamente mejorado, tanto admiramos por los inestimables servicios que presta todos los d�as. "Tuvo ocasi�n de ahogar en un principio, gracias a sus en�rgicas y prudentes medidas, dos invasiones de enfermedades ex�ticas, una de fiebre amarilla importada por viajeros procedentes del Brasil, que produjo pocas v�ctimas, y otra de c�lera asi�tico que empezaba a desarrollarse con caracteres alarmantes, y que, desgraciadamente, saliendo de la Capital, se difundi� por varios puntos del interior de la Rep�blica". 11. 1 volumen de 690 p�ginas, editor F�lix Lajouane, Buenos Aires, 1895. 12. "El mismo a�o de su nombramiento reglament� las funciones del Departamento, deslindando las atribuciones con la Asistencia P�blica Municipal, que hab�a sido causa continua de conflictos cuando se presentaban casos de enfermedades infecciosas ex�ticas. Quit� al Consejo sus funciones ejecutivas, dej�ndole las deliberativas y de consulta, es decir, centraliz� el poder en manos del Presidente, �nica forma de hacer eficaz su acci�n, quedando dividido en dos ramas: una cient�fica, el Consejo, y otra ejecutiva, la Presidencia.
"Esta divisi�n fundamental se mantiene hasta hoy. El Dr. Ramos Mej�a perfeccion� y reglament� los servicios. La orientaci�n de su pol�tica sanitaria fue, dentro de la mayor liberalidad, la defensa del pa�s, no basada, como hasta entonces, puramente en las medidas cuarentenarias, sino en la preparaci�n sanitaria en todos los puntos de la Rep�blica, de manera que, en cualquier momento y en cualquier punto que apareciese un enfermo sospechoso, se contara con los elementos necesarios para combatir el foco, sosteniendo que la defensa de un pa�s, no est� en las medidas de urgencia, en presencia de un peligro, sino en la previsi�n y ajuste de todos sus servicios para prevenirlo. "Estas ideas, que son hoy las m�s adelantadas, fueron las que �l aconsejaba en todos sus informes. "Ocasiones tuvo de ponerlas en pr�ctica, en su lucha contra la fiebre amarilla, entonces end�mica en el Brasil, combatiendo con todo �xito ese peligro constante para nosotros. "Todos los a�os se presentaban en nuestro puerto numerosos barcos con enfermos de fiebre amarilla, habi�ndose producido en cinco a�os en la rada doscientos seis casos confirmados. Gracias a sus sabias y en�rgicas medidas, all� se detuvo el flagelo, y nunca apareci� foco alguno en el pa�s. "Dot� a la sanidad de un hospital flotante y del Lazareto de Mart�n Garc�a, cre� la Inspecci�n Sanitaria del Puerto, organiz� los servicios de limpieza de las aguas, el Instituto de Bacteriolog�a, hizo una seria campa�a contra la viruela y tom� medidas eficaces contra la lepra. "Bajo su direcci�n se reglament� el ejercicio de la medicina y el de la farmacia, redact�ndose el Codex Medicamentario que a�n hoy rige. "Cre� la biblioteca, fund� los Anales del Departamento y emprendi� el estudio y recopilaci�n de datos para la Geograf�a M�dica del pa�s, que a�n se prosigue". 13. "Los simuladores del Talento". cap. II. 14. 1 volumen de 343 p�ginas, editor F�lix Lajouane, Buenos Aires, 1899. 15. Al reunir algunos escritos sociol�gicos en mi libro "Sociolog�a Argentina", en 1910, omit�, de intento, el que se refer�a al libro de mi maestro, escrito antes de que lo fuera. Ramos Mej�a me lo reproch� cari�osamente, arguyendo que las razones de afecto personal deb�an excluirse de la cr�tica cient�fica; me record� el prefacio de Groussac a la "Locura en la Historia" y me comprometi� a incluir el art�culo cuando mi libro llegara a reeditarse. As� vino a figurar en la 2a. edici�n (Biblioteca Cient�fico-Filos�fica, editor Jorro, Madrid, 1913). 16. Un vol. de 250 p�ginas, editor P. Lajouane, Buenos Aires, 1904. 17. "Rosas y su tiempo", 2 vol. de 400 y 500 p�ginas, editor F�lix Lajouane, Buenos Aires, 1907. 18. "Estaba en las mejores condiciones para dirigir la ense�anza y el Superior Gobierno, conociendo sus aptitudes, le coloc� al frente de las escuelas nombr�ndolo presidente del Consejo Nacional de Educaci�n. "Su acci�n escolar ha dejado profundas huellas. Esp�ritu innovador por excelencia, su primera idea de reforma en el plan de estudios de las escuelas primarias envuelve un alt�simo pensamiento de estadista y de patriota y revela su amplia visi�n de argentino con certera penetraci�n sociol�gica. "Estudioso de nuestros or�genes patrios, conocedor como pocos del proceso evolutivo de nuestra raza, le bast� un solo golpe de vista para percibir el gran problema: la orientaci�n nacionalista en la instrucci�n popular. A este prop�sito se dio con los m�s puros entusiasmos; �l mismo presidi� la comisi�n revisora de los planes, infundiendo a la obra los mejores empujes de su talento. "Hizo revivir en todas las formas y en todos los momentos el sentimiento genuinamente argentino; bautiz� con nombres ilustres todos los edificios escolares de la Capital; instituy� fiestas c�vicas y conmemoraciones peri�dicas de nuestro grandes ciudadanos; promovi� concursos de canciones escolares con versos de nuestros poetas y cadencias de la tierra. "Pedagogo sin pedagog�a, a la manera de los grandes hombres, puso tal pujante af�n en la obra, que los mismos que tacharon de excesiva su reacci�n acabaron por reconocer la trascendente importancia de aquel recio movimiento argentinista en la
educaci�n. Y dada la estrecha vinculaci�n de la escuela con el hogar, la propaganda repercuti� intensamente en todas las generaciones, preparando de este modo aquel soberbio estallido patri�tico del Centenario. "Dot� a Buenos Aires de un Museo Escolar, de que hasta entonces carec�a, centro de ense�anza t�cnico para los maestros y notable exponente de cultura para la Rep�blica. En la secci�n hist�rica, a la que dio capital importancia, exterioriz�base de una manera elocuente el magn�fico y eficaz resultado de sus preocupaciones de educador. "Extendi� la utilidad y ampli� el n�mero de las llamadas escuelas nocturnas para adultos y de las escuelas militares, donde el conscripto analfabeto, evadido en los primeros a�os de la escuela, se redime de su ignorancia bajo la acci�n del estado docente. "Una de sus mejores iniciativas fue, sin duda, la reglamentaci�n severa de la ense�anza particular, librada en su industria a una libertad que no consiente la misma salud moral, f�sica e intelectual de la ni�ez. "En los cuatro a�os de su gesti�n, el Dr. Ramos Mej�a desparram� escuelas a los cuatro vientos del pa�s, en las provincias, secundando con creciente eficacia la acci�n constitucional de cada estado por medio de ese maravilloso instrumento de difusi�n cultural llamado ley L�inez, que permite a la Naci�n acudir all� donde la exigencia es perentoria, y nula o escasa la influencia provincial, y en los Territorios Nacionales donde por raz�n de su despoblaci�n es m�s dif�cil el problema escolar. "So�aba con 1.500 escuelas nacionales en las provincias y con 500 en las Gobernaciones Federales; con el doble de las existentes, aqu�, en la Capital de la Rep�blica. En su constante acci�n, no cej� jam�s en su anhelo, logrando, dentro de la relatividad de los recursos que acordaban los presupuestos, disminuir en sensible curva el �ndice que la ignorancia acusaba en la iniciaci�n de su per�odo. "La casa-escuela fue otra de sus preocupaciones. Como m�dico o higienista, la quer�a amplia, ventilada y risue�a. Fund� escuelas al aire libre y para ni�os d�biles. Organiz� instituciones de seguro y cooperaci�n entre los maestros. Ampli� las funciones del cuerpo m�dico y cuid� de la higiene escolar. Desenvolvi� la biblioteca y dio vida fecunda a la revista editada por el Consejo Nacional de Educaci�n." 19. PAUL GROUSSAC: "Carlos Pellegrini", en "La Naci�n", Diciembre, 1913. 20. Entre sus obras p�stumas se cuentan "La f�sica del genio" (casi completa). "Historia contempor�nea de la Rep�blica Argentina" (de 1852 a 1906, incompleta). "La familia delirante" (estudio de patolog�a mental, casi completo). "Ensayo sobra las revoluciones sudamericanas" (fragmentos), etc. 21. Alguna vez anunci� un "Estudio sobre Sarmiento -en preparaci�n", que no alcanz� a escribir. Prefacio Las p�ginas que van a leerse forman la primera parte de un trabajo m�s completo destinado a estudiar las enfermedades de algunos hombres descollantes en nuestra vida pol�tica. He dado preferencia a las neurosis, es decir, a las afecciones nerviosas de car�cter funcional y particularmente a aquellas que han tenido mayor influencia sobre su cerebro, no s�lo por creerlas comunes entre ellos, sino tambi�n porque creo que all� deben estudiarse todas esas modificaciones profundas y a�n incomprensibles a veces, que observamos en algunos caracteres hist�ricos. Creo que este estudio es la primera vez que se emprende entre nosotros, pues no conozco trabajo alguno que considere bajo esta faz m�dica a nuestros grandes hombres; que busque en todas esas idiosincrasias morales curiosas la explicaci�n natural y cient�fica de ciertos actos que s�lo la fisiolog�a y la medicina pueden explicar. El Dr. D. Vicente F. L�pez, autor de la "Historia de la Revoluci�n Argentina", ha sido, en mi concepto, el primero en ponerse en este camino, recurriendo en cierta manera a la fisiolog�a como complemento indispensable de sus trabajos hist�ricos;
no porque haya estudiado sus caracteres a la luz de la medicina puramente, sino porque, siguiendo los preceptos de la escuela de Macaulay, ha descendido hasta la vida �ntima analizando todas esas nimiedades, todas esas puerilidades a veces tan rid�culas y horribles que tanta importancia tienen para el conocimiento anat�mico del hombre intelectual y moral. Todos esos movimientos fibrilares de la personalidad humana tienen, en este g�nero de estudios, la importancia fundamental que damos al s�ntoma en el diagn�stico de las enfermedades; es, puede decirse, la aplicaci�n del an�lisis histol�gico a los estudios morales, de ese an�lisis paciente y minucioso que por el conocimiento de lo infinitamente peque�o llega a explicarse la organizaci�n completa de lo grande, y que da cuenta de muchos procesos patol�gicos que sin su ayuda hubieran quedado envueltos en el m�s profundo misterio. Mi objeto ha sido confeccionar un libro pura y exclusivamente m�dico, dejando a otro m�s competente que yo el trabajo de sacar las consecuencias que de �l se desprenden. Para realizarlo he necesitado leer mucho, preguntando e inquiriendo m�s, porque los elementos que en este sentido pod�a ofrecerme la medicina de nuestro pa�s eran completamente nulos. Nuestros m�dicos de anta�o escrib�an poco y a no ser lo publicado en la "Gaceta de Buenos Aires", y una que otra escas�sima y mal confeccionada monograf�a, no s� que haya nada que valga la pena consultarse. El archivo m�s rico para la adquisici�n de estos datos es indudablemente la tradici�n, que es la que he consultado con m�s fruto a la par de todas esas obras hist�ricas que van en el �ndice bibliogr�fico, y de las cuales he sacado algunos datos cl�nicos de mucha importancia. La "Descripci�n de la Confederaci�n Argentina" por Mart�n de Moussy, la "Historia de la Revoluci�n Argentina" por el Dr. D. Vicente F. L�pez y la "Biograf�a del fraile Aldao" por el Se�or General Sarmiento, son las obras que m�s he revisado, las unas para la confecci�n de la primera parte, y las otras para la segunda, que vendr� despu�s. En esta primera parte, y especialmente en el Capitulo II, me he servido mucho de la "Historia de la conquista del Per�", por Prescott, que es en su g�nero el libro m�s hermoso que posee la lengua castellana, y de la "Historia de Belgrano" por el Sr. General Mitre, cuyos estudios hist�ricos sobre la �poca de la Revoluci�n e Independencia son de una valor inapreciable. De ambos he tomado p�rrafos enteros, indicando al pie el cap�tulo y la p�gina en que se hallan. Este sistema lo he seguido con todas las obras, tanto hist�ricas como cient�ficas, que cito en el curso de mi libro. Esta primera parte consta de cinco cap�tulos. El primero es una rese�a de los adelantos que ha realizado la Medicina en el estudio de la fisiolog�a y de la patolog�a del sistema nervioso, particularmente en lo que se refiere a las enfermedades mentales. En el segundo, estudio el rol de la neurosis en la historia y especialmente en la nuestra: los tres �ltimos est�n destinados, como lo indica el t�tulo del libro, a "Rosas y su �poca". La segunda parte, que aparecer� m�s tarde, contiene estudios sobre el "Dictador Francia" - "El Fraile Aldao" - "Brown" - "Echeverria" - "Monteagudo", etc�tera. Introducci�n por Vicente Fidel L�pez En sus fines, en su estilo, en su plan y en sus doctrinas, este libro es un libro de ciencia pura. Lo que basta para decir que es un libro escrito con aquella independencia viril, y franqueza de convicciones, que tiene el pensador que se ha propuesto estudiar los fen�menos de la vida social e hist�rica, sin otro m�todo que la observaci�n inmediata de los hechos naturales, y sin otra l�gica que la que resulta del encadenamiento mismo de esos hechos con las causas f�sicas (dir�amos m�s bien fisiol�gicas) que los producen en cada organismo. Si no nos enga�amos, esta es la primera manifestaci�n cient�fica que se hace entre nosotros de las aspiraciones de la Fisiolog�a moderna a estudiarse en el terreno
nebuloso, que estaba reservado hasta ahora a la Teolog�a y a la Psicolog�a. Y es muy natural que este eco vivaz y sonoro de los grandes adelantos y de las grandes aspiraciones que las Ciencias Naturales tienen en nuestro siglo, salga de uno de los alumnos de nuestra brillante Escuela de Medicina, que, por sus estudios y por sus aptitudes literarias, viene mejor preparado para ser un escritor serio. En todo el �mbito del universo, desde el insecto al hombre, desde el hombre a los astros, no hay m�s leyes ni m�s causas eficientes, a los ojos de las Ciencias Naturales, que las que rigen la "Materia". Ellas son las que ponen de acuerdo las diversas combinaciones de los �tomos que forman la pasmosa "variedad" de los organismos, en los g�neros, en las especies, en las familias, en los individuos, con la grande "unidad" de la vida universal, reatando la libertad con el orden, la originalidad con la regla, la individualidad con el tipo y el tipo con lo absoluto. As�, a medida que las que antes se llamaban "ciencias morales", y cuyos hechos no pod�an ser observados directamente, se van quedando reducidas a defenderse, la Fisiolog�a -ayudada por las dem�s "ciencias naturales" que observan directamente, como ella, la materia y sus funciones, y de la "ciencia del lenguaje", que es el v�nculo inmediato de la materia organizada con la "palabra"-, invade audazmente todo el terreno en que antes dominaban la Teolog�a y la Psicolog�a; y va haciendo que la Naturaleza "natural" (si me es permitido decirlo con contraposici�n de la naturaleza "teol�gica") sea la �nica Revelaci�n aceptada y constante con que se puedan adquirir verdades comprobadas. La doctrina, pues, de la evoluci�n general y continua de los organismos, y la de cada organismo en particular, tiende necesariamente a hacer desaparecer de las creencias humanas la idea de las intervenciones anormales, caprichosas y voluntarias del poder divino, porque ella no reconoce m�s causa actuante que la Ley Natural, eterna e inconmovible, permanente y absoluta como su autor, a quien Plat�n y Plutarco llamaban el Grande Arquitecto del Universo. Nada puede, pues, sobrevenir por actos propiciatorios, o por actos administrativos del momento que bajo todos los aspectos ser�an contradictorios de la omnisciencia y de la omnipotencia natural o divina, y por consiguiente, delante de la prepotente quietud de la vida absoluta, de la silenciosa rigidez con que todo se realiza bajo la acci�n de las leyes naturales que constituyen el �tomo, y que lo combinan en los organismos y en sus evoluciones, los cultos propiciatorios, aquellos que tienen por objeto hacer creer que Dios tiene sacerdotes en la tierra para acordar favores y beneficios con un �nimo parcial y humano, quedan relegados entre las invenciones puras de la imaginaci�n y de la ignorancia humana; y sirven s�lo para hacer las historias de los progresos sociales, que no son en s� mismos sino evoluciones tambi�n de la vida, como la de los organismos, para subir la cadena de las conquistas de la Raz�n, y para pasar de lo imperfecto a lo m�s perfecto. El culto deja entonces de ser adoraci�n para convertirse en idea, en convicci�n, en ciencia y en simple admiraci�n del orden universal. Los que en nombre de la teolog�a declaman contra la doctrina de las evoluciones, como si al acusarla de "materialismo" hubiesen concretado sobre ella todas las circunstancias de lo criminal y de lo abyecto, no se han fijado siquiera en que la palabra "materia" significa "maternidad", porque viene de "mater"; y que todos sus ataques recaen sobre este sublime sentido con que la Naturaleza se ha revelado a los hombres, en esa palabra, desde los primeros or�genes del lenguaje humano. Las doctrinas "materiales" no son pues otra cosa que doctrinas "maternales"; y dif�cil ser�a que bajo este punto de vista, que es el �nico posible en que se puede tomar la controversia, pueda nadie justificar sus ataques contra la doctrina de las evoluciones en el seno de la "madre" universal: "la materia". Podr� disputarse, si la maternidad de la naturaleza envuelve o no la "maternidad del esp�ritu": si las manifestaciones, del ser organizado, en la palabra y en el pensamiento, son o no simples funciones del organismo, o son manifestaciones de un otro ser diverso in�tilmente incorporado a la materia. Pero de ninguna manera podr� desconocerse que la materia maternal constituye, por s� sola, el "conjunto" de los �rganos que
funcionan, el conjunto de las fuerzas que operan, y el de los agentes que le dan movimiento y vida de acuerdo con la especialidad de cada grupo, con la idiosincrasia de cada individuo, y con las leyes generales de su tipo. No hay, pues, c�mo desconocer que, para la Ciencia, no existe entre Dios y el hombre, m�s intermediario que la materia misma: que, fuera de ella, nada puede ser observado, comprobado o justificado por los hechos y por la observaci�n: "in e� vivimus et movemur". Y como es el �nico intermediario absoluto e inconmovible de lo particular con lo general, ella tiene leyes inmanentes, que nadie, en el cielo o en la tierra, puede alterar o eliminar; as� es que la Ciencia no puede tampoco admitir, como comprobada y racional, m�s acci�n directa sobre lo creado que la de esas leyes fijas que constituyen la existencia y las funciones de la materia organizada, en virtud de las cuales ella evoluciona eternamente, combin�ndose en distintas formas, pero sin alterarse en su esencia fundamental. Perm�tasenos ahora decir que sobre esa base, aceptada y elaborada por el autor, es sobre la que las Ciencias Naturales van construyendo sus trabajos y sus estudios, cada d�a con mayor solidez y con mayor �xito. La Geolog�a nos hace ya la historia de la Creaci�n de la Tierra registrando sus capas m�s profundas y sometiendo al an�lisis qu�mico los elementos y las aptitudes con que ella ha engendrado y sustentado la vida de las especies vegetales y animales que la han poblado en sus edades sucesivas. Los Astros son hoy analizados en el laboratorio como los seres m�s humildes que se arrastran por nuestro suelo. La Antropolog�a nos revela la serie de las evoluciones org�nicas del hombre. Y si ese mismo m�todo se aplica a la vida de relaci�n, a lo que llamamos la vida social, nuevos y vastos horizontes se abren al estudio de la historia pol�tica, haciendo entrar en �l el an�lisis y la observaci�n de los g�rmenes f�sicos, de que depende el car�cter de los pueblos y el de los actores; de modo que tomando con las pinzas delicadas del naturalista aquellos elementos depositados en el seno oscuro de la organizaci�n f�sica, se puede determinar el motivo y la raz�n de los actos de cada hombre influyente, y el de su raza, dado el "medio ambiente" de su tiempo y de su pa�s. Si no nos enga�amos, el libro de D. Jos� Mar�a Ramos Mej�a, a cuyo frente van estas breves consideraciones, es un ensayo que "aspira" a hacer entrar nuestros estudios sociales en esta v�a esencialmente cient�fica y nueva entre nosotros: y decimos que "aspira", porque no podemos decir que haya tratado tan grave asunto en toda su latitud, ni con aquellos detalles que habr�a requerido tener para que hubiera quedado hist�ricamente completo. En primer lugar, el estudio de nuestros hombres de Estado de la �poca revolucionaria, hecho en ese sentido, requer�a datos numerosos y bien registrados de que carecemos. Nuestros m�dicos no hab�an adoptado todav�a el h�bito de llevar registros de las enfermedades que trataban, estableciendo los antecedentes que las engendraron, y las causas que concurrieron a su desarrollo, tomadas en la vida, en las emociones, en las pasiones y en el temperamento de los enfermos, bajo el influjo de los sucesos con que se rozaron. De modo que el autor se ha encontrado en una dificultad insuperable para tratar su asunto con toda su latitud y con el esmero que sus estudios cient�ficos y literarios lo habilitaban para darle. En cambio, tenemos la base de un libro precioso y de ciencia verdadera; y como su autor, adem�s de ser joven, est� pose�do del fuego sagrado con que los esp�ritus elevados saben sacrificar la vida y el tiempo a la satisfacci�n de servir a los procesos y a la civilizaci�n de su patria, es de esperar que andando el tiempo, y adelantando sus investigaciones, los hechos se vayan acumulando en la mano del escritor, y llegue al fin a dar una forma completa y concluyente a sus estudios. Nada puede emprenderse de m�s �til ni de mas serio. Una vida entera contra�da a esa labor, no ser�a un sacrificio demasiado pesado, con relaci�n a la gloria y a los aplausos que ella merecer�a. Bahegot, que es sin disputa uno de los pensadores m�s sagaces y m�s profundos de nuestro siglo, dice con mucha oportunidad, en su libro sobre la constituci�n inglesa, que dentro de la historia de la civilizaci�n no hay ninguna "�poca pura"; ning�n siglo en que el reba�o humano pueda ser tomado como un conjunto homog�neo de seres: porque el residuo enorme, que, al andar de los tiempos, va quedando en
las nuevas combinaciones de la materia social, sigue perdurando en las diversas capas que forman el conjunto, m�s o menos inerte, m�s o menos petrificado, m�s o menos representado por la parte f�sil y por el individuo que perdura todav�a al ir desapareciendo la especie, como sucede en las capas zool�gicas de la tierra; de manera que en esta evoluci�n lent�sima de la materia humana organizada e hist�rica, cada siglo contiene incrustado en su enorme cuerpo un inmenso residuo que reproduce, en su capa respectiva, la vida, las creencias, los errores y las preocupaciones de esos siglos anteriores que el vulgo tiene por olvidados y por ahogados en los senos inconmensurables de la Eternidad. Sin tomar, agrega, para hacer la experiencia concluyente de esta verdad, otro ejemplo que la casa misma del Lord m�s progresista y m�s liberal de la Inglaterra, y con s�lo estudiar su composici�n desde la cabeza, y sus eminentes relaciones hasta los oficios intermediarios de su domesticidad, y desde �stos hasta los m�s bajos de los que contribuyen a su lujo y a su comodidad, se encuentran, en el peque�o recinto de la familia, los hombres de muchos siglos diversos en los h�bitos, en las aptitudes y en las creencias; y f�cil le ser�a a cualquiera encontrar el individuo que moralmente est� en el siglo V de nuestra �poca, el que est� en los siglos del paganismo romano (de los que en Irlanda, en Espa�a y en las naciones del Norte hay por millones), y el que, ascendiendo la serie de los progresos, vive en todas las luces del presente. Si, pues, en una sola casa se encuentra esta serie encadenada de entidades morales, f�cil es presumir y comprender el mismo fen�meno en el cuerpo total de una naci�n moderna, y mucho m�s en el conjunto de los pueblos civilizados. Esta observaci�n, de suyo tan sagaz como exacta, debe bastar para darnos una idea de lo que son las evoluciones del esp�ritu para poder colocar el libro del se�or Ramos Mej�a en la esfera y en el punto de vista que le corresponde. El pertenece en verdad a los trabajos de iniciaci�n y de bravura con que se acometen las empresas aventuradas. Afili�ndose a las l�neas m�s avanzadas del progreso cient�fico, toma el puesto que conviene a su esp�ritu despreocupado y vigoroso, para tomar su parte en las luchas que van haciendo evolucionar las sociedades civilizadas, y desprendi�ndolas, cada d�a m�s, de sus or�genes en las civilizaciones antiguas. Pero, para comprender la obra de los tiempos en que estos actos valerosos se operan, recordemos tambi�n, que si bien la Fisiolog�a y la Antropolog�a, la Geolog�a y la Astronom�a van desentra�ando las verdades que estaban ocultas en el vasto seno de la naturaleza, tenemos a nuestra vista obrando todav�a con un vigor incuestionable, las creencias que ya eran viejas en el tiempo de Sol�n y de Pit�goras, y la inmaculada Concepci�n, parada sobre la Luna Nueva, es todav�a un culto propiciatorio, como el de "Diana Artemisa", y un objeto de fanatismo para las ocho d�cimas partes de los pueblos que se llaman civilizados. Nuestro �nimo, al entrar en estas consideraciones, necesariamente superficiales por su misma brevedad, no es otro que el de concretar las ideas y los principios del autor, seg�n los hemos comprendido, para ponerlos delante de todos aquellos sobre quienes los adelantos de la ciencia y las tendencias de la civilizaci�n moderna ejerzan su natural influjo. Ni predicamos, ni juzgamos: nos basta compendiar: y a los que se encuentren inclinados a entrar en esa v�a, les dir�amos con San Pablo: "abjiciamus opera tenebrarum, et induamur arma lucis", porque ese es un campo de lucha y de combate para muchos siglos todav�a. A los otros, a los que no tengan aquellas curiosidades, a los que se figuren que en las esferas del pensamiento y de la conciencia hay algo superior a la Ciencia pura: a los que crean que la ciencia puede o debe acatar otras autoridades que la Raz�n misma, no tenemos que decirles sino estas pocas palabras: no abr�is estas p�ginas, que son impropias para el letargo en que pas�is tranquilos vuestra vida. La tolerancia no nos permite inquietar vuestra conciencia; pero no juzgu�is tampoco lo que no es de la vuestra sino de la ajena. Teniendo el lector en su mano el libro de que hablamos, nos parece in�til entrar en una exposici�n m�s o menos prolija de su contenido. La obra es esencialmente "m�dico-social", si es que se puede decirlo as�, y marca un grado m�s alto de la Ciencia, que, en mi concepto, comienza a fluir en la Medicina Legal, y que tiende
evidentemente a elevar y generalizar los trabajos parciales de esta �ltima rama de la Fisiolog�a M�dica. Nos ha llamado la atenci�n, y la recomendamos a los lectores reflexivos de este libro, la teor�a de las "localizaciones cerebrales". La exquisita claridad y la mano firme con que el autor la condensa, justific�ndola con una vasta y escogida erudici�n, demuestra a todas luces la competencia de sus estudios y la convicci�n con que ha incorporado a su mente el resultado de los m�s nuevos descubrimientos hechos en tan ardua materia. Dice el autor que seg�n ellos el enc�falo no es un "�rgano homog�neo, sino una confederaci�n constituida por �rganos diversos". Haciendo una salvedad por nuestra incompetencia en la materia, nos permitir�amos, sin embargo, disentir, o m�s bien, corregir el concepto en lo que nos parece tener de incorrecto. Creemos que el enc�falo es una "masa homog�nea de �rganos correlativos", o m�s bien dicho, un "sistema de �rganos homog�neos" por su materia y por el car�cter de sus funciones, que operan sobre el mismo orden de hechos con "diversa localizaci�n" y con "diversa aptitud". Nos parece que la homogeneidad de la materia y de las funciones del enc�falo no se puede negar. Con esto s�lo basta para que comprendamos que estamos delante de un libro franca y valientemente escrito en el sentido de la "Ciencia y de la Moral Positiva"; y decimos de la "Moral", con intenci�n; porque todos sabemos que el joven autor es un modelo de honorabilidad y de virtudes: lo que prueba que la ciencia pura no s�lo no altera en nada las leyes del proceder, sino que las afirma en el car�cter y en la reflexi�n. Entrar en otros detalles sobre la parte hist�rica con que el autor justifica las bases de sus diagn�sticos cerebrales, ser�a exponer lo que est� expuesto en el libro mismo, o entrar en un juicio cr�tico que estar�a mal en este lugar. Nos permitiremos, sin embargo, indicar el deseo que nos ha venido, al hacer esta lectura, de que su autor d� en adelante mayor extensi�n a la parte en que se trata de las influencias morales sobre los organismos. A nuestro modo de ver hay reversi�n, "cambio de valores", diremos as�, entre ambas entidades. La constituci�n �sea del cr�neo humano y del de los animales y por consiguiente el volumen y las formas del enc�falo, evolucionan bajo el influjo de cada civilizaci�n, y progresan "materialmente" tomando formas "sucesivas adecuadas a las funciones diversas de la civilizaci�n en que viven" y en que se desarrollan. Por m�s sabio que sea un Brahma, no se har� jam�s de �l un profesor o un catedr�tico europeo a la manera de M�ller o de Cousin. "Faltan" o "sobran" en el uno y en el otro las aptitudes respectivas; y por consiguiente, faltan o sobran los �rganos de la funci�n social requerida. Este es un hecho que se puede generalizar en todos sentidos. Diremos ahora algo sobre nosotros mismos, para que nadie extra�e nuestra aparici�n al frente de este libro. Si no hubi�semos tenido que acceder a un deseo amistos�simo del joven autor, nos habr�amos guardado de opinar, ante la publicidad, sobre una materia a la que somos ajenos, y en la cual no tenemos m�s caudal que algunas lecturas hechas con atenci�n, pero sin sistema, sin prop�sitos determinados, y s�lo por simple curiosidad o por el deseo de conocer los rumbos de la ciencia moderna. As� es que tenemos que repetir, al terminar lo que ya hemos dicho antes: ni predicamos ni nos declaramos solidarios de las ideas del autor: hemos expuesto el valor de las doctrinas que profesa d�ndoles un m�rito que les da su escuela, con la simpat�a que nos inspira su amistad y su �xito. Si de otro modo hubiese sido, y si hall�ndonos con fuerzas propias hubi�semos resuelto presentar al p�blico la cr�tica del libro de que se trata, no hubi�semos sido tan parcos, como creemos haberlo sido, en los elogios que merece la competencia y el talento de un joven que, desde tan temprano, hace tales adelantos a la gloria literaria de su patria y a la consolidaci�n definitiva del esp�ritu cient�fico en nuestra Escuela de Medicina. V. F. L�pez Buenos Aires, Octubre 24 de 1878.
A la memoria de mi abuelo FRANCISCO RAMOS MEJ�A Al C�rculo M�dico Argentino Testimonio de profundo respeto
PRIMERA PARTE Rosas y su �poca I. Los progresos de la psiquiatr�a moderna La profec�a maravillosa de Voltaire se ha cumplido. No era posible resolver el problema del alma hasta que la anatom�a no hubiera penetrado en la constituci�n �ntima de esa pulpa divina que palpita bajo la c�pula del cr�neo. Lo que �l llamaba la Anatom�a es hoy la Biolog�a, ciencia de horizontes vast�simos que, principiando esa larga y gigantesca labor, "ha hecho menos oscuro aquel intrincado problema, tendiendo a resolver lo que posee de m�s esencial". Esos monumentales trabajos que tienen por objetivo exclusivo la interpretaci�n clara del mecanismo encef�lico, se comprenden hoy en una escala extens�sima, con una paciencia que asombra, con un resultado que avasalla y deslumbra a los esp�ritus m�s teol�gicos. Numerosos puntos oscuros del funcionamiento cerebral, que hace pocos a�os eran un misterio inabordable, son ya hoy nociones claras y casi axiom�ticas de la fisiolog�a que presta a la medicina pr�ctica un contingente inapreciable revelando la filiaci�n complicada de muchas enfermedades. Las �pocas "teol�gica" y "metaf�sica", diremos, adoptando la terminolog�a de Augusto Comte, han pasado felizmente; los trabajos de Charcot, Claudio Bernard, Benedikt, Volkman y otros, inician con sus revelaciones la "edad positiva" de la ciencia m�dica, singularmente en esta rama importante que abraza el estudio de los centros de inervaci�n. La idea de las localizaciones funcionales en el cerebro hab�a sido abandonada. Flourens, resumiendo los principios de la fisiolog�a de su �poca, hab�a dicho que la sustancia cerebral era inexcitable y homog�nea en su funcionamiento, puesto que una parte relativamente m�nima parec�a suficiente para reemplazar las funciones del todo. A pesar de los trabajos de Broca, Bouillaud, Longet, Jackson, la patolog�a no parec�a seguir adelante, cuando en 1870 los estudios de Fritsch e Hitzig hicieron cambiar la faz de la cuesti�n, demostrando que ciertas regiones de la superficie cerebral respond�an a las excitaciones el�ctricas y que esta excitaci�n se traduc�a por movimientos parciales y diferentes seg�n se excitara tal o cual regi�n. Las ideas de Flourens y de los fisi�logos de su tiempo estaban destruidas, y la fisiolog�a del enc�falo tomaba otro nuevo aspecto. Despu�s vinieron en comprobaci�n de esta tesis nuevos trabajos de Hitzig, y bien pronto Ferrier, Carville, Duret, Lepine y Charcot, dieron un impulso poderoso contribuyendo a descifrar esta misteriosa inc�gnita. Las localizaciones cerebrales -dice el profesor Charcot- est�n fundadas sobre la idea de que el enc�falo no es un �rgano homog�neo sino una asociaci�n, o mejor dicho, una confederaci�n, constituida por un cierto n�mero de �rganos diversos. A cada uno le est�n encomendadas fisiol�gicamente propiedades, funciones, facultades distintas; en el orden patol�gico -agrega el profesor de la Salp�tri�re- la lesi�n de cualquiera de ellos se revela por s�ntomas particulares, resultantes de una perturbaci�n sobrevenida en el ejercicio de estas propiedades, de estas funciones
especiales. Es esto lo que hace posible el diagn�stico regional de las afecciones encef�licas, ideal hacia el cual tienden todos los esfuerzos de la cl�nica moderna [1.] . Los experimentadores, como Ferrier y otros, hab�an buscado la luz en la experimentaci�n verificada en animales, olvidando, seg�n Charcot, que es en el hombre en quien es preciso ir a buscarla, pues el hombre, seg�n �l, se aleja bajo muchos puntos de vista, con respecto a las funciones de los centros nerviosos, de los animales m�s elevados de la escala zool�gica. Por lo que a �stos respecta, los resultados de la experimentaci�n m�s ingeniosa y mejor dirigida no pod�an suministrar sino presunciones m�s o menos fundadas y no una demostraci�n absoluta. Por esto es que �l ha fundado su escuela sobre la observaci�n cl�nica, paciente y constante, medio que, aunque tard�o, promete resultados m�s seguros. Alej�ndose de los experimentadores que pretenden establecer la escuela de las localizaciones motrices sobre la base casi exclusiva de la experimentaci�n, Charcot ha buscado fundarla sobre la observaci�n del enfermo, comprobando despu�s de la muerte las alteraciones del movimiento observadas durante la vida. Un n�mero de hecho cl�nicos bastante numerosos le permite hacer frente a sus adversarios que le atacan con violencia y en cuyas filas se descubre la figura siempre respetable de Brown-S�quard. Luys combate tambi�n la doctrina de las localizaciones, haciendo notar que no hay ejemplo aut�ntico de lesi�n cerebral que haya producido una par�lisis directa. Al contrario, presenta algunas planchas fotogr�ficas de atrofia de los l�bulos cerebrales, de los cuerpos estriados, de las capas �pticas, observadas en un amputado a los quince o veinte a�os de verificada la operaci�n. Despu�s, el descubrimiento de la sensibilidad de la "dura madre", hecho por Rochefontaine, parece traer otro argumento poderoso en contra de la doctrina de las localizaciones. Ha comprobado este observador que rascando ligeramente la superficie de esta membrana al nivel de la parte media de uno de los hemisferios, los p�rpados de este costado se cierran y el movimiento se propaga a los miembros del mismo lado; y haciendo m�s viva la irritaci�n, llegan hasta producirse verdaderas convulsiones generales m�s intensas. Resulta de esto que la irritaci�n mec�nica de la "dura madre" se trasmite por continuidad a m�s o menos distancia, seg�n su intensidad, sin el intermedio de la sustancia gris o blanca subyacente que hab�a sido quitada de antemano. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que la escuela de Charcot se sostiene con vigor y que unos y otros van iluminando con sus descubrimientos, diarios puede decirse, las funciones del enc�falo. Brown-S�quard, Luys, Rochefontaine, Carville, Ferrier, etc., han hecho ya menos confuso aquel d�dalo profundo, a punto de que parte de su mecanismo �ntimo nos es casi del todo conocido. Se busca con ah�nco sus secretos, empleando todos los medios admirables de investigaci�n con que cuenta la Biolog�a moderna para hacer hablar aquella esfinge que ha guardado por tanto tiempo un silencio desesperante. S�lo la localizaci�n del lenguaje ha merecido en esta �ltima d�cada estudios curios�simos, suscitado controversias ardientes, hasta que por fin los trabajos de muchos observadores, particularmente de Paul Broca, el venerable fundador de la Antropolog�a moderna, han dejado casi resuelta la cuesti�n. Bouillaud, levant�ndose hasta las nubes con sus concepciones atrevidas, con sus intuiciones prof�ticas, lanzaba, quiz� el primero, una interpretaci�n juiciosa y madurada al calor de su larga y envidiable experiencia: en 1825 declaraba, fund�ndose en la anatom�a patol�gica, que la p�rdida de la facultad del lenguaje encontr�base siempre religada a lesiones materiales del l�bulo anterior de uno o ambos hemisferios cerebrales; que en ciertos casos las lesiones de la palabra depend�an de la imposibilidad en la ejecuci�n de los movimientos coordinados o coasociados necesarios a la articulaci�n del lenguaje; que en otros, las perturbaciones depend�an de una lesi�n del �rgano de las palabras y no del acto de su pronunciaci�n, de donde resultaba que exist�a en los l�bulos cerebrales otro centro sin la cooperaci�n del cual no pod�a ejecutarse el lenguaje. M�s tarde Dax sosten�a que el �rgano de la palabra era �nicamente el hemisferio izquierdo, hasta que de una manera definitiva, y apoy�ndose en numerosas observaciones, lo fijaba Broca en la tercera
circunvoluci�n izquierda, admitiendo la ley de los �rganos supletorios, en virtud de la cual, cuando el hemisferio izquierdo est� lesionado el derecho le reemplaza en sus funciones. Los estudios de Kussmaul, seg�n el cual la integridad de las s�labas parec�a depender de la regularidad funcional de los n�cleos motores de la m�dula oblongada; los de Jaccoud que buscaba en otro tiempo el centro de la articulaci�n de las palabras en las "olivas", localizando la coordinaci�n de los movimientos de las mismas en el sistema conmisural cerebelo-bulbar; los de Voisin, de Meynert y de Carville, han llevado adelante este g�nero fecundo de observaciones. En este sentido se han realizado los m�s grandes adelantos de la fisiolog�a normal y patol�gica del sistema nervioso, constituyendo para muchos de esos grandes sabios el objetivo predilecto de todos sus estudios, de todos sus desvelos. Es que en todos los tiempos -como lo observa Luys- estos estudios han llamado vivamente la atenci�n de los hombres de ciencia. Es que no s�lo se ven impulsados por el deseo instintivo de penetrar los secretos �ntimos de la organizaci�n de los elementos anat�micos, sino que se encuentran dominados por esa atracci�n inconsciente que arrastra al hombre hacia las regiones inexploradas de lo desconocido, hacia esos lugares misteriosos en que se elaboran en silencio las fuerzas vivas de todas nuestras actividades mentales y en donde se oculta tenazmente la soluci�n de esos eternos problemas de las relaciones de la organizaci�n f�sica del ser viviente con los actos de su vida ps�quica e intelectual [2.] . Larga es la historia de estos combates silenciosos, dados dentro de las cuatro paredes de un laboratorio humilde, como el que oy� las primeras palabras que balbuceara la anatom�a por boca de Vesalio, de Vieussens y de Fabricio. Generaciones enteras de sabios han pasado a�o tras a�o, consumi�ndose en medio de una noche que parec�a eterna, y s�lo de poco tiempo a esta parte la organizaci�n de los centros de inervaci�n ha principiado a revelar sus secretos inescrutables, interrogados por la curiosidad agresiva de este ni�o hecho gigante que se llama la fisiolog�a moderna. Ya siglos atr�s se cre�a, es verdad, que el cerebro era el �rgano de la inteligencia y de la voluntad; pero esta noci�n, como observa muy bien el sabio catedr�tico de la Escuela de Alfort, era m�s bien hija del instinto que de una demostraci�n dada por la experiencia y la observaci�n de los hechos. La experimentaci�n bien dirigida ha probado despu�s, perentoriamente, que ese sue�o de la fisiolog�a embrionaria es hoy una hermosa realidad. El cerebro es el sitio de las facultades instintivas e intelectuales, y el m�stico espiritualismo de los psic�logos del Instituto tiene forzosamente que inclinarse ante estas llamaradas de luz que le env�a la ciencia moderna engrandecida con el trabajo de pocos a�os. La sangre es el elemento material y tangible que hace vivir, anima y sensibiliza ese obrero incansable que se llama la c�lula y que participa de todos los fen�menos generales de la vida de las dem�s c�lulas; los animales decapitados quedan privados del funcionamiento cerebral, pero as� que restituimos artificialmente el elemento nutritivo indispensable, por medio de inyecciones de sangre desfibrinada, a la manera que lo practicaba Brown-S�quard, la c�lula revive bajo la acci�n de su est�mulo habitual, los signos de la vida reaparecen como por encanto y la cabeza del animal en experiencia, vivificado moment�neamente, manifiesta los signos inequ�vocos de una percepci�n consciente de las cosas exteriores [3.] . La continuidad de la irrigaci�n sangu�nea es la condici�n "sine qua non" del trabajo regular de las c�lulas cerebrales y es a expensas de los jugos filtrados por las paredes de los capilares, que se alimentan y reparan continuamente las p�rdidas sobrevenidas en su constituci�n integral. Gracias a este ambiente exuberante que la rodea, la c�lula renueva de una manera continua los elementos de vida, pudiendo hacer frente a las p�rdidas enormes que tiene, particularmente en aquellos cerebros dotados de una actividad exagerada. El trabajo del �rgano de la inteligencia se revela en la composici�n de la orina, por el f�sforo que en diversos estados manifiesta el an�lisis qu�mico. Byansson ha demostrado que toda c�lula cerebral que funciona gasta sus materiales fosforados y
que estos productos de la actividad mental, como las excreciones fisiol�gicas naturales, se arrojaban fuera del organismo, pasando a la orina al estado de residuos y bajo la forma de sulfatos y de fosfatos; de manera que por este procedimiento sencillo se puede qu�micamente dosar el trabajo cerebral verificado en un tiempo dado [4.] . Pero esto no debe sorprendernos, porque hay algo m�s admirable todav�a. La ciencia no se ha contentado con averiguar �nicamente la relaci�n que existe entre la actividad de los fen�menos cerebrales y las p�rdidas de su propia sustancia; ha querido ir m�s lejos, interrogando a la F�sica sobre los fen�menos que en este orden pasan en las profundidades de aquel �rgano. Estudiando las modificaciones f�sicas apreciables que presenta la sustancia encef�lica en actividad, ha notado que ese trabajo �ntimo se revela por signos sensibles bajo la forma de un desprendimiento m�s acusado de calor: el cerebro, como el m�sculo en acci�n, manifiesta su potencia din�mica por un calentamiento local apreciable con la ayuda de ciertos instrumentos. Un autor norteamericano, el Dr. Lombard, de Boston, ha sido el primero que ha hecho estos experimentos por medio de aparatos termoel�ctricos muy precisos, publicando sus resultados en los "Archivos de Fisiolog�a Normal y Patol�gica". M�s tarde Schiff los ha complementado, obteniendo mayor exactitud por medio de aparatos termosc�picos de una sensibilidad extrema, interrogando directamente la sustancia cerebral en el momento en que entra en conflicto con las incitaciones exteriores y determinando, por este curios�simo medio de an�lisis, cu�les eran los grados de elevaci�n de temperatura que el cerebro era capaz de desarrollar en sus operaciones [5.] . Mach, siguiendo esta corriente de ideas, ha determinado comparativamente el tiempo preciso para que una impresi�n sensorial cualquiera, se convierta en el enc�falo en una determinaci�n motriz. Donders, con la ayuda de aparatos registradores sumamente ingeniosos, ha llegado hasta introducir una anotaci�n precisa de ciertos fen�menos de la actividad cerebral. Despu�s de la publicaci�n de su obra monumental sobre "El sistema cerebroespinal", coronada por la Academia de Ciencias, Luys ha publicado otro precioso libro titulado "El Cerebro y sus funciones", en el que resume sucintamente su sistema anatomo-fisiol�gico, sobre este �rgano. En �l, el m�dico de la Salp�tri�re da una idea exacta del estado de nuestros conocimientos sobre estas fundamentales cuestiones, mostrando que todos esos actos, al parecer inmateriales, como la atenci�n, el juicio, las ideas, etc., est�n �ntimamente sujetos a la actividad de las c�lulas y fibras nerviosas del cerebro. Esto es lo que en la actualidad parece acercarse m�s a la verdad. La fisiolog�a moderna abunda en pruebas y cada d�a se hacen m�s claras estas nociones que, en otro tiempo, debido a la falta lamentable de elementos de investigaci�n, no pasaban de simples concepciones te�ricas, de hip�tesis a estudiar. Los alienistas son tal vez los que mejor han aprovechado estas adquisiciones, no vi�ndose ya obligados a recurrir a fuerzas ocultas, a entidades imaginarias y casi inconcebibles, para la explicaci�n de ciertos fen�menos que tienen lugar en la esfera del dinamismo encef�lico. La fisiolog�a patol�gica del delirio -por ejemplo- se comprende f�cilmente con el conocimiento exacto de las propiedades que poseen los elementos anat�micos de la sustancia cortical. En las c�lulas de la capa m�s superficial afectas a la inteligencia -dice Poincar�- se ha reconocido un automatismo fisiol�gico, en virtud del cual les es dado entrar en acci�n de un modo espont�neo y sin el est�mulo funcional inmediato de las sensaciones, evocando impresiones, percepciones y juicios formados en otro tiempo y conservados virtualmente al estado de recuerdos. Este automatismo espont�neo de la inteligencia se manifiesta en un grado relativamente remiso en el estado normal; m�s cuando por cualquier influencia morbosa, determinadas c�lulas cerebrales entran en eretismo patol�gico, su actividad funcional se multiplica extraordinariamente y el orgasmo de que se hallan pose�das se comunica a las inmediatas, hasta un radio m�s o menos grande. Entonces cesa la armon�a en las operaciones intelectuales y este desorden constituye el car�cter m�s culminante del delirio [6.] . Este es el proceso del delirio general o difuso. El delirio circunscrito o
sistematizado se explica porque el eretismo iniciado en algunas c�lulas cerebrales, se propaga a corta distancia y por consiguiente s�lo un corto n�mero, las que est�n m�s pr�ximamente relacionadas con aquellas en donde se origin� la alteraci�n primitiva participan de la irritaci�n morbosa. La "par�lisis general" ha sido en estos �ltimos tiempos objeto de estudios completos debidos a Voisin, el autor de las "Lecciones Cl�nicas sobre las enfermedades mentales"; a Magnan, que ha reunido en un precioso volumen todas las memorias publicadas principalmente en los "Archivos de Fisiolog�a", y que ha sido uno de los primeros en demostrar que la lesi�n habitual en la par�lisis general consiste en una encefalitis intersticial difusa y generalizada. Clouston ha hecho un trabajo completo sobre las perturbaciones de la palabra en los locos, estudi�ndolas no s�lo en la par�lisis general sino tambi�n en la epilepsia, en la demencia senil, etc., atribuyendo el mutismo que se observa en los melanc�licos a una inhibici�n o entorpecimiento de los centros motores del lenguaje. Kelp, abandonando los adultos y concentrando su atenci�n en las otras edades de la vida, ha estudiado la locura en los ni�os y publicado varios casos curiosos de psicosis infantil, deduciendo que la enajenaci�n mental es en ellos menos rara de lo que generalmente se piensa. Kelp cree poder afirmar que muchos casos escapan a la observaci�n m�dica, sea porque las perturbaciones ps�quicas pasan desapercibidas o son consideradas como una simple debilidad intelectual, sea porque concluyen habitualmente en el idiotismo, t�rmino a que por desgracia llegan m�s r�pidamente los ni�os que los adultos. Las diversas formas de enajenaci�n mental, y particularmente la melancol�a, han sido objeto de trabajos completos como los de Voisin, Christian, Bigot, Foville, que las han analizado bajo todas sus faces, sacando conclusiones pr�cticas de suma importancia. Las alteraciones del sistema cut�neo, las perturbaciones ps�quicas de la epilepsia, el diagn�stico, el tratamiento y particularmente la patogenia de las frenopat�as, han recibido un impulso considerable en estos �ltimos a�os. Nada puede resistir a este esp�ritu de progreso que nos empuja. Es una corriente impetuosa que va por d�as engrosando su cauce, ensanchando sus horizontes, ampliando sus planes, hasta hace muy poco reducidos y estrechos por exigencias ineludibles. Hasta el tecnicismo cl�sico ha cambiado alter�ndose, mortific�ndose bajo la acci�n de este impulso ben�fico. Ha sufrido ampliaciones y restricciones saludables, impuestas por el conocimiento exacto y claro de las cosas. La palabra "neurosis", que antes ten�a una acepci�n tan vaga y general, est� hoy m�s circunscrita y el n�mero de enfermedades que abraza es mucho m�s restringido por consecuencia. No hace mucho, casi todas las afecciones nerviosas era comprendidas en esta clasificaci�n arbitraria, pero despu�s que la fisiolog�a patol�gica y particularmente la histolog�a, han mostrado en las intimidades del tejido lesiones materiales ocultas a la simple vista, muchas de las llamadas neurosis han dejado de serlo, entrando en el n�mero de las que reconocen como causa eficiente una lesi�n nutritiva. La "par�lisis esencial de la infancia", que Rilliet y Barthez incluyeron en este grupo, porque en algunos casos y despu�s de un examen minucioso no hab�an podido comprobar lesi�n alguna en el cerebro y en la m�dula, est� ya eliminada gracias a los trabajos de Cornil, de Laborde, de Charcot y de Damaschino. La "par�lisis agitante", es otra de las afecciones que tiende, debido a nuevos estudios histol�gicos, a separarse tambi�n, a pesar de que, como dec�a Charcot en 1868, sus lesiones materiales no han sido todav�a precisadas. Tal ha sucedido con otros procesos an�logos cuya filiaci�n nos ha revelado el microscopio, arranc�ndolos al grupo de esos estados tan vagos e indeterminados que llamamos neurosis. Sin embargo, la clasificaci�n subsiste todav�a y lo comprendemos, porque a�n hay ciertas enfermedades nerviosas que al parecer dependen, no de una lesi�n material, sino de perturbaciones puramente din�micas. Las enfermedades que Cullen defin�a como "afecciones contra natura del movimiento y del sentimiento, sin fiebre y sin
lesi�n local", forman, como dice Marc�, un grupo provisorio �nicamente, mal definido, destinado a sufrir importantes modificaciones y tal vez a desaparecer a medida que la anatom�a patol�gica haga nuevos progresos. Las "neurosis", que en el estado actual de la ciencia pueden definirse como afecciones que tienen por car�cter distintivo una perturbaci�n funcional sin lesi�n perceptible en la estructura material del centro encef�lico y sus dependencias, se dividen, seg�n Hardy y Behier, en convulsiones, neuralgias, par�lisis y vesanias, presentando algunos rasgos comunes que hasta cierto punto las hacen inseparables las unas de las otras. Las vesanias afectan la inteligencia, las neuralgias m�s particularmente la sensibilidad, mientras que, al contrario, las par�lisis musculares, las afecciones convulsivas, como la epilepsia, la histeria, la corea, afectan m�s especialmente a la motilidad [7.] . Los signos que las distinguen de los dem�s grupos de enfermedades, son: la falta de fiebre, aun cuando como lo observa el autor citado, en el principio de la "man�a" y de la "melancol�a" se perciba una ligera elevaci�n de temperatura; la movilidad de los s�ntomas; la periodicidad que a veces suele ser una circunstancia agravante para el pron�stico; la integridad m�s o menos completa de las funciones de la vida animal; la herencia, que en la etiolog�a de las "neurosis" desempe�a un papel tan importante que, puede decirse, forma uno de sus caracteres especiales; y ese estado nervioso, esa neuropat�a proteiforme, como la llama Cerise, y que constituye el fondo de todas ellas (Marc�). Las vesanias, que forman la parte fundamental de este grupo nosol�gico, son las que por su importancia y por el objeto de nuestro trabajo, debemos abordar m�s particularmente. Desde la simple pobreza de esp�ritu o la extravagancia poco acentuada de un car�cter, com�nmente inapreciable para un ojo profano, hasta las m�s profundas y terribles perturbaciones de la inteligencia humana, todo entra fatalmente incluido en este grupo sin t�rmino de las "neurosis", fuente inagotable de estudios, cuyo alcance no se aprecia suficientemente todav�a. Nada m�s curioso que esos estados intermedios, esa zona indefinida, como llama Mausdley a estas penumbras en que el esp�ritu humano se columpia entre la tranquilidad fisiol�gica de la salud y la exaltaci�n an�mala de la locura declarada, en que se vive pr�ximo a las sombras y misterios de la enajenaci�n, sin perder de vista, sin abandonar completamente los dominios serenos de la raz�n. Las organizaciones que se hallan bajo este cielo en eterno crep�sculo, viven solicitadas por dos fuerzas contrarias, e igualmente poderosas, aunque por lo com�n se hace m�s sensible el poder implacable de la atracci�n patol�gica a la que van acerc�ndose sin sentirlo, hasta abandonarse completamente a ella. Participan m�s de su influencia, porque muy a menudo el terreno viene prepar�ndose desde la cuna o de m�s lejos todav�a, desde el claustro materno, en donde reciben el germen que da a su idiosincrasia cerebral el sello incomprensible de la predisposici�n. Este equilibrio inestable a que est�n sujetos y, en virtud del cual, ora se ven en el goce pleno de sus facultades, ora en el dominio de la enajenaci�n, constituye ese misterio a que los autores, a falta de una denominaci�n m�s precisa, han dado el nombre de "estados intermedios". Es en ellos que se observan esas grandes revelaciones de locura pasiva, mansa, circunscrita, al mismo tiempo que las m�s elocuentes manifestaciones de una salud cerebral perfecta e intachable. Son, puede decirse, una confusi�n de luz y de sombras, una mezcla incomprensible de la salud y de la enfermedad, una combinaci�n extra�a de la raz�n y de la locura. Nadie puede decir que un hombre encerrado en uno de estos c�rculos de hierro est� en el goce pleno de sus facultades, ni tampoco nadie podr�a, sin temeridad, encerrarle en las celdas de un manicomio clasific�ndolo de enajenado. Son seres h�bridos que participan de los rasgos fision�micos de dos razas diametralmente opuestas, organismos contradictorios, concepciones imaginarias para el criterio profano, fantas�as cient�ficas para aqu�l que no teniendo la cabeza suficientemente fuerte teme asomarse a ese abismo que se llama el cerebro humano. Lo que parece indudable es que la enfermedad, con m�s derechos, los reclama. Combaten sin �xito, resistiendo por un tiempo m�s o menos largo a sus atracciones
horribles, pero al fin caen en la lucha, y el delirio, bajo cualquiera de sus m�ltiples formas, toma posesi�n de su cabeza. Constituyen matices de colores m�s fuertes, gradaciones inferiores de estados m�s graves y complejos, pudiendo establecerse entre ellos y los locos la misma comparaci�n que entre un individuo que sufre una bronquitis ligera y uno que cae postrado por una neumon�a aguda, franca, grave; entre un atacado por la congesti�n cerebral de forma leve y otro que sufre una hemorragia violenta. Ambos son estados patol�gicos, el uno leve, pasajero generalmente y m�s o menos inc�modo; el otro grave, mortal muchas veces. Estas zonas intermedias son, pues, evidentemente, estados enfermizos del esp�ritu. Remontaos si no a sus padres, a sus abuelos, a sus m�s lejanos ascendientes, y raro ser� que no encontr�is en ellos la explicaci�n de estas anomal�as que en la mayor�a de los casos son fatalmente hereditarias. Esta curiosa manera de ser del esp�ritu tiene sus modos especiales y caprichosos de manifestarse. Sin concepciones delirantes, sin alucinaciones que la justifiquen, cometen casi autom�ticamente actos rid�culos, irracionales, extravagantes y hasta agresivos, con una tranquilidad, con una impudencia que s�lo explica un estado de desequilibrio mental. La variedad y multiplicidad interminables de sus manifestaciones es tal -dice Legrand du Saulle- que no se presta a una descripci�n general. Todos sus actos est�n siempre en oposici�n abierta con las costumbres establecidas: en sus vestidos, en sus muebles, en la educaci�n de sus hijos, en sus lecturas y en los incidentes m�s insignificantes de la vida, muestran algo de extraordinario y de anormal. Morel ha conocido un magistrado cuyas "requisitorias" eran un modelo de l�gica y de lucidez; descend�a de padres neur�patas y fue toda su vida un hombre exc�ntrico y extravagante. Pasaba su vida separado completamente de su familia, aislado en un cuarto del hotel en el cual no permit�a a nadie la entrada. Cuando caminaba en la calle pon�a gran cuidado en no pisar en las l�neas de junci�n de las piedras, temiendo formar una cruz que era para �l de un augurio terrible. Un banquero distinguido, citado por Legrand du Saulle, se cre�a obligado a cometer, de cuando en cuando y con cierta periodicidad, una extravagancia, para preservarse, seg�n dec�a, de la locura. Hay entre estos "neur�patas" individuos que reh�san absolutamente tocar ciertos objetos, las monedas de oro o de plata por ejemplo, temiendo contraer enfermedades desconocidas. Morel ten�a relaci�n con un abogado exc�ntrico y "hereditario" que no tocaba jam�s una puerta sin tener el cuidado de limpiarse las manos en sus ropas. A estos casos Falret ha dado el nombre de "enajenaci�n parcial con predominio del temor al contacto de los objetos exteriores", denominaci�n inadmisible, pues si se hace de estos un grupo especial, no hay raz�n para no formar otros tantos cuantas son las variedades de actos exc�ntricos que pueden cometer los hereditarios [8.] . Estas excentricidades se reproducen algunas veces con una tenacidad extraordinaria durante largos a�os, acentu�ndose de m�s en m�s su car�cter positivamente patol�gico. Hay all� fijeza de los actos delirantes, an�loga a la que observamos en las ideas del mismo car�cter. Una mujer extravagante cuya observaci�n refiere Tr�lat, razonaba con una rectitud y lucidez intachables; hac�a una vida arreglada y tranquila, y la �nica cosa que parec�a extraordinario en ella era el detenimiento que manifestaba en su aseo personal, para permanecer encerrada en su cuarto muchas horas del d�a y de la noche. Durante largos a�os su familia ignoraba completamente el empleo que daba a su tiempo, hasta que por fin, habiendo ca�do gravemente enferma, pudo penetrar el misterio. Todo su armario estaba lleno de peque�os paquetitos, cuidadosamente hechos y rotulados. Esta se�ora empleaba las horas en coleccionar sus detritus corporales y cada grupo de paquetes conten�a un producto especial. Unos encerraban el cerumen, otros la suciedad de las u�as, algunos las mucosidades nasales desecadas, y muchos la caspa que sacaba de su cabello; cada paquete ten�a una etiqueta especificando la naturaleza del producto y la fecha en que hab�a sido extra�do [9.] . Y sin embargo, como sucede en todos ellos, nada indicaba en esta pobre v�ctima una perturbaci�n mental general; todos sus actos y palabras marchaban en armon�a con
el resto de sus facultades. Domin�ndola, la impulsi�n enfermiza la arrastraba a este g�nero de extravagancias, que ten�a que satisfacer so pena de graves complicaciones ulteriores. Satisfecha la impulsi�n sobreviene una tregua acompa�ada de cierta satisfacci�n intima e indescriptible. Una vez perpetrado el acto, el enfermo experimentaba un bienestar infinito, un alivio extraordinario, porque el cumplimiento de este deseo imperioso parece que fuera una v�lvula que calma y consuela ese cerebro enfermo, dando escape a esta fuerza indomable que se concentra con energ�a en su masa, perturbando su dinamismo. El autor de la "Psicolog�a M�rbida" refiere la historia de uno de estos enfermos, que despu�s de entrar en un acceso espont�neo e inmotivado de c�lera habitualmente injustificable, experimentaba un sentimiento indefinible de bienestar. Tal sucede, tambi�n, con los monoman�acos incendiarios que sienten un placer incomparable al ver el fuego, al o�r las campanas y el tumulto que pone en alarma a toda una poblaci�n, mezcl�ndose entre la multitud que corre a apagar el incendio producido por sus propias manos [10.] . Todo esto depende del estado particular en que se encuentra el sistema nervioso general. El dinamismo mental, colocado en condiciones excepcionales, engendra todos estos modos curiosos de la inteligencia, con una abundancia sorprendente de matices que var�an hasta el infinito. La transmisi�n hereditaria, que es la v�a por donde generalmente se reciben estos estados, imprimiendo con energ�a su sello, permanece por completo velada y tiene su origen fuera del individuo; esto explica tal vez porqu� hasta el presente [11.] ha estado completamente desconocida y ni siquiera se le ha sospechado, aun siendo en ciertos casos tan manifiesta. Estas formas particulares, esas cualidades excepcionales que distinguen a ciertos caracteres como los que hemos mencionado, est�n ligadas por lo general a condiciones org�nicas de un orden patol�gico. Son, a veces, es verdad, productos de la transmisi�n hereditaria, pero tambi�n no es raro que se muestren solas, aisladas, producidas por causas que en muchos casos escapan al an�lisis m�s sutil y paciente [12.] . Existe, dice Gaussail [13.] , una disposici�n particular del organismo, caracterizada por la imposibilidad en que se encuentra el aparato inervador de recibir sin perturbaciones la acci�n de las causas excitantes exteriores o interiores. Esta disposici�n, que conviene designar bajo el nombre de "sobrexcitabilidad nerviosa", es original o adquirida, y en uno como en otro caso est� ligada a una falta de armon�a en las relaciones preestablecidas que deben existir entre el elemento nervioso y el elemento arterial, para formar la condici�n invariable y constante de la excitabilidad fisiol�gica. Este defecto de armon�a, no pudiendo depender sino de una actividad defectuosa o predominante del uno o del otro de los elementos constitutivos de la excitabilidad normal, la sobreexcitaci�n nerviosa no puede, por esto, presentarse sino bajo cuatro formas principales; es decir, siguiendo la modificaci�n org�nica de que depende, ser� "hipon�urica" o "hipern�urica", "hipoh�mica" o "hiper�mica". Puesta en juego por influencias f�sicas o morales, la sobreexcitaci�n nerviosa tiene por resultado constante e inmediato la sobreexcitaci�n. Esta se manifiesta ya por una simple exaltaci�n de la sensibilidad normal, ya por fen�menos m�rbidos variables en su forma e intensidad [14.] . El estado nervioso, que cuando toma una acentuaci�n patol�gica designamos con el nombre gen�rico de "neurosis", se revela a menudo por fen�menos a los cuales no se les da m�s importancia bajo el punto de vista fisiol�gico, que la que tienen esa simples desigualdades de car�cter bajo el punto de vista moral. Los fen�menos propios de estos modos de ser del organismo, pueden dividirse -dice Moreau- en dos categor�as: la primera comprende aquellas neurosis que tenemos costumbre de designar bajo el nombre de tics, muecas, etc., y que son producidas por ligeras convulsiones de los diferentes m�sculos de los p�rpados, de los labios, etc.; en la segunda est�n colocadas las que habitualmente designamos con el nombre de "man�as" y que a menudo atribuimos a distracciones, preocupaciones de esp�ritu, etc. Entre estas dos categor�as hay una solidaridad m�rbida indudable y
probada. En virtud de lo que los antiguos autores llamaban una met�stasis, un cambio de lugar del principio m�rbido, las "neurosis" de la primera categor�a pueden por v�a de herencia transformarse en accidentes puramente morales, como muy frecuentemente sucede [15.] . Todas estas manifestaciones deben considerarse, sin duda alguna, como hechos patol�gicos por los cuales se traduce un estado especial del sistema nervioso, producto de modificaciones m�s o menos profundas de las facultades intelectuales, que revelan una organizaci�n moral particular. Todas ellas a cualquier orden que pertenezcan, bajo cualquiera forma sintom�tica que se nos presenten, desde la m�s simple hasta la m�s compleja, entra�an para el funcionamiento cerebral las mismas consecuencias que la predisposici�n hereditaria, es decir, el desorden de las facultades (locura propiamente dicha), extravagancia, excentricidad, rareza del car�cter, defecto que suele verse ligado a un notable desarrollo de las facultades intelectuales y morales (Moreau de Tours, p�g.198). El n�mero de los que atraviesan esta oscura penumbra del esp�ritu es muy grande y muy a menudo pasan desapercibidos, cuando sus perturbaciones embrionarias permanecen estacionadas o cuando no hay un ojo de cierta exquisita agudeza visual que observe y escudri�e, apreciando el medio sombr�o en que se agitan. Los hay de muchas, de infinitas y variadas especies, observ�ndose en unos en su principio y apenas perceptibles; en estado de desarrollo medio en otros, y en algunos en su completa y acabada evoluci�n. En todos, lo repetimos, se percibe un fondo enfermizo que altera en diversos grados la salud de la inteligencia, y aunque al parecer viven a igual distancia de la raz�n como de la locura, parece indudable, como ya lo hemos dicho, que la enfermedad con su acci�n potente tiene sobre sus cabezas mucha mayor influencia. Como ejemplo palpitante de esta verdad, estudiad entre otros ese grupo de neur�patas curios�simo, mezcla de lo rid�culo y de lo terrible, que Las�gue ha bautizado con el nombre pintoresco de "exhibicionistas". Esta extra�a "neurosis", que parece constituir para �l un g�nero nuevo, abunda en todas las sociedades, de una manera sorprendente. Un joven empleado -refiere ese autor- pasa sus horas, despu�s de salir de la oficina, bajo las ventanas de una joven. Piensa que est� enamorada de �l y que la resistencia de sus padres es el �nico obst�culo a su uni�n. Este dato delirante que nada justifica, le ofusca y despu�s de muchos d�as de dudas y de fluctuaciones, se resuelve a emprender la lucha. Jam�s ha intentado hablarle, hacerle llegar una carta, demostrarle de alguna manera su amor; pero todas las tardes primero, y despu�s todos los d�as, abandonando las ocupaciones en que gana su pan, se coloca infaliblemente delante de la puerta de su supuesta prometida. Sigue a la familia por todas partes, a la iglesia, al paseo, al teatro, esperando en la puerta de las amigas a quienes va a visitar, pero sin enviar una mirada, un gesto expresivo, una palabra, una sonrisa siquiera. Su rol se limita durante un a�o a hacer el papel de sombra, hasta que la familia, alarmada, trata a todo trance de deshacerse de �l. Si este hecho fuese una excepci�n individual, no merecer�a mencionarse; pero se ha reproducido muchas veces ante mis ojos -dice Las�gue- con variantes que en nada cambian el fondo y que adquieren un valor patol�gico. Este hombre entra en la clase de los "exhibicionistas"; no hac�a otra cosa que exhibir su persona, sin ir m�s lejos. Cuando se interroga a estos enfermos con el tino que exigen semejantes aberraciones, se supone, m�s bien que se descubre, el trabajo �ntimo que se opera en su esp�ritu (Las�gue). El sentido genital es ciertamente el que mejor se presta a estas perversiones compatibles con un ejercicio hasta cierto punto regular de la inteligencia. Un individuo (generalmente es un hombre) es arrestado por ultraje p�blico al pudor. Se le ha encontrado mostrando sus �rganos a los transe�ntes sin distinci�n de sexo: con esta circunstancia, que siempre es en el mismo sitio y a la misma hora. Este esc�ndalo se ha repetido muchas veces antes de ser vigilado y arrestado. Lo primero que nos imaginamos es que se trata de un hombre depravado, vicioso y que echa mano de este �ltimo recurso para excitar sus �rganos y curar su impotencia. Pero las averiguaciones prueban sobreabundantemente todo lo contrario; es un
individuo de antecedentes honorabil�simos, cuya virilidad est� lejos de agotarse y cuya situaci�n pecuniaria e independiente le hace f�cilmente accesible toda clase de "satisfacciones autorizadas". El primer caso que observ� Las�gue, cuyo art�culo estamos copiando, fue todav�a m�s curioso y le impresion� profundamente. Se trataba de un joven de 30 a�os, m�s o menos, ligado a una de las familias m�s honorables de Francia y que gozaba de una posici�n envidiable como Secretario de un c�lebre personaje pol�tico de la �poca. Era un hombre inteligente, bello, y que por su educaci�n ten�a abiertas las puertas del gran mundo. Ahora bien: la autoridad hab�a recibido frecuentes quejas de un esc�ndalo, que se reproduc�a en una iglesia peri�dicamente y a la ca�da de la noche. Un hombre joven, cuyas se�as no se especificaban, present�base s�bitamente delante de una de las tantas mujeres que iban a orar; sacaba sus �rganos sin pronunciar una palabra y despu�s de haberlos exhibido desaparec�a en las sombras. La vigilancia era dif�cil a causa del n�mero de lugares en donde hac�a esta curiosa exhibici�n. Una tarde, sin embargo, este extra�o personaje fue arrestado en Saint-Roch en momentos en que se entregaba a sus pr�cticas peri�dicas, delante de una pobre vieja, que al observarlo, dio un grito llamando la atenci�n del agente de polic�a. El delito era tan singular que la autoridad pidi� un informe m�dico, encargado al profesor Las�gue. Yo he tenido -dice �stelargas conversaciones con �l, de las cuales no he podido deducir los menores indicios. La impulsi�n era invencible y se reproduc�a peri�dicamente a las mismas horas, pero jam�s por la ma�ana; era precedida de una ansiedad que el enfermo atribu�a a una resistencia interior. Las investigaciones continuaron con una curiosidad y paciencia f�cilmente concebibles, pero s�lo dieron datos negativos; en �l todo era irreprochable, salvo el acto que hab�a motivado el arresto. Alg�n tiempo despu�s -contin�a el distinguido m�dico- o�a hablar de una queja que hab�a sido puesta contra un empleado superior, de 60 a�os de edad, viudo y cargado de hijos. Se le acusaba de colocarse en su ventana, mostrando sus �rganos a una joven de 15 a�os que viv�a enfrente. La exhibici�n ten�a lugar todos los d�as por la ma�ana, entre las 10 y las 11; la escena repiti�se durante 15 d�as, y ces� otros tantos para repetirse en seguida en condiciones id�nticas. Yo conoc�a personalmente al culpable -refiere el profesor citado- lo fui a ver y le exig� confidencialmente datos que �l no rehusaba; conven�a perfectamente en la enormidad y en lo absurdo de su falta, pero no pod�a dominar la impulsi�n. La incitaci�n instintiva era intermitente, pero desde el momento que se produc�a se manifestaba invencible y poderosa. Advertido a tiempo, resolvi� partir para B�lgica, en donde un a�o despu�s muri� a causa de graves accidentes cerebrales. Otro individuo, joven de 25 a�os, fue arrestado en las circunstancias siguientes: todas las tardes, as� que daban las cinco, se colocaba en el rinc�n de la puerta de un colegio de ni�as. En el momento en que sal�an las externas, sacaba sus �rganos y dejaba desfilar por delante a las pobres j�venes escandalizadas. Este manejo fue siempre igual en cuanto al modo, a la hora y al lugar y se repiti� durante 12 o 15 d�as. Intervino la polic�a y fue condenado a algunas semanas de prisi�n. Dos meses despu�s cay� enfermo, el m�dico se apercibi� que su escritura era irregular y que ten�a una debilidad intelectual incompatible con su empleo. Despu�s de un a�o le sobrevinieron accidentes cerebrales, p�sose hipocondr�aco, hasta que por fin la locura se le declar� completamente. Las�gue cita otros ejemplos que le permiten establecer los caracteres cient�ficos de la especie: exhibici�n a distancia sin manejos l�bricos, sin tentativas para entrar en relaciones m�s �ntimas, vuelta de la impulsi�n en el mismo lugar y habitualmente a las mismas horas, ning�n otro acto reprensible bajo el punto de vista genital, fuera de esta manifestaci�n mon�tona. Los hechos mencionados -concluye el apreciable director de los "Archivos de Medicina"- llevan el sello de los estados patol�gicos; su instantaneidad, su periodicidad, la enormidad del acto reconocida por el enfermo mismo, la ausencia de antecedentes poco honorables, la indiferencia por las consecuencias que de �l resultan, la limitaci�n del apetito a una exhibici�n que nunca es el punto de partida de aventuras l�bricas-, todos estos datos "imponen" la idea de una enfermedad [16.] .
Y no puede ser de otra manera. Se trata evidentemente de estos estados mixtos, de que venimos hablando, tan comunes en la vida diaria y a menudo desconocidos por la generalidad. Todos, o los m�s de ellos, marchan con m�s o menos rapidez hacia la p�rdida perpetua de la raz�n, a la locura declarada. Pueden, no hay duda, permanecer por largo tiempo estacionados en esta zona fluctuante, acentu�ndose m�s sus perturbaciones sin llegar al l�mite fatal, pero su estado, aunque lejano, est� indudablemente -volvemos a insistir- m�s pr�ximo a la enfermedad que a la salud completa. Esta fusi�n imperfecta de ambos estados, esta mezcla extra�a de situaciones tan opuestas, la singular coexistencia de la raz�n y de la locura, coloca a semejantes organizaciones en una posici�n extraordinaria. Es -dice un venerable alienista- el crecimiento de las razas transportado al orden moral: se trata de una clase de seres aparte, verdaderos "mestizos" intelectuales que tienen mucho del loco pero que tambi�n poseen algo del hombre razonable, o bien del uno y del otro en grados diversos. �Pensar que el mundo los cuenta por cientos y por miles y que s�lo en Francia hay cuarenta mil epil�pticos "conocidos", es algo que contrasta y deprime al esp�ritu m�s animoso! Los "intermediarios" est�n repartidos en todas las clases sociales; ninguna escapa a este proteo que se insin�a en todos los gremios, en todos los pueblos y que vive con igual exuberancia bajo todos los climas, aunque bien es verdad que en algunos se muestra con mayor abundancia. Todos los hombres son susceptibles de sufrir esas alteraciones, aunque, como lo demuestra el autor de la "Psicolog�a M�rbida", parecen estar m�s expuestos los que han sido dotados por la naturaleza con una inteligencia superior. Esto �ltimo, que tiene el aspecto seductor de una paradoja brillante, est� en parte comprobado por documentos irrecusables. Registrad la historia, que ella va a suministraros un caudal abundante de datos. Encontrar�is un n�mero considerable de hombres superiores, de reyes, de dinast�as enteras, sufriendo estos trastornos curiosos y trasmitiendo de padres a hijos el germen de sus terribles vesanias. Quiero hacer en la historia de otros pueblos una revista general, para probar este aserto, y mostrar que lo que observamos en la nuestra no es sino la producci�n de un fen�meno curios�simo si se quiere, pero bien conocido aunque poco estudiado todav�a. La enunciaci�n de estos hechos probados, mejor que toda discusi�n te�rica llevar�, no lo dudo, al esp�ritu menos cr�dulo el m�s amplio y completo convencimiento. �C�mo se producen, cu�l es su mecanismo �ntimo? �Por qu� en aquellos individuos dotados de una inteligencia privilegiada, estos trastornos suelen mostrarse m�s acentuados, por qu� se encuentran en �ntima alianza, en fusi�n inseparable con el perfeccionamiento excepcional de sus m�s altas facultades? Tal es el problema que la patolog�a mental de nuestros d�as trata de resolver estudiando el cerebro humano bajos todas sus faces. Moreau de Tours, que ha acariciado por tanto tiempo esta idea aparentemente ilusoria, ha escrito un hermoso libro cuya primera p�gina encierra todo el argumento en estas pocas ideas: "Las disposiciones del esp�ritu que hacen que un hombre se distinga de los dem�s por la originalidad de sus pensamientos y de sus concepciones por la excentricidad o energ�a de sus facultades afectivas, por la trascendencia de sus facultades intelectuales, provienen de una misma fuente, en las mismas condiciones org�nicas que las diversas perturbaciones morales, de las cuales la "locura" y el "idiotismo" son la expresi�n m�s completa". En el curso de ese precioso libro, la tesis se desarrolla y se sostiene de una manera brillante. La herencia, sobre la cual insistimos en diversas partes de este trabajo, se presenta siempre o por lo menos en la mayor�a de los casos, explicando estos modos tan singulares del esp�ritu. Moreau de Tours le da la importancia capital que tiene, y cita en su apoyo infinidad de ejemplos tomados de la historia de los diversos pueblos. Nosotros sacaremos de su cap�tulo final algunos de los m�s notables, agregando otros que encontramos en libros m�s o menos conocidos. Carlos V -por ejemplo- en quien la transmisi�n hereditaria aparece m�s visible, recibi� su neuropat�a de Felipe el Hermoso su padre, que muri� joven a
consecuencia de la vida depravada que llev� y de ataques repetidos de una enfermedad nerviosa que se asemejaba mucho a la "man�a aguda"; su mujer, "Juana la Loca", durante el curso de una vida miserable, prob� por la extravagancia de su conducta, que merec�a este nombre. Carlos V ven�a al mundo habiendo recibido el germen de las perturbaciones morales de sus padres y de su abuelo materno, Fernando de Arag�n, muerto a la edad de 62 a�os en un estado de melancol�a profunda. En su juventud fue epil�ptico y estuvo sujeto desde su m�s tierna edad a los accesos de lipeman�a, que lo obligaron m�s tarde a abdicar y a buscar el reposo en el silencio de un claustro [17.] . Felipe II, su hijo, aquella alma de hierro, que ha dejado en el mundo tan siniestros recuerdos, era v�ctima de los m�s negros ataques de melancol�a, y basta -como dice Guardia- recorrer su correspondencia para encontrar el indicio cierto de un mal profundo que se traduce por alteraciones del car�cter. Esta herencia maldita no se detiene ni se extingue en tan pocas generaciones; contin�a insinu�ndose en las que vienen despu�s, cambiando caprichosamente sus formas, sin perder su naturaleza casi siempre inalterable. Por esto es que se ven familias, generaciones, pueblos enteros, arrasados por la transmisi�n casi infalible de la herencia patol�gica. Felipe II no es el �ltimo de los neur�patas regios de su dinast�a. Viene su hijo Carlos, heredero de la corona, epil�ptico y sujeto a extravagancias y accesos de furor asimilables a una man�a hereditaria. Despu�s sigue esa serie de Felipes imb�ciles y locos todos ellos: Felipe III era casi un cretino, Felipe IV, su sucesor, se parec�a mucho al Emperador Claudio, y ten�a el aire, las facciones y la conducta de un idiota. La debilidad intelectual de los �ltimos representantes de la dinast�a austr�aca, se revela sin atenuaci�n alguna en la persona de Carlos II, este pobre pr�ncipe miserable y enfermizo, impotente y man�aco, que se cre�a endemoniado. Felipe V, el nieto de Luis XIV, abdic� la primera vez en un acceso de man�a. Vuelto al trono, su conducta en el palacio era la de un verdadero loco; pasaba meses enteros en cama, sin querer cambiar las s�banas y en medio de la m�s repugnante inmundicia, maltratando a su mujer y entreg�ndose a toda clase de extravagancias [18.] . Genio elevado a su m�s alta potencia, imbecilidad cong�nita, virtudes y vicios igualmente poderosos, ferocidad tremenda, transportes man�acos irresistibles, inmediatamente seguidos de arrepentimiento, h�bitos crapulosos, muerte prematura de los hijos, ataques epileptiformes, todo -dice Moreau de Tours- se encontraba reunido en el zar Pedro el Grande o en su familia. Federico Guillermo, el padre del gran Federico de Prusia, era v�ctima de sus accesos de locura moral. No se puede explicar de otra manera, sino por una perversi�n real de las facultades efectivas, las brutales excentricidades que se�alaron los �ltimos d�as de su vida. Borracho hasta el exceso, hab�a concluido por caer en una profunda hipocondr�a; varias veces intent� estrangularse, y a no ser por la intervenci�n de la reina hubiera puesto fin a sus d�as [19.] . Hermandad curiosa que nos obliga a inclinarnos y aceptar, aunque con las reservas consiguientes, el origen com�n del genio y de la locura. �La m�s grande y m�s sublime de las perfecciones humanas confundida en la cuna y emanando de un mismo tronco con la m�s deplorable de las enfermedades! Que la observaci�n confirma esta aserci�n atrevida, esta rid�cula paradoja de no hace muchos a�os, es una verdad innegable sin duda, porque entre otras razones est� la de encontrarse entre los ascendientes de aquellos individuos dotados de una inteligencia superior o solamente colocados arriba del nivel com�n -dice Morel- alienados o personas sujetas a afecciones del sistema nervioso, alcoh�latras, idiotas o suicidas, y entre los hijos o nietos de estos infelices, personas dotadas de cualidades morales e intelectuales de un orden superior. La verdad es que estos estados enfermizos llevan al organismo, y particularmente al cerebro, elementos de vida poderosos, determinando una excitaci�n considerable y una concentraci�n muy grande de la vitalidad en el �rgano de las ideas. El loco, en sus momentos l�cidos, raciocina generalmente (y salvo ciertas excepciones m�s o menos comunes) con mayor claridad y con m�s rectitud de juicio que en las �pocas anteriores a su enfermedad. Este es un hecho de observaci�n y depende
evidentemente de ese est�mulo poderoso que obra sobre el �rgano de la inteligencia y cuya exageraci�n produce el delirio. Estos signos de perfecci�n intelectual, que tienen sus momentos fugaces o duraderos de lucidez extrema, constituyen, podemos decir as�, sus extravagancias, porque son actos y pensamientos en oposici�n con su vida y modo de raciocinar habitual; as� como las conocidas "man�as" de los hombres superiores son sus instantes de locura, y constituyen rasgos de lo que pod�a llamarse "atavismo mental", porque se desv�an de la corriente natural y l�gica en que marchan sus ideas para retroceder hasta el punto de su nacimiento com�n con la locura. En aqu�l, en esos momentos de bonanza, la excitaci�n es relativamente demasiado d�bil para producir el delirio y entonces s�lo se manifiesta una actividad de las facultades intelectuales; en �stos, el elemento patol�gico originario despierta por la sobrexcitabilidad en que suele encontrarse su esp�ritu superior y que se traduce por actos que revelan su cuna. Ambos terminan generalmente en el mismo estado, el primero en el estupor, en la demencia, en el idiotismo; el segundo en una enfermedad cerebral que var�a en cuanto a sus formas, pero que frecuentemente se acerca por sus s�ntomas a alguna de aqu�llas. Esto, nadie negar�, es un lazo com�n entre esos dos estados y, si bien no lo prueba definitivamente, por lo menos hace sospechar muy grandes afinidades de origen. Los ejemplos de paral�ticos, af�sicos o imb�ciles, entre ese grupo de predestinados, no faltan por cierto. O'Connell, el c�lebre orador irland�s, muri� de una par�lisis general, lo mismo que Donizetti, el inmortal autor de "Luc�a" y de "Lucrecia Borgia"; esta enfermedad (periencefalitis difusa) es tan com�n en los locos, que por mucho tiempo se ha cre�do que s�lo ellos la sufr�an: de aqu� su nombre de "locura paral�tica" y de aqu� tambi�n la idea de considerarla como una vesania. En los �ltimos a�os de su vida, Newton, cay� en un estupor profundo y, seg�n Zimmerman, su cabeza se hab�a debilitado tanto que le privaba de la facultad de pensar; eran los s�ntomas primeros de una demencia cr�nica indudable [20.] . Beethoven, naturaleza extraordinaria y dotada de una susceptibilidad casi patol�gica, extravagante y mani�tico, exaltado y violento como pocos hombres, termin� en ese estado de terrible melancol�a, de estupor extremo que puso t�rmino a su existencia. Boerhaave ca�a, despu�s de trabajos mentales prolongados, en un estado de estupor completo y muri� de una enfermedad a la cabeza; probablemente de hemorragia cerebral. Linneo termin� sus d�as en un estado de "demencia senil" horrible, despu�s de haber sufrido en el curso de su vida frecuentes ataques nerviosos cuya naturaleza no podemos especificar. Wellington, el gran Beccar�a, Luis XIV, Corvisart, Cabanis, Spallanzani murieron, como otros muchos hombres de su talla, de congesti�n cerebral, lo mismo que Catalina la gran Emperatriz de Rusia, que Dupuytren, que Euler y que Malpighi. Adem�s no es raro, o mejor dicho es com�n, encontrar en la descendencia de muchos de ellos miembros afectados de enfermedades nerviosas de cualquier g�nero. Ejemplo, los hijos del Gran Cond�, la familia de Alejandro el Grande, sus padres, sus hijos, y �l mismo que muri� de una forma de locura alcoh�lica, los descendientes de Lord Chatam y de Bernardino de Saint-Pierre, el autor de "Pablo y Virginia". Todo esto revela puntos de afinidad indudable entre los hombres superiores y los "intermediarios" por lo menos, no s�lo por estos rasgos comunes sino tambi�n por sus extravagancias y a veces por los s�ntomas de verdadera locura, exaltaci�n man�aca, delirio de las persecuciones, lipeman�a, etc. En los alienados v�se tambi�n en muchas ocasiones una actividad, una perfecci�n y desarrollo inusitado de ciertas facultades, y aunque esto no es tan frecuente como pod�a imaginarse, se observa, sin embargo, no s�lo en sus momentos de calma, sino tambi�n despu�s de su curaci�n. No son excepcionales, en prueba de este �ltimo aserto, los ejemplos que encontramos en los tratados especiales, de individuos que dotados pobremente por la naturaleza, adquieren despu�s de una enfermedad mental un desarrollo m�s grande de algunas funciones intelectuales, una viveza especial de su imaginaci�n que
despliega br�os ins�litos y se mueve con una facilidad relativamente grande. Si estos ejemplos no son comunes, tampoco pueden entrar en los l�mites de las curiosidades patol�gicas. No por esto quiero, ni aun remotamente, afirmar este disparate: que todos los locos son hombres de genio. Hago esta advertencia para las inteligencias inaccesibles a ciertas verdades poco conocidas y para los que est�n siempre dispuestos a interpretar las cosas torcidamente y con la ligereza de juicio propia del vulgo. Pero, lo que evidencia la observaci�n, es que las naturalezas m�s prosaicas, los temperamentos menos excitables, pueden elevarse a grandes alturas en el per�odo de exaltaci�n de la man�a, franca, libre y extremadamente estimulada su fantas�a por las incitaciones poderosas de su mismo estado an�malo. En la "monoman�a razonadora", o como quiere Bigot, en el per�odo razonador de la enajenaci�n mental, es muchas veces dif�cil, para el alienista, descifrar el delirio de un loco, por la manera sabia y el exquisito talento con que algunos manejan la paradoja y la simulaci�n [21.] . Hay ciertos man�acos y lipeman�acos que en sus buenos momentos razonan de una manera tan clara y tan perfecta que a veces hacen imposible la interdicci�n. Bigot cita el caso de un loco que ocultaba con tan extremada sagacidad su estado, vali�ndose del convencimiento, que a no ser por la ayuda del guardi�n, testigo diurno y nocturno de sus acciones, le habr�a tomado por un hombre en su m�s perfecto estado de salud. La creencia de que los hombres privilegiados tienen sus extravagancias y excentricidades, que por su fuerte acentuaci�n toman muy a menudo un car�cter patol�gico; la existencia de sus delirios, alucinaciones y a veces accesos de verdadera enajenaci�n mental, es una verdad que viene dibuj�ndose y haci�ndose camino hace mucho tiempo en la mente de los observadores. Esto no es nuevo, porque en el mundo de las ideas no hay nada nuevo; la tesis, aunque ligeramente desarrollada por algunos autores modernos, est� sintetizada en esta estrofa prof�tica de Voltaire: De notre �tre imparfait voil� les �l�ments: Le ciel en nous formant m�langea notre vie. De raison, de folie. Ils composent tout I'homme, ils forment son essence. He aqu� por qu� -dice Moreau de Tours, que ha escrito sobre esto un libro de quinientas p�ginas, algunas de cuyas ideas dejamos expuestas- he ah� por qu� el genio est� a veces condenado a delirar, por qu� la aplicaci�n muy sostenida de la atenci�n, la exaltaci�n de la imaginaci�n (facultades que seg�n Newton son el genio mismo) conducen a menudo a las perturbaciones del esp�ritu; por qu�, en fin, el hombre, como ha dicho Rousseau, retorna tan f�cilmente a su primitiva estupidez. Augusto Comte, el m�s ferviente propagador y reconstructor del Positivismo, es uno de esos hombres en quien tal vez es m�s visible esta pretendida hermandad, y en quien, seg�n la expresi�n po�tica de Lamartine, las vibraciones de la fibra humana fueron tan fuertes, que su coraz�n no pudo soportarlas sin romperse. En el primer trimestre de 1826 -dice Emilio Littr�cuando estaba ocupado en la primera exposici�n del sistema de filosof�a positiva que entonces propagaba entre sus contempor�neos, fue atacado de enajenaci�n mental [22.] . Y bien, dos a�os despu�s de este ataque terrible, que Comte llamaba su crisis cerebral, public� su curso completo de Filosof�a Positiva, uno de los productos m�s perfectos del esp�ritu humano seg�n el autor de la "Historia de la lengua francesa". Pero Comte no es el �nico. Lo mismo que �l, y a igual altura, se encuentran otros como Kepler, cuyas extravagancias lo acercan mucho a los grandes alucinados, a la cabeza de los cuales se encuentran Swedenbourg y Hennequin. Swift muri� loco y su esp�ritu enfermo se revela elocuentemente en ese folleto que public� en 1729 y que Taine ha reproducido en la "Revue des Deux Mondes". Llevaba por titulo: "Proposici�n modesta para impedir que los ni�os pobres en Irlanda no sean una carga a sus padres y a su pa�s". En este panfleto Swift propon�a que a los ni�os de buena constituci�n y de cierta edad se les beneficiara para vender su carne, colocando "puestos" en distintos puntos de la ciudad de Dubl�n adonde
pudieran c�modamente concurrir los carniceros (citado tambi�n por Moreau). Swift hab�a presentido su enfermedad y entre sus ascendientes se encontraban algunos neur�patas. Watt muri� hipocondr�aco. Savonarola sufr�a frecuentes alucinaciones y ca�a a menudo en �xtasis, durante los cuales, seg�n �l, se comunicaba con el Esp�ritu Santo. Haller sufri� en los �ltimos per�odos de su vida una verdadera lipeman�a religiosa. Harrintong era un alucinado, lo mismo que Cardano y Lavater. Zimmerman, el autor de la "Experiencia en Medicina", fue v�ctima durante su vida de crueles ilusiones y termin� en una hipocondr�a. Goethe, lo mismo que Pascal, sufr�a alucinaciones. Y para no concluir sin citar al hombre cuya neurosis ha tenido m�s influencia sobre su �poca, hablaremos de Juan Jacobo Rousseau, el tipo m�s acabado del temperamento nervioso y una de las misantrop�as m�s acentuadas que se encuentran en la historia de los que llama Emerson grandes representantes de la humanidad. Rousseau ten�a accesos de verdadera locura afectiva y, las revelaciones curiosas que uno de sus m�s �ntimos amigos ha dejado sobre el estado mental de este hombre extraordinario, sirven admirablemente para la confecci�n de un diagn�stico retrospectivo. Ten�a algunas veces accesos que se manifestaban por un delirio de las persecuciones en que, a prop�sito de cualquier circunstancia pueril, hablaba de las p�rfidas y ocultas maquinaciones de sus enemigos; entraba en convulsiones fuert�simas que imprim�an a su fisonom�a, seg�n dice Corancez, un aspecto horroroso, entreg�ndose a extravagancias propias �nicamente de un loco. Rousseau, como sucede casi siempre, hab�a recibido por herencia su estado mental. La mayor�a de estos datos biogr�ficos son tomados del libro de Moreau de Tours, cuyo cap�tulo �ltimo est� consagrado a hacer una rese�a muy ligera del estado mental de estos hombres. En casi todos se concreta �nicamente a consignar la enfermedad que sufr�an, puesto que su objeto principal no es estudiarlos individualmente, como es nuestro prop�sito hacerlo con algunos de nuestros m�s c�lebres personajes. No podemos, porque no es ese nuestro objeto, entrar a apreciar la parte que en los acontecimientos hist�ricos hayan tenido los estados mentales de que acabamos de hablar, particularmente de aquellos que, como Cromwell, v�ctima de frecuentes trastornos y agitado por los accesos terribles de una hipocondr�a; de Richelieu, sujeto tambi�n a accesos de locura; de Carlos el Temerario, que seg�n Michelet se volvi� loco de pesar; de Pedro el Grande, de Carlos V, de Fernando VII, y de tantos otros que han tenido en sus manos la suerte del mundo entero o que han dispuesto de la vida de sus pueblos haci�ndolos v�ctima de sus caprichos, como Fernando y Felipe II. �Cu�ntas hogueras se han levantado, cu�ntas cabezas han ca�do sin causa, s�lo por las exigencias de un cerebro agitado por el aura terrible de incurable neurosis! �Cu�ntas guerras sangrientas, cu�ntos pueblos en ruina, cu�ntos hogares disueltos por un esp�ritu en convulsiones, por una inteligencia "eminente" por su desequilibrio! La explicaci�n de ciertos acontecimientos hist�ricos debe buscarse, en muchas ocasiones, dentro del cr�neo de alg�n rey hipocondr�aco, o de alg�n mandatario enardecido por las vibraciones enfermizas de su enc�falo. El desarrollo de este punto ser�a objeto de un libro que nadie ha escrito todav�a, y nuestro objetivo, aunque siguiendo la misma corriente de ideas, es m�s circunscrito, porque s�lo tomamos la historia patria como tema de estos apuntes. II. Las neurosis en la historia �De qu� naturaleza era esa fuerza irresistible que arrastraba al suicidio al Almirante Brown, el viejo palad�n de nuestras leyendas mar�timas, que poblaba su mente de perseguidores tenaces que envenenaban el aire de sus pulmones y amargaban los d�as de su vida? �C�mo se produc�an en el Dr. Francia los fuertes accesos de aquella negra
hipocondr�a, que rodeaba de sombras su esp�ritu selecto, acentuando tanto los rasgos de su fisonom�a de C�sar degenerado? �Cu�l era la fibra oculta que animaba la mano de la "Mazorca" en sus depredaciones interminables, que pon�a en movimiento al cuchillo del fraile Aldao, la lanza de Facundo, la pluma de Juan Manuel Rosas en sus veladas homicidas tan largas? Todo esp�ritu desprevenido admitir� en presencia de ciertos hechos -dec�a Tissotla necesidad de hacer intervenir la psicolog�a m�rbida en la apreciaci�n de todo aquello que se refiere a la actividad moral e intelectual del hombre en general y en particular de aquellos individuos a quienes la Providencia ha colmado con sus dones. Origen, predisposiciones hereditarias, pr�ximas o lejanas, agrega el sabio autor, reveladas por los parientes, descendientes, ascendientes o colaterales, disposiciones idiosincr�sicas innatas o adquiridas, aferentes al estado fisiol�gico y patol�gico del sistema nervioso, al estado patol�gico sobre todo, todas estas causas reclaman su parte de influencia tanto m�s manifiesta cuanto m�s vigorosamente dotada sea la constituci�n. "Conjeturo que estos hombres de un temperamento sombr�o y melanc�lico no deb�an esa penetraci�n extraordinaria y casi divina que les notamos por intervalos y que los conduc�a a engendrar ideas, unas veces disparatadas y extravagantes y otras sublimes, sino a una perturbaci�n peri�dica de la m�quina cerebral" [23.] . No queremos volver a insistir sobre este punto que dejamos ligeramente ampliado en el cap�tulo anterior; pero todo esto nos induce m�s a creer que efectivamente el genio y la locura tienen algunos puntos de afinidad. El que quiera cerciorarse de la mayor o menor exactitud que encierra esta proposici�n, todav�a muy discutible, puede leer a Wagner, a Dragon, a Bigot, a Lucas, a Moreau de Tours, para convencerse de que esos dos productos tan opuestos dimanan, tal vez, de un tronco com�n y tienen algunas de sus faces id�nticas. Estudiando con atenci�n la Historia Argentina, nuestro esp�ritu se ha familiarizado m�s con esta idea que tiene algo de paradoja y mucho de verdad, porque all� hemos encontrado tambi�n organizaciones privilegiadas sufriendo esas perturbaciones inconcebibles del esp�ritu. Semejantes dislocamientos, profundos, incurables, aparecen en algunos con todo su horrible aspecto y vienen como amarrados a la cuna, absorbidos en la leche materna; parece que al nacer trajeran un pedazo del alma del padre o de la madre, como fundido en su cabeza con todas sus sombras y su colorido enfermizo; es que no han podido eludir el peso abrumador de este misterio inescrutable que llamamos herencia patol�gica. Otros s�lo presentan matices m�s o menos fuertes y oscuros, y s�lo expiando los momentos en que se producen sus exaltaciones supremas, buscando atentamente en todos los actos de su vida p�blica y privada, interrogando al organismo f�sico en sus interminables manifestaciones, pueden descubrirse estas modalidades patol�gicas tan dignas de estudio. Para los que viven alejados de ese g�nero de investigaciones y que s�lo consideran una faz en estos hombres superiores, la idea de un estado moral distinto al de los dem�s es indudablemente rid�cula y hasta imposible. Suponer estados excepcionales, perturbaciones del cerebro, leves o profundas, en individuos que han mostrado en todos los actos de su existencia precisamente lo contrario; que muchos de ellos han descollado por su cordura y por el brillo de sus facultades y no por sus extravagancias (de las cuales nuestra historia no se ha dignado ocuparse) es cometer una locura o tratar de probar un absurdo. Pero basta hojear siquiera ligeramente uno de estos libros especiales, un tratado cualquiera de patolog�a mental, que tanto abundan en la literatura m�dica de nuestros d�as y que tratan fisiol�gicamente la cuesti�n, para convencerse de dos cosas: la primera, que esta idea, es decir, la de que casi todos los hombres superiores est�n llenos de man�as o son notoriamente neur�patas, no es nueva, y la segunda que lejos de ser una quimera, es una aserci�n muy discutida y que tiende a tomar un lugar definitivo en la ciencia. La aplicaci�n de estos principios a nuestra historia parecer� impropia porque hemos conocido la vida de casi todos nuestros hombres c�lebres trasmitida por la tradici�n fabulosa y desfigurada, o por la biograf�a meliflua de sus bi�grafos
amigos, y porque muchos historiadores "han creado" al personaje a su capricho y nos lo han impuesto difundiendo errores que hoy es dif�cil combatir. Nos los han hecho conocer incompletamente, inspir�ndose en la doctrina poco provechosa de Salustio: "Animi corporis servitio magis utimur", escribiendo sus Vidas impersonalmente y sin querer revelarnos los detalles m�s preciosos, su modo de ser habitual, su fisonom�a, sus caprichos, su parte moral y su parte f�sica, sus estados fisiol�gicos y patol�gicos. Conocemos al poeta en la estrofa mentirosa, en el poema, sin reflexionar que el poeta y muy especialmente el nuestro (salvo excepciones) es todo lo contrario de lo que aparece en sus versos; son lo que "resuelven" ser, o lo que ha sido el modelo que se han propuesto imitar. Esto es evidente. Para muchos de ellos hay una filosof�a oficial, la de los versos de Byron, Leopardi, Foscolo, etc., de la cual no pueden separarse. Los poetas, ante todo, son hombres, y con raros ejemplos no hay hombre que est� hastiado de la vida y que aspire constantemente a abandonarla por otra de muy problem�tica existencia. Esto s�lo puede suceder bajo la presi�n de un estado patol�gico perfectamente caracterizado; y sin embargo, �cu�l es aqu�l de todos nuestros grandes y peque�os versificadores que no manifieste ese mentido cansancio de la existencia terrena, ese constante aspirar a otra vida m�s perfecta y, por la cual, evidentemente, no abandonar�a la que tiene? No conozco entre ellos ning�n suicida, y s� muchos apasionados de los m�s pueriles goces de la vida, y sin duda que, a ser cierta esta atrofia deplorable del instinto de la propia conservaci�n, todos ellos lo ser�an. Lo que sucede con los poetas, sucede, aunque menos frecuentemente con los militares, con los abogados, estadistas y escritores de aquella �poca. Por esto, para conocerles es menester no detenerse en la puerta del hogar, menospreciando ciertas nimiedades de car�cter puramente privado, ciertas debilidades m�s o menos groseras, como indignas de la pompa y majestad de la historia, porque ser�a cometer un absurdo y falsear la verdad, despreciar un criterio de inapreciable valor para la averiguaci�n de los hechos. La anatom�a de la vida �ntima es muchas veces una piedra de toque bastante sensible para el estudio y conocimiento de estos grandes caracteres, porque los revela en toda su desnudez, porque los da a conocer de una manera acabada, con una minuciosidad anat�mica, mostrando sus sombras y sus secretos m�s rec�nditos, y contribuyendo a darles ese relieve hist�rico que anima y vivifica las grandes figuras resucitadas por el pincel admirable de Lord Macaulay. Esto es lo que puede llamarse la "histolog�a de la historia". Ella sirve para el estudio de los m�viles ocultos que encierran ciertas acciones, al parecer incomprensibles, descubre el misterioso motor de muchas determinaciones caprichosas, la �ndole de sus tendencias, la naturaleza �ntima de su car�cter, escudri�ando la vida hasta en sus m�s pueriles manifestaciones; de la misma manera que la histolog�a propiamente dicha, con su esp�ritu esencialmente anal�tico, estudia y describe el �ltimo de los elementos anat�micos, d�ndose cuenta por su evoluci�n y transformaciones de todos los procesos org�nicos ulteriores. No escapa nada a este m�todo agresivo de an�lisis, a esta luz penetrante y sutil que se insin�a por los m�s oscuros repliegues del alma humana, que interroga al cuerpo para explicarse las evoluciones del esp�ritu y que desciende hasta el hombre privado, buscando en sus idiosincrasias morales el complemento necesario del hombre p�blico. Dentro de esa pl�yade de personas ilustres que nos da a conocer la historia patria, existen muchas que, gracias a este sistema de investigaci�n, nos han revelado en sus manifestaciones morales e intelectuales un fondo nervioso, enfermizo, herencia en parte de la �poca y del medio en que vivieron, en parte de la organizaci�n excepcional de su propia naturaleza. Bajo el punto de vista f�sico y moral, la generaci�n a quien cupo la ardua tarea de la Revoluci�n e Independencia del pa�s, estaba formada por individuos maravillosamente preparados. La naturaleza nos hab�a hecho el presente de este conjunto de hombres providenciales, vigorosos, audaces, favorecidos por la supremac�a de un temperamento nervioso y de una constituci�n fuerte, atl�tica e intachable. Sea que el sibaritismo de los monarcas espa�oles no hab�a llegado
hasta ellos para aniquilar la sencillez patriarcal de sus costumbres, la rectitud admirable de sus h�bitos dom�sticos, para destruir la frugalidad legendaria de su tiempo y la actividad f�sica, ya que no la intelectual, adormecida por una inacci�n alarmante, lo cierto es que aquella tribu venerable no fue azotada por las enfermedades a que estuvo sujeta la que le sucedi� y que se han hecho patrimonio ineludible de la actual. Las fuertes emociones de la libertad, que s�lo despu�s conocieron, la usura org�nica que producen en la econom�a los trabajos propios de otras �pocas m�s felices, y sobre todo, ese enervamiento y molicie inherentes al refinamiento de costumbres que trae consigo la civilizaci�n y que ellos no conoc�an, contribuy� sin duda a la conservaci�n de ese vigor f�sico envidiable y necesario, que desarrollaron en todos los instantes de aquella odisea sin ejemplo. Todas esas enfermedades, con sus determinaciones m�ltiples y difusas, de que s�lo nosotros y por experiencia dolorosa tenemos una noci�n precisa; aquellos des�rdenes cr�nicos y eternos con sus consecuencias inevitables, la escr�fula con sus s�ntomas diversos, con su marcha regular desde las partes superficiales hasta lo m�s �ntimo del organismo; la clorosis con las alteraciones oscuras de la hematopoyesis y sus trastornos curiosos, el tub�rculo, la s�filis, el c�ncer, la gota, el raquitismo con sus deformaciones enormes y horriblemente rid�culas a veces, no eran conocidas o por lo menos lo eran poco, en aquellos d�as de tranquilidad evang�lica. La Colonia no ha conocido hospitales, no por lo que no conoci� "la academia" y "el gimnasio" o por lo que la Escuela de N�utica cerr� sus puertas, sino porque evidentemente no los necesit�. Buenos Aires no luchaba entonces, como lucha ahora, por el aire que falta a sus pulmones; cada habitante ten�a los pies c�bicos necesarios; hoy tiene un d�ficit enorme comparado con la cantidad que con arreglo a los sanos preceptos de la higiene le corresponden. Les falta el doble de lo que necesitan y Buenos Aires se asfixia en la estrecha superficie aereatoria que posee, cosa que es claro no le suced�a a La Colonia por razones que cualquiera se explica. Desarroll�se el cuerpo con exuberante lozan�a, mientras el esp�ritu, manifest�ndose s�lo por la viveza de aquellas imaginaciones meridionales, velaba inactivo esperando la oportunidad propicia para estallar y emplear saludablemente esos �rganos, cuya regularidad casi inalterable engendr� aquellos atletas. El alimento era abundante y sano, y en consecuencia las enfermedades del tubo digestivo, la dispepsia, la enteritis y toda esa serie de perturbaciones cr�ticas que de una manera tan r�pida destruyen el organismo, no reinaron tampoco de un modo alarmante. Ellas son a menudo sintom�ticas de fiebres eruptivas, de la tuberculosis que se ha desarrollado despu�s en nuestra generaci�n de una manera r�pida y temible, de la fiebre tifoidea, de la enfermedad de Bright, de la gota y afecciones del h�gado, todas poco o nada observadas. En nuestros d�as, la enteritis de los ni�os de pecho, afecci�n que tan fuertemente repercute sobre el estado general, en consorcio maligno con la escr�fula, nos est�n formando esa generaci�n empobrecida con la tez p�lida y el "rostro volteriano", con sus carnes blandas y fl�cidas, y esa mirada trist�sima tan caracter�stica. Examinad su etiolog�a f�cil y ver�is que ella no ha podido presentarse entonces por la bondad de la alimentaci�n, y eliminad otras causas que hoy act�an poderosamente para producirlas. La generaci�n de la Independencia fue en este concepto la generaci�n de la salud y del vigor; form�la el r�gimen colonial mismo, a la sombra de esas costumbres primitivas y en medio de aquella inocente molicie que adormec�a la inteligencia en beneficio del cuerpo. Lo que evidentemente contribuy� a prepararla, fue, entre otras causas, el cumplimiento de esa ley ineludible que establece entre los seres animados de la creaci�n la lucha por la existencia, ese combate eterno y terrible que da el triunfo al m�s fuerte y que aniquila para siempre al d�bil, que da la preeminencia a las razas vigorosas asegurando la vida de sus descendientes por el temple que manifiestan, por la fuerza, la grandeza y la naturaleza de los medios de ataque y defensa, por la belleza y las aptitudes para soportar las privaciones y procurarse
el alimento. Nadie puede escapar a su influencia universal. Las especies m�s humildes, como las m�s elevadas en la escala zool�gica, viven y se extinguen o se perpet�an debido a su cumplimiento. La acci�n del clima, los accidentes del fr�o y de la sequedad, vienen a agregarse a la influencia de la alimentaci�n, y por esto es que en los rigurosos inviernos de 1854 y 1855, la quinta parte de los p�jaros de caza perecieron en Inglaterra por los hielos, conserv�ndose s�lo los m�s fuertes y mejor emplumados, los m�s robustos, aclimatados y astutos para alimentarse. Cuando en una bella tarde de primavera -dice Darwin- los p�jaros tranquilos hacen o�r alrededor nuestro el sonido de sus cantos alegres, cuando la naturaleza entera no parece sino que respira paz y serenidad, no pensamos seguramente que todo este espect�culo tan lleno de alegr�a y de bonanza, reposa sobre un vasto y perpetuo aniquilamiento de la vida, puesto que los p�jaros se nutren de insectos y del grano de la planta indefensa; olvidamos que esos cantores de la selva cuyos acentos recogemos complacidos, no son sino los raros sobrevivientes entre sus hermanos, que han sido sacrificados por la voracidad de las aves de rapi�a, de los enemigos de todo g�nero que devastan el nido o que han sucumbido a los rigores de la miseria y del fr�o [24.] . Nunca se vio con m�s vigor y mayor encarnizamiento esta lucha colosal que en la �poca de la conquista de Am�rica, lucha horrible entre las razas abor�genes y los reci�n venidos, lucha de �stos con sus propios hermanos y con los rigores de un clima variable en cada palmo de tierra. Por esto es que muchas tribus han desaparecido totalmente, dejando el campo a los m�s fuertes y que mejor se "adaptaban" por su resistencia y medio de ataque y de defensa. El trabajo matador de los yerbales y el alimento "tenue y de poca sustancia", como dice el historiador Lozano, mataron un sinn�mero de indios que despu�s formaron en los bosques inmensos osarios, dando fin a sus desdichas. Adem�s, era tan larga la �poca que permanec�an lejos de sus toldos, que no les quedaba el tiempo material para atender a sus familias, cuidar de sus hijos, hacer sus sementeras y reproducirse. Por esto las desamparaban y hu�an a provincias extra�as y distantes, y los pueblos que formaron, desaparecieron por completo [25.] . Es necesario leer la historia de los conquistadores del Nuevo Mundo, para darse cuenta exacta de la magnitud hom�rica de aquella empresa. Es menester seguir a esos pu�ados de aventureros, atravesando la selva virgen, cruzando la monta�a, vadeando el r�o en busca de oro y de gloria, y dejando sus huesos en el camino, para explicarse c�mo la "selecci�n natural" ha venido a formar, despu�s esa raza f�sica y moralmente privilegiada, con una preparaci�n maravillosa para acometer la empresa de nuestra independencia. El hambre y las enfermedades hac�an sucumbir al que, poco vigoroso, no resist�a a la influencia de aquellas calenturas y afecciones de los ojos, que reinaban en Marzo y Abril en el Paraguay y de las que habla Ruiz D�az en su historia del descubrimiento. S�lo la contextura herc�lea y el temple animoso de su alma, hicieron que Pedro Mendoza pudiera resistir aquel c�mulo de desgracias que tra�an afligido su �nimo y el de los otros caballeros, seg�n asegura el padre Lozano al hablar de la primera fundaci�n de Buenos Aires. Hubo momentos supremos en que sus soldados s�lo com�an una raci�n exigua de harina podrida; m�s tarde apur� el hambre: los d�biles murieron y los fuertes luchaban, comiendo primero los caballos, luego los ratones, los sapos, las culebras y por fin se cocieron en mala agua el cuero y la suela de los zapatos, y hasta a la carne humana y excrementos vi�ronse obligados a recurrir [26.] . Apurado Mendoza por las exigencias del hambre y de las enfermedades que se desarrollaban, parti� al Brasil con la mitad de la gente que trajo. Los indios hu�an en presencia de los conquistadores, incendiaban sus pueblos, talaban las mieses y los mataban por hambre, como le sucedi� a Juan de Ayolas, cuya miseria fue horrible por muchos d�as. Aquellos trescientos aventureros que acompa�aron a Gonzalo Pizarro en su empresa temeraria al trav�s de las monta�as y en busca de esa tierra fabulosa que por tanto tiempo hab�a cautivado la imaginaci�n de los conquistadores, es sin disputa el hecho m�s culminante como rasgo de valor, en toda la historia de Am�rica, y al mismo tiempo una prueba palpitante de la resistencia de aquella raza excepcional. As�, con empresas de esa magnitud, era
como se mejoraba la raza, "eligiendo" entre los m�s fuertes y de mejor temple los que m�s derecho ten�an a la vida. Estos rasgos �tnicos se ven despu�s palpitar en el car�cter de Camargos, de Mu�ecas, de los gauchos de G�emes, de los habitantes de Cochabamba, y un destello de esas almas primitivas alumbra y vigoriza el esp�ritu de la generaci�n de la independencia. S�lo una raza selecta por su vigor extra�o y dotada de una resistencia primorosa para sobrevivir a las influencias hostiles de la naturaleza, pudo sobrellevar las penurias inherentes a esas expediciones cicl�peas. "Al bajar las vertientes orientales cambi� s�bitamente el clima y al paso que descend�an a niveles m�s inferiores, reemplazaba al fr�o un calor sofocante; fuertes aguaceros, acompa�ados de truenos y rel�mpagos, inundaban las gargantas de la sierra de donde se desprend�an en torrentes sobre las cabezas de los expedicionarios, casi sin cesar ni de d�a ni de noche". "Por m�s de seis semanas -contin�a diciendo el historiador americano- sigui� el diluvio sin parar y los aventureros sin tener donde abrigarse, mojados y abrumados de fatiga, apenas pod�an arrastrar los pies por aquel suelo quebrado y saturado de humedad: las provisiones deterioradas por el agua, se hab�an acabado hac�a tiempo. Hab�an sacado de Quito unos mil perros, muchos de ellos de presa, acostumbrados a acometer a los desgraciados indios, mat�ronlos sin escr�pulos, pero sus miserables cuerpos no proporcionaban sino un escaso alimento a su hambre fam�lica y cuando se acabaron hubieron de atenerse a las yerbas y peligrosas ra�ces que pod�an recoger en los bosques. Agotadas las fuerzas y el sufrimiento, resolvi� Gonzalo construir un barco bastante grande para llevar los bagajes y a los m�s d�biles de sus compa�eros. Los �rboles les proporcionaron maderas, las herraduras de los caballos fueron convertidas en clavos, la goma que destilaban los troncos hizo el oficio de brea y los andrajosos vestidos de los soldados sirvieron como estopa. Gonzalo dio el mando del bergant�n a Francisco de Orellana y, embarcando a los rezagados y enfermos, continuaron as�, trabajosamente, por espacio de muchas semanas atravesando las espantosas soledades del Napo. Ya no quedaban hac�a mucho tiempo ni vestigios de provisiones; hab�an devorado el �ltimo caballo y para mitigar los rigores del hambre se ve�an obligados a comer las correas y los cueros de las sillas. Los bosques apenas les ofrec�an algunas ra�ces y frutas de que alimentarse, y ten�an a dicha cuando encontraban casualmente sapos, culebras y otros reptiles con que aplacar sus necesidades. Gonzalo resolvi� enviar a Orellana en busca de provisiones. En consecuencia, llevando �ste consigo cincuenta soldados, se apart� hasta el medio del r�o y el barco impelido por la r�pida corriente parti� como una flecha perdi�ndose de vista. M�s tarde, no recibiendo noticias suyas, resolvi� Pizarro volver a Quito. Muchos se enfermaron y murieron por el camino; el extremo de la miseria los hab�a hecho ego�stas y m�s de un pobre soldado se vio abandonado a su suerte, destinado a morir s�lo en los bosques, o m�s probablemente a ser devorado vivo por los animales feroces. Volv�an sin caballos, sus armas se hab�an roto u oxidado; en vez de vestiduras colgaban de sus cuerpos pieles de animales salvajes; sus largos y enmara�ados cabellos ca�an en desorden sobre los hombros, sus rostros estaban quemados y ennegrecidos por el sol de los tr�picos; sus cuerpos consumidos por el hambre y desfigurados por dolorosas cicatrices [27.] ." Y, sin embargo, hab�an resistido con un raro valor, muriendo s�lo aquellos de complexi�n poco fuerte para resistir las penurias. De los 300 espa�oles, �nicamente regresaron 80 y tantos, y de los 4.000 indios que los acompa�aban, m�s de la mitad dej� sus huesos en los bosques. De estas expediciones, aunque no en escala tan fabulosa, est� llena la historia de la conquista del Nuevo Mundo. En el territorio argentino, en el Paraguay, en Chile y en el Per�, en cada palmo de tierra recorrido, ha dejado aquella raza un rastro, una prueba de barbarie enfermiza, es verdad, pero tambi�n de su vigor y de su temple moral tan poco com�n. La naturaleza con sus influencias y caprichos irresistibles; los rigores del clima, el hambre, la envidia, la ambici�n desmedida, la muerte misma constantemente ante sus ojos, no fueron nunca un inconveniente serio para la realizaci�n de sus incre�bles prop�sitos. Hab�a algo que los enardec�a y que excitaba esos cerebros efervescentes arrastr�ndolos al
abismo; hab�a una imaginaci�n meridional constantemente exaltada, perpetuamente estimulada por el grito de una ambici�n de oro y de gloria, que no reconoc�a l�mites ni lazo alguno que la dominara. La idea de un pa�s en que los metales preciosos corr�an a raudales en el lecho de los r�os, sin due�os y despreciados por los indios mismos; de que aquellas zonas fabulosas eran habituadas por gigantes y amazonas, exaltaba su esp�ritu calenturiento y alegraba aquellos corazones en perpetua lucha con la emoci�n. La presencia edificante de panoramas como el que presenta el r�o Napo, desencaden�ndose con br�o en su corriente y yendo a precipitarse en la cascada con un clamoreo espantoso; el ruido de la catarata del Tequendama, que a seis o siete leguas hab�an principiado a o�rlo, formando un contraste con el silencio triste de la naturaleza americana; los �rboles de sus bosques inmensos, extendiendo perezosamente sus ramas descarnadas; los r�os -dice Prescott, describiendo estos cuadros- corriendo en su lecho de piedra como hab�an corrido por siglos, la soledad y el silencio de aquellas escenas, interrumpido solamente por el estruendo de la cascada y por el murmullo suave y l�nguido de los bosques; todo parec�a mostrarse a los aventureros en el mismo agreste y primitivo estado en que sali� de mano del Creador, contribuyendo cada vez m�s a excitar su mente [28.] . Corr�an de territorio en territorio, presenciando a cada momento espect�culos an�logos, en lucha con la distancia en esas llanuras exterminadoras en que el ojo se cansa en in�tiles esfuerzos buscando algo en que fijar la mirada; por el valle sin horizontes, por la monta�a sin fin, peleando con el hambre y con la sed, con los fr�os aniquiladores o el aire abrasador de las zonas tropicales, buscaban esas tierras so�adas, los r�os de plata, las vetas interminables de oro tan tenazmente incrustadas en su cerebro. Todos estos rasgos �tnicos, a la par de otros o menos sensibles, se han trasmitido con �nfimas modificaciones a las generaciones que les sucedieron. El vigor f�sico observado por el ejercicio que lo alimenta y sostiene, la constancia, el valor personal, la ciega intrepidez, todo ha venido transfundi�ndose hasta llegar a las generaciones actuales. La "selecci�n", con su principio de mejoramiento, ha ido agregando esas cualidades morales que complementan la fisonom�a de la generaci�n de la independencia, todos estos destellos de virtud que muy de cuando en cuando alumbraban el alma angulosa de aquellos hombres. Facundo Quiroga, Artigas y los otros caudillos de su talla, s�lo atestiguan que la ley del "atavismo", en virtud de la cual el individuo tiende por un esfuerzo de su propia naturaleza a parecerse a un tipo o especie anterior m�s imperfecta, se cumple siempre con igual regularidad. No hay duda de que ciertos caracteres psicol�gicos y aun f�sicos, se fijan por medio de la herencia, no s�lo en una familia, sino tambi�n en un pueblo, puesto que es un organismo an�logo al organismo humano [29.] . "La suma de los caracteres ps�quicos que se encuentran en toda la historia de un pueblo, en sus instituciones y en todas las �pocas, se llama el "car�cter nacional" [30.] . Pero "la evoluci�n" transforma ese car�cter, y debido a estas transformaciones, es que nosotros nos encontr�bamos ya un tanto modificados en la �poca de la Revoluci�n, pues subsistiendo much�simos de los caracteres de la generaci�n de la conquista, hab�amos adquirido algunos otros, el sentido moral, por ejemplo, que seg�n Maudsley, no es un agente preexistente sino un efecto concomitante de la evoluci�n; y hab�amos atrofiado otros, de la misma manera que se atrofian, en algunos animales, ciertos �rganos que han dejado de ser �tiles. Conserv�bamos, entre otros, la viveza meridional de la imaginaci�n, trasmitida en ese estado de emoci�n y est�mulo en que ellos la tuvieron constantemente. Esa imaginaci�n que constituye un rasgo de raza y que desempe�a un papel tan importante en el sue�o, en la locura y en las alucinaciones, origen probable, en mi concepto, de muchos de los hechos sobrenaturales que refiere la historia de la conquista y colonizaci�n de la Am�rica. Las curaciones r�pidas verificadas por el agua de Santo Tom�, la aparici�n del mismo santo en el camino de arena de la Bah�a de Todos los Santos, y muchos de los episodios que la credulidad primitiva de los cronistas nos ha trasmitido, no tienen evidentemente otro origen. El pueblo que habita el extenso territorio que se extiende al oriente de la
inmensa cadena de los Andes y al occidente del Atl�ntico, siguiendo el R�o de la Plata, es por herencia y por el clima un pueblo de imaginaci�n viva y exaltada, por esto es naturalmente poeta y m�sico, como se ha dicho, apasionado y entusiasta. El sentimiento religioso muy desarrollado en su alma, el espect�culo de lo bello, el poder terrible de la inmensidad, de la extensi�n, de lo vago, de lo incomprensible -como dice Sarmiento- todo contribuye a exaltar el �nimo que se siente sobrecogido y vibra con fuerza ante la majestad de ciertos espect�culos. El simple acto de clavar los ojos en el horizonte -y no ver nada-, porque cuanto m�s los hunde en aquel espect�culo incierto, vaporoso, indefinido, m�s se le aleja y le fascina, lo confunde y lo sume en la contemplaci�n y la duda; el hombre que se mueve en estas escenas se siente asaltado de temores e incertidumbres fant�sticas, de sue�os que le preocupan despierto [31.] . A esta natural predisposici�n, agreguemos la influencia evidente que han tenido los grandes acontecimientos pol�ticos, las conmociones sociales fuert�simas, desarrolladas durante tantos a�os y tendremos, en parte, la explicaci�n de estas perturbaciones nerviosas, ya leves, ya profundas, que vamos a estudiar. Por esto lo que ha predominado en el per�odo posterior a la Revoluci�n y, m�s a�n, en los d�as f�nebres de la tiran�a, ha sido el elemento nervioso, las alteraciones generalmente din�micas y a veces pasajeras del centro encef�lico. Este estado de tensi�n al m�ximum del esp�ritu, explica, por ejemplo, la muerte de aquel ciudadano, cuyo nombre no recuerdo, y que cay� como fulminado al recibir la noticia de la derrota de los espa�oles en la jornada de Maipo; episodio que bien se explica por la exageraci�n s�bita de la acci�n card�aca, provocada por una viva emoci�n moral [32.] . La explicaci�n de este predominio evidente que se advierte en la lectura de ciertas piezas especiales, cient�ficas e hist�ricas de la �poca, puede encontrarse en la acci�n continuada de causas cuya influencia demasiado conocida no es ya discutible. Los acontecimientos pol�ticos desempe�aron un rol importante, sino en la producci�n de la locura, por lo menos en la patogenia de estos estados individuales enfermizos que se observan en ciertas personas ilustres, y aunque con menos acentuaci�n en pueblos enteros. El brusco y considerable estimulo que determin� sobre todos los cerebros el cambio r�pido que produjo la independencia, haci�ndonos pasar sin preparaci�n alguna de la vida tranquila y puramente vegetativa de la colonia, a las luchas y emociones de una existencia libre y casi desenfrenada, a los azares de una democracia demag�gica y tumultuaria, tuvo que conmover fuertemente todos los corazones haciendo vibrar hasta la �ltima c�lula del cerebro m�s perezoso y atrofiado de la �poca. La influencia de los grandes acontecimientos pol�ticos, como la revoluci�n y guerra de nuestra independencia, tienen una acci�n poderosa en la g�nesis, no s�lo de ciertos estados nerviosos, sino tambi�n de la enajenaci�n mental misma, particularmente en los individuos predispuestos. Las conmociones pol�ticas imprimen indudablemente -dice Esquirol- mayor actividad a todas las facultades intelectuales, exaltan las pasiones tristes y rencorosas, fomentan la ambici�n y las venganzas, derriban la fortuna p�blica, alteran profundamente el orden social y por lo tanto producen las distintas formas de locura. Esto es lo que ha sucedido en Inglaterra, lo que se ha visto en Am�rica despu�s de la guerra de la Independencia, y en Francia durante la revoluci�n, con la diferencia entre Francia e Inglaterra, que en esta �ltima, seg�n Mead, m�s fueron los ricos que perdieron el juicio, al paso que en Francia casi todos los que escaparon a la hoz revolucionaria, se vieron atacados de enajenaci�n mental [33.] . Las conmociones pol�ticas -contin�a el venerable alienista- son, como las ideas dominantes, causas excitantes de la locura que ponen en juego tal o cual influencia, imprimiendo un sello particular a sus distintas formas. Cuando la destrucci�n de la antigua monarqu�a francesa, muchos individuos se volvieron locos por el espanto; cuando vino el Papa a Francia, las man�as religiosas aumentaron; cuando Bonaparte hizo reyes, hubo muchos emperadores y reyes en las casas de locos. En la �poca de las invasiones francesas, el terror produjo muchas man�as,
sobre todo en las aldeas; los alemanes hicieron la misma observaci�n el d�a que sufrieron las invasiones de los ej�rcitos de Francia. Nuestras sacudidas pol�ticas -concluye el m�dico de Charenton- han producido muchos casos de locura provocados y caracterizados por los acontecimientos que han se�alado cada p�gina de revoluci�n; en 1791 hubo en Versailles un n�mero prodigioso de suicidios, y cuenta Pinel, que un entusiasta de Danton, habiendo o�do acusarle, se volvi� loco y fue enviado a Bic�tre [34.] . El trabajo mental, llevado hasta el cansancio del cerebro, puede favorecer el desarrollo de estos estados; la experiencia ense�a que en este concepto ejercen mucho mayor influjo las penas, las pasiones contrariadas, el orgullo, la ambici�n, la exaltaci�n m�stica, las decepciones, los quebrantos de fortuna y todo g�nero de emociones de �ndole afectiva [35.] . Sin embargo, algunos autores niegan que las conmociones pol�ticas tengan influencia sobre la producci�n de la locura. Pero esto es evidente, en mi concepto, seg�n parecen revelarlo los �ltimos estudios: es preciso fijarse que al hablar de "grandes" acontecimientos pol�ticos, los autores que sostienen su influencia se refieren, no a hechos de poca importancia, como las agitaciones electorales diarias en las rep�blicas, o a cualquier otro suceso de trascendencia alguna, sino a los grandes acontecimientos pol�ticos y sociales, de esos que invierten completamente el orden establecido, conmoviendo por su base a toda una sociedad, la Revoluci�n Francesa por ejemplo, la Revoluci�n Sud-Americana, y bajo otra faz y en otra escala, las depredaciones de la Comuna, de la Mazorca, de Facundo Quiroga, del Fraile Aldao. Lunier, uno de los directores de los "Annales m�dico-psychologiques", de Par�s, e Inspector General del servicio de alienados, ha publicado no hace mucho una excelente memoria sobre este punto y de la cual se deducen las siguientes conclusiones: los acontecimientos de 1870 y 1871 han determinado, m�s o menos directamente, del 1� de Julio de 1870 al 31 de Diciembre de 1871, la explosi�n de 1.700 a 1.800 casos de locura; su resultado ha sido, primero un descenso considerable en la cifra de admisiones en los Asilos, despu�s un recrudecimiento ulterior (fines de 1871), luego una elevaci�n excepcional (1872), y finalmente un retroceso a la proporci�n media. Aqu�, como se ve, est� comprobado que la influencia de la herencia ha sido relativamente d�bil, y preponderante la de las emociones. Ahora bien: si, como dice el eminente Griesinger, el aumento de las enfermedades mentales en nuestra �poca es un hecho real en relaci�n con el estado de las sociedades actuales, sobre las que obran ciertas causas de una influencia incontestable; que la actividad impresa hoy d�a a las artes, a la industria y las ciencias tienen por resultado inmediato un acrecentamiento considerable de actividad en las facultades intelectuales; que los goces f�sicos y morales van sin cesar aumentando; que nuevas inclinaciones y pasiones desconocidas principian a germinar; que la educaci�n liberal hace cada d�a progresos, desarrollando ambiciones que s�lo un peque�o n�mero puede satisfacer; y, finalmente, que las crueles decepciones, la agitaci�n industrial y pol�tica son causas bastante poderosas para desarrollar esos trastornos de la inteligencia, es claro que iguales razones existen, en mi concepto, para suponer que el estado efervescente y verdaderamente excepcional por que han atravesado nuestros pueblos en ciertas �pocas, ha influido poderosa y activamente para desarrollar, sino la locura, por lo menos un estado de exaltaci�n o de depresi�n intelectual y moral muy an�logo, y de su misma naturaleza. Entre las causas que m�s vivamente han influido, seg�n Lunier, para determinar el aumento de locos durante la guerra Franco-Prusiana, se encuentran: la inquietud causada por la aproximaci�n del enemigo, el temor al reclutamiento, la partida de una persona querida para el ej�rcito, las fatigas f�sicas y morales de la guerra, particularmente del sitio de Par�s, la ansiedad y angustias experimentadas durante una batalla o un bombardeo, los cambios de posici�n o de fortuna, resultado inmediato de los acontecimientos, el terror causado por la noticia de una nueva derrota y por fin la excitaci�n pol�tica y social, y la ocupaci�n del pa�s por el enemigo [36.] . Todas ellas, y con exuberancia, las vemos actuar sobre la masa de
nuestro pueblo durante un lapso de tiempo de veinte a�os, agregadas a otras tal vez m�s poderosas, y que el estado deplorable de nuestra comunidad misma hac�a germinar. Si all� en donde la civilizaci�n impera eran aquellas suficientemente eficaces para engendrar tales trastornos, �qu� no suceder�a entre nosotros, en donde una barbarie ingobernable e indigna hab�a, desgraciadamente, asfixiado nuestra sociabilidad embrionaria, atrofiado el sentido moral y dominado prepotente por tantos a�os? Si en Francia produc�a trastornos mentales la aproximaci�n de un ej�rcito de hombres civilizados, �qu� no producir�a la presencia de las bandas de Quiroga que iban arrasando pueblos y fusilando sin valla, que volteaban a rebencazos a las mujeres y que ataban desnudos a las cure�as de los ca�ones a los hombres m�s honorables de las ciudades? Para comprender la patogenia de estos trastornos curiosos, para apreciar el grado de exaltaci�n a que lleg�bamos, basta entresacar a la ventura ciertos cuadros hist�ricos, recordar algunos episodios lamentables de la vida desordenada y bulliciosa de aquella democracia pampeana. Lleg� un d�a en que las facciones se hicieron m�s turbulentas y agrestes, los males se agravaban sin la esperanza siquiera lejana de un remedio eficaz y en�rgico. La divisi�n de las ideas -dice el distinguido historiador de Belgrano- era completa al comenzar el a�o 16; los ej�rcitos derrotados o en embri�n apenas cubr�an las fronteras, el elemento semib�rbaro se hab�a sobrepuesto en el interior a la influencia de los hombres de principios... aquello era un caos de des�rdenes, de odios, de derrotas y luchas intestinas, de teor�as mal comprendidas, de principios mal aplicados, de hechos no bien apreciados y de ambiciones leg�timas o bastardas que se personificaban en pueblos o en individuos [37.] . Hab�a llegado un momento terrible para las revoluciones que se desenvuelven desordenadamente y por instinto, ese momento en que el mal y el bien se confunden, en que las cabezas m�s firmes trepidan, en que las malas pasiones neutralizan la influencia saludable de los principios y en que cada bando se apodera de una parte de la raz�n y de la conveniencia social, como de los jirones de una bandera despedazada en la lucha [38.] . En medio de aquella "bancarrota moral", las emociones s�bitas y variad�simas, la ambici�n, la vanidad herida, la alegr�a misma, el terror, la c�lera determinando cambios bruscos e intensos en todas las funciones cerebrales, el dolor moral, el trabajo f�sico, la envidia y el rencor, agreg�ndose a todas ellas las influencias climat�ricas y hereditarias, provocaban esta irritaci�n intensa del enc�falo determinando esas exaltaciones patol�gicas que se traducen por actos extravagantes, ins�litos y muchas veces sangrientos. Hay en aquellos dramas de la Revoluci�n escenas interesantes bajo este punto de vista, episodios que el observador menos avisado no trepidar�a en clasificar de delirantes, en el verdadero sentido de la palabra. Muchos de aquellos cerebros dominados por una estimulaci�n continua y pertinaz, sacudidos por el c�mulo de causas excitantes que gravitaban sobre ellos, congestionados o anemiados alternativamente por las perturbaciones que esa vida sin sue�o y sin tregua llevaba a los �rganos de la respiraci�n, de la digesti�n y de la hematosis, principiaron a perder el equilibrio fisiol�gico, dando lugar a todas esas manifestaciones de un car�cter ali�nico tan marcado. Las revoluciones se suced�an unas tras otras con una rapidez pasmosa; los gobiernos s�lo ten�an una existencia ef�mera y hasta rid�cula. As� que ca�a uno, el que lo hab�a volteado se entregaba muy a menudo a actos de supina crueldad y algunas veces de verdadera demencia. Como la revoluci�n de 5 y 6 de Abril de 1816, dice el autor citado, y como casi todas las conmociones internas que se hab�an sucedido, la que derrib� a Alvear se cambi� a su vez en perseguidora, llev� su encarnizamiento hasta el grado de cebarse en enemigos impotentes y muy dignos de toda consideraci�n, y su impudencia o su "delirio" lleg� hasta el extremo de calificar de criminales las acciones m�s inocentes. Para colmo de verg�enza vendi�, por dinero, a los mismos compatriotas perseguidos la dispensaci�n de las penas arbitrarias a que eran sentenciados por las comisiones instituidas en tribunal [39.] .
Hay m�s a�n. Hab�a all� dos tribunales denominados el uno "Comisi�n Civil de Justicia" y el otro "Comisi�n Militar Ejecutiva", cuyos actos indudablemente son los s�ntomas de una verdadera exaltaci�n enfermiza, de esa enajenaci�n que han estudiado Despine, Laborde y Dubois Reymond en la Comuna de Par�s. Era una creaci�n monstruosa inspirada por el odio y cuyo �nico objeto parec�a, no la persecuci�n del enemigo, sino la persecuci�n de las opiniones disidentes de los patriotas ca�dos. El voluminoso proceso que con tal motivo se form� -contin�a el autor mencionado- es la m�s completa justificaci�n de la inculpabilidad de los acusados, a pesar de que se invent� con este motivo el "crimen de facci�n" (la Comuna invent� clasificaciones vaciadas en el mismo molde), que indicaba simplemente la disidencia de opiniones. La sentencia que dict� la Comisi�n Civil es un monumento de c�nica injusticia o de obcecaci�n", de que la historia argentina presenta pocos ejemplos. Por esta sentencia, D. Hip�lito Vieytes, que muri� de pesadumbre (una lipeman�a terminada en la demencia), D. Bernardo Monteagudo, D. Gervasio Posadas y D. Valentin G�mez, fueron condenados "por equidad" a destierro indefinido, a pesar de no resultar contra ellos en el proceso, sino el "hallarse comprometidos con principalidad en la facci�n de Alvear, seg�n voz p�blica y voto general de las Provincias", teniendo, sin embargo, la generosidad de devolverles sus bienes despu�s de entregar el valor de las costas en que quedaban a descubierto. A. D. Nicol�s Rodr�guez Pe�a se le condenaba, por "el crimen de su influjo en la opini�n", a salir desterrado hasta la reuni�n del Congreso; a D. Antonio Alvarez Fontes se le desterraba sin acusarlo de ning�n delito "para que no pudiera entrar en lo futuro en alguna revoluci�n"; al Dr. D. Pedro J. Agrelo, se le confinaba al Per� "por la exaltaci�n de ideas con que hab�a explicado sus sentimientos patri�ticos" [40.] . El Fiscal D. Juan J. Passo clasificaba de execrables "estos cr�menes" y llamaba "dulce" al temperamento adoptado por el tribunal. Si se tiene presente la honorabilidad y mansedumbre de algunos de los que formaban estos tribunales, se ver� que s�lo bajo la acci�n delet�rea de un estado cerebral an�malo, de verdaderos arranques de monoman�a exaltada, han podido cometer tranquilamente estas aberraciones inadmisibles en un esp�ritu completamente sano. Hechos an�logos s�lo se observaron en la Comuna y, respecto al estados de sus cerebros, los alienistas citados m�s arriba, nos han dado ya su opini�n autorizada. No era posible tampoco que sucediera de otra manera, dadas nuestras condiciones sociales y pol�ticas. Un pueblo que, como el nuestro, vivi� desde su nacimiento desquiciado por tan distintos elementos, desorganizado y sin br�jula, ten�a que sentirse arrebatado por movimientos pasionales de esta naturaleza, produci�ndose las neuropat�as epid�micas que se revelan en la historia por actos de naturaleza tan extra�a. �C�mo no sentirse fuertemente contristado, deprimido, en presencia de aquellas invasiones que L�pez, el agreste caudillo de Santa Fe, verific� en 1819 a C�rdoba, residencia de Bustos, su rival infortunado? Su presencia imponente hubiera bastado por s� sola para producir una inquietud mental colectiva. La columna que le segu�a -dice el autor de "Belgrano y G�emes"- presentaba un aspecto original y verdaderamente salvaje; su escolta, compuesta de dragones armados de fusil y sable, llevaba por casco la parte superior de la cabeza de un burro, con las orejas paradas por crest�n. Los escuadrones de gauchos que le acompa�aban, vestidos de chirip� colorado y botas de potro, iban armados de lanza, carabinas, fusil o sable indistintamente, con boleadoras a la cintura, y enarbolaban en el sombrero de panza de burro que usaban una pluma de avestruz, distintivo que desde entonces empez� a ser propio de los montoneros. Los indios, con cuernos y bocinas por trompetas, iban armados de chuzas emplumadas, cubiertos en gran parte con pieles de tigre del Chaco y seguidos por la chusma de su tribu, cuya funci�n militar era el merodeo [41.] . Estas invasiones de los montoneros, de una provincia a otra, eran casi constantes y a su paso iban dejando un rastro de sangre, degollando y saqueando poblaciones enteras, como lo efectu� la divisi�n de L�pez en su retirada, producida por la aproximaci�n del General Arenales que, al frente de 300 hombres disciplinados,
corri� a batirlo. Retir�ronse asolando al pa�s por ambas m�rgenes del Tercero, desde la Herradura hasta la Esquina, saqueando ciudades, robando mujeres y esparciendo el terror por todas partes. Eran verdaderas irrupciones de b�rbaros desbordados sobre las ciudades indefensas, las que hac�an estos hombres ensoberbecidos con la prepotencia que la desorganizaci�n pol�tica del pa�s les hab�a dado. Durante el "a�o veinte", L�pez y Ram�rez entran a Buenos Aires con sus escoltas de salvajes cuyo aspecto agreste impon�a a las poblaciones, y atan sus caballos en las rejas de la pir�mide de Mayo. Ese "a�o veinte" puede considerarse, en nuestra historia, como un verdadero acceso de exaltaci�n man�aca general, rabiosa y desordenada, como el momento supremo en que una crisis agud�sima y brutal rompe en todos los cerebros ese equilibrio ben�fico que constituye la raz�n. Este oscuro proceso, manifestaci�n bulliciosa de ese "morbus democraticus", como llamaba Bri�rre de Boismont, a una epidemia an�loga desarrollada en el Faubourg Saint Antoine, en Par�s, lleg� a su colmo cuando en aquel d�a famoso en los fastos de la anarqu�a, Buenos Aires tuvo tres gobernadores en pocas horas, elevados y arrojados del mando por otras tantas revoluciones. Se comprende que este estado deplorable del esp�ritu, agrav�ndose cada vez m�s, diera m�s tarde nacimiento a otros fen�menos de origen nervioso, pero de un fondo patol�gico m�s acentuado. A esta categor�a pertenece el desarrollo relativamente considerable del histerismo en sus diversas formas, en algunas de las provincias argentinas y cuyo aumento se hizo m�s sensible bajo el reinado del terror. Un m�dico respetable de la provincia de Tucum�n, y que ejerc�a entonces su profesi�n, nos dec�a que en esa �poca, casi todas las mujeres, la que no era hist�rica declarada, ten�a en su modo de ser, en su car�cter, algo que revelaba la influencia perturbadora de esta afecci�n. En estas organizaciones d�biles por naturaleza, y dotadas de una sensibilidad emotiva exquisita y propia del temperamento, agitadas por esa imaginaci�n fosforescente, tan propia no s�lo del sexo sino de la �poca y del clima, bien se explica que aquellos d�as de tanta amargura, que todas esas transiciones bruscas de la tristeza profunda a la m�s amplia y expansiva alegr�a, haciendo vibrar con fuerza sus d�biles nervios, produjera sino la histero-epilepsia o la histeria tipo, cualquiera de sus manifestaciones solapadas, tan comunes y numerosas en estas afecciones. Frecuentes, sin duda alguna, tienen que haber sido; lo que hay es que pasar�an desapercibidas para la generalidad ignorante, porque al manifestarse lo har�an bajo un aspecto aparentemente sin importancia, mostr�ndose el cuadro sintom�tico en detalle, como sucede a menudo. El "clavo hist�rico", por ejemplo, o alg�n otro signo casi inequ�voco, por parte de la sensibilidad; sensaciones de un fr�o glacial o de un calor intenso, excitaciones sensoriales, determinando alucinaciones fugaces, trastornos del tacto o cualquiera de esas infinitas sensaciones alucinatorias, a veces tan accidentales o transitorias en la histeria. Las perturbaciones del car�cter bien pod�an atribuirse a causa de otro orden, a los disgustos dom�sticos, al tedio, a la tristeza, etc., y entonces la raz�n de este desconocimiento es perfectamente atendible. La etiolog�a es f�cil, en mi concepto. Quiroga, Artigas, Manuel Oribe y Aldao, con las exaltaciones del alcoholismo cr�nico de este �ltimo, est�n ah� para explicarlas. El terror es la palanca m�s poderosa para despertar todos estos trastornos, que pueden ser no s�lo din�micos, sino tambi�n org�nicos, nutritivos del cerebro y de los dem�s �rganos del cuerpo humano. �Reconoce este mismo origen la propagaci�n r�pida de las afecciones card�acas durante la tiran�a de Rosas? El Dr. Colombres, distinguido m�dico de la provincia de Salta, aseguraba que eran entonces tan frecuentes en Buenos Aires, que �l las tom� como punto para su tesis inaugural, proponi�ndose averiguar la influencia innegable que en su patogenia hab�a tenido el r�gimen de Rosas. El joven Dr. D. Eulogio Fern�ndez, present� el a�o pasado al "C�rculo M�dico Argentino" un trabajo haciendo observar esto mismo, estudiando su origen, y aunque adolec�a de ciertos defectos capitales respecto a la estad�stica y etiolog�a, consignaba sin embargo algunos datos de mucha importancia. Por lo que dejamos apuntado m�s arriba, f�cilmente puede explicarse esta influencia y el origen primitivamente nervioso de semejantes perturbaciones, que
por otra parte pueden curarse una vez que la causa ha cesado de obrar, o hacerse org�nicas si persiste por mucho tiempo. Entonces se establece un c�rculo m�rbido: el cerebro ha influenciado primitivamente al m�sculo card�aco y �ste, una vez enfermo, influencia a su turno al enc�falo, determinando perturbaciones que var�an en intensidad, seg�n la predisposici�n del individuo y la amplitud de causas de otro orden que, agregadas a aquellas, act�en con mayor fuerza sobre el resto del organismo. Durante la permanencia de Facundo Quiroga en Tucum�n, el terror se apodera de la poblaci�n de una manera pavorosa. Quiroga azota por su propia mano a los miembros de las principales familias, fusila algunos y saca al pueblo contribuciones ingentes para cubrir sus deudas de tah�r. Facundo se presenta un d�a en una casa y pregunta por la se�ora a un grupo de chiquillos que juegan a las nueces; el m�s vivaracho contest� que no estaba. -D�le que he estado aqu�, responde. -�Y qui�n es Vd? -Soy Facundo Quiroga... El ni�o cae redondo, y s�lo el a�o "pasado" (es decir, dos a�os despu�s), ha empezado a dar indicios de recobrar un poco la raz�n; los otros echan a correr llorando a gritos; uno se sube a un �rbol, otro salta unas tapias y se da un terrible golpe [42.] . Una familia de las m�s respetables de la provincia -refiere el mismo Sarmiento- recibe la noticia de la muerte de su padre, que ha sido fusilado, y momentos despu�s de tan terrible anuncio, dos de sus hijos, un var�n y una mujer, se vuelven locos. Un joven distinguido de la provincia de Buenos Aires cae tambi�n fusilado por aquel jaguar; su linda prometida, al recibir la sortija que el sacerdote ten�a encargo de entregarle, pierde la raz�n, que no ha recobrado hasta hoy [43.] . Estas emociones brutales, llevando cada d�a mayor est�mulo a aquellos nervios crispados por las m�s dolorosas alternativas, conmovieron con violencia sus cerebros, determinando, como era consiguiente, la explosi�n de afecciones nerviosas muchas veces graves e incurables. La enteritis estalla en Tucum�n y cunde por toda la poblaci�n con una rapidez alarmante. He aqu� otra prueba del influjo de las acciones nerviosas. Los m�dicos aseguran que no hay tratamiento, que la enteritis viene de afecciones morales, del terror, enfermedad -dice el autor de "Facundo"- contra la cual no se ha hallado remedio en la Rep�blica Argentina hasta hoy. Esta enteritis, cuando se presenta bajo formas y circunstancias an�logas, depende de trastornos nerviosos bien estudiados ya. Es una fluxi�n catarral por trastornos de la inervaci�n vaso-motriz y reconoce por causas la impresi�n del fr�o sobre el vientre y sobre los pies, las emociones morales fuertes, el terror y los disgustos intensos, particularmente durante el trabajo de la digesti�n. En estos casos -dice Jaccoud- los fen�menos intestinales pueden presentar la rapidez y duraci�n de las acciones nerviosas; la predisposici�n individual y la persistencia de las impresiones patog�nicas son los dos elementos que constituyen la mayor o menor duraci�n [44.] . Al influjo de todas estas causas que acabamos de enumerar no pod�a escapar nadie, como es l�gico suponerlo, y por esto es que vemos a un n�mero considerable de nuestros hombres c�lebres, sufriendo afecciones del cerebro, ya org�nicas ya din�micas puramente, y que en muchos de ellos se traducen por los trastornos morales e intelectuales que vamos a estudiar m�s adelante. Lo que es indudable es el predominio acentuado de un temperamento eminentemente nervioso en casi todos y la circunstancia, no casual, sino necesaria, de padecer de afecciones de este aparato, como vamos a verlo. "Bernardino Rivadavia" durante su destierro tuvo verdaderos accesos de hipocondr�a. En los �ltimos per�odos de su enfermedad, sus facultades mentales, como es consiguiente, hab�an deca�do; era ligeramente af�sico pues encontraba con mucha dificultad las palabras y hab�a perdido completamente la memoria de algunas. Muri� de un reblandecimiento cerebral. El "Dr. D. Manuel J. Garc�a" sufr�a tambi�n accesos de hipocondr�a. Encerr�base en su cuarto y all� se entregaba a la soledad, embebido en sus largos mon�logos. Muri� de una afecci�n al cerebro, cuya especificaci�n no me es posible hacer. Tengo estos datos del distinguido coronel Barros, sobrino carnal del ilustre
ministro de Rivadavia. El "General Guido" muri� de una hemorragia cerebral. Cuatro a�os antes hab�a ca�do del caballo a consecuencia de un ataque an�logo. El "General Brown" estaba afectado de una "melancol�a" en la que el delirio de las persecuciones se destacaba con bastante claridad. Tuvo un pariente consangu�neo afectado de enajenaci�n mental y �l, llevado de repulsiones suicidas, arroj�se de una azotea fractur�ndose una pierna. Creemos, aunque no tenemos seguridad alguna, que muri� de una hemorragia cerebral. El "Dr. D. Vicente L�pez" autor inmortal del himno patrio, muri� de una enfermedad nerviosa. Los s�ntomas que se me han referido dejan entrever una afecci�n a la m�dula con ramificaciones en el cerebro (esclerosis en placas). Antes de morir, y durante su �ltimo ataque, le sobrevino un delirio que dur� treinta y tantas horas, seg�n me lo ha referido su ilustre hijo. Era un delirio tranquilo, suave y sin determinaciones motrices (delirio verbal). Sentado al lado de su cama, conversaba consigo mismo de muchos y variados asuntos, y en un tono solemne y grave recitaba trozos enteros de las poes�as de Horacio, su poeta favorito. La memoria, fuertemente excitada, le hac�a desfilar por delante acontecimientos que no recordaba en su estado de salud, personajes que hab�an vivido en los primeros a�os de su vida y cuyas fisonom�as y detalles refer�a con primorosa claridad. El "Dr. D. Florencio Varela" sufr�a de accidentes epil�pticos (el gran mal) que principiaron a manifestarse en la edad adulta. El "General D. Antonio Gonz�lez Balcarce" muri� repentinamente. "Don Juan Cruz Varela" estaba afectado, como su hermano, de accidentes epil�pticos. El "General D. Marcos G. Balcarce" muri� repentinamente. El "Dr. D. Gregorio Funes" muri� de apoplej�a cerebral, sentado en una de las calles del antiguo "Jard�n Argentino". El "Dr. Tagle", personaje de un car�cter sombr�o y un tanto hipocondr�aco, padec�a de una dispepsia cr�nica y muri�, como Rivadavia, de un reblandecimiento al cerebro. "Beltr�n", que colg� los h�bitos por servir en los ej�rcitos de la Rep�blica, y despu�s iluminaba con antorchas betuminosas las hondonadas de la cordillera para facilitar en medio de la noche el pasaje de los torrentes [45.] , fue a�os despu�s atacado de enajenaci�n mental en el Per� y andaba por las calles de Lima corriendo desaforadamente y vendiendo figuritas. Los desaires e ingratitudes de Bol�var hicieron que en esta organizaci�n, predispuesta sin duda, estallara la enfermedad. El "Coronel Estomba" conocido en los anales de nuestras guerras civiles fue atacado de enajenaci�n mental encontr�ndose al frente de sus tropas [46.] . Sus oficiales comprendieron el estado de sus facultades por la extravagancia de sus marchas, pero cuando se apercibieron era ya tarde, porque los hab�a entregado al enemigo. "Don Hip�lito Vieytes", despu�s de la sentencia que contra su persona dict� la Comisi�n Civil de Justicia, organizada por la revoluci�n de 15 y 16 de Abril de 1815, cay� en un estado completo de lipeman�a, a consecuencia de la cual muri�... Todo esto se explica, no s�lo por las causas accidentales de que nos hemos ocupado, sino tambi�n por la natural predisposici�n que engendra el clima con sus diversas y m�ltiples influencias. Hay en este pa�s un marcado predominio de las enfermedades del sistema nervioso. Las muertes s�bitas resultantes de apoplej�as sangu�neas o serosas -dice Mart�n de Moussy en su libro sobre la Rep�blica Argentina- son comunes, y lo mismo sucede con las par�lisis producidas por congestiones y apoplej�as parciales que se observan con alguna frecuencia. Una alteraci�n cerebral bastante generalizada es el reblandecimiento, que se manifiesta a�n en los extranjeros que han pasado cuarenta a�os en el pa�s (Mart�n de Moussy). Y n�tese bien que la generaci�n en que Moussy toma estos datos es precisamente la que hab�a vivido durante la �poca de agitaciones y de fuertes sacudimientos morales del per�odo de la Revoluci�n y de la Independencia. El mismo hace notar que m�s se observa en aquellas personas que han viajado mucho y que han
pasado alternativamente de una gran actividad f�sica y moral a un reposo pasajero y m�s o menos completo. La irritabilidad extrema que se nota en el sistema nervioso, sobre todo en el litoral, hace necesariamente m�s frecuentes estas enfermedades y m�s rebeldes que en cualquiera otra parte; el gran n�mero de tormentas, los cambios bruscos de temperatura que traen los vientos algunas veces muy frescos, contribuyen indudablemente a producirlas. (Mart�n de Moussy). A este dato sobre la influencia de nuestras condiciones meteorol�gicas que consigna el autor citado, agregaremos nosotros una, cuyos efectos, aunque no muy intensos, son sin embargo indudables. Es esta la influencia evidente que tienen sobre el cerebro los vientos del Norte que reinan en el pa�s con mucha frecuencia. El influjo poderoso de este agente, consignado de muchos a�os atr�s en la tradici�n popular, lo han observado despu�s los hombres de la ciencia y entre ellos el inolvidable Mossotti, cuyas excelentes lecciones se conservan todav�a en la memoria de sus disc�pulos. Este apreciable maestro lo atribu�a a los cambios de presi�n en los l�quidos del organismo, producido por las modificaciones que en la densidad del aire determinan estos vientos. Es observaci�n diaria en los manicomios del pa�s que los alienados se encuentran m�s exaltados cuando aqu�llos soplan. Y este dato, que nos ha sido suministrado por el Director de uno de ellos, nos recuerda un caso curioso recogido por un respetable m�dico, el doctor Valdez, y comentado en una memoria que escribi� con ese motivo. Un joven de buena familia sent�ase peri�dicamente arrastrado por impulsiones homicidas y sal�a a la calle sin otro objeto que el de repartir pu�aladas a todo el que encontraba a su paso: tomado por la autoridad, confes� ingenuamente todos sus delitos, pero declar� que �l no ten�a la culpa, porque esos deseos enfermizos lo asaltaban irresistiblemente cuando reinaban los vientos del Norte. La observaci�n del alienado (pues no era otra cosa) hab�a sido confirmada por el autor de la memoria, quien le hab�a prestado sus auxilios profesionales en otras ocasiones an�logas. Bajo la influencia de este viento, agrega de Moussy, se producen cefalalgias intensas, particularmente migra�as, tics dolorosos de la cara, tort�colis, etc., etc. Algunas de estas neuralgias se hacen realmente intermitentes y son precedidas de escalofr�os, a punto de producir una fiebre larvada que cede siempre a los antiperi�dicos. M�s adelante, en el cap�tulo destinado a la "marcha de las enfermedades" y a las "constituciones m�dicas del Plata", el Sr. Moussy vuelve a insistir sobre esta frecuencia, sobre la insidiosidad con que suelen aparecer, y apunta tambi�n la frecuencia entre nacionales y extranjeros de las afecciones del coraz�n y de los grandes vasos. Esta predisposici�n a las enfermedades de los centros nerviosos, revelada por las observaciones pacientes de Mart�n de Moussy y de otros m�dicos experimentados, constituye un elemento fundamental en la etiolog�a de las neurosis que vamos a estudiar. Ella hab�a preparado el terreno, colocando al organismo en condiciones propicias para su desarrollo, aumentando la receptividad m�rbida, y creando oportunidades que el clima, los acontecimientos pol�ticos y sociales, y ciertos caracteres �tnicos que ya hemos marcado, hac�an cada vez m�s frecuentes. Las enfermedades de los centros de inervaci�n son el patrimonio de las sociedades llenas de vigor y dotadas de esa savia maravillosa que palpita en cada c�lula cerebral. Las fuertes emociones que experimentan en esa vida de v�rtigo eterno, en que el elemento sensitivo hace el gasto principal, traen como consecuencia obligada todos esos trastornos cuya patogenia no siempre es conocida. Lo que sucede en el organismo humano se observa igualmente en el organismo social y pol�tico. Los hombres que abusan de la vida intelectual, se crean una predisposici�n marcada a esas enfermedades y a menudo perecen bajo su influencia formidable. En los pueblos en quienes una civilizaci�n avanzada mantiene al cerebro en perpetuo est�mulo, creando esa susceptibilidad enfermiza que propaga el suicidio y la locura, es donde las neurosis hacen mayor n�mero de v�ctimas III. La neurosis de Rosas La naturaleza moral tiene sus monstruosidades como la naturaleza f�sica. Un individuo es incompleto bajo el punto de vista de su organizaci�n moral, como otro
lo es bajo el punto de vista de su organizaci�n f�sica. La mente tiene sus imperfecciones, sus anomal�as en el desarrollo de sus facultades, como las tiene el cuerpo en el de sus �rganos. Estos principios que Moreau de Tours consigna en su cap�tulo: "De las influencias de los estados patol�gicos sobre el funcionamiento intelectual", son verdades inconcusas probadas por la observaci�n diaria. As� como se nace con la predisposici�n org�nica para ciertas enfermedades som�ticas, se nace igualmente con predisposici�n para las de la mente. Hay "di�tesis f�sicas" y "di�tesis morales", porque el esp�ritu no puede sustraerse a ciertas leyes que determinan en �l padecimientos de marcha y aspectos iguales a los del cuerpo. La herencia patol�gica, que trasmite de generaci�n en generaci�n la inminencia m�rbida para los sufrimientos del cuerpo, sigue fatalmente la misma marcha y recorre las mismas faces que la que trasmite la herencia psicol�gica para los padecimientos del cerebro. La herencia de ciertas enfermedades, la tuberculosis por ejemplo, es frecuente, y el ni�o nacido de padres tuberculosos no trae el tub�rculo en su cuerpo, sino que viene con la maldici�n ineludible de la predisposici�n; los descendientes de padres que no son tuberculosos, pero que han sufrido la escr�fula, la di�tesis caqu�ctica, o el alcoholismo, pueden nacer con la di�tesis tuberculosa, porque la enfermedad sufre, al trasmitirse, una verdadera transformaci�n. En cierta manera sucede lo propio con estos padecimientos proteiformes y a veces incomprensibles que la llamamos neurosis. El monoman�aco puede legar a sus hijos o la monoman�a misma o la aptitud para contraer cualquier g�nero de vesania; y como esto es lo que m�s frecuentemente se observa, resulta que los hijos, los nietos o los sobrinos (herencia colateral) de un loco, cualquiera que sea su locura, pueden ser o man�acos o alcoh�latras, hist�ricos, epil�pticos, perseguidos, criminales o extravagantes, y los hijos de estos �ltimos, man�acos, lipeman�acos, etc. La tendencia a reincidir que se observa en ciertos g�neros de criminales, es una simple cuesti�n de fisiolog�a o de psicolog�a m�rbida. Algunos de esos desgraciados, a quienes la ley condena a la �ltima pena como asesinos vulgares, no son sino enfermos. Aqu� es donde se observa la acci�n de la herencia, la influencia m�rbida delet�rea de la organizaci�n de los padres sobre la de sus hijos y las transformaciones de las neuropat�as de los unos, en monstruosidades morales en los otros (Moreau de Tours). Los m�s experimentados directores de prisiones han llegado a convencerse que para ciertos criminales no alumbra esperanza alguna de reforma, puesto que el crimen es el fruto de la locura en muchos de ellos. En la generalidad de los casos, la educaci�n no cura radicalmente estas gibosidades del esp�ritu, como no cura la cirug�a las gibosidades del cuerpo o sus interminables vicios de conformaci�n. Como tampoco cura la medicina las di�tesis tuberculosa o cancerosa. La educaci�n adormece su potencia, atempera sus manifestaciones, estableciendo un equilibrio saludable, como calma la terap�utica las exacerbaciones de la escr�fula por medio del t�nico que ayuda a la naturaleza en esa lucha eterna en que viven los diat�sicos. La enfermedad subsiste, aunque debilitada, pero de repente, y bajo la acci�n de cualquier causa insignificante, recobra su vigor primitivo y su mano de plomo aplasta estas organizaciones empobrecidas. Esto sucede a menudo con las perversiones enfermizas de que habla el autor antes citado, con las degeneraciones que debilitan el ser moral, aniquilando el equilibrio de sus facultades y paralizando toda reacci�n de la voluntad contra los arranques de las pasiones, contra la fuerza de esa di�tesis moral, temible, que casi fatalmente conduce al crimen y para la cual no hay remedio en todas las terap�uticas del mundo. Estas organizaciones caprichosas encuentran en el crimen verdaderos goces, una satisfacci�n particular en el sacrificio in�til de un semejante, un placer inefable en el tormento lento, pausado, en que se bebe la muerte a intervalos crueles, a la manera que lo hac�a Rosas. Gall consigna casos curios�simos de este g�nero de trastornos ps�quicos. Entre otros, refiere el de un dependiente de botica que sintiendo fuertes inclinaciones
al asesinato, concluy� por hacerse verdugo; y el de un rico propietario irland�s, que pagaba a los carniceros para que le permitieran el placer de matarles los bueyes. El caballero Lelwin -dice Legendre- asist�a a todas las ejecuciones de criminales y hac�a toda clase de esfuerzos para colocarse cerca de la guillotina. La-Condamine buscaba con ardor el placer de presenciar la agon�a de los ajusticiados, y los libros de Pinel y de Esquirol refieren casos an�logos al de aquella mujer que viv�a en las inmediaciones de Par�s, y atra�a con cari�o a los ni�os para degollarlos, salarlos y luego com�rselos con una sangre fr�a tremenda. Cuenta el venerable Esquirol que un d�a fue consultado por un hombre como de 50 a�os, de enormes m�sculos, de buena constituci�n, y que despu�s de haber llevado una vida activa, trabajando y recorriendo casi todos los pa�ses de Europa, se hab�a retirado a vivir tranquilo. Estaba pose�do de una impulsi�n al asesinato y durante todos los instantes de su vida viv�a en una angustia perpetua; esta impulsi�n variaba de intensidad, pero jam�s desaparec�a enteramente: a veces era s�lo una idea que ocupaba con tenacidad su esp�ritu, pero sin inclinaciones motrices a ponerla en ejecuci�n, una idea homicida m�s bien que una impulsi�n. Algunas veces tomaba una intensidad grande y entonces sent�a que toda su sangre se le agolpaba a la cabeza, entraba en un verdadero paroxismo, experimentaba una sensaci�n horrible de plenitud, un sentimiento angustioso de malestar y de desesperaci�n, su cuerpo entraba en convulsiones y se cubr�a de un sudor profuso; tir�base de la cama, pues casi siempre los accesos eran de noche, y despu�s de un rato de horrible incertidumbre, terminaba el acceso derramando abundantes l�grimas. Maudsley refiere la historia de una se�ora de 72 a�os de edad, en cuya familia hab�a muchos locos, que estaba sujeta a paroxismos frecuentes de una c�lera convulsiva y que en medio del acceso hac�a esfuerzos desesperados por estrangular a su hija, a quien idolatraba. Habitualmente estaba sentada, lament�ndose del estado de abatimiento y decrepitud a que la hab�a reducido la edad; pero de repente se levantaba con una energ�a extraordinaria y echando a correr saltaba sobre la ni�a gritando: "�es necesario que yo la mate! �es necesario que yo la mate!" [48.] . Un qu�mico distinguido y amable poeta, dotado de un car�cter dulc�simo y muy sociable, se constituy� en prisi�n en uno de los asilos del barrio de San Antonio. Atormentado del deseo de matar, se prosterna al pie de los altares e implora a la Divinidad para que lo libre de una inclinaci�n tan atroz y de cuyo origen jam�s ha podido darse cuenta. Cuando el enfermo sent�a que su voluntad flaqueaba bajo el imperio de esta impulsi�n, corr�a hacia el jefe del establecimiento y se hac�a atar las manos con un cordel. Sin embargo, concluy� por ejercer una tentativa de asesinato sobre uno de los guardianes, y falleci� m�s tarde en medio de un acceso violento de man�a furiosa [49.] . Este aniquilamiento intermitente del sentido moral, producto indudable, aunque desconocido en su esencia, de un estado patol�gico de la masa cerebral, constituye esta forma curiosa de locura que todos los autores modernos, respetando la clasificaci�n de Pinel, llaman la "monoman�a homicida". Es una forma de man�a an�loga a las otras y en la cual el paciente, dominado por la necesidad de matar, arma su mano, y sin vestigio alguno de delirio, mata y destruye hasta satisfacer su sed horrible. Es una hermana de la monoman�a suicida, de la tendencia irresistible al robo y al incendio; es una de las tantas variedades, interminables y oscuras en su patogenia, de ese cuadro infinito de la locura. Esta impulsi�n que, como se ha visto, es en ciertos individuos causa de abatimientos y de amargos disgustos, constituye una fuerza desconocida, indomable, brutal, que echa moment�neamente un velo espeso sobre la raz�n humana, que asfixia el alma ahogando el sentimiento hasta el extremo incomprensible de arrastrar a una madre contra sus hijos. No puede darse perturbaci�n m�s curiosa y m�s temible. Es un g�nero de atavismo psicol�gico, un retorno a las especies animales m�s inferiores, que nos acerca al hombre m�s primitivo. La monoman�a homicida da origen a los pobres "pose�dos" de que habla Esquirol, y que viven en constante alarma, agitados por estas convulsiones malignas que, como
observa Mausdley, llevan a muchos al suicidio por evitar el asesinato. El pr�dromo convulsivo es a menudo una sensaci�n extra�a, inc�moda, desesperante, que principia en una parte cualquiera del cuerpo, en el est�mago, la vejiga, en el coraz�n, en las manos, en los pies mismos, y que luego sube al cerebro determinando el estallido de aquellas fuerzas comprimidas, que obligan al paciente a caminar, a correr precipitadamente, robar, incendiar, a clavar un pu�al en el pecho del primero que se presenta delante. Es algo como el "aura epil�ptica" que anuncia con tiempo el momento supremo y que le permite gritar a la v�ctima que huya de su presencia porque va a matarle. Skae, el c�lebre alienista ingl�s, habla de un hombre en quien esta "aura homicida" principiaba en los dedos de los pies, luego ganaba el pecho produciendo un sentimiento de debilidad y constricci�n, en seguida sub�a a la cabeza y determinaba una p�rdida completa de la conciencia [50.] . A esto se agregaba un sacudimiento violento e involuntario, de las piernas primero, despu�s de los brazos, y cuando aquel estaba en su mayor fuerza, era que el enfermo se sent�a impulsado a cometer todo g�nero de violencia. En otro -dice Mausldey- es una sensaci�n de malestar, una especie de v�rtigo o de temblor invencible, como un vago presentimiento de algo pavoroso que va a producirse; el que ha sufrido un primer ataque sabe lo que este preludio significa, y si puede, se precave. En estas anomal�as el enfermo, despu�s que ha pasado el acceso, comprende la enormidad de su delito. El remordimiento subsiste, y una vez que el sentimiento recupera sus dominios, se lamenta y se arrepiente sinceramente. Por esto es que muchos recurren al suicidio como a un supremo recurso. Pero hay otra variedad de la misma especie, indudablemente mucho m�s horrible. Si en la man�a homicida el paciente sufre un eclipse pasajero del sentido moral, en aqu�lla es permanente, porque procede de una atrofia incurable y cong�nita de todos los sentimientos que guarda el alma humana en su regazo. Tal es lo que llama Prichart la "locura moral". Esta es la locura de Rosas y tal vez de Oribe: es esa forma de enajenaci�n mental que se entrelaza con el vicio y con el crimen, y que, despu�s de haber sido por mucho tiempo objeto de largas controversias, ha quedado incluida en el cuadro nosol�gico de la enajenaci�n. Esta degeneraci�n de la naturaleza moral del hombre forma el tercer grupo de las tres grandes clases en que divide Krafft-Ebing las enfermedades mentales. La locura moral la constituyen esas perturbaciones del esp�ritu, sin delirio, sin ilusiones, sin alucinaciones, y cuyos s�ntomas -que, seg�n Mausdley, consisten principalmente en una perversi�n completa de las facultades efectivas, de las inclinaciones, sentimientos, costumbres, y de la conducta misma- se han observado de una manera tan clara y tan sensible en Juan M. Rosas, cuya vida afectiva se manifiesta profundamente alterada desde sus primeros a�os. Todos los que la sufren viven en una incapacidad completa para sentir; sus tendencias, los deseos que los dominan, llevan un sello de repugnante ego�smo. Tienen una sensibilidad moral aterradora, y su inteligencia, a menudo vivaz, si bien no se manifiesta sensiblemente perturbada, est� casi siempre viciada por los sentimientos m�rbidos bajo la influencia de los cuales piensan y obran. Rosas mostraba hasta esa sutileza extraordinaria tan propia de los hombres que se encuentran en este caso y que se manifiesta en las excusas y justificaciones que dan a su conducta atrabiliaria, exagerando ciertas cosas, aparentando ignorar otras y dando al conjunto de sus acciones un colorido enga�oso que los hace aparecer como v�ctimas de falsos informes o de juicios err�neos. Son -dice Maudsley- incapaces de dar a su vida una direcci�n regular, de reconocer las reglas m�s vulgares de la prudencia y del inter�s social, y por m�s que se insista no es posible hacerles comprender sus faltas y sus cr�menes que excusan y justifican de alguna manera. Todo les arrastra a la satisfacci�n de sus deseos funestos; han perdido el instinto m�s profundo del ser organizado, aquel por el cual el organismo asimila todo aquello que puede contribuir a su desenvolvimiento o su bienestar moral, desarrollando en su lugar inclinaciones y sentimientos perversos que siempre los conducen a la destrucci�n [51.] . Estos degenerados est�n desde su nacimiento predispuestos a las diversas perturbaciones del esp�ritu y atraviesan su existencia en un estado permanente de "locura razonante" en diversos grados [52.] . Si nos remontamos en la historia de
sus ascendientes, se descubren casi siempre numerosos ejemplos de enajenaci�n mental o de enfermedades nerviosas diversas, y ya veremos, en el curso de este cap�tulo, c�mo escudri�ando la genealog�a del Tirano, encontramos ejemplos sino de afecciones mentales, por lo menos de enfermedades nerviosas. Estos locos, que resumen en s� todos los caracteres enfermizos de su raza y que desde su m�s temprana edad son una plaga social por sus instintos perversos, sus sentimientos depravados, sus deseos violentos e incoercibles, forman desgraciadamente un grupo m�s grande de lo que puede creerse, y a sus anomal�as morales suelen agregar defectos f�sicos m�s o menos repugnantes. Rosas no ten�a defecto f�sico alguno; antes al contrario, la contextura material y la belleza varonil de sus formas hac�an de �l un hombre de singular hermosura. En cambio, toda esa fuerza m�rbida que, diremos as�, se distrae en estos defectos del cuerpo, estaba tenazmente concentrada en su esp�ritu, determinando esas profundas y grav�simas perturbaciones afectivas, que hacen de �l el m�s acabado tipo de la locura moral. Su cerebro, evidentemente, no participaba de esa salud completa que tiene su expresi�n genuina en la regularidad de las funciones; que impide el desorden, que enfrena al instinto siempre brav�o y tumultuoso, por medio del alto equilibrio que impone la raz�n. Hay entre su organizaci�n y la de los dem�s hombres un abismo profundo abierto por esa falta completa de sentimientos, por esa tenaz persistencia en el crimen y por la ausencia absoluta del remordimiento. Los grandes neur�patas como Rosas, en cuya contextura espiritual existe una atrofia tan extraordinaria del sentido moral, constituyen todas esas anomal�as que son en el orden ps�quico lo que las monstruosidades de la organizaci�n del cuerpo en el orden f�sico. Vienen al mundo con el germen de su locura, de esta locura temible que busca el placer en las emociones intens�simas del crimen, que arranca al coraz�n fibra por fibra y que en cada gota de sangre que vierten, encuentran una fuente inagotable de gratas emociones. Agotada en sus �ltimos limites la sensibilidad moral, por los arranques de una perversidad violenta y activa, se manifiesta una sed insaciable que engendra esos deseos de muerte, y buscan con avidez las ocasiones propicias de satisfacerla. Son naturalezas nacidas para el crimen, organizadas para vivir y desarrollarse en ese medio homicida en el cual perecen asfixiados los esp�ritus en quienes la presencia constante y saludable de la raz�n moral, impide la formaci�n de los impulsos que encuadran al alma formidable de los grandes criminales. Rosas ced�a sin repugnancia a sus m�s perversas inspiraciones, y arrebatado por esa fibra enfermiza que lo animaba desde su infancia, mataba con desesperante tranquilidad y como si verificara el acto m�s natural de la vida ordinaria. Esta frialdad aterradora que acompa�a siempre a todos sus actos forma el rasgo m�s prominente de la "locura moral", causa �nica en �l de esa c�nica insensibilidad que lo llevaba hasta burlarse de sus v�ctimas una vez cometido el delito. No existiendo en su conciencia ni el vestigio de un cruel remordimiento, sus deseos homicidas estaban siempre en libre y perpetua efervescencia, porque en su cerebro hab�a muerto todo lo que pod�a resistir con �xito a la fuerza temible de sus inclinaciones. La lucidez indiscutible de su inteligencia, inculta aunque vivaz, empleada en la satisfacci�n exclusiva de sus designios, era tanto m�s peligrosa cuanto mayor fuera su desarrollo, porque todos ellos, en halago de sus instintos, la utilizan en el �nico prop�sito de formular proyectos criminales y en idear los medios de darles cima. La lesi�n de una facultad cualquiera del orden instintivo no entra�a fatalmente, seg�n parece probarlo la observaci�n, una lesi�n correlativa del orden intelectual o si la trae es tan poco sensible algunas veces, que pasa desapercibida y como disimulada por el lujo de manifestaciones con que se presenta la perturbaci�n moral. Para el criterio vulgar no hay enajenaci�n donde no existe el delirio, y la "locura moral" circunscrita a las facultades "puramente afectivas", se confunde sin raz�n con el vicio y con el crimen. Esta especie de monoman�a que no invade sino la parte sensitiva de la naturaleza humana, como lo afirman Pritchard,
Esquirol, Maudsley y otros, presenta una sintomatolog�a exacta y algunos datos etiol�gicos precisos. Para que en un individuo pueda manifestarse, es menester que haya en sus conmemorativos individuales y en su genealog�a el antecedente de enfermedades o estados nerviosos de cualquier g�nero y que la enfermedad moral se manifieste despu�s de un trastorno mental agudo cualquiera "o desde los primeros a�os de su vida". Es precisamente en esta �poca, antes que el individuo tenga conciencia de s� mismo y posea una noci�n verdadera de lo justo y de lo injusto, que la perversi�n moral, las extravagancias de car�cter, las inclinaciones viciosas y criminales se han observado [53.] . Y si sigue aqu�lla una evoluci�n gradual -afirma el c�lebre m�dico de Bic�tre- su violencia oscurece y falsea la conciencia, y la raz�n en vez de dominar, como sucede en los individuos suficientemente bien organizados, se hace c�mplice y les presta el concurso de su fuerza. Rosas, en su ni�ez, mostraba ya en gestaci�n activa todo este c�mulo de extravagancias morales, que despu�s han acentuado tanto su fisonom�a. Se refiere que inventaba tormentos para martirizar a los animales y que sus juegos en esta edad de la vida en que ni el m�s leve sentimiento inhumano agita el alma adolescente, consist�an en quitarle la piel a un perro vivo y hacerle morir lentamente, sumergir en un barril de alquitr�n a un gato y prenderle fuego, o arrancar los ojos a las aves y re�r de satisfacci�n al verlas estrellarse contra los muros de su casa. Ese cuerpo, tan art�sticamente formado y macizo, se desarrollaba exuberante en la vida saludable de la campa�a, y, con �l, esos instintos de ferocidad que forman la masa de su alma y que en veinte a�os de cr�menes diarios eran todav�a insaciables. En esos enfermizos estremecimientos juveniles se present�a ya al asesino aleve de Maza y de Camila. En la mirada inquieta de aquel ni�o temible pod�a descubrirse un cerebro precoz, batido por mil pensamientos siniestros, y al trav�s de su pecho hubi�rase percibido el ruido tumultuoso y convulso de un coraz�n agitado por la impaciencia de horrores y de sangre. Mal puede atribu�rsele una organizaci�n moral �ntegra, cuando desde tan temprano principiaba su "di�tesis" a manifestarse. Ten�a ya todos los atributos de esta enfermedad mort�fera y hac�ase notable por sus malos instintos, sus insubordinaciones y sus actos de violencia. Conociendo los padres sus instintos perversos, su car�cter rebelde y atrevido, coloc�ronlo de mozo de tienda bajo la direcci�n inflexible de un se�or D. Ildefonso Passo, quien le dio algunas lecciones de escritura, conserv�ndolo a su lado hasta el d�a en que huy�. All� comet�a toda clase de extravagancias y "diabluras": se cuenta que peleaba con los que iban a la tienda, destru�a todos los g�neros cort�ndolos al sesgo y agujereaba con su cuchillo los sombreros, buscando hasta en esas puerilidades una satisfacci�n de sus deseos destructores. Despu�s fue enviado a un establecimiento de campo, bajo las �rdenes de un esclavo, capataz de la estancia, que sol�a castigarlo severamente imponi�ndole duras penas corporales. Cuentan que, un d�a, habiendo malgastado un dinero, su padre lo llam� para reprenderlo. Rosas lo escuchaba silencioso, con la fisonom�a contra�da por la rabia. Permanec�a inm�vil y de pie, mientras el anciano le hac�a severos reproches por su vida licenciosa y desordenada. Cuando hubo concluido, sac�se precipitadamente su poncho y la casaca que llevaba debajo, y arroj�ndolos al rostro de su padre, se retir� haciendo ademanes indecentes. M�s tarde pas� a la Rep�blica Oriental, siguiendo, a pesar de su cortos a�os, su vida vagabunda, hasta que al regresar a la campa�a de Buenos Aires encontr� a D. Luis Dorrego, bajo cuya protecci�n trabaj� por alg�n tiempo. Su adolescencia ha sido un continuo desorden y la conducta posterior no ha hecho sino acentuar m�s los contornos de su car�cter, completando con nuevos rasgos la fisonom�a especial de su alma, la m�s curiosa de la teratolog�a moral. Lastimar a sus peones d�ndoles argollazos en la cabeza o haci�ndolos golpear con animales brav�os, echar excrementos en la comida de la pobre gente que sentaba a su mesa, incendiar las parvas de trigo para gozar con los estragos del fuego; tales eran
los entretenimientos de su ni�ez, la ni�ez t�pica y brutal de los que llevan eternamente en su cerebro enfermo los s�ntomas inequ�vocos de la "locura moral." Por eso, repetimos con Maudsley, estos seres son incompletos bajo el punto de vista mental y algunas veces f�sico. Obs�rvanse -dice- ciertos ni�os pertenecientes a familias distinguidas por su honorabilidad, su educaci�n y origen, afectados de esta imbecilidad moral; a nadie quieren y una inclinaci�n fatal y tenaz los lleva habitualmente al crimen sin que nada pueda detener esas repulsiones org�nicas: es que la locura sensitiva principia a manifestarse, y todos esos actos, puede decirse que son los primeros vagidos de ese embri�n peligroso que est� verificando su gestaci�n bulliciosa, libre de las trabas saludables del sentido moral. Es que en muchos de estos casos la locura radica (como en Rosas) en una imperfecci�n o en una imbecilidad moral que, en proporciones m�s o menos grandes, constituye un hecho del nacimiento. Cuando se ven ni�os -agrega Maudsley- entregarse a los m�s exagerados vicios, cometer los m�s repugnantes cr�menes con una ferocidad instintiva y como por una propensi�n al mal inherente a su naturaleza; cuando se encuentra, aunque sea remotamente, a la herencia desempe�ando un rol activo, cuando (como en Rosas) la experiencia prueba "que el castigo no tiene ninguna acci�n reformadora", estamos autorizados para creer que se trata de una imbecilidad, de una "locura moral". Esta perversidad -dice Legran du Saulle- se manifiesta "desde los m�s tiernos a�os" por una crueldad horrible y son verdaderos monstruos morales que viven pose�dos por el genio de la destrucci�n y que concentran toda su actividad intelectual en un objetivo �nico: practicar el mal. Todos estos individuos constituyen una variedad degenerada y m�rbida de la especie humana, encontr�ndose algunos que est�n como estigmatizados por caracteres particulares de inferioridad f�sica y mental. Es tan f�cil -dice Maudsley-, reconocerlos entre los dem�s hombres, como lo es distinguir en una majada de carneros blancos uno de cabeza negra. En aquellos cuyos caracteres f�sicos est�n en armon�a con sus caracteres morales, un aspecto especial, "un aire com�n de familia los denuncia desde lejos". Bruce Thompson asegura que casi todos son escrofulosos, raqu�ticos, de cabeza angulosa y mal conformados, muchos de ellos est�n desprovistos de energ�a vital "y a menudo son epil�pticos". Si estos caracteres materiales no se observan en Rosas, es porque, como hemos dicho antes, toda la fuerza patol�gica que en aqu�llos se encuentra diseminada en la parte f�sica y moral, en �l parec�a fuertemente concentrada en su cerebro �nicamente. Para Rosas el crimen era una especie de emuntorio, algo como una v�lvula que daba escape a las fuerzas patol�gicas que lo dominaban; hubi�rase manifestado el delirio, la epilepsia, la c�rea o cualquiera otra afecci�n nerviosa, si no hubiese cometido el crimen que aliviaba su cerebro de un peso enorme, como sucede en muchos de ellos, que por la circunstancia de ser criminales es que no se vuelven locos, seg�n lo observa el autor ya citado. Todos los s�ntomas, que revela en el curso de su vida, concuerdan perfectamente con el cuadro que los autores describen de la locura moral. En ciertos momentos, los extra�os deseos que tanto lo conmov�an presentaban una forma extravagante pero t�pica y feroz. Hab�a, a veces, algo como un delirio moral inclasificable, diab�lico, como cuando mandaba degollar a los prisioneros indefensos al comp�s de una "media ca�a" o de un "cielito federal"; cuando paseaba por las calles de la ciudad las cabezas humanas en carros, cuyos conductores anunciaban con gritos destemplados la venta de duraznos, y finalmente cuando hac�a colocar a uno de sus bufones debajo del lecho donde estaba el cad�ver de su mujer, con orden de imprimirle movimientos que persuadieran al sacerdote que todav�a le animaba un soplo de vida, para administrarle los �ltimos auxilios. El �xito de estas bromas brutales, que despu�s han sido clasificadas de "diabluras", lo hac�an perecer de risa. Los deseos homicidas, dominando desp�ticamente su cabeza, lo impulsaban al crimen bajo formas diversas y asesinaba sin distinci�n de sexos ni de edades, porque sent�a indudablemente una satisfacci�n intensa. Todos estos pensamientos de muerte se hab�an fijado en su esp�ritu de una manera indeleble: casi, puede decirse, se
hab�an formado con su cerebro y lo absorb�an por completo. Por eso vivi� constantemente tramando el asesinato y buscando en las sombras de su alma tiberiana las inspiraciones del crimen para inventar el tormento del "serrucho", el deg�ello a "cuchillo mellado", la muerte angustiosa a son de m�sicas diab�licas o de tambores destemplados. Vivi� bajo la impresi�n maligna de estas tentaciones homicidas, arrastrado por las actividades an�malas de su cerebro, dominado por ese estado enfermizo, extraordinario, en que se mantuvo tantos a�os volteando cabezas y haciendo abofetear mujeres. Cuando �stos que podemos llamar los paroxismos de su l�gubre insan�a ten�an lugar, cuarenta, cincuenta, cien o m�s individuos eran apu�alados en barrios centrales de la ciudad, se azotaban las damas en sus propios hogares, se profanaban los templos y se afrentaban las j�venes con aquellos mo�os colorados de tan horrible recuerdo. La exaltaci�n extrema en que viv�a perpetuamente el cerebro se manifiesta en estas escenas inolvidables para el que haya vivido en aquellas �pocas de horrores y bajo la presi�n de su mano crispada. No hay duda, pues, que estas efervescencias malignas responden a estados patol�gicos perfectamente caracterizados, y estudiando su temperamento y su historia cl�nica puede descubrirse al virus ves�nico manifest�ndose en otra �poca bajo la forma probable de una "epilepsia larvada". Rosas ten�a, sin duda alguna, un temperamento nervioso y sufr�a fuertes ataques neurop�ticos en los cuales saltaba a caballo y echaba a correr por el campo, lanzando gritos descompasados y agitando sus brazos hasta que ca�a extenuado y transpirando a mares [54.] . Otras veces se entregaba a arranques de furor s�bito, que nada justificaban, y los peones de su estancia y los objetos que encontraba a su alcance pagaban su tributo cayendo bajo los golpes de sus pu�os formidables. Todos ellos terminaban, como los que refiere el Sr. Sarmiento, por "un sudor profuso y abundante, acompasado de una extenuaci�n m�s o menos prolongada". Estos accesos tienen un car�cter epil�ptico evidente y son uno de los tantos matices bajo los cuales se presenta esta enfermedad. Bajo el punto de vista som�tico la epilepsia reconoce tres �rdenes de fen�menos: el "v�rtigo", el acceso "incompleto" o peque�o mal y el "ataque convulsivo" o gran mal. El individuo afectado de v�rtigo goza de todas las apariencias de la salud, se ocupa de su trabajo o conversa tranquilamente, cuando de repente palidece, se detiene, interrumpe la frase y con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos, permanece casi inm�vil, durante cuatro, ocho, diez o m�s segundos o minutos; concluido el acceso lanza un profundo suspiro, y reanuda la conversaci�n interrumpida, sin sospechar que ha estado enfermo. Esta es una de las maneras de manifestarse que tiene el v�rtigo. El acceso incompleto o peque�o mal es una manifestaci�n epil�ptica intermediaria entre el v�rtigo y el ataque convulsivo; est� caracterizado por movimientos convulsivos parciales o mejor dicho por contracciones involuntarias de ciertos m�sculos de la cara o de los miembros. El gran mal es la epilepsia propiamente dicha, caracterizada por la ca�da, el grito inicial, la p�rdida del conocimiento y las concesiones cr�nicas y t�nicas de los m�sculos [55.] . Los "ataques nerviosos" de Rosas, de los cuales hablan algunos historiadores contempor�neos, corresponden, en mi concepto, a una de las dos primeras categor�as, y est�n entre el v�rtigo y el acceso incompleto: desecho completamente la idea del "gran mal", por la falta de los s�ntomas que lo caracterizan. A pesar de la duraci�n ef�mera y de su casi instantaneidad, el v�rtigo conduce, con igual rapidez que el acceso incompleto y el ataque convulsivo, a las manifestaciones ps�quicas anormales, a las impulsiones peligrosas y a la verificaci�n de todos esos actos ins�litos y reprensibles que comet�a Rosas tan frecuentemente. Despu�s de un solo accidente o de una serie de ellos, el vertiginoso puede bruscamente recorrer todos los tonos de la gama delirante, desde la irascibilidad caprichosa o la excitaci�n turbulenta, hasta la incoherencia y el furor [56.] . Las extravagancias a que se entregan, y que constituyen los distintos modos de manifestarse el v�rtigo, son a menudo apreciadas en su justo valor por el criterio vulgar, que las atribuye a la corrupci�n de costumbres o a las conveniencias de hacerse pasar por locos.
Una mujer distribuye monedas de oro a los transe�ntes; concluidas �stas, principia con sus guantes, su pa�uelo, su libro de misa, su sombrilla, y por fin termina regalando su sombrero. La gente la cree ebria, pero as� que ha pasado el v�rtigo vu�lvele el conocimiento y tomando un carruaje se retira avergonzada a su casa. Un sabio naturalista, sentado en su mesa de trabajo, se interrumpe tres o cuatro veces en un corto espacio de tiempo, para ir a deshacer su cama y luego volverla a hacer. Un excelente obrero "vertiginoso" entra en un caf� lleno de gente, se pone a silbar una canci�n y despu�s de haberse desnudado comienza a cepillar su camisa. Todos estos episodios, y muchos m�s, porque el cat�logo de las extravagancias de los epil�pticos de esta categor�a es interminable, son casos que consigna Legrand du Salle, en su excelente monograf�a. Esto, aparte de las impulsiones suicidas y homicidas que forman muchas veces sus principales tendencias. Las extravagancias que encontramos en la vida de Rosas, y que han sido clasificadas de "piller�as", por la psicolog�a poco cient�fica de sus contempor�neos, revelan la acci�n del virus epil�ptico y nos ayudan a hacer un diagn�stico retrospectivo. Con el v�rtigo epil�ptico -dice Legrand du Salle- se puede construir toda la enfermedad y explicar entonces c�mo el mismo hombre puede ser conducido casi peri�dicamente a las mismas singularidades intelectuales, a las mismas impulsiones peligrosas, a los mismos actos an�malos. Con este criterio podemos explicarnos ciertas "singularidades intelectuales" tan propias de Rosas y tan visibles en muchos de sus actos p�blicos; en su prensa y por la publicaci�n de ciertos "documentos epil�pticos" y a�n en sus actos privados m�s pueriles. Singularidades que revest�an, no s�lo la forma extravagante caracter�stica, sino tambi�n su periodicidad: claro es que no nos referimos a aquellas que en realidad s�lo revelan su astucia proverbial y que no pasan de nimiedades sin trascendencia para el diagn�stico. Examinemos algunas de ellas y veremos la verdad de esta afirmaci�n. Rosas hizo que todos los individuos del "Batall�n Libre de Buenos Aires", compuesto de negros y mulatos, y que formaba parte de su ej�rcito en la Campa�a de C�rdoba en 1830, perdieran sus nombres, sustituidos por otros que su cerebro inventaba. Al efecto, dio orden de que a cada soldado se le afeitara el parietal derecho y luego se procediera a la ceremonia de la aspersi�n. Una parte del batall�n sufri� este vejamen, la otra escap� porque �l mismo lo mand� suspender. Esto, como se ve, es enfermizo y todas las circunstancias que acompa�aron al acto revelan elocuentemente su car�cter. Mand� suspender la ceremonia, sin duda cuando el v�rtigo hab�a pasado. Un d�a, encontr�base en su residencia de Palermo, cuando una Comisi�n de la Sociedad de Beneficencia lleg� a felicitarlo, por no recuerdo qu� triunfo obtenido sobre los "salvajes unitarios". Matronas de lo m�s distinguido, muchas de ellas ancianas, compon�an aquella memorable embajada. Entran a la sala y all� Rosas las recibe afectuosamente, haciendo a cada una los cumplimientos de forma y mostrando, como nunca, la m�s fina y galante solicitud. Se conversa largamente sobre los trabajos de la Sociedad, encareciendo el Tirano los beneficios que reporta el pueblo con tan santa instituci�n y concluye asegur�ndoles su firme y decidido concurso. Agotado el tema, sobrevino un largo intervalo de silencio. Rosas, con la vista baja, parec�a meditar, pero repentinamente se pone de pie y dirigi�ndose a las damas les dice con voz imperiosa: -Vamos, se�oras, vamos, que ya est�n prontos los caballos, e iremos a dar un paseo. Las se�oras, sorprendidas, le siguen autom�ticamente al trav�s de una serie de cuartos y de patios. Llegan al �ltimo y all� recoge varias escobas, monta en una de ellas, hace que las se�oras monten en las otras, y tomando la delantera, parte imitando el galope, caracoleando y escarceando como si realmente fuera a caballo. Aquellas pobres mujeres le segu�an, unas con m�s br�os que otras, seg�n los a�os y el grado de sus fuerzas, galopando detr�s de aquel gran insensato que manejaba la escoba para un lado y otro, y que le pegaba en la cabeza cual si fuera efectivamente un animal duro de boca. El d�a que la C�mara de Buenos Aires le nombr� Gobernador de la Provincia, todas las corporaciones marcharon al palacio de gobierno a ofrecerle sus cumplimientos. Las guardias de honor se multiplicaron y no hubo individuo -dice un historiador
contempor�neo- que no le ofreciera la suya. A cada una de estas felicitaciones, �l dirig�a modestamente sus agradecimientos, encareciendo la necesidad de que todos los ciudadanos patriotas coadyuvaran a sus esfuerzos para la realizaci�n de la nacionalidad argentina. Habl�bales de sus grandes proyectos pol�ticos, cuya ejecuci�n, dec�a, deb�an dar por resultado la uni�n de todos los argentinos, bajo el paternal sistema de la federaci�n de los pueblos. Hasta aqu� todo iba bien, pero m�s adelante principiaron los discursos contra los salvajes unitarios y contra la idea de dar una constituci�n a la Provincia, contra los enemigos de la Santa Federaci�n, contra "los que vest�an frac y ten�an el cuello de la camisa limpia". Por fin, aquel cuadro grotesco termin� obligando a todos los concurrentes "que llevaban su cara a la unitaria", es decir, sin bigote, a que se lo pintaran con un corcho quemado, que �l mismo ofrec�a con este objeto. He aqu� toda una serie de des�rdenes y de actos an�malos que traicionan la enfermedad, pero cuya significaci�n real, es, seg�n asegura Legrand du Saulle, ignorada todav�a de muchos m�dicos. Estos des�rdenes y estos actos pertenecen a los epil�pticos (Legrand du Saulle); lo que hay, es, que el m�dico a menudo no comprende su importancia. Todas estas extravagancias y particularidades curiosas del car�cter de Rosas, corresponden, aceptando el neologismo de Maudsley, a una mentalidad desordenada y tienen todo el car�cter de la epilepsia. No debemos olvidar tampoco que, si en el Tirano, la enfermedad ha pasado inapercibida, aun para su misma familia, es porque, seg�n lo afirman Legrand du Saulle, Jaccoud, Krafft-Ebing, y Maudsley, su existencia puede escapar aun al ojo del m�dico mismo; esto es lo que sucede en muchas ocasiones, sobre todo cuando la atenci�n del observador se concentra en otros rasgos m�s llamativos (Maudsley). Las ideas que L�par y Cuenca, que fueron los �nicos m�dicos de Rosas, deb�an tener sobre las neurosis y particularmente sobre estas variedades caprichosas de la epilepsia que son, puede decirse, una conquista de la cl�nica moderna, debieron ser muy limitadas, como es consiguiente suponerlo. Ellos han debido conocer �nicamente el "gran mal" por el ruidoso cuadro de s�ntomas con que se presenta, por el grito, la ca�da, y esas horribles convulsiones que hasta en el �nimo del m�dico m�s acostumbrado producen un pavor inexplicable. El peque�o mal o accesos incompletos, y sobre todo los v�rtigos con sus maneras multiformes de presentarse, seguramente no los conocieron. L�par sab�a, no hay duda, que su encumbrado cliente hab�a tenido "ataques nerviosos" que no asimil� nunca a la epilepsia y que atribu�a a "excesos de vida" y a las incomodidades que le proporcionaban una enfermedad cr�nica de sus �rganos urinarios. Estos dos apreciables profesores, tan poco curiosos, no han dejado, que nosotros sepamos, indicaci�n o papel alguno relativo a las dolencias de Rosas, a su car�cter, a sus h�bitos, y s� s�lo referencias escasas en las familias que formaban su clientela aristocr�tica. No han podido estar tan adelantados, y esto es natural, como para conocer la importancia de estas revelaciones y sobre todo para saber que los accesos de v�rtigos epil�pticos son algunas veces tan pocos acentuados que se les toma por un simple desvanecimiento. Es notorio -dice Mausdley- que las personas afectadas de este mal y que van a consultar a un m�dico, se quejan �nicamente de una incomodidad que a menudo atribuyen al est�mago o al h�gado, y s�lo a fuerza de preguntas y a veces por casualidad, se alcanza a descubrir la verdadera naturaleza de la enfermedad. Otra circunstancia que explica por qu� puede el v�rtigo pasar desapercibido, es que los accesos se producen a veces durante la noche, en el sue�o y aun sin que el paciente mismo lo sospeche [57.] . Delasiauve y otros autores que han escrito sobre esta neurosis, refieren casos en que s�lo la casualidad ha podido descubrirla. Ahora bien, �el estado de perturbaci�n sensitiva de Rosas era un producto de la epilepsia, o esta �ltima fue completamente independiente de su locura moral? Nada prueba que en su edad viril haya padecido de epilepsia, pues los datos que hemos podido obtener s�lo se refieren a su adolescencia. Evidentemente, la neurosis se ha manifestado durante aquella �poca, bajo esta forma vaga e intermediaria entre el v�rtigo y el "peque�o mal", especie de pr�dromo de esa locura moral que luego se muestra enardecida y maligna en el resto de su vida.
Entonces sucedi� lo que ya ha observado la ciencia: los fen�menos epileptiformes fueron substituidos por la locura afectiva. Falret habla de un individuo en quien la enfermedad parec�a haber terminado hac�a veinte a�os, y que fue repentinamente atacado de una invencible inclinaci�n al homicidio. Maudsley cita el caso de un hombre de sesenta y dos a�os que en su juventud hab�a sufrido accesos epil�pticos y que, despu�s de curar, qued� sujeto a ataques peri�dicos de exaltaciones que se traduc�an siempre por inclinaciones violentas al homicidio. Delasiauve refiere la historia de un joven perteneciente a una de las principales familias de Francia, primorosamente educado y con una inteligencia nada com�n, que fue condenado a prisi�n por robos repetidos; despu�s de permanecer all� mucho tiempo fue conducido a Bic�tre, porque se adquiri� la prueba evidente que los s�ntomas de locura moral manifestados eran el producto de una epilepsia que hab�a cesado y que luego volvi� a manifestarse. Esquirol, en su "Tratado de Enfermedades Mentales", consigna la curiosa observaci�n de un paisano nacido en Krumbach, de veintis�is a�os y que a los ocho hab�a principiado a sufrir ataques epil�pticos; a los diez el car�cter de �stos cambi� completamente; en vez del acceso convulsivo, este hombre se encontraba desde entonces atacado de una inclinaci�n irresistible al asesinato. Legrand du Saulle cuenta de un sujeto de treinta a�os de edad, que fue condenado a muerte por graves "v�as de hecho" contra su superior, y que estaba pose�do de esta inextinguible sed de destrucci�n: no hab�a tenido nunca verdaderos ataques. Estos casos, en que una neurosis convulsiva cesa para ser reemplazada por trastornos de otro orden en que las manifestaciones f�sicas desaparecen dando lugar a perturbaciones morales e intelectuales, pueden explicarse por un mecanismo an�logo al que produce esas emigraciones terribles en las enfermedades de otro orden, que abandonan un �rgano y huyen a otro produciendo trastornos durables o fugaces seg�n la importancia del aparato en que van a situarse. Cuando la erupci�n escarlatinosa o sarampionosa desaparece por cualquier causa del tegumento cut�neo, va a refugiarse en el cerebro, los pulmones o el ri��n, trastornando completamente sus funciones. El aparato nervioso no escapa tampoco a esta ley patol�gica. As�, sucede que cuando una "c�rea", que es una "locura de los m�sculos", o una epilepsia convulsiva desaparecen, reempl�zalas en muchas ocasiones una perturbaci�n m�s o menos profunda de los �rganos de la inteligencia y vienen a manifestarse bajo la forma de convulsiones, no de los m�sculos, sino del esp�ritu, como lo observa muy bien Maudsley. De aqu� proviene, agrega este autor, que en ciertos casos la perturbaci�n pasa r�pidamente de los centros de una categor�a a los de otra, cesando los s�ntomas primitivos para ser reemplazados por s�ntomas de otro orden. Siguiendo esta ley desaparece una violenta neuralgia para ser reemplazada por un fuerte ataque de locura de cualquier forma: aqu� se ha producido una verdadera emigraci�n de las condiciones m�rbidas que pervert�an las funciones de los centros sensoriales, hacia los centros intelectuales y efectivos. El transporte -dice Maudsley a quien estamos copiando- se hace de los centros del movimiento a los centros del esp�ritu o bien, inversamente, la aparici�n de las convulsiones puede determinar la conclusi�n de un ataque de locura. Esto prueba que la especie de alteraci�n m�rbida, condici�n f�sica de la alteraci�n funcional en los centros nerviosos motores y sensoriales, es parecida a la que engendra estos trastornos. La idea de una perturbaci�n, determinada por el mismo mecanismo, no puede ser m�s evidente en Rosas. Al cesar sus ataques nerviosos o sus v�rtigos, la locura moral enardeci�se, o mejor dicho estall�, por una repercusi�n violenta sobre sus �rganos sensitivos. Y esto es tanto m�s evidente, por cuanto esas repercusiones son m�s frecuentes cuando se presentan m�s leves en apariencia los s�ntomas epil�pticos. La "locura moral", sea por repercusi�n o idiop�tica, est� ah� manifest�ndose en todos los actos de su tumultuoso existencia. Desde sus primeros a�os, todo ha sido en �l extra�o y desordenado. Ha vivido en una eterna penumbra, sembrando el desorden y la anarqu�a all� donde sentaba su mano. "En lucha abierta con su familia y con la sociedad entera -dice Falret, describiendo un caso de locura moral- ha levantado por todas partes el odio y la repulsi�n m�s profunda. Lleno de insubordinaci�n ha huido del lado de su familia o
de sus tutores para llevar una vida vagabunda e irregular, escapando por milagro a la acci�n de la justicia y haciendo gala de la m�s feroz insensibilidad". Si se cas�, fue para hacer m�s visible la aridez estupenda de su alma, convirtiendo en objeto de burlas soeces hasta el cad�ver de su propia mujer. No hay nada en su larga vida que marque el rastro de un sentimiento elevado, el destello de una afecci�n siquiera rudimentaria, de esas que han brillado aunque moment�neamente hasta en el alma brav�a de C�modo y de Facundo. �En qu� momento de su vida se vislumbra un rayo que ilumine esa tiniebla eterna, un rel�mpago de sus afecciones paternales, de su amor filial o fraternal? �Cu�ndo ha cesado su ego�smo epil�ptico de animar la fibra fl�cida e inerte de su coraz�n? c .................................................................................. .................................................. Estudiando sin prevenci�n alguna el organismo cerebral de este hombre, la idea de una "locura moral" no puede repugnar al esp�ritu. Bajo el amparo de su mano, dice Rivera Indarte, se ha arrancado la piel de los cad�veres insepultos y se han hecho maneas y bozales para su uso; se ha "comido la carne humana" y se ha castigado con la muerte al que se atrev�a a echar un pu�ado de tierra sobre un cad�ver abandonado [58.] . En C�rdoba hizo degollar trescientos soldados prisioneros. En el cuartel de Cuiti�o se fusilaba por pelotones, y arrebatado por sus deseos hizo traer de Bah�a Blanca cuatrocientos indios que fueron, unos fusilados, otros degollados a "serrucho". Algunos de ellos, vivos a�n -dice un historiador de la �poca- se alzaban en los carros que los conduc�an al cementerio y otros al borde de la zanja que se abri� cerca de la Recoleta, para enterrarlos. All� todav�a los oficiales y comisarios de Polic�a, los edecanes de Rosas, se disputaban "el placer" de acabarlos de matar, �festejando con risotadas las convulsiones que aquellos desgraciados hac�an en su horrible agon�a! Ten�a d�as terribles, �pocas como el "a�o cuarenta", en que las matanzas eran diarias y acompa�adas de circunstancias terribles. Sin causas aparentes, sin cambios pol�ticos, sin batallas perdidas ni conspiraciones descubiertas, de una manera ins�lita, como era natural que sucediera, puesto que esas impulsiones nac�an espont�neamente en su cerebro, estallaban sus brutales accesos y la cuchilla y el serrucho comenzaban a jugar. Ten�a per�odos de exacerbaci�n y de calma, horas de fiebre maligna en que su cabeza, agitada por esas fuerzas an�malas de que habla el venerable Falret, se sent�a fuertemente convulsionada arrastr�ndolo al asesinato aleve, con un encarnizamiento tranquilo, con esa frialdad desesperante tan caracter�stica. No era la c�lera la que provocaba estos impulsos lamentables. �Qu� odio pod�a inspirarle una mujer, un ni�o inocente, un anciano decr�pito? �Qu� c�lera pod�a engendrar en su alma la presencia de su hija, de su noble madre o de sus hermanos? Martirizaba por exigencias org�nicas, solicitado por impulsiones ocultas y poderosas a que obedec�a sin repugnancia y hasta con placer. Ordinariamente mataba sin que ning�n s�ntoma objetivo hiciera presentir esos v�rtigos de lascivia homicida a que iba a entregarse: hay individuos en quienes el paroxismo es precedido de signos que indican una excitaci�n general cuando el "aura" homicida comienza su ascensi�n; se quejan de c�licos, de ardores en las v�sceras, de cefalalgia e insomnio; la cara est� p�lida o roja, el color de la piel es oscuro, el pulso lleno y duro, y el cuerpo entra en un estado de temblor convulsivo. Pero Rosas estaba libre de este sentimiento tan angustioso, porque es m�s frecuente observarlo en las man�as impulsivas que en la "locura moral". Mostr�base sereno, sin pesares, sin remordimientos, contemplando a sangre fr�a las v�ctimas pr�ximas a expiar sus delitos imaginarios, y hasta expresando cierta �ntima satisfacci�n. Aquella respuesta que dio a un alto funcionario suyo, cuando vino a interceder por un preso, sintetiza toda su insensibilidad: cuando pongo preso a un hombre -dijoes para mortificarlo �y no para que viva de regalos! [59.] .
Rosas -dice Rivera Indarte- amarg� los �ltimos d�as de la vida de su padre y puede decirse que le asesin�, insult�ndole en su lecho de muerte [60.] . "En mil ochocientos treinta y ocho -agrega el autor citado- expir� su inquieta mujer. En sus �ltimos momentos se vio rodeada, no de profesores que aliviaran los dolores de su cuerpo, ni de la amistad, ni de la religi�n, sino de una profunda y desesperante soledad, interrumpida por las risas y las obscenidades de los bufones del Tirano. Ellos le aplicaban algunas medicinas y muchas veces desgarraba los o�dos de la pobre enferma la voz sat�rica de su marido que gritaba a alguno de los locos: -"�Ea!, acu�state con Encarnaci�n, si ella quiere, y consu�lala un poco". La infeliz se sinti� morir y pidi� un sacerdote para confesarse. Rosas se lo neg�, pretextando que su mujer sab�a muchas cosas de la Federaci�n y que pod�a revel�rselas al fraile. Cuando le avisaron que hab�a expirado, mand� venir un cl�rigo para que le pusiera la "extrema-unci�n", y para que creyera que el �leo santo se derramaba sobre un moribundo y no sobre un cad�ver, uno de los locos, puesto debajo de la cama en que estaba el cad�ver, le hac�a hacer movimientos, pero con tal torpeza, que el sacerdote, despu�s de haber fingido que nada comprend�a, sali� espantado de aquella caverna de impiedad y revel� la escena infernal en que hab�a sido involuntario actor, a un eclesi�stico venerable, de cuyos labios tenemos esta relaci�n" [61.] . Al d�a siguiente de su muerte se encerr� en su cuarto con Vigu� y Eusebio, y lloraba a gritos la muerte de su Encarnaci�n. En algunos momentos daba tregua a su dolor, pegaba una bofetada a uno de aqu�llos y con voz doliente pregunt�bales: -�D�nde est� la hero�na? -Est� sentada a la diestra de Dios Padre Todopoderoso -respond�a Vigu�, y volv�an a llorar. Esta mezcla horrible de la burla y la ferocidad m�s inaudita, son rasgos frecuentes de su vida. Todo lo grotesco halagaba aquella naturaleza lapidada con los estigmas de una inferioridad moral deplorable. Bruce-Thompson, que por su posici�n de m�dico de las prisiones de Escocia, ha podido estudiar cientos de criminales famosos, no ha observado que prosperara entre ellos el sentimiento de lo bello. Ese signo de degeneraci�n que palpita en todas las cosas de Rosas, en todas sus obras, viene casi siempre acompa�ado de este estado de insensibilidad moral predominante que acusaba. Esas figuras siniestramente alegres que cruzan en el escenario de su tiran�a, tienen tambi�n su parte en este proceso m�dico. Los perfiles grotescos de sus bufones, los f�rreos contornos de sus fisonom�as deformes, agregados a todos esos rasgos conocidos ya, dan la evidencia del diagn�stico. Eusebio, Vigu� y toda esa cohorte de imb�ciles que abofeteaba en sus horas de recreo, y "cuyos intestinos hac�a insuflar por medio de fuelles" para montarlos con espuelas; esos dementes incurables como el "Loco de la Federaci�n", a quien hac�a arrancar los pelos del perin� por medio de pinzas, dejan vislumbrar todas las asperezas que ten�a aquel esp�ritu en completo desequilibrio. El rol importante que desempe�aron en su vida todos estos desgraciados es bien conocido. Eusebio asist�a de noche a los cuarteles, hac�a que le formaran la guardia y, al pasar por debajo del Cabildo, el centinela gritaba echando el arma al hombro: -Cabo de guardia, el Sr. Gobernador; y la tropa bat�a marcha y presentaba sus armas. Lo que com�nmente se llama "las diabluras de Rosas" son todas aquellas extravagancias feroces que han quedado grabadas con caracteres indelebles en la imaginaci�n de todo un pueblo. Mandar a Eusebio que se calzara un par de botas llenas de brasas de fuego, obligar a latigazos al imb�cil Vigu� a comerse media docena de sand�as, divertirse en darle de pu�etazos en la boca y en el vientre en el juego brutal de "la inflada", y hacerlo sentar sin calzones sobre un hormiguero hasta que hubiera devorado dos fuentes de dulce; tal era el repertorio de sus bromas. Rosas est� pintado en todas ellas. Gira en una �rbita en donde la naturaleza humana camina sin el apoyo de la raz�n, que en el orden moral es el equilibrio de las facultades, seg�n dec�a Augusto Comte. No viv�a en esa zona misteriosa de que habla Maudsley y en uno de cuyos bordes se ve a la perversidad predominando sobre la locura, mientras que en el opuesto la perversidad es menor y la locura domina.
Rosas estaba francamente afectado de una "locura moral" en toda su horrible plenitud. Principi� a manifestarse en su juventud, y despu�s p�blicamente, haciendo pintar bigotes con corcho quemado a sus generales, proscribiendo el frac y cortando por sus propias manos los faldones que llevaba el Sr. G�mez de Castro en un baile p�blico, en la casa de Gobierno, "present�ndose en mangas de camisa y en calzoncillos en momentos solemnes y notables" [62.] , y organizando bandas de hombres feroces que ten�an la misi�n de tusar las barbas de los "salvajes unitarios" y pegar mo�os con brea en las cabezas de sus mujeres. Rosas hac�a bailar a su hija y a sus generales con negras y mulatas en la Alameda y en las plazuelas de las iglesias, y representaba con sus bufones "farsas indecentes y obscenas" parodiando las cosas m�s serias, sin miramiento alguno por las personas que ten�a cerca [63.] . Esas tendencias obscenas que manifestaba son propias y casi patognom�nicas de estados cerebrales especiales, an�logos al suyo. Las�gue ha referido un n�mero considerable de ejemplos. Individuos, muchos de ellos que, a pesar de su posici�n y de las consecuencias que necesariamente produc�an semejantes atentados, se entregaban con verdadero placer a estos manejos, reducidos, bueno es decirlo, a la exhibici�n pasiva de sus �rganos genitales. Otros que, como Rosas, no hac�an otra cosa que salirse en camisa y calzoncillos a la sala, al patio o a la plaza misma, "siempre que hubiera espectadores" [64.] . Legrand du Saulle, en su libro sobre los epil�pticos, refiere tambi�n casos id�nticos y no menos curiosos. Este "exhibicionismo" de Rosas es un dato m�s que se agrega al proceso. Las extravagancias, como aquella de obligar a todo un pueblo a que vistiera chaleco colorado, a que pintara las puertas y el frente de sus casas del mismo color, a que llevara bigote como signo de exterminio, quedan todas muy atr�s de ese c�mulo de escenas sangrientas que constitu�an el alimento diario de sus sentidos. Hizo meter vivo en un tonel lleno de alquitr�n, para luego prenderle fuego, al espa�ol Rodr�guez de Eguilaz. Era frecuente en aquel tiempo encontrar las cabezas humanas en los puestos de los mercados, colgadas y adornadas de perejil y de cintas azules. A los ancianos y venerables sacerdotes Cabrera, Fr�as y Villafa�e los hizo fusilar en su residencia de Santos Lugares, pero antes quiso apurar "el placer" y les mand� cortar del cuero cabelludo toda la parte de la corona, luego les hizo sacar la piel de las manos y en seguida los mand� al banquillo. Los prisioneros de guerra que no eran fusilados o degollados "a serrucho" o a "cuchillo mellado", se les hac�a llevar una existencia atroz, viviendo entre los animales y podredumbre y oblig�ndolos, entre otras cosas, a trabajar arrancando troncos de duraznos con las u�as [65.] . Rosas -dice el Sr. Lamas, a quien copiamos textualmente- ten�a sus goces en la agon�a lenta y prolongada de esos m�seros prisioneros, que en cada ruido que percib�an cre�an distinguir el paso y la voz del que iba a degollarlos, que beb�an lentamente la muerte, que presenciaban transidos de horror el deg�ello del amigo o del hermano y que cre�an sentir a cada momento el fr�o del cuchillo al introducirse en su carne. La ejecuci�n a deg�ello, que era una instituci�n suya, produc�a una agon�a doloros�sima y era ejecutada lentamente y con cuchillo de poco corte, buscando el martirio prolongado y cruel. Los degollados no recib�an jam�s los consuelos con que la religi�n prepara a los hombres para el trance supremo, y Rosas, que ha mostrado una fecundidad diab�lica para inventar el tormento, hac�a acompa�ar las ejecuciones con una m�sica pavorosa, con canciones de una alegr�a extra�a y sat�nica, y las v�ctimas lanzaban sus �ltimos suspiros en medio de sus horribles acordes. Las orejas del coronel Borda, que cay� prisionero de uno de sus tenientes, las ten�a "saladas" en una bandeja de plata y colocadas sobre el piano de su sala para mostrarlas a sus tertulianos [66.] . Camila O'Gorman, joven de 20 a�os, perteneciente a una de las principales familias, que hab�a cometido el delito de enamorarse de un cl�rigo, fue tra�da de
un pueblecito de Corrientes, en donde estaba escondida, y fusilada en las prisiones de Santos Lugares. Camila estaba embarazada y Rosas hizo bautizar al ni�o, introduciendo el agua bendita por la boca de la madre. �A esta horrible burla la llam� el bautismo federal! No hab�a nunca en las modalidades de su esp�ritu atrabiliario esos t�rminos indecisos, esas zonas intermedias e indefinidas que parecen acusar una lucha de sentimientos opuestos. Las manifestaciones de su car�cter eran siempre fuertemente acentuadas y vivaces como los s�ntomas de una enfermedad aguda, franca y r�pida en su marcha. Rosas no sinti� nunca el temor, que es el sentimiento m�s cercano al miedo sin ser el mismo, sino el terror. En circunstancias dif�ciles no tuvo jam�s un destello de virilidad sino que se mostr� anonadado, deprimido por el m�s innoble pavor, por la m�s degradante cobard�a. Tuvo miedo, pero ese miedo depresivo y enfermizo que invade a los alucinados, cuando por delante de sus ojos absortos cruzan esas sombras silenciosas y amenazadoras, esos enormes fantasmas que crispan sus nervios, cuando sienten la frialdad de la cuchilla imaginaria que se introduce en su carne determinando los accesos. Bajo la influencia de causas relativamente insignificantes, ca�a en estos paroxismos de terror, que respond�an evidentemente a estados particulares de su cerebro. En 1828, despu�s de la jornada de Navarro, en que el gobernador Dorrego fue vencido, huy� solo, en "alas del miedo", a refugiarse a Santa Fe; lleg� all� "asustado y tembloroso", y a pesar de los esfuerzos de L�pez, no pudo volver la tranquilidad a su esp�ritu profundamente conturbado. Era tal su depresi�n moral que solicit� y rog� al general Lavalle le otorgase garant�as y un pasaporte para irse a Estados Unidos [67.] . Si entonces Lavalle se presenta a las puertas de Santa Fe, Rosas hubiera ca�do en un acceso, producido por una fuerte emoci�n moral. En 1833 se repiti� la misma escena. Fue invadido s�bitamente por un terror inexplicable, a pesar de encontrarse al frente de un poderoso ej�rcito. Entonces escribi� a sus amigos, "aterrorizado, lloroso y suplicante", para que le permitieran salir del pa�s abandon�ndolo todo. En 1839, cuando estall� la c�lebre revoluci�n del Sud, repiti�se de nuevo afectando una forma horrible y desapareciendo despu�s para dar lugar a un verdadero acceso de furor en el que pretendi� manchar la reputaci�n intachable de su propia madre con una calumnia atroz [68.] . En estos hechos, dice Griesinger, hablando de la influencia de las emociones fuertes, entrevemos ya una predisposici�n moral seria a la enajenaci�n mental, en esta impresionabilidad, en esta tendencia a las oscilaciones perpetuas del esp�ritu que hacen que todas las impresiones morales susciten juicios confusos. La pupila del ojo del esp�ritu, dice este sabio autor, se estrecha entonces y el �nico objeto por que se deja atravesar, es ese dolor moral que se apodera fuertemente de la conciencia. En raz�n de esta concentraci�n misma, agrega el profesor de Zurich, todas las percepciones son tristes y penosas; h�bil para proporcionarse tormentos y solamente ocupado en su dolor, el enfermo se hace extra�o a la mayor parte de las cosas que habitualmente le interesan, dando origen a esa sombr�a desconfianza que engendra el terror de los alucinados. Estas bruscas transformaciones que se operaban en su esp�ritu a favor de la m�s leve impresi�n dolorosa, estos cambios violentos e ins�litos, eran todos hijos de su estado neurop�tico. Mil otros detalles e incidentes de su vida, que no necesitamos para complementar este cuadro cl�nico, pintan gr�ficamente esta organizaci�n perturbada desde su infancia y cuyas peripecias inolvidables formar�an por s� solas un libro sin t�rmino. Si Rosas no ha sufrido la neurosis que le atribuimos, particularmente en aquellos per�odos de su vida, la naturaleza humana es incomprensible. p IV. Causas de la neurosis de Rosas
M�ltiples y variadas son las causas de esta enfermedad oscura que consiste en la abolici�n m�s o menos completa de la personalidad humana, en sus manifestaciones morales e intelectuales. Su g�nesis lo han buscado los patologistas de todos los tiempos, en el agregado f�sico, en la fuerza que preside a sus movimientos y a sus manifestaciones variadas. El coraz�n, el cerebro, el h�gado, el est�mago y los intestinos, lo mismo que los �rganos de la respiraci�n, todos los que forman la m�quina animal, pueden tener su parte en esta desventura que sepulta la raz�n en las regiones oscuras de un ensue�o eterno. La mayor�a de ciertos estados an�malos del organismo, que perturban m�s o menos levemente su marcha regular, deprimiendo o exaltando el funcionamiento de un �rgano importante; la clorosis, que azota al sexo femenino, trastornando la vida del cuerpo y del esp�ritu con la muerte misteriosa del gl�bulo sangu�neo; la tisis pulmonar, las fiebres intermitentes, y hasta la �poca apacible de la lactancia materna, todas son causas o estados propicios para su invasi�n, sin que la herencia, o cualquiera de esas grandes fuerzas, tenga necesidad de intervenir. Obran adem�s en el orden f�sico, y como causas locales, todas las que influyen directamente sobre el enc�falo, principal motor de la vida, o que lo hagan a distancia y simp�ticamente; como causas generales, la anemia, el onanismo y las p�rdidas seminales, la di�tesis neuroartr�tica, la fiebre tifoidea; como causas fisiol�gicas, la menstruaci�n, el embarazo, el parto; y como causas espec�ficas, las intoxicaciones por medio del mercurio, del plomo, de la belladona, el opio o el haschisch. En el orden moral, y como ocasionales, las emociones fuertes, el desborde de las pasiones, los disgustos, la imitaci�n; como predisponentes generales la civilizaci�n, las ideas religiosas, los acontecimientos pol�ticos; y como individuales, la "herencia", el sexo, la edad, lo mismo que el clima, el estado civil de las personas, la profesi�n y por fin la educaci�n. Que estas influencias etiol�gicas -dice el autor de quien tomamos estos p�rrafos- obren aisladamente, es muy raro; lo m�s a menudo se asocian entre s� causas predisponentes y causas ocasionales, causas morales, y causas f�sicas, y su uni�n no hace sino aumentar la intensidad de su acci�n [69.] . Una de las que obran con mayor fuerza en la etiolog�a de la locura, y la que m�s ha fijado la atenci�n de los sabios, es sin duda la herencia, fen�meno misterioso que hace la desesperaci�n de los m�dicos y en virtud del cual el ni�o nace con el car�cter, con las inclinaciones, con las disposiciones patol�gicas, con las calidades corporales, con las preocupaciones del esp�ritu del padre, del abuelo o de cualquiera de sus ascendientes directos o colaterales. Hace a�os un hombre ilustre en los anales de la medicina, el profesor Virchow, emiti� la opini�n atrevida, aunque poco explicativa, de que el cuerpo del padre y de la madre comunicaban a la sustancia del germen y, en consecuencia, a los seres que de ellos proven�an, cierto movimiento material de una naturaleza indeterminada y que cesaba �nicamente con la muerte. M�s tarde, Haeckel, el apreciable autor de la "Morfolog�a general de los organismos", se pronunci� tambi�n por esta opini�n, sosteniendo para explicar los fen�menos infinitamente variados y complejos de la herencia, que la evoluci�n completa del individuo es un encadenamiento continuo de movimientos moleculares del plasma activo que, gracias a su tenuidad infinita, se encuentra en el �vulo y en el espermatozoide, con una estructura molecular y at�mica especifica. Pero estas explicaciones, tan complicadas y tan poco satisfactorias, han dejado la cuesti�n casi en el mismo terreno, envuelta en los mismos misterios y oscuridades de antes. Sin embargo, las observaciones reunidas hasta nuestros d�as, parecen autorizarnos, dice Buchner, para afirmar que las disposiciones del esp�ritu, tendencias, etc., etc., adquiridas o nativas, se heredan con mayor facilidad que las disposiciones corporales. Los caracteres de la voluntad y del sentimiento, la memoria, la imaginaci�n, la inteligencia, suelen pasar todos, de padres a hijos, de la misma manera que se trasmiten las facultades sensoriales, las particularidades de la visi�n, el estrabismo, la miop�a o la presbicia, las perfecciones e imperfecciones
m�s singulares del tacto, las debilidades e hiperestesias del o�do, las anomal�as todas del olfato y del gusto. La influencia preponderante de la herencia en la producci�n de las perturbaciones mentales es un hecho comprobado por los trabajos estad�sticos de los alienistas modernos. Y es tal su importancia, dice Legrand du Saulle, que cada vez que por la marcha del estudio hemos llegado a la etiolog�a de una de estas perturbaciones, la herencia se ha presentado en primera l�nea. Sucede a menudo que las causas ocasionales de estas afecciones son ligeras; y cuando circunstancias, insignificantes en apariencia, determinan en ciertos sujetos la explosi�n de perturbaciones cerebrales graves y a veces incurables, es menester ir a buscar all� la raz�n de esta desproporci�n aparente "entre la peque�ez de la causa y la magnitud del efecto" [70.] . En la mayor�a de los casos -contin�a el autor citado-, la transmisi�n hereditaria no se hace de una manera similar, sino que es esencialmente polimorfa y la regla general es que las afecciones de este g�nero se transformen al trasmitirlas. Un padre o una madre epil�ptico, exc�ntrico o extravagante, puede engendrar hijos alienados, idiotas, perseguidos o criminales; y un loco, a su vez, puede engendrarlos epil�pticos, pobres de esp�ritu, alcoholistas, etc. Para comprender bien estas transmisiones polimorfas es preciso considerar a las afecciones mentales y a las grandes neurosis como variedades de una misma especie. Las grandes neurosis y las diversas formas de enajenaci�n son estados m�rbidos entre los cuales existen lazos �ntimos de parentesco; sus productos patol�gicos tienen entre s� relaciones directas, es decir, que lo que generalmente se llama extravagancia, estado nervioso, rareza de car�cter, debilidad de esp�ritu o locura, tienen relaciones estrechas y no son sino variedades de un mismo tipo [71.] . Esto era lo que evidentemente suced�a en Rosas, cuyo estado an�malo parec�a, con ciertas transformaciones, heredado por l�nea materna, que es lo que m�s frecuentemente se observa siempre que en los ascendientes se haga notar cualquiera de esas perturbaciones, ya leves, ya graves; siempre que, seg�n el respetable autor del "Delirio de las persecuciones", sean aquellos neur�patas, personas extravagantes, originales, exaltadas, violentas, apasionadas, hist�ricas, epil�pticas, suicidas, alcoholistas o locos verdaderos. Insisto en esto porque he vislumbrado en el car�cter de la madre de Rosas manifestaciones claras de un estado nervioso acentuado, de un histerismo evidente. Esta se�ora, matrona respetable por muchos conceptos, era persona de un temperamento eminentemente nervioso y exaltado, hasta donde puede permitirlo la sensibilidad exquisita de su sexo; una organizaci�n dotada de una actividad excesiva y casi febril, con una movilidad de esp�ritu francamente neurop�tica. Caminaba precipitadamente, hablaba con una ligereza nerviosa, accionaba con virilidad y, en los movimientos de sus miembros, en la vivacidad de su rostro, en su andar firme y resuelto, y hasta en los destellos de sus ojos brillantes y convulsivos, pod�a descubrirse una naturaleza llena de vida y azotada por esas efervescencias indomables que agitan tanto la sensibilidad femenil. Tras estas confusas manifestaciones se abre paso ese estado vaporoso del histerismo, en que la retina se siente herida con fuerza por el rayo de luz m�s p�lido, en que, por la exageraci�n ins�lita de su potencia emocional, siente la mujer esos espasmos dolorosos y se estremece hasta su �ltima fibra al menor ruido, con el m�s leve movimiento de un objeto. Modalidad singular de su esp�ritu, que deja entrever ciertas alteraciones fugaces de la personalidad moral propias de la histeria, delineada con fuerte colorido en su organizaci�n arrebatada por un nerviosismo extremo. Por ese influjo particular y en virtud de las exaltaciones de la afectividad, viv�a aguijoneada por las exigencias de este estimulo sensitivo, tras el cual el ojo menos experimentado descubrir�a el estado de excitaci�n enfermiza de que hablan los autores. Encontr�base pose�da de un deseo extra�o de ocuparse de muchos asuntos a la vez, de emprenderlo todo sin concluir nada, de una actividad incesante, de una especie de movimiento continuo, an�logo a "ese vaiv�n agitado que se apodera de la aguja de un p�ndulo cuando ha desaparecido el disco
que regula su marcha". Una an�cdota que me ha sido referida por una persona ligada a su familia, y de cuya veracidad no puedo dudar, dar� una idea de su car�cter excitable, violento y varonil. Un d�a se presenta en su casa un Comisario de Polic�a con el objeto de expropiar los caballos de su carruaje para no recuerdo qu� fin. La se�ora lo recibe y, al significarle aqu�l el objeto de su visita, monta en c�lera neg�ndose redondamente a hacerle la entrega. El Comisario insiste, y como intentara emplear la fuerza, la se�ora corre a una de las habitaciones inmediatas, toma un par de pistolas, dir�gese a la caballeriza y las descarga sobre los caballos. Aquel de los dos que qued� agonizante, fue ultimado por su propia mano. Otro episodio me es conocido, tomado de las tradiciones orales de la �poca. Una tarde, compra en una tienda algunos objetos, que dej� apartados para llevarlos cuando regresara a su casa. Momentos despu�s vuelve por ellos y se impone con sorpresa que el tendero los ha vendido. -Los he vendido -le dice �ste-, viendo que Vd. no volv�a. -Soy sorda -le responde la se�ora, colocando en el o�do la mano derecha a guisa de pabell�n-, tenga Vd. la bondad de acercarse m�s. El tendero acerca su cabeza, y antes que hubiera articulado la palabra, una feroz bofetada le hac�a purgar su insolencia. Las expresiones s�bitas de la c�lera, la sobreexcitaci�n constante en que viv�a, agregadas a estos rasgos de su car�cter extravagante, nos ha llamado la atenci�n, llev�ndonos a buscar en la "herencia", transformada indudablemente, una de las causas que han influido con m�s o menos vigor en la producci�n de este dislocamiento de las facultades morales que encontramos en Rosas. �Estas explosiones de la sensibilidad no ser�an ese matiz intermediario entre la salud y la enfermedad que Lorry llamaba la caquexia nerviosa y Pomme la fiebre nerviosa? �No ser�a la neuropat�a proteiforme de Cerice, el estado nervioso de Sandras o la neurospasmia de Brachet? Indudablemente hab�a mucho de enfermizo en esas actividades extra�as, puesto que, seg�n Legrand du Saulle, este estado no es otra cosa que la exageraci�n patol�gica del temperamento nervioso. Algo m�s en mi concepto; estaba all� visible el histerismo con sus manifestaciones caprichosas, m�ltiples y variadas. Esta se�ora era indudablemente extravagante y exaltada, y esto se ha reproducido -dice el eminente autor del "Facundo"- en D. Juan Manuel y dos de sus hermanos. Ten�a un car�cter duro y t�trico, y se hac�a servir el mate de rodillas con las negritas esclavas que criaba. Estos datos [72.] me los ha corroborado el Dr. D. Vicente F. L�pez, cuya madre, aunque en grado lejano, es pariente de aquella se�ora. A la par de su dureza extraordinaria de car�cter, ten�a, sin embargo, y en un estado de exaltaci�n propio de su temperamento, sentimientos completamente opuestos, porque era caritativa, sol�cita con los pobres a los que repart�a dinero y ropas, y para quienes fue, seg�n se refiere, una verdadera providencia. Frecuentemente (y consigno este dato como un complemento al diagn�stico), ve�asele atada la cabeza con un ancho pa�uelo de seda porque padec�a de fuertes y repetidas cefalalgias. Bien, pues, este car�cter neurop�tico, es el germen de entidades m�rbidas m�s graves, "que la herencia hace estallar" y evolucionar de cierta manera propicia a la enfermedad, m�s a�n, "cuando el germen es fecundado en la descendencia por elementos morbosos nuevos". (Legrand du Saulle). Siempre que encontr�is en una familia uno de estos miembros gangrenados -dice Moreau de Tours-, una de estas naturalezas extraordinariamente viciadas, de estos seres que hacen desde sus primeros a�os la desesperaci�n y muy a menudo la deshonra de sus desgraciados padres, cuya honorabilidad y costumbres ejemplares parece que debieran preservarlos de esta calamidad, estad seguros "que encontrar�is un vicio neurop�tico oculto en alguna parte del �rbol geneal�gico". Encontrar�is, agrega, una de estas afecciones nerviosas tan comunes como la locura, la histeria, las enfermedades convulsivas, bajo cualquiera forma, grave o ligera, las lesiones de los centros nerviosos, de la m�dula espinal, etc. Hay entre estos productos patol�gicos relaciones directas que la herencia combina y transforma de manera que pueden pasar por una serie compleja de metamorfosis, y no es extra�o, como antes he dicho apoy�ndome en la palabra respetable de todos
estos grandes maestros, que de personas extravagantes, exaltadas, etc., etc., nazca un criminal, un paral�tico, etc., siendo precisamente m�s frecuente por l�nea materna esta terrible transmisi�n. La madre trasmite a veces simplemente esta tendencia enfermiza, este modo de ser del organismo que lo pone en mejores condiciones para recibir las impresiones m�rbidas y para reaccionar en favor de ellas, de ese modo particular que llamamos predisposici�n; otras trasmiten directamente su enfermedad, transform�ndola. (Legrand du Saulle). El rol importante, que desempe�a la madre en la transmisi�n de los fen�menos patol�gicos hereditarios, est� hoy completamente averiguado y no necesitamos insistir sobre �l. Recordemos de una manera general, dice Moreau de Tours, que como toda causa, todo agente f�sico o moral, tiene el poder de sobrexcitar y de perturbar sobrexcitando la fuerza vital o din�mica de los centros nerviosos en los padres, puede desarrollar en los hijos des�rdenes an�logos "m�s o menos intensos". Ahora bien, estudiando los rasgos que marcan los autores como signos de estas transmisiones en el orden afectivo y en el orden moral, y compar�ndolos con los que en este sentido revelaba en su car�cter Don Juan Manuel, no dejar� de sorprender la curiosa semejanza que muestran entre s�, a tal punto, que al describirlos, parece que Legrand du Saulle hubiera adivinado los duros contornos de su l�gubre silueta. Las profundas perturbaciones morales que agitaban el cerebro de este hombre son precisamente las que la mayor�a de los hereditarios llevan palpitantes en su car�cter. Casi todos ellos tienen las facultades efectivas profundamente alteradas. Son, como Rosas, malos hijos, malos esposos, padres indiferentes, fr�os, insensibles a todos los dolores de la tierra, a todo lo que no les toca directamente; presuntuosos, aunque afectan mucha modestia, rasgo que era proverbial en el "hombre de Palermo" y que ha dado origen a tradiciones curiosas. D�spotas violentos, dice Legrand du Saulle, no sufren nunca contradicci�n alguna, envidian los honores y desean la riqueza de todos. Son burlones, amigos de chanzas brutales, y les gusta incomodar a sus m�s fieles amigos y servidores con bromas cruentas: incapaces de sentimientos elevados, no conocen la caridad, el patriotismo y el honor. Toda la moral se resume para ellos en el inter�s particular; la hipocres�a y el enga�o les parecen muy naturales, desde el momento que pueden sacar provecho. C�nicos y disipados (como Rosas), sistem�ticamente hostiles a toda acci�n moralizadora, insensibles a los goces del hogar, inaccesibles a las dulzuras de la afecci�n, hacen siempre la desgracia de su familia y son a menudo su deshonra [73.] . Hay un gran n�mero de casos, agrega ese autor, en los cuales estas perturbaciones de las facultades son poco aparentes, sea porque en realidad est�n poco desarrolladas, sea porque en cierto modo las ocultan s�ntomas m�s graves y de otro orden. Pero se ven otros, agrega, en quienes las perturbaciones afectivas predominan de una manera completa, perturbaciones caracterizadas por ciertos estados de exaltaci�n enfermiza y por la perversi�n de la sensibilidad moral. Esos actos de verdadera locura moral que conocemos en la vida de Rosas, aquellas "infladas" al loco Eusebio, aquellos juegos del "pelud�n", todas esas bromas infernales de que eran teatro Palermo y la Casa de Gobierno, son extravagancias a que frecuentemente se entregan los hereditarios, quienes, seg�n el autor mencionado, se manifiestan sin motivo alguno inmorales y peligrosos, como si se sintieran arrastrados por una necesidad ligada a su organizaci�n an�mala: "ninguna concepci�n delirante provoca estos actos, ninguna incoherencia en el discurso las explica" [74.] . Su naturaleza, dice el mismo autor, es extremadamente variable, unas veces son puerilidades insignificantes, absurdos, extravagancias; otras, actos peligrosos, obscenos, violentos o criminales. Hasta en la forma de su cabeza hab�a condiciones org�nicas que favorec�an la producci�n de su imbecilidad moral. Su cr�neo, aunque no era visiblemente muy defectuoso y asim�trico, no parec�a tampoco art�sticamente conformado. La abundancia exuberante de su cabello encubr�a a la mirada poco curiosa de sus
cortesanos las se�ales inequ�vocas del desigual desarrollo de su cerebro. Gratiolet ha descubierto que, en las razas menos perfectibles, las suturas anteriores del cr�neo se cierran antes que las posteriores, es decir, que el crecimiento de los l�bulos anteriores del cerebro se detiene antes que el de los posteriores. En las razas superiores, por el contrario, la osificaci�n de las suturas principia por las occipitales y cuando �stas est�n ya definitivamente cerradas, y terminando el crecimiento de los l�bulos posteriores, las frontales, todav�a abiertas, permiten al cerebro desarrollar sus l�bulos anteriores que est�n en relaci�n con las facultades m�s elevadas del entendimiento. Era ya, dice Broca, una noci�n vulgar en la ciencia que el desarrollo de la frente estaba en relaci�n con el de las m�s altas facultades del esp�ritu, cuando Camper imagin� determinar esta relaci�n por la medida del �ngulo facial. Su procedimiento, aunque exento de un rigor absoluto, ha revelado sin embargo las desigualdades intelectuales de las distintas razas humanas. Las menos perfectibles son las que tienen un �ngulo facial m�s agudo y en las que, en consecuencia, se encuentran menos desarrollados los l�bulos frontales del cerebro. Para determinar el desarrollo relativo de la parte anterior y posterior del cerebro, Parchappe ha imaginado un procedimiento que, aunque no es aplicable al estudio comparativo de las razas, puede sin embargo aplicarse al de los individuos de una misma raza. De estos estudios resulta que, en los hombres mentalmente superiores, la regi�n anterior del cerebro est� mucho m�s desarrollada que en los hombres vulgares, y la parte posterior, por el contrario, es mucho m�s peque�a, no s�lo de una manera relativa, sino tambi�n absoluta. (Broca). Y bien, estudiemos el cr�neo de Rosas, la configuraci�n exterior de su cabeza, y veremos c�mo las pasiones ciegas, los instintos del bruto, el "alma occipital" en una palabra, est�n desarrolladas de una manera exuberante, con gran detrimento de los l�bulos anteriores. He examinado ochenta y tantos retratos suyos, pertenecientes a la hermosa colecci�n del doctor Lamas; much�simos de perfil, debidos al pincel de Morel, de Carrandi, y "tomados del natural"; entre ellos, el que paseaban en el carro y colocaban en los altares, que es de mano maestra indudablemente. El �ngulo facial es tan agudo que basta un examen superficial para comprenderlo. La frente, poco espaciosa, es deprimida, estrecha y cerrada, signo incontestable de inferioridad mental. La frente vertical, elevada, con las bosas frontales prominentes, se ve en ciertos hombres de genio; los microc�falos y los idiotas poseen una frente fugitiva, las bosas frontales deprimidas y muy bajas. Frente ancha, llena, inclinada muy ligeramente hacia atr�s, describiendo una curva amplia a nivel de las eminencias frontales y dirigi�ndose de all� r�pidamente hac�a atr�s, son, dice Topinard, los caracteres del tipo europeo bien constituido. Este aplastamiento de la parte anterior del cr�neo, sujetando en su natural desarrollo a los l�bulos correspondientes que hace a los hombres m�s due�os de s� y desarrollan las m�s nobles facultades del esp�ritu, determina, como es consiguiente, una prominencia notable de la parte posterior. Esta era visible en la cabeza de Rosas y favorec�a, o mejor dicho, indicaba un desenvolvimiento grande de todas las facultades m�s inferiores, sobre todo de esa "ferocidad occipital", como llama Gosse a ese signo tan caracter�stico de los hombres de un nivel moral muy bajo. Mirada su cabeza de frente, el ojo menos perspicaz descubre al instante la estrechez y poca extensi�n del frontal: angosto, corto y revelando toda la inferioridad de su alma. Los arcos superciliares prominentes, espesos y proyect�ndose atrevidamente hacia afuera, la �rbita, profunda, ancha, elevada a expensas de las hendiduras frontales y reduciendo los l�bulos anteriores, las cejas abundantes, el p�rpado de aspecto edematoso, signo para m� de inferioridad, y la mirada encapotada, siniestra, que brotaba de unos ojos celestes bell�simos: tal era el conjunto de su fisonom�a. Adem�s de todos aquellos signos org�nicos de degeneraci�n, es probable que el traumatismo del cr�neo tuviera tambi�n su parte en la producci�n de su estado mental. En su juventud, y en uno de los juegos brutales a que se entregaba, recibi� de un potro una patada en la frente misma y sobre la eminencia derecha del
frontal; el golpe lo dej� por mucho tiempo privado del sentido. En ese punto ten�a una depresi�n m�s o menos visible que se extend�a desde la eminencia derecha oblicuamente de afuera adentro y de arriba abajo, y llegaba hasta la glabela en donde era m�s profunda [75.] . Los efectos del traumatismo craniano en la etiolog�a de la enajenaci�n, ya como causa determinante, ya como ocasional, son conocidos por todos los autores modernos. Las heridas de cabeza, dice Griesinger, tienen una influencia considerable sobre el desarrollo de la locura, sea que produzcan simplemente una conmoci�n del cerebro o que se acompa�en de fractura del cr�neo. En algunos casos, contin�a, se forman peque�os focos purulentos de marcha cr�nica que permanecen largo tiempo sin producir accidentes, o bien son peque�os quistes apopletiformes, o una inflamaci�n de la duramadre; otras veces se forman a consecuencia de las heridas, una ex�stosis, un tumor o una caries de los huesos del cr�neo que trae una hiperemia m�s o menos extendida, o la exudaci�n de falsas membranas en las meninges. En otros no se observa nada de esto, la fuerte conmoci�n que ha sufrido el cerebro basta, sin necesidad de otras lesiones anat�micas, para determinar en este �rgano una susceptibilidad m�rbida tal que, bajo la influencia de causas ligeras, y al fin de algunos a�os, vemos aparecer la locura. Indudablemente esto �ltimo es lo que ha sucedido en Rosas, porque nada nos autoriza para creer en la existencia de tumores de cualquier g�nero ni menos de meningitis o encefalitis cr�nica, pues a haber existido estas �ltimas hubi�ranse manifestado durante la vida s�ntomas graves que no le conocemos. De 500 locos observados por Schlager, hab�a 49 cuyas perturbaciones mentales, graves en algunos y leves en otros, eran producidas por la conmoci�n del cerebro; en 21 casos el traumatismo hab�a sido seguido inmediatamente de p�rdida completa del conocimiento, en 16 de simple confusi�n de ideas; en 19 la locura desarroll�se en el primer a�o del accidente, en 4 a los 10 a�os, pero siempre se inicia antes. Casi todos estos enfermos ten�an despu�s una gran tendencia a las congestiones de la cabeza, bajo la influencia del menor exceso en la bebida, de una emoci�n moral, etc., etc. [76.] . A esta tendencia a las congestiones en un temperamento sangu�neo, como el de D. Juan Manuel, y a la irritabilidad de su cerebro, despertado por el traumatismo, deben agregarse las causas que ya estudiamos como factores de mucha importancia en la etiolog�a de su estado moral. Pero hay todav�a otra causa no menos importante, cual es su enfermedad de los �rganos urinarios, bien caracterizada en mi concepto, por ciertas particularidades sintom�ticas que la revelan. No es dudoso que Rosas haya sufrido una enfermedad a la vejiga y afirmamos esto en virtud de datos suministrados por personas de su relaci�n y aun por miembros de su familia. Algunas veces quej�base de dolores vagos en las regiones renal e hipog�strica y echaba frecuentemente arenilla al orinar. Estas arenillas renales son la forma com�n de la litiasis, dice Jaccoud, y la mayor parte de los c�lculos vesicales son piedras renales que han descendido a la vejiga y engrosado en ella por la adici�n de nuevos dep�sitos. El Sr. Ezcurra me ha referido que Rosas, a consecuencia de un fuerte golpe que recibi� corriendo una carrera en Londres, cay� enfermo y que inmediatamente despu�s arroj� una orina fuertemente sanguinolenta y cargada en abundancia de gruesas arenillas. Despu�s de este accidente no volvi� a sentir la menor incomodidad, restableci�ndose al parecer completamente. En otras ocasiones este restablecimiento puede explicarse por la calidad del c�lculo que, siendo �rico, desciende a la vejiga y escapa por la orina sin la intervenci�n del arte. En estos casos, dice Thompson, el enfermo debe ponerse sobre aviso, pues un accidente semejante revela en �l una gran predisposici�n a la formaci�n de una piedra cuya evoluci�n debe impedirse. La orina de sangre o hematuria se produce en todos aquellos individuos precisamente despu�s de alg�n movimiento brusco, violento, como la ca�da que experiment� D. Juan Manuel y la que tal vez produjo el rompimiento de alg�n c�lculo en formaci�n. Pero, si ese no fue un c�lculo de buenas dimensiones, vivi� ciertamente aquejado por lo que los autores franceses llaman la "gravelle". Esta enfermedad consiste en la formaci�n de peque�os cuerpos granulosos, de di�metro variable aunque
generalmente peque�os. Los s�ntomas son variados y todos se refieren naturalmente al aparato genitourinario. El que m�s molesta es el dolor renal que puede ser pasajero y accidental, aunque algunas veces se hace vivo e insoportable, y constituye en otros s�ntomas no menos molestos ese cuadro terrible que conocemos con el nombre de c�lico nefr�tico. Si Rosas ha sido v�ctima de esta di�tesis, nada de extra�o tendr�a que el c�lico nefr�tico hubiera m�s de una vez amargado los d�as de su vida. Este episodio patol�gico es, con raz�n, el terror de los enfermos, y las convulsiones profundas que en esos momentos supremos experimenta el organismo, explican hasta cierto punto las perturbaciones morales que acarrean sus repeticiones frecuentes. Se anuncia a veces por pr�dromos que el enfermo habituado aprecia, pose�do de una agitaci�n dolorosa. Otras sobreviene con una instantaneidad ins�lita y brutal, sin que nada haga presentir su aparici�n; la v�ctima, dice Jaccoud, siente un dolor renal que va aumentando hasta que adquiere una intensidad insoportable; sudores profusos ba�an su rostro y en los rasgos de su fisonom�a descompuesta expresa los sufrimientos horribles por que atraviesa todo su cuerpo. Los padecimientos intensos del parto, los dolores gravativos de la peritonitis aguda y de la estrangulaci�n intestinal, no son para algunos autores, Durand Fardel entre otros, comparables con los que experimenta el paciente en estos paroxismos terribles. En lo m�s agudo del acceso, el enfermo se agita y se queja de la angustia que lo tortura, el semblante palidece, el pulso se hace peque�o y las extremidades se ponen heladas; la secreci�n urinaria disminuye, y en medio de los esfuerzos vesicales m�s dolorosos, arroja en corta cantidad, o a gotas, una orina ya clara y limpia, ya turbia, mucosa y sanguinolenta, seg�n provenga del lado sano o del lado enfermo. El acceso dura algunas horas y concluye repentinamente arrojando, aunque no siempre, el cuerpo del delito [77.] . Su modo de aparici�n es irregular. Puede producirse uno solo y no volver jam�s, otras veces sucede que se renuevan todos los a�os, otras cada dos a�os; en un a�o suelen verificarse muchos y a�n repetirse en un solo mes. Que Rosas ha padecido de "gravelle" no cabe duda, puesto que, para la mayor�a de los autores, basta para hacer el diagn�stico la presencia de esas arenillas que arrojaba en la orina. Y v�ase aqu�, como dec�amos antes, otro elemento etiol�gico importante agreg�ndose a ese c�mulo de causas de tan diverso g�nero, f�sicas y morales, predisponentes y ocasionales, hereditarias y adquiridas, obrando, ora en conjunto, ora aisladamente, sobre su esp�ritu predispuesto desde la cuna. Enardecida su enfermedad moral por los sacudimientos irresistibles que producen en todo el organismo los c�licos nefr�ticos, tendr�a que sentirse dominado por todas sus inclinaciones perversas, por ideas negras, por deseos inmorales; la rabia, el odio, el amor pervertido y extravagante estallando s�rdidamente en sus entra�as, pondr�an en mayor efervescencia aquel cerebro cong�nitamente enfermo. La influencia que las enfermedades genitourinarias tienen sobre el car�cter del individuo es evidente. He querido mostrar por un ejemplo c�lebre -dice Augusto Merci�-, qu� influencia puede tener sobre la vida de un hombre y aun sobre la marcha de la humanidad, una alteraci�n de estos �rganos, tan peque�a como "para pasar desapercibida a los ojos de m�dicos instruidos" y que la han tocado con sus propios dedos. Juan J. Rousseau fue durante toda su vida atormentado por una enfermedad de este g�nero cuya causa ha permanecido inexplicable aun despu�s de la abertura de su cad�ver. M�s adelante, hablando de estas mismas influencias, agrega: los infelices que est�n afectados de esta enfermedad y que no pueden curar, sea por su propia incuria, sea por insuficiencia del tratamiento que se les aplica, viven condenados a una existencia penosa cuando la afecci�n es leve, y a un fin pr�ximo y doloroso, cuando es grave. Alejados de la sociedad por mil inconvenientes, por las exigencias secretas de su enfermedad todo les es indiferente. Dif�cil me ser�a decir, agrega Merci�, cu�ntos c�libes no engendra y cu�ntas horribles confidencias se me han hecho en mi pr�ctica, cu�ntos infelices atormentados en la soledad por continuas aprehensiones y disgustados de s� mismos han concluido por odiar la vida y suicidarse. En general, podemos decir que las afecciones de las v�as urinarias son causas poco conocidas de frecuentes
suicidios. Y no es esto todo: cu�ntas veces no hemos visto la m�s bella facultad del hombre, perturbarse por des�rdenes sobrevenidos en aquellos �rganos y provocados por el dolor, la rabia y la desesperaci�n. Diversas formas de monoman�a, de hipocondr�a y de man�a han sido la consecuencia de estas afecciones frecuentes [78.] . La espermatorrea engendra como secuela obligada la tristeza, la hipocondr�a y hasta el suicidio. En los individuos que padecen alguna enfermedad cr�nica de la vejiga, el car�cter sufre profundas modificaciones. Podr�amos aducir mayores argumentos en prueba de esta influencia, pero con lo expuesto queda, en nuestro concepto, suficientemente probada la que pudo tener sobre el car�cter de Rosas. Se ve, pues, el n�mero y la magnitud de las causas que han influido para producir su neurosis. Todas ellas se han combinado, reforz�ndose las unas a las otras y aumentando considerablemente su potencia m�rbida. Primeramente se descubre la herencia, causa por s� sola suficiente para engendrar estas perturbaciones incurables; la herencia materna, sobre todo, que es a�n m�s terrible y frecuente que la paterna. La madre de Rosas era una mujer hist�rica y con todos los atributos de un temperamento nervioso marcad�simo. Estas neuropat�as que se observan en los padres (particularmente en la madre) son en los hijos el germen de trastornos m�s graves que la herencia transforma y acent�a. En seguida viene el traumatismo del cr�neo, otro elemento poderoso que, aun cuando obra generalmente con lentitud, produciendo trastornos en la nutrici�n �ntima del enc�falo, no por esto es menos temible en sus efectos. Despu�s, la conformaci�n misma de su cr�neo, revel�ndose en los caracteres anat�micos que dejamos marcados en otro lugar; y finalmente la enfermedad cr�nica de sus �rganos urinarios, fuente inagotable de trastornos morales, en todos los temperamentos. Tenemos, pues, en conclusi�n, que cuatro de las causas m�s formidables para la producci�n de esas perturbaciones cerebrales, han obrado en Rosas de una manera completa y duradera. Lo que vemos no es sino la consecuencia forzosa de su influencia, el cumplimiento estricto de una ley a la cual no puede sustraerse ning�n organismo humano. e V. Estado mental del pueblo de Buenos Aires bajo la tiran�a de Rosas Parece que los pueblos, como los individuos, pueden, bajo la acci�n de ciertas causas, sufrir estas perturbaciones del esp�ritu, que aunque temporarias, ofuscan la raz�n y adormecen el sentimiento hasta la oclusi�n completa. Los ejemplos de casos an�logos abundan en la historia de la humanidad. La encarnaci�n del "esp�ritu de las tinieblas" en el organismo humano produc�a, seg�n el misticismo intolerante de la �poca, aquellas alucinaciones que, bajo el nombre de "demonofobia" o "demonoman�a", arrasaban en la Edad Media conventos y poblaciones enteras. La raz�n humana, adormecida por supersticiones incre�bles, sufr�a a menudo esos dislocamientos epid�micos que en las m�rgenes del Rhin y en los Pa�ses Bajos, dieron origen al "Mal de los ardientes" o "Mal de San Juan". La exaltaci�n perniciosa del fanatismo engendraba en la Moravia y en la Lorena, en la Hungr�a y en Siberia, la extra�a man�a del Vampirismo, bajo cuya influencia un sinn�mero de visionarios sent�anse atormentados por los muertos que abandonaban sus tumbas para beberles la sangre. Los Convulsionarios de San Medardo, empe�ados en permanecer en cruz por largas horas, colg�ndose de los pies, arrastr�ndose sobre el pecho y d�ndose fuertes golpes en el vientre; la Coreoman�a que principi� en Francia y recorri� casi toda la Europa; el Tarantulismo que arrasaba la Calabria; el baile de San Vito en Alemania, y en Holanda el baile de San Juan, son ejemplos palpitantes de estas terribles epidemias de neurosismo bajo cuyo imperio tambi�n vivi� Buenos Aires en ciertas �pocas de la tiran�a. No hace mucho viv�an todav�a los famosos estigmatizados del Tirol, el est�tico de
Kelderen, la paciente de Capreana, que poblaciones enteras iban a adorar personalmente. Monstrelet refiere detalladamente la epidemia demonol�trica que, en 1459, se apoder� de una parte de los habitantes de Arras y que como siempre termin� por repetidos autos de fe. La mayor parte de todos estos trastornos fueron verdaderas epidemias hist�ricas que atacaban a los habitantes en grupos considerables y les hac�an experimentar un sinn�mero de falsas sensaciones, de alucinaciones del o�do, del tacto y de la vista, agit�ndolos en transportes nerviosos que eran exagerados por las ceremonias violentas, las abjuraciones, la afluencia de curiosos y el frenes� de los exorcistas [79.] . Estas epidemias se curaban sin tratamiento, que tal es uno de sus caracteres m�s resaltantes, y ten�an intervalos de calma, de depresi�n consecutiva a la excesiva tensi�n nerviosa; hoy parecen haber disminuido mucho y solo se han manifestado, dice Maxime du Camp, de tiempo en tiempo, y con una cierta periodicidad. Sus formas var�an desde la m�s feroz hasta el simple absurdo, e indican una enfermedad m�s o menos fugaz del �rgano del entendimiento. Los actos de la Comuna construyen verdaderos accesos de piroman�a epid�mica y furiosa (Laborde-Despine), as� como los excesos de la Mazorca y del pueblo que la acompa�aba ten�an todo el tinte sombr�o de una monoman�a homicida furiosa. Esto se ve�a en una parte de la poblaci�n, mientras que en la otra persisti� por mucho tiempo un estado de depresi�n moral, neurop�tico y epid�mico tambi�n. Debido a causas morales, dice Despine, a sus efectos contagiosos y a causas f�sicas debilitantes, pueden desarrollarse todas estas epidemias histero-morales, convulsivas, etc. Lo que las determina es la excitaci�n cerebral producida por causas m�ltiples, la exaltaci�n moral, la perversi�n de los sentimientos que concluye por presentar todos los caracteres de la locura. La creencia invencible, agrega Despine, en la realidad y bondad de sus inspiraciones irracionales, que resulta del enceguecimiento moral en que se encuentran todos esos apasionados, prueba que son realmente locos respectos a sus actos [80.] . Bien se podr�a, hasta 1851, caracterizar dos per�odos perfectamente delimitados en la historia de nuestro pa�s. El primero, de excitaci�n, que principia con la Revoluci�n de Mayo y en el cual el pueblo despertaba de ese s�ncope de tres siglos que le hab�a producido el embrutecimiento colonial, para moverse en todo sentido y con la actividad febril que determinaba en sus centros ese est�mulo peligroso que produce una resurrecci�n pol�tica inesperada. No nos es posible, por ahora, llevar la observaci�n hasta aquella �poca, pero no hay duda de que encontrar�amos m�s de un cerebro en efervescencia patol�gica entre aquellas turbas indomables porque, es indudable, como lo afirma Foville (hijo), que los grandes acontecimientos pol�ticos, como el que sufri� Francia a fines del �ltimo siglo, y como la revoluci�n de nuestra Independencia, tienen una influencia notable en la producci�n de las perturbaciones cerebrales [81.] . Un segundo per�odo, que contrasta vivamente con aqu�l, y que envuelve y concluye la tiran�a; per�odo de depresi�n mental, en el que se vislumbra un modo de ser an�logo a la demencia. �A tal punto se encontraban abolidas, o por lo menos suspendidas, todas las facultades afectivas! Aquella insensibilidad moral con tintes tan profundos de un ego�smo fr�o y desesperante, la extra�a indiferencia que se apoderaba de todos, ese desligamiento de la existencia com�n, en que los hombres viven, como dice Taine, como el buzo en su campana, atravesando la vida como �ste los niveles del mar; aquella supresi�n de la actividad del esp�ritu, acompa�ada de la inmovilidad eterna de las esfinges, imprim�a en su fisonom�a todos los caracteres del estupor profundo de la demencia, toda la serenidad gran�tica del idiotismo, que anula para siempre la vida del cerebro. Ten�an la obediencia autom�tica que imprime la fuerza oculta de la costumbre, mov�an los brazos, articulaban la palabra, sin tener conciencia del fen�meno. Al lado de las turbas desenfrenadas, que segu�an a la Mazorca, estaba esa otra parte de la poblaci�n hundida en este estupor extremo. Subyugada por el r�gimen enervante de Rosas, y dominada por el miedo y la desconfianza, hab�a perdido sus
h�bitos varoniles y debilitado todas sus fuerzas: una decadencia intelectual extremada vino a agravar este estado de embotamiento en que se encontr� en presencia de los homicidas de la Mazorca. La familia -dice un escritor contempor�neo- ya no prestaba desahogo al pecho oprimido, a la pena que despedaza el alma; hab�a perdido su v�nculo m�s precioso, cual era la confianza ilimitada, que le embellece y consolida; la negra suspicacia, la traidora hipocres�a, la hab�an sustituido, y la mujer, deidad del hogar destinada a ejercer en �l una util�sima misi�n social, perdi� su libertad, su inmunidad y su prestigio, en aquellos d�as horribles [82.] . No pod�a ir mas all� esta exaltaci�n enfermiza por parte de Rosas y de la Mazorca, y de depresi�n moral por parte de una masa considerable del pueblo. Se pintaban de colorado todas las puertas de la ciudad, porque era el color predilecto de Rosas, y el s�mbolo de su sistema; se llevaban chalecos colorados, divisas coloradas, y las se�oras ostentaban enormes mo�os colorados tambi�n, por satisfacer las exigencias de los "pose�dos". Si a un pulpero se le ocurr�a colocar en su azotea una banderilla, su vecino lo imitaba, temiendo que fuera una orden de Rosas; el de m�s all� hac�a lo mismo, el otro le segu�a y as� se iba de casa en casa y de barrio en barrio, colocando banderas, hasta que aparec�a la mitad de la ciudad empavesada. Estas escenas muestran hasta d�nde puede enfermarse un pueblo bajo la acci�n de ciertas causas positivas, dando lugar a perturbaciones, asimilables a una verdadera demonoman�a. Esta adoraci�n a la persona de Rosas era, en algunos, hija de un estado cerebral patol�gico producido por el terror, pero en otros parec�a engendrado por la exaltaci�n, tambi�n patol�gica, de un sentimiento de admiraci�n profundo, mezclado a ese pavor supremo que inspiraba el diablo y sus atroces castigos a los demonoman�acos del siglo XV. En ambos, pues, el elemento enfermedad desempe�aba un rol importante y decisivo. Los pose�dos de la Edad Media adoraban al Diablo por temor a sus maleficios y vi�ndose, seg�n ellos, abandonados por Dios; aquellos nuevos demon�latras adoraban la imagen de Rosas por temor a la "verga", al "serrucho" y a los azotes. Exaltados por la convicci�n de que pertenec�an al Demonio, los pose�dos de que habla Despine, se acusaban de haberlo elegido como Divinidad, de negar la existencia de Dios, de profanar las hostias consagradas y de inmolar un sinn�mero de ni�os con el objeto de ofrecerlos en sacrificio; algunos, agrega, ten�an tan desarreglada su imaginaci�n, que dec�an encontrar su mayor placer en cohabitar con el diablo, en blasfemar, en tener en sus manos sapos, culebras, serpientes venenosas y en acariciarlas tiernamente. Los pose�dos de la �poca de Rosas, "que le hac�an novenas" y que le decretaron tan est�pidos honores, viv�an bajo la influencia del terror que impresionaba sus cerebros con mayor o menor fuerza seg�n el grado de educaci�n y de resistencia moral. La Inquisici�n, que en la Edad Media estaba en todo su esplendor, favorec�a la r�pida propagaci�n de aquellas epidemias, del mismo modo que el terror que logr� infundir el sistema de Rosas determin� la aparici�n de este estado de perversi�n moral que sufri� Buenos Aires, tan parecido, en ciertas manifestaciones a la "demonolatr�a". Hay afinidades notables entre el "pose�do", que encontraba un placer inefable en el �xtasis de admiraci�n en que ca�a delante del "esp�ritu del mal", y el mazorquero que exclamaba, ebrio de rabia: "es justo adorar a Dios, pero m�s justo es adorar al Restaurador de las Leyes"; entre aquellas extravagantes peregrinaciones de los demon�latras a ciertos lugares donde se verificaba la adoraci�n y la funci�n "del retrato de Rosas", cuyo carro arrastraban, en lugar de bestias, hombres vestidos de generales, matronas distinguidas, esposas de los altos funcionarios de Buenos Aires [83.] . En estas inolvidables peregrinaciones palpita un estado mental completamente an�malo y el relato de aquellas fiestas bochornosas llena el alma de un pavor inexplicable. Era necesario haber perdido completamente el sentido y la raz�n moral en esa noche de eternos infortunios, para descender tan abajo en el nivel humano.
La "Gaceta Mercantil", en su n�mero de 19 de Septiembre de 1839, refiere as� una de esas fiestas: "A las diez de la ma�ana del 29, el Juez de Paz y vecinos se dirigieron con un elevado carro triunfal a casa del "H�roe" a sacar su retrato y el de su esclarecida esposa. Al recibir el retrato, el Juez de Paz pronunci� en la puerta de calle de nuestro Ilustre Restaurador, la alocuci�n que va se�alada con el n�mero 1. En el centro de las tropas de caballer�a e infanter�a que escoltaban los retratos, conduc�a Don L. B. un rico estandarte de seda punz� aleg�ricamente bordado en oro, costeado para este acto por el mismo ciudadano. El retrato fue recibido en el atrio de la Catedral por el se�or Cura y otros eclesi�sticos y colocado dentro del templo al lado del Evangelio. El templo estaba espl�ndidamente adornado; la majestad con que brillaba, persuad�a que era el tabern�culo del "Santo de los Santos". La misa fue oficiada a grande orquesta y la augusta solemnidad del acto no dejaba nada que desear. Nuestro Ilustr�simo se�or Obispo Diocesano, Dr. D. Mariano Medrano, asisti� de medio pontifical y celebr� nuestro digno Provisor, can�nigo don Miguel Garc�a. El se�or Cura de la Catedral, D. Felipe Elortondo y Palacios, desempe�� con la maestr�a que lo tiene acreditado, la dif�cil tarea de hacer la apolog�a del Arc�ngel San Miguel, mezclando oportunamente elocuentes trozos alusivos a la funci�n c�vica en honor del H�roe y en apolog�a de la causa Federal. Fue en seguida presentado el nuevo estandarte ante las aras y recibi� la bendici�n episcopal." Con motivo de haber retirado Rosas su renuncia del mando de la Provincia, hubo una manifestaci�n popular con el objeto de felicitarlo. El Jefe de Polic�a, en una nota publicada en la "Gaceta Mercantil", refiere, de la manera siguiente, esta otra fiesta: "Ning�n quehacer dieron a la Polic�a los millares de concurrentes a la quinta de V. E., a excepci�n que cuando V. E. honr� a sus conciudadanos con su presencia, aquellos inmensos grupos se mov�an gozosos y entusiastas, hacia donde V. E. se dirig�a, con el objeto de vitorearlo, 'de verlo, y muchos a�n de tocarlo'; as� es que V. E. sabe cu�ntas felicitaciones recibi�, cu�nta infinidad de personas 'le tomaron la mano y se la besaron'. Era tal el entusiasmo, Excelent�simo se�or, que las personas, 'no sent�an los golpes y los encontrones que se daban', por abrirse paso y poder o�r, ver y aun tocar a V. E. Este entusiasmo patri�tico, 'esa pasi�n hasta el delirio', que animaba a aquel inmenso pueblo, as� grandes como peque�os y de todos sexos y edades, por la ilustre persona de V. E., ocasionaron algunos leves da�os en los jardines, porque, tanto el que firma como sus dem�s empleados, estaban extasiados a la par de los dem�s". Todo esto era el producto de un estado excepcional del cerebro convulsionado por causas de tan distinto g�nero. El terror en las clases superiores y ese brusco cambio de nivel que experimentaron las clases bajas, elevadas r�pidamente por el sistema de Rosas a una altura y prepotencia inusitada, tuvieron tambi�n su parte en la patogenia de tales trastornos. Un estupor pr�ximo a la demencia cr�nica, una "pantofobia" depresiva y humillante, fue, durante mucho tiempo, la situaci�n de una parte considerable de Buenos Aires. La otra sufri� perturbaciones de un car�cter mucho m�s terrible, porque estaba pose�da de una exaltaci�n homicida, llevada hasta sus �ltimos l�mites. Si se tiene presente, dice Griesinger, que las emociones violentas dan por resultado ordinario un trastorno en la regularidad de la circulaci�n, de la digesti�n y de la hematosis, se comprender� entonces cu�n f�cilmente puede perturbarse el cerebro. A menudo la enfermedad cerebral que reconoce este origen, no se declara sino despu�s de muchas oscilaciones. Vese primero sobrevenir una demacraci�n y enflaquecimiento considerables, la digesti�n se hace mal, las funciones del intestino se debilitan y el enfermo pierde el sue�o; las palpitaciones y la tos aparecen, pres�ntanse sobre diversos puntos del cuerpo anomal�as de la sensibilidad, congestiones a la cabeza, y entonces las ideas tristes, la hipocondr�a y la depresi�n moral sobrevienen. Un fen�meno, que ha de haber sido frecuente durante la �poca del terror (1840 y 42) y que tiene una influencia especial en el desarrollo de las perturbaciones de esta naturaleza, es el insomnio prolongado, a menudo producido por esas emociones
depresivas que tanto sobrexcitan, trastornando profundamente la nutrici�n del cerebro. Las perturbaciones provocadas por el terror presentan ordinariamente este car�cter de melancol�a con estupor, que parece observarse en la poblaci�n pac�fica y que se comprende perfectamente, dado el est�mulo peligroso que llevar�an al cerebro aquellos horribles martirios que les impon�a Rosas. No hay m�s que buscar en las familias, las personas que perdieron el juicio, entre las cuales hay muchas que a�n no lo han recuperado. Ser�a esto un elemento precioso para demostrar la tensi�n nerviosa en que se viv�a y el n�mero de perturbaciones morales e intelectuales que se produjeron. Citar� algunos ejemplos: En la familia de D. ..., hay tres o cuatro varones que perdieron la raz�n a consecuencia de los tormentos que sufrieron despu�s de la batalla del Quebracho. La familia de M. ..., tiene dos de sus miembros, un var�n (que muri� en la fiebre amarilla) y una mujer, que enloquecieron el d�a que entr� la Mazorca a su casa. En la familia de O. ..., he visto uno que se volvi� loco el a�o 40, despu�s de un susto que experiment�. La se�ora de P. ..., y dos de sus hijas, fueron igualmente afectadas el a�o 42, a consecuencia de haber sido atentadas por la Mazorca, a la salida de un templo. El Sr. L. ..., director de Correos durante la administraci�n de Rosas, muri� en medio de una lipeman�a profunda, ocasionada por los vej�menes que recibi� de Maza. En el Hospital de Hombres, muchos de los locos que he visto, han perdido el juicio en aquella �poca. En el hospicio de San Buenaventura, seg�n me lo refiri� el Dr. Uriarte, hab�a tambi�n algunos, entre otros el Escribano E. ..., cuya locura fue producida por iguales causas que las anteriores. Bien se ve por estos pocos datos cu�l ser�a la situaci�n moral de este pueblo, y c�mo por ellos es posible explicarse las distintas faces patol�gicas por que ha atravesado en aquella �poca. La generalizaci�n de todos estos estados frenop�ticos epid�micos, verif�case, o porque un n�mero dado de causas obra sobre toda la comunidad, o por medio de ese agente invisible que los alienistas han llamado "contagio nervioso" y que trasmite, de individuo a individuo, todas esas m�ltiples faces por que atraviesa el cerebro, todos esos modos de ser de la sensibilidad, tan caprichosos y a veces tan incomprensibles. Aqu� obraban ambos agentes a la vez, por lo que respecta al contagio, parece que, producida en un individuo la manifestaci�n de un sentimiento cualquiera, �l despierta en las naturalezas an�logas la explosi�n de un sentimiento id�ntico. La generalizaci�n de la tristeza, de la alegr�a, la risa, el pavor, o cualquier otro estado, en un n�mero de personas, es indudablemente producto de su influencia, y muchas veces se propaga con mayor fuerza y espontaneidad que una enfermedad infecciosa, por medio de ese otro contagio que, por oposici�n, llamamos "f�sico". El contagio moral es el que produce la fuga vergonzosa en una fila de valientes, el abatimiento en un coraz�n alegre, por el solo contacto con un alma deprimida; es ese lazo invisible que une dos caracteres, por la analog�a de sus naturalezas sensitivas; que trasmite, con una velocidad incre�ble y con el silencio de las operaciones org�nicas, todas las faces, todos los estados, ya expansivos, ya depresivos, por que atraviesa el cerebro en las evoluciones maravillosas de su vida. El contagio nervioso hace que la satisfacci�n o la tristeza se difunda en todos los enfermos de una sala, de la misma manera que la erisipela u otra cualquiera enfermedad contagiosa, cuyo desarrollo m�s o menos r�pido depende puramente de influencias nosocomiales. El contagio de los buenos y de los malos ejemplos, el contagio de las pasiones, es un hecho reconocido, tanto m�s f�cilmente propagable cuanta mayor energ�a poseen los sentimientos manifestados. Para dar una idea clara de este fen�meno, dice Despine que, as� como la resonancia de una cuerda hace vibrar la misma nota en todas las tablas de la armon�a, de la misma manera las manifestaciones de un sentimiento, de una pasi�n, excitan los mismos elementos instintivos en todos los individuos susceptibles por su constituci�n moral de experimentar esta excitaci�n.
Esto �ltimo, agrega, explica porqu� ciertos hombres no son susceptibles de experimentar el contagio de tal o cual sentimiento y porqu� otros, por el contrario, lo sufren de una manera completa. En la Historia Argentina conocemos m�s de un ejemplo evidente de este g�nero de contagio, en que uno o m�s hombres comunican a todo un pueblo la exaltaci�n de sentimientos de que se hallan pose�dos. Citaremos, entre otros, la reacci�n de Buenos Aires despu�s de ese profundo pavor que produjo la entrada de los Ingleses en 1806, y debida a la acci�n viril del c�lebre Alzaga, por medio del contagio s�bito del entusiasmo febril que lo dominaba. En la etiolog�a de la anarqu�a Argentina, el "contagio mental" tiene una parte activ�sima, y ser�a curioso investigar c�mo este agente de tan extra�a naturaleza, aunque de tan positivos efectos, ha producido todas esas revoluciones sin bandera, todos esos movimientos de prop�sitos pueriles, contribuyendo de un modo poderos�simo a relajar los v�nculos pol�ticos y sociales durante el paroxismo del "a�o veinte". Cuando el ejemplo del mal toma proporciones formidables, reviste, seg�n Despine, todo el car�cter de una verdadera infecci�n moral. Entonces el contagio va cundiendo de individuo a individuo, hasta infectar al pueblo entero, que, bajo la influencia coadyuvante de ciertas causas generales, manifiesta su estado an�malo por medio de s�ntomas que revelan una verdadera enfermedad cerebral epid�mica, como la de Buenos Aires. Aqu� la infecci�n se produc�a de un modo tan positivo, como el c�lera en la persona que ha tocado las ropas de un col�rico o ha estado sometida a las emanaciones de sus c�maras. Un col�rico, un febriciente o un varioloso, como la chispa humilde que va a incendiar una ciudad como Chicago, pueden con su sola presencia infectar una ciudad entera, del mismo modo que, ese otro agente incomprensible, contribuye a la par de otras causas, para producir estas epidemias morales tal vez m�s terribles todav�a. Estos estados extra�os que se manifiestan despu�s tan generalizados son producidos por este contagio y por la acci�n persistente de causas f�sicas, debilitantes y delet�reas para el sistema nervioso. El grado de agudeza de semejantes neuropat�as, dice el autor mencionado, est� siempre en relaci�n con la intensidad de estas causas, de manera que todas las circunstancias que conmueven vivamente la parte moral de un cierto n�mero de personas que sobrexcitan sus sentimientos, que promueven la explosi�n de pasiones, estimulando, sea directamente y por s� mismas, sea indirectamente y por medio del contagio, sentimientos y pasiones parecidas, y por consecuencia delirios id�nticos en un gran n�mero de hombres, pueden engendrar perturbaciones cerebrales en toda una poblaci�n, en "poblaciones enteras" [84.] . Cuando en las masas ignorantes se excitan vivamente ciertos sentimientos en�rgicos, como el miedo, la codicia, el terror y el fanatismo, estas epidemias no tardan en aparecer, m�s a�n cuando se les estimula sistem�ticamente, como suced�a durante la administraci�n de Rosas. En aquella �poca obraban sobre Buenos Aires un c�mulo de causas propicias para el desarrollo de una epidemia moral; causas todas que los autores marcan como de influencia m�s averiguada y positiva. Adem�s de la tremenda corrupci�n pol�tica y social que hab�a en todos los ramos de la administraci�n, actuaba otro orden de causas f�sicas y morales determinando en unos un embotamiento de las facultades afectivas, a que ya hemos hecho alusi�n, y en otros una exaltaci�n homicida extraordinaria y sin ejemplo. Una de las m�s frecuentes y activas era evidentemente el abuso del alcohol, porque la embriaguez, con todo su acompa�amiento de escenas repugnantes, constitu�a el estado casi habitual de la clase baja. En la �poca moderna, la gravedad de las locuras morales guarda casi siempre una relaci�n estrecha con la cantidad del alcohol consumido. Basta conocer la acci�n delet�rea que este agente ejerce sobre el cerebro y por consecuencia sobre las facultades morales e intelectuales, para comprender cu�n perjudicial es su abuso. La dipsoman�a es la que ha reclutado m�s soldados a la Comuna de Par�s, dice Despine. Y por lo que a nosotros toca, baste decir que en todos los festines federales la Mazorca beb�a el vino, no ya en vasos ni en jarrones, sino en
tinetas. Los licores alcoh�licos corr�an con profusi�n y el cuadro final de aquellas escenas de magna cr�pula era una borrachera general. El mismo Rosas, que habitualmente era sobrio, no pudo alguna vez resistir a sus tentaciones diab�licas. Una noche del mes de Junio de 1840, en que celebraban con gran bullicio la derrota de la Revoluci�n del Sud en la batalla de Chascom�s, Rosas, su compadre Burgos y todos los federales que lo segu�an, estaban completamente ebrios. Dos d�as y dos noches dur� el beberaje, y la �ltima la emple� el "Gran Americano" en cantar y bailar con una negra vestida de bayeta punz� [85.] . La muerte del general Lavalle la hizo celebrar ordenando al Cura Gaete la gran borrachera que tuvo lugar en la Piedad en Octubre de 1841, y mand� a Cuiti�o y a Salom�n que en la plaza de la Concepci�n hicieran lo mismo. Todos, a cual m�s, beb�an con delirante entusiasmo, dice un folleto que tengo a la vista, describiendo estas org�as, cuyas consecuencias hac�an temblar a Buenos Aires. En todas ellas los que se manifestaban tibios, es decir, los que no beb�an en abundancia, eran considerados sospechosos y deb�an ser tratados con rigor, seg�n lo manifestaba Rosas en una circular pasada a los Jueces de Paz. El Dr. D. Manuel P. de Peralta, Catedr�tico de Cl�nica M�dica de la Facultad de Buenos Aires, nos hac�a notar en una de sus conferencias sobre las enfermedades del h�gado, lo general que era en aquel tiempo el abuso de las bebidas alcoh�licas, y afirmaba que, casi todas esas turbas que lanzaba Rosas a las calles, eran embravecidas por medio de libaciones abundantes de ca�a y de ginebra. Indudablemente, una de las causas m�s poderosas en la patogenia de estas exaltaciones enfermizas de la Mazorca, era este abuso inmoderado de las bebidas espirituosas. Adem�s, y como causa y efecto al mismo tiempo, el desenfreno de las m�s brutales pasiones, los instintos feroces aguzados sistem�ticamente, salvando todas las vallas y desbord�ndose de la manera repugnante que conocemos, iban propas�ndose por el contagio y arrastrando en su torbellino la totalidad de las masas. El terror que infundan las bandas de criminales enardecidos por la rabia y las excitaciones an�malas de su cerebro, la miseria que envanec�a las cabezas adolescentes todav�a, la s�rdida desconfianza trabajando todos los corazones, el pudor ultrajado, la incertidumbre, el dolor extremo minaron seguramente aquellas cabezas produciendo las perturbaciones morales que se manifiestan por la exaltaci�n en unos, por la depresi�n m�s profunda en otros. Rosas, que dominaba por el terror, sistemando la corrupci�n e introduci�ndola dentro de las paredes dom�sticas, dice el Sr. Lamas, hab�a degradado la familia, tiraniz�ndola de un modo que no tiene ejemplo. La sirviente que delataba a sus patrones, obten�a la libertad si era esclava, y recompensas crecidas si era libre; y no s�lo ellas, sino las mujeres de todas las condiciones, eran llamadas por el cebo de crecidas ganancias y por extravagantes e inmorales nociones del deber, a delatar al esposo, al padre, al amante. Publicaba los nombres de las personas que hab�a envilecido y esta publicaci�n ten�a visiblemente dos objetos: primero, provocar nuevas delaciones por el ejemplo y el premio; segundo, aterrar con el hecho de tantos hombres y de tantas mujeres pervertidas, haciendo intensa y universal la desconfianza, e irrealizable todo concierto para escapar a su tiran�a. La confianza era imposible y "esto explica mucho de los fen�menos curiosos que se observan en Buenos Aires" [86.] . Basta describir esas escenas inolvidables que ten�an lugar en la "Sociedad Popular Restauradora" para comprender, primero, el estado de aquellos cerebros, v�ctimas de la m�s deplorable exaltaci�n man�aca, y segundo, la influencia profundamente depresiva que ejerc�a sobre el resto de la poblaci�n. Hasta la casa donde celebraba sus sesiones, pintada de colorado, vieja y carcomida, llenaba el alma de un terror inexplicable. Las ventanas resguardadas por gruesas rejas de hierro, el aspecto l�brego de sus pasadizos alumbrados por una luz mortecina, el corte antiguo y extravagante de su arquitectura, sus patios, sus paredes llenas de letreros obscenos, todo contribu�a a darle un aspecto
t�trico y repugnante. All� se reun�an los asociados, gente la mayor parte reclutada en las clases m�s inferiores, aunque favorecidos algunas veces con la presencia de personas cultas y altamente colocadas; y bailando y bebiendo, formulaban los planes de asalto y de asesinato que deb�an perpetrar en las principales casas de la ciudad. Tiburcio Ochoteco, Juli�n Salom�n, Pablo Alegre y Cuiti�o [87.] , que eran los principales instigadores de la turba, sosten�an siempre vivo el entusiasmo de aquella c�lebre Sociedad. Ella manej� alternativamente la daga, el "mo�o embreado" y la "verga" con que azotaban a ancianos y mujeres en el templo, en la plaza p�blica, al pie del altar o al borde de la tumba; el sitio, el sexo, la edad, eran para ellos indiferentes, porque s�lo buscaban la sangre para satisfacer las exigencias de sus imperiosos deseos. Cuiti�o y Troncoso costeaban el vino que se beb�a en tinetas y que corr�a con profusi�n, hasta que la mitad de los asociados, frailes, mujeres, hombres de todas las clases, rodaban por el suelo, en medio de las carcajadas y de un ruido infernal, producido por los gritos y las maldiciones de los que quedaban en pie. Cuando la excitaci�n alcoh�lica hab�a preparado el �nimo y los pr�dromos del alcoholismo agudo principiaban a acentuarse, provocando esas alucinaciones penosas, en que el o�do percibe mil injurias y provocaciones imaginarias, en que se ven fantasmas horribles, animales deformes, pat�bulos, pu�ales ensangrentados, sus instintos estimulados por la impunidad y solicitados por las fuerzas extra�as que los pose�an, entraban en efervescencia revistiendo el aspecto horrible de una monoman�a homicida. Tambaleantes algunos, que despu�s quedaban tirados en las calles, sal�an todos en confusi�n, armados de l�tigos y afilando con alegr�a sus enormes cuchillos. Para inspirar m�s terror, muchos de ellos pint�banse la cara de colorado; marchaban en pandilla, los unos emponchados y medio oculto el rostro tras el pa�uelo, casi desnudos y haraposos; sosten�an, otros, sus cabellos que ca�an sobre la frente, por medio de enormes vinchas rojas con "�mueras!" en letras negras, formando aureola a la imagen de Rosas. Algunos, a cara descubierta, iban delante golpeando las puertas con el cabo de sus pu�ales y rompiendo a ladrillazos los vidrios de las ventanas. Entraban a los templos y azotaban al sacerdote si era sospechado de enemigo oculto de la Federaci�n, luego recorr�an los altares y si alguna imagen ten�a cara de "salvaje unitario", hac�anla descender a lazo, la azotaban, le pon�an la divisa y se retiraban, festejando con risotadas y muecas sus haza�as tiberianas. Siempre buscaban al m�s inocente para darle de pu�aladas, al m�s d�bil para estropearle a latigazos, al m�s anciano para blanco de sus burlas procaces. Repart�anse en grupos de cincuenta o cien, por distintos puntos de la ciudad, y all� donde hubiera una familia comprometida, entraban, y registraban hasta la �ltima pieza, cometiendo toda clase de tropel�as. Si alguna mujer hab�a olvidado el "mo�o", se lo pegaban en la frente con brea, o era tomada por cuatro manos crispadas y vigorosas y, arroj�ndola al suelo, la desmayaban a rebencazos. Desgarraban los papeles que cubr�an las paredes, los muebles, los cortinados que fueran celestes, destru�an a sablazos los cuadros y las persianas, y llegaban hasta la cuna donde dorm�a alg�n ni�o, "para cerciorarse si ten�a las condiciones necesarias para ser un completo federal". Luego, volv�an a salir para continuar sus depredaciones y se ve�a a la gente aterrorizada disparando por las calles, y "el ruido de las puertas que se cerraban iba repiti�ndose de cuadra en cuadra y de manzana en manzana", tal era el horror que causaban aquellos hombres, impulsados por un soplo irresistible de locura. Viv�an diseminados en todos los barrios, porque era por cientos que se contaban los afiliados a la Mazorca, y llenaban las tabernas y los caf�s, se met�an en los templos, frecuentaban los parajes p�blicos, y asaltaban y mataban en media calle. Hab�an declarado guerra a muerte a la gente culta e ilustrada, y j�venes, viejos, comerciantes, eclesi�sticos, abogados, literatos, pertenecientes todos a la primera clase de la sociedad -dice Rivera Indarte- arrastraban pesados grilletes
en las horribles cloacas a que se les destinaba. Casi diariamente, uno o dos de ellos, eran llevados a la muerte y no pocas veces fusilados a algunos pasos del calabozo, sin que se les hubiera permitido arreglar sus negocios, dar sus �ltimas disposiciones, dejar una palabra a sus familias. Los cad�veres, arrastrados con escarnio hasta la puerta de la c�rcel, se llevaban en un carro sucio y se arrojaban en una zanja del Cementerio. Los degollados en la campa�a, se les desollaba, se les castraba, se hac�an marcas de su piel y se les dejaba insepultos, pasto de las fieras y juguete de los vientos [88.]. Bajo la presi�n abrumadora de esta situaci�n, determinada por un estado de embotamiento sensitivo completo, vivi� Buenos Aires durante mucho tiempo con cortos intervalos de tregua. Tanto �l, como la exaltaci�n homicida, que en ciertas ocasiones manifest�se con s�ntomas marcados de exacerbaci�n, eran el producto del contagio moral, determinado en cerebros ya preparados un estado patol�gico que ven�an elaborando, de tiempo atr�s, causas sumamente delet�reas del sistema nervioso. Estado m�rbido y epid�mico, pero pasajero y que responde a perturbaciones cerebrales puramente din�micas y no a lesiones materiales profundas y m�s o menos apreciables, como erradamente podr�a creerse y como sucede en las otras formas de enajenaci�n mental individuales y rara vez contagiosas. Estas epidemias, que tienen en sus manifestaciones diversas todos los caracteres de la enfermedad, responden �nicamente a trastornos funcionales producidos por una multitud de causas, cuyos efectos est�n necesariamente en raz�n directa de su magnitud, del tiempo que han actuado, de la predisposici�n y de la inminencia m�rbida en que se encuentra cada individuo. Al finalizar el a�o 41 manifi�stese una calma que indica la marcha regresiva de esta curiosa afecci�n popular. Los �nimos, por razones que explicaremos, parec�an tranquilizarse; la exaltaci�n apasionada tend�a a desaparecer, y aunque no de una manera completa, la calma se anunciaba por la disminuci�n de los paroxismos. El a�o 40, y principios del 41, marcan la �poca de la algidez convulsiva, per�odo durante el cual esos episodios terribles se suceden de una manera horrenda e incre�ble. Principiaban a insinuarse en el a�o 34 y siguen, en una progresi�n lentamente ascendente el 35, 36, 37 y 40, en que llegan al m�ximum, descendiendo entonces para volver a ascender en el 42, en el que se fusilan ochenta y tantos prisioneros de guerra en Santos Lugares y en que la Mazorca recorre en bandas, de d�a y de noche, las calles de la ciudad, degollando a todo el que encuentra en su camino. �Cuando ha degollado a cuarenta o cincuenta ciudadanos, arroja un cohete volador para anunciar a la Polic�a que salga en carros a recoger los cad�veres! Fue a fines del a�o 39 y principios del 40 que las cabezas humanas se exhib�an en los mercados adornadas de perejil y de cintas celestes, y en que la Mazorca sustitu�a a la cuchilla "la sierra desafilada para degollar a las personas distinguidas". En todos los actos, colectivos e individuales, se hace visible la exaltaci�n lamentable que los dominaba. En la prensa diaria, en los parlamentos, en los anuncios de teatro y hasta en el p�lpito, se sent�a la influencia delet�rea de su estado neurop�tico. "Es muy cierto, dec�a un oficio del Juez de Paz de Monserrat, publicado en el n�mero 2277 de la "Gaceta", es muy cierto que los "salvajes unitarios, bestias de carga, agobiados con el peso enorme de sus delitos, las asquerosas unitarias y sus inmundas cr�as, habr�an muerto degolladas, pero el horrendo mont�n que formasen las ensangrentadas e inmundas osamentas de esta maldita e infernal raza, s�lo podr�a manifestar al mundo una venganza justa; pero nunca, �el remedio a los males inauditos que nos ocasionara su perversidad asombrosa!" "�Insensatos!" vociferaba el Cura Vicario de la Guardia del Salto, en un oficio publicado en el n�mero 5308 de la "Gaceta", "�los pueblos hidr�picos de c�lera os buscar�n por las calles, en vuestras casas, en la Iglesia, en los campos, y, segando vuestros cuellos, formar�n con vuestra inmunda sangre un hondo r�o en donde se ba�ar�n los patriotas para refrigerar su devorante ira!" "Est� bien convencido V. E. -escrib�a el Coronel Villamayor, en una nota inserta en la "Gaceta" del 21 de Julio de 1840-, que el Dios de los ej�rcitos protege la
causa de la justicia, poniendo en descubierto los infames e infernales planes de los traidores sobornados por un vil inter�s, como sucede con "el traidor, sucio, inmundo y feroz" Manuel Vicente Maza y su hijo bastardo". Tras este lenguaje man�aco y procaz, claramente se vislumbran las anomal�as de aquellos cerebros en perpetua erupci�n. Y no pod�a ser de otra manera, porque todo ven�a prepar�ndose para producir esta generalizaci�n epid�mica de la neurosis. Cada conmoci�n pol�tica o social, cada uno de esos cr�menes ruidosos, hacen pagar su tributo fatal a la inteligencia humana, rompiendo las cuerdas de la sensibilidad e imprimiendo a ciertos organismos predispuestos, una sobreexcitaci�n enfermiza o una depresi�n irremediable [89.] . No hay m�dico, en Par�s por lo menos, dice Figuier, que no haya comprobado alg�n grave desorden de la inteligencia o de la sensibilidad, causado por la emoci�n profunda que el crimen de Pantin suscit� en todas las clases de la sociedad; las neurosis preexistentes se exacerbaron y las que estaban en germen estallaron. El horror producido por este crimen, repercuti� de una manera r�pida sobre las inteligencias excitadas, sobre las imaginaciones vivas, sobre la sensibilidad exaltada; tal cual sucedi� con todos los cr�menes verificados p�blicamente por la Mazorca y acompa�ados de las m�s horrorosas circunstancias. "El infrascripto tiene la grata satisfacci�n -se lee en un documento inserto en el n�mero 5010 de la "Gaceta" y firmado por un Calisto Vera- de participar a V. E., agitado de las m�s grandes sensaciones, que el infame caudillo Mariano Vera, cuyo nombre pasar� maldecido de generaci�n en generaci�n, qued� muerto en el campo de batalla, cubierto de lanzadas, igualmente que su escribiente Jos� Pino. Felicito a V. E. y a toda esa benem�rita provincia, igualmente a toda la Confederaci�n Argentina, por tan insigne triunfo, en que hemos recogido los laureles de la victoria, tanto m�s frondosos cuanto que han sido �empapados en la sangre de un sacr�lego unitario!" Ese Calisto Vera que firma el documento, "era hermano de padre y de madre" del muerto D. Mariano Vera [90.]. Esto es horrible como un parricidio, y los parricidas son casi siempre locos; ejemplo: Vivado, Bousequi, Collas y Guignard, que son los m�s c�lebres que conozco. Una madre no mata a sus hijos sino bajo la presi�n horrible de una fuerte perturbaci�n sensitiva. Un hombre, en su estado perfecto de salud mental, no hunde la lanza en el pecho de su propio hermano, experimentando como Vera una "gran satisfacci�n", sino despu�s que el equilibrio de sus facultades morales se ha roto bajo la influencia de alguna causa patol�gica que lo abruma. Atribuir estos actos, simplemente al deseo de complacer a Rosas y no a una perturbaci�n cerebral, es un error lamentable que la ciencia se apresura a corregir, es mostrar ignorancia de las leyes que rigen a la naturaleza del hombre; s�lo estas eflorescencias enfermizas pueden atrofiar en el cerebro humano ciertos sentimientos que alumbran el alma eternamente y que s�lo se apagan bajo la influencia maldita de una locura ing�nita o adquirida. "Entre los prisioneros de la batalla, escrib�a un teniente de Rosas dando cuenta de la acci�n del Monte Grande, se hall� al traidor salvaje unitario, Coronel Facundo Borda, que fue al momento ejecutado con otros traidores, cortadas y saladas sus orejas" [91.] . Las orejas de Borda fueron remitidas a Rosas y colocadas por �l sobre una bandeja de plata, con el objeto de exhibirlas. "En fin, mi amigo, escrib�a Mariano Maza al gobernador de Catamarca, la fuerza de este salvaje unitario tenaz, pasaba de 600 hombres, y todos han concluido, pues as� les promet� degollarlos". "Con la m�s grata satisfacci�n -dec�a Prudencio Rosas, en un documento con que acompa�aba la cabeza del infortunado Castelli-, acompa�o a V. E. la cabeza del traidor forajido, unitario, salvaje Pedro Castelli, general en jefe titulado, de los desnaturalizados sin patria, sin honor y sin leyes, para que V. E. la coloque en medio de la Plaza, a la expectaci�n p�blica". Ser�a interminable la transcripci�n de estos documentos horribles. El teatro mismo se hab�a convertido en escuela de deg�ello. El anuncio publicado en la "Gaceta" del 23 de Diciembre de 1841, dice lo siguiente: "Concluyendo el espect�culo con la
muy admirable y nunca vista prueba: 'El duelo de un Federal con un salvaje unitario, en el que el primero degollar� al segundo a la vista del p�blico'. Este espect�culo fue concurrid�simo y su producto puesto a disposici�n de Rosas" [92.] . Los hombres que viv�an bajo esta pesada atm�sfera de sangre, hab�an perdido, en virtud de causas puramente patol�gicas, hasta el �ltimo destello del sentido moral y, animados por una verdadera "necrofagia", iban hasta rastrear los cad�veres de sus enemigos, para desenterrarlos, cortarles la cabeza y escarnecerlos. Entonces se vio por primera vez "a todo un ej�rcito" ocupado en buscar los huesos de un muerto, el cad�ver del general Lavalle, para arrancarle la cabeza y remit�rsela a Rosas, sediento de aquella noble sangre. Todas las autoridades -dice el Sr. Lamasse ocupaban en abrir sepulcros, todos los Curas p�rrocos se apresuraban a certificar que no hab�an dado sepultura al ilustre difunto. "He mandado -dec�a Oribe- hacer activas pesquisas sobre el lugar donde est� enterrado el cad�ver, para que le corten la cabeza y me la traigan". Puestos los restos en tierra boliviana, Oribe reclam� la extradici�n, pero el general Urdimenea rechaz� horrorizado tan atroz exigencia [93.] . Los enfermos, los heridos, lo mismo que los cirujanos y los cl�rigos que los ayudaban a bien morir, ten�an todos que caer v�ctimas de aquella temible exaltaci�n. El 29 de Diciembre de 1839, en los campos de Cagancha y en lo m�s recio de la pelea, se destac� una divisi�n de Rosas sobre las carretas en que estaba colocado el hospital, y all� fueron degollados enfermos, heridos, mujeres, ni�os y cirujanos; se rompieron los instrumentos quir�rgicos y se inutilizaron los vendajes y las medicinas [94.]. De todas las causas f�sicas y morales que pueden perturbar la armon�a de las fuerzas del cerebro, sea por fatigas funcionales exageradas, sea por la usura org�nica, ninguna ha faltado en este largo per�odo de horrores inauditos, y la raz�n y el sentido com�n afirman -dice Voisin, hablando de la locura causada por la Comuna-, que una serie de acontecimientos semejantes puede conducir a un cerebro predispuesto, a la locura declarada. Y si se tiene en cuenta el n�mero de individuos predispuestos por herencia, que existen en una poblaci�n, y la predisposici�n indudable que la influencia de ciertas causas poderos�simas crea en otros, veremos cu�n sencillo es explicarse todos estos trastornos epid�micos, bajo cuya influencia han vivido muchos pueblos en ciertos per�odos de su vida. Para convencernos, no tenemos sino que recurrir al hermoso libro de Calmeil [95.] , en donde un sinn�mero de ejemplos muestran la extensi�n alarmante que han tomado algunas veces estos delirios simples o complicados. Ejemplos de ello son la curiosa "monoman�a homicida y antropof�gica" de los habitantes del pa�s de Vaud, en que muchos de ellos fueron quemados vivos en Berna; el delirio de los sortilegios que rein� epid�micamente en Artois; la pretendida "antropofagia" de los habitantes de la Alta Alemania, en que cien mujeres se acusaban de haber cometido grandes asesinatos y de cohabitar con los demonios; la histerodemonopat�a que se hizo epid�mica en el condado de Hoorn, por los a�os 1551, en el monasterio de Brigitte, en el convento de Kingtorp, que estall� despu�s en Howel y se propag� entre los jud�os de Roma; y por fin las convulsiones hist�ricas y la ninfoman�a contagiosa de Colonia. La generalizaci�n alarmante, que hab�a tomado en Buenos Aires, lleg� a contaminar a todos los gremios y a todas las clases, sin exceptuar al clero en quien se manifest� de un modo horrible. De esto �ltimo tenemos ejemplos repugnantes. El furor homicida se hab�a apoderado de �l tambi�n de una manera tan pavorosa que hac�a tronar el p�lpito con discursos que destilaban sangre. Un can�nigo sub�a a la c�tedra y hablaba de las "siete virtudes" que adornaban al Padre de Buenos Aires, como llamaba a Rosas, y despu�s de perorar una o dos horas, empleando el lenguaje m�s procaz, conclu�a tomando en sus manos el retrato del Restaurador para colocarlo en el altar. El joven D. Avelino Viamont fue conducido prisionero a San Vicente; el cura le ofrece el perd�n si revela un secreto que a Rosas le conven�a averiguar, pero como �l repusiera que prefer�a morir, el sacerdote llam� a los
soldados y les dijo: "Fusilen a este salvaje, que no quiere morir como cristiano". Los sermones del padre Juan A. Gonz�lez, cura de San Nicol�s de Bari, muestran el v�rtigo que se apoderaba de �l en esos momentos de delirio: un d�a subi� al p�lpito y, arremang�ndose hasta el codo, dijo, mostrando unos brazos secos y convulsivos: "Estos brazos que veis se han de empapar hasta el codo, en la inmunda sangre de los asquerosos salvajes unitarios", y golpeaba con fuerza sobre la baranda, lanzando rugidos y maldiciones. El cura Gaete, de tan horrible recuerdo y que, en medio de su asquerosa embriaguez, brindaba por las tres santas, la "santa Federaci�n, la santa verga y la santa cuchilla", hac�a que las se�oras que se confesaban con �l, se persignaran diciendo: "Por la se�al de la santa Federaci�n". El cura Sol�s dec�a en una de aquellas bacanales que celebraba la Mazorca: "Se�ores, tenemos hoy ricas y abundantes sardinas" (aludiendo a los deg�ellos que se verificar�an en ese d�a), "seg�n me lo ha dicho el Presidente de serenos; cada uno afile su cuchillo, porque la jarana va a ser larga y divertida". En medio de esta vida de enervamiento moral y de decadencia, sensitiva, es claro que el resto de la poblaci�n se encontraba imposibilitada para reaccionar contra estas turbas embravecidas. Este descenso brusco de la personalidad humana, esta oclusi�n horrible de la raz�n y del sentimiento, manifest�ndose bajo dos distintas faces (depresi�n en unos, exaltaci�n en otros), es lo que constituye el rasgo principal de la epidemia. La influencia de una causa patol�gica, es pues, evidente. Esas fugaces �pocas de calma, que sol�an sobrevenir, se presentan en casi todas las epidemias de este g�nero y se explican perfectamente. Cuando la tiran�a lleg� a su l�gubre apogeo, la desconfianza mutua principi� a separarlos y se aislaron; aisl�ndose, se suspend�a el contagio nervioso que era uno de los agentes m�s poderosos de su patogenia, y entonces la enfermedad manifestaba tendencias a desaparecer sin tratamiento alguno, que es lo que m�s habitualmente sucede. La sucesi�n de esos accesos terribles en que entraba la Mazorca en ciertas �pocas, tra�a as� que terminaba, una depresi�n completa, una sedaci�n del sistema nervioso: era la calma que sobreviene a consecuencia de un gasto excesivo de fluido y una vez satisfechos los impulsos morbosos que dominan al cerebro. Despu�s de un per�odo de excitaci�n muy grande, sucedi� otro completamente contrario y caracterizado por una especie de laxitud saludable, de cansancio, de postraci�n an�loga a la que trae el acceso de histeria una vez que ha terminado. Esto es lo que sucede en la man�a y en la mayor parte de las formas de locura con exaltaci�n violenta. Finalmente, todas aquellas circunstancias que distraen mucho la imaginaci�n de los habitantes, que solicitan con viveza la atenci�n, adormeciendo moment�neamente las ideas delirantes, producen, sobre estas epidemias, efectos ben�ficos, calmando la excitaci�n anterior, cuando no las hace desaparecer completamente. Es una especie de "derivaci�n" moral de acci�n r�pida y de un efecto maravilloso. Por esto creo, que los intervalos de calma que observamos en Buenos Aires, eran debidos a esta fuerte concentraci�n del esp�ritu, producida por la presencia de un ej�rcito enemigo, o por la derrota de alguno de los ej�rcitos de Rosas: la inminencia del peligro despertar�a con viveza el instinto de la propia conservaci�n, obrando como un poderoso sedante. En el �ltimo tercio del a�o 1840 -dice el Sr. Lamas en sus "Escritos pol�ticos"-, estaba Rosas totalmente perdido. Le hab�an retirado sus poderes y se hallaban en armas contra �l, la mayor parte de las provincias Argentinas; el general Lavalle se encontraba a las puertas de Buenos Aires, y el general Lamadrid ven�a con otro ej�rcito de las provincias, a colocarse en l�nea de operaciones con el de Lavalle. El general Paz levantaba un nuevo ej�rcito en Corrientes, y la Francia bloqueaba los puertos argentinos. Entonces Rosas se vio obligado a tratar, y despu�s de ese tratado, fue que despleg� un rigor formidable. Todos esos acontecimientos fueron para Buenos Aires, lo que para ciertas poblaciones neur�patas de la Edad Media la aparici�n de la peste o la producci�n
de cualquier otro incidente que absorbiera violentamente al esp�ritu: un fuerte "derivativo". M�s adelante, la mayor�a de las causas que produc�an la epidemia fueron, o disminuyendo su acci�n por una especie de tolerancia establecida en la poblaci�n connaturalizada ya con sus efectos, o desapareciendo espont�neamente por una evoluci�n natural y sin que nada conocido, a no ser los acontecimientos arriba mencionados, viniera a precipitar la crisis. Esta �poca de desolaci�n fue, para Buenos Aires, el momento m�s cr�tico de su vida: fueron las convulsiones propias de una infancia dif�cil y enfermiza. v SEGUNDA PARTE S
La melancol�a del doctor Francia El alcoholismo del Fraile Aldao El histerismo de Monteagudo El delirio de las persecuciones del almirante Brown Las peque�as neurosis L I. La melancol�a del doctor Francia La generalidad de los autores que han escrito sobre la dictadura de Francia hablan de las proverbiales singularidades de su car�cter. Desde Rengger y Longchamp, que hicieron un libro reputad�simo, hasta las �ltimas biograf�as de los diccionarios europeos, todos est�n de acuerdo sobre este punto, para cuya confirmaci�n basta, por otra parte, un conocimiento superficial de su vida. El mismo Moreau de Tours, cuyo chispeante libro hemos citado tantas veces en el curso de este trabajo, consagra con la autoridad irrefutable de su palabra, esa afirmaci�n de los alienistas "dilettanti", dig�moslo as�: "Una enfermedad terrible, la locura, dice el autor citado, ha hecho muchas v�ctimas entre los suyos. A veces, en medio de accesos repetidos de hipocondr�a, su raz�n parec�a turbarse, y se hab�a notado que el viento del norte, siempre caliente y h�medo, cuya influencia es una causa activa del malestar para las personas nerviosas, agriaba su car�cter hasta el m�s alto grado". Francia, pues, por consagraci�n universal, pertenec�a, como dice Paul de SaintVictor, hablando de Ner�n, al alienismo hist�rico, una ciencia a crearse, y en cuyos cuadros figurar�a la mayor parte de los malos C�sares [96.] . No s� si me equivoco, pero creo que ninguno es m�s digno que �l de que esta moderna tendencia de los estudios morales, que alg�n d�a formar� una rama importante de la psicolog�a positiva, le consagre su atenci�n, tratando de investigar cu�les fueron las secretas influencias que produjeron su enorme desequilibrio moral. Francia (o Fran�a, como �l pretend�a, buscando en la adulteraci�n de su apellido una prueba de su supuesto origen franc�s), era hijo de un brasilero que hab�a venido al Paraguay llamado por el gobernador Jaime Sanjust, cuando la corte de Madrid quiso hacer competencia a Portugal, introduciendo en su colonia la fabricaci�n del tabaco negro [97.] . Garc�a Fran�a era un mameluco, paulista de origen oscuro y de conducta equ�voca, mitad aventurero y vagabundo, que sent� sus reales en la Asunci�n con la esperanza fundad�sima de levantar con el contrabando
del tabaco una fortuna f�cil. All� contrajo matrimonio con una criolla de buena clase y de nombre muy conocido [98.] ; de la cual, algunos a�os despu�s de nacer nuestro h�roe (1757), se separ�, regresando de nuevo al Brasil, a continuar su �gil y holgada vida de aventurero, ya que las ping�es fortunas que hab�a so�ado s�lo alcanzaron para comprar una casa en la ciudad y una chacra que fue m�s tarde el refugio melanc�lico y el �nico patrimonio de su primog�nito. Pocos a�os despu�s regres� de nuevo al Paraguay, en donde muri� a una edad avanzada. Ni hab�a estado en Francia jam�s, ni su tipo menudo y restringido, ni su color aceitunado y bilioso, revelaba que por sus venas corriera una sola gota de sangre francesa, seg�n en sus delirios de grandezas napole�nicas se lo imaginaba su hijo. Cuando el ni�o se hizo hombre, lo tom� bajo su paternal protecci�n un comerciante espa�ol llamado Mart�n Aramburu [99.] y, gracias a sus infinitas bondades y a las repetidas d�divas de que fue objeto por mucho tiempo, pudo ingresar a la Universidad de C�rdoba, donde, seg�n sus propias palabras, lo empujaban a estudiar la carrera eclesi�stica. No conocemos los primeros a�os de su adolescencia, que se pierden en la oscuridad de su origen mismo, y que probablemente se deslizaron en la inalterable quietud de su aldea, en la eterna so�adora molicie de esos climas c�lidos, que dan mayor sensibilidad a los sentidos, despiertan la fantas�a con su exuberante lujuria, y hacen germinar con precipitaci�n peligrosa la semilla que en las naturalezas predispuestas produce la enajenaci�n. No es extra�o que este ni�o, vagabundo y desamparado por su propio padre, en la edad en que el cerebro se deja modelar d�cilmente por las mil influencias que lo acechan, haya principiado entonces a sentir los primeros s�ntomas de su enfermedad; todos esos temores inciertos y oscuros que asaltan la imaginaci�n precipit�ndola en el tedio insoportable, en los vagos y tristes anhelos con que se inicia la p�lida "madre de las sombras". Lo �nico que recuerdan los contempor�neos, y que la tradici�n ha trasmitido con cierta repugnancia supersticiosa, es que aquel bruto, ya medio envenenado por sus propios vicios morales, tuvo a la edad de veinte a�os un fuerte altercado con su padre, en el cual revel� toda la fr�a y enorme ferocidad de su car�cter simio y bestial. Tom�ronse ambos en palabras, y como su padre le increpara acremente ciertos procederes poco limpios, Francia levant� su mano y lo abofete� despiadadamente; lo abofete� sin que mediaran �mpetus y exaltaciones justificables; fr�amente impulsado por esa maligna obsesi�n que mueve la mano de un parricida. En este incidente hay todav�a algo m�s cruel para la especie humana. Muchos a�os despu�s, moribundo el pobre viejo, lo mand� llamar con el deseo vehemente de reconciliarse. Desea salvar su alma -le dec�an, tentando la �nica grieta por donde parec�a entrar luz a aquella naturaleza proterva-, ciertos escr�pulos implacables lo empujan a solicitar esta entrevista suprema. "Y a m� qu� me importa de ese viejo: �que se lleve el diablo su alma!"- fue toda su contestaci�n. "The old man died almost raving and calling for his son Jos� Gaspar" dice Robertson refiriendo este episodio que hace temblar la pluma [100.] . Cuando fue a C�rdoba tendr�a veinticinco a�os pr�ximamente, y no llevaba otro caudal de ilustraci�n que el que hab�a podido recoger en aquellos colegios cuyos maestros, seg�n el juicioso autor del "Ensayo de la historia civil del Paraguay", difund�an la corrupci�n de ideas que les era familiar. Enredado entre los lazos de Arist�teles y las trabas pegajosas de la escol�stica colonial, entre las cuales el alma grande de Maziel sufri� crueles angustias, seg�n se ha dicho, termin� sus estudios y se gradu� en la Facultad de teolog�a. S�lo conoc�a el derecho por los preceptos del Dec�logo, la teolog�a de Goti y la filosof�a de Dupasquier; libros en boga entre las eruditas falanges del Claustro Universitario, y en cuyas p�ginas, escritas con ese estilo inflexible con que Berigard de Piza escribi� su "Liber trium verborum", hab�an causas suficientes para enloquecer al cerebro m�s bien templado. Si es cierto, como lo es, que la educaci�n intelectual defectuosa, agregada a causas de otro orden m�s poderoso, encierra g�rmenes infinitos de perturbaciones mentales, la que recibi� Francia en el Paraguay, y particularmente en C�rdoba,
debi� influir en el desarrollo ulterior de sus extraordinarias anomal�as. Cuatro a�os de Teolog�a revelada deben ser, para el esp�ritu, algo como la gravitaci�n de un tumor semejante a una monta�a; y si a esto se agrega la masticaci�n casi diaria de las "Eneadas" de Plotino y del "Proslogium" hiperemiante de San Anselmo; si se agrega el extrav�o que causar�a en aquellas pobres cabezas la idea de que terminado ese suplicio ir�an a "refrescar" la inteligencia adormecida por el estilo tenebroso de sus textos herm�ticos, en la degluci�n obligada de alguna rapsodia filos�fica llena de congestiones cerebrales, se tendr� una idea vaga de lo que era en aquel tiempo y la influencia que podr�a tener aquella educaci�n l�brega y est�ril como sus claustros. Eran larvas de locuras incurables, algo como cuerpos extra�os angulosos y �speros que se echaban dentro del cr�neo indefenso de estos pobres fil�sofos, y que les estaban pinchando, oprimiendo, irritando el cerebro, si cerebro les quedaba despu�s de cuatro mortales a�os de abstinencias y flagelaciones intelectuales inicuas. La "g�tica pagoda" de Monserrat, que agobiaba el esp�ritu con el peso de su beca encarnada, era la que con �xito no menos maravilloso formaba las m�s firmes columnas de aquel oscurantismo ex�tico, que el clima y la localidad misma, con el horizonte sobre los ojos, hac�a m�s pesado. Porque C�rdoba, por su situaci�n extra�a, recibe "la luz" m�s tarde que las otras ciudades colocadas sobre los valles y las altiplanicies. Monserrat era un recurso, porque en sus r�gidos encierros y en su disciplina presidiaria, en la �spera misantrop�a de los maestros y en aquellas lecturas m�sticas verificadas por sus disc�pulos escu�lidos y hura�os en medio de un silencio profundo y desolado, fue donde pretendieron encontrar el "gran magisterio" que les permitiera hacer las transmutaciones tan deseadas por una pol�tica que gobernaba con la sombra y el fuego, y educaba con el silencio y la penitencia. No hab�a otro recurso: o permanecer oscuro en la aldea dejando que la inteligencia se atrofiara en su inercia so�olienta, o caer en las aguas de aquel lago turbio en donde circulaban revueltas las a�ejas ideas de Arist�teles con los b�rbaros comentos de los �rabes [101.]. Para aquellos venerables astr�logos de las letras, la l�gica era el arte del sofisma, y la f�sica convertida en el "estudio infructuoso de accidentes y cualidades ocultas, que nada ten�an que ver con el conocimiento de los fen�menos naturales" m�s bien que una ciencia exacta, era la continuaci�n est�ril de los ensue�os inocentes de Arnaldo de Vilanova. La teolog�a, envuelta tambi�n en las redes de la escol�stica "corr�a cenagosa, apartada de sus fuentes puras, por el campo de las sutilezas y de las disputas fr�volas a que daba lugar el esp�ritu de facci�n, introducido en las escuelas mon�sticas que declinaban ya" [102.] . Despu�s de todo esto y de haber torturado su inteligencia con la absorci�n lenta de la "Pars prima", de la "Prima secondae" y de la "Tertia pars", quedaban como sumidos en el estado intelectual deplorable en que quedan los fueguinos, embrutecidos por la repetici�n de sus org�as estomacales, esperando que la ansiada digesti�n levantara el peso que gravitaba sobre sus cr�neos inermes. Una vez terminados sus estudios, o se envolv�an en el ancho sayal continuando la vida �spera del monasterio o sal�an al mundo, como Francia, inv�lidos del cerebro, cuando no palpitaba en su coraz�n el "empuje innovador" del De�n Funes, el temple de Baltazar Maciel o la ambici�n saludable, el vigor de esp�ritu de los que lograron eliminar el veneno que se beb�a all� hasta en el aire de sus claustros l�bregos y desamparados. Ten�a, pues, que ser necesariamente nociva esa vida de eterna masturbaci�n intelectual, aquel constante vagar del entendimiento oprimido por el grillete que lo amarraba al nebuloso sistema del Peripato o al viejo pergamino apolillado y venerado en los �xtasis excesivos en que ca�an aquellos "hermigios" coloniales; aquella densa tiniebla que envolv�a las cabezas, y que nacida de adentro de los cr�neos angustiados de Salamanca, fue, sin un rel�mpago de luz, difundi�ndose por toda la Am�rica, donde s�lo era permitido el comercio embrutecedor de los autores que, seg�n la jerga peculiar de sus pros�litos, "simbolizaban con las verdades reveladas".
El clero -dec�a el inolvidable Dr. Guti�rrez- manten�a una red tendida por toda la superficie del mundo cat�lico y sus hilos se estremec�an a la aparici�n de un talento precoz, apoder�ndose inmediatamente de �l. Pero Francia, aunque ten�a talento, era demasiado hura�o y mis�ntropo para que pudiera sostener con la augusta resignaci�n necesaria el peso de una tonsura muda y est�ril como su alma. As� es que huy� cuando pudo del colegio de Monserrat, a donde hab�a ido desterrado, para ingresar a la Universidad a terminar sus estudios. La vida sombr�a y monacal de C�rdoba, su educaci�n primera y una indudable predisposici�n nativa, hab�an ya desarrollado, aunque en tonos vagos, la melancol�a que despu�s lo hizo c�lebre. El joven te�logo viv�a extra�o a todo y a todos, sustra�do por completo al contacto diario de los compa�eros y de los amigos cuyas francas y cordiales afecciones no necesitaban su coraz�n �spero y ya medio tibio. Un esca�o casi perdido en la penumbra, y en cuyo duro respaldo grab� su nombre, le serv�a de asiento, o mejor dicho, de refugio, porque all� se ocultaba a las miradas curiosas de sus compa�eros que principiaban a preocuparse y a sentirse impresionados por su car�cter tan torvo y anguloso. A medida que su concentraci�n melanc�lica aumentaba, iba perdiendo su rostro aquella vivacidad ingenua que en la plenitud de la vida palpita en los rostros de los j�venes, y su cuerpo, espigado y flexible como un junco, esas posiciones francas y amplias, signos habituales de un bienestar inconmovible y de una confianza sincera y despreocupada. Iba gradualmente dibuj�ndose en toda su persona la marcha paulatina que segu�a la enfermedad. El h�bito de estar en acecho hab�ale hecho adquirir a sus ojos la movilidad nerviosa y medio convulsiva, tan peculiar de los melanc�licos y de los felinos, cuyas oscilaciones furtivas de cabeza, movi�ndose siempre temerosa y desconfiada, le daban con ellos cierta analog�a. Adem�s de estos rasgos corporales, que son dir� as�, la firma visible que escribe en la frente la dolencia �ntima, sus padecimientos hab�an adquirido ya en este tiempo ciertos signos caracter�sticos. Su estado habitual de sombr�a tristeza, de fr�a repulsi�n, mezclado a un sentimiento de disgusto por todas las cosas humanas, se acentuaba profundamente en los prolongados encierros a que se condenaba �l mismo en las celdas mal aireadas de Monserrat. La opresi�n inc�moda que trae este malestar, la sensaci�n tan caracter�stica de un peso enorme que gravita sobre el pecho, s�lo se aliviaba, y aun a veces desaparec�a, en sus largos paseos por la ciudad. Y esto que tanto llamaba la atenci�n de la persona que con cierto supersticioso asombro me comunicaba el fen�meno, se explicaba f�cilmente recordando la curiosa observaci�n de Gratiolet: el tedio y el aburrimiento vienen con mayor facilidad en los lugares en donde el aire no se renueva, que en las monta�as o en las orillas del mar, all� donde circula profusamente y en grandes masas. De aqu� la necesidad imperiosa de tomar aire, que sent�a despu�s de algunos d�as de reclusi�n mortal y de aburrimiento enfermizo, y que "lo obligaba a estirar su largo pescuezo de espectro", como dice Poe. El tedio en un cerebro enfermo es, como alguien lo ha establecido ya, un principio de congesti�n pasiva y de asfixia, y as� se concibe que todas las causas que puedan directa o simp�ticamente disminuir los movimientos respiratorios, un canto lento y mon�tono por ejemplo, lo soliciten irremisiblemente [103.] . Todas esas peculiaridades extra�as con que se dio a conocer entonces, y que son expresiones leg�timas de una misantrop�a que puede y debe considerarse s�lo como el per�odo prodr�mico de su grave enfermedad posterior, le valieron de parte de sus compa�eros el apodo apropiad�simo de el "gato negro". Y debieron ser agudas las u�as de aquel te�logo felino, porque en una contienda de colegio hiri� gravemente a uno de sus condisc�pulos con un cortaplumas cuyo filo hab�a preparado de antemano, rumiando a cuenta, dig�moslo as�, la �ntima satisfacci�n que experimentar�a al ver saltar la sangre de su inofensivo compa�ero. Estos procedimientos ejecutivos eran usuales en aquel ya funest�simo hombre, educado como el fraile Aldao y otros neur�patas, bajo la f�rula teologal de la famosa Universidad y destinado como �l, por no s� qu� singular coincidencia, a vestir h�bitos de mansedumbre. Con motivo de una penitencia impuesta por uno de sus profesores, y que en su humor
agrio y destemplado consider� sumamente ofensiva, concibi� una venganza, cuya ejecuci�n, meditada y saboreada con perfidia bizantina, refleja de una manera perfecta toda la doblez de su car�cter atrabiliario y peligros�simo. Para el mejor �xito de la empresa empez� por simular un noble olvido, un sincero y cari�oso apego al profesor cuya confianza gan� de un modo admirablemente ruin y calculado; y despu�s de examinar, comentar y madurar durante dos largos a�os todos sus planes, eligi� aquel que le pareci� m�s seguro. El dormitorio del profesor estaba debajo del suyo, y como hab�a estudiado con la minuciosidad que requer�a el caso la ubicaci�n de la cama y de todos los muebles de la v�ctima, fij� en el piso de su cuarto el punto preciso que correspond�a a la cabecera. En los ratos en que el pobre cl�rigo sal�a a sus ocupaciones habituales, Francia trabajaba pacientemente, sacando ladrillo por ladrillo hasta que el agujero le permitiera ampliamente la introducci�n de la mano. Hecho esto, se procur� un fusil, prob� su exactitud haciendo tiros en una supuesta cacer�a, y una noche que supuso al catedr�tico sumido en las beatitudes voluptuosas de su profundo sue�o, meti� el arma por el agujero y la descarg� con rabia sobre su cr�neo. El golpe, sin embargo, a pesar de tanta precauci�n, se hab�a frustrado. Para felicidad suya la inocente v�ctima no se encontraba en la cama. Esta circunstancia produjo en Francia el primer acceso de esa amarga odiosidad que toda su vida profes� a los cl�rigos. �No se ve en estas minuciosidades pavorosas, toda la aridez melanc�lica y tranquilamente brav�a de su alma? Otro episodio del mismo g�nero: Un compa�ero de cuarto vio sobre la cama de Francia tres o cuatro duraznos y se los comi� dejando los carozos sobre su mesa de noche. Cuando aqu�l entr�, guard�los sin decir una palabra y todo pas� sin m�s ruido. Pasaron los d�as, las semanas y pasaron tambi�n los meses, cuando en una tarde, al cerrar la puerta de la letrina, sinti� el muchacho que de afuera se la empujaban violentamente y que se presentaba Francia agitado, con una pistola en la mano: "C�mete estos tres carozos, o te mato aqu� mismo" y le presentaba tres carozos puntiagudos y llenos de escabrosidades. El pobre colegial trepida. Francia levanta el arma a la altura de la cara y cierra un ojo apuntando. La v�ctima estira la mano resignada porque el "gato negro" es insensible a las s�plicas, y aquellos ojos magn�ticos produc�an v�rtigos, mil terrores supersticiosos, y se echa el carozo a la boca... lo detiene en el borde de las fauces, lo pasea sobre la lengua haciendo tiempo y valor, lo pega contra el carrillo, lo vuelve a asomar a las fauces sin atreverse a tragarlo... - �Tr�galo! le dice Francia, y como empujado por la palabra misma, el carozo se desliza por la garganta escribiendo en aquella pobre fisonom�a todos los dolores y las opresiones indescriptibles que causa su b�rbara peregrinaci�n hasta el est�mago. -Este otro... -Pero... a�lla el infeliz echando fuera de sus �rbitas unos ojos extraviados, y se lo traga tambi�n, no sin que el "gato negro" le revisara la boca para cerciorarse que realmente se los hab�a comido. q . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La mayor parte de estos individuos formados en los claustros de la c�lebre Universidad, se resienten visiblemente de su educaci�n viciosa, y hasta podr�a decirse delet�rea. Su influjo ha sido un famos�simo incubador de todos los vicios incurables que constituyen el fondo turbio en estas naturalezas an�malas y mal dispuestas desde la cuna, como Francia y sus cong�neres. Muchos de ellos llevan en su car�cter, cuando menos, la doblez de los procedimientos jesu�ticos, la desolada frialdad de sus c�lculos, la mansa y falaz hipocres�a de sus maneras; un coraz�n lleno de las circunvoluciones y de las encrucijadas oscuras de sus claustros; y hasta la pesadez cicl�pea de sus muros se refleja viva y elocuente en el estilo de muchas de las reputaciones literarias que nos ha legado la colonia. Cada uno experiment� esta influencia a su manera y con arreglo a las condiciones y tendencias virtuales que sus respectivos organismos trajeron al nacer, y que ella
desarroll� con la exuberancia que la �poca le permit�a. Y al ver las grietas, que han conservado toda su vida ciertos caracteres, parece que hubiera elegido con mal�fica complacencia a aquellos cerebros llenos de mayor plasticidad, para adormecer en unos, y atrofiar en otros, todas las tendencias bondadosas, favoreciendo el desarrollo de las m�culas incurables y org�nicas que dieron por resultado estas naturalezas equivocas que harto conocemos. Est�diense sus m�s c�lebres disc�pulos, y se ver� con qu� viveza reflejan muchos de ellos, aun en los actos mas pueriles de la vida, la influencia decisiva de aquella educaci�n singular�sima. El arte silencioso y paciente con que el Dr. Tagle urd�a y llevaba a cabo la intriga m�s atrevida, su gesto fijo e inalterable como sus ideas, impasible como su coraz�n y como sus escr�pulos [104.] mostraban la firmeza con que hab�a influido, fomentando ese sombr�o y taciturno disimulo que ten�a Francia en tal alto grado. El tartufismo medio so�oliento y sibar�tico de Bustos; la astucia felina de Ibarra; las tendencias mefistof�licas y el esp�ritu opaco y fr�o de V�lez S�rsfield, �no eran su expresi�n m�s elocuente? Si no fuera cient�ficamente cierto el influjo peligroso de este g�nero de educaci�n, ser�a casualidad singular, que la mayor parte de los hombres formados en las aulas inolvidables de Monserrat y de Loreto, hubieran sacado una contextura moral equ�voca, cuyas anomal�as eran tan acentuadas que se abr�an paso al trav�s de ciertas calidades lapidarias y de los escasos haces de luz que los salvaron de un olvido infalible, utilizando oportunamente el car�cter y la inteligencia de muchos de ellos. El mismo Funes, a pesar de su notoria reputaci�n y de sus inclinaciones liberales, era un hijo rollizo del colegio de Monserrat, cuyo sistema de sever�sima disciplina, llevada hasta sus �ltimos y m�s brutales extremos, produce el decaimiento moral que traba, cuando no impide, el desarrollo de los sentimientos efectivos sobre los cuales se apoyan los instintos m�s generosos. Parec�a un hombre de car�cter d�bil "para afrontar responsabilidades directas y para mantenerse en s� mismo frente a las exigencias del poder o de los hombres influyentes del partido dominante": sus maneras eran tan obsequiosas que a veces "compromet�an lo que se debe a la propia dignidad"; pues parec�a casi siempre predispuesto a pedir permiso para tener o expresar un parecer, "sobre todo si hab�a conflicto o choque de pasiones y de intereses pol�ticos. Por esto se le tachaba de tener un car�cter doble y de ser inclinado a la hipocres�a y al servilismo" [105.]. Lafinur, otro de los educandos c�lebres de la Universidad, ten�a todas las rarezas y extravagancias, cuyas afinidades nada equ�vocas con la enajenaci�n mental, daban a su car�cter cierto tinte profundo de hipocondr�a; y por lo que toca a Monteagudo [106.] , ese hist�rico megal�mano lleno de sombr�as petulancias y de vicios enormes de organizaci�n moral, fermentados al calor del claustro, �l como pocos comprueba la verdad de este aserto. Insisto sobre este factor que constituye, como dice Parrot, una fuente etiol�gica deplorablemente fecunda, porque en este caso lo creo de particular importancia; pues si bien la educaci�n moral e intelectual que "ayuda" a formar el car�cter, no cambia el sello t�pico que constituye la propia e inalterable idiosincrasia del sujeto, en cambio, cuando act�a sobre un organismo limpio de predisposiciones, puede preservarlo de los desv�os anormales resultantes de las aberraciones de su sensibilidad elemental. Cuando hay vicios ing�nitos, los fomenta y ayuda mucho a su desarrollo. Es un riesgo fecundo que empuja, fuera de la tierra morosa, esa vegetaci�n abundante que despu�s se hace lasciva y trepadora. El inter�s, la cultura muy trabajada del coraz�n, u otra causa cualquiera, podr�n tal vez modificar (pero modificar simplemente), las manifestaciones del car�cter, pero su tipo fundamental no se pierde jam�s al trav�s de las m�s grandes vicisitudes de la vida; "genio y figura, hasta la sepultura", es un adagio vulgar, pero profundamente cierto y filos�fico. Una educaci�n viciosa, como se daba en aquel tiempo en C�rdoba, con todos los peligros que surgen de la lucha del car�cter contra las imposiciones de sistemas atrabiliarios, que opon�an a la movilidad natural de la inteligencia una coerci�n antip�tica, era propia para enardecer la irritabilidad enfermiza nativa, m�s que para sujetarla dentro de sus l�mites saludables. Su r�gimen interno, la disciplina
conventual y depresiva de sus colegios [107.] , su manera de ense�ar, sus libros, sus maestros, y hasta el r�gimen y los h�bitos mismos de aquella ciudad, m�s colonial y retardataria que ninguna, echaban al esp�ritu en esas propensiones hipocondr�acas que desv�an los sentimientos y que dan a la inteligencia una direcci�n err�nea. Es necesario leer la descripci�n atorrante, aunque poco vivaz, que nos ha hecho el De�n Funes, del sistema seguido en el famoso Colegio de Monserrat y en la Universidad, para comprender cu�n grande debi� ser su influencia sobre el f�sico mismo, no ya sobre el esp�ritu, que ten�a t�sigo suficiente con las lecturas reglamentarias. La comida, las flagelaciones mort�feras a que sujetaban sus cuerpos enjutos por la abstinencia, el inmenso trabajo mental improductivo, y una vida sedentaria y so�olienta a fuerza de ser debilitante, perturbaba profundamente aquellas pobres cabezas que esterilizaron sus fuerzas y empobrecieron una sangre destinada a vivificar sus elementos nerviosos. Porque fue precisamente por ah�, por la sangre, por el aparato circulatorio, que la c�lebre "pagoda" llev� al esp�ritu una parte de su influjo, complementado despu�s por otros medios eficac�simos. Por la sangre que hace vivir a la c�lula nerviosa, que es la que domina y reglamenta las diversas formas de su actividad; y no hay sangre ni organismo, por bien templado que se halle, que resista un par de a�os a las torturas f�sicas y morales a que viv�an sujetos los que, como Francia, ingresaban all� a estudiar para cl�rigos. Me imagino la impresi�n desagradable que producir�an aquellos claustros, en donde desfilaban a la media luz de un crep�sculo artificial, todas esas sombras humanas, entregadas a sus meditaciones excesivas, transidas por la anemia, p�lidas, secas y como identificadas con el pergamino de sus infolios; con la sangre hecha agua, la escler�tica azulada y el cerebro gimiendo bajo el peso de su mendicidad circulatoria. Cuando el torrente sangu�neo ha sido lanzado en los haces nerviosos con una impetuosidad ins�lita -dice Luys- o cuando se establece, de una manera persistente bajo la forma de irrigaci�n continua, el movimiento vital se desarrolla en la c�lula, que poco a poco se eleva a una faz de eretismo incoercible; entonces este mismo movimiento fluxionario, seg�n que se localice en tal o cual departamento cortical, o que se circunscriba a tal o cual o grupo de c�lulas aisladas, determina, aqu� fen�menos de emotividad incesante, all� asociaciones de ideas, excitaci�n de la memoria y de la imaginaci�n, m�s all� exaltaci�n de las fuerzas motrices, turbulencia, locuacidad incoercible; fen�menos variados y movibles que a pesar de su diversidad entran en acci�n bajo el influjo de una causa �nica: la aceleraci�n de las corrientes sangu�neas en los haces de las c�lulas nerviosas [108.] . As� se explica probablemente la turbulenta iniciativa de Ram�rez; la movilidad incansable y el esp�ritu travieso de Dorrego; los arranques petulantes de Alvear y el br�o fosforescente y movible de aquellos "chisperos" inolvidables que capitaneaba Beruti en los arcos de la Recova. Bajo la influencia de una alimentaci�n sana y abundante, de un aire puro y convenientemente oxigenado, y de una existencia libre, f�cil y estimulante, su sangre enriquecida y saludable corr�a sin obst�culo irritando la c�lula y produciendo en cada uno las manifestaciones siempre bulliciosas de su idiosincrasia moral. Cuando, al contrario, la circulaci�n se hace l�nguida y la sangre se empobrece bajo el influjo de un ascetismo inconveniente, de una alimentaci�n precaria o del recargo indigesto de la inteligencia verificado en la melanc�lica soledad de un claustro oscuro y asediado por las mil preocupaciones de una sociedad sin horizontes, fen�menos inversos se manifiestan; es la vida -agrega Luys- que retrocede de todas partes degradando la actividad nerviosa, que cae debilitada por debajo del promedio fisiol�gico. Son los fen�menos de depresi�n, de lipeman�a y de lasitud que aparecen y que se presentan bajo el aspecto de diversas y variadas modalidades, seg�n que el proceso an�mico se haga sentir en tal o cual parte del sistema, y seg�n que un n�mero m�s o menos considerable de c�lulas hayan ca�do en la faz de torpeza incurable [109.] . As� tambi�n podr�a explicarse el l�nguido y embrutecedor abandono de Bustos
"ejemplo irreconciliable con la marcha progresiva del pa�s", especie de topo cretinizado por el Colegio de Monserrat y sin m�s calidad intelectual que la astucia agud�sima del lobo; as� la misantrop�a hura�a de Lafinur; la morosidad sensitiva del Dr. Tagle, su fisonom�a nebulosa y fr�a, aquel color lipeman�aco tan desagradable y las aptitudes medio linf�ticas de su cuerpo peque�o y bilioso; as�, por fin, la dura oscuridad del esp�ritu de Francia, sus angulosidades y precipicios donde no brill� jam�s el m�s p�lido destello de un sentimiento humano. Nada hay que produzca m�s decrepitud nutritiva, que haga m�s lenta la irrigaci�n sangu�nea del enc�falo y aun del resto del organismo, que esa vida sedentaria y pasiva del claustro, donde todo es p�lido y languideciente, lento, inm�vil, desprovisto de esos h�medos resplandores de la vida que abrillantan la pupila y coloran la carne de los j�venes con sus trasparencias celestes. Pongamos en condiciones semejantes a un organismo dispuesto al raquitismo mental por vicios hereditarios, y pronto veremos con qu� maligna lozan�a se desarrolla; tal cual sucedi� en Francia, sobre quien se hicieron sentir de una manera funesta y decisiva. Con lo expuesto tenemos, pues, un elemento poderoso para el diagn�stico de su neurosis; elemento que si bien no lo creo �nico, influy�, sin embargo, como se ha visto, de una manera poderosa. Hay algo m�s, que es necesario apuntar. El joven te�logo, a pesar de su concentraci�n brav�a, amaba a las mujeres tanto cuanto odiaba a los hombres. Las calles apartadas de la ciudad fueron m�s de una vez testigos mudos de escenas ruidosas en las cuales sali� siempre apaleado por alg�n gal�n de baja estofa. Su mala suerte y sus inclinaciones naturales lo hab�an obligado a rozarse con gente de la clase �nfima, porque era donde encontraba m�s f�cilmente satisfacci�n plena de sus pasiones de s�tiro hidr�pico, y porque siempre que solicitaba los favores de alguna dama de posici�n m�s alta que la suya, recib�a en contestaci�n un desaire, le daban con la puerta en las narices, o le acomodaban, por la mano an�nima de los sirvientes, una paliza llena de cruentos recuerdos. Uno de los protagonistas en estos dramas amorosos, que derramaban tanta amargura en su alma, pag� sus agresiones, "diez a�os despu�s", gimiendo en una de las mazmorras de la Asunci�n, en donde fue enterrado por Francia, cuyas espaldas conservaban todav�a vivaz el escozor humillante de la ofensa. Otro vivi� cautivo en un s�tano, hambriento y martirizado como s�lo �l sab�a hacerlo, durante dieciocho a�os, al fin de los cuales fue enviado al pat�bulo, a donde tuvo que arrastrarse materialmente, porque las piernas, entumecidas por la inacci�n del presidio, lo hab�an paralizado. Pero �ste ten�a cuentas muy largas que arreglar con �l. No s�lo hab�a rechazado con indignaci�n ciertas pretensiones matrimoniales ambiciosas de Francia, sino que al rechazarlas �le hab�a llamado "mulato"! Y el "mulato" estuvo durante nueve a�os sonando en su o�do con la intensa continuidad de una alucinaci�n org�nica hasta que lleg� el momento de saciarla, secando los labios venerables que la hab�an pronunciado. El no vengaba ninguna injuria inmediatamente, porque era cobarde, pero su recuerdo le acariciaba la memoria con cierta fruici�n diab�lica, manteni�ndosele vivaz hasta el d�a de la venganza. He dicho que "amaba" a las mujeres, y he dicho mal, como se comprender� f�cilmente. S�lo buscaba la hembra, cualquiera que fuese su clase y su color; la carne abundante y de f�cil adquisici�n, como medio de satisfacer pronto las exigencias apremiantes de sus instintos puramente bestiales. La m�dula, con su automatismo irreflexivo y prepotente, absorb�a al coraz�n demasiado fr�o para ser fecundo y sensible. Las reuniones de la clase baja, en donde los "ni�os decentes" gozan del prestigio de su clase y de ciertas prerrogativas inalienables, lo seduc�an, y por esto eran el teatro diario de sus haza�as, el refugio supremo en donde iba a consolar su amor propio �ntimamente herido por las repulsas de las clases aristocr�ticas. Y aun all� mismo, para colmo de sus desdichas, no privaba como correspond�a a su "alcurnia" y a su ambici�n hinchada y petulante. Sea que su generosidad fuera un poco equ�voca y su tipo demasiado repugnante, o que su fama de poco escrupuloso
hubiera llegado hasta ellos, lo cierto es que no siempre sus tentativas eran coronadas de un �xito feliz. Sin embargo �l se mantuvo rodando entre esa gente, hasta que una aventura, en que como de costumbre sali� machucado, le oblig� a huir para siempre de todo contacto humano, envolvi�ndose definitivamente en las sombras de su propio esp�ritu. Se comprende que esta repulsi�n instintiva, que inspiraba a todos, hiriera profundamente su inconmensurable orgullo, haci�ndolo m�s retra�do a�n, y diera p�bulo a sus propensiones melanc�licas. Cuando ya la ciudad m�stica comenz� a ahogarlo con su fastidiosa monoton�a y el vac�o se hizo a su derredor, pens� en su viaje como en un remedio a sus dolorosas ansiedades. Se hab�a apoderado de �l esa suprema inquietud que sucede a los grandes dolores y que nos impulsa a movernos de un lado a otro. El valle peque�o y profundo lo echaba en la angustia constrictiva que oprime el pecho como si gravitara sobre �l una monta�a. As� fue que, sin despedirse de nadie, march�se un d�a a su tierra, sin m�s penates que una capa, una "Historia Universal" y la dispepsia con que anunciaba su entrada la "gota" punzante que tanto acrecent� despu�s su neurosis. l II. Desarrollo de su enfermedad Cuando Francia regres� al Paraguay, tendr�a de treinta y cinco a cuarenta a�os pr�ximamente, y una reputaci�n de probidad intachable para los que no conoc�an los detalles de su vida universitaria. Era, dec�an, el defensor m�s celoso de la justicia, el protector del d�bil, el padrino de todos los pobres contra las rapi�as de los ricos, y en el desempe�o de sus modestas funciones de cabildante y m�s tarde de Alcalde, mostr�se de un car�cter independiente, firme e inexorable en defensa de su pa�s, y contra las pretensiones ambiciosas de la metr�poli [110.] . As� era efectivamente: un esfuerzo poderoso de voluntad, y el cambio siempre ben�fico de clima, hab�an contenido en los l�mites de su hogar dom�stico los accesos hasta entonces poco ruidosos de su enfermedad. Un disimulo jesu�tico, consumado con la supina habilidad con que ciertos alienados ocultan sus impulsiones inequ�vocas, le hab�an dado temporalmente el gobierno interno, logrando restablecer el orden en sus facultades cerebrales anarquizadas por su propios vicios. Pero m�s adelante la marea comenz� de nuevo su ascensi�n laboriosa; la "tolerancia" hizo ineficaz la acci�n del cambio de lugar, y entonces, bajo el influjo de causas pueriles y por lo general ignoradas en estos casos, volvi� a desquiciarse su cabeza, arrojando al esp�ritu en las convulsiones de la enfermedad. Al principio, ciertas extravagancias extra�as que embargaban su inteligencia inspir�ndole determinaciones ins�litas y envolvi�ndolo en las lasitudes femeniles que aniquilan a los hipocondr�acos, hicieron entrever a ciertas personas sus dolores secretos; pero luego la intervenci�n necesaria del m�dico y de algunos amigos curiosos e indiscretos acabaron de divulgarlos en toda la ciudad. El "hist�rico", como le llamaba el vulgo a sus males, comenzaba a golpear con m�s frecuencia en su cr�neo suscitando presentimientos penos�simos de una muerte pr�xima; las ideas de suicidio, los terrores inciertos que le mord�an el coraz�n y lo arrojaban en esa fantasmagor�a interna y convulsiva que fatiga el esp�ritu de los alucinados con las luces siniestras y variad�simas de su caleidoscopio. Se sent�a morir y llamaba a gritos un m�dico espa�ol, D. Juan Lorenzo Gauna, por cuya ciencia ten�a entonces un profundo respeto, para que le quitara de encima -dec�ael peso de aquella angustia que le arrebataba el sue�o y le desfiguraba el rostro de una manera repugnante [111.] . El Dr. Gauna, que sin duda era un taumaturgo que allanaba f�cilmente las dificultades de cualquier tratamiento, ten�a una teolog�a peculiar para el pron�stico de estos "hist�ricos", que seg�n �l, depend�an de influencias astrol�gicas m�s que de causas morales incurables. Un poco de agua en las sienes y la estimulaci�n del olfato por medio de sustancias arom�ticas bastaban para calmar
el acceso, que por otra parte ten�a su ciclo conocido y terminaba cuando deb�a. El doctor Zavala, que tambi�n acompa�aba a Francia en estos trances amargos, hac�a jugar sus recursos apost�licos concret�ndose a perorarle, tratando de convencer al doliente que morir�a cuando Dios quisiera y no cuando �l pensaba; que orara con fervor, �que hiciera "ejercicios"! y que saliera del pa�s, como si al dar este consejo sincero presintiera cu�l iba a ser el porvenir de aquel "hist�rico" que evolucionaba con tanta mansedumbre y en cuyas manos no se descubr�a todav�a una sola pinta de sangre. Para que nada faltara en el cuadro abundante de los s�ntomas, ten�a Francia un tipo marcad�simo de neur�pata. Era de estatura mediana; m�s bien bajo que alto; delgado y bien conformado, aunque con una espalda ligeramente gibosa y prolongada; circunstancia que haciendo m�s grande el volumen de su cuerpo establec�a cierto contraste rid�culo con sus piernas enjutas y deplorablemente delgadas. Un pie �rabe, como el de Monteagudo, el pie delicado de la gente de buen origen, completaba el conjunto de los miembros abdominales. Ten�a una cabeza vulgar, en realidad, pero as� mismo reveladora, porque se expand�a atrevidamente hacia atr�s por la acentuaci�n marcad�sima de la dolicocefalia occipital. La frente era alta, aunque corta y ligeramente oprimida, con las eminencias frontales sumamente pronunciadas y con un surco vertical profundo que la divid�a, como si debajo de la piel estuviera todav�a palpitante la sutura met�pica. Era una frente muda y est�ril, porque, en verdad, es rara y confusa una frente con mil surcos y protuberancias vac�as, que escapan a la m�s atrevida y paciente interpretaci�n frenol�gica. Su piel era cobriza, oscura y llena de bilis; en sus ojos, ocultos tras un p�rpado plegado y laxo, estaba como reconcentrado toda la vivacidad felina de su fisonom�a, llena de una perspicacia traidora y pavorosa. Cuando alg�n pensamiento siniestro le hincaba el cerebro, los ojos se clavaban oblicuamente y las cejas se hinchaban encrespadas con altaner�a, echando sobre ellos una sombra intensa y recogiendo la frente que se plegaba en surcos hondos y oscuros, como si toda la vida se concentrara sobre ella en ese supremo momento. Se mov�an pausada y trabajosamente, como gobernados de adentro por un sentimiento profundo de desconfianza; la mirada curiosa y centelleante, iluminada por una intenci�n agresiva y sagaz, se fijaba con sumo imperio en el rostro de sus interlocutores, que deb�an mirarle de frente y sin pesta�ear siquiera. Una nariz delgada y filosa como la hoja de un cuchillo, larga, aguda, con esos dos tub�rculos de la base que, seg�n el patriarca de la inocente "Fisiognom�a", son se�ales evidentes de firmeza y contumacia. Todas las carnes de la cara, arrastradas por un movimiento pasivo, parec�an abandonadas a su propio peso; y los carrillos pendientes, secos y medio momificados, tiraban hacia abajo el p�rpado, dejando en lo alto la pupila medio velada y confusa. La boca era, como ning�n rasgo, el m�s elocuente, el m�s t�pico de su nacionalidad; porque los paraguayos, sobre todo los que nacen cruzados por sangre guaran�tica, tienen este aparato peculiar�simo y sumamente caracter�stico. Era una boca ancha, de labios delgados y verticales casi, movibles, fl�cidos y juguetones: el labio inferior entrante, ligeramente invertido hacia afuera y cubierto por el superior, ten�a hacia la comisura derecha un ligero encogimiento despreciativo. Era la boca de los desdentados, con ese visible ortognatismo de los viejos, a quienes la falta de los dientes la empuja hacia adentro. Holbein ha pintado, en la cara del Judas que inmortaliz� su pincel, ciertos rasgos que aunque parecen exclusivos del avaro bestial, corresponden, sin embargo, a muchas de estas naturalezas malignas y hondamente degeneradas. Su palabra era lenta, oscura y embarazada: le gustaba, como al viejo Tiberio, emplear ciertos arca�smos favoritos y expresiones poco usuales; y, cuando hablaba, acompa�aba su palabra con aquellas gesticulaciones pesadas y desagradables con que el hermano de Druso parec�a estimular su pensamiento perezoso. Aquellos p�mulos prominentes y agudos, aquella piel enjuta y deslustrada, aquellas manos heladas y convulsas, con sus dedos largos y de pulpa achatada como los de los tuberculosos, complementaban de una manera acabada y admirable la "facies" t�pica y elocuente del melanc�lico hereditario.
Habitualmente vest�a un pantal�n ajustado color almendra y unas polainas de casimir muy altas y elegantes; frac azul oscuro con dos galones en la bocamanga, grandes botones amarillos y dos estrellas en cada fald�n; chaleco blanco y un corbat�n de dimensiones considerables. Este era el traje que usaba en los primeros a�os de su dictadura, pues muy pronto, y bajo el influjo de causas conocidas, cambi� no s�lo de manera de vestir, sino tambi�n de h�bitos, transform�ndose totalmente en un hombre sobrio y de costumbres templad�simas. La desconfianza lo apuraba y era menester huir el contacto peligroso de las mujeres que hab�an constituido antes el deleite supremo de su vida. Adem�s, ese ardor inmoderado que hac�a insaciables sus apetitos gen�sicos, no fue sino un pr�dromo que termin� con la aparici�n franca de la enfermedad que anunciaba. Jam�s le sorprend�an en la cama los primeros rayos de sol y, al levantarse, se hac�a traer con un negrito esclavo, una estufilla, una olla y una pava con agua para cebarse con sus propias manos el mate interminable con que se desayunaba. Entonces ten�an lugar aquellos largos paseos en el peristilo interior de su palacio, fumando un cigarro, que tambi�n armaba �l mismo y que hac�a encender con el negro, urgido por esa desconfianza enfermiza que iba por horas invadiendo su esp�ritu, que le impon�a la frugalidad extremada de su comida, y que lo obligaba a verificar la elecci�n de lo que hab�an de cocinarle. Cuando regresaba del mercado, la mujer que le serv�a de cocinera, de ama de llaves y aun de confidente �ntima, dejaba la canasta a la puerta de su gabinete y, s�lo despu�s de haber hecho un minucioso examen de todo su contenido, separaba aquello que m�s apetec�a y mandaba arrojar a su perro y a los cuervos el resto. Hecho todo esto, entraba el barbero: un mulato ebrio consuetudinario, sucio y de costumbres crapulosas, que despu�s ascendi� a esp�a de confianza. Si el dictador estaba de buen humor, lo que era raro, conversaba largamente, vali�ndose de �l para averiguar lo que hac�an y pensaban ciertos personajes que al principio de su gobierno le despertaban amargas sospechas. En seguida recib�a a los oficiales y al resto de sus empleados, que ven�an a pedirle �rdenes con una humildad y con un servilismo asi�ticos; revisaba los papeles que le tra�a el "fiel de fecho", "siesteaba" y le�a hasta la hora de montar a caballo. En aquella �poca eran todav�a frecuentes sus paseos, rodeado de escoltas, precedido de numerosos batidores y armado de un largo sable y de un par de pistolas de bolsillo. Su templanza era notoria y la castidad brav�a en que entraba, por razones f�cilmente explicables, levantaron su buen nombre a una gran altura. Pero lo que el pueblo atribu�a a un esfuerzo potente de voluntad, no era sino la expresi�n genuina de su enfermedad misma. Cuando estos "genes�acos" por impulsos patol�gicos, llegan a este t�rmino doloroso en el cual ciertas partes de la esfera emotiva del sensorium, como dice Luys, quedan como privadas del p�bulo de la vida, el elemento nervioso que produc�a antes esas exaltaciones ruidosas, comienza a anestesiarse, sobreviniendo la fr�a indiferencia que los hace insensibles al est�mulo del medio habitual. Concluyen para ellos todas las curiosidades ingenuas del coraz�n, como tambi�n todas estas delicadezas de orden moral, que antes estimulaban el cerebro procur�ndoles emociones incesantemente renovadas. A medida que la enfermedad avanza, la esfera de esas emociones se va restringiendo hasta que, como dice un eminente alienista, quedan condenados a vivir tan solo por una porci�n limitada del sentimiento que a�n resiste a la torpeza general. Esto suced�a a Francia. Hasta all� su ascetismo melanc�lico revest�a tan solo el car�cter inofensivo de una simple hipocondr�a; ten�a accesos repetidos de un spleen convulsivo y amargo, en que sin duda y, como suele suceder en estos casos, oir�a las mil voces destempladas que lanzan injurias y amenazan con la muerte; o bien los ruidos confusos de campanas lejanas, de tambores y silbidos agudos; la visi�n de espectros de figuras cadav�ricas, de b�vedas subterr�neas, de cr�teres que se abren a sus pies y que tan dolorosamente crispan los nervios de los melanc�licos [112.] . Pero estos accesos, aunque transitoriamente, cesaban bien pronto, dejando largos intervalos de salud casi completa, durante los cuales se entregaba a sus habituales ocupaciones: daba audiencia a todo el que quer�a verlo, paseaba
diariamente visitando los cuarteles, las obras p�blicas, las guardias lejanas y, lo que es m�s a�n, se permit�a con algunos camaradas de escuela indigentes, ciertos impulsos de rara generosidad; especie de estremecimientos humanos que todav�a se abr�an paso a trav�s de ese escepticismo fr�o y sarc�stico que lo suspend�a oscilando entre Tiberio y Cal�gula. Fue por esta �poca que, habiendo sabido que el hijo de una honorable casa cordobesa, en donde hab�a sido tratado con suma benevolencia, se encontraba en la Asunci�n, desamparado y pobr�simo, lo hizo llamar para obsequiarlo y nombrarlo Secretario suyo [113.] . Esos escas�simos par�ntesis de normalidad cesaron a su vez para siempre y dejaron en su lugar la amarga acritud, las angustias s�bitas y violentas que inspiraban sus frecuentes atentados; la incurable y profunda exaltaci�n melanc�lica que hace odiosa y despreciable la existencia y que arroja al car�cter en las fascinaciones ineludibles de la muerte voluntaria, del incendio y del homicidio cruel y fr�amente calculado, como vamos a verlo. Porque esta percepci�n penosa del mundo exterior, que arrastra necesariamente a la soledad y que es al principio pasiva e inocente, se hace m�s tarde activa y peligrosa, y obliga al paciente a destruir, a matar con una impasibilidad glacial [114.] . As� fue que poco tiempo despu�s no reconoci� m�s amigos ni parientes, reconcentrando en sus odios, exclusivamente, las pocas fuerzas que ten�a, distra�das, diremos as�, en uno que otro d�bil sentimiento bondadoso, amamantado por mera especulaci�n tal vez, m�s que por naturales impulsos. Despu�s de haber abofeteado a su padre, nada le quedaba que hacer para revelar su naturaleza melanc�lica, sino era complementar la sintomatolog�a, neg�ndose a reconciliarse con �l en circunstancias que el pobre mameluco mor�a, indigente y abandonado, llamando a su hijo para perdonarlo [115.] . Ten�a a su lado a un sobrino, que aunque ligado a �l por v�nculos de sangre, era un joven lleno de buenas cualidades y que en uno de sus buenos momentos lo hab�a hecho su amanuense o su ayuda de c�mara; sobrevino una de tantas crisis, o por razones f�tiles lo mand� fusilar en la plaza p�blica y en su presencia, como acostumbraba verificar m�s tarde las ejecuciones. Una hermana suya, mujer medio atrabiliaria e hist�rica, que hab�a recibido como �l el germen de una enfermedad mental que despu�s hizo explosi�n, �nica persona por quien hab�a mostrado alg�n apego durable y que viv�a en su quinta, fue tambi�n abandonada, expulsada de su lado de una manera ruidosa e infamante. A otros dos sobrinos los carg� de cadenas y fueron sumidos por tiempo indeterminado en las c�rceles de estado. Todo esto paulatinamente, a medida que aquella savia prodigiosa, que da a la Melancol�a la abundante variabilidad de sus cuadros oscuros, iba ascendiendo con su precipitaci�n habitual. Bajo el punto de vista f�sico, no era s�lo la coloraci�n amarillenta difusa de su rostro, la sombr�a inquietud de su mirada, sino tambi�n las habituales calenturas de cabeza, el enfriamiento intens�simo de las extremidades inferiores, la perezosa lentitud de su circulaci�n y esta susceptibilidad extremada de la sensibilidad que al menor contacto produc�a una sobrexcitaci�n extraordinaria. El apetito se conservaba bien; pero com�a poco y hasta se privaba de ciertas cosas para no exponerse a los supuestos envenenamientos. Poco o mucho que comiera, siempre se pon�a, despu�s, m�s sombr�o que nunca. La "dispepsia", que hace tan sumamente laboriosa la digesti�n, daba p�bulo a sus crisis, despertando multitud de sensaciones penos�simas, originando el meteorismo y las flatulencias que ponen el vientre tenso como un tambor, que producen la angustia y provocan los accesos de sofocaci�n, los fuertes latidos del coraz�n, las punzantes y embrutecedoras congestiones del cerebro [116.] . Si conocierais de lo que es capaz un pedazo de alimento que se digiere mal y que va trabajosamente abri�ndose paso al trav�s del intestino, por cuatro o seis largas horas, comprender�ais c�mo era posible que una mala digesti�n alterara el �nimo de aquel melanc�lico destructor, hasta el punto de mandar traer su propia hermana para fusilarla [117.]. A este respecto conozco cosas curios�simas y que pueden darnos la clave de las exacerbaciones que sufr�a Francia despu�s de comer; exacerbaciones que, bueno es
decirlo, no eran de ninguna manera atribuibles a excesos alcoh�licos sino a repercusiones del aparato digestivo sobre los centros encef�licos. Hay enfermos que inmediatamente despu�s de sus comidas y al levantarse de la mesa se tambalean como embriagados; otros experimentan un sentimiento de vaguedad, de vacuidad en la cabeza; o bien les parece que sus sienes son comprimidas con violencia por un c�rculo de hierro. Una penos�sima sensaci�n de fr�o glacial, una bruma densa que cruza los ojos deformando los objetos, les confunde y atormenta la inteligencia de una manera tenaz y violenta. Durante la evoluci�n de estos s�ntomas diversos, el disp�ptico puede todav�a experimentar una sensaci�n de ansiedad intensa en la regi�n cardiaca, sensaci�n que a veces se acompa�a de irradiaciones dolorosas que embargan todos los sentidos. Un grado m�s, y las lipotimias y los desfallecimientos le hacen perder totalmente la cabeza; siente algo que lo estrangula, que lo sofoca, que le detiene el coraz�n produciendo las constricciones agudas a que se han atribuido ciertas variedades de la angina de pecho. Y esto no es todo: hay dispepsias con repercusiones neurop�ticas tan acentuadas del lado de la sensibilidad, que hasta presentan anestesias extensas en diversas partes del cuerpo; anestesias que ocupan ya un punto, ya otro de la piel, las manos, los brazos y sobre todo la cara interna de los antebrazos. Tan grande es la par�lisis de la sensibilidad que se les puede pellizcar, pinchar fuertemente con una aguja hasta atravesarles el tegumento en todo su espesor, sin que muestren sufrimiento de ello. V�ase, pues, hasta d�nde lleva su influencia perturbadora el aparato digestivo. As� se comprenden f�cilmente las s�bitas impulsiones pasionales, las determinaciones inmotivadas y r�pidas que sol�an empujarlo en las horas inc�modas de sus digestiones siempre lentas y laboriosas. Verdad es que estos influjos nocivos se hac�an sentir sobre un cerebro presa ya de la Melancol�a; que estos s�ntomas, m�s que causas, eran epifen�menos de la misma enfermedad mental, puesto que es dif�cil (no digo imposible) que en una persona sin una fuerte predisposici�n anterior, act�en, con el vigor suficiente para producir por s� solos una enfermedad mental. Francia era melanc�lico hac�a ya mucho tiempo, y su dispepsia, fen�meno tambi�n inherente a la gota que lo aquejaba, no hac�a sino enardecer los s�ntomas de su psicopat�a [118.] . Cuando terminaba la comida, o mejor dicho, la cena, porque conserv� siempre entre sus h�bitos la proverbial "merienda" de los tiempos coloniales, comenzaba la noche; esa noche trist�sima sepulcral de una ciudad que gime bajo el peso de la tiran�a de un melanc�lico, que es la peor de las tiran�as. El silencio m�s absoluto se produc�a en todos los barrios y con �l empezaban a levantarse en el cerebro, como fuegos fatuos, todo ese c�mulo de agitaciones que daban p�bulo a sus insomnios. Si se mov�a la llama de la vela, agitada por el aire, parec�ale que alguien la hab�a soplado suave y diab�licamente para dejarlo a oscuras... y dejar a oscuras a un perseguido, a la hora en que comienzan a filtrarse al trav�s de las paredes y de las puertas los grupos grotescos de sus fantasmas, es lo m�s grave, lo m�s cruel que pueda acontecerle. Si chiflaba el pestillo de la puerta o cruj�a el mueble que se despereza hinchando sus miembros entumecidos, le parec�a que alguien le hab�a hablado, que lo llamaban, que lo chistaban o que se mov�an detr�s de �l cautelosamente. Eran s�ntomas evidentes de ese "delirio de las persecuciones" un tanto vago que padece este g�nero de melanc�licos, que lo asaltaban a esa hora, llen�ndole de temores y de angustias que nada justificaba. El mismo cerraba las puertas, revisaba con sumo cuidado sus habitaciones y hasta sus muebles. Pon�ase a escuchar ruidos que la soledad y el silencio de la noche hac�an pavorosos; aplicaba su o�do al ojo de la llave, revisaba bajo su cama, detr�s de las ropas contenidas en su armario y despu�s se acostaba para pasar el insomnio que la edad y su pantofobia depresiva y punzante le produc�an, con algunas intermitencias consoladoras, sin embargo. Por �ltimo, ciertos �mpetus de perseguido peligroso no tardaron en presentarse, y lo hicieron tan temible que ya no era posible ni mirarlo siquiera. No sabiendo una
pobre mujer c�mo acerc�rsele, se trep� hasta la ventana de su cuarto, y no s�lo fue encerrada en una prisi�n por este "acto tan sospechoso", sino que se busc� a su marido, completamente ignorante de lo que hab�a pasado, pero "probablemente complicado tambi�n en el infame complot", y se le encerr� con ella por tiempo indeterminado. Para evitar la repetici�n de un acto tan ultrajante para su propia dignidad y que sobre todo "parec�a encerrar intenciones tan mal�ficas como misteriosas", orden� que, en adelante, a toda persona que se le viera "mirar al palacio", fuera all� mismo fusilada: -Toma, le dijo al centinela; �sta es una bala para el primer tiro, y �sta -d�ndole otra- es para el segundo, por si yerras el primero; pero si yerras el segundo, puedes estar seguro que no te he de errar a ti el tercero [119.] . Conocida esta orden, la m�s triste soledad reinaba alrededor del palacio. Sin embargo, quince d�as despu�s, un indio Payagu� "mir�", al pasar, las ventanas sagradas, y el centinela le descerraj� un tiro, err�ndole felizmente. El dictador, asustado, sali� a la puerta y dio contraorden, "diciendo que �l jam�s hab�a ordenado semejante cosa", circunstancia que indicaba en su memoria una falla que fue para �l uno de los m�s crueles s�ntomas de decrepitud. Tanto m�s cruel, cuanto que antes su cerebro conservaba las impresiones y los recuerdos con cierta satisfactoria y pasmosa facilidad: el vigor de su memoria hab�a tenido fama entre los condisc�pulos, a punto de ser citado como un prodigio. Era, seg�n se afirma, uno de los ejemplares m�s correctos de esos "memoriones" de colegio que absorben como la esponja y que tragan sin rumiar, todo lo que se presenta a sus sentidos. La atrofia de esta facultad, que a pesar de su vigor no le absorb�a sin embargo el resto de sus fuerzas cerebrales, fue una de las lesiones que m�s influyeron en su decaimiento mental ulterior, ech�ndolo en las mil contradicciones sangrientas que son conocidas. Ya en los primeros meses del a�o 28 hab�a comenzado a disminuir sus salidas. Poco despu�s se encerraba en sus piezas semanas enteras y no lo ve�an - o mejor dicho, s�lo le o�an, porque sin dejarse ver daba sus �rdenes por una rendija de la puerta- sino el m�dico Estigarribia, Pati�o algunas veces y la vieja que le llevaba la comida. Por esa �poca fue que su �spera melancol�a lleg� a su colmo. Cuenta el mismo Estigarribia que en algunas ocasiones se le o�a hablar solo, pasearse tr�mulo, agitado, y gritar como si hablara delante de alguien a quien insultara: "�A la horca! �al pat�bulo! �al calabozo!, �miserable!". Un d�a que esta agitaci�n lleg� a su m�s alto grado, se le vio salir a los corredores y, sin duda en un acceso de delirio alucinatorio, gritar desaforadamente e insultar con palabras soeces al Sumo Pont�fice [120.] , por quien dec�a tener el m�s profundo desprecio. Fue entonces que las ejecuciones, las prisiones y los tormentos aplicados en la c�lebre "C�mara de la Verdad" tomaron todo su car�cter feroz. La tortura fue aplicada con un lujo de detalles diab�licos; las delaciones se multiplicaron y los fusilamientos, in�tiles, pero necesarios para la satisfacci�n exigente de sus caprichos, se hicieron diarios y acompa�ados de circunstancias lamentables. La "C�mara del tormento", la m�s sat�nica y maligna invenci�n de su ingenio, no cesaba de trabajar: aquellas torturaciones met�dicas, que aplicaban a la inocencia sus dos lobos favoritos, abr�an una v�lvula saludable a su sa�a. Como las noches de insomnio se hab�an hecho frecuentes, hab�a que proporcionarse alguna distracci�n "melanc�lica", cualquier "suave" derivativo que amortiguara la explosiva espontaneidad de esa ideaci�n morbosa que lo molestaba tanto, y que es tan activa y atropellada en las cabezas que no tienen el supremo consuelo de la tregua org�nica que proporciona el sue�o. Era la C�mara una instituci�n triste, tan b�rbara como eficaz para la consecuci�n de sus crueles prop�sitos; destinada a arrancar, por medio de mil procedimientos doloros�simos, revelaciones de imaginarias conspiraciones y asesinatos. Se puede creer, y con mucho fundamento a mi juicio, que en sus sue�os o tal vez por efecto de alucinaciones perfectamente concebibles en este caso, el Dictador adquir�a las
sospechas y a�n la certidumbre de los hechos que lo induc�an a aplicar el tormento a determinadas personas, con tanta crueldad como notoria injusticia. Esto es posible, pues, seg�n lo afirman algunos alienistas, puede suceder en individuos amenazados de enajenaci�n mental y en los que Las�gue, con su acostumbrada exactitud de clasificaci�n, ha llamado "cerebrales". Son personas dispuestas a los trastornos mentales por vicios hereditarios o adquiridos en alg�n accidente traum�tico lejano, que tienen un tinte especial en sus crisis, incompletas, irregulares y medio frustradas, pero no por eso menos evidentes. El curioso fen�meno a que me refiero lo designan con el nombre de "sue�os m�rbidos", porque el estado equivoco de las facultades intelectuales hace que los incidentes infinitos del ensue�o se tomen como cosas reales, dando este resultado que tiene mucho de rid�culo, si no fuera algunas veces terrible. As� se ve que se resientan de una injuria recibida en el sue�o y obren en consecuencia; que manden cobrar dinero prestado y se enfurezcan cuando les niegan el pr�stamo; y que vivan por largo tiempo profundamente disgustados con individuos a quienes "los han visto" cometer acciones indecorosas que todo el mundo ignora. Falta en ellos el control de la raz�n, que atestigua la falsedad de la afirmaci�n patol�gica. Es veros�mil que Francia tuviera estos sue�os m�rbidos, dada su enfermedad mental, y que en muchas ocasiones fueran sometidas a los m�s crueles tormentos personas completamente inofensivas, pobres cuitados que huir�an hasta de pensar mal del Dictador. Los sue�os de los "cerebrales" son terribles cuando se producen en una organizaci�n tan profundamente melanc�lica como la suya, porque son un incentivo l�gubre y poderos�simo que revuelve el cieno, dando un extraordinario poder de infecci�n a todo ese "parasitismo" moral que est� como so�oliento e inactivo en el fondo oscuro donde germina. Cuando la enfermedad est� ya declarada no son sino un resorte sensible que determina con toda seguridad la explosi�n de las crisis. Durante los fuertes calores de Diciembre y Enero del a�o 28, no pasaba una noche sin que se aplicara el suplicio en el "cuarto del tormento" [121.] . La alta temperatura de la estaci�n y la marcha natural de su enfermedad lo hab�an puesto m�s hura�o a�n: los rasgos profundos de su fisonom�a, m�s que nunca contra�da y apretada, expresaban con suma viveza esa suprema ansiedad que lo arrastraba a sus trasportes man�acos. El labio inferior estaba ya pendiente, medio ingobernable y como fuliginoso; la mirada h�meda y con ciertas vaguedades indefinidas que le hab�an dado un aspecto ali�nico tan caracter�stico, que el mismo Estigarribia, seg�n lo expres� despu�s, lleg� a temer que el "Supremo" terminara sus d�as en un acceso de locura. Sus desordenados mon�logos se hab�an hecho m�s frecuentes y en las rar�simas ocasiones que sal�a a los corredores se le ve�a accionar con violencia, pase�ndose con trabajo, levantando una voz agria y cascada, pararse s�bitamente y con los ojos tr�mulos mirar afuera largo rato, como si observara en la vaguedad del espacio un objeto s�lo para �l visible. Sus ideas, fruto de l�gubres y continuas meditaciones, aunque m�s escasas por la degeneraci�n que necesariamente experimentar�a el cerebro en esa �poca de completa decadencia org�nica, eran m�s sombr�as, m�s tristes, m�s extra�as a�n, si es posible. As� es que la creciente taciturnidad de su humor hab�a introducido en los castigos ciertas modificaciones originales de acuerdo con sus extravagantes necesidades afectivas. Las ejecuciones ya no se verificaban lejos de �l, sino en su misma presencia, a treinta varas de su puerta [122.] . El, con su propia mano, repart�a a los pelotones los cartuchos y miraba desde su ventana la manera como ultimaban a bayonetazos a los reos que no hab�an podido morir a bala. Los cad�veres deb�an permanecer frente a las ventanas durante el d�a; y se le ve�a, con bastante frecuencia, asomarse y permanecer largas horas mir�ndolos fijamente, como para "saciar sus ojos en esa obra de muerte y proporcionar diab�lica satisfacci�n a sus inclinaciones mal�ficas" [123.] . �Qu� pavor no inspirar�a aquella figurita enjuta, encorvada y temblorosa, asom�ndose a los balcones a ciertas horas de la noche, para darse el placer, placer de melanc�lico, de contemplar cad�veres abandonados all� con ese �nico prop�sito! Estos espect�culos eran sus platos favoritos, extra�amente estimulantes
y adecuados de una manera admirable a la torpeza enfermiza de su paladar de viejo decr�pito y de hipocondr�aco homicida y empecinado. Cuando los accesos se repet�an con cierto car�cter de agudeza alarmante, se encerraba en su dormitorio por cuatro o seis d�as sin ocuparse de nada, o descargaba sus furores sobre las personas que lo rodeaban. Entonces los empleados civiles, los oficiales y soldados, todos eran igualmente maltratados por su mano y por su boca, tan soez como no es posible imaginarlo. Vomitaba injurias y amenazas contra supuestos enemigos y era en aquel momento cuando hac�a ejecutar, con una sa�a inconcebible, sentencias y arrestos injustos, e impon�a los m�s crueles y severos tormentos hasta el punto de mirar como una bagatela las condenaciones numeros�simas que le dictaba su mal humor [124.] . Para hacer a�n m�s l�gubre su figura, resolvi� que el tormento �s�lo se aplicara de noche! Las puertas de la "C�mara de la Verdad", abiertas ex profeso, dejaban escapar mil quejidos lastimeros, gritos desfallecidos, imprecaciones de ira, si es que a�n quedaba en el Paraguay alguna garganta con el vigor suficiente para lanzarlos. Bien sab�an los que escuchaban, ateridos de miedo y transidos por un terror que ninguna pluma describir� jam�s, que all� se purgaban los pensamientos her�ticos y se satisfac�an con lasciva las ansias sanguinolentas de aquel implacable disp�ptico. En un cuarto del antiguo Colegio de Jesuitas hab�a instalado la famosa instituci�n. Un largo catre atravesado por un trozo de madera, sobre el cual descansaba el vientre, recib�a a la v�ctima, que, echada boca abajo, era amarrada de pies y manos, las nalgas y las espaldas desnudas, el pescuezo agobiado por una enorme piedra y la cabeza colgando y envuelta en un poncho, que se transformaba en dogal cuando la garganta incomodaba con sus gemidos inoportunos. Ni un grito, ni un espasmo, "ni uno de esos movimientos de c�lera que abrevian el suplicio o que lo levantan d�ndole el car�cter de un combate. Despedaza sim�tricamente a su v�ctima; la divide y la subdivide infligiendo un dolor elegido a cada miembro, una convulsi�n especial a cada fibra". Al lado del catre dos colosales Guaycur�es, con unas manos chatas y espesas, manejaban como plumas unos l�tigos de "vergas de toro", previamente sobados, seg�n un procedimiento propio, por medio del cual les restitu�an la flexibilidad que el uso y la sangre les hac�an perder. Aquellas dos bestias, humanizadas por la estaci�n b�peda, eran como dos ruedas locas que no cesaban de funcionar una vez puestas en movimiento, hasta que Pati�o o Bejarano los sacaban a empujones del lado del catre. Pati�o y Bejarano eran los jueces, y aunque compart�an con los indios sus rudas funciones, lo hac�an, naturalmente, con cierto arte maligno, porque apuraban el sufrimiento sin producir aquellas muertes inoportunas que arrebataban a los verdugos la mitad de su jornal de aguardiente y privaban al Dictador de su parte de gemidos y lamentos. Para inventar suplicios atroces, ten�an -como dice Paul de Saint-Victor-, la "fantas�a perversa de esos tiranos italianos a quienes bien se les pod�a llamar los artistas de la tortura". En el cuarto inmediato estaba Francia devorando los instantes en anchos paseos, cuando los engorrosos procedimientos para asegurar al reo retardaban las ejecuciones apetecidas [125.] . All� escuchaba �l los ayes que le acariciaban el o�do, produci�ndole aquel rictus de tet�nico agonizante, tan peculiar de su fisonom�a ba�ada en esos instantes por la satisfacci�n de una venganza cumplida usurariamente. La v�ctima sudaba sangre por las espaldas y las nalgas ulceradas, y cuando el dolor horrible, intens�simo, le produc�a el s�ncope, Pati�o pasaba al cuarto inmediato a dar cuenta al Dictador que resolv�a lo que deb�a hacerse: si continuar el castigo hasta que muriera, o si cesaba la tortura, vista su completa inutilidad. Otro s�ntoma, que molestaba enormemente su susceptibilidad rabiosa y que ayuda eficazmente al diagn�stico, eran sus "insomnios tenaces" [126.] . Perturbando las condiciones f�sicas de la circulaci�n e inervaci�n, y produciendo un estado permanente de hiperemia en el cerebro, se hab�an deteriorado de una
manera profunda sus funciones nutritivas. Dos, tres y aun ocho d�as pasaba durmiendo una hora, y cuando por un esfuerzo supremo consegu�a conciliar el sue�o, se ve�a atormentado por ensue�os y pesadillas penosas que le hac�an aborrecer la cama y daban a sus empujes melanc�licos un tinte a�n m�s oscuro que de ordinario. Y cuentan los que sobrevivieron, que una noche de insomnio costaba m�s al Paraguay que veinte conspiraciones; porque sus vigilias forzadas, determinando las tenaces congestiones que son sus consecuencias indispensables, fomentaban la recrudescencia de sus crisis. As� vivi� durante much�simos a�os, hasta que s�ntomas evidentes de "par�lisis" le anunciaron el decaimiento completo en que hab�a ca�do su cuerpo. En estas alternativas de car�cter y de humor fant�stico, aguijoneado por las punzantes sospechas que le inspiraba su incurable neurosis, y en el ejercicio constante, inflexible, de un despotismo melanc�lico, Francia lleg� a los noventa a�os. No se alarmaron los signos de su enfermedad final, y a pesar del debilitamiento progresivo de sus fuerzas y a�n de sus facultades intelectuales, laceradas por hondas grietas, sigui� gobernando imperturbable, r�gido como en los primeros a�os de su dictadura. A medida que su mal aumentaba, sus �rdenes se hac�an m�s caprichosas, m�s violentas y extravagantes. Ultimamente su memoria funcionaba apenas; su palabra se hac�a cada vez m�s dif�cil y torpe y medio balbuciente, como que un lento derrame iba paulatinamente comprimiendo la superficie del cerebro: "l'intelligence atrophi�e s'affaiblit et expire par degr�s, la b�te survit seule". Por fin, el veinte de Septiembre de 1840 hizo bruscamente irrupci�n una "apoplej�a", mat�ndole en pocas horas: la Melancol�a se hab�a convertido en demencia, t�rmino habitual de esta forma. Mor�a seg�n la predicci�n que Swift hab�a hecho para s�: "comme un rat empoisonn� dans son trou". S�lo Estigarribia, su m�dico, y "Sult�n" su amigo interesado, rodearon su cama en ese momento supremo. Estigarribia rezaba con el fervor y la sinceridad que le eran peculiares; "Sult�n" ro�a un hueso con la m�s profunda indiferencia. r III. Sus �ntimos y sus c�mplices A pesar del aislamiento claustral en que viv�a aquel gran mis�ntropo, le rodeaban cierto n�mero de favoritos, que constitu�an, dir� as�, su Corte. Pero era una Corte peculiar�sima, �nica en su g�nero, y que colma la medida de las singularidades humanas. Ten�a sus chambelanes oficiosos como la corte c�lebre de Tourney, su m�dico, sus letrados, sus pajes, y lo que es a�n m�s raro dentro de la probidad gen�sica proverbial que tanto contribuy� a exaltar su cerebro, sus damas; unas gorgonas trigue�as y verdosas que s�lo en las polleras revelaban su sexo y que prolongaron los a�os de su larga vida por la atrofia de sus funciones gen�sicas. La Corte era reducida, pero selecta en cuanto a la especialidad de sus ejemplares, reclutados en la clase m�s �nfima de su pueblo. Era una nobleza como la de los pr�ncipes de Napole�n I, a qui�n �l trataba de imitar por medio de un sombrero de lastimosas dimensiones; una nobleza de origen completamente sucio y plebeyo, que completa de una manera notable la t�trica sintomatolog�a de su neurosis. Dragoneaba de Comandante de la Guardia encargada de cuidar la sagrada persona, un capit�n de milicias, que, queriendo explicar a sus subordinados lo que era la libertad y no encontrando en su cabeza una definici�n satisfactoria, concluy� por decirles que "era la fe, la esperanza, la caridad y el dinero". Ten�a su cardenal en el Provisor o Vicario General que gobernaba la di�cesis y por conducto del cual prohibi� las procesiones y el culto nocturno, temeroso de que dieran lugar a reuniones sospechosas. Sus pajes, en dos negrillos mal entrazados y medio raqu�ticos, con los huesos contrahechos por alguna di�tesis hereditaria, a quienes hac�a azotar diariamente con uno de los altos signatarios de la Corte. Su m�dico, o mejor dicho, su nigrom�ntico, dada la talla peque�a y el aspecto
misterioso y cabal�stico del inolvidable Estigarribia, cuyas manos, como manojos de zarzaparrilla, eran las �nicas que ten�an la piadosa misi�n de preparar la p�cima de "duraznillo", con que el Dictador se purgaba semanalmente. Hab�a un heraldo en calzoncillos y camiseta colorada; singular heraldo, por cierto, cuyas funciones m�ltiples de verdugo y barbero desempe�aba un chino de proporciones monumentales, llamado Bejarano; hombre de maneras brutales, de larga barba, cabeza peque�a con las l�neas y las estrecheces de un cretinismo acentuad�simo y una mano de canalla, ancha, espesa y de agilidad sorprendente para manejar la "verga" que hac�a hablar a los delincuentes en aquella triste "C�mara de la Tortura". Bejarano gozaba en alto grado ante el Dictador esa privanza depresiva y humillante que ten�an con �l todos sus coadjutores. Era una especialidad para los azotes y se preciaba de poseer como ninguno el arte dificil�simo de azotar a la v�ctima produci�ndole enormes sufrimientos sin que perdiera el sentido. Cuando, excepcionalmente, alguna sensibilidad demasiado reaccionaria ca�a bajo sus manos y el paciente se desmayaba, Bejarano tomaba con rabia el hisopo empapado en "salmuera y orines", y con ojo de chacal vengativo se lo pasaba groseramente por la llaga sangrienta que le hab�a abierto su poca maestr�a. En una palabra: era una mezcla maligna de Guaycur� y de gitano, con rasgos pronunciados de ese atavismo simio, que se revelaba en su ardor inmoderado por los placeres sexuales. Estigarribia era el m�s alto "privado" de Francia. Cierto secreto y misterioso respeto hac�a que el Dictador lo mirara con una benevolencia artificial, hija del miedo que naturalmente le inspiraba la idea de que aquel hombre ten�a su vida entre las manos. Aquel pobre taumaturgo, que ni leer bien sab�a, era el m�s bello ejemplar de la ciencia m�dica de la colonia; un dign�simo hijo intelectual del "f�sico" Comellas; un jir�n de la posteridad pavorosa del bachiller Baz�n, aquel encarnizado protom�dico que no dej� vivo ni uno siquiera de los alcaldes y regidores santiaguinos que cayeron en sus manos mort�feras. Estigarribia era un hombre �ntegro y de una bondad moral a prueba de todas las tentaciones. Su alma sin doblez, y casi dir�a candoroso, no sinti� jam�s la fascinaci�n del asesinato impune que pod�a haberlo llevado f�cilmente a librarse de Francia por medio de una p�cima cualquiera. Ten�a un aspecto grave, reposado, casi venerable: unas patillitas cortas y f�ciles salpicadas abundantemente de canas y una de esas fisonom�as transparentes al trav�s de las cuales se descubre sin gran trabajo hasta el �ltimo repliegue del esp�ritu. Hablaba poco, como conven�a a su regio "cliente", y a pesar de que cultivaba cordiales relaciones con el pueblo, no se le conoc�an amistades estrechas con nadie. Era un hombre, o mejor dicho, una miniatura de hombre, peque�o, enjuto y reducido, aunque muy proporcionado: ten�a un cuerpecito de ni�o raqu�tico, con prominencias y gibosidades en la espalda, y un cuello corto y flaco terminado en un cr�neo voluminoso para tan precaria estatura; pero un cr�neo inteligente, con frente amplia y con mucha luz en los surcos y en los rasgos, que eran hondos y sinceros como que reflejaban con toda la ingenuidad de la l�nea la superficie mansa y tranquila de un coraz�n irreprochable. Debi� ser un esp�ritu de una viveza nada com�n por el movimiento que revelaba su fisonom�a. Pero de una viveza pasiva, poco bulliciosa y sin el car�cter fosforescente y movible con que se revela en los nativos esta especie de "temperamento intelectual" que tanto se confunde con la inteligencia verdadera. Ten�a ojos claros, sumamente claros, y metidos como dos anteojos en unos rodetes formados por la piel lisa de la frente y por el p�rpado inferior abultado y oscuro. Una boca grande, un cabello poco abundante, suave y con pretensiones de ensortijado y dos orejas largas, anchas, que parec�an robadas a alg�n gigante mitol�gico, completaban el rostro del inolvidable y benem�rito D. Vicente, el m�s conspicuo "consular" de la Corte de Francia. Cuando sal�a a sus quehaceres profesionales, montaba en un peticito lobuno; y con los pies fuera de los estribos y las piernas pendientes y agitadas por el movimiento que le oprim�a el trotecito revoltoso del petizo, recorr�a todos los cuarteles haciendo precipitadamente sus visitas y retir�ndose otra vez a esperar las �rdenes del Supremo. No hab�a, por supuesto, tocadita del pulso, ni siquiera
por f�rmula, y la auscultaci�n no se sospechaba; ni a�n la prehist�rica observaci�n de la lengua, sin la cual no hay para el vulgo medicina posible. Hab�a instinto: la clarividencia sintomatol�gica que ilumina el raro buen sentido del curanderismo y que se adquiere a los treinta o cuarenta a�os de una pr�ctica diaria y constante. D. Vicente curaba -esto es indudable- y curaba, all�, con m�s �xito que cualquier m�dico ilustrado, porque a su tino nativo reun�a el conocimiento profundo, aunque emp�rico, de las enfermedades propias del clima y de las yerbas medicinales abundant�simas con que la naturaleza ha enriquecido aquel suelo. Viv�a en su botica completamente sustra�do a todo contacto vulgar. Y s�lo, cuando ciertas mortificantes dolencias atacaban al Dictador, se le ve�a salir r�pido como una ardilla y entrar al palacio, meti�ndose hasta el dormitorio mismo del C�sar, no sin grande y profunda admiraci�n de parte del pueblo, para quien aquel privilegio inaudito ten�a algo de sobrenatural. Las lavativas variadas y m�ltiples, los sudores profusos producidos por la aglomeraci�n asfixiante de enormes pilas de cobijas y la sangr�a repetida "jusque ad animi deliquium" como dec�a el divino Celso, constitu�an el fundamento invariable de su terap�utica casi milagrosa. Aquel hombre hac�a prodigios con esos tres �nicos recursos, y seg�n la tradici�n de su pueblo, tal vez un poco ben�vola, el tristel, sobre todo, operaba entre sus manos las maravillas del unto m�gico de Paracelso. Pensaba como Voltaire, a quien, in�til parece decirlo, no conoci�, que las personas "col�doco corriente y entra�as aterciopeladas", son dulces, afables, graciosas, mucho m�s complacientes y desenvueltas que el pobre constipado, eterna v�ctima de su propia inercia intestinal. Francia padec�a habitualmente de una constipaci�n tenaz; constipaci�n que ten�a para �l la doble molestia de repercutir fuertemente sobre sus facultades cerebrales y de alejarlo de Napole�n I, que gracias a una tisana c�lebre de Corvisart, y por una erupci�n cr�nica del cuello, ten�a que conservar siempre flojo su vientre. Largas y profundas meditaciones costaba a Estigarribia esta irregularidad intestinal. Hab�a ensayado todo su arsenal terap�utico sin encontrar la "tisana imperial" que lo librara de las exigencias apremiantes de su impaciente amigo. Y como �l sab�a la rec�proca influencia que tienen las afecciones morales y las constipaciones del vientre, se quemaba el cr�neo buscando la soluci�n del problema supremo, sin salir de su singular farmacopea. Aquella mortificaci�n, tan degradante para Francia, exig�a un pronto remedio. La frecuencia con que se presentaba este t�trico malestar, que tanto prolongaba sus ansias melanc�licas, lo hac�a por momentos m�s exigente con su m�dico, que en cierta ocasi�n hubo de ser expulsado "por ignorante y bribonazo". Esto �ltimo aconteci� sin duda, porque Francia, a pesar del temor supersticioso que le ten�a, se hab�a permitido, un d�a de "crisis", sondear los alcances del m�dico, convenci�ndose, muy a pesar suyo, que toda su ciencia no alcanzar�a jam�s a proporcionarle el �ntimo placer de parecerse a Napole�n I, ya que no en la cabeza, por lo menos en el sombrero y en la envidiable regularidad de su intestino. Y es probable que esta �ltima circunstancia, tanto como las molestias de la enfermedad, influyera para exigir con tanto apremio su tratamiento definitivo. Francia ten�a la ambiciosa pretensi�n, hija de ese vago delirio de las grandezas que se descubre en muchos de sus actos, de parecerse a ese grande hombre en su figura y aun en su genio maravilloso. Ten�a en el gabinete una caricatura de Nuremberg representando a su h�roe, y a la que tom� de buena fe como un excelente retrato, hasta que el suizo Rengger le explic� la inscripci�n alemana que ten�a debajo. La idea de completar el traje de corte con un enorme y rid�culo el�stico cruzado, le provino de este dibujo en el cual se hab�a pretendido ridiculizar a Bonaparte exagerando las dimensiones de su sombrero [127.]. Al lado de Estigarribia, y como persona conspicua tambi�n, estaba el "fiel de fecho", especie de vampiro capaz de sorber la sangre de su propia madre, y que ten�a como Bejarano funciones m�ltiples de delator, de juez, de secretario y
esp�a. Este personaje peculiar�simo a quien Francia llamaba su "Sancho Panza", y que por la universalidad de sus aptitudes desempe�aba tambi�n el rol de buf�n, ocupaba en el palacio un lugar preferente despu�s del m�dico. Hac�a las veces de secretario cuando no se trabajaba en la "C�mara de la Verdad" o cuando los ratos fugaces de buen humor del Supremo no le llamaban a desempe�ar sus funciones est�pidas de juglar. Recib�a los informes, las solicitudes y todos los papeles que ven�an "dirigidos al gobierno", teniendo especial cuidado, seg�n orden recibida, de rechazar con una amenaza todo documento que no trajera el consabido "S. E. el Excmo. Dictador Supremo del Paraguay". Con otra circunstancia m�s y por cierto curiosa: que el peticionario no deb�a poner la fecha sino dejar al Dictador que la pusiera con su propia mano. Cuando el "fiel de fecho" escrib�a el dictado de S. E., deb�a hacerlo sin mirarle a la cara, sin hacer preguntas impertinentes y "con los pies desnudos", pues seg�n las extravagantes concepciones de aquel singular fisi�logo, el calor de los botines acumulaba en los pies la sangre que para funcionar regularmente necesitaba la cabeza. Pati�o (as� se llamaba este cortesano original), aunque con menos angulosidad, ten�a la misma estructura moral de Bejarano. Era, seg�n creo, un criollo de origen espa�ol, pero sin la mezcla nociva del toba, que daba al "heraldo" su ferocidad nativa y ese refinamiento caracter�stico que manifestaba en la aplicaci�n art�stica del tormento. Pati�o ten�a una alma negra y con las dobleces necesarias para llegar hasta Bejarano, pero pasiva, morosa y sin la inventiva maligna de aqu�l. Era feroz por contagio m�s que por organizaci�n. Pose�a las aptitudes de un lego inquisidor embrutecido en el ejercicio diario del tormento, pero no la espontaneidad dispuesta y fecunda del "mazorquero" refinado, que inventaba para toda v�ctima y para cada caso particular una tortura especial. Era malvado, m�s que por inclinaciones enfermizas, de puro bruto e ignorante, parec�a una reproducci�n humilde y un tanto degradada de Facundo, en quien no hab�a enfermedad sino el salvajismo impulsivo y la �spera rusticidad del hombre primitivo. Seguramente que de su cerebro perezoso no hubiera brotado jam�s el "deg�ello a serrucho" o las mutilaciones lentas por el cuchillo mellado, que, trasplantadas al Paraguay, hubieran hecho las delicias de Bejarano. Todo el aspecto f�sico de la persona, y hasta la misma inercia de su fisonom�a, pon�an de manifiesto su estructura interna. Era de cortas proporciones, regordet�n y vasto de espaldas como conven�a al hom�logo de Sancho. Un cuello espeso y corto, de esos cuellos caracter�sticos que viven solicitando apoplej�as; y unas piernas cortas y abiertas por la acumulaci�n exorbitante del tejido adiposo. Unas piernas columnarias, enormes y de una agilidad tan dudosa que el mismo Francia se serv�a de ellas para establecer un t�rmino de comparaci�n: "para darles a estos pueblos, dec�a, las libertades que ellos quieren, es necesario andar con las piernas de Pati�o". En su cara redonda e imberbe, con los enanchamientos laterales propios de las personas glotonas, manifestaba dos rasgos profundamente expresivos y que se abr�an paso al trav�s de la grasa que la hac�a informe: el arco superciliar grueso y redondo como la piel de un paquidermo, formando esa cubierta espesa detr�s de la cual se esconde, para mirar a mansalva, el ojo de los p�caros; y una pupila peque�a pero con una fosforescencia inquieta y sumamente elocuente. El "fiel de fecho" ten�a entrada a toda hora en el palacio y en todos sus departamentos, menos al dormitorio del Dictador, donde s�lo la modesta, aunque ancha planta de Estigarribia, pod�a pisar. El gabinete era la sala destinada a la recepci�n de los grandes "dignatarios". All� concurr�an Pati�o y Bejarano asiduamente, y de cuando en cuando, el comandante de la "Guardia Imperial" a recibir las �rdenes supremas. All� tambi�n era donde el entusiasmo y la supersticiosa veneraci�n que profesaban al amo tomaba su alt�simo vuelo. En presencia de aquellos viejos vol�menes de Voltaire, de Raynal y del abate Rollin dotados, por el solo hecho de ser libros, de un prestigio sibilino, su fama de sabio crec�a y se hinchaba en la imaginaci�n de esos pobres patanes. El globo celeste en que el Dictador estudiaba, y en cuya
contemplaci�n respetuosa se pasaban las horas enteras mirando como dos aut�matas aquellas extravagantes "figuritas", los hab�a persuadido que Francia conoc�a por el estudio de las constelaciones los m�s rec�nditos designios del coraz�n humano. Y si no era as� �qu� significaban aquellos globos misteriosos, aquellas observaciones estelares a altas horas de la noche, aquellos �xtasis astron�micos en que los sorprend�a la aurora mirando "p� arriba", seg�n la observaci�n de uno de sus chambelanes? Los escasos instrumentos de matem�ticas, las cartas geogr�ficas y un antiguo cuadro de osteolog�a en que los esqueletos parec�an pr�ximos a desprenderse de la pared, completaban esta idea de la suprema omnipotencia del Dictador. Para la �poca y para el pa�s en que vivi�, pod�a consider�rsele a Francia como un hombre de vast�sima ilustraci�n. Pose�a bien el franc�s, ten�a nociones generales y bastante adelantadas de agricultura, geograf�a, bot�nica y �ltimamente cuando por su evoluci�n natural la enfermedad tom� vuelo, aumentando su intolerable desconfianza, aprendi� ingl�s, solo, y con una paciencia de benedictino. Y lo aprendi� para poder leer los pasaportes que ven�an escritos en ese idioma; con la �nica ayuda de una vieja gram�tica que pose�a en su biblioteca. Toda su corte se compon�a de ejemplares como Bejarano y Estigarribia. Hab�a tenido el cuidado de arrojar de su lado todo lo que ten�a de honorable y de sano la Asunci�n. Sus comandantes y sus jueces, los celadores y los alcaldes, eran de la hez del bajo pueblo. Los empleos de jueces y de sus asesores estaban desempe�ados por personas igualmente ignorantes y r�sticas, que no ten�an otro c�digo que el m�s o menos buen sentido con que los hab�a dotado la naturaleza [128.] . Bajo el antiguo r�gimen eran nombrados de entre los grandes propietarios y negociantes ricos, interesados en dejarse dirigir por gentes instruidas, pero Francia invirti� este orden porque ten�a horror a la gente decente, a quien trataba con el duro rigorismo de un sistem�tico atrabiliario. Para la pr�ctica de su extra�a penalidad, ten�a en toda esta gente fieles ejecutores que se disputaban el honor de cumplir con exceso sus �rdenes. Seg�n la naturaleza del delito, y a menudo seg�n el humor en que se encontraba, resolv�a inmediatamente sin haber o�do ni aun visto al acusado. Los cr�menes de estado, el contrabando, los robos en los caminos y finalmente las tentativas de evasi�n eran juzgados directamente por �l y entra�aban de ordinario la pena de muerte, que era ejecutada sin dilaci�n. En la categor�a de los cr�menes de estado, comprend�a "toda acci�n, toda palabra, que seg�n su humor sombr�o y caprichoso, encerrara alguna ofensa a su autoridad. Y esto no s�lo en su propia persona, sino tambi�n en la de sus empleados y allegados; de manera que la gente decente, para no ser tratada como traidora a la patria, deb�a sufrir sin exhalar una queja las mil vejaciones de todos los instrumentos m�s serviles y subalternos del despotismo de aquel hombre" [129.] . Sus secuaces mismos no escapaban a sus excesos cuando los vapores de su melancol�a, llena de impulsos y de impaciencias, le embargaban los sentidos. La m�s leve falta, la m�s vaga sospecha de una tentativa sobre su persona, lo arrojaban en mil ansias y transportes peligros�simos. As�, una mujer del pueblo que, no sabiendo c�mo hablarle se hab�a aproximado a la ventana de su gabinete, fue enviada al calabozo en castigo de tan inaudito atrevimiento. Y fue tal la impresi�n que caus� esto sobre su �nimo desconfiado que, la supuesta falta de respeto, lo oblig� a encerrarse por muchos d�as, dando origen a aquella singular orden a que me he referido en el cap�tulo anterior. La orden corri� de boca en boca por todo el pueblo, y desde entonces los transe�ntes pasaban con la vista fija en el suelo sin atreverse a mirar el palacio. Cuando sinti� que su pie pisaba sobre terreno firme, inconmovible, y vio que le obedec�an sin restricciones, y que sus m�s pueriles caprichos eran �rdenes supremas para todos, su esp�ritu enfermo, traqueado y privado de la derivaci�n provechosa que le proporcionaban sus m�ltiples ocupaciones, se hizo m�s atrabiliario a�n, m�s inaccesible que antes. La desconfianza lleg� a tal punto que no s�lo estudiaba las cuentas de la administraci�n, sino que examinaba con escrupuloso cuidado hasta los m�s insignificantes asuntos dom�sticos. La comida,
el pan, los cigarros que fumaba eran objeto de constantes sospechas habi�ndose impuesto, en consecuencia, una frugalidad penosa que a menudo lo privaba de ciertos placeres a que era sumamente afecto. Ten�a a su lado, y con ciertas prerrogativas, una vieja esclava que le arreglaba su cama, limpiaba su ropa y corr�a con todo el movimiento de la casa. Era una vieja harp�a que participaba en algo de la reclusi�n conventual y de las extravagancias de su amo. No se asomaba jam�s a la calle ni la ve�a nadie, temerosa de que la hicieran part�cipe del odio que le profesaban a �l. Cuando las medicaciones inocentes de Estigarribia no daban el resultado apetecido, parece que la vieja H�cate recurr�a a sus untos m�gicos y aplicaba con �xito ciertas fricciones anodinas en las piernas gotosas y doloridas "del Gobierno". Esta mujer y el viejo herbolario eran los �nicos que gozaban de aquel singular privilegio. A la sirviente las unturas y las pomadas, a Estigarribia la terape�tica interna que requiere algo m�s que buena voluntad y manos suaves y avezadas. Francia ten�a por esa vieja cierta benevolencia que se atribu�a a su gran influjo en "la corte"; as� es que a menudo se ve�a asediada con solicitudes y empe�os, que se guardaba bien de hacer, temiendo sus iras ol�mpicas y peligrosas. Sobre la larga mesa en que el Supremo, provisto de la tiza y de un par de tijeras, demostraba a sus sastres la cantidad de pa�o que le robaban [130.] , la vieja confidente iba colocando todos los objetos que enviaban al palacio: grillos, cerraduras, calzones, kep�es, muestras de comestibles de los almacenes del Estado, etc. Esto, y la autorizaci�n para emitir juicios m�s o menos aceptables sobre las costuras de la ropa que se cos�a para el ej�rcito, eran las dos �nicas funciones p�blicas que desempe�aba. A sus �rdenes, aunque gozando de cierta bulliciosa independencia que despu�s le cost� la vida, estaba el negro "Pilar", personaje popular y fat�dico por las estrechas vinculaciones que ten�a con Francia. Pilar desempe�aba el papel de "valet de chambre", y dir�ase mejor, de sombra del Dictador, porque era inseparable de su persona. Era un negrito como de diecisiete a�os que se ocupaba en corretear por las calles de la Asunci�n espiando y robando impunemente en las tiendas y casas de familia, donde forzosamente ten�a que ser bien recibido. Aquel hombre atrabiliario se hac�a contar por �l historias picantes en las cuales figuraban como protagonistas personas conocidas del pueblo, a quienes ridiculizaba con un sarcasmo grosero. El negro le llevaba noticias y detalles satisfactorios sobre la vida de las familias espiadas por el gobierno; lo sentaba a su mesa y compart�a con �l su comida, m�s por experimentar "in anima vili" ciertos platos sospechosos, que como prueba de aprecio y de confianza. En los escasos d�as de buen humor, el viejo C�sar pasaba sus largos ratos de solaz oyendo sus bufonadas y despachando con extra�a benevolencia las solicitudes y empe�os que introduc�an por sus manos algunos litigantes desesperados que explotaban la codicia del negro. En sus largas conversaciones Pilar se permit�a licencias cuya tolerancia nadie se explicaba. S�lo la naturaleza caprichosa del Dictador y su buena disposici�n de �nimo, en algunos d�as de lasitud cerebral, pod�an explicar los graves abusos que comet�a, condimentando con palabrotas y obscenidades sus pl�ticas estrafalarias. Pero un d�a las licencias de Pilar llegaron, sin duda, a un grado disgustante. El viento del Norte, seco y molesto, sopl� recio y los nervios del S�trapa octogenario, crisp�ndose m�s que otros d�as, levantaron la marea y produjeron m�s negra y m�s destructora que nunca su tenaz melancol�a. Se le vio salir a la puerta llamando a grandes voces al oficial de sus guardias y darle orden de que sacara al negro y lo fusilara inmediatamente "por ratero". El oficial tom� de un brazo al pobre muchacho que abr�a desmesuradamente sus grandes ojos, presa de un terror profundo, y que, en las ansias de la muerte pr�xima, luchaba por desasirse dando gritos terribles y difundiendo la alarma por todo el pueblo. La muchedumbre, llamada por sus ayes, se agrupaba silenciosa alrededor del pat�bulo improvisado. Iban abri�ndose las puertas unas tras otra y por rendijitas estrechas comenzaban a asomarse los vecinos asustados y temblorosos. Los m�s atrevidos sal�an a la vereda, pero nada m�s que a la vereda, los temerarios se
acercaban a veinte pasos y se interrogaban furtivamente con la vista, porque, en circunstancias tales, la lengua se escond�a en la garganta y cortaba todas sus peligrosas comunicaciones con el cerebro. El reo es atado a un poste y en presencia del Dictador mismo se le pegan los cuatro tiros que, seg�n la costumbre establecida, �l con su propia mano hab�a repartido. En casos como �ste, hasta el mismo Estigarribia sent�a sobre su pecho ciertos escozores prof�ticos que lo hac�an cada vez m�s reservado y parco con "el Gobierno". El ejemplo era edificante y encerraba una ense�anza provechosa aun para "los amigos" favoritos. La vida estaba vinculada a los caprichos del bar�metro y, cuando el viento cauteloso del Norte comenzaba con su suave perfidia a acariciar la frente del viejo, la aguja tomaba una inclinaci�n fat�dica y se sent�a cierto olor a sangre, desagradable y picante. Francia contempl� por un momento el cad�ver de su paje y se retir� tranquilamente a sus piezas interiores seguido de "Sult�n", cuyas caricias hoscas, pero discretas, reemplazaron desde entonces a las del pobre Pilar. Sult�n, creo necesario decirlo ya que lo introducimos en la escena, era todo un personaje; un oasis de ternura en medio de aquella inclemente esterilidad. Por los estrechos lazos que �l y Pilar ten�an con el amo, participaban del odio y del respeto artificial que el pueblo le profesaba. Cuando Sult�n, con su acostumbrada indolencia, se echaba largo a largo en la vereda, los transe�ntes bajaban respetuosamente para no molestarlo. Y como ten�a el derecho inalienable de transitar libremente por todas las calles, de comer como Pilar en el plato del Gobierno y a�n, seg�n se afirmaba entonces, de compartir la cama del amo como los "Turcos viejos" de Stambul, todos le tributaban los honores y las consideraciones que el musulm�n indigente a los canes hambrientos que en Constantinopla dividen con ellos el odio y la antipat�a a los infieles. Pero Sult�n sol�a abusar de sus prerrogativas humanas. Con sus roncos y mon�tonos ladridos concitaba la desobediencia de los otros perros, cuyas bulliciosas reuniones nocturnas mortificaban el o�do nervioso del amo, dando p�bulo a sus largos insomnios. Mord�a el hocico a los caballos, e iba a lamer la sangre de los ajusticiados si los fusilamientos se verificaban frente a los balcones del Gobierno [131.] . En las tardes de paseo, cuando Francia sal�a a caballo, Sult�n y Pilar iban delante desempe�ando tan bien su papel de batidores, que antes de descubrir la figura rid�culamente enhiesta y r�gida del amo, todo el mundo se retiraba cerrando las puertas y ventanas con el profundo terror que inspiraba su presencia. El negro corr�a delante y Sult�n detr�s ladr�ndole y busc�ndole las pantorrillas. Los granaderos con sus sables al hombro y gritando el "chaque caray" fat�dico, y ese ruidito especial tan conocido que hac�a la silla del Dictador y que en el profundo silencio de las calles percib�an claramente los que espiaban detr�s de las ventanas [132.] , formaba un cuadro grotesco, pero al mismo tiempo triste e imponente, para todos los que sent�an pasar por delante de su puerta aquella procesi�n l�gubre y temible. Fue en uno de esos paseos, frecuentes al principio de su gobierno, que una de esas cuadrillas de perros errantes tuvo la audacia de ladrar a su caballo, tentando una batida a su perro. Este incidente sin importancia dio origen a que se repitiera con mayor encarnizamiento una escena grotesca pero de consecuencias dolorosas para la poblaci�n. Vivamente impresionado con esa falta inaudita de respeto, y sospechando una intenci�n velada de parte de sus enemigos, aquel esp�ritu puerilmente atrabiliario orden� a sus granaderos y a algunos miembros de la "Corte" que recorrieran las calles de la ciudad y armados de picas y de sables mataran todos los perros que hallaran a su paso. Para comprender con qu� escrupulosidad temible ser�a cumplida esta disposici�n extravagante, es necesario tener presente que no hab�a en Francia la amarga iron�a, la intenci�n traviesa que inspiraba a Rosas ciertas medidas de este g�nero. Con la misma majestad teatral con que le�a las cartas de la reina de Inglaterra o mandaba fusilar a un ciudadano, dispon�a que se mataran los perros u ordenaba a Pati�o que se sacara los botines para la mejor repartici�n de su sangre. No cab�an en su esp�ritu, terriblemente ampuloso y egotista, esas
truhaner�as sangrientas y sutil�simas que brotaban como chispas en el esp�ritu vivaz de D. Juan Manuel. Encabezados por los m�s "altos dignatarios" de aquel imperio rabelesiano, salieron los grupos a cumplir la suprema resoluci�n. La alarma cundi� por todo el pueblo al apercibir los pelotones sucesivos que ven�an en son de guerra. La lucha se arm� entre los soldados y los primeros perros que encontraron, dando lugar a las escenas que son de suponerse; los gritos de la tropa atrajeron los perros de las casas inmediatas que brotaban de todas partes como por obra de encantamiento y que aullaban y bramaban juntos produciendo una algazara horrible. Los soldados los persegu�an descargando hachazos y palos con un encarnizamiento de batalla indecisa. Los escasos transe�ntes corr�an a su vez, alarmados, sin saber si eran ellos o los perros que deb�an morir, y empujados por esta terrible duda se met�an en sus casas o en la del vecino, y cerraban sus puertas, produciendo como era consiguiente la m�s angustiosa confusi�n en las familias, bastante acongojadas ya. Pero los soldados, enardecidos por la natural resistencia, la lucha y la ensordecedora griter�a de las v�ctimas, empujaban las puertas, las volteaban si ofrec�an resistencia y entraban hasta las piezas interiores [133.] , matando perros y volteando muebles, mujeres, criaturas, viejos y todo lo que se les pon�a por delante, a fin de que la orden se cumpliera con la exquisita exactitud de detalles que tanto complac�a a S. E. Una vez terminado el combate, la tropa se retir� triunfante dejando el campo sembrado con los cad�veres mutilados de los pobres perros. Pas�se el parte correspondiente, con el consabido al "Excmo. Se�or Dictador Supremo de la Rep�blica del Paraguay, etc.", y restablecida la tranquilidad todo volvi� a su antiguo quicio �con la misma sangrienta monoton�a de antes! Los comandantes de campa�a, que se complac�an en imitar en sus vejaciones y extravagancias al jefe del Estado, declararon igual guerra a los perros, haciendo perecer en pocas horas un n�mero considerable de ellos. En esto de imitaciones, lo mismo "los �ntimos" que los comandantes y hasta el m�s humilde alcalde, llevaban lejos su rid�culo entusiasmo. Cuenta Rengger que algunos de ellos, habiendo visto que el Dictador usaba por la ma�ana "una robe de chambre", se hab�an hecho hacer un traje an�logo, pero a guisa de uniforme ordinario y sin abandonarlo jam�s, aun para montar a caballo, se paseaban llenos de orgullo pero descalzos, y sin calzoncillos muchas veces. En la casa de los antiguos gobernadores, que era uno de los edificios m�s grandes de la ciudad, construido por los jesuitas poco tiempo antes de su expulsi�n, era donde el viejo d�spota ten�a su residencia oficial rodeado de esta Corte singular: el "fiel de fecho" memorable, su extra�o heraldo, su m�dico herbolario, sus verdugos, el perro y otros dos amigos que compart�an con este �ltimo los afectos del gobierno. Eran �stos dos cuervos [134.] , que vivieron humillados y oscurecidos en la inacci�n a que los hab�a destinado la rapacidad sanguinaria de Pati�o y Bejarano. S�lo se ocupaban en picar el lomo de los caballos de los granaderos y en comerse la carne podrida que �stos tiraban. Cuando la abstinencia se prolongaba demasiado, sus ojos relampagueaban y las alas se mov�an con esa agitaci�n convulsiva con que se mueven en presencia de la presa codiciada: tomaban olor a sangre y aleteaban hincados por el hambre y por las promesas no cumplidas, de un eterno banquete de ojos y de carne humana. Sin embargo, nunca pudieron sorprenderlos devorando el ojo de alg�n muerto; bien es verdad que aunque lo hubieran intentado s�lo habr�an hallado la �rbita vaciada por la mano de alguno de los Guaycur�s que custodiaban la "C�mara de la Tortura". Esos eran sus dos m�s formidable rivales. A pesar de todas estas amistades aparentes, Francia era suficientemente suspicaz, y demasiado cruel y severo, para conceder por completo su cari�o a nadie: a no ser al perro y a los cuervos, por quienes ten�a verdadera predilecci�n, m�s por misantrop�a que por amor a los animales. m IV. El alcoholismo del Fraile Aldao Susana Brunet, de cincuenta a�os de edad, era, seg�n el testimonio de todos sus
allegados, una mujer inclinada al abuso de las bebidas alcoh�licas. Su cara vultuosa, su nariz espesa y rubicunda, y sus manos temblorosas y como movidas por la "par�lisis agitante", demostraban superabundantemente sus inclinaciones mal�ficas. A consecuencia de una discusi�n con su vecina, y en venganza de algunas palabras un poco vivas que le hab�a dirigido, incendi�le la casa, y m�s tarde, por otro atentado an�logo, fue condenada sin apelaci�n a un asilo de locos peligrosos. Brouchard, otro ebrio consuetudinario, compareci� ante el tribunal correccional de Par�s acusado de robos, de rebeli�n contra los agentes de la autoridad, de ultrajes infinitos al pudor y de tentativas inmotivadas de homicidio aleve; fue condenado a tres meses de prisi�n y a veinte francos de multa. Pero un alienista sagaz, despu�s de haber le�do las minuciosidades reveladoras del proceso, y en presencia de ciertos documentos que �l conten�a, hubiera diagnosticado un principio de locura. Ciertas concepciones ambiciosas, y sobre todo la incoherencia, esa incoherencia caracter�stica, no pod�an conciliarse con una locura simulada. Brouchard era loco, como Susana Brunet; ambos ten�an esa locura que al principio se presenta vaga, difusa e indeterminada, pero que marcha despu�s a trancos seguros hacia su t�rmino de excitaci�n man�aca irremediable y de irresponsabilidad absoluta. Es la eterna historia del alcoholismo cr�nico: incendios, asesinatos, delirios ambiciosos, ultrajes p�blicos al pudor con las minuciosidades repugnantes del exhibicionismo m�s indecente, cleptoman�a y todo cuanto puede producir la inteligencia desequilibrada. En el fondo de una botella caben todos los delitos y todas las maldades imaginables: el alcohol estimula, el alcohol fecunda y despierta todo ese c�mulo de sentimientos bulliciosos que el hombre hereda del bruto, y que la conciencia en el estado de salud enfrena con su equilibrio potente. Hay una fuerza secreta que tiene todo el vigor de la ciega fatalidad del instinto y que arrastra a beber con la voracidad insaciable de un deseo enfermizo; en ciertos alcoholistas recalcitrantes ella constituye una morbosidad singular�sima llamada "dipsoman�a", especie de impulsi�n irresistible, de la categor�a de la antropofagia y de la cleptoman�a. Aparece como una forma particular de las degeneraciones cong�nitas, o simplemente como una inclinaci�n por los licores alcoh�licos, puramente sintom�tico y que se observa al principio de algunas enfermedades mentales. La primera de estas formas era la que arrojaba al Fraile Aldao en sus repetidas borracheras, y la segunda es a menudo el largo y oscuro introito de la "par�lisis general". En este �ltimo caso el alcoholismo s�lo es un s�ntoma, pero un s�ntoma grave que acelera singularmente la marcha de los accidentes, y que, a la larga, se suma a las causas. Como an�loga a esta impulsi�n, y ejemplo del poder fascinador que todas ellas ejercen en el �nimo, recordar� aquella curios�sima perversi�n que arrastraba al irreprochable Bertrand a comer la carne humana y a profanar los sepulcros. El sargento Bertrand, cuya conducta era por otra parte perfectamente ajustada a la disciplina, se iba de noche a los cementerios de Par�s y de sus alrededores, desenterraba los muertos, los mutilaba a su gusto, favorecido por la oscuridad, y se entregaba a innobles actos de lujuria. Bertrand hab�a sido en su infancia sombr�o, taciturno y ten�a un t�o loco: circunstancia esta �ltima que abogaba en favor del origen m�rbido de sus brutales apetitos. Habiendo asistido un d�a al entierro de un conocido suyo, fue atacado s�bita y violentamente por el deseo de desenterrar el cad�ver y devorarlo; este fue el primero de sus accesos, los cuales se repitieron despu�s cada quince d�as y se anunciaban por una cefalalgia intensa, un malestar indefinible y un impulso maligno durante el cual, y a pesar de los culatazos y de las estocadas que le aplicaban los que espiaban sus pasos, escalaba los muros y desenterraba los cad�veres, sin sentir la menor repugnancia, ciego y fascinado por el empuje [135.] . Con esta intensidad tempestuosa arrastra y fascina la dipsoman�a.
Los estragos irreparables que hace el alcoholismo en algunos pa�ses tienen, por lo menos en parte, su filiaci�n patol�gica, en estos casos frecuentes y por lo general poco conocidos de dipsoman�a. Se comprender� f�cilmente esto, si se tiene presente la frecuencia alarmante de la par�lisis general que, como se sabe, comienza en muchas ocasiones ocult�ndose, diremos as�, bajo esta forma insidiosa. La "par�lisis general" y el "alcoholismo" son dos plagas sociales de consideraci�n, porque se ayudan mutuamente y se vinculan de una manera m�s �ntima, m�s estrecha de lo que habitualmente se cree. Cada una de ellas, alternativamente, es causa y efecto a la vez: el alcoholismo es, en much�simas ocasiones, una de las causas de la par�lisis, y �sta lo es en otras del alcoholismo que la sobrepasa en su creciente intensidad, que suministra el mayor n�mero de v�ctimas y de a�o en a�o se va difundiendo por todo el mundo con la actividad propia de las grandes plagas. De 2.809 locos enviados a la enfermer�a de la Prefectura del Sena en 1876, de los cuales 1.677 eran hombres y 1.132 mujeres, el alcoholismo exist�a en 776, es decir, en casi el tercio. Un informe de Mr. Ouslow revela, por lo que toca a Inglaterra y al pa�s de Gales, lo frecuente que es all� la "borrachera del domingo". En una poblaci�n de 22.721.266 de habitantes, ha habido, seg�n dice, desde el 29 de Septiembre de 1876 a Septiembre de 1879, 47.401 prisiones por alcoholismo; es decir, la enorme suma de 15.800 cada a�o. En Liverpool ascendieron a 4.721, sobre 497.405 habitantes, y en Manchester, que cuenta 351.189 almas, hubo 3.282. En Londres, Birmingham y sobre todo en Sheffield, en donde las condenaciones ascendieron a 175 "simplemente", sobre una poblaci�n de 239.946, es rara la "borrachera del domingo" [136.] . Par�s suministra esta estad�stica: sobre un total de 2.582 individuos detenidos por locos en su domicilio, en la v�a p�blica o condenados en el departamento del Sena en 1879, hab�a 573 hombres y 157 mujeres afectadas de delirio alcoh�lico franco: cifra enorme que manifiesta hasta d�nde puede influir el alcoholismo en la producci�n de la locura (Garnier). Y no es reciente esta alarmante propagaci�n. Lo que, la estad�stica ense�a hoy con colores tan t�tricos, ha sido un mal de todas las �pocas; un mal que por distintas causas ha permanecido velado, y como escondido bajo otros aspectos, hasta que trabajos magistrales como la c�lebre memoria de Magnus Huss, lo pusieron de manifiesto, revelando al mundo el secreto de esta difusi�n creciente de la locura alcoh�lica que hace centenares de v�ctimas en ciertas poblaciones del Norte. Dadas sus m�ltiples maneras de manifestarse y sus variados efectos, muchos acontecimientos sociales, ciertas conmociones pol�ticas de car�cter ali�nico, como los excesos de la Comuna y el fanatismo convulsivo de los pose�dos de Bordy, podr�an encontrar tal vez, y encuentran seg�n algunos, una explicaci�n plausible en sus efectos difusos. No tengo duda alguna de que muchas de las tumultuosas peregrinaciones de la Mazorca, ten�an su origen en esas libaciones abundant�simas por medio de las cuales el "bondadoso" Salom�n fabricaba el entusiasmo federal de sus amigos. Los grandes banquetes federales dados para celebrar a su modo las fiestas patrias, los triunfos de los ej�rcitos de Rosas, los natalicios de los miembros conspicuos de su familia, y a�n la prisi�n y el fusilamiento de alg�n "salvaje" recalcitrante, eran celebrados de esta manera singular. Las pipetas del licor venenoso, que llevaban Alegre y Ochoteco, se apuraban pronto; y cuando ya la voz de alguno enronquec�a, cuando la palabra se arrastraba balbuciente y se secaba la garganta, bajo el influjo irresistible de aquel t�sigo que dejaba apenas entreabierta la pupila, el federal inofensivo, �cu�ntas veces v�ctima de su propio entusiasmo!, hab�a completado su transformaci�n psicol�gica en el mazorquero intransigente, brutal, pero irreprochable en el concepto de Rosas. La famosa ginebra que repart�a Parra, y que dejaba en las fauces empedradas de sus asociados una estela de inflamaciones mort�feras, era el indispensable est�mulo de todas sus comilonas. De otra manera muchas de las explosiones del "furor popular", que tan eficazmente coadyuvaban a la pol�tica casera de D. Juan Manuel, no se hubieran producido con la oportunidad que �l deseaba. Este uso del alcohol, como agente pol�tico, explica la enorme entrada que, en algunos a�os,
hubo de �l en Buenos Aires; y a tal punto est�n ligados estos hechos, que tal vez los registros de la Aduana hubieran sido el mejor bar�metro para predecir muchas de estas tempestades. Comprendo que el punto necesita estudio y aclaraciones que a�n no he podido hacer, pero lo cierto es que, en el primer semestre del a�o 39, se consumieron cerca de mil pipas de aguardiente [137.] ; 2.246 pipas de vino de distintas clases, probablemente de la m�s �nfima, que es la menos cara y la que produce con facilidad asombrosa el entusiasmo que se apetec�a; 3.836 frasqueras de ginebra, 262 pipas, 2.182 damajuanas y 32 arrobas de la misma bebida; adem�s de 246 barriles de co�ac y 5 barriles de Oporto que figuran en el registro, sin contar, por supuesto, el inmenso contrabando que entonces suministraba a bajos precios y en grandes cantidades todo g�nero de bebidas. S�lo en estas �pocas singulares, determinados hombres han sentido, y lo que es peor, nos han hecho sentir, los efectos difusibles del alcoholismo. Se dice, no s� con qu� fundamento, que Quiroga acostumbraba enardecer sus turbas con grandes beberajes; que el Dictador Francia hac�a uso frecuente de la ca�a [138.] ; que Artigas sol�a embriagarse, y que la acci�n mort�fera del alcoholismo ha despertado m�s de una vez en D. Juan Manuel los impulsos sanguinolentos de su locura moral. Despu�s de la sublevaci�n de San Juan, el precioso Regimiento N� 1 de los Andes pereci� en los delirios que la ebriedad y la licencia promov�an entre aquellos sargentos y soldados abandonados a s� mismos y due�os del poder [139.]. Blasito y Ortoguez, los dos m�s feroces sat�lites de Artigas, viv�an ebrios y oprimidos por el "delirium tremens"; y Monterroso, el famoso secretario del "Protector de los pueblos libres", se embriagaba tambi�n frecuentemente, buscando en la ca�a de las pulper�as la luz con que iluminaba las largas disertaciones literarias de su canciller�a. Pero de todos estos amantes reales o ficticios (y digo ficticios porque no es posible dar entero cr�dito a la tradici�n complaciente y partidista, muchas veces), ninguno como el Fraile Aldao, tipo acabado del alcoh�latra irreprochable y contumaz. En pocas personas se ve, como en �l, esa inclinaci�n fat�dica que he mencionado bajo el nombre de "dipsoman�a", cuyas fascinaciones impulsivas constituyen por s� solas una morbosidad incurable. �C�mo se presentaban y cu�les fueron sus efectos? Es lo que vamos a ver. Como siempre sucede en estos casos, manifest�banse al principio bajo la forma aguda, probablemente con su procedimiento habitual de accesos repetidos cada mes o cada quince d�as; inici�ndose con su per�odo de suma tristeza, con la cefalalgia intensa y la ansiedad precordial angustiosa que siempre precede al deseo de beber, tan irresistible, tan pujante, tan b�rbaro como no puede imaginarse antes de haberlo presenciado alguna vez. Sent�a venir aquellas invitaciones fascinadoras y, sin deplorar los excesos a que lo llevaban despu�s, beb�a hasta que la exaltaci�n man�aca lo precipitaba en un delirio furioso, o hasta que el sue�o pesado y let�rgico en que termina el cuadro, lo hund�a en un estado de muerte aparente. Nada detiene a estos pose�dos cuando sienten desatarse bajo su cr�neo aquellas furias ingobernables; por eso no me asombra la vehemencia rabiosa, insaciable, con que el Fraile Aldao buscaba la bebida. Cuando se concluye el dinero venden sus muebles, sus vestidos, los de su mujer y de sus hijos para satisfacer sus deseos. Los que conservan a�n cierto recato y temen entregarse p�blicamente a sus impulsiones, saben disimular con admirable tino, recurriendo a mil subterfugios extravagantes; se encierran -dice Marc�-, se a�slan por completo del mundo y, cuando no pueden procurarse el aguardiente, beben el agua de colonia o cualquiera otra mezcla alcoh�lica que encuentran a mano [140.] . Hasta se ha visto individuos que beb�an el alcohol de las preparaciones anat�micas. En el intervalo del acceso, ciertos dips�manos pueden beber abundantemente sin que se produzca la crisis del delirio caracter�stico, mientras que, cuando el momento de su aparici�n fatal se acerca, les basta una cantidad m�nima de bebida para trastornar todo su equilibrio mental; prueba evidente de que el acceso dipsoman�aco reposa sobre una perturbaci�n general de la inervaci�n, que nos obliga a mirar a los desgraciados que la padecen, no como culpables, sino como enfermos [141.] . Cuando la enfermedad se hace cr�nica, viven como viv�a el Fraile en los per�odos
finales de su enfermedad, en esa intoxicaci�n permanente que postra para siempre la inteligencia; que hace imposible todo esfuerzo de voluntad, "toda lucha entre la raz�n y los detestables impulsos que la absorben, hasta que una demencia incurable o una 'par�lisis general' viene a apagar su triste existencia". Aldao ten�a, en la etiolog�a de todos sus males, el agudo aguij�n de dos enfermedades que sosten�an el exagerado est�mulo de su cabeza. De ellas, la una era f�sica y horriblemente dolorosa, la otra moral y tan terrible como la anterior: el c�ncer que ro�a de una manera r�pida y tenaz su rostro repugnante, y ese c�mulo de agitaciones, que alguien ha llamado remordimientos, y que en estrecho consorcio con sus impulsos dipsoman�acos lo arrastraban a beber con tanta ansiedad. Suced�a con este alcoholista legendario, lo que con todos los ejemplares de su g�nero: por razones de organizaci�n o por disposiciones hereditarias, se entregaba a estos excesos, no porque buscara el placer que procura la satisfacci�n de una necesidad sentida, sino obedeciendo a ese secreto y vigoroso empuje que, as� como lleva a otros a comer la carne humana, a desenterrar los muertos o a cohabitar con los animales, a ellos los obliga a beber, a beber siempre y de una manera casi autom�tica. Y tan beb�a sin placer que, en sus copiosas libaciones finales, se confund�an en una mezcla insoportable los buenos y los malos licores; el vino de Mendoza, la ginebra y las bebidas m�s repugnantes: la miel de ca�a, la sidra y hasta el aguardiente de quemar mismo, que constituye, como se sabe, el �ltimo y supremo recurso de los ebrios consuetudinarios. Aldao era hijo de un honrado vecino de Mendoza; y desde su ni�ez manifestaba, como Rosas, la extra�a organizaci�n moral que despu�s le conocimos. Como la suave disciplina del hogar no fuera bastante para contener la turbulenta indocilidad que mostraba, "sus padres lo dedicaron a la carrera del sacerdocio, creyendo que los deberes de tan augusta misi�n reformar�an aquellas malas inclinaciones; pero su noviciado fue como su infancia; una serie no interrumpida de inmoralidades" [142.] . Esta impetuosidad de car�cter, exuberancia enfermiza de un temperamento que durante las primeras �pocas de la vida se desbordaba en excesos de todo g�nero, respond�a a esa sobreactividad org�nica patol�gica que en muchos individuos constituye el s�ntoma precoz de una neuropat�a. Dice Cardan que en la juventud de muchos hombres, c�lebres por sus cr�menes, se ve esta extraordinaria actividad del dinamismo nervioso, esta suprema necesidad de ocupar en la pr�ctica de los vicios una actividad que m�s tarde emplean en el ejercicio de grandes empresas o de grandes cr�menes. En su vida p�blica el Fraile Aldao dio prueba de ello, haci�ndose notar por sus des�rdenes inauditos, por sus graves delincuencias y por las manifestaciones ruidosas de un car�cter que hab�a estado comprimido moment�neamente por los h�bitos de mansedumbre que vest�a. Cuando la excitaci�n general de la �poca de nuestra independencia, difundi�ndose hasta en los templos mismos, lleg� a tocarle, aquella "maza de tormenta" principi� su larga y dolorosa convulsi�n; y, abandonando el claustro a que hab�a sido arrastrado contra la corriente de sus inclinaciones, se entreg� a todo g�nero de extravagancias, pose�do de una exaltaci�n visiblemente m�rbida. Principia manifest�ndose en la peque�a epopeya de Guardia Vieja, episodio poco conocido, pero que �l ha iluminado con la luz de su hero�smo ins�lito. Toda esa fuerza acumulada sobre su esp�ritu, oprimida por aquella honda tonsura que gravitaba como una monta�a de infamia sobre su cr�neo, y que hab�a ido creciendo paulatinamente, fomentada por las monoton�as mortales del convento, estall� all� con un vigor explosivo y sonoro. Parec�a, m�s bien que un "guerrero implacable arrastrado por el enardecimiento del combate", un man�aco epil�ptico que va huyendo de ese enjambre de visiones sanguinolentas que lo persigue durante el "aura". En medio de la pelea "y en lo m�s re�ido de la refriega, ve�ase una figura extra�a, vestida de blanco, semejante a un fantasma, descargando sablazos en todas direcciones, con el encarnizamiento de un guerrero implacable. Era el Capell�n segundo del ej�rcito, que arrastrado por el movimiento de las tropas, exaltado por el fuego del combate, hab�a obedecido al fat�dico grito de: '�a la carga!', precursor de matanzas y exterminios. Al regresar la vanguardia victoriosa al campamento fortificado que ocupaba el General Las Heras con el resto de su
divisi�n, las chorreras de sangre que cubr�an el escapulario del Capell�n, revelaron a los ojos del jefe, que menos se hab�a ocupado en auxiliar moribundos, que en aumentar el n�mero de los muertos" [143.] . En estos arranques s�bitos ya se present�a el hombre que iba a obrar toda su vida bajo la tiran�a de estos impulsos ineludibles, que tienen toda la b�rbara instantaneidad del ictus, la brusquedad s�bita de un golpe de sangre, y que arrebatan con fuerzas sobrehumanas a los caracteres m�s pasivos e inconmovibles. As� es que, en �l, las primeras fascinaciones del alcoholismo, dando a esos impulsos un nuevo giro, enardeci�ndolos con sus profundas perturbaciones, fecundando toda esa vegetaci�n rastrera y venenosa que hasta entonces hab�a germinado secretamente en su alma, no hicieron sino acentuar m�s su car�cter m�rbido, imprimiendo a todos sus actos aquel sello tan peculiar que pone la enajenaci�n mental en la fisionom�a intelectual de sus v�ctimas. Si bien es cierto que el alcoholismo era lo que dominaba la sintomatolog�a de sus trastornos ayudando a establecer un diagn�stico claro y definitivo, �l no era, sin embargo, sino la consecuencia de un estado anterior org�nico; el producto de una cierta predisposici�n ing�nita que principi� a manifestarse en todos aquellos actos irregulares de la primera �poca de su vida. Por esto las propensiones a la bebida no vinieron paulatinamente, como sucede en otros individuos que beben por h�bito m�s que por enfermedad. Nacieron por impulsos sucesivos, regulares, con un car�cter morboso definitivo; por empujes repentinos an�logos a esos bruscos ataques de monoman�a homicida que crispan el brazo del que mata fr�amente a su padre. Comenzaban cruzando por su cabeza como rel�mpagos; le abrasaban el cr�neo y desaparec�an dejando una impresi�n penos�sima. Entonces, con qu� vehemencia horrible deseaba la bebida para saciar aquella sed; aquella sed imaginaria y sin embargo tan cruel que le echaba como un lazo corredizo a la garganta y que invert�a completamente su ser, concentr�ndolo todo en esta necesidad suprema, �nica, irresistible que fascina al dipsoman�aco: la necesidad de beber, de beber siempre, de beber abundantemente hasta que la pl�tora, la imbibici�n repugnante que lo hace retrogradar a empujones hasta el bruto, lo hunde en un sue�o apopl�tico o lo arrastra en un v�rtigo de sangre y de depredaciones inauditas. Al principio ped�a alcohol simplemente, cualquiera que fuera su forma y sus cualidades, pero despu�s beb�a hasta el aguardiente de los reverberos, el agua de colonia, el vinagre y �hasta la tinta se hubiera bebido con �ntima fruici�n, aquella bestia loca de una sed alcoh�lica sin tregua! Conforme fueron acentu�ndose estos impulsos, sus costumbres se hicieron crapulosas y s�rdidas, su lenguaje grosero acompa�ado de maneras violentas y bestiales. A la menor excitaci�n sobreven�a un delirio agudo y furioso, en cuya patogenia, bueno es decirlo, no ten�a influencia "actual" la ingesti�n de bebidas. Era ese delirio peri�dico que viene en los alcoholistas consuetudinarios bajo la influencia de causas pueriles y que otras veces se presenta espont�neamente, tal vez por la probable acumulaci�n de intoxicaciones an�logas a aqu�llas cuya concentraci�n en el bulbo produce, seg�n las modernas teor�as, las crisis epil�pticas. No era ya la dipsoman�a simplemente, sino la enajenaci�n mental declarada, producto de la acci�n lenta y continuada del alcohol sobre la inteligencia: locura confusa por la presencia de formas y delirios de distinto g�nero, que es precisamente el car�cter de las que tienen un origen alcoh�lico; mezcla desagradable de muchas y de distintas modalidades que se combinan confusamente dando por resultado un cuadro abundante y raro. Tal fue el estado extraordinario en que vivi� el Fraile Aldao por mucho tiempo, hasta que el c�ncer acab� con �l. Lo �nico que predominaba por su vigor y por su persistencia tenaz (y esto solamente al principio), eran los impulsos homicidas que le obligaban a entregarse a actos inauditos de violencia. Ca�a en un estado de suprema emoci�n, con su sensibilidad suficientemente embotada para ver sin inmutarse alrededor suyo la desolaci�n y la sangre que su propia mano produc�a. Un d�a, no recuerdo precisamente en qu� a�o, uno de los peque�os ej�rcitos que
combat�an contra sus hordas, estipula un armisticio en el Pilar. c . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Eran las tres y media de la tarde. "Ajustado el convenio, las tropas hab�an hecho pabellones; los oficiales andaban en grupos, felicit�ndose de un desenlace tan f�cil. D. Francisco Aldao se presenta en el campo enemigo; bienvenidas cordialmente amistosas lo saludan; ent�blase una conversaci�n animada; las chanzas y las pullas van y vienen entre hombres que en otro tiempo han sido amigos. Un momento despu�s un emisario del Fraile se presenta intimando rendici�n, so pena de ser pasados a cuchillo; mil gritos de indignaci�n partieron de todas partes: Francisco fue el blanco de los reproches m�s amargos". "-Se�ores" -dec�a con dignidad y confianza-, "no hay nada: �es F�lix que ya ha comido!" -dando a estas palabras, que repiti� varias veces, un �nfasis particular, y a un ayudante la orden de avisar a F�lix que �l estaba all�; que el mismo amago de su parte era una violaci�n del tratado. La alarma corri� por todo el campo a la voz de �traici�n! �traici�n! de los soldados: los oficiales llamaban en vano a la formaci�n, cuando seis balas de ca��n arrojadas al grupo donde estaba Francisco, avisaron al campo que las hostilidades estaban rotas, sin saberse porqu�. Si los ca�onazos demoran un solo minuto m�s D. Jos� Aldao entra tambi�n al campo, pues lo sorprendieron en la puerta, de donde se volvi� exclamando: "�Este es F�lix! �ya est� borracho!" En efecto, borracho estaba, como era su costumbre por las tardes; tres o cuatro d�as antes, hab�a sido preciso cargarlo en un catre para salvarlo de las guerrillas enemigas que se aproximaban. "La confusi�n se introdujo en el campamento y la aproximaci�n de los auxiliares de D. F�liz y los Azules de San Juan completaron la derrota. Un momento despu�s penetraba el Fraile en el campo a tan poco costo tomado: sobre un ca��n estaba un cad�ver envuelto en una frazada; un pensamiento vago, un recuerdo confuso del mensaje de su hermano, le hacen mandar que le destapen la cara. "�Qui�n es �ste?" -pregunta a los que le rodean.- Los vapores del vino ofuscaban su vista a punto de no conocer al hermano que tan brutalmente hab�a sacrificado. Sus ayudantes tratan de alejarle de aquel triste espect�culo antes que reconozca el cad�ver. "�Qui�n es �ste?" repite con tono decisivo. Entonces sabe que es Francisco. Al o�r el nombre de su hermano, se endereza, la niebla de sus ojos se disipa, sacude la cabeza como si despertara de un sue�o, y arrebata al m�s cercano la lanza. �Ay de los vencidos! La carnicer�a comienza; grita con ronca voz a sus soldados: "�maten! �m maten!", mientras que �l mata sin piedad prisioneros indefensos" [144.] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . "Manda a sus soldados que maten a sablazos a los oficiales prisioneros, entre los que se encontraba un joven distinguido por su valor llamado Joaqu�n Villanueva. Este "recibe un hachazo por atr�s, que le hace caer la parte superior del cr�neo sobre la cara; se la levanta y echa a correr en aquel c�rculo fatal limitado por la muerte, "el fraile" lo pasa con la lanza que entra en el cuerpo hasta la mano, y no pudiendo retirarla otra vez, la hace pasar toda y la toma por el otro lado: la carnicer�a se hace general, y los j�venes oficiales mutilados, llenos de heridas, sin dedos, sin manos, sin brazos, prolongan su agon�a tratando de escapar a una muerte inevitable [145.]. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . "Las partidas se vienen a la ciudad, y cada tiro que interrumpe el silencio de la noche anuncia un asesinato o una puerta cuya cerradura hacen saltar. El d�a siguiente sobrevino y el saqueo no hab�a cesado. El sol apareci� para contar los
cad�veres que hechos por el . . . . . . . . . . . . . .
hab�an quedado en un campo sin combate, e iluminar los estragos pillaje" [146.] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Luego a los oficiales que van viniendo los hace reunir en un cuadro y los va matando uno por uno, animado de esa extraordinaria frialdad que caracterizaba todos sus �mpetus homicidas. As� era aquel pobre Fraile, alcoholizado hasta la m�dula de los huesos, cuando el delirio se apoderaba de su cerebro; incansable, lascivo para la sangre, mataba con su propia lanza hasta que las alucinaciones de la noche le sorprend�an terminando aquellos cuadros de horrible destrucci�n. Escenas an�logas se repitieron con frecuencia hasta que los profundos trastornos materiales que trae el alcoholismo transformaron completamente la �ndole de sus accesos. Mientras el delirio con sus impulsiones peculiares se produc�a, las matanzas eran inevitables. Sus instintos comprimidos se desencadenaban con una viva expansi�n hasta que la sociedad o el cansancio fatigaban la mano, o las perturbaciones intelectuales desaparec�an. Entonces, pero nunca antes de tres o cuatro d�as, principiaba el Fraile a darse cuenta de su estado, sin embargo de que conservaba todav�a esa indecisi�n de esp�ritu que nunca abandona al alcoholista. Durante el d�a se manifestaba silencioso, hura�o y reconcentrado; se entregaba con cierta reserva a sus juegos habituales, pero sin hablar mucho ni salir de su casa. Cuando la tarde se aproximaba, perd�a su aplomo, porque la noche llegaba poblada de mil visiones horribles y extravagantes. Terrores vagos, que se aumentaban a medida que la luz del d�a se alejaba, principiaban a agitarlo hasta el punto de hacerle mirar con verdadero horror la maldita hora de acostarse. Las alucinaciones dolorosas volv�an a tomar su imperio y de nuevo comenzaba a sentir las mil impresiones repugnantes que producen sobre la piel de los alcoholistas en delirio todos esos extra�os animales que la ara�an y la acarician alternativamente, con caricias y ara�azos que no son de este mundo, seg�n sus propias expresiones; los hilos de hierro los rodean y los queman, los pinchan, los encierran como en una c�rcel de fuego, y los oprimen de una manera tan cruel, produciendo la viva ansiedad que sum�a al Fraile en sus extraordinarios extrav�os. �Ay de los vencidos y de sus prisioneros! �Ay de sus mujeres y de sus amigos, porque entonces el Fraile era capaz de matar a sus propios hijos sin repugnancia alguna! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . "Vivos est�n muchos que le oyeron dar �rdenes de asesinato, detallando a sus sicarios todas las circunstancias que debieron acompa�ar la muerte: a sablazos, en el lugar tal, a las once de la noche, cortarles las piernas y brazos; a otros sacarles la lengua; a uno, en fin, castrarlo. Una madre pudo reconocer a su hijo por un escapulario del Carmen obra de sus manos. El Dr. Salinas fue descubierto por la lavandera, que le conoc�a una camiseta listada." [147.] . p . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . "Su hermano Jos�, m�s humano, m�s moderado, tambi�n trabaj� para apaciguar esta sed de sangre que se hab�a apoderado del Fraile; pero la fatal tarde ven�a y con ella la embriaguez, que aconsejaba cr�menes que no hab�an sido premeditados." [148.] . De ah� en adelante la enfermedad cambia de aspecto; la suprema exaltaci�n del principio va progresiva y precipitadamente disminuyendo hasta producir un estado opuesto; un decaimiento lamentable sucede a la agitaci�n, t�rmino fatal y necesario del alcoholismo cr�nico. Desde entonces "vivi� lleno de alarmas; y
aquellos escozores internos, aquel horror de s� mismo" que eran el producto de la lenta intoxicaci�n, y que iniciaban la segunda faz de su enfermedad, comenzaron a repetirse cada vez con mayor frecuencia hasta tomar el aspecto alucinatorio que le es peculiar. Un destello de su primitiva virilidad brillaba apenas. El m�s esforzado guerrero, el m�s valiente de los paladines de su �poca transf�rmase de la noche a la ma�ana en un cobarde pueril, agobiado por todos los achaques de una decrepitud precoz. Es que esta enfermedad temible impone, a la larga o a la corta, seg�n el grado de resistencia individual, un debilitamiento, o mejor dicho, una atrofia profunda de las facultades morales y f�sicas. No hay �rgano ni tejido, por grande que sea su insignificancia fisiol�gica, que escape a su influencia. La mayor parte del l�quido, cuando se lleva directamente al est�mago, es arrastrado por la circulaci�n y va a ejercer su influencia sobre todo el organismo, y con preferencia sobre el cerebro, el h�gado, los pulmones y los ri�ones. Bueno es tener presente su marcha desastrosa, al trav�s de todos los tejidos de la econom�a, para comprender bien c�mo se operan en el coraz�n humano estas incomprensibles e inauditas transformaciones que con tanta viveza se manifiestan en el Fraile y que s�lo el alcoholismo explica. Puesto en contacto con la sustancia cerebral por medio de los peque�os vasos sangu�neos, el alcohol exalta las funciones de este �rgano, y esta exaltaci�n, que est� en relaci�n con la cantidad de alcohol absorbido, se traduce primeramente por una alegr�a inusitada, a la cual sucede una insoportable locuacidad con marcada tendencia a rodar en el mismo c�rculo de ideas; despu�s, la marcha se hace menos segura, cesando la alegr�a para dar lugar a un cierto grado de irritabilidad. De aqu� en adelante las escenas que se suceden cambian de aspecto. Ya no es la excitaci�n �nicamente, es una perversi�n de ideas, un verdadero delirio m�s o menos agresivo, m�s o menos violento, que termina unas veces en un balbuceo incoherente, en un estado de agitaci�n extrema otras, o en una crisis de furor ciego durante el cual el hombre es capaz de cometer todos los cr�menes imaginables, hasta que cae fatigado, deprimido por el exceso mismo de la excitaci�n [149.] . Cuando semejantes excesos se repiten con cortos intervalos tienen por consecuencia inevitable un acceso de alcoholismo agudo (delirium tremens), delirio especial de los bebedores que por s� s�lo puede determinar la muerte. Pero cuando la acci�n del alcohol, aun sin pasar la ligera excitaci�n del principio, se repite todos los d�as, a la simple conmoci�n del tejido nervioso que produjo esta excitaci�n, suceden poco a poco lesiones materiales; despu�s viene la congesti�n difusa m�s o menos generalizada, m�s o menos persistente del cerebro hasta el reblandecimiento final. Entonces ya no es una efervescencia alegre, sino accesos de furor en los cuales se revelan estos des�rdenes y a los que se agregan los dolores de cabeza persistentes, los v�rtigos, las alucinaciones y un debilitamiento gradual de las facultades morales e intelectuales; la pereza del esp�ritu, la p�rdida de la memoria y el embarazo de la palabra [150.] . Obrando sobre el h�gado, lo congestiona y determina una inflamaci�n que concluye en la supuraci�n del �rgano o en una degeneraci�n grasosa o fibrosa del tejido normal. Sobre el coraz�n produce enfermedades r�pidas, violentas, lo mismo que sobre los ri�ones que por su funci�n eliminadora sufren la acci�n irritante, continua del veneno; trae fluxiones cr�nicas al pecho, produce la gota, la piedra y la tuberculosis pulmonar; predispone al c�lera, a la fiebre tifoidea, a la disenter�a y a la viruela. En una palabra, es tan grande la miseria de aquel organismo en completa decadencia, que no hay enfermedad que no haga en �l, m�s que en cualquier otro, estragos horribles. En este breve resumen est� la historia entera del alcoholismo, y en �l la base org�nica propicia para aquella �lcera cancerosa que devoraba la cara del Fraile, cuyo estado de saturaci�n alcoh�lica hac�a ineficaz y dif�cil todo tratamiento. Porque debe tenerse presente, que las lesiones combatibles en el hombre sobrio y sano, se hacen, en el ebrio consuetudinario, el punto de partida de accidentes terribles [151.] .
Insignificante al principio, aquella peque�a ulceraci�n del labio hubiera marchado menos de prisa, pero el mal estado anterior de todos los �rganos, cuyo funcionamiento arm�nico exige la buena nutrici�n, agrav� terriblemente su marcha. La defensa contra las p�rdidas, ocasionadas por ella, exig�a una sangre pura y el concurso regular de todas esas fuerzas que sostienen la vida; pero su sangre miserable hab�a hecho dif�cil la resistencia al terrible mal. Ya ten�a todos los signos de la degradaci�n f�sica: s�lo faltaba el �ltimo eslab�n de esta gruesa cadena que termina fatalmente en la muerte; faltaban las perversiones finales de la sensibilidad moral que pronto vinieron y que transforman completamente el car�cter del alcoholista, haci�ndolo impaciente, agresivo, inquieto y arroj�ndolo en una ansiedad dolorosa. A la acci�n incitante del l�quido se agregaron las alarmas que son su consecuencia y que constituyen uno de sus m�s constantes signos. A los continuos temores, que lo asaltaban, sigui� el cansancio del insomnio. Cuando dorm�a solo conciliaba un sue�o dif�cil, penos�simo, incompleto; casi siempre perturbado por ensue�os y visiones horribles en que ca�a en precipicios o ve�a cosas extra�as, muertos, fantasmas, monstruos m�s o menos horrorosos. La fisionom�a hab�a perdido ya la expresi�n de la vida, por la palidez l�vida profunda y la alteraci�n de sus rasgos humanos. La �lcera por un lado, arrebat�ndole la mitad del rostro, y por el otro ese sello de suprema angustia, engendrada por la perversi�n respiratoria que oprime el t�rax hasta producir un verdadero estado de asfixia, le daban el aspecto desagradable de un aparecido. Era tan grande, tan profunda la depresi�n de sus facultades f�sicas y morales, que se hab�a hecho pusil�nime, cobarde, inepto e indefenso en presencia de las emociones m�s insignificantes. Los terrores y las aprehensiones, que experimentaba, le hab�an despertado cierta disposici�n moral propicia al desarrollo de las otras manifestaciones m�rbidas complementarias: el delirio de las persecuciones, las ideas de suicidio y los m�ltiples actos de extravagancias peligrosas que ponen la �ltima mano al cuadro de los s�ntomas. A medida que la enfermedad tomaba su car�cter cr�nico, iba apareciendo y acentu�ndose m�s aquel caimiento bochornoso que lo hab�a transformado de una manera tan radical. La p�rdida de ciertas calidades apreciables que antes lo hac�an menos odioso, y con las cuales supo inspirar afecciones durables y desinteresadas, era ya un largo tranco hacia esa incurable estupidez en que por fin quedan hundidas estos desgraciados. El alcoholismo hab�a envenenado, mejor dicho, ahogado en grasa hasta el valor legendario de aquel brazo de bronce que manejaba en Guardia Vieja la lanza implacable de los Granaderos a caballo. Era un desdichado que inspiraba l�stima y repugnancia al �ltimo recluta; y la desaparici�n de sus condiciones de hombre, no ya de h�roe, se hicieron tan visibles despu�s de la batalla de Laguna Larga, que lleg� a excitar "el desprecio de sus guardianes por sus terrores p�nicos, sus alarmas sin motivos". Despu�s de la derrota, su cuerpo obeso y deforme no le hab�a permitido huir; y, alcanzado por un soldado, fue hecho prisionero y conducido a la c�rcel de C�rdoba. All� fue donde la pantofobia enfermiza lleg� a su grado de suprema amplitud, y "cada uno que se le acercaba ped�a con inquietud noticias de los rumores que sobre su muerte pr�xima corr�an; los m�s insignificantes movimientos de la c�rcel los interpretaba siniestramente; en fin, el sue�o hab�a huido de sus p�rpados y el d�a lo sorprend�a expiando a los centinelas. Algunos sacerdotes emprendieron la obra de reconciliarlo con la iglesia; y, sea refugio sugerido por el miedo, sea verdadero arrepentimiento, abraz� con ansia el partido que se le ofrec�a; tom� el escapulario de la orden Dominica, y emprendi� con empe�o la tarea molesta de estudiar el lat�n que hab�a olvidado. Un d�a que recib�a lecciones de D. Jos� Santos Ortiz, dirigi� una mirada a un centinela colocado enfrente de la puerta: los soldados sab�an los temores que sufr�a, y el centinela tuvo la malicia de pasarse la mano por el cuello indicando decapitaci�n: el fraile convertido arroja el breviario, se levanta precipitadamente, y exclama temblando: "�Me fusilan, me fusilan!" [152.] . Toda la precoz decrepitud del �ltimo per�odo del alcoholismo est� pintado en este
cuadro con tanta verdad como admirable colorido. Para que nada faltara a aquel pobre esp�ritu atribulado, la actividad extraordinaria, que el alcohol imprim�a al cerebro envenenado, le hac�a perder el sue�o y apurar los horrores y los amargos tormentos de una existencia moral y f�sicamente gangrenada. Sent�a desprend�rsele la vida en los pedazos de carne de su cara, sin la promesa, siquiera lejana, de una tregua; porque el c�ncer, el enemigo implacable que tanto desprecia la experiencia secular de la medicina, no concede jam�s ni la esperanza de esa vislumbre celeste entre la cual viene envuelta, como una hada, amorosa, la muerte consoladora que pone t�rmino breve a tanto martirio. Desde entonces vivi� en una vigilia constante, porque el sue�o, si alguna vez lo conciliaba, era, como he dicho antes, agitado por visiones pavorosas; �lleno de cuadros siniestros y de escenas de sangre que le despertaban embargado por un terror insoportable! Qu� impresi�n extra�a produc�an aquellos ojos, habitualmente so�olientos, cuando brillaban con esa s�bita fosforescencia que ilumina la pupila anchamente dilatada del alcoholista delirante, rodando en el fondo de una �rbita honda y oscura como una fosa de pobre. El lado sano de la cara, congestionado y en partes l�vido, presentaba el aspecto m�s repugnante que pueda imaginarse; y para colmo de desdichas, su lengua seca y dura, medio humedecida, sin embargo, por el icor canceroso, se pegaba al paladar cuando quer�a articular una palabra o un grito de rabia. La �lcera le hab�a comido el carrillo, la oreja y parte de la nariz, y ya tend�a la garra hacia el ojo derecho, que pronto quedar�a fundido. Estaba siempre atrozmente dolorida, circunstancia que contribu�a a deprimirlo, inflamada y cubierta de esos detritus putrefactos que nadan sobre el pus nauseabundo. No era un hombre ya, era la sombra confusa de un mont�n de ruinas humanas. Cuando el General Paz cay� prisionero -dice el se�or Sarmiento- el ej�rcito sin jefe resolvi� retirarse a Tucum�n y se mand� sacar a los prisioneros de la ciudad. "Un escuadr�n de coraceros hab�a formado al efecto en la plaza de armas de C�rdoba enfrente a las prisiones de estado. De sus picos superiores se escapaban llantos lastimeros, que turbaban el silencio solemne de la noche, y sollozos de hombre, capaces de enternecer a los rudos veteranos cuyos o�dos estaban lastimando. El prisionero de la Laguna Larga, 'el soldado de la independencia, estaba de rodillas, gimiendo, entregado a un innoble pavor', creyendo que aquellos aprestos nocturnos eran �indicios de su cercana muerte! El oficial que lo vino a buscar lo encontr� con una hostia que hab�a consagrado y que sosten�a con ambas manos como una �gida y un baluarte contra sus pretendidos verdugos" [153.]. El pobre Fraile expiraba en los �ltimos espasmos de su horrible derrumbamiento moral, en las lasitudes finales de esa depresi�n inaudita que el alcohol �nicamente es capaz de producir, y que el Sr. Sarmiento ha descrito con aquel maravilloso colorido cuyo secreto s�lo el admirable Trousseau pose�a entre los m�dicos modernos. A medida que se van leyendo las viv�simas descripciones que nos hace el autor del "Facundo", el diagn�stico se va imponiendo y no es posible abandonar el libro, sin el convencimiento profundo de que el Fraile Aldao era el m�s acabado ejemplo de la "locura alcoh�lica". Hemos transcrito �ntegros los p�rrafos inimitables de ese singular�simo publicista, cuya contextura cerebral no tiene rival en ambas Am�ricas, porque las seducciones m�gicas de su pluma nerviosa y exuberante, y de esa paleta fecunda, que Goya mismo envidiar�a para la pintura de sus cuadros m�s conmovedores, ponen de bulto, dig�moslo as�, mejor que nada y que nadie, la idea que he venido persiguiendo en este estudio m�dico. Aldao llegaba, pues, al �ltimo tramo de su vida, precipitado por la r�pida y triste vejez que trae el alcohol cuando se filtra, como suced�a en �l, hasta los huesos. La bestial obesidad en que se hallaba y que imprim�a a sus movimientos una lentitud y dificultad suma, le hab�a hecho perder hasta las formas humanas, inmoviliz�ndolo en la cama o sobre la manta de su mesa de juego, desde donde contemplaba, rodeado de sus mujeres imp�dicas y de sus favoritos avergonzados, "las rencillas bochornosas de su serrallo, sus ultrajes y sus chismes". La cara est�pida, si cara le quedaba a�n, manifestaba todav�a y a pesar de todo, la impresi�n dolorosa que le produc�an los dos �nicos aguijones que a�n estimulaban
su cerebro oprimido: los dolores del c�ncer y los temores del delirio de las persecuciones. Sospechaba de sus m�dicos, de sus oficiales y de sus amigos m�s fieles, porque sol�an alejarse, no tanto de sus brutalidades, a las que el h�bito los hab�a acostumbrado, cuanto del olor nauseabundo, agresivo, de aquella amplia superficie supurante, cuyas emanaciones hediondas llenaban el ambiente de toda la casa. El terror pavoroso, a que he hecho alusi�n en otra parte, se hab�a apoderado de su �nimo con una acentuaci�n mayor, con un tinte m�s sombr�o a�n que al principio de su delirio. No eran ya las figuras de esos extra�os animales que pueblan el delirio cambiante y caracter�stico del alcoholismo, sino la vaga y dolorosa apariencia de espectros que se levantan delante de su cama iluminados con esa luz difusa y medio azulada que circunda las im�genes movibles de la alucinaci�n. Era una serie de recuerdos dolorosos materializados en las figuras tr�mulas y sanguinolentas de un padre ultrajado, de un hermano sacrificado o de una madre a quien hab�a hundido en la miseria, y cuya mano fr�a, y como momificada por la humedad de la tumba, le toca el hombro con la presi�n formidable de una monta�a. "Despair therefore and die!", como dec�a a Ricardo III el enjambre de sus terribles fantasmas. Otras veces era el sonido de armas, el ruido crispador que har�an los muertos estirando sus miembros entumecidos por la inmovilidad del eterno sue�o; el brillo de hojas de cuchillo con reflejos de incendios; la aparici�n casi tangible de cabezas l�vidas y extravagantes, cabezas enemigas que se asomaban sobre �l, por las grietas de las paredes, por detr�s de los cuadros, por debajo de los muebles; que saltaban por el suelo separadas de sus cuerpos, y sin embargo animadas de sonrisas diab�licas y haciendo rechinar los dientes con ruidos de otra vida. Horrores de toda especie, �pobre bestia!, se acumulaban sobre su cabeza sec�ndole la sangre en las venas. Hab�a una doble excitaci�n del o�do y de la vista. O�a palabras desconocidas en su vocabulario reducido; palabras insultantes, palabras como ap�strofes hirientes y en�rgicos, injurias, gritos, gemidos, risotadas juntas y confundidas en una mezcla rar�sima, �y nadie las o�a sin embargo! Qu� cruel indiferencia la de aquellos imb�ciles que segu�an jugando sobre la mesa, durmiendo los insomnios de las vergonzosas veladas, o conversando en voz baja, cuchicheando como para no asustar al sue�o que ya se hab�a despedido para siempre de aquel pobre cerebro. Ninguno se mov�a para castigar aquellas visiones de bocas temerarias, que vomitaban impasibles tantos insultos, y que segu�an vociferando hasta que las explosiones violentas de su c�lera s�bita lo pon�an de pie ech�ndolo en su r�pida e incoercible excitaci�n... Las incitaciones, todav�a un poco vivas, irradiadas de las v�as genitales "desarrollaban concepciones igualmente delirantes, impulsiones emotivas de una naturaleza particular"; y era de ver aquella negra ruina que apenas pod�a sostenerse sobre el suelo, aquella sombra sangrienta y supurante, sin ojo y sin carrillo, tambale�ndose como un viejo Sardan�palo tras los placeres alucinatorios de sus eternas vigilias, persiguiendo sus concubinas, que hu�an impunemente de sus caricias, empujadas por el ambiente f�tido que lo circundaba. Bajo el influjo de esta suprema y postrera enajenaci�n, una noche "se levanta de la cama y se presenta repentinamente ante sus veladores, despavorido, trasportado, con un par de pistolas en la mano. La sorpresa, el terror, se apoderan de �stos; huyen espantados y siguen luchando en medio de la oscuridad de la noche; se dispersan por los campos, y a�n algunos pasan el r�o de Luj�n, �hasta que los gritos de los que en su busca hab�an salido los re�ne despavoridos a�n, desgarrados sus vestidos por las espinas, jadeando, temblando de fr�o y de miedo!" [154.] . Bien pronto, y ya era tiempo, comenz� a sentir los horrores terminales de su larga agon�a, hasta que por fin "entre los m�s agudos dolores se rompe una arteria y un r�o inextinguible de sangre cubre su cara y su cuerpo todo hasta que expira el 18 de Enero. �Sangre! �Sangre! �Sangre! He aqu� la �nica reparaci�n que la Providencia ha dado a esos malaventurados pueblos, cuya sangre derram� tan sin medida; morir derramando su propia sangre, solo, sin testigos, pues que hab�a
hecho colocar un centinela en la puerta [155.] ." . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
V. El histerismo de Monteagudo Las necesidades nutritivas, las necesidades sensitivas, las necesidades morales e intelectuales constituyen los tres m�viles ineludibles a que obedece la naturaleza del hombre. Estas tres fases de la evoluci�n humana marcan en la vida de su "g�nero" los tres tramos que ha tenido que ascender para ocupar entre los "primates" el lugar preeminente que le asigna la ciencia. El hombre de la edad de piedra, el troglodita prehist�rico de las cavernas, acaso representado en la actualidad por el Fueguino y el Australiano, ocupan el primer tramo. El hambre, pero un hambre feroz y degradante, absorbe todas sus fuerzas y su vida se desliza como la de la bestia, en medio de las m�s horrorosas org�as estomacales, en que la madre y el padre, arrebatados por las promesas voluptuosas de la embriaguez digestiva, se disputan los cad�veres de sus propios hijos. "Hab�a comido hasta la saciedad -dice Lyon, describiendo el almuerzo pol�fago de un Esquimal- y a cada instante se dorm�a con la cara roja y encendida y la boca entreabierta. A su lado estaba Armaloua, su mujer, que cuidaba a su esposo y le introduc�a en la boca, cuando le era posible, un grueso y asqueroso pedazo de carne medio cocido, ayud�ndolo con fuertes empujones" [156.]. He aqu� todo entero el hombre primitivo. Un tramo m�s arriba, pero nada m�s que un tramo, est�n el Chacho, Ortoguez y el famoso Artigas, que hubieran asombrado con su ferocidad al hombre brutal de las cavernas. La "faz sensitiva" es la segunda etapa, y la "moral" la tercera, en donde el hombre, ya libre o por lo menos m�s independiente de las necesidades brutales de la nutrici�n, da un paso m�s "hacia esa progresiva exteriorizaci�n del individuo en la cual germinan libremente en su esp�ritu las pasiones sociales y los sentimientos morales" que lo elevan a su nivel humano. El est�mago es un tirano implacable: cuando manda, absorbe todas las nobles funciones del individuo, estorbando el libre desarrollo de ciertas facultades cerebrales de cuyo concurso necesita para llegar hasta el per�odo sensitivo; per�odo en el cual el juego de sus sentidos especiales le procura un placer viv�simo, "tanto como para sacrificar la satisfacci�n futura de sus apetitos puramente nutritivos, al deseo ardiente de procurarse un goce sensitivo" [157.]. Entonces es que el cerebro adquiere mayor viveza; sus �rganos tienden a completar su evoluci�n; la vida se hace activa y floreciente y las ideas y los sentimientos, aunque embrionarios y pueriles todav�a, murmuran sin embargo su protesta contra los predominios bestiales. Despu�s, un magn�fico y supremo esfuerzo le da la posesi�n completa de la vida moral e intelectual: el cerebro ha terminado su gestaci�n laboriosa y reci�n entonces el inmediato precursor humano se convierte en el hombre radiante de las edades modernas. El hombre sensitivo es el hombre nervioso; el hombre henchido de emotividad que, a la m�s ligera insinuaci�n del mundo exterior, responde con un estallido. Es el ejemplar humano menos subjetivo, si se quiere, pero m�s sensible, porque basta que la impresi�n, por decirlo as�, roce los sentidos, para que se produzca la descarga, y las emociones nazcan en tumulto con una fecundidad lujuriosa y primitiva. La organizaci�n exquisita de sus sentidos, dotados de una susceptibilidad ing�nita y convulsiva, conspira eficazmente a la formaci�n de su ser, destinado al placer y al sufrimiento eternos. El sonido m�s leve toma en su o�do una amplitud enfermiza, y el rayo de luz m�s tenue hiere con fuerza aquella retina henchida, repercutiendo en su cerebro con el vigor expansivo del trueno. Es el recept�culo de todos los dolores y de todos los placeres; pero de los placeres y de los dolores intensos Y
brutales que sacuden y que crispan la fibra con una intensidad voltaica. All� parece ausente la vida intelectual, reconcentrada para dar lugar a esa vegetaci�n sensitiva ins�lita y abundante que lo domina todo; que absorbe toda la vida del cerebro con su flujo y reflujo vagabundo y constante; que deslumbra la inteligencia con sus luces siniestras y sus tonos calientes; que tiene cimas y baj�os como el oc�ano, resplandores y oscuridades como el abismo, espejismos falaces como el desierto; que hace a los m�rtires y los h�roes, a los gibosos de la naturaleza humana y a los titanes, a los m�s famosos malvados y a los m�s grandes caracteres, y se llama Cromwell, Guzm�n el Bueno, Felipe II, Monteagudo o Juana de Arco seg�n que, las aptitudes morales que encierra virtualmente en su principio el cerebro humano, sean buenas o malas. Toda esa riqueza desordenada de la vida, en ciertas regiones de la zona tropical en donde el r�gimen de los grandes r�os, los fen�menos meteorol�gicos, las convulsiones geol�gicas, tienen, como dice Buckle, una amplitud pavorosa, es la nota culminante en estas naturalezas en las cuales muy a menudo las "piritas" de oro vienen, como vamos a verlo, mezcladas con grandes corrientes de cieno. La lucha es en ellos perpetua y la tregua s�lo viene con el supremo descanso: la pasi�n manda y el car�cter se modela mansamente bajo su influjo con una fijeza tenaz e inquebrantable. He aqu�, pues, el campo fecundo para todo g�nero de trastornos nerviosos. Y Monteagudo era precisamente el hombre sensitivo por excelencia: la organizaci�n m�s dominada por esa sensibilidad abundante que se dise�a con tan vivos colores en estas idiosincrasias meridionales; el hist�rico -diremos la palabra- m�s consumado que encierran las p�ginas de nuestra corta historia. Todos los actos de su existencia en eterna tribulaci�n, todas las ondulaciones de su car�cter cambiante y caprichoso, todos los misterios de su vida, las sombras y claridades de su ser medio confuso, tienen su filiaci�n patol�gica obligada en las interminables sinuosidades de aquella enfermedad que ha sido por mucho tiempo considerada como patrimonio exclusivo del sexo femenino, pero que tambi�n ataca al hombre bajo las mismas formas y con sus estragos irreparables, si bien no de una manera tan frecuente y bulliciosa [158.]. Con sus accesos de furor y de delirio, con sus perversiones profundas de las facultades afectivas que suelen ser su signo dominante; con sus simulaciones instintivas y sus deseos violentos, sus alternativas de suprema exaltaci�n y de abatimiento profundo, constituye una de las enfermedades m�s curiosas y al mismo tiempo m�s terrible e indomable de la Nosograf�a M�dica. La histeria es la enfermedad de las naturalezas ricas y nerviosas; el patrimonio de todos esos organismos en quienes rebosa un exceso de sensibilidad moral enfermiza y que en �l se revelaba en los m�s pueriles actos de su vida llena de circunvalaciones. Lo puede todo este Proteo alternativamente bullicioso y terrible cuando se encierra bajo un cerebro ing�nitamente predispuesto por motivos de raza y de clima; cuando un sol tropical y una vegetaci�n llena de lujuria, que habla tanto a los sentidos con sus invitaciones er�ticas y sus ensue�os lascivos, modela el car�cter, derramando profusamente los g�rmenes siempre fecundos de aquella enfermedad. Los hombres sensitivos tienen en su seno la larva de la histeria: por eso son nerviosos y movibles; f�ciles de conmoverse por los motivos m�s f�tiles, por esto tambi�n son inaccesibles, caprichosos y obstinados. Tienen, como ten�a Monteagudo, los sentidos dotados de una sensibilidad extremada, y la luz un poco fuerte, el sonido m�s leve, las variaciones atmosf�ricas apenas perceptibles para otros temperamentos, los afectan con viveza, conmoviendo vigorosamente sus nervios siempre r�gidos y tensos como las cuerdas de un arpa. El sue�o nunca es en ellos profundo; es a menudo dif�cil, ligero, incompleto y turbado por ensue�os dolorosos, por esos ensue�os y bruscos sobresaltos que hab�an marcado la fisonom�a de Monteagudo. Habitualmente melanc�licos y sombr�os, tienen sus alternativas de alegr�as pasajeras y extremadas, bruscamente interrumpidas por ese c�mulo de pensamientos l�gubres que acaban por levantar en su esp�ritu las
ideas de suicidio, los transportes irresistibles, los llantos inmotivados y las dolorosas palpitaciones, producidas por el malestar infinito que pone en vibraci�n hasta la �ltima fibra de su cuerpo. Cuando la enfermedad se acent�a entran en una agitaci�n convulsiva, que sin revestir los caracteres alarmantes del furor, se manifiesta por una necesidad imperiosa, incesante de movimiento, de febril actividad. Despu�s que ha pasado la ansiedad respiratoria y el paroxismo de agitaciones, con su habitual acompa�amiento de episodios convulsivos completos, sobreviene la calma; pero una calma peligrosa, porque su impresionabilidad c�lida y movible se encuentra exagerada, sus sufrimientos son mayores, y ese s�ntoma temible, que no es raro y que conocemos bajo el nombre de delirio er�tico, hace su entrada en la escena produciendo sus irreparables desastres. Esta es la forma general de los grandes ataques que se reproducen a intervalos m�s o menos largos, separados por una calma completa. La segunda forma tiene un principio r�pido; los accidentes se manifiestan pronto con toda su intensidad y se suceden a cortos intervalos; la tercera se inicia bajo un aspecto de agudeza completa, con fiebre y delirio como la meningitis [159.]; la cuarta comienza por lo general de una manera lenta y gradual con remisiones m�s o menos largas y duraci�n variable. He aqu� las cuatro formas del histerismo vulgar. Hay una quinta y esa es por fin la del histerismo de Monteagudo: la m�s temible por su insidia y su curabilidad dif�cil. Aquella que se presenta con fen�menos relativamente ligeros y que permanece toda la vida en un nivel casi invariable, circunscritos sus trastornos a las facultades morales; con reacciones ps�quicas extremas, exageraciones ruidosas, extraordinarias y hasta repugnantes, y con las deplorables extravagancias efectivas que constituyen la caracter�stica de la forma. Basta el simple examen de su temperamento, el an�lisis superficial de sus actos m�s pueriles, las formas de su cuerpo, la impresi�n de su fisonom�a ba�ada de esta suprema elocuencia que dan las pasiones palpitando en cada rasgo, para hacer recaer sobre �l este diagn�stico, que se impone al esp�ritu con tanta firmeza. Monteagudo ten�a todas las debilidades que encierra la fisiolog�a del histerismo. Los sobresaltos y los caprichos incre�bles de su sensibilidad petulante y pervertida han dado origen a todos estos actos irreflexivos y extravagantes que, con las apariencias vehementes de una intenci�n culpable, eran, sin embargo, el fruto de una perversi�n instintiva de las facultades morales. Su imaginaci�n f�cil y abundante, movible, vivaz, como la chispa el�ctrica; sus abatimientos femeniles y sus reacciones convulsivas tan caracter�sticas, fueron el producto del nerviosismo extremo en que viv�a su cerebro, lleno de fantasmas grandiosos y temibles, esclavo de sus propias insurrecciones e incapaz de las altas concepciones que le han atribuido como hombre de estado, pues son �stas el patrimonio exclusivo de las cabezas equilibradas por el supremo y saludable reposo de una raz�n irreprochable y no de una histeria contumaz brav�a. Sus ojos negros y centelleantes, aquellos ojos hist�ricos, sombr�os y a la vez llenos de luz, en donde estaban como vaciadas todas sus agitaciones secretas, revelaban en el brillo de su mirada especial�sima y aguda, la emoci�n incesante en que lo manten�an sus pasiones precoces y casi siempre imprudentes; aquel gesto dram�tico y pedantesco con que hablaba a las multitudes nerviosas de la revoluci�n, su vanidad teatral, su pueril engreimiento, resumen en dos o tres rasgos capitales toda la sintomatolog�a de su neurosis. Hab�a, pues, predisposici�n indudable para este g�nero de enfermedades, no s�lo en su temperamento, que es una circunstancia fundamental, sino tambi�n en el clima en que se hab�a desarrollado; en los incidentes lamentables de su juventud trabajada por ideas grandiosas pero irrealizables, por aspiraciones ambiciosas y que golpeaban tenazmente su cr�neo, pero que la organizaci�n social del coloniaje hab�a puesto una valla que �l se apuraba por salvar, con un encarnizamiento tanto m�s enardecido cuanto mayores eran los inconvenientes con que luchaba. En la etiolog�a del histerismo, la posici�n social no tiene, como podr�a creerse,
influencia alguna puesto que, seg�n Briquet, ataca a los pobres como a los ricos. Sobreviene, cualquiera que sea aqu�lla, cuando a una predisposici�n nativa o adquirida, fomentada o no por los efectos de una educaci�n imperfecta, se agregan, como suced�a en Monteagudo, las contrariedades innumerables de una vida llena de ensue�os imposibles y de todos estos sacudimientos efectivos intensos, que vinculan la voluntad a las excitaciones sensibles exclusivamente, despertando una oportunidad m�rbida peligrosa. (Jaccoud). La pubertad y la juventud, con su sistema nervioso impresionable, sus afecciones morales viv�simas y la abundante multiplicidad de fuertes emociones, constituyen las �pocas m�s propicias para su desarrollo. Su manera pr�diga de solicitar los placeres sensuales, cuyas estimulaciones concentran la actividad nerviosa en las bajas esferas de la animalidad "favoreciendo el debilitamiento de la voluntad y de las facultades cerebrales superiores; la educaci�n enervadora que excita prematuramente el coraz�n a expensas de la inteligencia; el fanatismo religioso y pol�tico que exalta y conmueve tan profundamente la raz�n; y, por fin, las preocupaciones fuertemente estimulantes que en ciertas �pocas apasionan al esp�ritu, dando al sistema nervioso general una susceptibilidad excesiva, acaban por producir este estado m�rbido tan tenaz y por lo general incurable" [160.]. Determinan tambi�n este resultado, distinto en sus multiformes maneras de presentarse, pero id�ntico en su fondo, siempre invariable, todas las pasiones que dominaban el alma angulosa de Monteagudo: los celos con sus peligrosas impulsiones, la envidia, las decepciones amorosas, los reveses de fortuna, la ambici�n pol�tica y el odio, este odio voraz como la sa�a de un roedor, cuyos arranques sombr�os se revelaban con tanta elocuencia en su frase amarga y en su letra convulsiva. Monteagudo es el m�s acabado ejemplar masculino de este nerviosismo femenil que constituye la enfermedad del siglo, y que es el padecimiento ineludible de las naturalezas enjutas y nerviosas; de las mujeres bellas y quim�ricas que envejecen en el ascetismo de un celibato obligado y so�ador; de los hombres de letras absortos en el trabajo y la meditaci�n, abrumadora de todos los d�as. Es la enfermedad de los ambiciosos -dice Bouchut en un libro palpitante y fant�stico que ha escrito sobre la materia- la enfermedad de los que pierden la fortuna en su carrera precipitada e imprudente, es en fin "una de las formas de la fiebre de los esp�ritus modernos arrastrados por la sed del lucro y el deseo de los placeres". Monteagudo era vano, pueril y satisfecho hasta la impertinencia, primer detalle, que aunque vagamente, permite vislumbrar los contornos indeterminados de su histerismo medio deforme. Cre�ase un hombre irresistible por las seducciones fant�sticas que supon�a en sus contornos, delicadamente modelados y llenos de blandas ondulaciones; por sus modos cortesanos y hasta cierto punto amanerados, y por sus gracias magnificadas en los excesos de su imaginaci�n imp�dica y ambiciosa. En Lima y en Buenos Aires durante las grandes funciones de iglesia de los "d�as patrios", esperaba que las naves de los templos estuvieran cuajadas de esas hermosas mujeres que masturbaban su imaginaci�n, para entrar pavone�ndose, acariciado por las nubes de incienso que, mezcladas al olor de las mil flores que perfumaban el ambiente, y al efluvio de aquellos senos tr�mulos que tanto promet�an a su tenebrosa impureza, estimulaban sus sentidos conmoviendo con caricias lascivas hasta la m�s humilde fibra de su carne. Entraba siempre solo, como para llamar sobre s�, exclusivamente, todas las miradas de las mujeres en cuyos corazones c�lidos cre�a tener un influjo formidable. Caminaba con paso teatral, lento, mesurado, como para que el an�lisis de su cuerpo y de sus ropas irreprochables se hiciera completo, y el ojo �vido de sus supuestas admiradoras se satisficiera hasta el colmo en aquellas exposiciones y en aquellos paseos de s�tiro ebrio. Entonces era cuando su ingenio, aguzado por las insurrecciones de su vanidad, desplegaba todos los recursos de la estrategia, en la confecci�n de esos peinados enormes, en que el cabello rebelde y r�gido de su raza, resistiendo heroicamente las simulaciones que pretend�a imponerle, produc�a en su cerebro fuertes
estallidos de c�lera. Las largas horas, que consagraba a su cuerpo, eran horas de concentraci�n y de recogimiento; y digo de recogimiento, porque este hombre extraordinario ten�a por su persona una especie de culto incomprensible, una adoraci�n infinita que expand�a y desplegaba sus alas delante de un espejo falaz, que recog�a diariamente las irrupciones de su vanidad inconcebible. Su alma torva y oprimida hallaba en las expansiones secretas de sus �xtasis hist�ricos, en aquellos descensos de su car�cter empeque�ecido por los arrobamientos de su infinito ego�smo, una derivaci�n saludable; y cuando el ojo delirante se fijaba con cierta inefable fruici�n en la imagen querida que reproduc�a el espejo, su alma se ba�aba en un v�rtigo profundo y la negra oscuridad de sus sombras desaparec�a como por encanto. Era necesario no olvidar el m�s �nfimo detalle; cuidar que los pliegues abundantes de aquella pechera, que ostentaba tantos voladitos como cabezas de espa�oles hab�a hecho rodar por el suelo de Am�rica, tuvieran la simetr�a y el gusto que exig�a la elegancia de la �poca; que la hebilla del zapato, que oprim�a su pie enjuto y �rabe, estuviera tan limpia y tan brillante como una hoja toledana; la media, blanca como un capullo de algod�n, y las u�as, que encerraban para �l tantos encantos, de una limpieza y de un brillo irreprochable: tal deb�a ser la delicadeza y exquisita finura de su corte, siempre en forma de estricta par�bola, la limpidez inmaculada de la superficie y la rectitud de su engarce. Hab�a en todo esto una mezcla confusa de explosiones hist�ricas y de algo que recuerda ese "delirio de las grandezas", tan especial, con que se inicia la "par�lisis general"; del delirio ambicioso que calienta la imaginaci�n de estos temperamentos, cuya nota dominante es la vanidad casi patol�gica que engendraba en el cerebro de Rivadavia tantas visiones magn�ficas, que produc�a sus maneras ampulosas y arcaicas, el tono sibilino de su voz, su frase so�adora y gong�rica, y el ce�o de Prometeo iracundo con que revelaba el ambicioso concepto que ten�a de su persona. Esos rasgos tan marcados, que traen al esp�ritu el recuerdo confuso del delirio aludido, son uno de los caracteres que m�s revelan a estos neur�patas de neurosis indeterminada, y en cuya fisiolog�a cerebral no se encuentran s�ntomas suficientemente marcados para asignarles un diagn�stico preciso. Manifiestan, es verdad, signos de una perturbaci�n ing�nita indudable, pero no presentan el grupo de s�ntomas con la acentuaci�n requerida para clasificarlos en una forma dada, precisa, como la "melancol�a" o la "man�a", el "delirio de las persecuciones", o "la locura paral�tica" por ejemplo. Por esto se agrupan bajo la denominaci�n vaga, pero que indica sin embargo una perturbaci�n evidente, de "nervosismo", "estado hist�rico", "emotividad exagerada", etc. La estimulaci�n espasm�dica en que viven enardece en algunos "predispuestos" el sentimiento de la propia estima, el cual, solicitado, fecundado por la conciencia de ciertas facultades superiores, crece, aumenta, se hincha, afectando algunas veces las proporciones fant�sticas de una pseudo-megaloman�a. Es este un rasgo que merece notarse, porque es frecuente en las naturalezas privilegiadas pero hist�ricas, como Monteagudo. La locura paral�tica, que m�s f�cilmente aparece en hombres de excesivo temperamento nervioso, estalla en los que encuentra predispuestos por herencia o por cualquier otra causa; los tonos suaves y apagados de este pseudo-delirio se observan de preferencia en los que no tienen la predisposici�n necesaria. En virtud de esa divinizaci�n peligrosa que las escuelas dualistas han hecho del hombre, y de un c�mulo de causas complejas, estas formas de delirios megaloman�acos se han hecho la enfermedad del siglo XIX, as� como la "licantrop�a" y la "demonolatr�a" eran la forma predilecta de los siglos pasados. La manera vertiginosa como se vive ahora y como se viv�a durante la revoluci�n nos parece que es causa suficiente para desarrollar de un modo formidable las susceptibilidades del cerebro, dando lugar al c�mulo de estados psicop�ticos que, desde las simples vaguedades de un histerismo apenas delineado hasta la formidable "par�lisis general", todos entran en el c�rculo amplio de la patolog�a. De los que viven en eterna oscilaci�n en ese mundo de la pol�tica, m�s a�n en
tiempos de bruscas transiciones, como fue la �poca de la Independencia, raro es el que no se siente influido por esta cepa temible que llevan muchos en la cabeza; y raro es tambi�n el que no tiene all� el �vulo fecundado, casi ya el embri�n, de este delirio ambicioso que se disimula, se oculta o estalla seg�n la fuerza de resistencia y la oportunidad m�rbida de cada individuo. Lo que bien puede llamarse la pseudo-megaloman�a, o mejor dicho, la megaloman�a "fisiol�gica" de algunos caracteres es hija de cierta predisposici�n individual y del est�mulo constante en que vive la cabeza, dando por resultado la exageraci�n tenaz de este sentimiento de la propia personalidad, que es en definitiva quien la produce. Nadie presentaba con tintes m�s acentuados estas fisionom�as caracter�sticas que reflejan con tanta elocuencia las preocupaciones orgullosas, los sentimientos exclusivos y ampulosos que dominan al individuo, como Rivadavia: admirable cabeza en perpetuos y grandiosos ensue�os de grandeza; girando alrededor de un ideal lleno de luz y con la creencia, firme en su cerebro, de que era el �nico llamado a cumplir no s� qu� alta misi�n pol�tica y social que le daba ese porte especial�simo que todos le conocieron. "Ten�a el �nfasis de la tempestad y de los erizamientos del le�n", como dice Paul de Saint Victor hablando de Esquilo. Aquella cabeza erguida, colocada con tanta seguridad sobre sus anchos hombros; su palabra breve, imperiosa, campanuda, brotando trabajosamente de su cerebro, empapado en el dogmatismo desde�oso de su escuela; aquel andar mesurado y teatral; la pompa y la ceremoniosa escrupulosidad, con que rodeaba los m�s pueriles actos de su vida y la manera ampulosa de escribir, revelan toda la fascinaci�n que ejerc�a sobre su car�cter el mundo de ideas de grandeza y de c�ndidas quimeras en que vivi� todo su vida. En su figura arrogante y de una belleza estatuaria manifestaba Monteagudo casi todas las l�neas de su car�cter hist�rico. Llevaba -dice el Dr. L�pez- "el gesto severo y preocupado: la cabeza con una leve inclinaci�n sobre el pecho, pero la espalda y los hombros muy derechos. Su tez era morena y un tanto biliosa: el cabello renegrido, ondulado y enjopado con esmero: la frente espaciosa y delicadamente abovedada, pero sin protuberancias que llamasen la atenci�n o que le diesen formas salientes; los ojos muy negros y grandes, pero como velados por la concentraci�n natural del car�cter, y muy poco curiosos. El �valo de la cara, agudo: la barba, pronunciada: el labio grueso y muy rosado: la boca bien cerrada, y las mejillas sanas y llenas, pero nada de globuloso y de carnudo. Era casi alto: de formas espigadas pero robustas; espalda ancha y f�cil: mano preciosa, la pierna larga y admirablemente torneada, el pie correcto y �rabe. El sab�a bien que era hermoso; y ten�a grande orgullo en ello como en sus talentos, as� es que no s�lo vest�a siempre con sumo esmero, sino con lujo" [161.]. Ten�a el labio sensual ligeramente sonrosado, pero habitualmente seco; una boca admirablemente cortada y entreabierta algunas veces con cierta femenil coqueter�a, como para dejar ver dos hileras de dientes blancos peque�os y hermos�simos. Los ojos eran vivos y animados por una luz que ten�a mucho de siniestra; la mirada apasionada y vehemente, y la pupila ampliamente abierta brillaba animada por la fosforescencia felina de un iris limpio y aterciopelado. En presencia de una mujer, temblaba toda su carne, como sorprendida por una suave descarga el�ctrica; y su sensibilidad exquisita sufr�a una especie de "acomodaci�n", como si la preparara para recibir el choque de la emoci�n voluptuosa, que iba por grados iluminando su fisonom�a, y que tanto hac�a brillar sus ojos h�medos e inquietos. Entonces brotaban de sus labios las expresiones m�s apasionadas; su palabra se hac�a flexible, f�cil y untuosa, y a medida que cierto fluido misterioso empezaba a correr por sus nervios, acariciando los sentidos y agitando su pecho, entraban en erecci�n las facultades animales; su feroz lubricidad despertaba a "la bestia" adormecida, poniendo en juego todo el entra�amiento irresistible que la exaltaci�n del sentido gen�sico excita en los individuos de su temperamento brav�o. Todo lo que pudiera adular sus sentidos, manteniendo la estimulaci�n que necesitaba para vivir en constante flujo y reflujo sensitivo aquella naturaleza moral con tantos y tan visibles rasgos de inferioridad, ten�an para �l un halago
supremo e irresistible. El lujo en sus trajes, sus ba�os en aguas olorosas, la abundancia y delicadeza de su mesa, como el cuidado femenil de su persona, siempre perfumada y llena de preciosas joyas, hac�an del Auditor de Guerra un sibarita odioso, absorbido por el sentimiento exclusivo de los placeres sensoriales. En sus relaciones familiares, era insoportable como todos los hist�ricos; antip�tico e inaccesible a esa franca intimidad, al trato f�cil y ameno por el que San Mart�n "ten�a tan cordial predilecci�n". Dir� m�s: no le faltaban sino las convulsiones, el llanto y las risas inusitadas, el acceso franco e intenso de enajenaci�n mental, para acabar de caracterizar su neurosis tan abiertamente hist�rica. Hasta descollaba en la intriga tenebrosa como la hist�rica m�s consumada; ten�a el don de la embrolla tramada y llevada a cabo como solo ellas saben hacerlo; y, para que nada faltara, hasta el erotismo frecuente en la enfermedad, se revelaba en �l con viv�simos colores. Era -dice el ilustre autor de la "Revoluci�n Argentina"- "un alma soberbia y opaca al mismo tiempo; formada no s�lo en las doctrinas de los Monta�eses de la Revoluci�n Francesa, sino con la man�a peculiar (y por cierto fundad�sima), de que se parec�a a Saint Just. Este terrible joven de la Convenci�n francesa de 1793 era el modelo del joven Monteagudo en todo: en estilo y en doctrina; sin que esto impidiera que, cuando cambi� de dem�crata demoledor a monarquista intransigente, conservara la misma tiesura de ideas y fuese un Demaitre. El trato de Monteagudo, a causa de sus indisputables talentos, era inc�modo, porque en cada palabra y "en cada adem�n transpiraba la alta idea que ten�a de s� mismo, y hac�a" sentir la superioridad de sus conocimientos y de sus trabajos. "Monteagudo, cuyos amplios prop�sitos todos comprend�an y acataban, "era malo, da�ino y nada escrupuloso" en los medios con que los serv�a, o en la pol�tica que aconsejaba. No era cobarde en su puesto; pero su "imaginaci�n sombr�a y al mismo tiempo artera, era asustadiza y prevenida" en el terreno de la pol�tica y contra los enemigos de sus planes y de sus prop�sitos. "La exageraci�n de las resoluciones, y el extremo de las responsabilidades del poder, no le asustaban, sino que tentaban su alma con esa vaga inclinaci�n" que todos los hombres sienten en las grandes alturas por echarse al abismo. Para �l era gusto innato obrar "con un rigor inexorable" al servicio de una causa puesta en peligro, y no buscaba en ello otra satisfacci�n propia que la de servir en ese sentido como mero agente, los intereses de un personaje poderoso, a quien �l tuviese por instrumento predestinado de los prop�sitos que llenaban su alma. Ese era su genio y "era su necesidad moral". As� es que al obrar bajo el influjo de "esa fatalidad maligna, obedec�a a su naturaleza", sin preocupaciones ningunas de ego�smo personal, y siempre teniendo en vista, a su modo, grandes prop�sitos pol�ticos" [162.] . He aqu� desarrollada en pocas palabras, y de una manera admirable, toda la fisiolog�a cerebral del c�lebre Auditor de Guerra. Ya veremos en el curso del cap�tulo siguiente los tres principales rasgos que acaban de caracterizar su histerismo. VI. La conducta instable de Monteagudo Tres rasgos fundamentales y caracter�sticos dominan la vida de Monteagudo. a. La movilidad excesiva de ideas. b. La volubilidad de sus sentimientos y afecciones. c. La extremada excitabilidad gen�sica. Ellos manifiestan clara y distintamente la �ndole de su organizaci�n cerebral: est� vaciada all� toda la psicolog�a extraviada y an�mala del famoso "carnicero de la Revoluci�n". Su habilidad suma para la intriga oscura y diab�lica; la extravagancia de ciertas ins�litas inclinaciones y alg�n otro rasgo de su vida �ntima, son detalles secundarios que complementan, sin embargo, el cuadro de la sintomatolog�a variad�sima que tiene esta afecci�n. Ten�a la plasticidad cerebral de la hist�rica legendaria, que cambia su car�cter y la �ndole de sus concepciones ps�quicas, con la misma facilidad con que transforma sus transportes amorosos en impulsiones del
odio y del encono m�s formidables. En este histerismo de larga evoluci�n, las manifestaciones de la inteligencia tienen cierta aparente solidez, porque la neurosis se desarrolla por �pocas de una duraci�n relativamente larga: el enfermo cambia de "un a�o para otro"; en cambio, en las histerias agudas y ruidos�simas que estallan en la juventud y en la menopausia, los cambios son bruscos y se suceden en un corto espacio de tiempo: de un d�a para otro, y aun en pocas horas, a tal punto es cambiante y movible esta tensi�n nerviosa tan maligna. Las personas que la padecen pasan con excesiva facilidad de la m�s profunda tristeza a la alegr�a m�s amplia y contagiosa, de la desesperaci�n a la esperanza, del odio reconcentrado y amargo, al amor m�s concentrado y ardiente. As� es que sus inspiraciones se resienten de la tensi�n excesiva en que viven esos esp�ritus fant�sticos y arteros como el de un ni�o voluntarioso; por eso nacen vivas sus impulsiones exaltadas, expansivas como gases comprimidos, prolongando su dominio mientras dura la impresi�n interna que las ha producido. Por cierto que no hay nada m�s insoportable ni m�s peligroso que una de estas personas afectadas del "morbus estrangulatorius", como le llamaban pintorescamente los antiguos. D�galo el mismo Monteagudo, si no. Una mujer hist�rica, la Grasser (y vaya este caso como ejemplo palpitante de lo que puede la histeria), ha sabido enga�ar durante diez a�os a los magistrados m�s experimentados; inducir en error a un gran n�mero de m�dicos; mistificar sin cesar a la autoridad, dando lugar a las aventuras m�s inesperadas. Pasaba alternativamente de la c�rcel correccional al hospital de locos, del hospital de locos a la prisi�n y de �sta a la casa de fuerza. Su vida no ha sido sino un largo encadenamiento de peripecias extraordinarias, de simulaciones tan variadas como h�biles. Seg�n las necesidades de la causa, se manifestaba tranquila o furiosa, loca, muda, alucinada, pose�da del diablo, d�bil de esp�ritu o reum�tica, mentirosa, falso testigo o ladrona, dando prueba de la energ�a m�s rara, del descaro m�s grande, y de la inteligencia m�s vivaz [163.] . Ese es, pues, el histerismo t�pico, acabado; desesperando al ojo m�s avezado con sus peculiaridades curiosas; extraviando al juicio m�s recto con esas apariencias falaces de salud intelectual; confundiendo, embrollando, oscureciendo el diagn�stico, con la enorme e infinitamente variada multiplicidad de sus expresiones en perpetua transformaci�n. Los otros matices, formados por una degradaci�n insensible del color primitivo, participan con m�s o menos intensidad de la influencia de la cepa originaria, y desde la forma exuberante y, hasta dir�amos, lujuriosa, que tiene su expresi�n acabada en la Grasser, hasta esas otras maneras indecisas que se observan en las j�venes en cierta edad temprana de la vida, todas revisten en medio de su disparidad aparente cierta unidad que las vincula a un g�nero nosogr�fico indestructible. Ese neurosismo, que es una zona intermedia entre el gran estado hist�rico y los vapores apenas perceptibles de las j�venes, es el mal de Monteagudo, manifest�ndose con su caracter�stica infaltable: la incesante movilidad intelectual y moral, sin las terminaciones delirantes y sin ninguno de los s�ntomas som�ticos de la histeria vulgar. Bastar�an estos dos �nicos datos: movilidad patol�gica de ideas y volubilidad de sentimientos, agregados a la exageraci�n de su sentido genital, para revelarlo completamente. Sus cambios, tan bruscos como extravagantes y radicales, no eran productos de influencias que ven�an de afuera, no eran la obra del medio social en que viv�a; ni se produc�an tampoco bajo la presi�n vehemente de alg�n car�cter altanero y superior al suyo que lo dominara; ni menos por el influjo de conveniencias de partido o de miras especulativas; era su neurosismo que operaba incesantemente su evoluci�n y que con arreglo a su genio propio se manifestaba as�. Monteagudo era variable en sus sentimientos y en sus ideas porque era hist�rico; fue eternamente ni�o, ni�o enfermizo y terrible, artero y voluntarioso, como todos los neur�patas de su clase. �Qu� no ha sido en su vida! �Ha recorrido toda la gama de los colores y de las afecciones pol�ticas, como si buscara un ideal quim�rico que no pudo encontrar
jam�s� �Qu� hombre tan incomprensible!, �qu� car�cter tan confuso!, para los que no tienen la clave del enigma. Ha estado en cortos y diversos per�odos apasionado, pero apasionado con la pasi�n vehemente y tenaz de su histeria, de todas las formas de gobierno y de todos los hombres superiores de su tiempo. Ha cre�do amar y ha odiado con toda la exuberancia propia de su temperamento; ha sufrido todos los dolorosos desfallecimientos, las deplorables humillaciones a que lo arrastraba su manera de ser enfermiza y atrabiliaria; y esos momentos de arrogante soberbia, aquellas reacciones supremas que dan a su individualidad moral cierto temple falacioso, m�s bien que reacciones, parec�an accesos convulsivos, seguidos con frecuencia de un temible colapso. Las primeras palabras que brotaron de sus labios fueron de encomio y de amor hacia la persona del Rey. Fue monarquista y arist�crata: "el Rey asegurado en su trono -dec�a en su disertaci�n inaugural- reina pac�ficamente y rodeado del resplandor que recibe de la misma Divinidad, alumbra y anima su vasto reino!! Ninguna idea de sedici�n llega a agitar el coraz�n de sus vasallos; todos le miran como a imagen de Dios en la misma divinidad, alumbra y anima su vasto reino dominante de la sociedad civil". Este transporte de admiraci�n tan extremoso hubiera parecido exagerado a�n en boca del mismo oidor Uzzos y Mozi, a quien iba dirigido: aquel extravagante modelo de sumisi�n colonial revelaba una especie de �xtasis, dejando entrever las l�neas medio confusas de ese estado hist�rico en que la voluntad se atrofia transitoriamente, dando al cuerpo la docilidad extra�a que caracteriza su automatismo. Hab�a en estos conceptos extravagantes una pasi�n admirativa, un exceso de sumisi�n aun para la �poca misma en que se produc�an. Chuquisaca con su atm�sfera servilmente aristocr�tica no produjo, sin embargo, en los cerebros de los otros precursores de la Revoluci�n, semejantes explosiones. Esto sea dicho de paso, para los que ven en ese rasgo una influencia del medio y de la �poca. Pero esta faz mon�rquica dur� poco, como ten�a que suceder. Monteagudo se hizo en la Paz, y en Chuquisaca mismo, revolucionario ingobernable, llegando "bruscamente" la exaltaci�n de sus ideas hasta el m�s alto grado de furor demag�gico. Y es menester fijar la atenci�n en este cambio de ideas, cuya brusquedad ins�lita tiene todo el valor caracter�stico de un s�ntoma patognom�nico. En 1810, y a prop�sito de la ejecuci�n del Mariscal Nieto, presidente de Charcas, y de Sanz, gobernador e intendente de Potos� y C�rdoba, que hab�an querido oponerse al movimiento revolucionario levantando al alto Per�, escrib�a en su "M�rtir o Libre", arrebatado por un entusiasmo enfurecido, estas palabras que manifiestan todo el fervor que herv�a en su cr�neo: "Yo los he visto expiar sus cr�menes y me he acercado con placer a los pat�bulos para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por su triunfo!" "Por encima de sus cad�veres pasaron nuestras legiones; y, con la palma en una mano y el fusil en la otra, corrieron a buscar la victoria en las orillas del Titicaca; y reunidos el 25 de Mayo de 1811 sobre las magn�ficas ruinas de Tiaguanaco ensayaron su coraje, jurando en presencia de los pabellones de la patria empaparlos en la sangre del p�rfido Goyeneche"... "Yo no temo hablar en este lenguaje -dec�a despu�s, desde la tribuna de la Sociedad Patri�tica- aunque se irriten las furias del averno". Todav�a va m�s all�. Despu�s del imponente desastre del Huaqui, en que el ej�rcito independiente qued� completamente aniquilado, su furor democr�tico lleg� a su mayor crisis y las p�ginas de la "Gaceta de Buenos Aires", que entonces redactaba asociado al Dr. Paso, muestran cu�l era el fervoroso entusiasmo con que se hab�a asimilado todas las teor�as revolucionarias de la �poca, ampliadas despu�s y con mayor delirio en sus c�lebres y turbulentos discursos. Comp�rense estos �ltimos escritos suyos con la oraci�n inaugural a que hemos hecho alusi�n m�s arriba, y se ver� la inestabilidad mental propia de la histeria, abri�ndose paso al trav�s de todas estas manifestaciones aparentemente triviales. Verdad es que entonces estaba en la �poca de la vida m�s propicia para el desarrollo de los trastornos neur�sicos, a que responden estos cambios infinitos. Contaba 25 a�os y un temperamento nervioso-bilioso en la plenitud de su vigor; un cerebro exuberante y ro�do por las mil amarguras que le acarreaban su cuna humilde
y sus incurables dobleces de car�cter; ten�a todas las aspiraciones, todas las exigencias, todas las petulancias y caprichos de la edad; y finalmente, se agitaba en medio de una sociedad dolorida por las alternativas de una pubertad dif�cil, sufriendo el contacto diario, el choque ineludible, pegajoso, de otros temperamentos an�logos. Todo esto, que puede decirse encierra una parte importante de la semiolog�a de sus males, basta, en mi concepto, para explicar el desarrollo de una enfermedad que en muchas ocasiones no tiene etiolog�a conocida. Pronto se secaron en sus labios "los arrogantes ap�strofes al despotismo" y dej� de preferir como L�pido "la procelosa libertad a una esclavitud tranquila", palabras que le serv�an de ep�grafe en su c�lebre oraci�n de la Sociedad Patri�tica. Entonces clam� por la dictadura personal, como el �nico gobierno posible para regir estos pa�ses, y �l, el dem�crata demagogo, sostuvo, con su pluma y con su influjo, el cesarismo de Alvear e hizo en sus escritos la apolog�a de las tiran�as [164.] . A pesar de esto, en 1813 sus art�culos publicados en la "Gaceta" revelaban sus inclinaciones al gobierno presidencial, a imitaci�n del de los Estados Unidos, y, para que su extra�a versatilidad de ideas fuera m�s groseramente visible, al final del "mismo escrito" se manifestaba �partidario del gobierno unitario! [165.] . En 1815 la forma de gobierno que absorb�a su entusiasmo no era ya ninguna de las citadas: "la excelencia de la forma mixta del gobierno ingl�s le parec�a m�s adaptable para los pueblos libres [166.] . En Chile volvi� a sentir vacilar sus ideas el antiguo dem�crata: el agua helada de los torrentes andinos, en que se ba�aba con frecuencia, no hab�a logrado modificar la excitabilidad de aquel cerebro movedizo. En el "Censor de la Revoluci�n", que tiene "un gran significado en la historia de la evoluci�n de sus ideas pol�ticas", apag� definitivamente hasta el �ltimo destello de su amor a Rousseau y a los otros escritores de este g�nero [167.] . En su concepto, no est�bamos en condiciones de constituirnos con arreglo a las instituciones inglesas o norteamericanas, "no pod�amos aspirar a ser tan libres como los que nacieron en esa isla cl�sica que ha presentado el gran modelo de los gobiernos constitucionales, o como los republicanos de la Am�rica septentrional, que educados en la escuela de la libertad, osaron hacer el experimento de una forma de gobierno, cuya excelencia a�n no puede probarse satisfactoriamente por la duraci�n de 44 a�os" [168.] . No se detuvieron aqu� sus enormes e inconcebibles cambios. En el Per� se hizo partidario del gobierno mon�rquico, con cuyo prop�sito, afirma uno de sus bi�grafos, tom� a su cargo el "Pacificador del Per�"; y por fin en 1825 torn�se admirador entusiasta y partidario de la forma republicana de gobierno, que en otro tiempo tanto hab�a odiado. A tal punto llegaba la inconsistencia de opiniones en aquella cabeza, que much�simo bueno pudo producir a no haber sufrido con tanta fuerza la instabilidad mental del histerismo. No hubo en su cerebro an�malo ning�n sentimiento, ninguna idea que echara ra�ces profundas. Todo: ideas y afecciones, brotaban con una vivacidad extraordinaria e inusitada, pero eran fugaces y transitorias; pasaban rozando la superficie de aquella inteligencia que las recib�a sin fijarlas. Conservaba moment�neamente las impresiones, pero la sensaci�n cerebral correlativa se borraba sin dejar en la c�lula el recuerdo estable e incorporado a la personalidad. Se borraban, para dar lugar a otras impresiones y a otras ideas de distinta �ndole, antag�nicas, confusas, extravagantes e igualmente fugaces y transitorias. Era, como he dicho antes, un caleidoscopio manejado por la mano nerviosa de un ni�o. Alternativamente, fue colaborador y amigo entusiasta de Alvear, para despu�s constituirse en su enemigo m�s cruel; instrumento d�cil y admirador caluroso de San Mart�n, a quien intrigaba m�s tarde inspir�ndole los amargos reproches que estampaba en su c�lebre carta a Pueyrred�n [169.] ; "amigo", seg�n �l mismo se dec�a, de Jos� Miguel Carrera [170.] para ser muy pronto su enemigo y el verdugo implacable de sus dos hermanos, a quienes asesin� con la sa�a de un felino hambriento. Y finalmente: olvid� para siempre a su patria, que tanto dec�a haber amado, pidiendo en cambio de "importantes servicios" la ciudadan�a chilena
[171.] . �Qui�n no ve en estos cambios radicales, en estos espasmos e incertidumbres, las expresiones caracter�sticas de su histerismo? Tal fue la manera de ser de su inteligencia; tal es la de la histeria no convulsiva, cuyos accidentes son de orden intelectual y moral. Extra�as palpitaciones las de aquel esp�ritu en perpetuo clamoreo. Amaba, o mejor dicho, admiraba, porque probablemente no am� jam�s y, porque los sentimientos que con m�s intensidad se manifestaban en �l, eran el odio y la admiraci�n; el odio temible, corrosivo, mortal; y la admiraci�n humilde, servil, depresiva, que hace descender el nivel humano muy por debajo del de su ascendiente simio. Amaba hoy con el servilismo y la tensi�n admirativa de que s�lo �l era capaz, para aborrecer ma�ana con aquella c�lera suprema que estalla en todas sus venganzas. Todas sus disposiciones morales son otros tantos signos t�picos de su afecci�n nerviosa. Ten�a hasta esa locuacidad extrema que suele alternar en las hist�ricas con momentos de profunda melancol�a, de llantos sin motivo, de gemidos y de lamentaciones trist�simas; y, de acuerdo con esta tendencia a las bruscas transiciones, sigui� en sus afectos la misma "gama" caprichosa que en sus opiniones pol�ticas. En medio de esta movilidad sorprendente, s�lo conserv� �ntegro, inalterable hasta la tumba, el odio tenaz a los espa�oles que fue el m�vil de muchas de sus violentas determinaciones, y tal vez la �nica causa que lo arroj� en brazos de la Revoluci�n. Su mismo amor a la Independencia, que si hubiera participado de la intensidad de sus odios habr�a salvado su nombre de las lapidaciones que lo cubren, sufri� un eclipse completo como el resto de sus sentimientos. Monteagudo fue ap�stata: se sinti� un instante embargado de la horrible depresi�n moral que echaba a su esp�ritu en las corrientes peligros�simas de la enfermedad, e intent� pactar con la Inglaterra "la venta" de las provincias platinas [172.] . Cuando descend�a en la intensidad de sus afectos, lo hac�a siempre como un verdadero hist�rico, sin gradaciones ni penumbras. Toda la vigorosa altaner�a que con tanta impertinencia mostraba en sus �pocas de bonanza, torn�base en hondo y lamentable abatimiento apenas la fortuna dejaba de sonre�rle. Su �nimo deca�a bruscamente, con la intensidad propia de su intemperancia sensitiva; la postraci�n era infinita y la irresistible fogosidad, que alumbraba su esp�ritu en las noches amargas de Lima, se apagaba con la misma facilidad con que volv�a a brillar despu�s. Y cuando la mano pesada de "Don Jos�" se levantaba crispada y formidable sobre su cabeza, la altivez aquella torn�base en humildad, y Monteagudo desaparec�a, dominado, absorbido por el irresistible magnetismo de aquella personalidad que lo pod�a todo con el influjo de su cesarismo "sui-generis". Entonces rogaba en un tono y con una bajeza que espantan, implorando la caridad en largas y deplorables lamentaciones; ped�a "tan solo un sueldo" que le permitiera vivir con decencia, la Secretar�a de una misi�n en Europa, la protecci�n de los grandes a quienes preguntaba, imprimiendo a su voz las inflexiones del lamento, "si ser�a posible que lo abandonaran a sus enemigos, cuando pod�a servir y salvar de tanto escollo". "Haga Vd. este favor a un patriota" -escrib�a a O'Higginsrebuscando la frase m�s melosa y m�s humilde; besando la planta, arrastrando la barriga por el suelo: "haga Vd. este servicio a un patriota y a un amigo suyo que s�lo siente no haber dado pruebas de ello" [173.] . Cuando escrib�a esta carta, llena de tanta amargura, sus desfallecimientos hab�an llegado a su colmo: la soledad desesperante de su destierro contribu�a eficazmente para hacerlos m�s bruscos y temibles, bailando su esp�ritu en una desesperaci�n abrumadora... �Y cu�n frecuentes son en las personas hist�ricas estos r�pidos descensos del nivel moral! Con cu�nta facilidad desaparecen sus extra�os frenes�es, transform�ndose s�bitamente en una especie de decrepitud transitoria, de lasitud silenciosa y oscura. Empiezan, como Monteagudo, a girar en la altura infinita en que �l se columpiaba manifestando sin vigor de bronce... y giran y giran descendiendo r�pidamente, as� que, aquel ardor enfermizo que vigoriza y templa moment�neamente la fibra se consume en su propia lumbre y por su propio exceso.
Caen como heridos en el coraz�n, en el "nudo vital" del bulbo y descienden bruscamente "como cuerpo muerto cae". Como sub�a y descend�a Monteagudo, se sube y se desciende en la histeria: ese es uno de sus caracteres m�s conocidos. La energ�a indomable de aquel hombre era un fuego de artificio, o mejor dicho, las convulsiones de su histerismo. El Monteagudo de Lima, el Monteagudo de los procesos de San Luis, era el hombre ficticio, el hombre patol�gico obrando de acuerdo con el genio de su propia enfermedad y obedeciendo a la impulsi�n maligna que nac�a en su cerebro contundido por tanto est�mulo. Por eso su imaginaci�n era "sombr�a y al mismo tiempo artera, asustadiza y prevenida"; por esto era que la "exageraci�n de las resoluciones y el extremo de las responsabilidades del poder no le asustaban, sino 'que tentaban su alma', con esa vaga inclinaci�n que todos los hombres sienten, en las grandes alturas, por echarse al abismo" [174.] . He ah�, pues, evidente, otro de los signos dominantes de esta neurosis: la perversi�n de las facultades afectivas y de la sensibilidad, que Monteagudo demostraba en todos sus actos, es semejante a la que lleva a las hist�ricas a cometer hechos reprensibles y hasta criminales. El tercer rasgo caracter�stico de su fisonom�a moral, y que complementa definitivamente el cuadro de su estado enfermizo, eran sus disposiciones er�ticas, sus h�bitos viciosos y el ardor excesivo de su sensualismo intemperante y sediento. Esta exacerbaci�n singular de los apetitos gen�sicos, compatible con la salud cuando no llega a los extremos de la ninfoman�a o de la satiriasis, constituye uno de los signos, sino constante, por lo menos esencial e importante de la influencia que la histeria ejerce sobre los que la padecen [175.] . Se afirma que para Monteagudo "el amor carec�a de los supremos encantos" que tiene para todos los hombres moralmente bien constituidos; que buscaba la carne �nicamente, la forma tentadora y sensual de la "zamba", naturalmente d�cil y complaciente; la plegaria abrasadora de esas pupilas negras que miraban tr�mulas y como atra�das por la �rbita oscura en donde se mov�an sus dos ojos malvados; las promesas de todos esos labios pre�ados de brutal erotismo, h�medos y temblorosos, que imploran el placer con el grito agudo y desesperante de los sentidos irritados por un largo contacto; el gemido convulsivo, el estallido del nervio, sacudido por las sensaciones tremendas de los placeres supremos. No era la "dulce e �ntima fruici�n del alma enamorada" la que lo apegaba tanto a las mujeres, sino el apetito brutal, el contacto practicado de una manera abusiva, la sensaci�n irresistible que lleva al extremo doloroso de los placeres solitarios, �ltimos vestigios e implacables testimonios de un libertinaje m�rbido [176.] . "La vanidad y el orgullo, la seducci�n y el adulterio -dice uno de sus bi�grafos-, esos eran algunos de los rasgos culminantes que caracterizaban en �l la m�s noble funci�n de la humanidad". Monteagudo era lascivo por su temperamento y por su enfermedad; y esta aberraci�n de los sentimientos gen�sicos, asimilable a su neurosis y perfectamente compatible con una alta inteligencia, constituye por lo general uno de los caracteres m�s acentuados del neurosismo hist�rico. Puede ser la �nica, o la m�s vigorosa y elocuente manifestaci�n de la histeria libidinosa, que en tales casos oprime y atrofia en el hombre, y hasta en la mujer m�s p�dica, el sentimiento siempre altivo de su propia honra. Las grandes saturnales hist�ricas, que refiere Moreau de Tours en su reciente libro sobre las aberraciones del sentido gen�sico, tienen sus h�roes y sus frecuentadores asiduos en todos estos productos enfermizos de las sociedades refinadas y decadentes; en aquellos libertinos, por neurosismo ing�nito o adquirido, que atraviesan la vida, como Monteagudo, con el apetito casi siempre insaciable de los placeres. Es que estos placeres hablan, o m�s bien dicho, exigen al organismo con el imperio de las necesidades nutritivas conjuntas: no solicitan como el sue�o y la suave postraci�n del cansancio, exigen como el hambre, piden como la sed, y como el ansia de aire, que es la suprema e ineludible necesidad de la vida. El erotismo de Monteagudo tiene algo como una filiaci�n bochornosa en las p�ginas m�s brillantes de la historia. Reproduc�a o evocaba el de otros grandes hombres,
cuya enorme vitalidad se desbordaba en estas exaltaciones crueles. Julio C�sar "omnium virorum mulierem et omnium mulierum virum" como le llamaba Curion, apuraba con una manera insaciable todo el placer que la corrupci�n romana pon�a en sus manos. Tiberio, otro enfermo, con el sentido genital pervertido "desde la cuna", y que ha hecho ruborizar a la historia con su erotismo, era libidinoso hasta en los crueles suplicios que inventaba [177.] . Cal�gula invitaba a la luna a participar de su lecho y manten�a infame comercio con L�pido y algunos otros j�venes extranjeros puestos en sus manos como rehenes:... "un d�a se oyeron en el palacio los gritos de C�tulo, joven de familia consular, cuyo temperamento no era suficientemente vigoroso para aguantar las violencias est�pidas de Cal�gula"... Claudio, a pesar de sus temblorosas rodillas y de su constituci�n precaria, lo mismo que Galba, Ner�n, Tito y Heliog�balo, vivieron encenagados en el m�s horrendo libertinaje. Sixto IV pertenec�a a una familia de sodomitas que hac�a de la prostituci�n un ramo de industria. Sobre Le�n X hace recaer Jovius la misma acusaci�n. Enrique III repart�a su vida, como dice Moreau, entre la prostituci�n y la devoci�n; y las caricias indiscretas que prodigaba a sus famosos "Mignons" le atrajeron el odio de las damas de la corte. El incesto para el duque de Orleans no era sino una "diablura", como lo atestiguan sus tentativas infames de corrupci�n dirigidas contra la princesa de Lamballe y contra su propia hija la abadesa de Chelles. Y, para terminar esta desagradable y corta enumeraci�n, citaremos a Luis XV "dont la vie ne fut q'une perp�tuelle d�bauche", y para quien era indiferente todo lo que no se presentaba con la promesa de un placer; Luis Felipe de Orleans, cuya vida fue una mezcla de infamias y de grandes cosas; Federico el Grande; y finalmente el conde de Charolais, de l�gubre memoria, cuyo horrible cinismo e inaudita ferocidad ha descrito el autor citado [178.] . Estos erot�manos de la larga familia de los Monteagudo y los Bol�var (que tambi�n pagaba ampliamente su tributo a Pr�apo), tienen, por temperamento como Bol�var, o por enfermedad y por temperamento como Monteagudo, concentrada toda su vida sobre este sentido que se sobrepone a los otros, vinculando a su servicio las m�s nobles facultades del hombre. No hay nada bueno posible en el mundo cuando circula, con tanta abundancia por los nervios de un hombre, ese apetito que se difunde estremeciendo la fibra y reanimando las fuerzas; que va creciendo, aumentando, hinch�ndose como la mar picada, hasta afectar en los individuos predispuestos, sobre todo, las proporciones enormes y repugnantes de un erotismo irresistible... El uso habitual de ciertas sustancias que estimulan el sistema nervioso, el clima c�lido que crea el coadyuvante de un temperamento ardiente y bullicioso, y que levanta los apetitos ven�reos hasta la categor�a de necesidades irresistibles, hab�an contribuido a desarrollar en aquel grande adorador del Aretino esta exaltaci�n tan caracter�stica del sentido de la generaci�n. No le era posible resistir al empuje, visiblemente enfermizo, que lo arrastraba hacia los placeres sensuales desordenados, como si llevara hecho carne en su cerebro todo el c�nico desbordamiento que rein� epid�micamente en la Roma de Cal�gula y de Popea. Por eso buscaba, casi siempre, a todas esas mujeres en quienes un pudor moribundo dejaba ancho campo a la satisfacci�n de sus prop�sitos lascivos, y complac�a su erotismo hidr�pico en la lectura licenciosa del "divino azote de los pr�ncipes". He ah� la consagraci�n m�s tenaz de su vida. Ella s�, no cambi� nunca; por lo mismo que era org�nica y enfermiza, fue en la vida su sola pasi�n variable, su inclinaci�n constante, lo �nico que en su ser moral se mantuvo inalterable en medio de su extravagante variabilidad. Si Monteagudo hubiera gozado alguna vez de las dulzuras de una existencia reposada, hasta habr�a tentado reproducir, por exceso de sensualismo, aquella extra�a fantas�a que cre� el l�gubre Hawthorne en la "Ni�a envenenada". No habr�a vivido aspirando los efluvios envenenados de las plantas de Rapacini, sino cultivando con amor las diversas especies de Orchis, que por la disposici�n de sus tub�rculos eran considerados por los antiguos como poseedores de grandes propiedades afrodis�acas; porque en medio de su excesiva lujuria, era artista consumado y su genetismo abundante necesitaba echar mano de todos los recursos del
arte, recorrer todos los tonos del placer, asociando al sentido gen�sico el concurso eficaz de los otros. Por eso le gustaba la m�sica y el baile, pero a condici�n de que encerrara alguna promesa voluptuosa... En un jard�n sombr�o, medio perdido en el repliegue de alg�n valle tucumano, y bajo la temperatura mansa y amorosa de una eterna primavera, vivir secretamente y como abstra�do en su ascetismo sensual, cultivando las plantas cuyos jugos dan fuerza a filtros eficaces. Y acariciado por las alas calientes de la cant�rida aclimatada en aquel aire tibio y saturado de supuestas emanaciones estimulantes, restaurar sus fuerzas consumidas en el cansancio de alguna noche tiberiana. A ese respecto, Monteagudo ten�a un conocimiento abundante de las leyendas f�licas y de toda esta bot�nica er�tica que ha producido la materia m�dica popular. Conoc�a las propiedades ven�reas atribuidas al "cedr�n", su planta predilecta; al "nardo" que deja, al ser estrujado entre las manos, ese ligero olor seminal que estimula voluptuosamente el olfato de las mujeres; de la "mandr�gora", de la "valeriana" y la "concordia", de la "yerba conyugal" y de la famosa "orchis odorat�ssima" con su poder de excitar la sensualidad. Todo, como vemos, era la consecuencia obligada de su afecci�n y de una predisposici�n org�nica marcada, que constituye lo que Tardieu ha llamado el temperamento genital, y que, a menudo, coincide con un conjunto de caracteres f�sicos particulares que exist�an en �l: "predominio del sistema nervioso, m�sculos esbozados con delicadeza, desarrollo mediocre del tejido adiposo, cabellos negros y abundantes, una fisonom�a expresiva y movible, boca grande, labios gruesos y de un rojo vivo" [179.]. Lo que sucede en las mujeres hist�ricas respecto a sus disposiciones er�ticas se ve igualmente en los hombres cuyos deseos violentos suelen presentarse de una manera no menos horrible y repugnante. Concluyamos tocando ligeramente lo que puede muy bien llamarse la terap�utica de su enfermedad. Es decir, los remedios que instintiva o intencionalmente se aplicaba como tratamiento. Cuando acompa�aban a Bol�var, los oficiales lo ve�an dirigirse "a los fr�os torrentes de la Cordillera donde, sentado sobre unos pe�ascos, se dejaba ba�ar por aquellos raudales helados". La intens�sima impresi�n de fr�o era el alivio de sus tormentos cerebrales, tal vez ilusorio y aun peligroso, por la acci�n estimulante del agua a tan baja temperatura. El agua fr�a no es un sedativo "directo", sino m�s bien un excitante, cualquiera que sea el procedimiento aplicado: cubiertas mojadas, inmersiones, etc., etc. [180.]. Es indudable que la hidroterapia produce resultados satisfactorios en los estados de neurosismo, histeria, etc.; y, como dice Bloch, si se quiere conocer bien la acci�n general del agua fr�a, es en estas afecciones que debe estudiarse. Pero el examen de las diversas faces por las cuales pasa un neur�pata, exclusivamente sometido a un tratamiento de esta naturaleza, demuestra que el agua fr�a no es en realidad sino un agente excitante (Bloch). Prueba de ello son los casos de urticaria y for�nculos que se manifiestan, despu�s de un tiempo variable, en los sujetos sometidos a estos tratamientos; los s�ntomas de erotismo nervioso que aparecen bajo la influencia fuertemente perturbadora del agua fr�a, y la manera penosa y poco agradable con que se hace sentir la primera impresi�n, durante la cual la respiraci�n se pone irregular y de inspiraciones cortas, profundas y como espasm�dicas [181.]. Siendo as� que el agua fr�a, lejos de ser un sedante inmediato, es m�s bien un estimulante, y que a pesar de su pasi�n por los ba�os helados, Monteagudo no se ba�aba con la regularidad, la frecuencia y los requisitos de un tratamiento m�dico, sino con intermitencias peligrosas y a distintas temperaturas, es claro que este tratamiento, lejos de aliviarlo, lo enardec�a a�n m�s, estimulando, m�s bien que amortiguando, aquel erotismo cerebral que dominaba todo su ser. Es indiscutible que la hidroterapia obra ventajosamente sobre estas neurosis; pero obra a la larga, porque en las formas de neurosismo en las cuales las perturbaciones son activas y casi continuas, como suced�a en Monteagudo, no es sino despu�s de un largo y regular tratamiento que se obtiene resultado, pues las alteraciones de la inervaci�n, en raz�n del h�bito m�rbido contra�do, tienen sin
cesar una tendencia marcad�sima a renacer. Por lo tanto, la aplicaci�n irracional que �l hac�a de la hidroterapia, lejos de producir una sedaci�n provechosa, enardec�a su nerviosismo, exageraba su impresionalidad moral, sus disposiciones ps�quicas esencialmente ligadas a las perturbaciones nerviosas producidas por el agua fr�a. Otro agente perturbador de su inervaci�n, y de que abusaba inmoderadamente, era el caf�, la "bebida de los capones", como lo llamaba Linneo. Monteagudo era frugal, pero toda la vitalidad de las pasiones nutritivas ausentes se hab�a concentrado en su amor a las mujeres y al caf�. La noche, en que termin� el c�lebre proceso de los Carreras, la pas� en vela agitado por sus sordas convulsiones y bebiendo, una tras otra, grandes tazas de caf� bien negro. �Buscar�a, en estas libaciones repetidas, �nicamente la satisfacci�n de ese amor al caf� tan general en todos los pueblos? �O ser�a una secreta imposici�n de su naturaleza que buscaba por este medio apaciguar sus enardecimientos genitales? Esto �ltimo es veros�mil; probablemente sus nervios, cansados de tantos y tan repetidos sacudimientos, clamaban, aguijoneados por el instinto, un sedante que consolara aquellos �rganos fatigados por la usura. El uso del caf� modera ligeramente la excitaci�n gen�sica. No hay, seg�n ha dicho Trousseau, exagerando demasiado sus virtudes dudosas, anafrodis�aco capaz de reducir a una impotencia m�s absoluta; su acci�n es insignificante, a pesar de esa afirmaci�n categ�rica: "en una imaginaci�n preocupada puede, como los amuletos, producir la impotencia, pero esto es en realidad lo �nico serio", a pesar de las opiniones de Hecquet, Sim�n Pauli, etc., etc., y de la boga que tiene en Oriente. VII. El delirio de las persecuciones del almirante Brown Peores que la realidad misma, son las ficciones desoladas que nacen espont�neamente en el esp�ritu siempre agitado de los hipondr�acos. La evidencia de una enfermedad grave no conturba tanto el esp�ritu de un hombre de regular integridad intelectual, como los ensue�os y las persecuciones tenaces de una de esas frenopat�as silenciosas que van royendo el cerebro hasta conmoverlo profundamente. La hipocondr�a es la imagen m�s pintoresca del sufrimiento continuo. En la "hipocondr�a corporal" [182.] el paciente manifiesta sus dolores en todas las inquietudes inmotivadas relativas a la salud del cuerpo; en sus llantos continuos, en sus fastidiosas dolencias sin fijaci�n precisa. Sus indeterminados temores y aquella enorme depresi�n f�sica y moral son los que dan al melanc�lico el tinte de profunda tristeza que ba�a su fisonom�a apagada y sombr�a. La "hipocondr�a mental" [183.] , por sus colores m�s �ntimos, tiene otra facies; es la expresi�n de una sensaci�n m�s abstracta y m�s esencialmente melanc�lica; es un matiz frenop�tico menos preciso, si se quiere, pero que ofrece faces mucho m�s variadas y curiosas. Estas son, por lo general, las dos formas frecuentes. El aspecto de un hipocondr�aco produce un sentimiento de profunda angustia; como que es un esp�ritu oprimido por las inc�modas y temibles inquietudes de mil presentimientos, que lo persiguen. Es un enfermo que invita a sufrir con �l, que impone sus infinitos dolores y que lleva el contagio en sus l�grimas y en sus ojos hundidos y opacos; en sus lamentaciones agudas, en sus concepciones extravagantes y hasta en el tinte amarillento y ligeramente azulado tan caracter�stico. La melancol�a es una enfermedad que marcha por accesos; algunas veces por paroxismos intensos, otras, por exacerbaciones progresivas y molest�simas; la cruel ansiedad que suele mezclarse a su profundo abatimiento, da a aquellos rostros desfigurados, con la pupila dilatada y la palidez reveladora, el aspecto angustioso de una persona que se va ahogando lentamente en medio de una atm�sfera enrarecida y mef�tica. Cuando se empieza a perder el sue�o, las ideas tristes que forman su nota fundamental, comienzan a revolotear alrededor del cerebro fatigado por el insomnio; la cara se arruga, se pone volteriana y llena de sombras, y el cuerpo se encorva bajo el peso de aquella pesadumbre imaginaria. Despu�s se oyen sollozos
furtivos y como comprimidos todav�a por el influjo mortecino de una raz�n tr�mula y asustadiza; luego se presenta el llanto y los suspiros, que alivian tanto el coraz�n y los pulmones lasos y oprimidos por el enervamiento de la enfermedad, y poco tiempo despu�s, la melancol�a, con sus estremecimientos sensitivos y sus lampos de lucidez transitorios, acaba de verificar su posesi�n completa y maligna. Desde este momento comienzan a presentarse, vestidos ya con su car�cter francamente patol�gico, los temores vulgares de una grave enfermedad cuyos s�ntomas s�lo �l descubre. Las dudas m�s amargas le asaltan sobre la integridad de sus �rganos; oye las palpitaciones de su coraz�n enfermo, las oye clara, distintamente, por supuesto, o siente las punzadas violentas de la gastralgia que anuncia el hambriento c�ncer devorando su pobre est�mago; o la sangre se agolpa a su cerebro produciendo los s�ntomas congestivos precursores de una hemorragia fulminante. Otras veces son preguntas, como �stas, que se clavan como pu�ales sobre el cerebro: �Por qu� est� torpe la pierna? �Por qu� tiembla la mano y el movimiento es dif�cil en cualquier m�sculo del cuerpo? Y surge el temor de que la m�dula ha sido invadida por un proceso terrible que en pocos d�as lo va a dejar paral�tico, inm�vil, petrificado como una esfinge, tembloroso y balbuciente como un "azogado". De aqu� provienen todos estos reg�menes estrafalarios con sus dietas severas y sus frecuentes visitas a los establecimientos de aguas minerales; las lavativas abundantes, los purgantes repetidos y el examen diario de la orina y de las materias fecales, donde el ojo delirante del hipocondr�aco descubre tantos y tan terribles s�ntomas. "Otros, se creen t�sicos y beben tisanas; se aplican vejigatorias, examinan con lentes sus esputos y van a pasar el invierno a Niza. Otros hay que se pretenden diab�ticos y llevan a los farmac�uticos sus orinas para someterlas a un prolijo examen, se sujetan a un r�gimen particular y tienen cuidado de pesarse cada quince d�as; otros sospechan una infecci�n lu�tica e interrogan, muchas veces por d�a, el estado de humedad de la uretra; y en fin otros, que temiendo morir s�bitamente, toman precauciones infinitas para alejar toda clase de emociones y no salen jam�s sin llevar un detallado papel dando su filiaci�n y estableciendo su identidad" [184.] . Pero hasta aqu�, si bien el hipocondr�aco costea, diremos as�, la �rbita de una verdadera enajenaci�n, no est� a�n dentro de ella, sin embargo. Necesita un peque�o impulso, necesita que alg�n factor circunstancial, activando el v�rtigo de sus c�lulas predispuestas, lo eche dentro; que la raz�n se adormezca o se atrofie con esta constante proliferaci�n de falsas concepciones que van como la bacteria de la p�stula maligna, reproduci�ndose, en su medio adecuado, con una ligereza prodigiosa. Cuando comienzan a dar las sensaciones m�ltiples que experimenta, una apariencia improbable, una explicaci�n sobrenatural; cuando sobre las cosas usuales de la vida no razona ya con la rectitud de juicio ordinario; cuando se supone perseguido por olores malsanos y pest�feros y cae en ese tedio de la vida profunda, que lleva al suicidio y se cree realmente perdido, arruinado, deshonrado, [185.] , entonces est� ya rodando sobre la r�pida pendiente de una enajenaci�n declarada. Esta explosi�n de las "persecuciones" es una forma frecuente del delirio hipocondr�aco. Cuenta Legrand, en la obra citada, que Morel hab�a conocido un melanc�lico que desempe�aba funciones importantes en la magistratura, y cuyo primer cuidado al levantarse de la cama, era examinar sus orinas y analizar al microscopio sus deyecciones; despu�s de estas primeras investigaciones, proced�a al examen de los alimentos que le llevaban, para cerciorarse que no conten�an ninguna sustancia delet�rea. Antes de salir para su oficina, recorr�a la ciudad en distintas direcciones a fin de extraviar a sus supuestos enemigos. Pronunciaba palabras cabal�sticas, escup�a para no absorber los miasmas funestos que le enviaban, hac�a gestos extravagantes y caminaba mirando con desconfianza a todo el que pasaba a su lado. Y sin embargo, conversando con �l, nadie hubiera dicho que aquel hombre era un enfermo; que al entrar a su casa se entregaba completamente a
sus raras "man�as"; que s�lo com�a los alimentos que �l mismo compraba aqu� y all� para evitar los infames "complots"; que se levantaba a media noche para hacerse largas abluciones; y que, en fin, se entregaba a actos completamente irregulares. Cuando a las preocupaciones nosoman�acas se agrega el decaimiento melanc�lico, las ideas de persecuci�n, los temores de envenenamiento que agregados a las alucinaciones auditivas caracterizan tanto esta forma: cuando sobrevienen los pensamientos de suicidio y los proyectos de venganza, todo se hace posible y entonces la hiponcondr�a afecta un aspecto temible con la agregaci�n grave y franca del delirio de las persecuciones [186.] . Entre esta clase de enfermos puede citarse al General Brown. Pero no eran los temores nosoman�acos lo que m�s llamaba la atenci�n en �l. La hipocondr�a corporal, con sus aprensiones de enfermedades imaginarias, pasaron bien pronto para dar lugar a este delirio tenaz que fue su caracter�stica principal. Es cierto que empez� por creerse enfermo del est�mago y del h�gado, suponiendo que una lesi�n grave del aparato digestivo le iba a cortar la vida, pero muy luego vino el temor de las persecuciones, que estall� en su cabeza con una amplitud y una insistencia perfectamente incurables. Si bien Brown no ten�a el car�cter t�mido y pusil�nime que predispone a esta variedad tan frecuente de aberraci�n mental, manifestaba, en cambio, toda la desconfianza enfermiza que da a los actos y a la fisonom�a del perseguido un tinte especial�simo de sombr�a impaciencia. Sus perturbaciones, al principio vagas e indeterminadas, fueron tomando con la edad y ese trabajo mental profundo, que se conserva durante cierto tiempo velado por la impenetrabilidad calculada, propia de la enfermedad, una acentuaci�n progresivamente maligna, hasta que en los �ltimos a�os de su vida, que fue el per�odo agudo de la neurosis, completaron su desarrollo definitivo, haciendo su estado moral cruel, y en ciertos momentos desesperante. El "viejo Bruno", como le llamaba Rosas, se ve�a inerme y postrado delante de esa turba infinita de envenenadores "en grado superlativo" que forjaba su mente dolorida y abrumada por el inmenso peso de una melancol�a incurable. Es necesario conocer el estado moral deplorable, la vida m�sera de "un perseguido" para comprender hasta d�nde llegaban sus amargos sufrimientos. Sea que haya en ellos una exageraci�n inconsciente, "sea que los fen�menos percibidos tengan en realidad una agudeza extra fisiol�gica", el hecho es que los m�s peque�os incidentes adquieren inmediatamente la significaci�n m�s desfavorable. Para ellos todo ha cambiado a su rededor. Ya no se le prodigan las mismas caricias y los mismos cuidados; sus quejas las reciben con un rostro fr�o e indiferente, les sorprenden sus m�s secretos pensamientos, se les quiere hacer hablar contra su voluntad, se les domina, se les ultraja. No exhalan ninguna queja precisa, no articulan ning�n reproche positivo, no formulan ninguna acusaci�n apreciable, pero se declaran atormentados de mil maneras diferentes: unas veces sienten impresiones an�malas muy dolorosas y deploran amargamente los procedimientos infames y p�rfidos que se despliegan en contra suya, las celadas que se tienden a su buena fe, las torturas morales con que los asedian sin cesar [187.] . A medida que estas torturas aumentan; que los manejos subterr�neos, los maleficios formidables y ocultos que el perseguido clasifica con ep�tetos extravagantes, aumentan y se multiplican; que siente las descargas violentas que le aplican sus enemigos; que percibe el veneno en el alimento, en el agua que bebe, en el aire que respira; cuando ve que le imantan sus cabellos, sus ojos, sus dientes; al notar que su lengua se petrifica y se seca obedeciendo a mandatos diab�licos, y ahogando el lamento de angustia que es el supremo recurso del que se siente asediado por los �ncubos del delirio; cuando, en fin, se le hace respirar vapores malsanos, se le contamina su ropa, se le inyectan gases mef�ticos por la cerradura de su puerta y se le echa vitriolo en su vino, y azufre en su caf�, y opio en sus alimentos, y ars�nico en su pan... �oh! entonces el terror intenso, irresistible, la negra y cruel "pantofobia" se apodera de su cabeza, y el delirio franco e incesante se organiza, tomando un cuerpo tangible casi, como dice el autor de la "Folie h�r�ditaire". Entonces el perseguido oye clara y distintamente las voces que le denunciaban los
manejos, el n�mero y la clase de los enemigos; voces agrias y destempladas que gritan a sus o�dos palabras soeces que lo llenan de injurias, que le cantan mil himnos de infamia y lo llaman por nombres denigrantes. Las circunstancias m�s pueriles -dice Legrand du Saulle- las interpreta siempre en el sentido de sus ideas delirantes; la risa de un transe�nte le cubre de rid�culo, el mugido del viento lo amenaza, el ta�ido de la campana lo injuria; las palabras proferidas a distancia abren a su imaginaci�n asustada todo un horizonte de maquinaciones y de complots. El canto de los p�jaros le avisa que van a penetrar en su casa por medio de llaves falsas, y el ruido del martillo le sugiere que se est� ya clavando su ata�d; y como si no pudiera, algunas veces, concentrar en s� mismo las impresiones melanc�licas que lo asedian, sobre todo en los primeros tiempos de su enfermedad mental, se confiesa sin reserva al primer venido, se descubre sin temor, y cuenta sus tristezas, sus tormentos y sus males [188.] . En ese cuadro lleno de luz est� pintado con algunas ligeras variantes todo el estado mental del ilustre "melanc�lico" que nos ocupa. La concepci�n delirante que con mayor tenacidad le asediaba, y que por cierto es la m�s cruel de las que se apoderan de los "perseguidos", era el temor a los envenenamientos. Por eso viv�a constantemente preocupado, tratando de descubrir a sus enemigos, averiguando, inquiriendo, estudiando las maneras tenebrosas de que se val�an para envenenarle; cu�l ser�a el plato que podr�a comer sin peligro, el agua que podr�a beber, el aire respirable y depurado de todos esos gases asfixiantes que le enviaban "los ingleses" sobre todo, sus m�s incansables envenenadores seg�n �l mismo dec�a. Como el m�s t�mido de los perseguidos, que nunca habita dos noches bajo el mismo techo, que no come dos veces en el mismo plato, que cambia de nombre, que se disfraza y huye atolondrado, Brown jam�s com�a "su comida", sino que, a la hora en que lo verificaba la tripulaci�n, ped�a a alguno de los "mochaches" un plato de carne y una copa exigua de vino como �nico alimento. La cocina fue, por muy repetidas ocasiones, objeto de sus m�s estrictos cuidados, haciendo vigilar y comentando los menores actos del cocinero que, como se sabe, desempe�a en las preocupaciones del perseguido un papel muy importante. Es, para �ste, un personaje siniestro, de cabeza oscura, de mirada diab�lica y llena de duplicidades mort�feras; un �rbitro sat�nico de la vida del amo, que en un rato de mal humor se echa en brazos de los "envenenadores" y se la arrebata con una narigada de "estricnina" o de "�cido pr�sico", vertido misteriosamente en la sopa o en el postre favorito. Para evitar que de acuerdo con �l se introdujeran los conspiradores por el ca�o o por los intersticios del buque, ech�ndole los t�sigos consabidos, tom� el m�s original de los temperamentos, nombrando "encargado de la cocina" a un oficial de graduaci�n llamado Almanza. Llam�le un d�a a popa, en donde se andaba paseando, y despu�s de saludarlo afectuosamente y de examinarlo de arriba abajo, le dijo con un aire misterioso y asustado: -Vd. tiene que prestarme un servicio muy grande. Vd. sabe que a bordo hay un sinn�mero de "invenenadores" que quieren envenenarme la comida, el agua y hasta el aire, y el d�a menos pensado tendremos una horrible mortandad. Es necesario que Vd., como oficial de honor, y en quien yo deposito mi confianza, se haga cargo de la cocina de la tripulaci�n, y observe los menores movimientos del cocinero y de sus ayudantes. Y al decir esto, Brown se acercaba al o�do de Almanza expresando en su fisonom�a transformada todo el terror agudo que lo dominaba. El oficial obedeci� aunque de mala gana pero, poco despu�s, y como era de esperarse, la desconfianza de Brown toc�le tambi�n a �l: la comisi�n que le hab�a confiado el Almirante le hizo perder la consideraci�n y el respeto de sus subordinados y, un d�a que entraba a la cocina, un marinero portugu�s llamado Gandulla, le asest� cuatro pu�aladas dej�ndolo muerto en el mismo sitio [189.] . Este breve episodio es el resumen m�s caracter�stico de sus innumerables incongruencias, y revela por s� solo la forma de su enajenaci�n. Las "man�as" de
que hablaban tanto sus oficiales, las locuras del "viejo Bruno" como les llamaba D. Juan Manuel, y esa "nostalgia terrestre" a que se refiere el Dr. D. Vicente F. L�pez, no eran otra cosa que las explosiones de su delirio, expresadas con tanta elocuencia en estas mil extravagancias a que se entregaba en la inquietud; extravagancias que despu�s fueron exteriorizadas por la irresistible impulsi�n que obliga al perseguido a hacer a todo el mundo part�cipe de sus temores. Cuando estaba en tierra, viv�a lejos de la ciudad, lejos de todo contacto humano; en una casa solitaria, sombr�a, medio oculta entre inmensos pajonales y en el centro del ba�ado que se extiende hacia las bocas del Riachuelo. Era la casa de un mis�ntropo, rabioso e impaciente, sobre cuya puerta, y en presencia de aquellos paredones l�bregos y especial�simos, de aquellas sombras que la envolv�an como un sudario, un m�dico hubiera le�do este triste letrero: "Aqu� vive un hipocondr�aco perseguido". En ese ba�ado h�medo y desamparado estaba oculto su �nico retiro. Sus formas mismas contribu�an a darle un aspecto particular y desolado: "era -dice el Dr. L�pez- un cuadril�tero estrecho y elevado de tres pisos, agujereado en algunos puntos con ventanillas corredizas, a la inglesa, y con pilastras superiores que le daban los aires de un torre�n l�brego con almenas. All� era donde el bravo marino se envolv�a a devorar las horas insoportables del ocio: la inacci�n y el fastidio levantaban en su alma los vapores sombr�os de la hipocondr�a. "Se tomaba entonces por un ser predestinado a la desgracia y a la nulidad: un delirio doloroso se apoderaba de sus ideas y le inspiraban ciertas man�as de suicidio" que no ten�an otra causa que el peso de una vida abandonada a los mon�logos de la soledad, con un car�cter ardiente "nacido para el movimiento pero so�ador y silencioso en la inacci�n". Esas mismas emanaciones fosforescentes y vagas, que enfermaban su alma, eran quiz�s el germen verdadero de sus grandes cualidades; puesto que cuando la actividad y la guerra ven�an a sacudir y a despertar sus nobles instintos, esas sombras se convert�an en r�fagas de luz; y no bien o�a que la patria necesitaba de su espada, cuando los delirios desaparec�an como por encanto" [190.] . Pero, aquel fluido maligno que crispaba sus nervios, oprimiendo su cerebro, volv�a a producirse aumentando, creciendo hasta que, su exceso, que necesitaba una v�lvula de escape, reproduc�a con m�s bullicio y, a veces, con mayores consecuencias, las dolorosas escenas que llevaba al esp�ritu sagac�simo de Rosas el convencimiento de que el "viejo Bruno" era simplemente un loco, que profesaba una especie de culto enfermizo a la fidelidad jurada. As� pensaba �l y poco le importaban las persecuciones extravagantes de que hac�a v�ctima a sus oficiales: quer�a sus servicios y le dejaba en cambio que buscara a los envenenadores de la manera que m�s le conviniera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tom�ronse un d�a en pelea dos marineros ingleses, uno de los cuales cay� muerto a consecuencia de un grueso aneurisma de la aorta tor�cica. Inmediatamente despu�s de recibir la noticia, lev�ntase el General precipitadamente, como herido por una sospecha terrible, y despu�s de llamar a gritos al Dr. Soriano, su m�dico y amigo, le dijo: -�Es el veneno, Doctor! �Es el veneno! -y el pobre viejo abr�a desmesuradamente sus ojos llenos de luz- es el veneno que est� trabajando aqu� a bordo; yo desde ayer lo siento, a m� tambi�n me lo han dado [191.] . "Mira, Dr. Soriana", Vd. no sabe lo que pasa a bordo; los marineros son muy astutos, algunos de ellos est�n "confabuladas" con los "invenenadores"; fingen una pelea, se "agaran" como lo han hecho ahora con falsos pretextos, para ocultar el veneno que ya tienen adentro. �Oh, miserables! Y Brown cerraba convulsivamente los pu�os y se paseaba lleno de agitaci�n, mirando con esa ira expansiva y extremosa de los man�acos, a todos los que ten�a a su derredor. Cuando el Almirante llegaba sobre cubierta con la gorra ladeada, la oficialidad bien sab�a que ese d�a no contaba con su cabeza. Aquella puerilidad elocuente marcaba la presencia de un acceso; y entonces las persecuciones eran doblemente
encarnizadas; no entraba nadie a bordo, que no fuera, de su parte, objeto de detenidas pesquisas, de preguntas rid�culas, de miradas e indagaciones llenas de la m�s profunda desconfianza. Las mujeres de los soldados ten�an permiso para ir a bordo ciertos d�as. Una de ellas lleg� casualmente al "Belgrano" en momentos en que la gorra del General marcaba con m�s insistencia que nunca una crisis negra fuert�sima. Tra�a en la mano algo que, por los cuidados que le dispensaba, lleg� a despertar sus m�s vivas sospechas; choc�le, sobre todo, la desfachatez y la provocadora confianza tan propia de la guaranga prostituta, con que se present� aquella mujer, que buscaba en la amistad de los marineros los medios de ganarse la vida. Apenas hab�a dado algunos pasos sobre cubierta, cuando Brown se acerc� a ella precipitadamente y arroj�ndole una mirada llena de ira: -Vd. es una p�cara -le dijo.- Vd. viene a bordo "sin tener a nadie de quien condolerse en sus trabajos y penurias". �Como si el buque fuera una casa de prostituci�n! �Ah, miserable!... Y empuj�ndola con torpeza la mand� poner en la "barra" de los pies, con centinela de vista, prohibici�n absoluta de hablar con nadie y supresi�n de toda clase de alimento. A las cuarenta y ocho horas hizo sacarla sobre cubierta, y despu�s de haber formado toda la tripulaci�n le dirigi� estas palabras, agitando en sus manos el atadito que tra�a el maleficio y que solo conten�a tortas inocentes, caramelos, cigarros y un frasco muy largo de agua de colonia: provisiones indispensables para toda mujer de medio pelo que va de paseo a cualquier parte. -Esta mujer ven�a a bordo, sin conocer ni querer a nadie. Ven�a con todo esto que est� envenenado -y mostraba a la tripulaci�n los cigarros y las tortas pegadas dentro del pa�uelo. -Ved c�mo los envenenadores de tierra se valen de los hombres y de las mujeres para asesinarme. Hecho esto, mand�la a tierra, entregando el pa�uelito al que llevaba el bote, con grandes recomendaciones de que no fuera a comer nada de lo que hab�a adentro, porque caer�a inmediatamente muerto. En seguida escribi� una nota al Capit�n del Puerto: nota curios�sima que debe conservarse en los archivos de aquella oficina, orden�ndole que en lo sucesivo tomara una lista de las mujeres que iban a bordo, especificando el nombre y la clase de la persona que deseaban ver. Que deb�a tener mucho cuidado con los envenenadores, como la mujer aludida, cuyos cigarros y caramelos ven�an llenos de venenos, seg�n lo hab�a declarado el mismo doctor Sheridam [192.] . La leche, la grasa, la fari�a y sobre todo el caf�, con el cual, seg�n dec�a, los ingleses lo hab�an querido envenenar en las Antillas, eran objeto de un escrupuloso y detenido examen. Y, como sospechaba hasta del vino que tra�an especialmente para �l, se serv�a con su propia mano la raci�n de un marinero. Rechazaba todo alimento que le ofrecieran con insistencia, porque �qui�n sabe qu� ingredientes sospechosos le habr�a puesto el cocinero! Cuando tomaba el vino o el agua hac�a que primero lo probara un soldado o su abanderado Roberts, en quien al parecer depositaba una amplia confianza. Los sufrimientos del est�mago, un ligero c�lico, la n�usea o un dolor cualquiera en la regi�n de los �rganos digestivos, despertaba en su esp�ritu grandes sospechas de envenenamiento; se cre�a ya v�ctima de los fuertes efectos de alg�n t�sigo imponderable, de las maniobras atentatorias de sus enemigos, que recurr�an a mil subterfugios ocultos porque no pod�an envenenarlo en la comida. Cuando esas crueles sospechas nacen con tal persistencia, la vida del "perseguido" se hace angustiosa y dif�cil. Se disfrazan de todas maneras para escapar a las supuestas asechanzas y recurren, como Brown, a los expedientes m�s ingeniosos para procurarse un alimento sano; y, esto �ltimo, con tanto m�s ingenio y mayor apuro, cuanto que algunas veces el hambre y la sed apremian su est�mago desesperado. Esta alimentaci�n incompleta altera profundamente la nutrici�n, cuyo estado precario se revela en el aspecto l�nguido y deprimido de la fisonom�a, en el tinte cetrino y verdoso de la cara, en la pobreza de sus carnes fl�cidas y movibles. La nutrici�n languidece a consecuencia de la enfermedad del centro inervador, y esta depresi�n profunda repercute a su vez sobre el cerebro, cuyo estado se agrava m�s y m�s,
estableciendo el c�rculo m�rbido que s�lo rompe la muerte y muy rara vez la curaci�n completa. Si el perseguido por estos pavorosos temores es un hombre ilustrado, tanto peor, porque compra y devora, en sus largas veladas, obras de qu�mica, tratados de toxicolog�a, cuyas lecturas, puede decirse con propiedad, envenenan la inteligencia predispuesta, completando el trabajo de la enfermedad. El estudio de los t�sigos los cautiva y "toda su atenci�n se dirige a averiguar los medios r�pidos de neutralizar una sustancia nociva; si es extra�o a las cosas de la ciencia, lleva sus alimentos o sus deyecciones a un boticario para que le diga cu�l es el veneno que se encuentra all�; y asediado por los cuidados que le preocupan, termina por ceder su lugar a los envenenadores, abandonando ansioso su pa�s, su hogar, y su familia, viviendo aqu� y all�, y entreg�ndose a esa vida cosmopolita y agitada que terminar� un d�a u otro por un crimen o por un suicidio". Es infinito el n�mero de an�cdotas curios�simas a que ha dado lugar Brown con sus persecuciones imaginarias. En los �ltimos a�os de su vida se hab�a hecho intransigente, intratable, hasta para el mismo Rosas. La edad avanzada, disgustos profundos y secretos -porque a nadie revelaba sus pesares-, hab�an dado a su neurosis esa amplitud dolorosa que encierra al perseguido en el ancho c�rculo de sus amargas ansiedades. El n�mero de envenenadores crec�a con una rapidez pasmosa, y no contentos ya con envenenarle la comida, ideaban los tormentos que �l revelaba en los llantos de sus lamentaciones nocturnas, tan frecuentes y tan llenas de la m�s honda melancol�a. -�Por Dios, no me atormenten! �Por qu� me quieren envenenar? - dec�a encerrado en su camarote e interrumpiendo el silencio de aquellas noches de a bordo tan tristes y l�bregas... -Si quieren matarme, pel�enme, mas no as�, �cobardes, traidores, miserables y veinte veces asesinos! El pobre viejo se levantaba con precipitaci�n, el o�do atento, la mirada vagabunda y extraviada. Y enardecido por las alucinaciones auditivas comenzaba a pasearse, arrastrando trabajosamente la pierna y amenazando con sus pu�os a aquellos seres extra�os e invisibles, que le hablaban en su propio idioma y que sin embargo no pod�a ver. Pero �l los hab�a sentido muchas veces acercarse hasta tocarle sus blancos cabellos, profiriendo a su o�do amenazas de muerte. En tierra, hab�an venido al pie de sus balcones a ultrajarle impunemente y esparcir en la huerta, en las mismas ventanas del aposento, el veneno con que pretend�an ultimarlo. Le han hablado al o�do, �oh, de eso estaba seguro, cruel realidad de la alucinaci�n! le han golpeado a su puerta, se han trepado por la escalera con tumultos de gente descalza, introduci�ndole por el ojo de la llave mil gritos mezclados con silbidos y murmullos extravagantes. En la noche callada, cuando vanamente se recog�a para conciliar el sue�o, ha sentido de nuevo aquellas voces terribles que le hablaban por el ca�o de la chimenea, por la grieta de la vieja puerta rajada, por el respiradero del techo, por la boca de un frasco, dentro de las hojas de un libro; o que le amenazaban en la pieza inmediata llen�ndole de improperios; "�Vendido! �renegado!", le dec�an, y en vez de una blasfemia, sonaba una carcajada estruendosa, pero lejana y medio difusa: "�T� no eres irland�s, est�s impenitente, envenenado hasta los huesos! �Miserable, m�ranos a la cara, all� vamos, prepara tu alma, �oye! �sientes? �mira al infierno!". Y con todo el terror de un ni�o desvelado cuando siente que le tiran de las cobijitas en medio de la oscuridad de la noche, se levantaba de su cama tembloroso, prend�a la vela para verlos, buscaba debajo de su lecho, dentro del armario, detr�s de las sillas, pero todo en vano. En vano, es claro, porque el perseguido "no ve" a sus perseguidores. Despu�s tornaba por un momento a la tranquilidad deseada, hasta que las voces volv�an a hacerse o�r con doble intensidad, en el chisporroteo de la vela que se quema indiferente y so�oliento, o en el ruido del viento que se cuela por la rendija de la vidriera, y que en las noches de invierno ventoso simula tan bien el quejido y los tonos, ya fuertes, ya suaves, de la voz humana que r�e, insulta y a veces se lamenta en un prolongado quejido que termina en una nota apagada y
profundamente melanc�lica, como si la voz quejumbrosa de un ni�o herido se lamentara por el ojo de la llave. Y crece y crece siempre con una lentitud perezosa, hasta que, como empujado de atr�s por una r�faga ambiciosa, estalla en rugidos agudos y vuelve en seguida a perderse en imperceptibles rumores. Unas veces parece el "�hurrah!" prolongado de un escuadr�n que carga espada en mano, y despu�s, repentinamente, se transforma en el canto de guerra de un ej�rcito de insectos... Echad sobre el o�do de un alucinado una corriente de este viento que grita y que habla "como un cristiano", y ver�is aquel cerebro lleno de tan tristes fantasmagor�as agitarse ansiosamente. En algunos alucinados la enfermedad no adopta la misma marcha, sino que oyen primeramente el ruido dulce y armonioso de una peque�a fuente, despu�s el murmullo de una agua que gorjea y muge, m�s tarde cadencias musicales, el silbato de una locomotora, voces confusas, palabras necias, agrias, injuriosas y, finalmente, ultrajantes. As� va subiendo el tono del insulto y de la burla, hasta que la audici�n m�rbida se hace intolerable, el delirio se organiza y el perseguido pierde completamente la raz�n [193.]. El d�a y la noche las producen igualmente, pero la noche, con su silencio y misteriosa quietud, presta m�s ancho campo a estas persecuciones an�malas, fecundadas por el insomnio y la soledad en que arroja al perseguido su triste y dolorosa misantrop�a. De d�a, las ocupaciones apremiantes del oficio serv�an a Brown como una derivaci�n saludable, disminuyendo el eretismo habitual de su cerebro; pero de d�a, sus impulsos perseguidores (porque el perseguido se hace al fin perseguidor), entraban en ebullici�n, produciendo todos estos episodios curiosos que entonces autorizaban el diagn�stico popular. Era a la luz del d�a cuando se entregaba a sus pesquisas extravagantes, dando caza a sus enemigos y frustrando las conspiraciones tenebrosas que se fraguaban a su alrededor. D�as antes de darse a la vela para Montevideo, y en una bell�sima ma�ana del mes de Octubre de 1840, un marinero portugu�s limpiaba tranquilamente un bagre amarrado a la jarcia de trinquete. Como era de costumbre, el General hab�a madrugado mucho esperando sorprender, como siempre, a alguno de sus asesinos en momentos de confeccionar el t�sigo consabido. No bien hab�a trepado sobre cubierta, cuando vio a proa, y no sin experimentar ese temblor convulsivo que sacud�a sus carnes en situaciones an�logas, al marinero que descamaba entusiasmado su f�cil presa. -Venga ac� ese hombre -grit� con toda la fuerza de sus pulmones- venga para ac� ese... �C�mo es su nombre? -Antonio, se�or General. -�Qu� hac�a Vd. con "esa pobre pescadita"? -Lo estaba limpiando para comerlo, se�or. -No lo ha de comer a bordo de este buque -grit� Brown enfurecido-. Vd. est� "invenen�ndolo", �miserable! "para lo hacerme comer". Vd. es el mayor envenenador que ha venido aqu�, �y ahora "misma" lo voy a mandar fuera! �Ah! canalla, a la madrugada, a la madrugada, eh, cuando yo estoy "dormiendo"; �los pobres "pescaditas" tambi�n sirven para darme el veneno? Dicho esto orden� al abanderado hiciera se�as a la "25 de Mayo" para que mandara su bote; y mand� al guardi�n redujera en pedazos al pescado, lo pusiera en una caja de lata y, bien tapado, lo enviara a tierra para ser enterrado lejos de la ribera. -Porque este pescado -a�ad�a pase�ndose a popa con cierta agitaci�n supersticiosaest� "envenenado", y arroj�ndolo al agua contaminar�a a los otros pescaditos que vendr�an a caer en las "l�neas" de los marineros. Cuando el bote de la "25 de Mayo" atrac� al costado del "Belgrano", el General hizo descender al marinero y, entreg�ndole al oficial una nota para el Comandante King, le dijo, d�ndole la caja: -Tenga cuidado "en no abre" la lata; en ella va el veneno con que este p�caro quer�a asesinarme. Despu�s se supo que a este desgraciado le hab�an aplicado cincuenta azotes y
enviado a tierra. Otras veces la v�ctima de estas persecuciones inmotivadas era un oficial de graduaci�n, el m�dico o alguna otra persona altamente colocada a su lado y a quienes tomaba, cuando no era como asesinos, como c�mplices o esp�as. Una tarde, por ejemplo, el oficial Alsogaray fue bruscamente detenido por �l en momentos en que sub�a sobre cubierta: -Vd. est� arrestado en su camarote hasta segunda orden -le dijo, arroj�ndole una mirada ba�ada de la m�s grande desconfianza. -Vd. es "envenenador de primer grado", continu�. Siempre han sido de inferior clase los que aqu� quer�an matarme, pero ahora son los oficiales. Sorprendido el oficial por aquellas sospechas tan extravagantes, quiso replicar, pero Brown, levantando el brazo, le dijo con dignidad: -�Ni una palabra! Durante tres d�as estuvo con centinela de vista, y no se le pasaba sino t�, caf� y galleta. Algunos d�as despu�s la escuadrilla de Montevideo sal�a del puerto, y como Brown se preparaba a batirla, mand� ponerlo en libertad, diciendo que "era preciso no privar al Sr. Alsogaray de cumplir con su deber". Cuando regresaron a Buenos Aires lo envi� a tierra pretextando que no lo necesitaba; pero el gobierno -dice el manuscrito de donde tomamos la an�cdota- volvi� a mandarlo a bordo porque sab�a que el General, en estos casos, proced�a casi siempre bajo el influjo de sus "man�as" [194.]. Lo que no le conocemos a Brown, son todas esas frases y expresiones usuales de los perseguidos, pero es indudable que, como a todos ellos, "se le hac�a hablar contra toda su voluntad, le dominaban la inteligencia, lo insultaban y amenazaban mentalmente, le adivinaban sus pensamientos, impidi�ndole hacer tal o cual cosa porque hab�a dejado de pertenecerse, y lo dirig�an como quer�an y repet�an sus palabras y hablaban por su propia boca". Todos estos enfermos se componen un vocabulario aparte, y crean una multitud de neologismos en relaci�n con su educaci�n, su medio social, sus concepciones delirantes y con la naturaleza y la calidad de las persecuciones de que se creen v�ctimas. En sus t�rminos extravagantes y tan llenos de im�genes se encuentra muy f�cilmente la prueba elocuente de todos los tormentos que los agitan, de los dolores que los afligen; y con verdadera sorpresa -dice Legrand- nos preguntamos algunas veces, c�mo, enfermos completamente iletrados, pueden retener ciertas expresiones t�cnicas tomadas en su mayor parte a las ciencias f�sicas [195.]. El vocabulario del Almirante era relativamente reducido, aunque muy elocuente y caracter�stico. Para �l hab�an: "envenenadores de primero, segundo y tercer grado, y en grado superlativo", que era el ideal del envenenador consumado, especie de artista diab�lico, con mil filtros a su disposici�n, y con un ingenio agud�simo para la difusi�n de los venenos. Esta era, como vamos a verlo, su manera habitual de clasificarlos, aun en los documentos oficiales, en sus cartas y extravagantes alocuciones a la tripulaci�n. Encontr�base una ma�ana su secretario el Sr. Alsogaray asentando en el libro de la tripulaci�n la filiaci�n de cinco marineros que le hab�an enviado de tierra, cuando al llegar al quinto lo detuvo bruscamente, borrando con su �ndice el nombre de Jorge Foister, marinero ingl�s, sobre quien, seg�n �l, reca�an horripilantes sospechas. -�Oh! -dijo- �ste lo conozco, lo conozco; ha sido pe�n m�o y ya en otras ocasiones ha intentado envenenarme. Es un ingl�s, un ingl�s enviado... -Y Brown mir� a su alrededor con desconfianza y como si temiera decir por qui�n era enviado. �Un ingl�s! Esto era muy grave para el Almirante. Tra�do a su presencia pregunt�le si lo conoc�a; el marinero contest� que s�; "que estando un poco pesado de la bebida" se hab�a enganchado. Hecho minuciosamente un detenido interrogatorio sobre sus "siniestros proyectos", mand�lo con centinelas de vista al palo mayor, e hizo se�ales a la Capitan�a para que enviaran la fal�a, pues no consent�a que sus botes fueran a tierra [196.]. Despu�s de redactar �l mismo la curiosa nota que va a leerse, reuni� a sus oficiales, y en su media lengua encantadora y gracios�sima, les dijo estas textuales palabras, resumen pintoresco de su infortunio cerebral:
-Este "p�cara" ingl�s -y levantaba el �ndice a la altura de la oreja en actitud de cari�osa amenaza- quiso "invenenarme" en mi quinta, hacen como "cinca a�as", para cuya operaci�n hab�a llevado una "botijoila" de "aciete" para echarla en mi comida, sin que el pobre "cocinera" de la casa se apercibiera. Felizmente el olor descubri� todo aquel infame y abominable crimen que, a no ser esta circunstancia, habr�a reca�do sobre "las" inocentes. Terminada la alocuci�n, hizo embarcar al marinero, entregando al oficial la nota que iba dirigida al Capit�n del puerto, y concebida en estos t�rminos: "Se destina de a bordo al envenenador Jorge Foister, en "grado secundario", pues su tentativa intencional no tuvo efecto por la intervenci�n ben�fica de la Divina Providencia. - Guillermo Brown " [197.]. El episodio dio origen en tierra y aun en las regiones oficiales a grandes comentarios, y la nota -dice el manuscrito aludido- anduvo en el "Bajo" de mano en mano. El marinero, que seg�n parece era una persona de buenos antecedentes, fue empleado en la Capitan�a como patr�n de la fal�a, y cuando el Coronel Segu� en el a�o 42 pas� al Paran� con la escuadrilla, lo hizo oficial a bordo de la goleta "Libertad". Hay algo m�s que complementa la pintura de sus perversiones mentales; detalles caracter�sticos que llevan el rastro imborrable del delirio de las persecuciones: los largos mon�logos, que s�lo eran escuchados por el camarero de confianza; sus actitudes cautelosas y aquella reserva tenaz que daba al rostro la expresi�n profunda de dolor, mezclado a una desconfianza suprema y enfermiza. Ten�a en su cara la movilidad nerviosa que pone en constante movimiento hasta la �ltima fibra muscular, y produce los gestos extravagantes y rid�culos que exteriorizan los sentimientos y las m�ltiples ideas, que germinan atropelladas en el cerebro de estos desgraciados. Cuando los temores de envenenamiento recrudec�an y las manos invisibles le rozaban el cabello y le quitaban la fuerza a sus piernas y a sus brazos; le arrebataban el sue�o y neutralizaban sus facultades; le envenenaban los alimentos y le quemaban el est�mago, etc., cuando o�a aquellas voces agrias e inc�modas que tornaban a intimidarlo con sus eternas amenazas, empuj�ndolo al suicidio: entonces su rostro se transformaba de una manera tan cruel como radical. �Y c�mo se transformaba� Aquella fisonom�a siempre iluminada y bondadosa, llena de suprema dulzura y de augusta resignaci�n, perd�a la suave ondulaci�n de sus l�neas y se hac�a torva, adusta y hasta innoble. En sus s�bitas y m�ltiples alteraciones todos conoc�an cu�ndo le asaltaban sus crisis; la visera de la gorra iba cambiando de lugar como empujada suavemente de adentro por un impulso secreto y misterioso; iba desde la frente recorriendo toda la cabeza hasta fijarse sobre el mismo occipital: la visi�n quedaba libre completamente, el horizonte limpio y �l pod�a sin trabajo presenciar el desfile de sus perseguidores imaginarios. Las arrugas m�ltiples de su cara plegada y fl�cida se hac�an m�s profundas y oscuras, las sombras negras; el ojo brillante y movible revolc�ndose en la profundidad de una �rbita demasiado grande, se agitaba como delirando en su empe�o vano de ver al que le hablaba al o�do, le amenazaba por la rendija, se burlaba con palabras soeces por el ojo de la llave, o re�a por el ca�o de la chimenea. Un temblor creciente y continuo se apoderaba de las manos, que nada tomaban sin romperlo; la marcha se pon�a f�cil por la estimulaci�n inclemente del acceso; la visi�n torpe y confusa, el labio ca�do, y la lengua que le parec�a m�s larga, agitada por movimientos r�pidos de vaiv�n y en continuo contacto con los labios secos y como despellejados. Concluidos estos espasmos de su inteligencia, el rostro volv�a de nuevo a adquirir su pl�cida jovialidad; el m�sculo, recuperando su tonicidad normal, restitu�a a la cara su expresi�n de salud y alegr�a; y de las sombras de aquellas noches transitorias, aunque frecuentemente repetidas, s�lo quedaba la penumbra expresada en la arruga p�lida y tenaz que deja la suprema agitaci�n del delirio. La desconfianza inmensa que, como se ha visto, era el rasgo prominente de su estado, impuls�balo en muchas ocasiones a maltratar a sus m�s fieles servidores,
con sospechas injuriosas de complicidad; lo llevaba m�s lejos todav�a, oblig�ndolo a matar con sus propias manos, las aves que deb�an servirse en la mesa, no sin un escrupuloso examen de sus v�sceras inocentes. As� cuentan que hac�a en aquellas c�lebres y misteriosas comidas con el Dr. Oggan en que ambos andaban correteando los pollos en su gallinero, y ambos desplumaban a la v�ctima y la cocinaban secretamente para desviar la acci�n oculta de los envenenadores. En el mecanismo dom�stico del buque, no permit�a la intervenci�n de nadie en lo que a �l le pertenec�a. El mismo guardaba su vino y su tabaco, y se procuraba con su mano el agua para sus usos. Cuando se conclu�a la de aquel c�lebre botell�n que nadie pod�a mirar con demasiada insistencia, so pena de despertar terribles sospechas, tom�balo en sus manos y se dirig�a a popa munido de una cuerdita con la cual sungaba el sagrado admin�culo. Esta delicad�sima operaci�n, naturalmente, no se hac�a a vista y presencia de todo el mundo, porque ten�a buen cuidado de retirar a toda la tripulaci�n, ordenando al oficial de servicio que la vigilara colocado en el castillete de proa. Bast� que una vez un sargento se comidiera a llevarle la botella, para que lo mandara dar de baja. Y en otra ocasi�n, su camarero de confianza fue expulsado violentamente y amenazado con una bayoneta por haberse atrevido a tocarlo, con el pretexto de mudarle el agua y limpiarlo. La manera singular de vivir es otro signo elocuente que ayuda el diagn�stico. Ya hemos visto que viv�a aislado, oculto a toda investigaci�n humana y fortificado contra los curiosos o los impertinentes que trataban de verlo. Aquella casa l�brega y oscura, envuelta en su atm�sfera perpetuamente h�meda, influ�a visiblemente en la agravaci�n de sus delirios: la soledad y la inacci�n vegetativa en que entraba cuando la patria no necesitaba de su brazo, daban inmenso p�bulo a sus ideas de persecuciones. Nunca dec�a de qui�n las tem�a, pero profesaba un odio secreto a los ingleses, cuyas tentativas siniestras hab�a sorprendido alguna vez. "No las tem�a del pa�s ni de sus hijos, porque no s�lo sab�a c�mo le amaban, sino que �l mismo los amaba con una pasi�n profunda que podr�amos llamar exaltado patriotismo. Sus desconfianzas ten�an otro origen; pues no obstante que ha muerto bajo las mismas impresiones y sin revelar su secreto, es probable que esos delirios tuvieran su causa en el gobierno ingl�s; porque Brown era irland�s y cat�lico; dos circunstancias que en aquel tiempo pueden explicar muy bien aquellas excentricidades del car�cter que la tradici�n popular de su tierra y la educaci�n, quiz�, hab�an connaturalizado desgraciadamente en su alma desde ni�o" [198.]. Son muchos los perseguidos que llevan su misantrop�a hasta este grado de aislamiento completo, y que, como Brown, no hablan jam�s a nadie, ni salen sino rara vez de su casa, de su cuarto o de su reducto, inexpugnable como la solitaria casa en que vivi� aislado 25 a�os un perseguido legendario de los alrededores de Troyes. A fin de escapar a toda mirada indiscreta, a todo contacto peligroso, a toda persecuci�n atentatoria, se encierran voluntariamente, arrastrando una vida selv�tica y que por lo general termina por el suicidio. Un criado o alg�n miembro de la familia que inspire confianza, si es posible que alguno se la inspire a un perseguido, le alcanza por un agujero la comida, o bien se la procuran como pueden y viven un largu�simo tiempo de la manera m�s problem�tica. M�s tarde la curiosidad de alg�n indiscreto o la autoridad misma, que a menudo interviene, entra en la casa y lo encuentra, o muerto naturalmente, colgado de un tirante, o degollado [199.] . Estos enfermos, que a los ojos de las gentes de mundo pasan simplemente por originales o extravagantes, son de ordinario "perseguidos" "que tienen todas las convicciones delirantes que caracterizan ese estado mental; a veces no sufren las alucinaciones del o�do, y escapan a las torturas incesantes que ellas engendran"; pero otras, como suced�a en Brown, las alucinaciones existen de una manera tenaz, constante, a punto de hacer insoportable la vida arrastrada entre las espinas de un delirio inclemente. Y para comprender hasta d�nde era visible su "delirio de las persecuciones", basta
recordar aquel curios�simo episodio que el Dr. L�pez refiere en la Historia de la Revoluci�n Argentina, a prop�sito de la misi�n que acerca de �l llevaban Guido y Riera. "Es de presumir que cuando estos caballeros llegaron a la quinta -dice el Dr. L�pez- Brown estuviera bajo el influjo de alg�n acceso [200.]; pues a pesar de que solo eran las diez de la ma�ana, todas las puertas, portones y ventanas estaban herm�ticamente cerradas, y la plaza en perfecto estado de sitio. En vano fue dar gritos y golpes: nadie respondi�. El Sr. Riera dio vuelta, pas� una zanja y se aproxim� al castillo para golpear una de sus puertas. Entonces "alguien, con una voz airada, respondi� de atr�s, que all� no se dejaba entrar a nadie y que se retiraran". Habiendo conocido por la voz y por la manera inexperta de hablar que era el mismo General que daba la orden, Riera le grit�: -General Brown, nos manda el gobierno porque la patria necesita de Vd. Soy Riera, con su amigo de Vd. el General Guido. Salga al balc�n y nos conocer�. Brown no respondi�, pero un momento despu�s abr�a una ventana del piso superior para reconocer a los que le hablaban. Vio en efecto a Riera y a Guido, y baj� a abrirles. Nos contaba el General Guido en Montevideo, que al pasar por el zagu�n no hab�an podido menos de fijarse en dos o tres macanas nudosas, una larga espada y algunas tercerolas agrupadas en alg�n rinc�n, con la mira de resistir a algunos de esos asaltos imaginarios con que so�aba sin cesar" [201.]. As�, con estas intermitencias fugaces de una lucidez completa, cayendo y levant�ndose, vivi� hasta los ochenta y tantos a�os aquel hombre benem�rito, que "en medio de estas extravagancias dolorosas era a la vez un dechado de honradez, un coraz�n lleno de bravura y como un ni�o por la inocencia de sus procederes". VIII. Causas del delirio de Brown Veamos ahora si en los antecedentes del ilustre perseguido podemos rastrear el origen de su enfermedad. De las afecciones mentales de "tipo moderno", diremos as�, el delirio de las persecuciones es una de las m�s frecuentes. De 4.200 enajenados -de toda edad, sexo y posici�n social- examinados en el Dep�sito Municipal de Par�s por Legrand du Saulle, 700 eran "perseguidos", lo que seg�n �l da la proporci�n de uno sobre seis. De 96 de �stos, revisados por Las�gue, 58 eran hombres y 38 mujeres; y de 140 estudiados por Legrand, 81 eran hombres y 59 mujeres, lo que significa que la enfermedad, a pesar de ser muy frecuente en la mujer, lo es m�s en el hombre. Esto en cuanto a su frecuencia. En cuanto a la edad, parece que en la que se observa con mayor frecuencia, es en la de 31 a 45 a�os, �poca en que Brown debi� sufrir sus mayores trastornos de fortuna y en que fue atacado por la fiebre amarilla, durante su larga y penosa peregrinaci�n a bordo del "H�rcules"; la �poca por excelencia de las grandes luchas de la vida, de las labores sostenidas, de las emociones m�s vivas, de las pasiones, de las ambiciones, de los desencantos amargos, como ha dicho muy bien Legrand du Saulle. Adem�s de las influencias hereditarias que desempe�an un rol fundamental en la etiolog�a de casi todas estas neurosis, tambi�n tienen una influencia positiva los disgustos prolongados, las luchas morales, los reveses de fortuna, la ausencia de trabajo, los celos, las pr�cticas religiosas exageradas, los remordimientos de conciencia, las "angustias producidas por un proceso, las prisiones prolongadas", la miseria, los insomnios rebeldes y por fin todas las enfermedades que debilitan profundamente la econom�a; causas todas que obran con lentitud y que no producen sus efectos sino despacio, preparando poco a poco la explosi�n de la enfermedad [202.] . Las p�rdidas seminales, la s�filis, el onanismo y la permanencia en las grandes ciudades, son otras tantas causas an�logas por el poder de su influjo. La primera de �stas, caracterizada por un estado mental en el que tanto predominan las dolencias f�sicas, irregulares y cr�nicas, los ensue�os melanc�licos y las tendencias al suicidio, nos es dif�cil por no decir imposible, encontrarla en los antecedentes individuales de Brown, cuyos primeros a�os est�n rodeados de una oscuridad impenetrable. Debemos eliminar por completo, vistos los antecedentes
conocidos del individuo, la s�filis que suele ser, seg�n algunos, una de las causas indirectas del delirio de las persecuciones, por la amarga y profunda impresi�n que produce en los esp�ritus d�biles y fr�giles, el terror y la humillaci�n dolorosa, las angustias melanc�licas y la depresi�n general de las facultades de la inteligencia herida por preocupaciones hipocondr�acas incesantes. Para que ella tuviera una parte en la etiolog�a, hubiera sido necesario encontrar el rastro indeleble que su paso deja siempre visible en esas maculaciones externas o internas que se encuentran indefectiblemente en el individuo que la ha padecido. No insistamos en esa causa, y digamos solo que se encuentra rara vez en la patogenia de este delirio. La permanencia en las grandes ciudades, que ha sido con raz�n mirada por Bergeret como una causa evidente, influye tambi�n, aunque de una manera indirecta y en un grado menor que las otras. Y no puede ser de otra manera, si se piensa que all� es en donde se encuentra m�s a menudo la miseria y las grandes privaciones, los dolores morales punzantes producidos por los desencantos, las competencias ardientes, las cat�strofes industriales, los siniestros comerciales, las ambiciones insaciables, las emociones revolucionarias y toda esa mir�ada de causas susceptibles de predisponer al delirio de las persecuciones o de influir singularmente sobre su marcha y sobre sus manifestaciones diversas [203.] . Pero, de todas ellas, las que en concepto del m�dico de la Salp�tri�re tienen influencia m�s formidable, tanto en la producci�n de ese delirio singular, como en cualquiera otra forma de enajenaci�n, son las persecuciones infantiles, la educaci�n viciosa, la herencia y los grandes sacudimientos morales. La educaci�n de los ni�os, dirigida por maestros o padres bruscos, indiferentes, groseros o de corta inteligencia, tienen a este respecto un influjo funesto. El mismo resultado se obtiene -dice el autor citado- cuando el ni�o pierde en edad temprana la direcci�n de sus padres y se le educa en un medio que no es el de su familia, por personas que poco o nada se preocupan de �l y que frecuentemente recurren al medio funest�simo de la intimidaci�n. Un ni�o siempre mal tratado, castigado por todos esos actos pueriles cuya prohibici�n seria es siempre imposible a esta edad, acaba por creerse v�ctima de una vigilancia continua e injusta e interpreta viciosamente las severidades de que es objeto [204.] . En cuanto a la herencia, ya sabemos que es el factor m�s formidable en estas temibles enfermedades, cuyo pron�stico se agrava considerablemente con su sola presencia; sobre todo, si proviene por l�nea materna. Esquirol pensaba que la proporci�n de hereditarios era de un 45 por ciento; Parchappe de un 15 por ciento y Guislain de un 25. Respecto a los trastornos morales diremos que ellos siembran su semilla vivaz en el terreno exuberante que la herencia prepara; y a veces es tan activa y tan fecunda su influencia, que la tierra m�s ingrata le produce frutos abundant�simos. Hecha esta corta enumeraci�n de las causas, veamos si es posible encontrar en los pocos datos que poseemos sobre la ni�ez y juventud de Brown, algo que ilumine la etiolog�a de su neurosis. Su origen nos es casi completamente desconocido. Sabemos por un corto manuscrito in�dito que nos ha suministrado un amigo [205.] , que su padre era un hombre humilde y que, ocupado en trabajos de campo durante largo tiempo, hab�a conseguido levantar una modest�sima fortuna. Pero las inquietudes por que atravesaba la Irlanda en aquella �poca y las persecuciones, que sin duda sufri� de parte de los ingleses, lo obligaron a emigrar a Norte Am�rica, con la esperanza de mejorar su situaci�n precaria, llevando a su hijo Guillermo, de edad de nueve a�os. Al llegar a Filadelfia supo con gran disgusto que la persona que deb�a protegerlo hab�a muerto de la fiebre amarilla, que hac�a grandes estragos en aquella ciudad. Entonces present�se con su hijo a la familia del finado, reclamando la protecci�n ofrecida; pero como �sta los recibiera mal, neg�ndoles toda clase de recursos, el padre de Guillermo cay� "enfermo de una profunda melancol�a, muriendo al poco tiempo de la fiebre" [206.] . El hecho de haber sufrido una profunda melancol�a, como lo revela el manuscrito, merece llamar la atenci�n, porque, como afirma Kolke, aunque de manera un poco
absoluta, siempre que hay desequilibrio o locura, cualquiera que sea su intensidad, ll�mese melancol�a con o sin delirio, es porque hay predisposici�n; y si la hay es porque existen en el individuo vicios de organizaci�n mental, virtuales, que pueden no manifestarse durante la vida, pero que indefectiblemente se trasmiten a su posteridad. Es veros�mil que haya existido en el padre de Brown esta predisposici�n transmisible, puesto que esas debilidades mentales ing�nitas, son el patrimonio de poblaciones degeneradas por el "hambre" y "la miseria", que en ese sentido preparan pr�digamente el terreno; siendo por otra parte indudable que estos dos agentes poderosos de la degeneraci�n humana pueden causar grandes perturbaciones en el esp�ritu y desarrollar caracteres enfermizos, que se trasmiten de generaci�n en generaci�n hasta que su influencia prolongada produzca, como afirma Vogt, la desaparici�n paulatina de toda una poblaci�n. Ahora bien, el Condado de Mayo, cuna y residencia de toda la familia de Brown, desde qui�n sabe cu�ntas generaciones atr�s fue asolado por la miseria m�s espantosa con motivo de las guerras de 1649 y 1689 entre la Inglaterra y la Irlanda. Por esta causa much�simos irlandeses de los Condados de Armagh y de Down, abandonaron sus hogares para refugiarse en una regi�n monta�osa que se extiende al este de la baron�a de Flews hasta el mar. De all� todav�a fueron empujados hasta los Condados de Leitrin, de Sligo y de Mayo, en donde sufrieron, durante largos a�os, los efectos desastrosos del hambre y de la ignorancia. Los descendientes de estos desterrados -dice la revista de la Universidad de Dublin- se distinguen f�cilmente de sus hermanos del Condado de Meath y de los otros distritos, que no han estado colocados en las misma condiciones de degradaci�n f�sica. Su boca permanece siempre entreabierta, sus labios son gruesos y espesos, sus dientes prominentes, las enc�as abultadas, la mand�bula prognata y la nariz aplastada. En Sligo y en una "gran parte del Condado de Mayo", toda la organizaci�n f�sica de esas poblaciones demuestra la influencia de dos siglos de degradaci�n y de miseria, cuyos efectos a�n se ven, no s�lo en la alteraci�n de los rasgos de su rostro, sino tambi�n en el esqueleto de su cuerpo y en el esp�ritu [207.] . �Qu� extra�o, pues, que los efectos de estas influencias delet�reas del sistema nervioso, trasmitidas y reforzadas por la herencia hubieran llegado hasta Brown mismo, cuyas anomal�as mentales no es inveros�mil que hayan tomado algo en esa fuente lejana, que no por ser lejana es menos positiva? Muerto su padre, el pobre ni�o qued�, a la edad de diez a�os, abandonado en un pa�s extra�o y hostil, sin m�s protecci�n que sus propios y d�biles brazos y con sus ropas sucias y ra�das por �nico capital [208.] . Con su chaqueta en la mano y con sus botines hechos pedazos, andaba de un lado para otro, vagando por la ciudad de Filadelfia o pase�ndose a orillas del r�o Delaware, adonde su instinto y sus inclinaciones secretas lo llevaban. �Qu� efecto producir�a sobre un ni�o ya predispuesto este horrible abandono en medio de una gran ciudad, extra�a y opuesta a sus h�bitos, hostil a su car�cter blando y con disposiciones melanc�licas acentuadas? [209.] . �Con qu� vigor no actuar�an sobre su esp�ritu, lleno de la suave plasticidad de la infancia, todo el c�mulo de influencias nocivas que lo circundaban y que dan p�bulo a ese metifismo moral inclemente que azota los cerebros fr�giles en las grandes agrupaciones humanas? L�gico es suponer que su cabeza debi� sentirse fuertemente contundida y, que el medio propicio, en que se encontr� por algunos a�os, contribuir�a a reavivar los g�rmenes hereditarios que hasta entonces permanecieran como adormecidos. Porque si sobre el cerebro resistente de un adulto obran con tanta fuerza las causas que dejamos apuntadas al principio de este cap�tulo, parece natural pensar que sobre el de un ni�o d�bil y predispuesto habr�an de gravitar con mayor �xito. Las privaciones de todo g�nero, las desilusiones y los desencantos que aun en esta tierna edad suelen roer las cabezas infantiles, los dolores morales y las enfermedades del cuerpo, sin una palabra de consuelo y sin una mano desinteresada que las aliviara, trajeron, sobre la cabeza del joven, todo su abominable contingente de agitaciones incurables.
Triste, extenuado por largas abstinencias, se paseaba a orillas del Delaware, cuando un capit�n americano, encontr�ndole buena presencia y condoli�ndose de sus lamentaciones, le propuso llevarle de grumete a bordo de su barco. All� principi� su carrera mar�tima, iniciada con un aprendizaje rudo y amargo, a consecuencia de su corta edad y del tratamiento inconsiderado a que lo sujetaba la tripulaci�n. As� estuvo, navegando siempre en buques mercantes, hasta que durante la guerra entre Francia e Inglaterra fue ocupado en la conducci�n de prisioneros y apresado por el buque de guerra franc�s "Presidente", que lo condujo a Francia a pesar de los esfuerzos de una enorme fragata inglesa que los persegu�a. Llegados all�, y despu�s de haber depositado una cantidad de dinero, como garant�a de su palabra, seg�n la costumbre establecida entonces, fue encerrado junto con sus compa�eros en la c�rcel de Metz. Los incidentes de su permanencia all� y la ulterior fuga de Verd�n, son completamente desconocidos y tienen alg�n inter�s hist�rico y m�dico. Revelan otra faz de su vida llena de peripecias y enriquecen la etiolog�a de la enfermedad. La vida dentro de aquellos cuatro muros era insoportable, y sus d�as llenos de esperanzas pero de insoportables sufrimientos; doble sufrimiento porque el mar hab�a empezado ya a ejercer sobre su esp�ritu la fascinaci�n irresistible que despu�s lo ech� en su camino de luz y porque todos esos l�gubres presentimientos, que despu�s se hicieron carne en su cerebro, empezaron a aguijonearlo produci�ndole ciertas depresiones nost�lgicas de car�cter muy sospechoso. Concert�, pues, su fuga, logrando burlar la vigilancia de los centinelas, favorecido por la oscuridad de la noche y por un traje de oficial franc�s que se hab�a procurado. Una vez fuera de la ciudad ech� a correr de una manera desesperada, como si sintiera por detr�s suyo los pasos precipitados de mil regimientos de esbirros que ya lo iban alcanzando. Al llegar a un molino que hab�a a pocas millas, encontr�se con un soldado que se paseaba debajo de los �rboles y, que al ver su estado de cansancio y el terror que se dibujaba en su fisonom�a, sospech� su procedencia y, ayudado del molinero, consiguieron tomarlo, despu�s de una lucha de palos y mojicones en que Brown se defendi� bizarra y desesperadamente. Nueva prisi�n y nuevos sufrimientos. Pero como consideraran poco segura la c�rcel de Metz, fue conducido a Verd�n y encerrado en un calabozo alto, al lado de un coronel ingl�s llamado Crutchley, a quien m�s tarde estuvo ligado por estrecha amistad. El capit�n Brown, tal era entonces su graduaci�n, comenz� de nuevo a meditar su fuga con un ardor y un entusiasmo que se parec�a mucho a la desesperaci�n; porque si cruel hab�a sido la prisi�n de Metz, doblemente debi� serlo la c�rcel de Verd�n, mucho m�s segura, m�s l�brega y sombr�a a�n, y como tal m�s propicia al desarrollo de nuevas perturbaciones. Urgido por todas esas aprehensiones melanc�licas que asaltan a los prisioneros, comenz� a poner manos a la obra. Calent� en la estufa un largo fierro y poco a poco fue horadando la pared que daba al cuarto de su vecino hasta que pudo introducir la cabeza y comunicarse con �l. Para que el guardi�n no pudiera descubrir sus trabajos, colg� del techo su "Union Jach", bandera inglesa que llevaba en todos sus trabajos y que ocultaba admirablemente el agujero. Los escombros los escond�a en un ba�l y con la chaqueta barr�a el piso para desterrar toda sospecha en el esp�ritu del carcelero, que entraba siempre a horas fijas. As� que �ste corr�a la llave, la mesa se pon�a sobre la cama, sobre la mesa la silla y el trabajo continuaba con un ardor y una prudencia inglesas. La noche en que el agujero del techo estuvo concluido, �l y su vecino hicieron de su ropa de cama un largo cable y, usando de la escalera improvisada trep�ronse ambos a la azotea; ataron el cable al parapeto, y cuando el centinela se ocult� detr�s de la torre, principiaron a descender r�pidamente, echando a correr hasta que, habiendo ca�do el coronel Crutchley postrado por el cansancio, fue necesario que Brown se lo echara al hombro y continuara caminando hasta que la noche les permitiera descansar. Cuando llegaron a Alemania, sanos y salvos, la Princesa Real de Inglaterra, casada con el Duque Wurtemburgo, los llen� de favores, los provey� de dinero y de ropas, y los envi� a Inglaterra, donde los dos amigos se separaron:
Brown para entrar en la marina mercante, y Crutchley para ingresar nuevamente al ej�rcito [210.] . En 1809 el Capit�n Brown contrajo matrimonio, y despu�s de tentar fortuna, con �xito nada feliz, embarc�se en Inglaterra a bordo del "Belmond", estableci�ndose en Montevideo. All� arm� un buquecito que, debido a su estrella siempre nebulosa, fue condenado y vendido por las autoridades de Bah�a, por no estar en orden sus papeles. De Bah�a tuvo que regresar a Inglaterra, nuevamente como simple pasajero, oprimido por todas estas amarguras que ya comenzaban a modificar su car�cter, labrando su �nimo de una manera profunda. Nueva tentativa, nuevo infortunio. De Inglaterra vuelve a hacerse a la vela a bordo del "Elisa", del cual era capit�n y due�o en parte, y que al atravesar la barra de la Ensenada naufrag� por un descuido del piloto. Felizmente una parte del cargamento pudo salvarse y con su producto hacer por tierra su viaje a Chile, llevando un convoy de mercader�as, que vendi� en los pueblos del tr�nsito. De regreso compr� otro buque llamado la "Industria", que fue uno de los primeros paquetes que cruz� el R�o de la Plata; mand� traer su familia y edific� aquel castillo original y memorable, �nica habitaci�n qu� exist�a entonces en aquella planicie silenciosa, donde los vientos �speros del r�o y el ruido melanc�lico de las olas eran los �nicos ecos que pod�an hacer compa��a a la vida de su hogar" [211.] . En su nueva carrera, despu�s de haber tomado servicio en la Rep�blica Argentina, hay algo m�s que aumenta el triste cat�logo de sus penurias y ampl�a la etiolog�a de aquel doloros�simo delirio, casi siempre enardecido por el peso de la vida abandonada a los mon�logos de la soledad, como ha dicho un ilustre historiador argentino. A m�s de sus graves dolores morales, suficientes por s� para perturbar la inteligencia m�s firme, hay en su vida ciertas dolencias f�sicas que, como su "afecci�n al h�gado" y la "fiebre amarilla" que padeci� en las Antillas, cuando su c�lebre expedici�n a bordo del "H�rcules", pueden influir poderosamente como causas accesorias. Esta �ltima enfermedad, que �l atribu�a despu�s a los venenos mortales que le hab�an hecho tomar en el caf� y que probablemente fue la causa de sus trastornos hep�ticos, puede, por la profunda conmoci�n que produce en la econom�a o por cualquiera otra raz�n que nos escapa, influir en la patogenia de la enajenaci�n mental; tal cual sucede con la "fiebre tifoidea" y "el c�lera", cuyo influjo es hoy indudable [212.] . Todas estas afecciones f�sicas poseen tan marcada influencia sobre el esp�ritu, que han llegado a justificar plenamente las afirmaciones, hasta cierto punto atrevidas, de la escuela psiqui�trica alemana. Piensan sus principales partidarios, y en parte piensan bien, que las frenopat�as no tienen otro origen que las afecciones viscerales: son irradiaciones m�rbidas que se trasmiten de las v�sceras al sistema cerebral. Nasse, Jacobi, Fremming y algunos otros han sostenido, con perseverancia de convencidos, la misma teor�a, que tiene much�simo de verdadero, puesto que es incontestable que la inteligencia sufre poderosamente la influencia de las v�sceras. Los datos reunidos por varios alienistas presentan a las causas org�nicas con una cifra de ocho por ciento sobre las otras [213.] . Y por lo que se refiere al vientre, que es lo que en este caso nos importa, basta recordar la importancia capital que Schroeder Van der Kolk daba a las constipaciones provenientes de la constricci�n del colon transverso, particularmente en los melanc�licos, en los cuales una de las principales indicaciones del tratamiento es la de suprimir este obst�culo a la libre circulaci�n de las materias intestinales. Roel y Esquirol daban igual importancia a esta causa, y es sabido que en los individuos que tienen padecimientos cr�nicos en cualquiera de los �rganos abdominales, se encuentran singulares anomal�as de la sensibilidad moral y de la inteligencia. Hay hombres -dice Guislain- que habitualmente sufren de dispepsias, congestiones hep�ticas, cardialgias o cualquiera otra dolencia que produzca ese malestar abdominal tan penoso, que de tiempo en tiempo se ponen tristes, irascibles, y cuyo car�cter acaba por experimentar cambios fundamentales.
Brown, que era de este n�mero, sufr�a habitualmente fluxiones hep�ticas de origen nervioso, cuyas repeticiones frecuentes acaban por determinar en el h�gado esos trastornos cr�nicos que producen en las personas predispuestas al estado de hipocondr�a que despu�s se hace permanente e insoportable. El tinte ligeramente amarillento que se notaba algunas veces en su rostro era producido por el paso de la materia colorante de la bilis a la sangre, revelando la congesti�n que se hac�a en el h�gado bajo la influencia de emociones morales vivas, de disgustos profundos. No insistiremos m�s en este g�nero de causas y pasaremos a averiguar cu�l fue el influjo que tuvieron los trastornos morales. Si hay en el mundo alguna existencia que haya sido azotada por las m�s grandes penurias, esa ha sido, como acabamos de verlo, la del General Brown. Desde su m�s temprana ni�ez (circunstancia sumamente agravante) ha venido apurando todos los enormes infortunios que encierra la vida: reveses de fortuna, miseria, disgustos prolongados, contrariedades inesperadas, temores durables, ansiedades y desconfianzas enconosas, persecuciones y crueles tormentos que han estado golpeando sobre su cr�neo, desde que el ni�o abandon� su pa�s natal para vivir angustiado en la gran ciudad, hasta que una vejez avanzada apag� con sus desfallecimientos ineludibles el �ltimo recuerdo de sus ansiedades hipocondr�acas. En la gran mayor�a de los casos de enajenaci�n, puede comprobarse, ya como causas predisponentes, ya como determinantes, un estado de dolor moral vivo, una "espina" que est� en el fondo de casi todas estas afecciones, provocando una irritaci�n intensa y prolongada del cerebro. Por esto, la melancol�a es el s�ntoma que a menudo se�ala el per�odo prodr�mico de las frenopat�as en general [214.] . La impresi�n causada por la muerte de una persona querida, las emociones que producen las consecuencias de una especulaci�n desgraciada, el disgusto viv�simo que provoca la mala conducta de un amigo, la conmoci�n que recibe un obrero sin trabajo, el terror que se apodera de una persona bajo el influjo de una revoluci�n pol�tica, la depresi�n moral de un presidiario sin esperanza, de un prisionero mal tratado o de un hombre despechado, y finalmente, las mil circunstancias a que dan lugar esas interminables inquietudes bajo cuyo imperio el hombre puede enloquecer, pertenecen manifiestamente a un estado moral doloroso [215.] . Los disgustos forman casi siempre un grupo considerable en la etiolog�a de la enajenaci�n y, si tenemos presente, como lo observa Griesinger, que las emociones violentas dan por resultado ordinario una perturbaci�n en el estado de la circulaci�n y de todas las funciones de la vida vegetativa, se comprender� f�cilmente que estas emociones, prolongando su acci�n, perturben de una manera notable las funciones cerebrales, con tanto mayor vigor cuanto mayor sea el estado de predisposici�n del individuo [216.] . A menudo la explosi�n de la enfermedad no se declara sino despu�s de oscilaciones m�s o menos prolongadas, como ha sucedido en Brown, cuyo estado mental an�malo ha ido desarroll�ndose con largas intermitencias hasta tomar su acentuaci�n caracter�stica. No es raro -dice Griesinger- "que, a consecuencia de un accidente grave (la fiebre amarilla, por ejemplo), el individuo comience por sufrir un malestar prolongado que indica un sufrimiento oscuro y que despu�s de un tiempo m�s o menos largo empiece a deteriorarse la constituci�n, dibuj�ndose la anemia bajo cuya influencia se manifiesta la enajenaci�n" [217.] . Este modo de acci�n es sobre todo evidente en los casos de dolor moral prolongado. La causa que determina una emoci�n depresiva ejerce, en la mayor�a de los casos, una influencia determinada sobre el "sujeto" de las concepciones delirantes: "despu�s de la p�rdida de un pariente pr�ximo, por ejemplo, el delirio rueda largo tiempo sobre ideas que se refieren a esta p�rdida, y es a menudo dif�cil establecer un l�mite bien preciso entre el delirio y lo que es a�n el resultado fisiol�gico, pero exagerado, de la emoci�n que se ha experimentado; la locura puede ser entonces el resultado de la transformaci�n inmediata de un estado fisiol�gico, la continuaci�n patol�gica de la emoci�n" [218.] . Brown, que hab�a sufrido en su ni�ez y por parte de los ingleses grandes
persecuciones durante su permanencia en Irlanda y posteriormente en su �pica peregrinaci�n a bordo del "H�rcules", apresado por buques ingleses y llevado a Inglaterra a sufrir los sinsabores de un proceso injusto, acab� por creerse realmente perseguido, envenenado, acechado constantemente por el gobierno brit�nico, que fue despu�s y en aquellos accesos secretos que ten�an lugar entre las cuatro paredes de su castillo infranqueable, uno de sus m�s encarnizados fantasmas. Aqu� el estado de emoci�n fisiol�gico, las persecuciones reales, obrando sobre un esp�ritu excitado por otras causas morales, acab� en su t�rmino patol�gico natural, determinando el "delirio de las persecuciones". Estos estados patol�gicos de la inteligencia (y en este caso es importante tener presente esta circunstancia), no impiden, algunas veces, el desempe�o de las funciones ordinarias de la vida; y sucede a menudo que para establecer un diagn�stico es menester tocar ciertos resortes ocultos cuyo juego descubre, de una manera inesperada, las notas falsas del teclado intelectual, como dice Las�gue en su lenguaje pintoresco; es necesario tener o�do fino, o�do de artista, para descubrir la nota que disuena, la cuerda rota que chilla y que en muchas ocasiones pasa desapercibida para el o�do profano. Esto explica por qu�, aun cuando Brown padec�a de un "delirio de las persecuciones", pod�a desempe�ar con tanta cordura las distintas misiones que se le confiaban. Porque algunos enfermos tienen �pocas largas en que se suspende su delirio, "especie de armisticios" m�s o menos extensos, a favor de los cuales, muchos "han podido emprender largos viajes, ingresar de nuevo en la sociedad, volver al seno de sus amigos y tomar otra vez la direcci�n de sus negocios". Pero importa no confundir -agrega Legrand du Saulle- la remisi�n, especie de cura provisoria con la intermisi�n, rel�mpago pasajero de raz�n. En la remisi�n verdadera y completa, con marcha retr�grada de las perturbaciones ps�quicas -contin�a el maestro- el enfermo reconoce su delirio, deplora los prop�sitos malsonantes que ha tenido respecto a su familia, lamenta sus actos inconsiderados y se muestra sinceramente arrepentido. En la simple intermisi�n, al contrario, niega su locura, escribe carta tras carta a la autoridad, protesta de la integridad de sus facultades intelectuales y denuncia al m�dico que le ha tributado sus cuidados [219.] . Al principio de sus delirios, ten�a Brown remisiones verdaderas que le permit�an entregarse completamente a sus quehaceres y aun desempe�ar ocupaciones dif�ciles; remisiones que despu�s perdieron su car�cter de tales, para afectar el aspecto brumoso de una intermisi�n clara y llena de todos aquellos sombr�os terrores que sosten�an con tanta tenacidad sus eternas agitaciones. Algunas veces, sin embargo, bastaba la fuerte derivaci�n moral que trae la presencia de un peligro cualquiera, en los que Brown se mostraba bell�simo, las emociones del combate o las exigencias apremiantes de un cargo elevado, para que el equilibrio de su cerebro se restableciera temporalmente. Pero luego, la triste monoton�a de su infortunio, trayendo de nuevo la repetici�n del acceso, cre� ese h�bito m�rbido que la enfermedad radica perdurablemente en un �rgano, ahuyentando aquellos saludables rel�mpagos que iluminaban tanto sus ojos singulares. La monta�a iba apretando al �tomo, porque las reacciones se hac�an cada d�a m�s dif�ciles, y el pobre viejo sublime se bat�a desesperadamente en sus �ltimos atrincheramientos. Ultimamente, cuando todav�a estaba a bordo, no quer�a ni bajar a tierra, ni aun desoyendo las instancias de D. Juan Manuel; ten�a miedo hasta del agua que en sus vaivenes continuos, en su flujo y reflujo mon�tono, en sus suaves ondulaciones de nubes, escrib�a caracteres extra�os y le echaba sobre el o�do el plomo derretido de mil discursos extravagantes. Porque el agua habla, el agua grita, el agua r�e y llora y balbucea cosas extraordinarias para el o�do delirante del perseguido; como r�e y llora y balbucea la puerta que cruje, el viento que sopla, la campana que vibra y se lamenta herida por su larga lengua de fierro. En lo sucesivo la luz de cada d�a fue alumbrando una nueva arruga de su esp�ritu: la desconfianza y la taciturnidad de su car�cter tomaban proporciones desconsoladoras. La vejez, mejor dicho, la senectud, con sus estados mixtos
infaltables, embarazando la palabra y robando al esp�ritu su iniciativa y su calor saludable, hizo lo dem�s, dej�ndole en cambio esa fr�a indiferencia que relaja el coraz�n del solitario octogenario y que lo desliga del mundo envolvi�ndolo en una especie de sudario anticipado. Entonces s� que fue dolorosa la vida, como si todas las amarguras de la tierra gravitaran con su fr�a inclemencia sobre la cabeza de esta pobre sombra que se agitaba, sin embargo, apurando los �ltimos destellos de la vida. Entonces las alucinaciones lo asediaron con m�s �mpetu, revoloteando como bandadas de cuervos hambrientos alrededor de su cerebro postrado e indefenso. Nunca se sinti� tan embargado por tantos y tan misteriosos terrores. El olfato pervertido percib�a mil olores extra�os; el o�do, �siempre el o�do!, amenazas, murmullos, gritos, risas, silbidos y todo lo que la audici�n m�rbida es capaz de producir. Concepciones delirantes de cierto g�nero especial�simo despertaron la idea del suicidio, que es la idea consoladora, la idea favorita de estos estados de extrema locura. El viejo perseguido, que a�n amaba la vida, m�s que nunca iluminada por la luz de su aureola simp�tica, trat� sin embargo de abandonarla, seducido por la suprema fascinaci�n de la muerte voluntaria que se adhiere al coraz�n humano como si tuviera la garra del vampiro o la ventosa del pulpo. La soledad y el silencio de aquella casa medio perdida entre los pajonales de la ribera, el aislamiento en que pasaba sus horas, despertaron, como era consiguiente, esta idea l�gica de sustraerse para siempre a las conspiraciones de que era v�ctima; y embargado, asediado, perseguido por ella, tom� la determinaci�n de arrojarse de la azotea, fractur�ndose una pierna. Cuando esta extrema impulsi�n nace en la cabeza del perseguido, no es "el criminal que se hace justicia, es el perseguido que se sustrae a sus enemigos, es el melanc�lico que ha querido poner t�rmino a sus torturas morales. Aqu� la muerte voluntaria no tiene la instantaneidad de un acto impulsivo, sino que es el �ltimo t�rmino de un estado patol�gico que ha llegado a su paroxismo final". El General Brown padeci�, pues, de "delirio de las persecuciones", fue un perseguido seg�n la expresi�n condensada de los alienistas franceses. Este diagn�stico, que sugiere la observaci�n de los actos de su vida privada, est� confirmado por la existencia de toda esa serie important�sima de causas que acabamos de estudiar; causas que reunidas o aisladas bastan por s� para determinarlo con tanto mayor vigor cuanto mayor sea la predisposici�n del individuo: a) Predisposici�n hereditaria; b) trastornos morales intensos; c) afecci�n hep�tica; d) educaci�n imperfecta; e) sufrimientos f�sicos y morales durante la ni�ez. Todo se encuentra en la vida agitada del General Brown. IX. Las peque�as neurosis En nuestras ocupaciones diarias nos codeamos a cada momento con estas modestas dolencias que viven ocultas por un velo de irreprochable salud intelectual. Es menester insistir mucho, explorar, palpar con cierta prudente habilidad, para dar con ese "puntum coecum" que se esconde entre la luz. Muchas veces vivimos una vida entera con un individuo, admirando el vigoroso equilibrio de su cerebro, hasta que un d�a, el m�s inesperado por cierto, ponemos la mano sobre la nota falsa que lanza el chillido caracter�stico, revelando la abolladura. �Qu� encuentro inesperado! Era una persona sensata, con una sensatez cervantesca e inconmovible; un hombre culto, un esp�ritu selecto, un coraz�n lleno de luz, pero dentro de un cuerpo deformado por una fealdad imponente; un hombre que se cre�a irresistible con las mujeres y que con cierta exaltaci�n nerviosa semejante a una crisis, cuenta mil quinientas conquistas imposibles; asola los hogares, y deshonra batallones de maridos... imaginarios. Fijaos con qu� insistencia le miran los ojos movibles e inquietos de la mujer de X, qu� suaves emociones despierta en su coraz�n la ligera nube de p�rpura que colora las mejillas de N..., cuando �l, el Atila, traidoramente oculto dentro del modesto aspecto de un hombre de bien, se pone en su presencia arrojando sus m�gicos e imponderables fluidos. La mujer de C. (pues son siempre las pobres
mujeres casadas el objeto de sus ilusiones) lo provoca de una manera mortificante; la de L... lo pone en rid�culo con sus p�blicas manifestaciones; y la de... (cualquier letra del abecedario, porque tienen para cada letra una mujer que los adore), se ha metido en su casa �comprometi�ndole de una manera inaudita! Esta es la eterna historia de esos "hambrientos" que no tienen pan siquiera, y se contentan con mover las mand�bulas, rumiando el aire con cierta satisfacci�n pretenciosa, para enga�ar al pobre est�mago oprimido por una dieta interminable y desolada. Por lo dem�s, aquel hombre defiende sus pleitos con un talento admirable, o cura sus enfermos, o da sus batallas, o mide sus tierras, seg�n sea: m�dico, militar o ingeniero; pronuncia bell�simos discursos, asiste a las reuniones de notables en los acuerdos oficiales; si es m�dico, sobre todo, hace curas maravillosas y goza de una de esas reputaciones irreprochables detr�s de las cuales todas estas peque�as grietas se ocultan a la mirada prudente del vulgo id�latra y meticuloso. Esa es la m�s frecuente, la m�s com�n de las "peque�as neurosis", y para que nada falte a su car�cter francamente neurop�tico, toma un aspecto epid�mico cuando alg�n acontecimiento conyugal escandaloso conmueve la sociedad. Tentad entonces por medio de suaves presiones, con esa falaciosa hipocres�a con que el m�dico arranca al enfermo un antecedente que oculta, y ver�is m�s de una cabeza, en todo otro sentido fisiol�gica, presentar el flanco enfermo con cierto petulante y protectora complacencia. �Cu�n infinitas y variadas son las facetas de este diamante henchido de luz que llamamos el cerebro humano! Hay un hombre, bueno, modesto, con una sencillez buc�lica de inteligencia y de costumbres: ha vivido sesenta a�os en un roce diario con el mundo, sin que nadie haya descubierto detr�s de su cr�neo la m�s peque�a irregularidad intelectual. Le conoc�is hace treinta y no hab�is hecho otra cosa que admirar la rectitud de su juicio, inflexible como la hoja de un pu�al antiguo. Igual caso al anterior, pero de fisionom�a distinta, como vamos a verlo. Habl�is un d�a con �l de muchas cosas e incidentalmente de la pintura, por ejemplo... y veis que, al invocar sus maravillas, sus ojos se iluminan con una fosforescencia extraordinaria, dejando errar por sus labios una sonrisa reveladora. Es que debajo de esa mansa y simp�tica apariencia hay un pintor desconocido, humilde, que vive ignorado, pero que cree sentir en su cabeza el empuje creador, la suprema vivacidad del divino cerebro de Miguel Angel: cree tener un pedazo de la pulpa encef�lica del Veronese injertado sobre su pobre corteza cerebral. Pinta en el �ltimo cuarto de su casa; las paredes est�n tapizadas de lienzos lamentables y de todas dimensiones; y las horas de ocio, largas y pl�cidas, las pasa hundido en una especie de contemplaci�n er�tica admirando su propio genio. Guarda con religioso respeto sus cuadros deplorables y los cuida m�s que a su dinero y que a la ni�a de sus ojos. Convers�is con �l, de cambios, de bancos, de derecho p�blico, y lo encontr�is admirable: posee varios idiomas, tiene nociones generales de todo, aptitudes para el comercio, disposiciones para las letras, para las ciencias; en suma, es un esp�ritu selecto, di�fano, recto, inatacable bajo todo otro punto de vista. Pero al hablar de pintura, hab�is apretado el bot�n misterioso que pone en agitaci�n incesante el grupito de c�lulas productoras de su peque�a y desconocida neurosis. El hombre ha mostrado el flanco y le veis rid�culo, peque�o, lamentablemente necio, porque no hay en la epidermis terrestre un artista que valga un comino a su lado. Esa es la "neurosis de las aptitudes negativas", que hace te�logos profundos a los ingenieros, m�dicos discret�simos a los abogados o a los militares, y jurisconsultos a los pintores y a los poetas. He conocido un viejo comerciante a quien un par de pillos le sacaban fuertes cantidades de dinero en calidad de pr�stamo, a muy "largos plazos", con solo encomiarle sus inmensos conocimientos en mec�nica. Y este hombre, sin embargo, era un modelo de sensatez y de buen sentido. Lamartine pretend�a ser un arquitecto consumado y mostraba en un rinc�n de su quinta un arco de triunfo rid�culo y zurdo; y se ha dicho de Thiers que su
"peque�a neurosis" consist�a en creerse un militar brillant�simo. Tienen todos ellos un resorte escondido que juega espont�neamente o provocado por incitaciones inesperadas, que determinan ese brusco espasmo, la peque�a dolencia, sosteniendo el constante funcionamiento de una c�lula que produce la idea fija, imborrable y pertinaz. Es como una espina, como un cuerpo extra�o, que irrita, que inflama un pedazo del tejido nervioso, alimentando este eretismo mental incoercible, pero felizmente parcial. Que tiraniza la voluntad imponi�ndole con su despotismo inapelable el pensamiento o el grupo de pensamientos extravagantes que produce y reproduce, que vuelve a producir a la menor incitaci�n y vuelve a reproducir, siempre el mismo y con una monoton�a melanc�lica y sostenida. Dir�amos que es un pedazo peque�o y perfectamente circunscrito del cerebro, que en medio de la completa integridad del resto, vive enfermo, valetudinario, como enloquecido por r�fagas extra�as; amamantando, produciendo, cobijando todo pensamiento extravagante que huye del resto de la inteligencia. Una Calabria cerebral -perm�taseme la comparaci�n- en donde toma fuerza y se oculta todo el bandoler�o intelectual que vivir�a ex�tico en cualquiera otra parte del enc�falo. Repentinamente un individuo (y esta es otra familia del g�nero) se encuentra privado de su libertad moral, diremos as�, haciendo uso del arca�smo cient�fico consagrado. Algo extra�o lo arrastra a cometer en plena conciencia una extravagancia doloros�sima. Una idea se impone al esp�ritu y lo obliga, a pesar suyo, a verificar un acto intelectual, extra�o, ins�lito. No se trata aqu�, como observa Ball, de esas ideas fijas que se apoderan del esp�ritu de un alienado para ejercer sobre �l una incesante opresi�n: se trata de un estado algo parecido a un vago delirio consciente que el individuo es el primero en deplorar, sin embargo que no le es posible sustraerse a su inmensa tiran�a. Es un g�nero menos com�n que el anterior, pero m�s sensible a los ojos de todos, porque es bullicioso y porque estalla sin tener presente el momento, ni el lugar, obedeciendo al secreto impulso que viene de adentro, y que aniquila la voluntad de una manera absoluta. El profesor Ball ha conocido a una joven de dieciocho a�os, que era un curioso ejemplo de este g�nero neurosis. Era una ni�a de temperamento nervioso, de una imaginaci�n exaltada y que hab�a sido educada en el convento, en los principios y teor�as de una piedad exagerad�sima. Nada en su conducta trascend�a el menor desequilibrio intelectual, hasta la �poca en que se manifest� por primera vez la funci�n menstrual. Poco tiempo despu�s de su aparici�n, que se hizo no sin algunas dificultades, se apoder� de ella una exaltaci�n m�stica considerable, que no s�lo le inspiraba deseos de hacerse religiosa, sino que la arrastraba a hacer manifestaciones extra�as, por no decir inconvenientes. A cada instante y sin ning�n motivo plausible se echaba de rodillas, hac�a el signo de la cruz y exclamaba: "Jes�s, Mar�a y Jos�". Todo se limitaba a esto. Pero esas eyaculaciones piadosas -dice Ball- se produc�an en un sal�n, sobre una plaza p�blica o en un vag�n de ferrocarril, llevando sobre su reputaci�n graves reproches. Y, sin embargo, no exist�a en ella el m�s m�nimo rastro apreciable de delirio; sufr�a sus impresiones m�rbidas a la aproximaci�n de sus per�odos y se explicaba con una claridad admirable lo absurdo de su conducta. Otro ejemplo curios�simo. Un joven inteligente, trabajador, perfectamente dotado y libre de antecedentes neurop�ticos por parte de su familia, aunque se entregaba con frecuencia a pr�cticas solitarias, segu�a con un �xito admirable sus estudios en un liceo de provincia. Ten�a diecisiete a�os, cuando un d�a, habiendo o�do jaranear a sus camaradas sobre la fatalidad misteriosa del "trece", cruz� por su esp�ritu una idea absurda, inexplicable para �l mismo y para cualquiera: "si el n�mero trece" -se dijo- "es fatal, ser�a una cosa deplorable, incomprensible que Dios fuera trece". Sin dar el menor valor a esta idea delirante, no pudo, sin embargo, dejar de pensar en ella sin cesar. A cada momento verificaba mentalmente un acto que consist�a en decirse a s� mismo: "Dios trece", dando a esta f�rmula extra�a y absurda una especie de valor cabal�stico, con atributo y virtudes
preservadoras. Por la puerilidad de su extravagante concepci�n -dice Ball- se le pod�a haber comparado a esos faquires musulmanes que pasan su vida entera pronunciando en alta voz el nombre de Dios. "Yo s� perfectamente -dec�a- que es absurdo creerse obligado a repetir mentalmente esta f�rmula"... Pero a pesar de esto, el acto intelectual se repet�a cada segundo; y bien pronto crey� deber aplicar los mismos principios, a la eternidad, al infinito, a las grandes concepciones del esp�ritu humano, de tal manera, que su tiempo se lo pasaba repitiendo en su mente esta especie de conjuro estrafalario: "Dios trece, la eternidad trece, el infinito trece". Al fin, perturbado por la repetici�n incesante de ese acto mental, el joven se encontr� en la imposibilidad de seguir sus estudios, vi�ndose obligado a encerrarse en su casa y a reclamar los auxilios del m�dico. Aquella f�rmula ineludible se repet�a sin descanso, sonaba en su cr�neo con una continuidad y una constancia verdaderamente enloquecedora; y como el progreso de su peque�a neurosis acab� por desvirtuar todos su esfuerzos, pronto vio su vida mental entera consagrada a repetir a cada instante su pensamiento favorito. Salvo la tristeza profunda en que se encuentra sumido, el desgraciado neur�pata no presenta "ninguna otra" perturbaci�n intelectual [220.] . A pesar de la puerilidad relativa que caracteriza esta forma, ella constituye algunas veces un verdadero peligro para la inteligencia, porque la monoton�a perseverante, la desoladora continuidad de sus importunidades traba las operaciones del esp�ritu de una manera que puede ser fatal. El hombre m�s razonable, si se observara cuidadosamente -dice Esquirol- percibir�a algunas veces en su cabeza las im�genes y las ideas m�s extravagantes, asociadas de la manera m�s rara. Ver�a surgir pensamientos y sentimientos que se levantan repentinamente, se imponen a la inteligencia, aterrorizando la conciencia, para pasar despu�s como un fuego fatuo siniestro. Sin embargo, en ciertas ocasiones, no pasan as� no m�s: la impresi�n queda como la "mancha" de luz que deja en la retina la estimulaci�n de sus fibras. Es una especie de fosfeno doloroso que oprime al esp�ritu y que, si se levanta sobre un cerebro predispuesto por un vicio de organizaci�n, conturba para siempre su dinamismo exquisito. Cuando ese pensamiento maldito no encuentra en el cerebro el amor que lo fecunda y lo centuplica, pasa, diremos as�, rozando el ala por la superficie y dejando s�lo el recuerdo l�gubre de su amenaza. Y he dicho "el ala", porque efectivamente, esas ideas extra�as, son como aves de mal ag�ero, como bandadas de cuervos que se alzan chillando sobre la m�s implacable conciencia, sin saber d�nde han nacido, qu� hacen all�, c�mo han entrado bajo la b�veda de su cr�neo. Es cierto que en algunos se van para no volver, pero en otros vuelven con una persistencia primeramente inc�moda, irritante despu�s, y por fin doloros�sima, hasta que se posesionan por completo de toda la inteligencia. Cuando esto �ltimo sucede, la cabeza ha perdido el tim�n de su conciencia y comienza a girar, a girar siempre en el v�rtigo de esas alturas en que se pierde la noci�n de todas las cosas, y en que todo se ve como por "espejos m�gicos", transformado, invertido, adulterado. Ese es el loco: as� comienza el paroxismo temible de su drama eterno y sin sol. "Penumbrata est", es decir, eternamente en la penumbra, como dec�an los antiguos. Las ocupaciones intelectuales y las preocupaciones apremiantes de la vida ordinaria distraen de estas ideas fant�sticas, disipan las sombras, cuando hay fuerzas suficientes para rechazarlas sin dejar que se implanten ni que se traduzcan en actos. Algunas veces son tan d�biles, con relaci�n a la energ�a cerebral de ciertas personas, que felizmente se borran, y cuando se repiten lo hacen con esa debilidad relativa, aunque persistente, que s�lo es capaz de engendrar las peque�as e inofensivas neurosis del primer tipo. Pero en el segundo tipo, la facultad productora de las ideas est� como herida por ese estado valetudinario que engendraba en el esp�ritu del "divino" Augusto la
constante obnubilaci�n de sus sentimientos. La idea ex�tica nace s�bitamente, se alza batiendo sus alas, y como no surgen m�s las ideas que pueden entrar en lucha con ella y rectificarla, se impone y lo absorbe todo, como si las tomara por sorpresa. Una idea s�bita surge violenta en un esp�ritu mal dispuesto, aunque de irreprochable equilibrio; inmediatamente se traduce en acto y sigue obrando hasta que la reflexi�n, elemento poderoso de equilibrio mental, u otro grupo de ideas, la persigue y la rechaza hasta borrarla del todo. Las ideas y las sensaciones tienen una tendencia tanto m�s marcada a traducirse en acto, cuanto m�s imperfecta es la vida ps�quica del hombre, cuanto menos vigorosa es la reflexi�n. Por esto el car�cter reflejo de las sensaciones y sus tendencias a transformarse, "son m�s pronunciadas en los animales que en el hombre, en el ni�o que en el adulto; toda idea, toda imagen, toda percepci�n en los animales y en los ni�os tiende inmediatamente a traducirse en acto muscular" [221.] . Las ideas se transforman tanto m�s f�cilmente en actos -dice el eminente Griesinger- cuanto m�s fuertes y persistentes son; felizmente la actividad intelectual cuida de que toda percepci�n no llegue a este grado de intensidad, y que en virtud de la ley de asociaci�n de las ideas, en que las unas llaman a las otras, bien sean an�logas, o contrarias, no se produzcan con tanta actividad trayendo un conflicto a la conciencia. Pero al principio de las enfermedades mentales, o en estos estado semipatol�gicos, dir� as� -que constituyen el modo de ser habitual de todos esos intermediarios, cuyas anomal�as cerebrales han descrito con tanto colorido los alienistas franceses- en los hereditarios y en estas peque�as neurosis de que me ocupo, el cerebro se encuentra torpe, embotado, laso; la asociaci�n de las ideas est� como paralizada de una manera fugaz algunas veces, y de una manera permanente otras. El conjunto de pensamientos habituales no entra ya en acci�n o est� debilitado; "el alma se encuentra vac�a, dice Griesinger, y entonces la primera percepci�n, la primera idea que se presenta, se impone imperiosamente y no puede ser corregida, ni borrada, ni rechazada". Finalmente, todo pensamiento que surge de un modo accidental en el esp�ritu del hombre, que le es sugerido por alguna circunstancia fortuita, puede implantarse sobre un "terreno m�rbido" y convertirse en una idea delirante, que en virtud de cierta fuerza de multiplicaci�n del delirio, se transforma la oligoman�a en poliman�a, y finalmente pantoman�a [222.] . He aqu� casi toda la fisiolog�a de las peque�as neurosis. Es dif�cil que en las peque�as dolencias, que he citado al comenzar este cap�tulo, se llegue a ese t�rmino deplorable. Todos esos estados intelectuales ambiguos, entre los cuales hay muchos que est�n muy lejos de ser francamente patol�gicos, se explican por este mismo procedimiento o por otro an�logo. El predominio de una idea, la supremac�a de un sentimiento que ha adquirido, ya sea por su vigor o porque dimane de un centro viciado, y que se impone a los dem�s, esa es, en resumen, la filiaci�n m�s probable de estas "manchas" cerebrales que tantos ocultan tras una corteza de salud falaz e impenetrable. Todo el secreto est� en espiar el momento, en descubrir el estimulante apropiado que pone en movimiento el grupo celular consabido. A veces �l mismo, espont�neamente, entra en ebullici�n, como en los casos citados por Ball. El ruido de los truenos -por ejemplo- bastaba para despertar en dos de nuestros m�s reputad�simos valientes, ciertos estados de �nimos penosos, que constitu�an sus peque�as neurosis. La Madrid y el general Alvarado, que se hubieran batido solos contra una legi�n de demonios, no pod�an o�r tronar sin sentir sus carnes crispadas por el m�s incomprensible terror. Alvarado se envolv�a en g�neros de seda y hasta se echaba debajo de la cama para huir del rayo; y el general La Madrid ca�a de rodillas en un acceso de inconcebible pantofobia, acariciando el rosario y temblando como un azogado. Cuentan que le temblaban las mand�bulas hasta reproducir ese repiqueteo desagradable que en el chucho del miedo produce el choque de los dientes; que lat�a con impaciencia su coraz�n y que una palidez
l�vida, la palidez del miedo supersticioso, invad�a s�bitamente su rostro. Este sacudimiento emotivo profundo se difund�a tanto que iba repercutiendo por todo el organismo; y, como sucede en estos casos, despertando todas las reacciones simp�ticas que son consecuencias y que constituyen uno de los fen�menos cerebrales m�s curiosos. Propag�ndose al sensorium, "ese vasto reservorio de todas las sensibilidades del organismo", va a repercutir unas veces sobre tal o cual centro de la vida org�nica, con el cual est� m�s �ntimamente asociado, otras sobre tal o cual grupo muscular, determinando as� estas asociaciones simp�ticas de los m�sculos. Esas reacciones org�nicas inconscientes que expresan hacia afuera las diferentes tonalidades de las emociones y la manera especial con que el sensorium ha sido primitivamente conmovido [223.] . As� es como se explican los efectos s�bitos y difusos del miedo, que tiene, como ninguna pasi�n, el poder de llevar su influjo sobre todos los aparatos de la vida. Cuando los grupos musculares de la cara son los solicitados, la fisionom�a expresa en un lenguaje mudo las impresiones �ntimas concentradas en el fuero interno; cuando es sobre la inervaci�n visceral que se propaga el sacudimiento primitivo, es el coraz�n el que entra en una especie de convulsi�n, o son los intestinos y sus esf�nteres los que m�s directamente reciben el influjo de ese miedo aniquilante, que habitualmente elige como manifestaci�n suya exclusivamente esta deplorable caracter�stica intestinal [224.] . Estos estados del �nimo son incurables; tan ineludibles como el sacudimiento emotivo que los produce y que es un fen�meno instant�neo, brusco, org�nico en muchas personas que no se sustraen jam�s a su influjo. Olavarr�a no entraba jam�s a un cuarto oscuro, ni dorm�a sin luz; extra�a aberraci�n de un car�cter varonil, que ten�a la pasi�n del peligro y para quien el combate desigual, usurario, de uno contra veinte, ejerc�a una fascinaci�n m�gica e irresistible. Olavarr�a maniobraba con sus lanceros al frente de la metralla enemiga "como en un campo de parada"; pero sent�a algo que le crispaba el cabello y que lo clavaba sobre el suelo, en presencia de ciertos peligros imaginarios, pueriles, rid�culos, pero de un poder soberano para su cerebro lleno de candidez y de bondad. Sus soldados lo atribu�an al terror supersticioso que le inspiraban "las �nimas". En realidad, esa era su peque�a neurosis. Cuentan que para el fraile Aldao era de muy mal augurio perder el rebenque antes de entrar a un combate: as� es que lo cuidaba tanto como a su lanza. Quiroga no sal�a jam�s de su casa el d�a trece, ni daba batalla, ni emprend�a nada de fundamento. El poeta Lafinur, m�s famoso por sus extravagancias que por sus versos p�lidos y exang�es, era un hipocondr�aco reputad�simo entre sus contempor�neos. Seg�n se me ha referido, no pod�a subir a una torre (o atravesar una plaza probablemente), pasar un puente, mirar un espacio vac�o cualquiera, sin sentir v�rtigos, sin "�rsele la cabeza", como se dice vulgarmente. "Estas idas de cabeza", en presencia del espacio, constituyen el s�ntoma capital de una curiosa forma de nerviosismo recientemente estudiada, una manera de ser de la emotividad anormal de los hipocondr�acos y de tantos otros "cerebrales". Es la "agorafobia" de los autores alemanes, el "terror de los espacios" de los franceses: una neurosis caracterizada por un terror extremo, experimentado s�bitamente a la vista de un espacio de m�s o menos extensi�n y por la imposibilidad absoluta de atravesarlo solo. Disminuye cuando el paciente se apoya sobre un bast�n o un paraguas, etc., o si le tiende la mano alguna otra persona. Era la enfermedad de Pascal, quien, pase�ndose un d�a en una carroza sobre el puente de Neully, vio que los caballos mord�an el freno, que los dos primeros se precipitaban en el Sena, pero que en el instante de la ca�da y a consecuencia de su misma impulsi�n, romp�anse los tiros y el carruaje se deten�a sobre el puente. Despu�s de este incidente Pascal cre�a ver siempre a su izquierda un abismo que le imped�a avanzar, a menos que le dieran la mano, o que se le colocara alg�n objeto en que pudiera apoyarse. El "agoraf�bico" no da un paso ni atr�s ni adelante, ni avanza, ni retrocede; todos sus miembros tiemblan, palidece, se alarma de m�s en
m�s, se sostiene apenas sobre sus piernas oscilantes y queda parado inm�vil, convencido de que jam�s podr� afrontar este vac�o, este lugar desierto, este espacio que se presenta aterrante delante de sus ojos [225.] . "Imaginaos -agrega Legrand du Saulle- que mir�is un abismo profundo que se abre s�bitamente a vuestros pies, imaginaos estar suspendido sobre el cr�ter de un volc�n en erupci�n, que atraves�is el Ni�gara sobre una cuerda r�gida, que rod�is por un precipicio, en fin, y la impresi�n recibida no podr� ser m�s temible, m�s pavorosa que la provocada por el terror de los espacios". Una sensaci�n an�loga, de un origen igual probablemente, es la que experimentan las naturalezas nerviosas que sienten v�rtigos a una altura peque�a; que no pueden asomarse a un balc�n, atravesar sobre una tabla, dormir a oscuras ni ver una gota de sangre, como les pasa a ciertas personas que, sin embargo, no son pusil�nimes. El "terror de los espacios" es una variedad m�s temible de este mismo estado de eretismo medio hist�rico que produc�a las "peque�as neurosis" de Alvarado, La Madrid, etc. Y es probable que los inconcebibles terrores que aquejaban con tanta imprudencia a estos arrogantes paladines, vinieran acompa�ados de esa enfermedad, comparada por Westphall al pavor que se producir�a en un hombre al concentrarse s�bitamente y sin saber nadar en medio de un mar inmenso. Otra peque�a neurosis, que por su ol�mpica magnitud aparente, sus proporciones ampulosas y sus grandes efectos, bien podr�a llamarse la gran neurosis de Rivadavia, era la exageraci�n que ten�a este ilustre estadista de la noci�n de su personalidad ps�quica, que daba a sus actos y a sus maneras la magnificencia artificial de los megal�manos y que tal vez proven�a de la exuberancia con que se hac�a en su cerebro la irrigaci�n sangu�nea (?). Rivadavia era un tanto plet�rico, de cuello apopl�tico, de vida sedentaria m�s bien, y de un apetito copioso. Com�a mucho y bien, y como ten�a ciertas tendencias congestivas que se revelaban en su rostro ancho y en sus ojos sanguinolentos, viv�a con su cerebro habitualmente congestionado. Los lipeman�acos, cuyo sensorium, falto de est�mulo sangu�neo normal, cae en un periodo de aton�a, se sienten deprimidos, como humillados y at�nitos. El man�aco, por el contrario, cuando el aflujo de sangre se hace en las redes de su corteza gris, con una viva energ�a, con una persistencia regular, que, sin afectar las proporciones depresivas de las congestiones pasivas, sostiene con cierta lozan�a la vitalidad de la c�lula, se siente exaltado en su potencia f�sica y mental, se siente engrandecido, magnificado, m�s fuerte, y m�s potente que nunca. Como la actividad vital desborda en ellos bajo todas las formas de expresi�n, la noci�n de su personalidad se amplifica, se agranda, se hincha al mismo tiempo [226.]. Era pues, en Rivadavia, cuesti�n de mayor o menor aflujo de sangre sobre su cerebro naturalmente predispuesto por causas de un orden completamente desconocido. Con ciertos elementos adquiridos, y esta disposici�n a que aludimos, estaba constituida esa especie rara de delirio de las grandezas, incierto y oscilante, que imprim�a, como creo haberlo dicho en otra parte, un sello imborrable a todos sus actos y que se mantuvo siempre dentro de los l�mites saludables de una noble y apasionad�sima aspiraci�n. Es suficiente que sobrevengan algunas modificaciones en la irrigaci�n sangu�nea de las redes del sensorio para que "las manifestaciones funcionales cambien de aspecto y pasen sucesivamente de la faz de depresi�n extrema a la faz extrema de las m�s franca excitaci�n". Estas son las "peque�as neurosis". Ahora completad el estudio en vos mismo, lector curioso, si acaso hab�is sentido alguna vez rozar por vuestro cerebro algunas de esas mariposas negras del pensamiento. AP�NDICE Francia Cuando principi� a recoger datos sobre la vida del Doctor Francia, dirig� al Sr. D. Gregorio Macha�n las siguientes preguntas que me fueron contestadas de la manera que va a verse. No quiero pasar la oportunidad de tributar a este dign�simo caballero todo el
agradecimiento que debo a sus bondades. Much�simos de los importantes datos sobre la vida del Dictador me los ha suministrado �l, ilustr�ndolos con comentarios y ampliaciones que yo aprecio en su just�simo valor. El Sr. D. Gregorio pertenece a una de las familias m�s distinguidas y m�s antiguas de la colonia, y fue sobre ella, m�s que sobre ninguna otra, que la rabia biliosa del famoso hipocondr�aco se ensa�� durante veinte a�os, fusilando al padre despu�s de haberlo tenido quince a�os sumido en una mazmorra, priv�ndola de su fortuna y haci�ndola pasar por mil martirios f�sicos y morales. * * * Contestaci�n del Sr. Loizaga �Puede saberse si entre sus antecesores ha tenido locos, apopl�ticos, borrachos, paral�ticos? �De qu� murieron sus padres? - No se recuerda. �Sus hermanos, ha sido alguno loco, ebrio, paral�tico, etc.? - Los dos hermanos han sido locos. �Qu� clase de gente eran sus padres? - Gente vulgar. �Sus primeros a�os, d�nde los pas�, y cu�l era entonces su car�cter? - No se recuerda. �De qu� enfermedades padeci� en esa edad? - Se ignora. �De qu� enfermedad padeci� despu�s en su edad adulta y en su vejez? - Hipocondr�a o hist�rico. �Cu�l era antes de ser dictador su ocupaci�n habitual, sus relaciones, su modo de ser? - La abogac�a, relaciones escasas, car�cter raro, mis�ntropo. �En qu� ganaba su vida? - Defendiendo pleitos. �Ten�a valor personal? - Cobarde. �En su juventud o su edad adulta se le conocieron algunos amores? - Se le han conocido como tres hijos; amor, parece imposible. �Se le conocen grandes contrariedades en su vida? - No. �Qu� edad ten�a cuando murieron sus padres? - No se recuerda. �Ten�a costumbre de medicinarse o purgarse? - Enemigo de toda medicina en su edad madura. �Era aficionado al juego, a la bebida, o se le conoc�a alg�n otro vicio? - Al juego, antes de ser dictador. �Qu� man�as, rarezas o extravagancias se le conoc�an en su juventud o en su vejez? - Hacer mal; mis�ntropo. �Durante su dictadura o en alguna otra �poca se le conocieron algunos rasgos de loco? - No; y quiz� siempre lo fue. �Cu�les fueron sus ocupaciones durante su tiran�a? - Tiranizar; como administrador, nada. �De qu� enfermedad se dijo que hab�a muerto? - Hidropes�a. �Ten�a un car�cter variable, o era taciturno y sombr�o? - Car�cter desigual, lun�tico. �Qu� preocupaciones y supersticiones ten�a? - Ninguna; fan�tico anti-religioso. �Se le conoci� en alguna �poca de su vida alguna amistad estrecha? - Ninguna; ni con sus hermanos. �Fue repentina su muerte? - No. �A qu� edad volvi� al Paraguay? (De sus estudios en C�rdoba). - De treinta a�os aproximadamente. * * * Contestaci�n del Sr. D. Gregorio Macha�n A 1�. y 2�. No tenemos noticias. 3�. Dos hermanos han sido locos por temporadas. 4�. Mameluco Paulista fue al Paraguay contratado para la elaboraci�n del tabaco negro, y se cas� con una criolla de clase poco conocida, seguramente.
5�. Los pas� en la Asunci�n: ya joven fue a C�rdoba a continuar sus estudios, protegido en un todo por el espa�ol D. Mart�n Aramburu, donde manifest� mal car�cter, llegando a herir con un cortaplumas a un condisc�pulo suyo. 6�. No se tienen noticias. 7�. Hist�rico o hipocondr�a: frecuentemente cre�a morirse, llamando a su lado al m�dico espa�ol D. Juan Lorenzo Gauna y al Can�nigo Dr. Zavala: entonces deb�a ser a�n creyente cat�lico. Siendo ya dictador, no se le conoci� enfermedad, metodizando su modo de ser en general. 8�. La de Abogado; aficionado al juego de naipes y al trato de gentes alegres; pocas relaciones con gentes de posici�n; raro, intolerante y desp�tico con sus clientes de toda clase. 9�. En su profesi�n de Abogado; por herencia ten�a casa en la ciudad, y una quinta como a una legua fuera de ella. 10�. Manifestaba valor; mas generalmente se le ha tenido por cobarde. Molas, en su descripci�n hist�rica del Paraguay, dice: "Era atento, fraudulento, embustero, suspicaz, t�mido, inaccesible, ladr�n e imp�o"; y Molas deb�a conocerle. [227.]. 11�. Hemos dicho que era aficionado al trato de gente alegre (mujeres de vida alegre); amor, amistad, cr�ese que nunca tuvo. Ri�� con el padre hasta levantarle la mano y rechazando toda reconciliaci�n con �l en los momentos �ltimos de su vida; vivi� siempre peleado con sus hermanos, fusil� a un sobrino, apres� a otro; tuvo "tres hijos", que reconoci� a su modo, pero no les trat�, sepultando a uno de ellos en un calabozo, s�lo porque le pidi� en su cumplea�os, como gracia, el alivio o libertad del que fue su maestro y estaba en prisi�n, etc. 12�. No. No obstante, recordaremos, que en su edad adulta, fue tres veces maltratado a palos por rivalidad y pretensiones amorosas por un joven Arias, argentino, Vicente Caba�a, paraguayo, padre de familia y Manuel Pabor, �d., �d. Del primero se ha dicho que fue asesinado, siendo Francia dictador y atribu�dosele a �ste el asesinato; el segundo fue desterrado a una nueva poblaci�n, cerca de las fronteras del Per� con toda su larga familia; y el tercero puesto en prisi�n, arrastrando cadenas y destinado a trabajos forzados. A m�s; habiendo solicitado casarse con una ni�a de familia distinguida, fue rechazado, lo que se ha dicho le contrari� bastante. La ni�a cas� despu�s, y Francia, manteniendo un odio tenaz durante su gobierno, se veng� de la familia de la ni�a y en su esposo con prisiones, fuertes multas, y fusilamiento de este �ltimo despu�s de 14 a�os de una prisi�n cruel. 13�. No se recuerda. Tendr�a m�s de 40 a�os cuando muri� el padre; respecto a la madre, no se hacen recuerdos. 14�. No se sabe; mal cuidaba su salud en un todo. 15�. Al juego bastante, antes de ser dictador. 17�. No. Manten�a arrebatos y visiones propias de su hipocondr�a y misantrop�a. 18�. Su gobierno: mas sin coacci�n alguna, y consultando su bienestar y sobre todo su conservaci�n. 19�. Hidropes�a: en pocos d�as de gravedad. 20�. Variable: irascible como agradable, seg�n el estado atmosf�rico. 21�. Ninguna: ateo e ilustrado. 22�. Ninguna: vean contestaci�n 11. 23�. No: su gravedad conocida de pocos d�as. 24�. No se recuerda: tal vez de 30 a�os aproximativamente. Es conforme a recuerdos y noticias de tradici�n. * * * Al alcalde provincial del primer voto El Dr. D. Jos� Gaspar Francia y Velasco, hijo leg�timo del capit�n miliciano de artiller�a, Dr. Garc�a Rodr�guez y Francia y de Do�a Josefa Velasco, finada, ante V. m. conforme a derecho comparezco y digo que a mis derechos conviene dar informaci�n plena de mi genealog�a y conducta, y para ello suplico a la justificaci�n de V. m. se sirva recib�rmela con citaci�n del Sr. Procurador
S�ndico General de ciudad, examinando bajo juramento los testigos que presentar�, al tenor de las preguntas siguientes: Primeramente, digan si conocen al dicho Garc�a Rodr�guez de Francia, y si conocieron a Do�a Josefa de Velasco, al Dr. Mateo F�lix de Velasco y a Do�a Mar�a Josefa de Yegros y Ledesma, y si son comprendidos en las generalidades de la ley? It. Digan si les consta que el expresado Dr. Garc�a Rodr�guez Francia fue casado y velado seg�n mandato de la Santa Madre Iglesia con dicha Do�a Josefa de Velasco, y si de este matrimonio fu� habido, y procreado leg�timamente, y soy tenido, y reputado de p�blico y notorio por tal hijo leg�timo de ellos? It. Digan, si saben y les consta, que la dicha Do�a Josefa de Velasco fue hija leg�tima de los expresados D. Mateo F�lix de Velasco, y Do�a Mar�a Josefa de Yegros, de p�blico y notorio? It. Digan, si les consta, que la extirpe de los Yegros es una de las m�s nobles de esta provincia, de p�blico y notorio? It. Digan, si les consta, que el referido D. Garc�a Rodr�guez Francia, desde muchos a�os hasta la actualidad ha servido y est� sirviendo en las milicias de esta provincia en el grado de capit�n de artiller�a de ellas con desempe�o de su empleo? It. Digan, si me conocen de trato y comunicaci�n, y si les consta, que desde que vine a la Universidad de C�rdoba he cargado h�bitos talares, vistiendo discretamente, y si mi conducta moral ha sido irreprensible sin haber dado la m�s m�nima mala nota de mi persona, antes s� mucho buen ejemplo con mi recogimiento y sujeci�n en casa, obediencia y veneraci�n a mi padre? Y evacuada esta informaci�n se ha de servir la integridad de V. m. pasar vista de ella a dicho Sr. Procurador General, consecutivamente ponerla en mano del Ilustre Cabildo para que se sirva exponer en el asunto cuanto tuviere conveniente en obsequio de la verdad y de la justicia. Por tanto: A V. m. pido, y suplico, se sirva haberme por presentado y recibirme la ofrecida informaci�n, proveyendo en lo dem�s, seg�n y como llevo pedido en justicia, y juro por Dios y una Cruz no proceder de malicia, sino porque as� cumple a mis derechos, etc. Dr. Jos� Gaspar Francia. * * * Asumpci�n, Marzo veinte y seis de mil setecientos ochenta y siete. Por representada. Rec�base a esta parte la informaci�n que ofrece, precediendo citaci�n del S�ndico Procurador General de ciudad. Francisco Olegario de la Illoxa. Ante m�Manuel Ben�tez, Esc. Pco. de Gbo. y Cdo. * * * En veinte y siete del mismo, cit� en su perzona a D. Jos� Gonsalez R�os, S�ndico Procurador General para la informaci�n prevenida, y firm�, de que doy f�. Josef Gonsalez R�os. Ben�tez. * * * En la ciudad de la Asumpci�n del Paraguay, en veinte d�as del mes de Julio de mil setecientos ochenta y siete a�os en consecuencia del auto que antecede, present� la parte por testigo de su informaci�n a D. Mart�n de Azuaga, de quien por ante m� recibi� juramento y lo hizo por Dios Nuestro Se�or, y una se�al de Cruz encargo del cual prometi� decir la verdad de lo que supiere y fuere preguntado: en cuya
consecuencia se procedi� a examinarlo por los puntos del interrogatorio y responde: A la primera que el declarante conoci� a todos los contenidos en esta pregunta de trato y comunicaci�n, e igualmente a D. Garc�a Rodr�guez Francia, con quien no es comprendido en las generales de la ley. A la segunda, dijo que es p�blico y notorio en esta ciudad, que la finada Do�a Josefa Velasco fue casada leg�timamente, seg�n ritos de Nuestra Santa Madre Iglesia, con el contenido D. Garc�a Francia, de cuyo matrimonio fue habido y procreado el Dr. D. Gaspar Francia, lo cual es p�blico y notorio en �sta, sin voz en contrario. A la tercera, dijo, que igualmente es constante en �sta, que la referida finada Do�a Josefa de Velasco fue hija leg�tima de D. Mateo F�lix de Velasco y Do�a Mar�a Josefa Yegros, quienes fueron casados en �sta leg�timamente, lo cual consta de positivo. A la cuarta, dijo, que el declarante ha tenido por nobles y de distinguida sangre a la extirpe de los Yegros y por tal ha sido conocido por todos generalmente, sin voz en contrario. A la quinta, dijo, que del mismo modo le consta de positivo que D. Garc�a Rodr�guez Francia es y ha sido de muchos a�os a esta parte Capit�n de artiller�a en �sta, sirvi�ndolo con exactitud y eficacia cual exige su conocida conducta y celo al real servicio. A la sexta y �ltima, dijo, que adem�s de que el declarante conoci� al presentante anteriormente de pasar a la ciudad de C�rdoba a seguir sus estudios y a�n desde su ni�ez, en cuyo tiempo lo reconoci� por la arreglada conducta sujeta en su natural, mucho m�s ahora que regres� de la Universidad, viviendo en casa de su padre, sujeto a sus �rdenes y por consiguiente irreprensible su conducta, sin not�rsele el m�s m�nimo defecto, antes s� por el contrario, adornado de virtudes que han sido dignas de las mayores atenciones: siendo igualmente cierto que se viste con h�bitos talares, todo lo cual le consta que es positivo por haberlo presenciado y palpado por la continua frecuencia de la llegada a su casa. Igualmente lo dicho y declarado es la verdad en cargo del juramento, etc., etc., etc. Francisco Olegario de la Illoxa. Mart�n de Azuaga. Ante m�Manuel Ben�tez, Escribano de Gobierno. * * * En el mismo d�a present� la parte por testigo de su informaci�n a D. Juan Jos� Baz�n de Predraza, que hizo las mismas declaraciones que el anterior testigo, agregando que conoci� al Dr. D. Jos� Gaspar Francia, que desde que vino de la Universidad de C�rdoba ha cargado h�bitos talares vistiendo discretamente y que su conducta moral ha sido y es irreprensible, dando mucho buen ejemplo con su recogimiento y sujeci�n en su casa, obediencia y veneraci�n a sus padres: haci�ndose admirable su prudencia en los pocos a�os que cuenta: y que a m�s de esto el declarante ha reconocido �ntimamente en el dicho doctor una vasta ciencia en letras divinas y humanas y un genio apacible y amable y una grande aplicaci�n a las letras. Ante m�Manuel Ben�tez * * * En la misma fecha se presentaron D. Juan Bautista Goyx�, D. Juan Bautista Ca�iza, D. Fernando Fern�ndez de la Mora, D. Antonio M. Viana y D. Juan Jos� Echeverr�a y declararon ser cierto lo dicho por los anteriores testigos.
Ante m�Manuel Ben�tez * * * Mediante a no presentar la parte m�s testigos, d�se por concluida la informaci�n pedida: corra traslado de ella al S�ndico Procurador General para que exponga sobre ella lo que convenga a favor del p�blico. Illoxa. Ante m�Manuel Ben�tez * * * En el mismo d�a entregu� en traslado estos autos al S�ndico Procurador General con ocho fojas h�biles; de ello doy f�.Ben�tez. * * * Sr. Alcalde ordinario de 1�. voto. El S�ndico Procurador de ciudad, habiendo visto la informaci�n procedente sobre la limpieza de sangre y vuena conducta de el Dr. D. Josef Gaspar Francia, yjo leg�timo del Capit�n de Artiller�a D. Garc�a Rodr�guez Francia y de Do�a Josefa Belasco, besinos de esta Ciudad, dise que no encuentra cosa alguna que oponer contra ella y en subirtud seservir� la Integridad de Vm. aprobarla en Justicia que pido. -Assumpci�n y Agosto 4 de 1787. Josef Gonsalez de los R�os. * * * Assumpci�n y Agosto ocho de mil setecientos ochenta y siete. Mediante aque la parte a espuesto berbalmente en este Juzgado no serle necesaria la remisi�n de este espediente al Ilustre Ayuntamiento: atenta la conformidad del S�ndico Procurador General a la informaci�n vencida por el Dr. D. Josef Gaspar Francia. Apru�base en todas sus partes y para su mayor validaci�n interpongo en ella mi autoridad y sindical decreto, y mando se le entregue originalmente a la parte como lo tiene pedido, d�ndose testimonio si lo pidiere y pagando las costas de los acordado Francisco Olegario de la Illoxa. Ante m�Manuel Ben�tez. * * * Al Se�or Intendente y Capit�n General: El Dr. D. Jos� Gaspar Francia, Cl�rigo de Menores Ordenes ante V. S. en la forma que har� lugar, parezco y digo: que por disposici�n de V. S. como Vize Real Patrono, del Ilustr�simo Se�or Obispo, ocup� la C�tedra de Latinidad en los Estudios del Real Colegio de esta Ciudad, en cuio Ministerio serv� por espacio siete meses poco m�s o menos sin inter�s alguno, como es constante, y por promover �nicamente la ense�anza y adelantamiento de la juventud. Y si�ndome conveniente tener un documento justificativo de este M�rito: Suplico al Celo de V. S. se digne darme una Zertificaci�n de todo lo referido, o de los que V. S. en el Assumpto tubiere por conveniente en Justicia. Por tanto, A. S. pido y suplico, etc., etc., etc. Dr. Josef Gaspar Francia.
* * * D. Pedro Melo de Portugal, Coronel de Dragones de los Reales Ej�rcitos, Gobernador Intendente y Capit�n General de esta Provincia. Certifico ser cierto que el suplicante ha servido en el Real Colegio de San Carlos de esta Ciudad de Catedr�tico de latinidad sin sueldo ni gratificaci�n alguna en los t�rminos y por los tiempos que se refiere en el anterior escrito, y a pedimento de la parte doy la presente firmado de mi mano sellado con el sello de mis armas y refrendada del infraescriptos Escribano y Notario P�blico en S. M. y Gobierno. En la Assumpci�n del Paraguay a trece d�as del mes de Agosto de mil setecientos ochenta y siete. Pedro de Melo de Portugal. Ante m�Manuel Bachicas. * * * El Dr. D. Antonio de la Pe�a, Dignidad de Arcediano de esta Santa Iglesia Catedral, y Cancelario Director de los Estudios de este Real Colegio de San Carlos. Certifico a todos los tribunales donde �sta fuere presentada, que por disposici�n del Vice Patrono Real de esta Provincia y del Ilustr�simo Se�or Obispo estuvo el Dr. D. Jos� Gaspar Francia el a�o pr�ximo pasado ense�ando latinidad en las aulas de dicho Colegio, cuyo ministerio, a m�s de servirlo sin concepto a donaci�n alguna por espacio de siete meses, desempe�� cumplidamente y con adelantamiento de los respectivos estudiantes, as� en su ense�anza como en su buen ejemplo. Y por ser as� verdad, doy esta certificaci�n a pedido de dicho Dr. en la Assumpci�n, a 2 de Agosto de 1787. Dr. Antonio de la Pe�a. AP�NDICE [Reproducci�n textual] GUILLERMO BROWN Costumbres usuales y h�bitos del almirante Don Guillermo Brown.- Relatados por su camarero y m�s tarde su abanderado S. S. R. G. Era el General Brown, un hombre sobrio, met�dico en sus manjares, modesto en su traje usual, aseado y religioso ferviente en sus creencias cat�licas. Se levantaba de cama siempre antes de salir el sol: pues jam�s durante el tiempo que con �l serv�, pude notar esta falta de costumbre. Su primer paso al levantarse, era dirigirse a su mesa privada, donde su despencero deb�a tener de pronto la tetera de t� te�ido el m�s fuerte posible: Pues para dos tazas, �l ordenaba se le echara dos cucharadas de sopa: que m�s tarde �l mismo las med�a en una tapa de un tarro de lata para ser exacto en la cantidad y no dejar al despencero que aumentara o disminuyera la cantidad: y por igual medida de dos tazas y media de agua hirviente deb�a condensar el t�: Si estaba en el puerto le agregaba al t� al tomarlo dos cucharadas de sopa con leche, no dej�ndola jam�s hervir: Y si estaba en viaje, lo tomaba solo, sin agregarle ning�n esp�ritu, pues era enemigo de las bebidas espirituosas; en este orden tomaba su t� diariamente tres veces al d�a: Al levantarse, a la una en punto del d�a, y a las siete de la tarde en verano o a las cinco en invierno, esto con toda exactitud en la hora. Mientras �l tomaba el t�, su despencero ten�a que estar all� parado e inmediato hasta que �l terminara; despu�s le ordenaba se sirviera �l del mismo t� que quedaba en la tetera, agreg�ndole nueva agua; y terminado mandaba lavar bien la tetera, no haciendo jam�s uso del t� usado, poniendo el General especial cuidado en que la tetera estuviera siempre bien limpia al ponerle el t�. Terminado que fuese el tomar su t�, sub�a en cubierta, y su despencero proced�a a la limpieza de su c�mara, pasando el cepillo a jab�n y arena en el piso de tabla,
sacudir su ropa y si el tiempo era bueno traer a cubierta su colch�n y cobertores para ventilarlos, y de ser tiempo malo en la misma c�mara en una cuerda tirante abriendo las claraboyas o portizuelas de popa para ventilaci�n de su dormitorio. A las 8 en punto de todas las ma�anas, fuese el tiempo cual se fuere (a�n bajo de temporal), deb�a estar su almuerzo en la mesa, consistiendo en un bife a la inglesa algo crud�n, con papas que �l mismo las pelaba y en plato aparte su tarro de mostaza inglesa destirada con vinagre y una peque�a dosis de sal que �l mismo preparaba todas las ma�anas en la cantidad que usaba en el acto mismo de estar en la mesa: Si hab�a huebos tomaba tres huebos pasados por agua, muy blandos, colocados en una huebera o en un vaso por lo general: tomaba al concluir su almuerzo unas tajadas de pan con manteca o de galleta, cerrando su almuerzo con un vaso de vino de oporto o madera; desvi�ndose de las costumbres inglesas de tomar el t� o caf� despu�s del almuerzo. En viaje y fuera de puerto, su almuerzo s�lo se diferenciaba en la carne fresca, o en los huevos si no los hab�an, superando estas faltas con tomar jam�n, o tocino de holanda frito; en este caso agregaba a este manjar los incurtidos ingleses que bienen en tarros. A las doce, con la misma exactitud, deb�a estar la mesa puesta con la comida, que por lo general era frugal, pues el General a medio d�a era de bastante alimentaci�n: la sopa de su predilecci�n en el puerto cuando hab�a carne fresca era de cebada inglesa de la m�s fina, lo que los ingleses llaman (pe-sup) y en biage con la carne salada que por lo general s�lo se coce con el tocino ingl�s, la alberjilla holandesa: Que es una sopa sustanciosa y se amolda al buen gusto con el tocino. Los dem�s platos en carne fresca: el asado a la inglesa en un gran pedazo hecho al horno econ�mico algo crud�n hasta salir de su interior la sangre, con papas y bastante salsa sustra�do de la misma carne; y en biage la suplantaba con un gran pedazo de carne salada de Holanda, con papas cocidas en el orden ya indicado, que deb�an venir a la mesa naturales con otros platos que es inoficioso detallar que lo que antecede lo refiero para demostrar que este hombre, a pesar de su larga residencia en este pa�s, conserbava sus costumbres en alimentaci�n y usos los de su primitiva patria; tomando siempre por postre el bod�n cocido de harina con pasas de Corinto y sus ingredientes de composici�n de co�ac, grasa de baca y una peque�a dosis de az�car, que hecho en una masa flegible envuelta en una limpia toaya de algod�n, que es preferible al hilo, se cose solo en una bacija hirvi�ndolo bastante hasta estar bien cocido, se pon�a en la mesa caliente, el cual, con una salsa preparada para mezclarlo en la cantidad que com�a compuesta de vino oporto o gerez, era su manjar agradable como postre, pues nunca hac�a uso del dulce, pues s�lo alternaba algunas veces con el queso ingl�s. Del sobrante del bod�n, pues por lo general era de tres libras de peso, a la tarde �l hac�a su cena con tajadas delgadas del mismo bod�n fritas en manteca inglesa de cu�ete, las cuales bien tostadas las tomaba con el t�, lo cual en regular cantidad hac�a de esto el alimento de sena; no tomando otro alimento hasta la ma�ana siguiente: Pues durante la noche, en aquellas que el General ten�a que estar de pie y atender a la navegaci�n, tomaba una que otra vez una taza de caf� de cebada inglesa tostada, que suple e imita al caf� de Habana, o Brasil, siendo m�s saludable seg�n �l lo dec�a: Pues era enemigo del verdadero caf� (que dec�a: Los ingleses me quicieron enbenenar en las Antillas cuando me tomaron prisionero, con este l�quido) del cual no daba a las tripulaciones raci�n de caf�, y si lo tomaban ten�an que comprarlo, que a pesar de no gustarle que la gente lo tomara, no lo prohib�a; mas siempre en sus habituales man�as del veneno, dec�a que el caf� era un veneno. Esta regla en sus alimentos no la variaba, salvo en aquellas ocasiones que se trasbordaba de un buque a otro por las necesidades del mejor desempe�o de las operaciones de guerra; mas como �stas eran r�pidas y perentorias, pronto volb�a a la Capitana, que era su buque predilecto el Belgrano (pues �l dec�a mi Belgrano). En su �ltima Campa�a naval, fue este buque la Capitana, y solo en la suba del Paran� lo dej� por su mucho calado trasbord�ndose primero al bergant�n Echag�e y m�s tarde a la nueve de Julio (Alias Palmar), en la cual mand� la acci�n de Costa
Brava. Est� dicho lo bastante con respeto a la sobriedad de su alimentaci�n. Pues como est� dicho, �l no vev�a vevidas espirituosas, mas que el vino muy regular y necesario en el acto de su manjar. Su modestia en traje y maneras eran singulares: De uniforme solo se le beh�a el d�a del combate, en cuyo acto se presentaba de toda gala, mostrando todas sus condecoraciones, su el�stico y su invicta espada; terminada la acci�n, tornaba el General a su h�bito usual, distingui�ndose solo en su gorra de gal�n a lo marino, la cual no abandonaba de su cabeza, aun bajo del agua y el temporal, cambi�ndola as� cuando el agua ya la humedecido, a fin de conservar siempre su cabeza seca. Sus �rdenes, como todas sus relaciones con sus subalternos, eran siempre afables: Revelando la modestia: Y s�lo en los casos imperiosos del servicio era en�rgico y terminante, revelando su autoridad. Religioso en sus creencias cat�licas, sin imponerlas a bordo a nadie; por cuanto cada uno las observaba seg�n su conciencia. No se usaba como en otras armadas extranjeras en las cuales a los domingos tienen establecido horas de misa, seg�n las religiones del Estado; Brown al domingo, dejaba que su tripulaci�n lo observara como mejor fueran sus creencias religiosas; as� era que en ese d�a la gente fondeaba en Puerto a tan solo se le obligaba a vestir de limpio, y a la Oficialidad con el mejor traje; al buque lo diferenciaba con cruzar sus bergas de juanete, enarbolar la mejor y m�s grande de la bandera como igualmente la corneta de su insignia: No permitiendo ning�n trabajo a bordo eseptuando a aquellos que en orden a la seguridad suprema que se hacen necesarios a las naves que flotan sobre el agua. El General en estos d�as se le beh�a contra�do en su Camarote o C�mara distra�do en lecturas religiosas; y si sub�a en cubierta se paseaba al costado estibor solo, muy rara vez hablaba con nadie. A m�s de estos h�bitos religiosos, sabido es que �l hac�a donaci�n mensual de una parte de sus haberes a las Monjas Catalinas; a las cuales hac�a esta donaci�n en aras de sus creencias, teniendo especial empe�o en que se les entregara, aunque sus sueldos no hubieran salido de Tesorer�a. Algunas veces el que relata estos apuntes le ha o�do decir que aquellas mujeres confinadas en un Claustro eran m�s dignas de su aprecio que muchas de las que en las calles luc�an su lujo. A m�s de esto ten�a por costumbre al acostarse, fuese a la hora que fuese, se percignaba. Su dormir era aveces tranquilo, not�ndose algunas veces, y siempre como signo de su pr�xima man�a, que algunas noches era muy so�ador; al extremo de alarmar a su camarero: Una de estas noches el referido despencero se acerc� en puntas de pies a la puerta de su Camarote a escuchar un mon�tono di�logo que dec�a medio dormido: Porqu�, Dios m�o, permitis que me envenenen. Su despencero crey�ndolo despierto guard� sigilo, pero observ� que al instante seguido call� y roncaba como totalmente dormido, y no se not� hasta la siguiente ma�ana ninguna alteraci�n en el sue�o. Al amanecer de esa noche, al aclarar, el General se levant� precipitadamente, no quiso tomar su t�, y se espres� de esta manera: A bordo hay envenenadores: Yo los voy a castigar, esto diciendo, se paseaba en su C�mara; y en estos instantes, saliendo de su Camarote de la segunda C�mara el Oficial Alvaro Alzogaray, que hac�a entonces de su Secretario, y fue entonces cuando lo mand� encerrar en su alcoba arrestado a pan y agua, como ya est� referido por el mismo autor de estas l�neas, y comprobado por cartas existentes del finado Coronel Toll a este respecto. Creo ser lo suficiente, y no abundar en este relato. Dejo al estudio de una autoridad m�s competente las observaciones filos�ficas, que agregados estos relatos a los ya hechos sobre sus man�as que tanto han dado que hablar al esp�ritu del alma de este hombre cuya vida en sus dos tercios consagr� en Cuerpo y alma en servir a su patria adoptiva la " Rep�blica Argenlina ". Los hijos de esta tierra sabr�n alg�n d�a estimar los importantes hechos de �rmas con que �l contribuy� a afianzar la existencia de la Naci�n. Los fil�sofos se encargar�n de la parte moral y espiritual de su alma: A m� solo
me compete decir: Que lo consider� y le tribut� respeto: 1�. por su valor e intrepidez; -2�. por cualidades en partes desarrolladas, y por m� reconocidas pr�cticamente como testigo ocular; -3�. por los sentimientos ben�volos de humanidad: Por cuanto jam�s ejerci� actos de tiran�a, aun con sus enemigos. Es el �nico tributo que a m� me compete rendir a su memoria: 1�. Por patriotismo Argentino, por sus relevantes servicios. -2�. Por ser un deber tributar respeto a los hombres a cuya alma se amoldaba la de Guillermo Brown. Buenos Aires, Abril 14 de 1881. S. J. R. Gonz�lves. Notas del autor 1. GARNIER: "Dictionnaire des sciences m�dicales". 2. LUYS: "Le Cerveau". 3. LUYS: "Le Cerveau". 4. LUYS: Ob.cit., p�g. 55. 5. V�ase: "Archivos" citados, 1869, p�g. 671; y LUYS, ob. cit. 6. POINCARE: "Le�ons sur la physiologie du syst�me nerveux". 7. MARCE: "Trait� pratique des maladies mentales". 8. LEGRAND DU SAULLE: "Folies h�r�ditaires". 9. Cit. por LEGRAND DU SAULLE. 10. GRIESINGER: "Maladies mentales". 11. MOREAU DE TOURS escrib�a esto en el a�o de 1859. 12. MOREAU DE TOURS: "Psychologie morbide". 13. GAUSSAIL: "De l�influence de l�h�r�dit� sur la production de la surexcitation nerveuse". 14. Ver GAUSSAIL, ob. cit. 15. V�ase MOREAU DE TOURS, ob. cit., p�g. 198. 16. LASEGUE: "Les exhibitionnistes". Gazette des Hopitaux, n�mero 51, May 1877, 50e ann�e. 17. J. M. GUARDIA: "La M�decine a travers les si�cles". 18. V�ase GUARDIA: ob. cit. 19. MOREAU DE TOURS: (Troisi�me partie: faits biographiques). 20. ZIMMERMAN: "La experiencia", p�g. 288. 21. V. BIGOT: "Des p�riodes raisonnantes de l�ali�nation mentale". 22. LITTRE: "Auguste Comte et la Philosophie Positive". 23. DIDEROT: "Diccionario Enciclop�dico", art. "Te�sofos". 24. DARWIN: "Origine des Esp�ces". 25. LOZANO: "Historia de la conquista del Paraguay, R�o de la Plata y Tucum�n". 26. LOZANO: Tomo II, p�g. 93. 27. PRESC0TT: "Historia de la conquista del Per�". 28. Ver: PRESCOTT, ob. cit. 29. HERBERT SPENCER: "Principios de sociolog�a". 30. RIBOT: "La Herencia". 31. SARMIENTO: "Civilizaci�n y Barbarie". 32. JACOUD: "Trait� de Pathologie Interne". 33. ESQUIROL: "Tratado de Enfermedades Mentales". 34. ESQUIROL: Id. 35. GINE Y PARTAGAS: "Tratado de Frenopatolog�a". 36. LUNIER: "De l�influence des grandes commotions politiques et sociales, etc., etc." 37. MITRE: "Historia de Belgrano", Tomo II. 38. MITRE: "Idem". 39. MITRE: Ob. cit. 40. MITRE: Ob. cit. 41. MITRE: "Historia de Belgrano", vol. II. 42. SARMIENTO: "Civilizaci�n y Barbarie". 43. SARMIENTO: "loc. cit."
44. JACCOUD: "Trait� de Pathologie Interne". 45. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao" 46. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores". 47. Cuando digo esp�ritu, alma, etc., me refiero al conjunto de las funciones cerebrales. 48. MAUDSLEY: "Fisiolog�a y Patolog�a del esp�ritu". 49. MARC: "De la folie consid�r�e dans ses rapports avec les questions m�dicojudiciaires". 50. Cit. por MAUDSLEY. 51. MAUDSLEY: "Le crime et la folie". 52. Ver FALRET: "La folie raisonnante". 53. MOREAU DE TOURS: "Psychologie Morbide". 54. SARMIENTO: "Civilizaci�n y Barbarie". 55. Ver LEGRAND DU SAULLE: "Etudes m�dico-legales sur les �pileptiques". 56. LEGRAND DU SAULLE: Ob. cit. 57. TROUSSEAU: "Cl�nica M�dica del H�tel-Dieu". 58. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores". 59. "Diabluras de Rosas". 60. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores". 61. RIVERA INDARTE: Ob. cit. 62. LAMAS: "Escritos pol�ticos y literarios". 63. LAMAS: Ob. cit. 64. LASEGUE: en "Gazette des Hospitaux", n�m. 51, mayo, 1877. 65. VICTOR BARRANT: "Exposition des violences, outrages, etc., etc�tera". 66. "The Britannian" n�m. 4, Junio 25 de 1842. 67. LAMAS: "Agresiones de Rosas". 68. V�ase: RIVERA INDARTE, "Rosas y sus opositores". 69. MARCE: "Trait� pratique des maladies mentales". 70. LEGRAND DU SAULLE: "Folie hereditaire". 71. LEGRAND DU SAULLE: Loc. cit. 72. SARMIENTO: "Civilizaci�n y Barbarie", p�g. 179. 73. LEGRAND DU SAULLE: "Folie hereditaire". 74. LEGRAND DU SAULLE: Loc. cit. 75. Esto me lo ha referido el se�or don Juan I. Ezcurra y lo veo consignado en la obra de X. Marmier, titulada: "L�ttres sur l'Amerique", tomo 2, p�g. 301. 76. SCHLAGER: "Sur les l�sions de l�intelligence, cons�cutives a l��branlement du cerveau". 77. JACCOUD: "Trait� de pathologie interne". 78. MERCIE: "M�moire sur la maladie de J. J. Rousseau". 79. MAXIME DU CAMP: "Paris etc." - "La Possession". 80. DESPINE: "Psychologie Naturelle". 81. FOVILLE. 82. LAMAS: "Agresiones de Rosas". 83. LAMAS: "Escritos pol�ticos". 84. DESPINE: "De la folie". 85. FRANCISCO BARBARA: "Vida de Rosas". 86. LAMAS: "Escritos pol�ticos". 87. Un amigo de cuya sinceridad no puedo dudar, me ha referido que Cuiti�o era un hombre ejemplar antes de ingresar a la Mazorca. Fue agente de Polic�a en Buenos Aires por los a�os de 1833 a 34 (?), siendo Jefe Pol�tico el se�or Somalo. Su moralidad y buenas costumbres, como empleado y como hombre, le granjearon el aprecio de sus superiores. Si como no dudo es cierto esto, la idea de su estado enfermizo producido por todo ese c�mulo de causas, que ya hemos estudiado, confirma mis aserciones. M�s a�n, s� se recuerda que Cuiti�o sufri� una hemiplejia que lo tuvo postrado por mucho tiempo. Este �ltimo dato lo ha referido el doctor Langenhe�m. 88. RIVERA INDARTE: "Rosas y sus opositores". 89. SIMPLICE: en la "Union Medicale".
90. LAMAS: "Agresiones de Rosas". 91. LAMAS: "Agresiones de Rosas". 92. LAMAS: "Escritos pol�ticos". 93. LAMAS: "Escritos pol�ticos". 94. LAMAS: "Escritos pol�ticos". 95. CALMEIL: "De la folie consid�r�e sous les points de vue pathologique, judiciaire et historique". 96. PAUL DE SAINT-VICTOR: "Hombres y Dioses". 97. A. DUMARSAY: "Histoire Physique, etc. du Paraguay". 98. Del documento que insertamos en el Ap�ndice resulta que la madre de Francia era de una de las principales familias del Paraguay. Pero, seg�n informes que tengo de otra fuente, era una mujer vulgar y de origen completamente oscuro. 99. Datos suministrados por el se�or Machain. 100. J. P. y V. P. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay", tomo II, p�g. 297. 101. JUAN M. GUTIERREZ: "Vida del doctor don Juan B. Maziel". 102. GUTIERREZ: Ob. cit. 103. GRATIOLET: "La Fisionom�a". 104. VICENTE F. LOPEZ: "Historia da la Revoluci�n Argentina". 105. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 106. EL DOCTOR GUTIERREZ, en sus "Apuntes biogr�ficos de escritores y oradores, etc.", dice que el c�lebre Auditor de Guerra hizo sus estudios en C�rdoba, pasando despu�s a Chuquisaca a completarlos. 107. V�ase en el "Ensayo" de FUNES, el r�gimen del Colegio Monserrat. Era b�rbaro. 108. LUYS: "Trait� des Maladies mentales". 109. LUYS: Obra citada. 110. RENGGER Y LONGCHAMP: "Revoluci�n del Paraguay". 111. Apuntes suministrados por el se�or Machain. 112. GRIESINGER: "Maladies mentales". 113. RENGGER Y LONGCHAMP: "Revoluci�n del Paraguay". 114. KRAFFT-EBBING: Obra citada. 115. Datos suministrados por el se�or Machain. 116. DAGONET: "Trait� des maladies mentales". 117. Creo que es en el libro de RENGGER donde se dice que Francia intent� una vez fusilar a su hermana por el "delito" de haberse vuelto a juntar con su esposo. 118. El se�or Navarro, en el folleto que citamos en el cap�tulo anterior, afirma que Francia era gotoso; el se�or Alvari�os me asegur� que el a�o 63, cuando estuvo en el Paraguay, don Vicente Etigarribia le hab�a afirmado lo mismo. Creo tambi�n, aunque no tengo seguridad, que Molas y Robertson lo dicen. La gota es una de las di�tesis, cuya influencia patog�nica sobre la producci�n de la neurosis est� fuera de toda duda (Grasset). Recu�rdense, en comprobaci�n de este aserto, los trabajos de Trousseau, Gueneau de Mussy, etc., etc. La jaqueca es una de sus manifestaciones frecuentes. El asma, seg�n Jaccoud y otros autores, es uno de los estados patol�gicos cuya correlaci�n con la gota es evidente. Los accesos epil�pticos pueden igualmente depender de ella en muchas ocasiones. Van Swietten cita un caso en el cual los ataques epil�pticos cesaron tan pronto como aparecieron los accesos de gota. Garret habla de muchos ejemplos del mismo g�nero y Lynch da dos casos que que le parecen demostrativos a Jaccoud (Grasset). Sdiber, Klein y Musgrave refieren ejemplos de histeria en los cuales la neurosis desaparec�a ante un ataque de gota. Stoll ha visto una corea gotosa, Sauvage y Ackerman un t�tanos y varios autores alemanes y franceses han observado casos de locura producidos por esa di�tesis. 119. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay". 120. MOLAS: "Descripci�n hist�rica de la antigua Provincia del Paraguay". 121. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS. 122. ROBERTSON: "Cartas sobre el Paraguay". 123. ROBERTSON: Id. 124. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada.
125. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS. 126. MOLAS: Provincia del Paraguay. 127. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada. 128. RENGGER y LONGCHAMP: "Revoluci�n del Paraguay". 129. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada. 130. RENGGER y LONGCHAMP: Obra citada. 131. "Veinte a�os en las c�rceles del Paraguay", etc. 132. El se�or Pe�a (el ciudadano Paraguayo) dec�a que varias veces hab�a intentado, ocult�ndose detr�s de su ventana, ver al Dictador, pero que al sentir el ruido de la silla se hab�a retirado pose�do de un terror inmenso. 133. RENGGER Y LONGCHAMP: Obra citada. 134. "Veinte a�os en los calabozos del Paraguay". 135. MARCE: "Trait� des maladies mentales". 136. Del "Diccionario" de GARNIER. - A�os 1877 y 1880. 137. Datos del Registro Oficial, a�o 1839. 138. "Clamor de un Paraguayo", atribuido a MOLAS. 139. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina", tomo 3.0. 140. Ver KRAFFT-EBING. 141. KRAFFT-EBING: Obra citada. 142. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 143. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 144. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 145. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 146. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 147. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 148. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 149. Toda esta sintomatolog�a del alcoholismo, la copio de un "Avis sur les effets de l'alcohol" publicado en los "Comptes-rendus du Congr�s Internacional pour l'�tude des questions relatives a l'alcoholisme, 1878". 150. Avis sur les dangers, etc. etc. 151. Avis sur les dangers, etc. etc. 152. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 153. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 154. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 155. SARMIENTO: "Vida del Fraile Aldao". 156. LYON: "Diario de viaje". 157. Estas divisiones de las tres faces por que atraviesa el hombre pertenece a LETOURNEAU; las copio de su libro "Science et materialisme". 158. Seg�n la antigua teor�a s�lo las mujeres padec�an de histerismo. Esta opini�n, dice Grasset en su "Tratado de enfermedades nerviosas", debe hoy abandonarse completamente. Ch. Lespois, hace mucho ya, y sobre todo Briquet, han puesto fuera de duda esta importante cuesti�n, estableciendo que el hombre puede padecerla. Ansilloux ha publicado recientemente nuevas observaciones. Sin embargo la histeria es incuestionablemente much�simo m�s frecuente en la mujer." GRASSET "Trait� pratique des Maladies Nerveuses", p�g. 923. 159. GRASSET: "Trait� des maladies nerveuses". 160. BOUCHUT: "Du nervosisme". 161. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 162. V. F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 163. Copiamos esta historia cl�nica de la obra de TARDIEU: "La Folie". 164. PELLIZA: "Monteagudo", p�gina 106, tomo 1�. 165. FREJEIRO: "Monteagudo", p�gina 399. 166. FREJEIRO: "Monteagudo", p�gina 133. 167. FREJEIRO: "Monteagudo", p�gina 252 168. .MONTEAGUDO: Art�culo publicado en Chile, en el "Censor de la Revoluci�n". 169. FREJEIRO: "Monteagudo", p�gina 195. 170. FREJEIRO: "Monteagudo", p�gina 142. 171. V. F. LOPEZ: "H. de la R. A." (R. del R. de la P.) tomo 8, p�gina 157.
172. V�ase "Historia de Belgrano", "Biograf�a de Monteagudo" por FREJEIRO y "Vida de Monteagudo" por PELLIZA. 173. V. F. LOPEZ: "La Revoluci�n Argentina" (R. del R. de la P.), p�g. 158, tomo 8. 174. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 175. TARDIEU: "La Folie". 176. MOREAU DE TOURS: "Aberrations du sens genesique". 177. MOREAU DE TOURS: "Aberrations du sens g�nesique". 178. Todos estos datos los tomo de la citada obra de MOREAU DE TOURS. 179. TARDIEU: "La Folie". 180. BLOCH: "L'eau froide". 181. BLOCH: "L'eau froide" p�g. 16. 182. GUISLAIN: "Las frenopat�as". 183. GUISLAIN: Ob. cit. 184. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio de las persecuciones". 185. Ver LEGRAND DU SAULLE. 186. LEGRAND DU SAULLE: "Les d�lires des pers�cutions". 187. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc. 188. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc. 189. "Rasgos de la vida �ntima del Almirante Brown" escritos por su camarero y abanderado Zeraf�n J. Gonzaves (a) Juan Roberts. (Existe en mi poder el manuscrito in�dito). 190. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 191. Brown atribu�a sus dolores del h�gado y las perturbaciones de su digesti�n al veneno que le administraban en sue�os. 192. "Rasgos de la vida �ntima del Almirante Brown", etc., etc. A consecuencia de esta nota el Dr. Sheridam, que era entonces uno de los m�dicos de Brown, pidi� su baja. La afirmaci�n del Almirante era incierta, porque Sheridam no hab�a hecho semejante an�lisis. 193. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio de las persecuciones". 194. Rasgos, etc., etc. 195. LEGRAND DU SAULLE: "Delirio", etc. 196. "Se pasaba hasta un a�o sin que los botes de la escuadra fueran al puerto -dice el manuscrito que tenemos a la vista- temiendo que se los envenenaran". 197. Manuscrito citado. 198. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 199. LEGRAND DU SAULLE. 200. Probablemente "no estaba bajo el influjo de alg�n acceso", decimos nosotros, cuando abri� la puerta a los emisarios del gobierno. El acceso a que se refiere este ilustre historiador hab�a tenido lugar durante la noche y habr�a desaparecido con sus sombras. 201. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 202. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada. 203. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada. 204. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada. 205. El Sr. D. Carlos Casavalle ha tenido la generosidad, rara por cierto en los "papelistas", que tambi�n tienen su neurosis, de prestarnos un precioso manuscrito in�dito, en el que se consignan datos completamente desconocidos sobre la ni�ez y juventud de Brown. Vali�ndonos de ese documento hemos podido recoger algunos detalles curiosos sobre la vida del ilustre marino, anteriores a su venida a la Rep�blica Argentina. 206. Manuscrito citado. 207. V�ase CARLOS VOGT: "Le�ons sur l'homme". 208. Manuscrito citado. 209. He visto en los Manicomios de Buenos Aires much�simos irlandeses de ambos sexos atacados de enajenaci�n mental; y todos afectados de melancol�a en sus diversas formas; predominando m�s que otras la melancol�a religiosa con tendencias al suicidio. Tengo en mis apuntes varios casos de suicidio, los cuales han sido
evidentemente producidos por tendencias melanc�licas irresistibles. 210. Manuscritos citados. 211. VICENTE F. LOPEZ: "Historia de la Revoluci�n Argentina". 212. V�ase MARCE: "Trait� des maladies mentales". 213. GUISLAIN: "Frenopat�as". 214. GUISLAIN: Obra citada. 215. Id. �d. 216. GRIESINGER: "Tratado de enfermedades mentales". 217. GRIESINCER: Id. 218. GRIESINGER: Obra citada. 219. LEGRAND DU SAULLE: Obra citada. 220. Esta curiosa historia la copio del art�culo publicado por el profesor BALL en "El Enc�falo", a�o 1881. 221. JACOBY: "La selection", etc. 222. GRIESINGER: "Trait� des maladies mentales". 223. LUYS: "Trait� dea maladies mentales". 224. LUYS: "Trait� des maladies mentales". 225. "De la Kenophobie", etc., por GELINEAU. 226. LUYS: "Trait� des maladies mentales". 227. Debi� tambi�n decir rencoroso y vengativo.