Opiniones De Un Pie Izquierdo

  • November 2019
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[etiqueta negra 3 - gente como uno] OPINIONES DE UN PIE IZQUIERDO Diego Armando Maradona aceptó ser el hombre más públicamente pateado del siglo XX, pero añadió un sentimentalismo cum laude a su liderazgo fuera de los estadios. Entre La Habana y Buenos Aires (entre la vida y la muerte), sus días pasan en un estado de confusión crónico y mediático: luego de haber dictado cátedra en la cancha, quiere opinar con la zurda fuera de ella. ¿Podrías no escuchar a tu ídolo? Un perfil del diestro Juan Villoro El domingo ocho de octubre de 2000 la camiseta número 10 fue retirada para siempre de la alineación del Nápoles. Otro episodio en la ópera que Diego Armando Maradona representó al borde del Vesubio. Cuando el dios de los pies pequeños llegó al equipo, en 1984, el Nápoles se había salvado del descenso por un punto. Los méritos deportivos del club eran escasos, pero tenía un fanaticada de taquicardia. En un acto de quince minutos, el argentino fue recibido por ochenta mil feligreses en el Estadio San Paolo y sucumbió a su segunda pasión pública, el llanto inconsolable. La verdad sea dicha, el redentor no estaba en mejor estado que su equipo. Venía de una larga hepatitis, una fractura marca Goikoetxea, el fracaso en el Mundial de España 82, largas disputas con la directiva del Barcelona y el recién adquirido vicio de la cocaína. A los veintitrés años podía convertirse en un jubilado precoz. Inyectado por médicos sin escrúpulos, dispuesto a viajar veinte mil kilómetros para jugar un amistoso, Maradona se había consumido a un ritmo de cuatro partidos por semana, en medio de una verbena de reporteros y fotógrafos. En 1984, el bebé nacido en el Hospital Eva Perón refrendaba la capacidad argentina para producir mitos melodramáticos. Nápoles era su Pompeya posible, un lujoso cementerio con vista al mar de la leyenda. Sin embargo, en su misma precariedad, el club celeste le brindaría el combustible de entusiasmo y rencor para crear «un equipo desde abajo y contra todos» y cumplir la máxima tarea del Hércules deportivo: el regreso contra los pronósticos. En su primer partido en la Italia del norte, Maradona conoció el racismo con que se trataba a los napolitanos. Una pancarta decía: «Bienvenidos a Italia:

lávense los pies». El niño de Villa Fiorito había caído en la sede de los italianos pobres que décadas antes buscaron refugio en las barriadas argentinas, y decidió poner su sentimentalismo cum laude y su pie izquierdo al servicio de San Gennaro, patrono de la ciudad. Los resultados desafiaron toda lógica: el equipo que en los excelsos vestidores del Milán de Armani era visto como una horda africana, empezó a ganar partidos. El fútbol es, entre otras maravillas, un gran disparate físico. Maradona mide 1,62, duerme hasta las once, corre sin ganas y digiere con calma chicha (una ración de más en el espagueti del sábado se le notaba en el juego del domingo). Sin embargo, una tensión extraña le recorre el cuerpo. Aunque se vista de frac, parece a punto de matar un balón con el pecho. Es el mayor artista del capricho que ha conocido el fútbol, el más dramático y del que más ha dependido un equipo. Ni siquiera Pelé ejerció un liderazgo tan unánime. En el Mundial de México 86, Diego logró hacernos creer que cualquier selección hubiera sido campeona con él en punta. Durante la Eurocopa 2000, Platini comparó al 10 argentino con el monarca actual del fútbol: «Zidane hace con la pelota lo que Diego hacía con una naranja». Maradona llevó al Nápoles a su primer scudetto en sesenta años, en una liga de formidable rudeza, y aceptó ser el hombre más públicamente pateado del siglo XX. La Aldea Global atestiguó sus lances en el circo romano. De las brumosas estepas de Europa oriental y las insoladas planicies del leopardo llegaron legionarios dispuestos a romperle los tobillos. Diego jugó según su peculiar psicología: como Novato del Año, con una ansiedad primaria por ganarse el puesto. Sin la pelota, Diego se siente más solo que Adán en el Día de las Madres y pide que le den una jugada. Nunca dejó de ser el adolescente al que Menotti tuvo que hacerle el nudo de la corbata para que recibiera el trofeo de mejor jugador en el Mundial Juvenil de Tokio 79. Nápoles se entregó sin miramientos al salvador extranjero. El bel canto adoptó arias en su honor, cada tavola calda incluyó en su menú la Pizza Maradona y los nombres de los próceres fueron borrados de las calles para honrar con redundancia al nuevo héroe: la Via Maradona desembocaba en la Piazza Maradona. En 1990 Argentina eliminó a Italia del Mundial, nada menos que en el Estadio San Paolo. El drama rebasó a los cronistas de LA GAZZETTA DELLO SPORT y reclamó un libreto de Puccini. El Espartaco del sur luchaba contra las huestes del Imperio. En Nápoles, Argentina parecía una Italia más verdadera. La ópera se resolvió en penales. Cuando Maradona se dispuso a tirar el suyo, los napolitanos no

pudieron silbarle; soportaron el ultraje en silencio: la pelota rodó, lenta, perfecta, inalcanzable. Los napolitanos aplaudieron, con lágrimas en los ojos, en franco suicidio emocional. «Dicen que yo hablo de todo, y es cierto» En el 2000 la camiseta 10 del Nápoles se convirtió en una forma de la ausencia, y Maradona lloró vía satélite para refrendar su condición de dios jodido. Por esos días salió a la venta su excepcional libro de memorias, YO SOY EL DIEGO DE LA GENTE. El título, de un populismo sensiblero capaz de ruborizar a Libertad Lamarque, costó un millón de dólares. Leonardo Tarifeño afirmó con acierto que Maradona es el autor argentino mejor pagado por no escribir un libro. Su autobiografía en primera persona fue trabajada por dos periodistas curtidos en las canchas, Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo. A ellos se debe el logro esencial de recrear la voz genuina y arrebatada que el crack es incapaz de darse por escrito. De modo previsible, el libro ofrece un extenso convoy de narcisismo. En un negocio de exhibicionistas, Diego nunca ocultó su vanidad y bautizó al puño con que anotó contra Inglaterra como «la mano de Dios». Lo decisivo, en este caso, es que la expedición a un ego colosal va acompañada de una franqueza que vulnera y muchas veces agravia al autor. Para Maradona, las lágrimas son un signo de puntuación y el llanto sin freno una forma de separar capítulos; lee su vida como una letra de tango y no tiene empacho en inculparse. Habla de los coches que le regalan y describe cómo rechazó un Mercedes de museo porque le decepcionó que fuera automático. Su cursilería y su mal gusto servirían para decorar un casino en Las Vegas; sin embargo, incluso alguien de franciscana austeridad puede sentir empatía ante el pueril entusiasmo con que Diego festeja un regalo de su esposa: un calzón de Versace que le daría envidia al narcotraficante más rococó. Incapaz de argumentar en línea recta, saca conclusiones de ingenua sinrazón: «Prefiero ser drogadicto que un mal amigo», afirma, como si el afecto sólo prosperara dentro de un cártel. Derrotado por su fama, adicto a la prensa que lo malinterpreta, ve sus rabietas como una disidencia. Casi siempre, se trata de arrebatos dignos del rocanrolero que tira una televisión por la ventana de su suite. Maradona detesta a los directivos con los que luego se congracia,

repudia a la selección por «dignidad» y regresa a ella porque descansó unos días pescando tiburones, arremete contra los colegas que desean controlar al equipo y aplaude que la directiva del Nápoles contrate a todos los jugadores que él pide. Sus críticas certeras son de alcance restringido: João Havelange no merecía un sitio en las canchas porque se trata de un jugador de waterpolo convertido en político; la FIFA no debería permitir que once hombres con diarrea jugaran en el mediodía de México, a 2 200 metros de altura y «a la hora de los ravioles». Maradona tiene razón en lo que compete a los abusos sufridos por los jugadores, pero fracasa al postularse como un Túpac Amaru de pantalón corto. Durante años, los medios han brindado un foro desmedido a las impulsivas declaraciones del futbolista. Jorge Valdano resumió la situación mejor que nadie: se escucha a Maradona como si también opinara con el pie izquierdo. En 2002, el Pelusa anunció que piensa conducir un show de televisión «al estilo David Letterman». Diego vive en estado de confusión mediática: luego de dictar cátedra en la cancha, quiere opinar con la zurda fuera de ella. Maradona jamás estará bajo sospecha de ser congruente, pero sus confesiones en YO SOY EL DIEGO se leen como una sostenida forma de la pasión. Qué desleído luce, en comparación, un reportaje más serio y documentado como LA MANO DE DIOS, de Jimmy Burns, que hurga en la ropa sucia de su protagonista, lo vincula con la camorra y las interminables piernas de la modelo Heather Parisi, busca hijos ilegítimos, explora las patibularias adicciones del rey bufo de Nápoles. En forma inevitable, Burns deja numerosos cabos sueltos. No es por esto que su escrutinio resulta inferior a las fragmentarias infidencias de YO SOY EL DIEGO, sino porque carece del tono exacto con que Maradona acepta haberla cagado. Sería difícil imaginar a otra laureada figura del deporte escribiendo acerca de sus vistosos errores y los hijos de puta que detesta con honestidad. Pero la mente del chico de Villa Fiorito nunca ofrece una sola faceta. Las magníficas recriminaciones con que se humaniza contrastan con la mala imitación que hace del «futbolista consciente», al estilo Cantona. Con excesivo énfasis, trata de darle un tono político a su lucha por sobrevivir. Sus confusos ídolos cívicos son Fidel Castro, Carlos Saúl Menem y el Che Guevara que lleva tatuado en el brazo. En 2001 concedió una extensa entrevista al italiano Gianni Minà, en su retiro médico de Cuba. En un itañol lastrado por el encierro y las medicinas,

Diego comparó a Celia Cruz con un orangután por oponerse al gobierno de la isla y dijo que la historia de América Latina estaba mal contada. Se dio cuenta de esto cuando rentó un jet para cruzar los Andes y pensó que San Martín no podría haber hecho la misma travesía a pie, según aseguraba la leyenda. El hombre que necesita un jet privado para contradecir la historia oficial difícilmente puede ser calificado de izquierdista, y sin embargo, en Diego hay una faceta rebelde, anárquica, que lo aparta de los divos y lo acerca a la fanaticada. El Pelusa es un guevarista tribal. Colóquenlo en un chalet de lujo y parecerá que está ahí de campamento. Tal vez porque envidian demasiado a los jugadores, los directivos de la FIFA no pierden oportunidad de meter la pata. Al finalizar el siglo XX hicieron una encuesta sobre el mejor futbolista de la era, algo tan disparatado como que la ONU proponga el hit-parade de sus países favoritos. Pelé fue seleccionado por los expertos y Maradona por la comunidad de Internet. Diego gozó su doble triunfo: las infanterías lo eligieron en contra de los generales. Edson Arantes quedaba como el ídolo dócil, manipulado por el sistema, incapaz de levantar la voz. Aunque las estadísticas de Pelé son superiores, ningún jugador ha tenido un comando del equipo tan completo como Maradona. No es descabellado suponer que tal vez Brasil habría obtenido los mismos títulos sin su emblemático número 10; en cambio, sería un delirio imaginar una Argentina sin Diego en punta en México 86. Su jerarquía fue absoluta, sobre todo como líder a contrapelo, de una escuadra en la que nadie confiaba (el Nápoles o la Argentina del impopular Bilardo); con el viento a su favor, fue menos eficaz. Obligado a triunfar (en el Barcelona o en España 82), no fue el gigante que sorteaba peligros, nutrido por la paranoia y la desconfianza. En este sentido, Bilardo resultó para él como el Iago de Shakespeare: susurró en su oído intrigas suficientes para hacerlo actuar con furia creativa. Maradona tenía el sello del monstruo; era la diferencia. Le bastaba recibir un pase de trámite en media cancha para resolver el partido. Quizá este poderío le cobró una peculiar cuota psicológica. Así como los extremos izquierdos viven un poco al margen del mundo y los porteros se acostumbran a tomar decisiones en soledad, con reglas que sólo se aplican a ellos, el líder total no concibe un problema que se resista a sus regates. Maradona creó un mundo a semejanza de sus deseos, con tal plenitud que se desentendió de la realidad, esa bruma sin magia que circunda los estadios. En su combate con el otro gran 10, a Maradona le

gusta citar a Rivelinho, el extremo de fábula que una vez le dijo a Pelé: «Dime la verdad, te hubiera gustado ser zurdo, ¿no?». Para los amantes del capricho, el virtuosismo del pie izquierdo es una moral. ¿Hay una escena capaz de resumir la accidentada carrera del gladiador con cuerpo de carnicero? Puestos a elegir, escojo el rugido con que encaró una cámara en Estados Unidos 94. Diego volvía al Mundial después de las turbulencias de Italia 90, los «ravioles» con cocaína que le encontraron en Argentina, las muchas pruebas de que sus pies eran del barro común de Villa Fiorito. Sus principales lances ya ocurrían fuera de la cancha y su cuerpo anunciaba el retiro. Sin embargo, en el partido contra Grecia, tomó el balón como en los tiempos en que sólo chutaba por gusto y lo mandó al rincón de la portería. Después del juego sería escogido (posiblemente a propósito) para el examen de antidoping y daría positivo por efedrina, medicamento que ayuda a respirar pero difícilmente a tirar de chanfle. A partir de entonces, su caída sería definitiva y sólo le quedaría la compensatoria posteridad de los escándalos noticiosos: sus declaraciones locas, sus tratamientos contra la droga, su accidente automovilístico en Cuba, su imagen terrible y cautivadora: un gordo con el pelo naranja y aretes en las axilas. Pero detengamos su leyenda en ese último golazo. Después de cruzar al portero, Diego corrió para celebrar el tanto; de pronto, vio una cámara de televisión, fue directamente ahí y rugió ante el lente como una bestia herida. El descastado, el león en la mira de la FIFA, había regresado a sus dominios. La víctima de la mucha admiración buscaba una venganza. No la tuvo.

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