Nadie Como Godard.pdf

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cesidad de ralentizar el diálogo, de ralentizar el pensamiento, de ralentizar la propia televisión. Si un día llegaran a emitirse, estos doce programas actuarían como una depresión, como una bolsa de aire, y tendrían el temible poder de hacer el vacío, ese vacío que es evidentemente a lo que mayor horror sienten los servidores de la televisión, cuya principal obsesión parece ser la de amueblar el tiempo, ocupar la imagen, remedar la velocidad y la variedad. Se correría entonces el riesgo de percibir que el modo en que Godard ralentiza el pensamiento y las imágenes, este pretendido atasco, esta descomposición del movimiento, constituye en realidad el momento de mayor velocidad, el de la auténtica velocidad, pero en otra dilnensión, de la que la televisión corriente, en su agitación, no tiene siquiera la menor sospecha.

Este texto se publicó en el número 301 de Cahiers du cinéma (junio de 19 79).

Estética de Pasión

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Al ver Pasión por primera vez, en el Festival de Cannes,1 quedé asombrado por el extraordinario entramado de interferencias y de discordancias calculadas que Godard interpone entre nosotros (entre él) y los escasos momentos en que la emo.ción y la belleza se nos «ofrecen» en estado puro. La película me pareció a imagen de ese plano en el que se ve a Isabelle Huppert, al borde del río, a través de un entramado inextricable de ramas. Me dije que tal línea de defensa, aunque en esta película le resulte absolutamente necesaria a Godard para aproximarse a la belleza o a la comunicación absoluta (digamos la del ángel, más allá de cualquier ruido y de cualquier palabra), corría el riesgo de decepcionar a los espectadores que habían quedado seducidos por la belleza y la emoción más «humanas» de Salve quien pueda (la vida). No por azar es ahora cuando Godard se plantea la cuestión de «cómo formar parte de la humanidad», en el momento del estreno de esta película que está más bien del lado de salve-quien-pueda-al-cine. Si hay en Pasión un sentido del pecado, éste es ante todo estético: «No mirarás la belleza desnuda, de cara, directamente a los ojos. (La Virgen, en las Anunciaciones, baja los ojos en

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presencia del ángel, del que está casi siempre separada por las columnas de un pórtico.) Tu pasión, espectador, será la de percibir de vez en cuando su esplendor, demasiado deslumbrante 1 ·:~ ~ para tus pobres ojos, a través del .entramado minuciosamen~ ~ te labrado de la cacofonía del mu~qo)>. Estos esplendores son, : ~' * evidentemente, tan sublimes como fugitivos: una muchacha que se dobla hacia atrás en una· habitación de hotel, Hanna ;~ Schygulla ante su imagen en 'vldéo, la cámara que sobrevuela ~ las alas de un ángel. Pero salvo estos pocos momentos, que son 1 1 momentos realmente «ofrendados» y que alcanzan la emoción ~ más pura de la que el cine es capaz, no hay ni un momento de ~ g belleza o de emoción al que no venga a perturbar un rasgo de ~ '.~ .. trivialidad o. a estropear un sonido discordante. Si una mu•'• ~ chacha se quita el albornoz para mostrar un cuerpo de una pu-~ .. ~ -: ·"reta.de líneas· a lo Tngres, Godard hace entrar en campo una ·:: cámara de televisión, ..llena de ángulos, a la que sigue un ma. ,:;":'= e~pe<:qtlitrisrn 'é'li:retrclreJ'M!O'.c
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lo aleatorio. Por el contrario la música, que sustituye la cacofonía del mundo por su combinatoria soberana, es sin duda la más pura. Yo situaría la pintura en algún lugar entre.las dos, entre la pureza absoluta de la música y la impureza natural del cine. Por saber mejor que nadie que esta impureza misma constituye todo el valor del cine, Godard era también el mejor situado para hacer la película sobre esta «pasión» del cineasta, condenado a buscar la geometría en el caos, la música en el ruido, a vagar entre la singularidad de las cosas y el cálculo del sentido, entre la emoción pura y el rumor confuso del mundo. Al inicio. de Pasión, Godard ofrece a la vez un ideal ontológicafnente inaccesible al cine, digamos la música de Bach (la geometría absoluta, la pureza cerrada), y los materiales maravillosamente aleatorios, fugitivos, singulares, con los que el cine está condenado (aunque ello constituye al mismo tiempo su bendición) a hacerse: los cuerpos y las voces de los actores, .,c .. ~.,,., ... pais'iijes;'füiélos, fos cambios de la luz natural. Y entre los dos, como un pequeño escalón entre la singularidad de un rostro de obrera filmado en primer plano y la universalidad abstracta del Requiem de Bach, la pintura._ La pintura como algo con lo que el cine, desde su impureza, puede tratar aún de medirse, en estudio, al abrigo de la luz natural y de los ruidos del mundo. Para el cineasta, todo el problema consiste en permitir que el espectador suba este pequeño escalón, es decir, en encontrar el raccord adecuado entre la impureza del cine y la semipureza de la pintura. Y el acorde adecuado entre la cacofonía del mundo, el principio de orden que el pintodmpone a su tela (cuando ésta no se le resiste demasiado) y ei'orderi absoluto del reino musical. Si esta película es una «pasión» -y lo es- es la del propio cine, desgarrado entre lo puro y lo impuro, la geometría y el caos, la comunicación y el ruido. Todos los cineastas empiezan por reducir este desgarro antes incluso de empezar a filmar. En primer lugar, protegiéndose del ruido y del caos (ldentzfi: cación de una mujer [Identificazione di una donna, 1982] es

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soberbia pero uniformemente bella, puesto que Antonioni empieza por suprimir el ruido o el desorden que pudiera perturbar la belleza armoniosa de cada plano). Y luego remitiéndose a una geometría normalizada que ha demostrado ya su valor: pienso en particular en la habitual escala jerárquica de los planos, totalmente cuestionada en Pasión, donde una figurante puede acceder a un primer plano que se le negará a la . estrella. Godard, que ama a la vez las dos cosas, el ruido y la música, empieza por poner de manifiesto este desgarro, como punto de partida. Prólogo: la cámara, que parece dudar entre un movimiento caótico y la inmovilidad, encuadra unas nubes, y la luz cambiante que las atraviesa, es decir, la imagen misma de la inestabilidad, del caos original. Pero la misma imagen está cruzada por una línea impecablemente recta, la geom_etría en estado puro, la estela de un reacto~. Primer plano ,;de ficción>>: la mitad inferior de la imagen está invadida por un campo de hierbas y de flores salvajes, un entramado inextricable de líneas y de colores; en la mitad superior de la imagen, un camión de producción de vídeo, la geometría y el color puros; entre los dos, los hombres, vistos desde muy lejos, que emiten sonidos al límite de lo comprensible (entre el ruido y la frase) puntuados por golpes de claxon. En la continuación de esta película, rigurosamente imposible de subtitular, todo lo que sale de la boca de los actores está siempre entre el ruido y la frase. No obstante, de este embrollo generalizado de las palabras (desincronización, timbrazos de teléfono, ruidos, lenguas extranjeras) emergen, de vez en cuando, algunas frases que por ello mismo se hacen inolvidables: «Yo también habría querido amarte apasionadamente», «di tu frase», «e a me che deve parlare». Si, como acabamos de ver, al inicio de su película Godard plantea que necesita esta discordancia máxima para avanzar, para intentar algo con el cine, la cuestión del raccord se convertirá en la apuesta principal, y no sólo estética, de Pasión.

Godard sabe muy bien que si es capaz de encontrar el raccord adecuado entre el ruido y la música, entre el mundo y la pintura, entre lo que él llama «el mundo y su metáfora», el cine está salvado. Y se encuentran efectivamente en esta película algunos de los más bellos raccords de la historia del cine. Bellos y emocionantes en cuanto raccords. Pienso en este sublime raccord en movimiento sobre la muchacha que se dobla hacia . atrás en la habitación deJerzy y que pasa de una silueta a contraluz (de una imagen oculta) al «ofrecimiento» que nos hace Godard de ese mismo gesto en el otro eje, soberbiamente iluminado por la luz que viene de la ventana, ofrecimiento tanto más conmovedor pqr cuanto es rarísimo en una película en la que los raccords sirven más bien para cambiar de línea, para cortar de raíz la emoción. Pienso también en ese raccord entre la imagen inextricable del invernadero (donde se esconde Mi. chef Picc¿li: como ~~ esos dibujos para niños en los que hay que «buscar al cazador») y ese plano de una geometría abso· !uta en el que Piccoli, en su coche, persigue a Hanna Schygulla, que acaba por arrojarle su ramo de flores a la cara. Pienso evidentemente en todos esos raccords entre el mundo y la pintura, en todos esos pasos a otra cosa de los que Godard ha poseído siempre el secreto (la taza de café en Deux ou trois choses o la piedra de Week-End), en esos raccords de increíble audacia entre la iniciación al amor de Isabelle y el cuadro de la Virgen de Velázquez. El cine sale efectivamente salvado de Pasión. Godard ha asumido la tarea de redimirlo de toda la tibieza y resignación del cine corriente. Para ello ha elegido el camino más difícil, el de recordarnos de dónde viene realmente el cine y de dónde deberá volver a partir siempre si quiere seguir siendo cine (del rumor cacofónico del mundo, de la singularidad irreductible de las cosas, de las variaciones de la luz) y el de tender, a pesar de todo, hacia aquello mismo a lo que el cine jamás podrá aspirar, salvo por destellos: a la pureza absoluta. La gran fuerza estética de Godard es la de saber que, en el cine, sólo exis-

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Este texto se publicó en el número 338 de Cahiers du cinéma (julio-agosto de 1982).

Las alas de Ícaro

(Nombre: Carmen)

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«La belleza_», dice el tío Jean en Nombre: Carmen, «es el comienzo del terror que somos capaces de soportar.» Remontémonos una película o dos hacia atrás para ver en qué, pun\p se halla Godard respecto de sus relaciones con la belleza, con el cine que le permite acercarse a ella y con esa huIIlanidad de la que como artista le interesa formar parte también, aunque resulte difícil. Con Pasión, que quedará sin duda como una película-faro más que como una película de este mundo, ha intentado aproximarse a lo más secreto de ese trastornador misterio de la belleza, hasta su límite extremo, allí donde, como al sol, no se la puede ya mirar de frente sin quemarse los ojos o perder las alas como Ícaro. Es probable que Godard haya asumido el riesgo admirable de Pasión -que es una película más bienicariana, bastante alejada de nuestras preocupacione~ terrenales"'- porque con Salve quien pueda (la vida) acababa, por el coritrário, de dar de lleno en nuestras tribulaciones del momento, en el corazón del aquí y el ahora, con tanta precisión que los espectadores, godardianos o no, así lo entendieron, y que de repente nos pareció que las demás historias que nos contaba el cine por aquella misma época llevaban varios años de retraso y que las demás películas adquirían estéticamente un serio aspecto de viejas. Salve quien pueda (la vida) nos había conmovido porque en ella Godard

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hablaba de la vida tal como la estábamos viviendo y tal como nadie nos la había mostrado aún, con tanta exactitud y con tal sincronismo, en aquellos inicios de los años ochenta. En Pasión, Godard se hablaba más bien a sí mismo («La soledad», dice otra voz en Nombre: Carmen, «me ha forzado a hacer de mí mismo un compañero para mÍ»), pero nos habíamos quedado sin aliento al verlo evolucionar por el aire rarificado y la. soledad sin salida de esa zona límite en la que de tarde en tarde se arriesgan unos pocos artistas para quienes la cuestión de lo que realmente puede su arte adquiere un día tal urgencia que tienen que ir a verla, a riesgo de perderse, para poder eventualmente regresar a la tierra, entre los hombres. Con esta película, · Godard no quedaba ya ligado a nosotros más que por un hilo, pero ese hilo, aunque tenue, era su modo personal, en aquel momento, de seguir formando parte de la humanidad, aunque fuera en ese no man s land en el que la belleza alcanza ese t_error que nosotros, débiles espectadores de una época débil, no somos ya capaces de soportar sin cerrar los ojos. Con Nombre: Carmen, Godard nos da la sensación de que de nuevo puede mirar la belleza de frente. Pero porque él ha disociado sus dos caras, la belleza de Claire y la belleza de Carmen, y puede permanecer en algún lugar. entre las dos, como permanece desde hace algún tiempo entre la cacofonía y la música, entre la confusión y la Forma. Para seguir con la mitología, podría decirse de Claire, la música, que está vista como por una especie de Orfeo (también un enamorado de la belleza, pero que se ha negado a elegir entre lo sublime y lo trivial, y que morirá a causa de ello),_ pero un Orfeo que no tuviera ya necesidad de volverse hacia atrás para verificar la belleza mortal de Eurídice, porque la belleza ideal que lo obsesiona desde hace tanto tiempo, y de la que Eurídice le proporcionó en cierto momento la imagen, puede encontrarla con los ojos cerrados, incluso cuando ha desaparecido el sol, incluso si el rostro de Eurídice ha envejecido o si otra ha ocupado su lugar en la realidad. Durante el ·

tiempo de un plano, cruza sobre el rostro de Myriem Roussel el recuerdo de otras imágenes godardianas de la belleza, las de Anna Karina o de Anne Wiazemsky, como si los rostros de las mujeres que han frecuentado sus películas se sobreimpresionaran fugitivamente a este rostro, durante el tiempo de un encuadre y de una iluminación, no por su parecido rasgo a rasgo, sino porque los acentos de esos rostros dibujan una imagen de la belleza que no se encarna en ninguno de estos rostros singulares pero que los ilumina todos, como el ideal de belleza no terrestre que habita en todos los rostros de las Vírgenes pintadas por un Filippo Lippi. En cuanto a la belleza de Carmen, es evidentemente de otra naturaleza; es una belleza totalmente terrena, «extraña y salvaje», de expresión «a la vez voluptuosa y feroz» según la descripción de Mérimée, una belleza encarnada, necesariamente imperfecta e inacabada· pues, en un asomo de torpor y de vulgaridad a la que puede ir a arrimarse el deseo más carnal. La belleza de Carmen es una belleza que puede mirarse de frente; en Mérimée, a Don José le vuelve incluso loco el saber que otros hombres tienen ocasión de mirarla de frente, que ella no se opone y que, por consiguiente, les pertenece a la vez tanto y no más que a él mismo. Ésta es la razón por la que, en ·su locura, sueña con alejarla del mundo: «Si te tengo en la montaña, estaré seguro de ti». En la película de Godard, Jo· seph sueña sin duda con mantener a Carmen en la villa alborde del océano, aun cuando resulte evidente que ello resultaría el infierno, del mismo modo que Pierrot el loco soñaba con mantener en su isla paradisíaca-los tiempos han cambiado-a Marianne, una Marianne que, sin embargo, habría podido decirle a Pierrot lo que Carmen le dice a Don José y que condensa cuanto hay de profundamente godardiano en la novela de Mérimée, considerada como el verdadero guión de la película y no como un simple pretexto: «Yo ya no te quiero; tú me quieres todavía y por eso quieres matarme». Salvo que desde hace algún tiempo quererse y matarse se han convertido en el

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Con Nombre: Carmen, Godard se sitúa pues en algún lugar entre sus dos películas precedentes, entre las alturas cegadoras de Pasión y la marejada de las pasiones simplemente humanas de Salve quien pueda (la vida). Como si hubiese oído el consejo de Dédalo a su hijo, a quien acababa de fabricarle unas alas a imitación de las de los pájaros: «Te prevengo, Ícaro, debes mantener la carrera a una altura media. Vuela entre los dos». Cuando Godard intenta volar entre cielo y tierra, a altura media (una altura media para él, de la que el cine normal, es preciso decirlo, no tiene siquiera idea), entre la banda c\e sonido y la banda de imagen, lo consigue con la mayor soltura, y este cine, el más experimentador que existe (en una época en la que parece que la mayoría de los cineastas han bajado los brazos ante cualquier búsqueda y cualquier innovación formal), nos conmueve con la simplicidad de la evidencia, a lamanera de un aire musical cuya complejidad formal no impidiera que llegase al parecer con toda naturalidad al oído del oyente menos experto en las sutilezas de la armonía y de la composi-

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ción musical. Nombre: Carmen es una película que nos habla musicalmente de lo que las demás películas, en el mejor de los casos, se conforman con escenificar, a saber, «o el último combate de las mujeres contra los hombres, o el primero». Curiosamente, parece que'esas extrañas alas fabricadas por Dédalo definen el modo más natural de volar. Y es que Godard es a la vez el constru.ctor y el piloto, Dédalo e Ícaro. Puesto que él es el cineasta contemporáneo que tiene la conciencia más amplia y más orgánica sobre el proceso de fabricación técnica de sus películas, está construyéndose pacientemente, película tras película, con lógica, la cadena de instrumentos y el método simple y natural que necesita para repensar, al margen de la rigidez de las normas, una manera distinta de concebir y de alumbrar las películas. Los demás cineastas tratan de poner en funcionamiento unas máquinas fabricadas con piezas libradas por unos técnicos que no saben para qué piloto ni con qué objetÍ~iJestá"n trabafando. Y· que luego se sorprenden de que las películas de aquéllos acaben por parecerse extrañamente todas al salir de la cadena de montaje. Al escuchar Nombre: Carmen c:-Y cuando digo escuchar, se trata tanto de las imágenes como delos sonidos, igual que se escucha la música, pasando de una línea a la otra (de una imagen de mar acompañada por un cuarteto de Beethoven a la imagen de una pareja qµe dialoga en mudo acompañada por un sonido de mar, antes de pasar a una imagen de mar sobre fondo de silencio y de volver a la pareja que dialoga ahora con sonido sincronizado, invadido pocO'apoco por gritos de gaviotas y luego por ruidos de olas)- uno se dice que el cine sonoro tendría que haber nacido con esta libertad musical, que no tiene nada de experimentación innecesaria y que se manifiesta con la evidencia de una libertad original y no de una libertad reconquistada.

Este texto se publicó en el número 3 55 de Cahiers du cinéma (enero de 1984).

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(Yo te saludo, María)

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Hasta aquí, ha sido sobr~ todo Joseph quien lo ha pasado mal. Ha necesitado mucho sufrimiento para aceptar simple:1. .mente la evidencia, creer en lo increíble: Marie, la hij:i'deiga- . 1 rajista, la mujer' a la que desea, espera un hijo que no es suyo :ce.:;r,.~1 ,.: ·ce c·-,,,..,."éEj~!Jlá:s.:la.ha,tocrufb pero_que· !104's tampoco~ hombre; Marie es realmente la Virgen. Ha tenido que aprender a no ser ya celoso, ni violento, ni impaciente, a acallar en sí . mismo la duda, a reprimir.la exasperación. Al cabo de todo ese ~. . ., , •. _.,.,.,,.,_,,...._ ........ t ....... esfuerzo sobre sí mismo, Marie lo autoriza a rozarle el vientre i· •.•~.911..Ja,ffi¡i.(l.Q,. fü,.e~¡jj¡)i\,v~,~QS.egado y resignado, ha compren:•. elido al fin que era así de simple y así de difícil amar a Marie. -

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Marie, por su parte, no ha dudado jamás. Aceptó de entrada asumir el mist.erio. Estuvo disponible para ese destino único, que admitió sin cuestionar, firme en su certeza y en su secreto. ,.. "'"J'l;a~%~\e:1:>,i.wt'1.,e¡¡...la.pel.í.c.u!a,.el cine era casi normal, se respetaban las con;,eniencias, cada uno en su puesto.Josepli'rllii-aba a Marie, Godard miraba aJ oseph mirando a Marie, el espectador se preguntaba si debía rechazar lo increíble, como Joseph, o creer en ello, como Marie. Pero en el noveno rollo, de pronto, algo bascula en la película. Con Nombre: Carmen, Godard había pasado al otro lado de la cámara; aquí pasa abiertamente al otro lado de la representación, a la propia cámara oscura.

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· Lo· que ocüfre en esta escena entre el pintor y su modelo -pero también entre Dios y su sierva- raramente se ha visto en el cine de manera tan poco protegida. Godard está solo frente a su actriz; ella esta so1a frente a 'él, ambós están cercados y necesitan a toda costa salvarse en y por una imagen. Durante mucho tiempo, Godard se negó a dejarse cercar por las demás ~ágenes, vinieran. del ~in~ de otra parte. Prefería adoptarlas, atravesarlas, criticarlas, digerirlas. Con esta película ha elegido . el bloqueo. Como si ahora la única forma de resistir fuese la de ·- _,pfoduéir una imagen que hiciera olvidar todas las imágenes _en_emigas. ln.tent_a mirar a Nari~:Myriem y hacer esta imagen, pero no lo consigue, o lo hace mal, se ha vuelto demasiado difícil mirar la belleza de frente, o el misterio. Puede filmar la belleza de un avión que aterriza desde detrás de un entramado de ramas; un animal o un paisaje es todavía posible, es una inocencia más fácil de encontrar, pero la belleza o el misterio de una muchach.a s_e ha vuelto casi imposible. Satyajit Rayo Mizoguchi lo conseguían sin forzarse, y Godard también en los años sesenta, cuando la gracia podía ser aún espontánea (acuérdense de Anna Karina en Banda aparte), pero hoy, a pesar de todos los que la remedan, o a causa de ellos, ya no queda lugar para esta evidencia. Godard sabe que su cine está sitiado, que ahí están, a todo su alrededor y en la cabeza de los espectadores, las imágenes de la publicidad, de Playboy y todas las imágenes fa!-

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J oseph, que acababa al fin de recuperar una cierta paz, es expulsado de la imagen; ya no existe un tercer personaje que sostenga el sufrimiento;·la duda o la creencia del espectador. Godard se halla solo frente a su tema y a su actriz, se ha descolgado de su propia ficción, no está ya para nadie. Por ello, el espectador se siente casi de más. Lo que va a ver y a oír puede resultar conmovedor, pero se pregunta si tiene derecho a hallarse en ese lugar, tan cerca del secreto. Godard le permite mirar -a menos que haya olvidado simplemente su presencia-, pero ¿le concierne esto realmente?

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sarii~nre inocentes &!l tlfie •córtlébte. Es preciso que abra la'bré~"'- · · '· .:_ · ~"cha al máximo, deprisa, antes de que aquéllas lo alcancen. Está obligado a encerrarse en el interior de su película, pero para salvarse debería encontrar al menos el eje adecuado, el que le permitiera abordar realmente su tema y escapar del cerco. Estas imágenes de Marie-Myriem no constituyen una serie. Ni siquiera un montaje que formara una. imagen total con la suma de esas imágenes parciales. Son imágenes intentadas. Godard no las acumula, las borra a medida que las produce. Una expulsa a la otra, como sin~ hallase ninguna que pudiera ser fab~ena. Los planos de paisa¡es de sol, de luna, de arumales, smen también para eso, para borrar las imágenes intentadas, para recomenzar cada vez desde a_ntes de las ~ág':ne~. Para esos planos, rechaza igualmente todo p1ctonc1smo, son unagenes sunples, pnmigenias, imágenes casi de calendario de correos o de escuela primaria, es decir, imágenes que creen ante todo en su tema. Pero el enemigo no es sólo exterior, la desgracia se halla también entre el pintor y su modelo .. Ahora que ha .expulsado a Joseph de su película, es el propio Godard, d1tectamente,

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quien se enfrenta a la duda, al sufrimiento, a la exasperación. En Nombre: Carmen las cosas estaban separadas; era más fácil, pues, filmarlas: el alma por un lado, el cuerpo por el otro. Aquí no está más que Marie, cuerpo y alma, que se plantea precisamente esta pregunta: ¿es el alma la que tiene un cuerpo o el cuerpo el que tiene un alma? Yo no veo que Godard haya teni. do jamás una actriz con tan buena voluntad como Myriem Roussel. Si existe resistencia, en la imagen de sí misma que ella le ofrece, no es nunca por falta de valor o de generosidad. En cada plano se la ve realmente disponible, deseosa de obrar bien por encima de todo, de responder lo mejor posible a la solicitud del amo, por lo menos a lo que éste le permite adivinar. Pero la solicitud es demasiado desventurada, imposible. Godard le solicita que sea su criatura (su sierva, su sumisa) y que dé testimonio, al mismo tiempo, con la evidencia de un paisaje o de un erizo del misterio de la creación. Le solicita .a la vez · · -- ·· :·e¡u~ ~eá 1á ygu~1fi~fil:'enga la indiferencia y la pasividad de un campo de hierbajos bajo la lluvia. Le solicita a la vez que (se) lo dé todo y que guarde su misterio. Le solicita que vele por sí misma, que preserve .su secreto, y que le responda, que lo obedezca. Ella queda desgarrada entre esas dos postulaciones. Se retuerce entre los dos amos que él le propone. El árbol 0 el erizo sólo tienen que reflejar el misterio que los ha creado, la solicitud de Godard los deja indiferentes; éste puede filmarlos, pues, apaciblemente. Pero cuando filma a Marie-Myriem, se exaspera porque no consigue incluir los dos ex: Iremos de su deseo de cineasta en una sola unagen. No lograra reabsorber ese abismo, colmar ·esa brecha en la representación que él mismo ha ~bierto. Sólo le queda convertirla en la última unagen de su pehcula, la imagen lograda de un fracaso.

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Este texto se publicó en el número 367 de Cahiers du cinéma (enero de 1985).

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LAS PELÍCULAS

La belleza del gesto

(Grandeur et décadence d'un petit commerce decinéma)

Curiosamente, he vuelto a pensar mucho en la fábula de Sacrificio (Offret, 1986), de Tarkovski, al ver depositarse uno a uno, en mi televisor, los planos de Grandeur et décadencé-d'u~ petit commerce de cinéma. También Godard, como el persona·je interp·retado por Erland Josephson, está ahora pers1.ü\9ido de que, en lo que al cine concierne, la catástrofe mayor se ha producido, irreversible, y de que él no es más que uno de los escasos supervivientes, con Mocky y algunos otros, de aquella época en la que había aún hombres de cine. Desde hace algún tiempo, a él le gusta ponerse en escena como un superviviente de esa «serie negra» en la que tantos otros han caído en el~am- · po de honor, desde Rassam hasta Lebovici pasando por Romy Schneider y Georges de Beauregard. Puesto que le encargaban precisamente una Serie Negra, el tema estaba dado: la desaparición de una especie (Mocky, Léaud y él mismo están filmados como viejos elefantes obstinados que siguen creyendo en la sabana en pleno corazón del zoo de Vincennes) y su sustitución por otra, mejor adaptada a la falsa y horrible ligereza de los tiempos que se anuncian. También como el personaje de T arkovski, que no carece tampoco de iltiminación ni de humor, Godard me produce la impresión de haber emprendido esta película sin ilusión alguna sobre la eficacia de su gesto en la realidad, en lo que no es

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ya ni siquiera una relación de fuerza entre el cine y la televisión. Pero entonces, ¿por qué? Por la belleza del gesto. ¿Nada más? Nada más, pero cuando el gesto llega en ocasiones a tal desesperada belleza, ya es mucho. Para Godard, aquí no se trata ya ni siquiera de «dar la lección» a quienes están encargados de fabricar la televisión, ni de proponer no sé qué ilusoria alternativa, no, para eso ha dado ya demasiado; se trata simplemente, como el hombre que quema su casa en Sacrificio, de manifestar que la catástrofe no ha acabado con esa libertad soberana que conserva para consumar hasta el final la belleza de un gesto que le pertenece en exclusiva, aunque ese gesto pueda parecerles vano a los demás. Me ha asombrado, más que nunca, la extraordinaria aten.ción que presta Godard en esta película de televisión a cada una de las pinceladas que compondrán el cuadro. Ataca cada plano· como si lo esenci~i dependiera más de la fuerza y la belleza de la pincelada que del resultado global. Como si la salvación del cine, en este estado de urgencia, dependiera del amor y de la energía de la desesperación movilizables en cada gesto. Cuando la partida está perdida (y al aceptar este encargo de la televisión Godard consid_~_ra evidentemente que está perdida de antemano, lo que no era el caso en la época de Six /ois deux y de France tour détour), puede ocurrir que el gesto de quien no tiene ya nada que ganar recupere el esplendor gratuito del estilo. El estilo de Godard podría parecer a veces un poco gratuito en esta película, al borde del manierismo, demasiado virtuoso, de no ser por esta rabia al pintar para salvarse que lo anima. Porque no· se trata de vencer, sino de salvarse, y de salvaguardar al mismo tiempo -esta vez en el interior de la imagen- la belleza de algunos gestos elementales que participan del amor de hacer imágenes. Pienso en ese bellísimo gesto, de tan keatoniana gravedad, del personaje de Caro] al mirar en el visor la imagen que está grabando. Pienso también en ese primer intento, fugaz y brillante, de Godard de mover directa-

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que él se ha pasado la vida planteándose sobre las relaciones del. arte, del cine, con los sentimientos y las experiencias vividas. Pero antes habrá habido ese plano que es a la vez el más completamente anodino y el más terrible de la película, en el que, tras la muerte de Almereyda-Mocky, los miembros del pequeño equipo que trabajaba con él -su secretaria, su operador jefe, su ayudante, que son reaLnente los de la películase· separan en la acera, delante de su oficina, y desaparecen cada uno por su lado, deshaciendo con la mayor naturalidad del mundo una familia de cine, dejando el campo vacío. Este plano de una brusca desaparición me ha hecho pensar en esa «muerte total, indialéctica» de la que hablaba Roland Barthes en La Chambre claire. Grandeur et décadence es también una máquina de retroceder en el tiempo, que le permite volver, gracias al medium del - bello rostro de Marie. Valéra, a los tiempos de aquellas actrices cuyas películas le gustaba ir a ver en compañía de Franc;ois Truffaut. Aun cuando dicho nombre no se pronuncie nunca durante ese toque a muertos de una hora y media, se tiene la impresión permanente de que esta película ha sido para Godard una forma de volv~r atrás, antes de la interrupción de la muerte, para reanudar, mediante otro medium interpuesto (Jean-Pierre Léaud), el diálogo con Franc;ois Truffaut. Para decirle, con esta película que es a la vez su Chambre verte y su anti-Chambre verte, a su propia manera, sin imágenes pías y sin ceremonias, con gravedad y con desenfado, que el cine que habían amado juntos, al principio, y del que Truf' faut (mucho más que él, el iconoclasta) mantenía viva la tradición, estaba definitivamente muerto .

Este texto se publicó en el número 385 de Cahiers du cinéma (junio de 1986).

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mente el uso de las conexiones que le permitirían comprender y agrupar los fragmentos de comportamientos y de discursos que se le presentan. Michele se mantiene permanentemente en un estado de extrema vigilancia ante todo lo que siente como agresión en el lenguaje de los demás. Es absolutamente reacio a cualquier pregunta y fóbico con respecto a todos los estereotipos. Acabará dando un puñetazo a uno de sus adversarios ideológicos, precisándole que es más su forma de expresarse que el contenido de su pensamiento lo que le ha hecho reac-

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cionar así.

Para hacer, en veinte minu.ros, una breve cala sobre el tema del personaje de cine a los cien años de su invención, he elegido en este fin de siglo cinematográfico a cuatro de ellos, que me parece que constituyen una·pequeña familia refractaria. - · :Etprimero es un asesino-, Yvon, el personaje j'frin"éipal de El dinero (L'Argent, 1982), la última película de Robert Bresson. Es repartidor de fue! y van a detenerlo, aunque es inocente, por su negativa a disculparse, a justificarse, a dialogar con un juez, por repugnancia a actuar en su propia defensa. Ello lo conducirá directamente a la cárcel y, tras salir de ella, a su terrible acto final: asesinará «gratuitamente» a dos familias. - El segundo es rm arti~ta, Van Gogh visto por Maurice Pialat. En la película, vemos sobre todo al hombre, Vincent, al final de su corta vida, rumiando, reconsiderando sus fracasos y sus resentimientos. Pialat le atribuye en diversas ocasiones un comportamiento extraño: en cuanto se enfrenta a una pregunta del otro, ya venga de una mujer, de su hermano o de un marchante de cuadros, se encierra en sí mismo, se vuelve de repente opaco y mudo, de forma casi refleja. El tercero es un amnésico, Michele, el protagonista de Palombella rossa (1988), de Nanni Moretti. Contempla como un enigma todo lo que le rodea tras haber perdido provisional-

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El último personaje es un dinosaurio, un superviviente, un viejo cineasta solitario, una especie de nuevo san Jerónimo rodeado de libros y meditando en su celda, a dos pasos del lago de Ginebra. Godard lo llama JLG. La película, JLGIJLG, se exhibe actualmente en París en una sala alejada de cualquier estación de metro, lo que obliga, al salir de la película, a reflexionar sobre ella al andar..Pienso .qÍ1e esto no le disgustaría a Godard: que haya que andar para hacerle una visita a su película. Estos cuatro personajes, imaginados por cineastas considerados muy singulares, «autores» a la antigua, tienen sin embargo un marcado aire de familia. En primer lugar, tienen en común el ser refractarios a la identificación. En ninguna de estas cuatro películas el autor se halla r'ealménte cliseminado rii «fragmentado» entre sus diversas figuras -para retomar la expresión de Daniel Sibony-, sino enquistado en cierto modo en el personaje principal, que forma un bloque de resistencia duro y opaco, en el centro de la película, con el que no es fácil identificarse. · A mitad· de siglo; después de la guerra, fueron los personajes de niños quienes desempeñaron históricamente ese papel de figuras refractarias a la identificación con el espectador. Pienso en particular en dos de esos niños de cine que introdújéron en el cuerpo de una generación de futuros cineastas y cinéfilos (la de la inmediata posguerra) la pasión del cine.

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del Centro del Cine se introducen en su casa, en una visita sorpresa con cariz de registro, y tratan de averiguar si él es realmente cineasta. JLG se niega a responderles y prefiere monologar, con la nariz entre sus libros como si ellos no estuvieran ahí, o hablar con la mujer de la limpieza. En cuanto a Moretti, abofetea a una periodista por las palabras que ésta emplea y golpea a un adversario a causa de una expresión insincera. Son gente que ha renunciado al diálogo superficial con el que se tejen los vínculos sociales y que prefiere callarse, cavilar, tamizar. Su relación con el mundo y con los demás se ha vuelto absolutamente peculiar. Intratables, oponen una negativa categórica a la pretendidamente ineluctable aceleración de la comunicación. Tienen tendencia a ralentizar instintivamente el movimiento, tanto más en cuanto que a su alrededor se dispara el lenguaje de los falsos intercambios. Campan por su pequeño mundo como fi!tros-ralentizadores.

El primero es el pequeño Edmund de Alemania año cero (Germania, anno zero, 1948), de Rossellini, que no tiene derecho a ser niño a la edad en que debería serlo. La guerra lo priva de sus prerrogativas de niño. Es el único que atiende a la supervivencia de su familia, de la que es en cierto modo el delegado en sus intercambios con el mundo, lo que le prohíbe toda relación lúdica y ligera con el lenguaje y obstaculiza la infancia que existe en él. El segundo, el pequeño John de La noche del cazador (Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, es también un niño que no tiene derecho al balbuceo, al juego despreocupado con el lenguaje. Está bajo el juramento al padre muerto y cualquier palabra podría acarrear un lapsus que lo traicionara, y por el que traicionaría ese juramento hecho al padre. Estos dos niños están a menudo serios, meditabundos y casi siempre mudos. Medio siglo más tarde, los cuatro personajes de Bresson, de Pialat, de Moretti y de Godard son un poco la prolongación de aquellos niños, pero habiendo crecido. Se parecen evidentemente a sus autores, de quienes son los porta-silencios más que los portavoces. Moretti y Godard les prestan incluso el cuerpo a sus personajes. Quizá ]LG no sea exactamente Godard, pero habita en su casa y en cualquier caso se le parece bastante. Pialat le transmite muy claramente a Van Gogh sus arrebatos de artista y sus resentimientos familiares. En cuanto a Yvon, tiene el orgullo intransigente de Bresson, que era capaz de renunciar a una película -como hizo una vez, en Roma- para no tener que negociar con un productor. Estos personajes tienen otro rasgo en común, su repugnancia a responder a cualquier pregunta del otro, algo que les parece desorbitado, insuperable, sobre todo si está formulada en un lenguaje estereotipado y es sospechosa, por lo tanto, de ser una falsa pregunta, que procede de la sociedad más que de un individuo y que no expresa un verdadero deseo. Rechazan en el intercambio todo lo que implique una renuncia, incluso mínima, a su propia integridad. En JLG/]LG, dos controladores

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Aunque se haya vuelto amnésico, Michele recuerda ciertas frases, siempre las mismas, que repite durante toda la película. Se pregunta por ejemplo: «¿Qué significa ser comunista hoy?». Godard hace lo mismo desde hace diez años, ha necesitado seis películas y otros tantos vídeos para asimilar y hacer suyas una decena de frases. Pienso en la frase de Rilke sobre el terror y la belleza. 1 Actualmente, hay otra, de Reverdy -que ha empezado a repetir en Pasión- sobre la distancia entre las imágenes y la solidaridad de las ideas, o también la de san Pablo sobre la imagen y la resurrección. En cada película o en cada entrevista, vuelve sobre estas pocas frases, como si no acabara nunca con ellas. Esto es lo gue yo llamo ralentizar el movimiento de la comunicación, una de las formas de resistencia más ejemplares de hoy, cuando se pide que el cine y las imágenes circulen cada vez más deprisa. 1. Véase la pág. 105, «La Pasión del plano según Godard>>, en esta misma obra.

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A través de sus personajes, estos cuatro cineastas dan testimonio de sí mismos en cuanto artistas de este fin de siglo, como corazón refractario de su propia película. La negativa a dialogar se convierte también en negativa a dialogar la película, a escribir diálogos. En sus películas ya casi no hay diálogos, en el sentido clásico del término, como si cada uno de ellos, a su manera, hubiese decidido hacer suya la consigna de Bresson: «Monólogo en lugar de diálogo». Y al mismo tiempo en queestos «viejos» cineasta~ cavilan, reiteran o se callan, asistimos a un movimiento inverso en el joven cine francés, en el que el diálogo prolifera, se convierte en una cháchara cada vez más desatada. Estos cuatro personajes son en cierto modo antihéroes o antirrepresentantes del cine actual por cuanto responden a lo que Maurice Blan'chot llama lo neutro, la interrupción del diálogo, el impedimento de toda comunicación, abriendo .. una brecha cada vez más grande con respecto al cine corrien,.' -' :-:_· te~ ~ i:i~sgo de un div(Jrcio yapeligrosament
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rumiando sus consignas personales para afrontar cada día el acto de pintar. Este estado de obstinación y de silencio, que es evidentemente reactivo, y que aísla, puede arrastrar a los excesos del resentimiento. Es un peligro que Jean Narboni ha apuntado en un artículo de la revista Trafic. 2 Los excesos de resentimiento han conducido en el pasado a más de un artista -y de los más grandes- a inexcusables .derivas políticas. Los cuatro personajes de los que acabo de hablar llevan en sí mismos una forma de integrismo, aunque sea sólo por la misión que se han impuesto de velar por todos los abusos del lenguaje y de resistirse ferozmente a la obligación de acelerar el ritmo de la comunicación. Entre integrismo y resistencia, tratan de hacer frente a todos los imperativos de comunicar que proceden hoy de la supuesta demanda del público y del conjunto de los discursos mediáticos sobre el cine. . Esto~ per~~najes, sin ~mbargo, alcanzan a.veces la auténti-. ca comunicación, pero para ellos ésta sólo puede producirse en momentos excepcionales y fulgurantes. Es, en El dinero, el mudo flechazo entre Yvon (que acaba de asesinar por primera vez) y la vieja dama de cabellos blancos, quien, en su primer encuentro en la calle del pueblo, reconoce en él, instantánea y apasionadamente,. al joven que consumará su destino. Esta comunicación absoluta entre una víctima y su futuro asesino está sellada por el mudo ofrecimiento de las avellanas, uno de los momentos cinematográficos más bellos de este fin de siglo. En Palombella rossa, Michele se acordará, en el momento de tirar el penalti, de una frase que le dijo, mucho antes, Raúl Ruiz cuando estaba simplemente de paso por la película: «Cada gol es un silencio». En el momento de pronunciarse

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esta frase, nada permitía suponer que Michele le hubiese prestado mayor atención que a todas aquellas con las que los personajes secundarios (que parecen proliferar alrededor de esa piscina) lo habían abrumado, por lo demás, a lo largo de toda la película. Pero, en el momento de tirar -y aunque vaya a fallar su disparo, «a causa» o «gracias a» ese regreso fulgurante- le vuelven esas palabras como una frase maravillosa sobre la que meditar y que merece toda su atención. Él no era, pues, autista; sabemos ahora que en medio de toda esa logorrea que lo rodea, y de la que se protege fóbicamente, ha oído al menos una frase -aunque la comunicación se establezca con retraso, como una revelación rosselliniana, cuando hace ya mucho tiempo que el interlocutor no está presenteque lo arrebata de su situación inmediata de héroe de la pelota del partido. En JLGIJLG, Godard se encuentra en cierto momento en un pequeño arenal al borde del lago, solo, comunicándose con sus cineastas predilectos mediante ráfagas de las bandas sonoras de sus películas. En lugar de convocar, como ha sido su costumbre desde hace algunos años, imágenes de esas películas -fotos o planos-, será su propia imagen la que sirva como medium de algunas frases constitutivas de su imaginario cinematográfico, como si él fuera su intercesor sobre esa lengua de arena que avanza agua adentro del lago, del mismo modo que Orfeo, en la película de Cocteau, iba al garaje para captar algunas frases de poesía automática en la radio del coche. Godard ha sido siempre un captador genial de frases, tanto de la realidad como de los libros. Aquí filma su propio cuer.. · -· po en pleno funcionamiento, en esa orilla consagrada por él desde hace algún tiempo a la resurrección y a lo sacro, como una antena para captar esas frases mágicas. Lo que resulta un poco terrorífico en JLG/]LG es que Godard sólo tenga ya trato (salvo apenas una o dos excepciones) con los muertos. Como si en su mitología del cine, definitivamente establecida, no pudiese haber sitio ya para nuevas obras. Es lo que él mis-

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mo explica a propósito de Histoire(s) du cinéma: añadir. un plano de un nuevo cineasta implicaba la supresión imposible de un cineasta del pasado, indispensable a sus ojos. Veo un antecedente de todas estas actitudes en Rossellini, en Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949) más exactamente. Fue el primer cineasta que pensó en cuál podía ser la relación entre el cine y la comunicación. Las tres fases de Stromboli corresponden a tres estados de la comunicación, considerada por él como el gran problema de la «pos-posguerra». La primera es el campo de refugiados, una especie de torre de Babel donde la comunicación es muy confusa, donde se entremezclan todas las lenguas europeas, donde a falta de pruebas jurídicas, el lenguaje les sirve a quienes a toda costa quieren salir del campo para convencer, mentir y disimular. La verdadera comunicación se ha vuelto imposible a causa de la cacofonía, de un exceso de lenguajes. La segunda fase es cuando el personaje femenino (interpretado por Ingrid Bergman) ha logrado salir de la torre de Babel al casarse por conveniencia con un stromboliano, y se halla de nuevo encerrada, ahora en la comunidad de la isla. En ella trata .de afrontar sus problemas de comunicación y de cultura intentando establecer desesperadamente un diálogo con su marido, con el cura, con un niño asustado, con los viejos artesanos, en suma, con todo lo que está dotado de palabra en aquella isla, pero sin lograrlo jamás. Se estrella contra un muro porque cualquier apertura real de diálogo le supondría un coste que ella se niega visceralmente a satisfacer y que consistiría en aceptar previamente a toda comunicación la exigencia de adaptación social que no cesan de reclamarle los habitantes de la isla. Rossellini se sitúa muy por delante del cine de los años sesenta (en particular del de Antonioni y de Bergman) al filmar ya en 1949 las dificultades de comunicación como consecuencia principal de la guerra, una vez superada la fase de reconstrucción material de los años cuarenta-cincuenta. Sólo cuando, en la última fase de la película, Karin renuncia a cualquier diálogo y la única solución es

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escalar el volcán, atravesar la realidad para recomenzar desde el otro lado, encuentra al fin la comunicación absoluta. No hay ya ruido, ni transversalidad interhumana, sino una comunicación clirecta y vigorosa con Dios, a quien ella interpela con gran violencia, en forma de vehemente monólogo:

Este texto está adaptado de una intervención en el coloquio «El cine hacia su segundo siglo», que tuvo lugar los días20 y 21 de marzo de 1995 en el Teatro del Odeón, cuyas actas fueron publicadas por Le Monde éclitions, octubre de 1995.

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Existe ya una novela que acaba, como la película de Godard, con una partitura musical. En ella, al final de la historia se invita al lector a abandonar las palabras y a pasar algunas páginas llenas de notas. Se trata de Sans fami!!e, de Hector Malot, uno de cuyos personajes -el viejo exhibidor de animales que arrastra.ª Ré~i, ei j~;~~-~~;~dor, por los caminos de un rudo aprendizaje- se llama Vitalis, como el cineasta de For Ever Mozart. Esta novela de aprendizaje es también una búsqueda de identidad: cuenta las tribulaciones de un joven en busca de sus orígenes, de sus verdaderos padres. Al principio del libro, es arrancado de la humilde casa de su madre adoptiva para que emprenda camino con Vitalis. Al final de la novela, resulta ser el heredero de una casa solariega en forma de castillo, rodeada por un vasto parque repleto de viejos árboles, donde su primer deseo es el de hacer resonar la música de una canción napolitana de los tiempos de su vida difícil. Sans fami!!e es un itinerario iniciático entre dos casas. For Ever Mozart, a su manera, también: el camino de Godard pasa por siete casas.

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si se está bien en ella. Partir significa inevitablemente separarse de los padres. De la madre sobre todo, que les recuerda a su hijo y a su sobrina que en su época «los hijos pertenecían a los padres». Y que se siente despechada cuando Djamila, la que llegó de fuera y a la que ella acogió -aunque fuese en la antecocina- declara que no, que no es feliz allí y que le gustaría irse con el señor J érome y la señorita Camille. Más avanzada la película, el Escritor le responde al Ministro que olvidó hace tiempo que André Malraux lo fue antes que él y se pregunta por qué esos niños han partido hacia Sarajevo para represen- · tar a Musset: «Un aire de libertad, sin duda, del que aquí

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NADIE COMO GODARD

ánimos a Camille. Un momento después -pensamos en Nueva ola-, la situación se ha invertido: Camille ha recuperado las fuerzas y ahora es Djamila la que se halla entumecida en el suelo, cubierta lentamente por la nieve que cae como en un cuento.

Casa número cuatro: la casa destruida. Nunca llegarán a Sarajevo. Los retienen como rehenes en una casa en medio de los árboles, una casa abandonada que se ha convertido en el cuartel general del comandante Madlic. Normalmente, una prisión es una casa mejor cerrada que las otras. Ésta se halla abierta a los cuatro vientos; de su antiguo esplendor, sólo quedan las paredes. Y las huellas de una vida familiar desaparecida hace largo tiempo: unas marcas en el montante de una puerta, donde alguien anotó los nombres de los niños que allí crecieron y a los que midieron año tras año. J érome lee uno de aquellos nombres: Odile. Este modelo a escala reducida de Yugoslavia es la casa de los abuelos maternos de Godard, al otro lado del lago, y la niña cuyo crecimiento han medido no es otra que su propia madre. Pero de esto no nos cuenta nada la película, salvo alusivamente.

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Casa número dos: la casa del Padre. Es como un espejismo esta casa del otro lado del río mediante la que el Padre intentará atraer a sus hijos al camino del aprendizaje. Los invitará a cruzar el brazo de agua que los aísla, a venir al menos .a calentarse y a comer cómodamente en la casa grande. Ellos resistirán esa última tentación y permanecerán fieles a su determinación, eligiendo la precaria tela de una tienda y una frugal comida de tomates cocidos en un fuego de campamento de

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Casa número cinco: la casa de la playa. De esta casa sólo veremos la gran cristalera que separa su interior del paisaje de la playa. Una casa de cristal. Del lado del mar: la joven actriz (Bérangere Allaux), que debe luchar contra el viento asolador, contra. el ruido de esa tormenta que se lleva sus palabras, contra su vestido rojo ópera, demasiado pesado, demasiado grande, y que restalla contra los cabellos revueltos sobre su cara, y sobre todo contra ella misma y la tentación de la renuncia. Al abrigo, protegidos del viento y de las salpicaduras: el cineasta Vitalis, la cámara, los técnicos. Godard, que se queja a menudo de los actores, les rinde justicia en esta escena: son ellos quienes están expuestos, quienes deben batirse con el mundo durante la toma, al otro lado de la cristalera protectora del cine. En un plano magnífico, la actriz está encuadrada de es-

western.

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Casa número tres: la casa de Pulgarcito. El objetivo (Sarajevo) está lejos y es difícil de alcanzar. La marcha es demasiado larga. Ha llegado el invierno, empieza a caer la nieve, como en Centauros del desierto (The Searchers, 1956), Camille se derrumba, agotada. Mientras Jérome la exhorta a luchar -con las mismas palabras que J ean al exhortar a Hélene al final de Les Dames du Bois de Boulogne (1945)-, Djamila le habla de una casa que ha visto, allá a lo lejos. Igual que Pulgarcito subido a un árbol cuando se halla perdido en el bosque con sus hermanos agotados y desesperados: «Hay una casa, estamos salvados». Esa casa no se llegará a ver y nunca sabremos si existe o si se trata de una mentira piadosa para infundir



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paldas, sobre un fondo de cielo: un cuerpo sufriente en el espacio, vacilante, monumental y frágil al mismo tiempo. Uno piensa evidentemente en ese contrapicado sobre Natalie Wood, en Centauros del desierto, en el momento en que algo que estaba tremendamente rígido, bloqueado, muerto, seco, se desencadena de golpe en el personaje deJohn Wayne, que la levan· ta en brazos como cuando era niña, justo antes de devolverla a la casa de la infancia. En esta escena de la playa (que me produce la sensación de que todavía no se ha pensado suficientemente sobre la cuestión del actor en el cine) el cineasta, a pesar o a causa de su inflexible exigencia, es el verdadero aliado de la actriz, aun cuando ésta crea que él la está torturando. Su aparente dureza permitirá finalmente que l~ joven supere sus miedos y renuncie a la renuncia. Aun cuando la convicción godardiana permanezca inquebrantable: la toma buena está nec.esariamente al margen: no puede ser más que la primera, inconsciente, ·antericir a la interpretación (pero la cámara nó rodaba) o la última, posterior a la interpretación, cuando la actriz no sabe ya que actúa. Sucede exactamente en esta magnífica escena lo que contaba Bergman a propósito de un día de rodaje especialmente tenso y agotador con Victor Sjostrom en Las fresas salvajes (Smultronstallet, 1957), otra película que pasa por la casa de la infancia: «Cuando todo estuvo listo, llegó tambaleándose, se apoyaba en el ayudante de dirección, su malhumor lo había agotado. La cámara rodaba, se tomó la daqueta. Entonces su rostro se relajó, sus rasgos se serenaron, era todo calma y dulzura, un instante de gracia. Y la cámara estaba allí. Y rodaba. y el laboratorio no estropeó nada». 1 En el momento de esa toma que va a ser la buena, todos los técnicos han salido a comer y es preciso que el viejo cineasta ol · vide su fatiga y salga de la casa para hacer girar él mismo la iml. lngmar Bergman, Laterna magt'ca, Gallimard, 1987 (trad. cast.: Linterna mágica, Barcelona, Tusquers, 1988).

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ponente cámara antigua sobre su enorme trípode: el éxito del plano pasa por ese inesperado sincronismo entre los dos compañeros tras un atasco de fallos largamente repetidos. Para la actriz debutante, acaba de pasarse una página importante.

Casa número seis: el cine de barrio. Antes de convertirse en una sala «Bio», ese cine debió de ser una acogedora sala debarrio, en la encrucijada, un lugar de encuentros para la pequeña comunidad, un poco a la manera del cine de Amarcord (Amarcord, 1973). Fellini decía al final de su vida, hablando de la actualidad: «Soy pesimista porque pienso que el público no siente ya amistad por el cine». Para los primeros espectadores de Boléro fatal en el cine Bio, no es ya ni siquiera imaginable la idea de que uno pueda sentir amistad por el cine. Es el público de hoy, maltratado (se lo empuja como a ganado, entre las cadenas donde se halla amontonado) y crispado, .~resivo, que exige por anticipad,; su derecho a ver satisfechos los falsos deseos que cree que son los suyos. Hace mucho tiempo que la amistad y el placer se han perdido de vista en esa relación de hosquedad reivindicativa con respecto al cine. Este público que exige por su dinero se ha vuelto desconfiado, receloso: el deseo de hospitalidad amistosa se ha convertido a priori en hostilidad. La casa de proyección no es ya un hogar; ni siquiera se entrará en ella, se permanecerá en el vestíbulo mal ilwninado y poco acogedor.

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!i Casa número siete: la casa de cristal. Unas personas -ricos y pobres- entran en un amplio vesu1mlo de donde arranca una monumental escalera. Los ricos acuden por costwnbre; da la sensación de que los demás son atraídos a ese lugar desconocido por la música, como los niños en el cuento 'del Flautista. Un raccord muy bello articula una mancha de luz (la superblancura de las arañas) con otra mancha de luz (la superblancura de una partitura) en el centro de la pantalla. Un hogar luminoso, en la frontera de la sobreilwninación y la fascinación hipnótica.

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guerra de Yugoslavia, es que en ella acaba por resolverse algo que nos deja completamente apaciguados. Sin embargo, Jéro, me y Camille, que emprendieron ese viaje de aprendizaje; mueren por el camino, en un osario. ¿A qué se debe que esta muerte no ensombrezca realmente la película? A que su búsqueda, en cierto modo, prosigue sin ellos. Esta búsqueda no es tanto la de los personajes como la de la película, o la del propio Godard, antes de convertirse en la del espectador. «Y o no soy más que el escenario vivo», dice el director Vitalis (citando a Pessoa), «por el que pasan diversos actores que interpretan diversas obras.» De una sección a otra, nada muere realmente. Todo vuelve bajo otra forma. Los nuevos personajes retoman las frases pronunciadas ya por quienes han desaparecido de la película: «¡Haz un esfuerzo, lucha! - Hay que pasar la página». El texto sobre el mundo y la sensación pasa de la actriz de teatro a la actriz de cine. Algunos gestos -como el de partir el cigarrillo-- reaparecen para encarnarse en otros cuerpos. Algunos personajes, cuya actuación pensábamos que había aca. hado, regresan en otro papel (Cécile, la ayudante de cámara del cine, como chica del guardarropa en el teatro; el meritorio, despreciado por todos en el equipo de cine, se convertirá en un pequeño salvador en la casa de cristal al pasar la página de la partitura del joven pianista, desbloquear una situación atascada y liberar la música mientras todo el mundo contien·e el aliento). La relación entre las imágenes establecida por Godard en el cartel de la película sugiere incluso que el joven pianista es en cierra manera la resurrección de Camille bajo la forma de un nuevo Mozart. Que algunas figuras mueran en el transcurso de la película no tiene ya el mismo sentido si otras figuras las resucitan bajo otra forma y reanudan la trama que sigue constituyéndose de un episodio al otro, sin que ninguna desaparición deje realmente un vacío. Aun rodando por entero la película en Suiza y en Francia, Godard habría muy bien podido mantener cada episodio en

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un decorado estanco, a fin de salvaguardar en el espectador la percepción de una distancia imaginaria entre el aquí y el allí, Yugoslavia en el presente caso. Esto es, por otra parte, lo que hace cuidadosamente al principio de la película, a la manera del J ohn Ford de Centauros del desierto. Camille, J érome y Djamila recorren supuestamente el camino que los aproxima a Sarajevo, mientras que aquí la Madre aguarda noticias suyas. Hasta su muerte, la circulación de las cartas y el montaje paralelo mantienen la ficción de este intervalo. Es en este preciso momento cuando despega la película: abandonan la casa de los bosques de Yugoslavia donde han dejado a Camille y J érome en el hoyo en el que fueron fusilados. Y empieza, aquí, el episodio del. rodaje de la película. De pronto, sin la menor ad. vertencia, el aquí y el allí-hasta ahora mantenidos separados en nuestro imaginario de la ficción- se entrecruzan en el momento en que el equipo de la película se tropieza con un osario totalmente inverosímil a la orilla del lago. Extraen de él dos cuerpos «todavía vivos» y los colocan desnudos en la playa, donde una mano los vestirá con trajes de teatro. Como en una película de Buñuel o de Cocteau, éstos volverán a levantarse para convertirse en los actores de Boléro fatal. ¿Cuál es la lógica de pesadilla que opera ante nuestros ojos esta monstruosa condensación entre un osario, allí, en Yugoslavia, y el rodaje de una película aquí? La de Un perro andaluz (Un chien andalou, 1928) y Le Testament d'Orphée (1960), aplicada al t~~ta­ miento de los cuerpos por la guerra y el cine. «¡Qué horror!», decíaJean Cocteau atravesado por la lanza de Minerva al final de su película. En dos ocasiones retomará Godard la misma exclamación para expresar el horror ante el descubrimiento de un osario y ante la desesperación de una joven actriz que no logra encontrar el tono justo. Esto podría resultar absolutamente obsceno por el hecho de que, al contrario que la guerra genérica de Los carabineros (Les carabiniers, 1963), ésta es una guerra terriblemente próxima, perteneciente a nuestra historia más reciente y designada como tal, por su propio nom-

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bre. A la mujer que le decía que los franceses pensaban mucho en lo que pasaba en su país, Polonia, y que esto les dolía,Jerzy, el director polaco de Pasión, le respondía: «No es verdad. Un pueblo no piensa jamás en otro pueblo». ¿Puede un hombre solo, un cineasta en este caso, pensar en lo que le sucede a un pueblo que no es el suyo? Godard eligió esta tremenda sintetización del plano del camino al borde del lago (el mismo decorado por el que huye Djamila y por el que llega el equipo de la película) para reflexionar concreta y crudamente sobre su relación de cineasta de aquí, del borde del lago, con los horrores sucedidos allí. Éste es el plano en el que Godard afronta con valor ese peligro de monstruosidad que constituía el mayor riesgo de su proyecto. En JLGIJLG, trataba de reflexionar sobre la guerra en relación con una foto del niño que él había sido a orillas de ese mismo lago. En esta última película, intenta reflexionar al mismo tiempo y en plano de igualdad sobre la guerra de Yugoslavia, sobre su actividad de cineasta y sobre las ruinas de su propio pasado en esos decorados de las casas de la infancia, las que debió abandonar antes de regresar ahora, cuando aquel pasado está muerto, para ver y filmar lo que queda de él. Este camino iniciático es también el camino de un autopsicoanálisis un poco salvaje (con los medios del cine y por los caminos reales de los alrededores de Rolle), que Godard parece haber emprendido tranquilamente desde unas cuantas películas átrás. «Qué emocionantes son los caminos del inconsciente», se confesaba ya en su Autoportrait de décembre. «Aprender a pasar la página» --es un paso más- puede entenderse en este sentido más psicoanalítico: cuando la página pesa demasiado, para el vivo es como una lápida sepulcral que le impide vivir. Aprender a pasar la página es recuperar la ligereza que permite vivir. Una ligereza conquistada al sufrimiento, todo lo contrario de la ligereza sin esfuerzo de aquellos para quienes ninguna página ha resultado nunca demasiado pesada para pasarla. La ligereza de los dos M de la película

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-Mozart, Musset- es esa ligereza reconquistada. Pasolini, quien con Saló o los 120 días de Sodoma (Salo o le 120 giornate di Sodoma, 1975) asumió muy conscientemente.este mismo riesgo de llevar la representación hasta los límites de la obscenidad, recorrió un camino parecido hacia Mozart y necesitó tiempo para descubrir que éste no era sólo «dulce y ligero». Fue Eisa Morante quien lo ayudó a acceder muy tardíamente a la música de Mozart; habla de ello en el momento en que atraviesa por su mayor desesperanza de amor: «Ella me enseñó a amar la ligereza, por ejemplo la ligereza mortuoria de Mozart. Aprendí a amar a Mozart y me gusta, aunque no esté en mi cuerda [. .. ] porque este mal profundo que se expía a través · de la ligereza, que vence pues al dolor mediante la ligereza, quizá sea más santo que la ligereza canónica [... ]». Godard coincide también con Rohmer, quien afirma en un libro publicado recientemente' que Mozart es el más profundo de los músicos, más profundo incluso que Beethoven. En cierto modo, Godard pasa con esta película del cine como depositario del sufrimiento, de la vieja maceración de la santidad canónica, al cine como reconquista de la ligereza. Por Ever Mozart resuelve musicalmente un nudo psíquico que no podía desatarse aún en la casa de cristal de Nombre: Carmen. Todos los elementos de la representación estaban en su puesto; pero no estaba todavía suficientemente comprometido o consumado el trabajo de Godard sobre sí mismo, que aún debía pasar necesariamente por un regreso a su propia infancia.

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Justo al final de Los hermanos Karamazov, Aliosha toma la palabra ante los muchachos en el entierro de lliusha para decirles: «Sabed que no hay nada más noble, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, sobre todo cuando procede de la niñez, de la casa paterna. Os hablan mu3. Eric Rohmer, De Mozart en Beethoven, Acres Sud (trad. cast.: De MoBeethoeven, Madrid. Ardora, 1997.

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¿Ha sido pequeño Godard?

En el momento de establecer la biografía ilustrada de Godard par Godard, 1 cuando durante meses reuní centenares de fotografías de este hombre cuya imagen conoce todo el mundo -incluso gente que jamás ha visto ninguna de sus películasdurante largo tiempo busqué una foto de Godard de niño, de adolescente, de jovencito incluso. En vano. Las fotos más antiguas encontrables de Godard databan de principios de los años cincuenta, cuando pasados los veinte años había dejado ya Suiza y a su familia para vivir en París, donde había encontrado en Cahiers du cinéma al pequeño grupo de la futura Nouvelle Vague. Supongo que en un medio social como el suyo debían de hacerse fotos de familia y que estas fotos existen en alguna parte, pero parece que el propio Godard no poseía ninguna. No se miran todos los días las fotos de familia donde se encuentra fijada la imagen de ese cuerpo extraño que fue·el nuestro én la infancia o-Ja adolescencia, pero uno sabe que existen, en una caja o en un armario, terriblemente objetivas -uno se da cuenta al encontrárselas por azar-, preservando el testimonio de su memoria incorruptible, al margen del engaño de nuestros recuerdos en permanente reconstrucción. Si decía la verdad, Godard no ha tenido la posibilidad de l. Se trata del tomo 1, aparecido en 1985.

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tienen pasado, o apenas -en cualquier caso, infancia no--, y parece que hacen suya la consigna de Rimbaud, aunque los ruidos nuevos vayan acompañados cada vez más de furor y cada vez menos de afecto a medida que aquella década se aproxima a su prematuro final: 1968. Cuando Godard filma a niños -lo hárá esporádicamente durante los años sesenta y más sistemáticamente en la bellísima y demasiado olvidada France tour détour deux enfants- está claro que, para él, no se trata de reencontrar en esos niños de hoy algo del niño que fue, de retroceder hacia su propio pasado -como pudo hacer T ruffaut, siguiendo toda una tradición novelesca-, sino de adelantarse, por el contrario, al presente observando a esos enigmáticos contemporáneos de un futuro próximo. Me puse a pensar de nuevo en esta historia de la imagen ausente, de la mancha ciega sobre el niño que fue, cuando Godard hablaba, en Cannes, de esa Nueva ola que yo no había visto aún: «Viví mi infancia en una familia extraordinariamente rica, como la que está filmada aquí, en el mismo lugar, en esos chalets del otro lado del lago». En realidad, no era la primera vez que Godard hablaba en esos términos de sus orígenes -su familia protestante, ~ú tolerancia educativa, su colaboración pasiva durante la guerra-; lo había hecho ya al principio de los años ochenta, cuando empezaba a filmar aquel rincón de Suiza al borde del lago, el de su infancia, al que había regresado a vivir y trabajar. Al oírle, me parecía que con esa película iba a franquearse un umbral y que el niño Godard, tanto tiempo escondido, rechazado de su cine como si fuera preciso no mezclarle sobre todo con esta actividad de fabricar imágenes, iba a mostrar la punta de la nariz, de una u otra manera, en esta historia de resurrección y en esta casa tan parecida a la de la infancia del cineasta. Nada de eso: aunque esta casa al borde del lago, con sus grandes árboles, haya hecho resurgir en Gcidard algunos recuerdos del niño que fue, todo sucede como si hubiese bloqueado su película contra ese posible retorno del pasado bajo la forma de recuerdo. ¿Quién fue el

este recurso. Un día, sin darle respuesta, planteó esta extraña pregunta: «Cuando uno ve una foto suya, ¿es uno ficticio o no?». Si la respuesta es que sí, la ficción-Godard empieza con el proyecto parisiense de convertirse en cineasta: antes no habría nada, no existe un Godard pequeño que llevara en germen al futuro cineasta. Si la respuesta es que no, el Godard niño o adolescente sólo pertenece a sus propios recuerdos, donde se halla cuidadosamente a cubierto (sin confrontación posible con su imagen fotográfica), protegido herméticamente, al contrario que el Godard-cineasta, que jamás ha tenido miedo de exponerse, tanto a la imagen como al sonido. Cuando Godard revela algún recuerdo durante una entrevista -cosa bastante rara, pero que sucede, no obstante, de vez en cuando--, se trata más bien de recuerdos ligados a su llegada a París, a sus problemas de dinero, a sus salidas cinefílicas con Truffaut; el mismo silencio existe, curiosamente, sobre lo que ha precedido al Godard-pensándose-ya-como-cineasta, es decir, antes de los años cincuenta, puesto que afirma sin reparos que su vocación de cineasta no viene, precisamente, de la infancia ni de la adolescencia, sino de aquellos años. En un bellísimo texto de 1966, una especie de diario íntimo empezado para los Cahiers y que sólo conoció una entrega, titulada Trois mille heures de cinéma,' Godard se permitía evocar precisamente uno de aquellos recuerdos relacionado con su llegada a París (una historia de libros robados y revendidos para pagarse el cine), pero de inmediato se rehacía mediante esa profesión de fe reactiva y rimbaldiana: «Recuerdos. Sólo son interesantes para uno mismo, nunca para los demás [ ... ] Todo guión y toda puesta en escena se ha construido siempre mediante o sobre recuerdos. Hay que cambiar eso. Partir del afecto y los ruidos nuevos». La mayor parte de los personajes godardianos de los años sesenta -y ésta es una de las diferencias que opone más radicalmente su cine al de Truffaut- no 2. Godard par Godard, tomo J.

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niño que se paseó por ese parque enorme, bajo esos árboles que apenas han envejecido en cincuenta años, observando desde el exterior, a través de las ventanas, las maniobras y las extrañas palabras de los adultos? ¿En qué podía soñar al cruzarse con un jardinero que refunfuñaba enigmáticamente? No sabremos más al final de la película que antes sobre este niño que no tiene derecho a la imagen y que no dejará ningún recuerdo, ni huella siquiera. Godard, que parecía haber aceptado que una película se aproximara al menos a los lugares de su pasado, debió de descubrir que en el fondo había permanecido tan refractario como en 1966 a la idea de que una película se construyera «mediante o sobre recuerdos». El único derecho que se ha concedido. con esta última película, pero que supone un enorme cambio en la relación de su cine con su propio pasado, es el derecho a la reminiscencia. Porque la reminiscencia escapa a la consistencia que caracteriza al recuerdo localizado, a la comparecencia estática por la que el cine de Godard ha sentido siempre horror. La reminiscencia es la huella inseparable de una sensación pasada en una sensación presente: puede modificar, filtrar la visión presente, pero jamás anularla para sustituirla. En los planos y en los ritmos de Nueva ola hay sin duda algo que ha resurgido, en este lugar, de las sensaciones del niño-Godard, pero es rigurosamente imposible distinguirlo de las sensaciones nuevas del Godard de hoy al revisitar el escenario de su infancia. Libre el espectador de encontrar ahí por su parte el recuerdo de una poesía aprendida en un parque, o el de una súbita emoción metafísica ante la rugosa inmensidad de un árbol; esos recuerdos son los de la niñez, no los de un niño en particular, y son tan impersonales como las emociones arrastradas por la deriva nocturna de la barca en La noche del cazador. ¿Y si Godard no necesitara realmente fotos de su infancia? ¿Si no le gustara el movimiento del recuerdo que suspende el presente para volver a llevarnos hacia atrás hasta una imagen localizable de nuestro pasado? Cuando Godard se ha puesto a

confrontar el cine con su propio pasado -durante el tiempo de una película o de un nuevo ciclo, lo sabremos más tardeha tomado con toda naturalidad la vía de la reminiscencia, casi ontológica en su cine, donde sólo el presente visible tiene el derecho y el deber de contener enteramente el pasado, no bajo la forma de una imagen del pasado, sino a través del filtro de su presencia difusa en la .mirada dirigida hoy a esos lugares en los que fue niño, a sus huellas. Godard ha sido pequeño, sin duda, pero sólo esto importa en su cine y no fijar en Úna imagen al niño que fue.

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Este texto se publicó en el número especial Godard trente ans depuis de Cahiers du cinéma, en noviembre de 1990 (suplemento del número 437).

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Ha ocurrido algo, un acontecimiento a la vez minúsculo y de la máxima importancia. Entre un hombre y una mujer, entre Simon y su mujer Rache!. Parece que hasta ahora jamás se habían separado, ni peleado, que jamás habían dudado el uno del otro, un poco como los padres de Anna Karina en la historia que ésta contaba en el barco de Pierrot el loco tres décadas atrás. Y con toda verosimilitud, será la única cosa que pueda contarse jamás sobre la vida de Simon y Rache!. Simon es garajista. Viven en un pequeño pueblo, al borde del lago, donde todo el mundo se conoce: el librero (que es también profesor de dibujo), el pastor, el médico, Benjamín -el joven que tiene la tienda de vídeo-, dos chicas: Aude, la morena (muy meditabunda), y Nelly, la rubia (muy extravertida). El 23 d.e julio, apremiado por su amigo y hombre de negocios Paul, Simon le ha anunciado a Rache! que se iba en coche por unas horas a Italia, para visitar un hotel en venta, un negocio que aprovechar. Debía regresar a la mañana siguiente, a las cinco. Varias personas han asistido a su despedida de Rache!, su primera separación. Simon ha dejado a Rache!. Un poco más tarde, al anochecer, ha regresado, antes de tiempo, un hombre que tiene la apariencia de Simon. Se ha reunido con su mujer, pero a ésta le cuesta reconocer en él a su marido. Era él y a la vez no era él; han acabado por subir a su habitación,

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donde ella se ha desvanecido. Esa noche, por primera vez, ella ha descubierto que la carne podía ser triste, como le contará más tarde al pastor. Al despertar, a la mañana siguiente, han hablado de lo que les había ocurrido la víspera y por la noche. Se han hablado como jamás sin duda se habían hablado hasta ese momento, cuando entre ellos todo era evidente. Han hablado del amor, de la fidelidad, de esa súbita extrañeza del otro, del cuerpo del otro, de las palabras del otro, desde la duda. Esto es lo que ha pasado, un acontecimiento muy intenso y de la máxima trascendencia: un hombre y una mujer se han comunicado, como decía la voz del hombre en Comment fa va? Pero sin el abismo que abría el desprecio de Camille por Paul en El desprecio; sin la violencia como único modo de llegar el uno al otro en la pareja de Salve quien pueda (la vida); sin la necesidad de sufrimiento deJoseph en Nombre: Carmen y Yo te saludo, María; sin el terrible efecto de sifón del amor entre los dos personajes en las dos mitades de Nueva ola, donde lo que_ llenaba el uno lo vaciaba, literalmente, el otro. Por primera vez en mucho tiempo en el cine de Godard, un hombre y una mujer han logrado com.unicarse sin violencia, sin estrépito, sin exasperación, sin barullo (todo el texto de esta película es perfectamente audible e inteligible): cosas simples, cotidianas, muy íntimas, pero esas cosas que nunca se dicen entre un hombre y una mujer que viven juntos, quizá porque son indecibles o porque decirlas equivaldría a matarlas. Simon y Rache! se hablan en voz baja, tranquilamente, y siempre dentro de los límites de lo que se puede decir, hasta allí donde el gesto y la mirada deben tomar un torpe relevo porque se ha llegado al cabo de lo que puede expresarse mediante las palabras. Y hablándose siempre a sí mismos tanto como al otro, o dirigiéndose al pequeño otro como a un gran Otro, es decir, mediante la oración tanto como con el diálogo. Hay en esta película del borde del lago algo muy humilde y de un dolor sordo, pero sin odio ni violencia, una profunda atención a los afectos más simples de la vida cotidiana, considerados con se-

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riedad como algo precioso, dentro de la más corriente relación de amor. Pero para hacernos contener el aliento ante una conversación al amanecer entre Simon y Rache! como si se tratara de . algo de la máxima importancia, era preciso convertirla en un coloquio sagrado, en un encuentro único. En Devi (1960), Satyajit Ray alejaba durante cierto tiempo al marido de su mujer: cuando él regresaba al pueblo, era para enterarse de que su mujer no era ya en absoluto la mujer terrenal a la que había dejado, sino la reencarnación de una diosa. Y él volvía a verla como a su mujer, familiar, pero también como· a alguien a quien se ve por primera vez, con la duda que tiene uno sobre el.futuro de un sentimiento y de una relación no nacidos aún. La misma desventura le h~bía sucedido al ·taxista Joseph de Yo te saludo, María: la pequeña baloncestista que era su prometida había recibido el anuncio divino de su inmaculada concepción y él se había encontrado, con algo más de dolor que un hombre cualquiera ante su mujer encinta, ante una Marie intocable, refractaria, encerrada en su secreto, enigmática. En este caso, Godard invierte la situación: la mujer seguirá siendo humana; es el hombre quien por una noche será habitado, quizá, por la divinidad. Pero Rache! nunca estará segura de ello. ¿Es su hombre quien se ha hecho divino~ es el dios el que se ha hecho hombre? Lo seguro es que esta duda, este sobresalto, esta conmoción de la fe, han bastado para hacer surgir entre ellos miradas, gestos tímidos, palabras, y que un aspecto inefable del amor ha salido a la superficie llana de la vida cotidiana: lo no dicho se ha hecho parcialmente visible. Para que este acontecimiento minúsculo -una mujer ha visto lo que la une a su marido; un hombre ha visto en el sufrimiento algo de lo que determina la altiva e irreductible alteridad de su mujer- se convierta en mito, o al menos en algo novelesco, es preciso que alguien lo cuente y que un coro amplifique el relato. Este narrador, solitario, viajero, gran testigo procedente por lo demás de un breve momento de humani-

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dad corriente, es el editor, Abraham Klimt, que viene a indagar lo que pasó aquel día entre este hombre y esta mujer. Mitólogo, novelista y detective a la vez, recoge testimonios para intentar acercarse al misterio de lo que (quizá) ocurrió. El coro serán los habitantes del pueblo (¡no menos de ochenta personajes claramente dibujados hay en esta pequeña película!), que aquel día y aquella noche sintieron pasar, en su rinconcito de tierra normal donde se juega a las cartas y al /lipper, el soplo de lo sagrado, que los trastornó también, sin saber demasiado por qué, como de rebote. Aunque la llegada de dos ángeles anunciadores (Max-Mercurio, el primer ayudante del dios, y Sosia,. un doble malo de película policíaca) los había dejado. con la mosca tras la oreja, sobre todo cuando los dos forasteros comparaban los traseros de las mujeres jóvenes para buscar a la futura amante del dios. La turbación será contagiosa. No es la primera vez que Godard tiene que recurrir a dispositivos complejos, con múltiples articulaciones, para acercarse a las cosas.más simples y cotidianas. En los años sesenta, precisaba ya de Fritz Lang, el Mediterráneo, un segundo equipo que supuestamente rodaba La Odisea, la villa Mala-

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ce en el dios a causa de ese deseo de ser por una vez simplemente humano; con el dolor físico que acompaña a esta tentativa cuando Depardieu, que juega al doctor Jekyll convirtiéndose en mister Hyde, mueve la boca en todos los sentidos y titubea como si hubiese quedado sonado por ese descenso al cuerpo de un hombre corriente, un hombre al que «le gusta el lago y sus treinta y dos clases de vientos y un poco el dinero, pero sólo lo normal». Aunque logre usurpar mediante una ar- . timaña el papel de Simon, el dios ofrecerá siempre dos caras cuando ocupe el lugar de Simon: el que querría embriagarse con el arrebato humano de pasar una noche con Rache! (una mujer fiel, medianamente bonita, que quiere a su marido) y el que seguirá interrogándose: ¿cómo se hace entre los humanos para decir: «He dado tres pasos por la veranda» y no «he dado tres pasos sobre la veranda?». Porque hay una cosa que un dios, en su inmortalidad, no podrá comprender jamás: el presente mortal tal como es vivido por los humanos corrientes, el que hace que la noche suceda al día y lo borre irremediablemente. «En la tierra», se ve obligado a explicar Max Mercurio a su dios-patrón, que quisiera prolongar la noche y que pone la luz del día en plena noche, <
parte, para indagar sobre la fracción de segundo en la que el amor de Camille (una humilde mecanógrafa de 28 años) por Paul (un mediocre escritor de serie negra) se había transformado quizá en desprecio. En los años setenta, precisaba de «un movimiento de doscientas sesenta millones de céntimos» y una máquina para descomponer el carrusel de imágenes y ver los gestos cotidianos de un niño y una niña corrientes en France tour détour. En los años ochenta, precisaba reconstruir La entrada de los cruzados en Constantinopla en el mayor plató de Billancourt y necesitaba una grúa-travelling de las más sofisticadas y un enorme elevador de supermercado para subir y bajar hasta su nivel, como un King Kong con prótesis, a una pequeña figurante sin verdadero papel en el guión, que iba a convertirse dos películas más tarde en su Virgen María. Y es que para Godard, sin duda, cuanto más simple, más evidente es una cosa, más difícil es de representar. Cuanto más humanamente corriente es, mayor despliegue figurativo le exige. Desde El desprecio como mínimo, sabe que lo esencial, lo más minúsculo que sucede entre los seres, lo que dura una fracción de segundo, no puede captarse mediante las redes demasiado grandes de los guiones que se limitan a contar una historia a través de una sucesión de escenas, es decir, de simulaciones de bloques de presente. «A veces», decía en 1985, «me cuesta mucho mantener una conversación corriente, cosa que me parece muy agradable; yo siempre tengo un doble discurso. Estoy seguro de que Wittgenstein se emborrachaba en el café con sus alumnos, pero que se decía también: ¿cómo se hace para pronunciar la frase "Vamos al café"?» 1 Si se considera desde el punto de vista del pobre dios que querría conocer por una vez una emoción corriente de un hombre corriente, Hélas pour moi también es esto: la puesta en escena del sufrimiento que se produ-

Éste es exactamente el punto en el que se encuentra el Godard de hoy: ¿cómo representar el tiempo de un acontecimiento, de un sentimiento, de una impresión, que nunca han durado más que una fracción de segundo? Godard sabe per-

l. Declaraciones recogidas por Antoine Dulaure y Claire Parnet, L'Au-

tre Journal, nº 2, enero de 1985, en Godard par Godard, tomo l.

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fectameme que para lograrlo no se trata de argumentarlo ni de hacerlo inmediatamente visible. Ello supondría aplastarlo con la misma seguridad que si se quisiera coger un huevo con la mandíbula de un bulldozer. Godard tiene la intuición de que deberá evitar incluso la representación de esta minúscula fracción de tiempo; habrá que hacerla regresar. No a la manera de los años sesenta, mediante el montaje, como hacía en El desprecio para el plano del nacimiento de la duda -el del Alfa Romeo deJérémie Prokosch, que aceleraba brutalmente para vencer las reticencias de Camille-, sino recomenzándola cada vez de un modo diferente, como si la única manera de dar cuenta de ella fuera la de declinarla, potencialmente al infinito, sin que fuese jamás el presente ni el puro y simple regreso de un pasado idéntico a sí mismo. Para Godard, el instante se ha convertido en lo que es inagotable, en !_o que queda siempre por contemplar desde otro ángulo, del mismo modo que en La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954) Mankiewicz hacía regresar, idéntica a sí misma pero a la vez desde· otro ángulo, la escena de la bofetada en el Casino. Más que nunca, se niega Godard a simular la finitud de este instante humano, a agotarlo en su transcurrir. Delacroix -a quien, co~o se sabe, Godard utiliza sin reparos como héroe epónimo del pintor-cineasta que sueña a veces que es- observaba ya en sus Carnets: «El hecho es como nada, puesto que pasa. De él sólo queda la idea ... ».2 El dispositivo hombre-Dios de Hélas pour moi permite a Godard descubrir esta paradoja: para ·que el hecho no sea nada, para que no pase, no hay que filmarlo jamás en presente, ni confiarlo a una matriz perecedera de la representación del tiempo. Para preservarlo de toda consumación, no debe hacérsele aparecer nunca una primera vez como en tiempo presente; hay que hacerlo regresar ya sie,,;,pre. Desde hace algún tiempo la vocación del cine no es ya, para él, la de captar o reproducir el presente, sino la de hacer regresar el

tiempo bajo otra forma, ni tiempo real en directo ni presente simulado en diferido. En el cine, cada vez es más raro que un cineasta se esfuerce en producir imágenes que tengan un estatuto nuevo, realmente inédito. Esto es lo que, con respecto al tiempo del plano, Godard acaba de lograr en Hélas pour moi, entre la incomprensión cuando no la indiferencia general, al final de una extraña evolución de la representación del presente en sus películas a lo largo de treinta años de cine.

2. Les plus belles pages de DelacroiX, Mercure de France, 1963.

Durante los años sesenta, Godard se reveló pronto como el cineasta más dotado de su generación, junto con Jacques Rozier, para captar 'el instante vivo, milagrosamente único, como el filmador por excelencia de la fragilidad y del estremecimiento del presente del rodaje. Era la época en la que adoptaba para sí mismo la fórmula de Cocteau sobre la vocación del cine para filmar la muerte en el trabajo. Mirándolo mejor, sin embargo, ya en Pierrot el loco se planteaba Godard el problema de hacer coexistir en una misma película ese tiempo del instante fugaz -el del plano como huella baziniana de un fragmento de presente- y el tiempo novelesco, establecido por la voz en off de los dos personajes, desde un punto de nostalgia situado en el futuro, más allá de su propia muerte, desde donde sus voces desencarnadas seguían-revisitando con lirismo los que habían sido sus instantes únicos e irrepetibles de felicidad y de desdicha en esta tierra. Esta doble perspectiva, bastante sumaria -las imágenes para el presente, la voz en off para la eternidad- le permitía producir de modo un poco literario .ese sentimiento mezclado. de fugacidad y de eternidad, cuyo impacto emocional había admirado, como crítico, en el cine de Bergman. «Bergman», escribía en Arts en 1958, «es el cineasta del instante. Su cámara busca una sola cosa: captar el segundo presente en lo que tiene de más fugitivo y ahondar en él para darle valor de eternidad. De ahí la importancia primordial del /lash-back, puesto que el resorte dramático de cada película de

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Bergman está sólo constituido por una reflexión de sus protagonistas sobre el momento y sobre su estado presente»3, En los años setenta, su paso por el vídeo le permitirá hacer otro descubrimiento: si se intenta observar el tiempo ralentizando las imágenes, descomponiendo su movimiento, se ve una cosa distinta y se crean otras sensaciones, otras emociones, En esta operación atómica de la fisión del instante, Godard quedará largo tiempo hipnotizado por la revelación de que cada instante filmado se muestra pleno de mundos distintos al que se creía haber filmado, Permanecerán huellas de esta fascinación un poco absorta en las películas de comienzos de los años ochenta, hasta Salve quien pueda (la vida) y Pasión. Más tarde, renunciando a toda manipulación mecánica del carrusel de las imágenes, tratará más directamente de producir una representación del presente de otra naturaleza, a la vez en el guión y mediante la propia puesta en escena. A su regreso al cine, en 1982, Godard dirá un día: «El cine es esto, el presente jamás existe en él, salvo en las malas películas; igual que una novela no se escribe nunca en una sola página».' Tal declaración podía sorprender a todos aquellos que, como Jean Collet, habían apreciado ante todo en Godard al gran cineasta del instante vivo, y algunos lo abandonarán en sus nuevas búsquedas anunciadas por esta frase en la que programa claramente su deseo de trabajar el presente del cine, el tiempo del plano (el del acontecimiento tal como un novelista puede relatarlo en una página), exponiéndolo a la luz del tiempo novelesco que, en boca suya, no es evidentemente el de la narración novelesca, sino un tiempo de otra naturaleza, la inscripción de un presente irremediablemente perdido para siempre en el momento mismo en el que la escritura se esfuerza en hacerlo surgir.

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Nueva ola constituirá una experiencia radical del rechazo a simular el tiempo del plano como tiempo presente, Godard renuncia aquí a todo intento de representar la aparición de cualquier acontecimiento, incluso el del ahogamiento, Durante el tiempo de los planos no existe ya nada originario; se trata realmente de una película sin presente, donde todo lo que aparece en la superficie de la representación nos da la impresión de regresar a ella, de salir a flote y ni siquiera como repetición o recuperación de un tiempo que hubiese sido presente, sino como reminiscencia un poco extenuada y embotada de un presente vaciado de toda su vitalidad primigenia. Recuerdos convencionales de una .infancia al borde de ese mismo lago, que réswta imposible hacer surgir en forma de una imagen directa de aquel niño que frecuentaba esos parques -en el momento de la guerra, en el momento de las elecciones y de los horrores de los que no podía tener entonces sospecha alguna-, una imagen inaccesible, demasiado escondida y demasiado bien guardada, del momento en que quizá haya experimentado por primera vez esa dificultad ontológica de compartir con la inocencia las

3. «Monika>>, Arts, n' 680, 30 de julio de 1958, en Godard par Godard, tomo l. 4. Declaraciones recogidas por Hervé Guibert, en Le Monde, 27 de mayo de 1982.

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palabras y los gestos de la humanidad corriente, a la cual sin embargo reivindica que pertenece, aunque sólo sea por las sensaciones. En los planos de Nueva ola, las propias figuras resurgen como sombras, los cuerpos cruzan la película como fantasmas exsangües, vampirizados hasta su última gota de presente durante una vida lejana que se hubiese desarrollado en esos mismos decorados que vuelven ahora a frecuentar, como alucinados. Godard ni siquiera le pide a Delon que interprete a un nuevo personaje que añadir a la ya larga lista de sus anteriores papeles; convoca a minima el cuerpo de Delon como memoria inconsciente, casi como medium, para filmar en él en palimpsesto todos los personajes, las gesticulaciones, los estados del cine por los que él ha atra"esado, y nada más, sin pedirle nunca que esté realmente presente, ni él ni sus gestos, en esta película. Se le negad. incluso el presente de un habla .espontánea, cuando Godard lo condene a la recitación. «Todo esto», dice la voz de Lennox en la película, «tenían la impresión de haberlo vivido ya. Y sus palabras parecían inmobilizarse en las huellas de otras palabras de otrora. No prestaban atención a lo que hacían, sino a la diferencia que pretendía que sus actos de ahora estuvieran en el presente y que sus actos análogos hubiesen sido en el pasado.» En sus Histoire(s) du cinéma, Godard se dedica a hacer regresar planos de todo el pasado del cine. Cada plano es una pequeña huella de un instante pasado, más o menos lejano, que el cine, su carrusel de imágenes, debe hacer revivir en la conciencia del espectador como un presente milagrosamente conservado, tanto más emotivo cuando se considera la cantidad de deseos y de casualidades que han hecho falta para que nos llegue hoy en su precariedad. Godard se niega sistemáticamente a reproducir el presente de los planos que nos mues· tra. Retoma estos planos del pasado y si trata de resucitarlos es haciéndolos regresar de otro modo, desconectados del contexto en el que se habían tomado. Si existe la sensación de una resurrección es porque vemos perfectamente que son los mis-

mas que recordamos haber visto desfilar en las películas, pero que al mismo tiempo no tienen ya I)ada que ver con estos planos cuando vivían su vida de planos en el presente de una historia. Son los mismos y no son exactamente los mismos, hasta el punto de que nos cuesta reconocer algunos de ellos, pese a estar sacados de películas que nos son familiares. Se han vuelto irreconocibles, como si tuvieran la conciencia de haber sido presente y de no ser ya más que huellas, pruebas de aquel presente perdido del que sólo quedara ya la trama. Se han convertido también en pruebas de la indagación mediante la que Godard (alter ego de Abraham Klimt) trata de capturar el momento en el que tuvo lugar el crimen mayor del cine, el de haber fracasado precisamente en su papel de captar el presente en el momento dd horror nazi. Para Godard, el presente que nos mostraban los planos de aquel momento del cine es un presente culpable, puesto que sirvió para disimular el de los campos. Si el cine falló aquel único presente que era importante mostrar entonces, como decía Serge Daney, Godard se ha condenado a sí mismo a buscar obstinadamente, plano por plano, el punto exacto en que se produjo el error en la trama, el momento en que el cine se dejó desconectar del presente, se dejó desincronizar. En esta sospecha sobre el falso presente simulado por todos esos planos es donde hay que situar, en sus últimas películas, la búsqueda de una imagen de una naturaleza nueva, que sería a la vez resurrección y redención: ¿y si, en cuanto resurrecciones, estos planos de hoy redimieran poco a poco una falta pasada del cine, aunque fuera cometida por otros? Haría falta una condición: que el tiempo no fuese lineal, sino que cada instante presente se comunicara con un instante pasado del que fuese a la vez su recuperación un poco sonambulesca y una versión ligeramente corregida. Esto es exactamente lo que sucede en Hélas pour moi. Del momento en el que Simon dejó a Rache! sólo veremos unos planos «intentados», en estricta igualdad de probabilidad e improbabilidad: sobre la realidad de lo que ha pasado, que es

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atacada desde diversos ángulos, Godard nunca intentará simular una reproducción garantizada como la de haber constituido el verdadero presente de la escena. Cada resurrección de ese instante revela una corrección ínfima, un desplazamiento minúsculo. Aquel presente estaba pleno de varios presentes, ni totalmente idénticos, ni totalmente distintos. Donde Alain Resnais, en Smoking No Smoking (1993), nos expone un poco farragosamente, entre el juego y la pedagogía, lo que habría podido ser si lo que ha sido no hubiese sido, Godard nos murmura gravemente que lo que ha sido ha sido también lo que no ha sido, o mejor, que lo que ha sido ha sido también un poco otra cosa distinta de que lo que ha sido: este hombre se ha ido y no se ha ido. Simon ha regresado y no ha regresado. Para Rache] ha sido su marido y no ha sido su marido, su marido y también su amante, su hombre y también el dios.

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que, en una entrevista o en una película, Godard hace reaparecer una de esas frases mitad oráculos mitad consignas nunca es exactamente bajo la misma forma, ya sea de Bresson, de Rilke, de Élie Faure o de san Pablo: cambia una palabra, trastocando muy ligeramente la proposición, sin por ello apartarla realmente de su sentido primero. Sólo un retoque. Como si, cada vez, dudara entre varias traducciones, entre varias interpretaciones que sólo presentaran minúsculas diferencias entre sí. O mejor como si ocupara, por sí solo, el lugar de los sucesivos traductores de la misma frase decisiva, a la manera en que los de Freud no han cesado de reformular en francés la famosa frase: wo es war, sol! ich werden. En Hélas pour moi, no es ya en el tiempo de la resurrección sino en el tiempo de la redención donde san Pablo -vía Godard- profetiza una vez más la venida de la imagen. Como si, para Godard, la redención se hubiese convertido desde hace poco en el nombre sustitutivo de la resurrección.

Este texto se publicó en Cinématheque, n' 5, primavera de 1994.

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que deja ver bastante a menudo en estos autorretratos que son también sus películas-ensayo. Según Benjamin, esta mirada es la del verdadero historiador: «Esta mirada de vidente, que le hace más nítidamente presente su propia época de lo que ésta resulta para sus contemporáneos, quienes en cambio marchan al mismo paso que ella». Desde hace algún tiempo, Godard ha hecho suya la teoría de «las dos Historias que nos acompañan», que ha tomado de Fernand Braudel: la Historia que se aproxima a nosotros a pasos precipitados, la próxima, y la que nos acompaña a paso lento. «Se han acabado los pasos precipitados», dice ahora Godard, «he entrado en la Historia de paso lento». En los años sesenta fue, sin embargo, quien marchó por excelencia al mismo paso precipitado que su época. Serge Daney señalaba, en una conferencia, que Godard fue el primero que filmó en una ficción el diario del día del rodaje. No se podía estar más sincronizado con la Historia más próxima que filmando al personaje de la ficción, Michel Poiccard, como el contemporáneo atestiguado de un acontecimiento histórico acaecido el día del rodaje, en aquel caso la visita de Eisenhower a París en Al final de la escapada. El Godard de El soldadito afirmaba: «El cine es la verdad veinticuatro veces por segundo», y cada veinticuatroavo de segundo borraba la verdad del veinticuatroavo de segundo precedente. Hoy habla de la tiranía del presente, de ese presente que avanza borrando el pasado. «Sólo los ogros van hacia adelante, y los tanques», escribe en un guión reciente. Quien en los años sesenta fuera el Ogro del presente se siente hoy, según sus propias palabras, más próximo a Pulgarcito, para quien la verdad consiste en volver sobre sus pasos. Sí quería hacer el camino a la inversa, tenía que inventar una forma que escapara a la vez del presente devorador del cine tal como lo practicaba en los años sesenta, y del presente-pasado de lo novelesco. La ha encontrado en el ensayo, donde puede hallarse en el presente de su conciencia de sujeto y a la vez volver sobre sus

pasos hacia su propio pasado y el de la gran Historia. Al término de un recorrido paralelo, Serge Daney señalaba en Persévérance:4 «El cine sólo existe para hacer regresar lo que ya se ha visto una vez», haciéndose eco de una frase de Godard en el momento de Yo te saludo, María: «El arte es lo que permite volverte hacia atrás y ver Sodoma y Gomarra sin morir por ello», lo que equivale a situarse en el lugar del Ángel de la Historia. Todo ensayo implica la ficción de un sujeto enfrentado a una causa y se escribe a la atención de un destinatario imaginario. Todo ensayo es también lugar de reparación de algo que falla, y se dirige a un público limitado, supuestamente concernido por la causa en cuestión. Para Godard, la causa fue primero política. El que se puede considerar como su primer ensayo filmado, Loin du Vietnam, es ya un intento de hacer frente a algo que falla: cuando quiere intervenir de forma militante, como cineasta, para apoyar su causa, los vietnamitas le niegan el visado, sin duda porque a sus ojos no tiene en la época ninguna legitimidad política para ir a filmar su país. Su reacción ante ese bloqueo es la de no renunciar y hacer aquí una película sobre allí. La película-ensayo resultante se esforzará por la fuerza de las.cosas en reparar esa carencia de filmación. En aquella película, Godard reunía ya la mayoría de los materiales que entran en la composición de sus ensayos actuales: imágenes de archivo, planos filmados por otros cineastas, planos de sus propias películas, como esos planos de La Chinoise, que no había salido aún cuando los integró en ese primer ensayo filmado. Durante la década de los setenta, el ensayo godardiano fue esencialmente político, en la continuidad lógica de su relación con la historia de los años sesenta, que le concernía en cuanto historia próxima, inmediata, que marchaba al mismo paso que él y sus contemporáneos. Es decir, la Argelia de El soldadito, el

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4. Serge Daney, Persévérance, entrevista con Serge Toubiana, P.0.L., 1994 (trad. cast.: Perseverancia, Buenos Aires, Paidós, 1998).

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maoísmo de La Chinoise en 1967 y las luchas políticas de extrema izquierda en la Europa de los años setenta. Godard se dirigía entonces a un público inmediato, al que había que convencer, pedagogizar y aterrorizar a la vez. Lo que ha envejecido mucho en estas películas militantes de los años setenta no es tanto la forma, que a veces resulta muy inventiva, como la intención: se percibe muy bien que aquellos a quienes se dirigían (en el presente inmediato) ya no existen, si es que alguna vez han existido en la realidad. Incluso en la época, aquellas películas fueron poco vistas por sus imaginarios destinatarios postulados como contemporáneos estrictos de la actualidad histórica del propio rodaje. Hoy la causa y la intención han cambiado radicalmente. La causa es la de una Historia más lejana, la del siglo, por cuanto éste ha sido el de los campos de concentración y de la Shoah. Desde hace una decena de años, tengo la impresión de que, en lugar de dirigirse a sus contemporáneos, Godard se dirige imaginariamente a los muertos. Lo atestigua esta frase de Faulkner sobre la que ha construido una película entera, Grandeur et décadence d'un petit commerce de cinéma, y que reaparecerá en otras películas, donde no se trata ya de estar al lado de los vivos y de acompañarlos en su historia próxima, de defenderlos contra los muertos, sino más bien de defender «a los muertos contra los vivos, protegiendo por el contrario las osamentas vacías y pulverizadas, el polvo inofensivo y sin defensa contra la angustia y el dolor y contra la inhumanidad de la raza humana». Yo acabo creyendo a Godard cuando afirma con convicción que no emprendió sus Histoire(s) du cinéma con un afán de transmisión, al menos a corto plazo. A sus sesenta y cinco años pasados, se considera aún como el último de los hijos en la cadena de las generaciones. Por otra parte, Godard mantiene un trato muy extraño con los muertos. Piensa sobre todo que no hay que dejarlos en paz, sino que hay que pelearse con ellos, para que la relación permanezaca viva y siga evolucionando. Esto es lo que ha puesto en práctica con Fran~ois Truf-

faut, Roger Leenhardt, Serge Daney y otros. Godard no tiene reparos en enfadarse con los vivos para seguir discutiendo con ellos después de su muerte, si puede decirse así, y dialoga más fácilmente con los muertos que con los vivos, quienes le sirven más bien para monologar. Éste es quizá el sentido de esa frase enigmática que había añadido de forma manuscrita a su prefacio a la Correspondance de Truffaut: «Fran~ois quizá está muerto, yo quizá estoy vivo, no hay diferencia, ¿verdad?».5 Precisamente con T ruffaut, cuya muerte ocurrió cuando estaban enfadados, ha pasado por todas las fases de una reconciliación que le ha llevado años de diálogo póstumo, con altos y bajos, como en una verdadera relación sin concesiones. Una cosa es segura y es que el Godard de los diez últimos años manifiesta mucha más solidaridad con los hermanos muertos (de quienes Truffaut se ha convertido en la figura emblemática, puesto que es el único hermano muerto realmente de la Nouvelle Vague) que con las generaciones venideras. Godard no se siente en posición de legar nada a las jóvenes generaciones actuales, según su principio: «Que los jóvenes se liberen por sí mismos». En el episodio 3b de las Histoire(s) du cinéma (Une vague nouvelle), donde se representa a sí mismo como guarda de museo de la Nouvelle Vague, dice simplemente a una pareja de jóvenes visitantes al final del episodio «Sí, eran mis amigos», y hace desfilar por la pantalla las fotos de algunos compañeros de viaje que ya han muerto. En los años ochenta, Godard mantuvo una línea de separación muy clara entre sus películas-películas y sus ensayos-vídeo. La frontera absoluta es su irreductible exigencia sobre la «compostura» formal de cada plano de la película. En los años ochenta, las películas-películas son las que están sometidas a la ley inflexible de la Forma, de la compostura del plano. Incluso cuando Godard piensa y afirma que tal o· cual película suya está fallida -o, como decía Marguerite Duras, que no es más

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5. Frani;ois Truffaut, Co"espondance, Hatier, col. 5 Conrinents, 1988.

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que la ruina de la película que él habría querido hacer-, no es menos cierto que cualquier plano admitido a permanecer en la película «entregada» debe tener una compostura irreprochable, impecable. Durante esa década de los ochenta el vídeo, por el contrario, participa del limbo de la creación y no está sometido a la misma exigencia intransigente. Utilizo aquí «limbo» en el sentido de la astronomía, donde esta palabra designa el borde exterior (jlou) del disco de un astro. Es una buena definición de sus producciones en vídeo de los años ochenta: ensayos que gravitan alrededor de las películas como discos con el borde un poco /lou alre.dedor de un diamante duro. Aparecen en estos ensayos (Changer d'image, Carta a Freddy Buache, Petites notes apropos de Je vous salue Marie, So/t and Hard) zooms dubitativos, panorámicas entrecortadas y «buscadoras» (que descubren de forma un poco azarosa lo que se ve en ellas, a medida que se ve), planos aproximativos diría yo, casi amateurs, que no tendrían ninguna posibilidad de permanecer en una película. Ocurre todo como si los ensayos que gravitan alrededor de las películas, que las anuncian, que comentan su aparición o su génesis, debieran permanecer en el limbo de la creación y no tuviesen la vocación de acceder plenamente a la forma acabada, para que las películas sí puedan ser irreprochables. Godard reserva su .orgullo de la forma -que es inmenso- para los planos de sus películas-películas, que quiere de una pureza diamantina, aun cuando esté dispuesto a reconocer otras debilidades en la película: de concepción, de construcción, de la interpretación de los actores, etc. Durante la década de los ochenta, ha practicado decididamente el ensayo como prospectus, la forma por excelencia de la modernidad según Roland Barthes: «La obra nunca es más que el metalibro de una obra futura que al no hacerse se convierte en esta obra». Tal definición se ajustaría perfectamente a los Appunti de Pasolini, que son a menudo películas de localizaciones que han acabado por ocupar el lugar de la película futura que, por el hecho mismo de la existencia de esa pre-pe-

lícula, ya no tiene que hacerse. Godard invierte a su manera, más vindicativa, el esquema pasoliniano y pone en escena sin reparos el fracaso de la película emprendida (su irrealizabilidad o la resistencia del financiador) para transformar esa película no creada en ensayo logrado. El destinatario imaginario, a quien se dirige directamente en la banda sonora, es un colega y un cómplice ante el que defiende con mala fe la causa de su buena fe frente a la supuesta negativa del «donante». En la Carta a Freddy Buache, el alegato se convierte en la películaensayo de una película de encargo supuestamente rechazada. En Le Rapport Darty, donde Godard empieza diciendo: «He aquí la película que no han querido», nunca se sabrá muy bien, por lo que se ve en la pantalla, lo que es la película, lo que es la defensa de la película y lo que parece ser el cuerpo del delito. En este limbo de la creación, el ensayo no accede a la plenitud de la forma que lo haría autónomo de las condiciones en que se ha producido. Permanece atrapado en el propio gesto de su producción, en las circunstancias de su enunciado. El ombligo de la criatura no se ha cortado y el Godard que habla en los ensayos, en esa época, está aún comprometido con el Godard que está haciendo el ensayo.

Un nuevo ciclo

Le Vernier Mot, que Godard rueda en 1988, en un período en el que tiene numerosos ensayos en marcha, es un objeto extraño, aparte, que flota en el limbo entre guión escrito y película conformada. No es exactamente un guión ni exactamente una película. La exigencia de los planos no es aquí suficientemente elevada para que sea una película, pero los marcos están, no obstante, más cerca del marco-cine que del marco-ensayo. Está en un grado de formación intermedio entre el proyecto de película y la película acabada, como una formación de com-

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sesentena- moviliza toda su energía creadora e inviste a todo lo que filma, tanto las películas-películas como las películasensayos, los spots y las películas de encargo. Incluso el clip Plus oh', rodado a petición de France Gall, queda atrapado en ese movimiento hacia el pasado, contra el olvido, fuera del cual ya nada de lo que emprende, ni siquiera el más futil encargo, logra situarse en posición de verdadera exterioridad. El trabajo de anamnesis lo invade todo, cualquier plano, cualquier proyecto nuevo. Este triple movimiento trenzado se articula en el tiempo en torno a un proyecto mayor, el más duradero que jamás haya tenido Godard, al que acaba de consagrar más de diez años de trabajo tenaz: los ocho episodios de las Histoire(s) du cinéma. Los dos primeros estaban terminados en 1988, pero yo recuerdo haber visto ya tres años antes episodios montados, aca-. bados, muy diferentes en su eoncepción a los de ahora, y que jamás se mostraron. Como si esa primera forma, a pesar de estar acabada, no fuese todavía la forma justa para esta obra. El cambio esencial procede de que es una obra perteneciente a la categoría ensayo (lasBútoire(s) du cinéma), la que permite enlazar todas las producciones de la misma década en un trenzado continuo, en el que se hace cada vez más difícil desentrañar el origen primero de tal o cual hilo, puesto que los mismos hilos atraviesan todas las obras. Algunos planos de películas no cesan de reaparecer, igual que esas músicas, esas frases y esos sonidos que frecuentan desde hace diez años todas sus producciones. Pienso en particular en esos lancinantes gritos de pájaros que desgarran la banda sonora de todas sus películas a partir de Nombre: Carmen. Godard confiesa que él mismo es incapaz de localizar los diferentes retornos de estos elementos obsesivos, hasta el punto de que sólo después de haber acabado las Histoire(s) du cinéma se dio cuenta de que ciertos planos reaparecían dos o tres veces sin haberlo advertido, como si el trabajo de la memoria inconsciente hubiese acabado por imponer la última palabra sobre su afán de controlar

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rigurosamente el «derecho de antena» de cada cineasta convocado en la serie. En este triple movimiento de volver sobre sus pasos, de convertirse .en el Ángel de la Historia y en el redentor del cine, las películas-ensayo le sirven más bien, desde hace diez años, para articular el pasado histórico y el pasado del cine. Al mismo tiempo, ha asignado a sus ficciones (que ya no son independientes y soberanas como en el pasado) una doble función que, en cierta manera, las ha adosado al proyecto mayor de las Histoire(s). La primera es la de servirle de vector y de coartada que le permita remontarse en el tiempo (invisible, encuadrado entre el follaje) en busca de su infancia a orillas del lago. La segunda es la de tr~ar -para darles <>- los puntos más sensibles que se le presentan (a la vez como posibles «asideros» y como 'escollos) en esta remontada del tiempo: la resurrección, la re~ncarnación. Las ficciones recientes se originan muy-directamente en las cuestiones de método y de metafísica que él se plantea para llevar a término su gran proyecto en forma de ensayo. Al mismo tiempo que en sus ensayos medita la posibilidad de llevar a cabo una redención del pasado mediante la resurrección de los cuerpos suspendidos· en la película cinematográfica, Godard convierte la resurrección en el propio argumento de Nueva ola y la encarnación de un Dios en el cuerpo de un pobre garajista anónimo y mortal en el argumento de Hélas pour moi. Todas las obras emprendidas a partir de 1988, cualesquiera que sean su estatuto y su origen, son otros tantos asideros, escarpias, para esta remontada del tiempo a contracorriente, como en el intramundo de la película de Cocteau, donde Orfeo se agarra a las anfractuosidades de los muros en ruinas. Todo le sirve (encargos, ficciones, vídeos) para aferrarse y para afianzar metro a metro cada trecho de camino recorrido en este trabajo agotador y sin tregua de la anamnesis.

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Pulgarcito y la orilla del lago

Voy a tirar de un solo hilo en la madeja de este amplio movimiento trenzado: el de Godard remontándose lentamente, paso a paso hacia atrás, hasta el niño que fue. Este hilo pasa por un lugar que es la orilla del lago, el lugar biográfico de la infancia, pero que va a convertirse muy pronto en otra cosa, en la frontera mítica entre el olvido y la memoria. Y hoy, sin duda alguna, en el lugar de lo sagrado. Todo empieza por un primer movimiento, biográfico: desde finales de los años setenta, Godard regresa a Rolle a vivir, muy cerca de sus casas de la infancia. Hace ahora veinte años que está allí. Las casas de la infancia son la del padre, a este lado del lago (puesto que Rolle está a dos pasos de la antigua clínica paterna), y la de la madre, en frente, en la otra orilla. Para él, la infancia tiene siempre que ver con el en frente, es decir Francia, que puede verse desde Rolle cuando está muy claro. Es en Le Vernier Mot donde aparece por primera vez, como único decorado de la película, la famosa casa a orillas del lago. Primero, es el lugar lo que regresa. El lado francés, en la Alta Saboya. La película es tosca, casi chapucera, sus planos están todavía muy lejos del esplendor visual que el cineasta alcanzará con Nueva ola en este mismo decorado. Se presenta como una imitación rústica de La Jetée (1962), de Chris Marker. Se produce todo como si esta primera exploración de su pasado de niño fuese una empresa demasiado intimidatoria para abordarla frontalmente y necesitara esquivar su presentida gravedad recurriendo una película tutora, la coartada de una trivial parodia de La ]etée. En esta película, sin embargo, establece ya un primer vínculo entre el presente y el pasado, entre las imágenes de hoy y las de la Liberación, pero por el momento lo hace a través de un montaje paralelo lineal y bastante rígido, sin armonías. Godard se para muy pronto, bruscamente, en este primer impul-

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so que lo ha puesto en movimiento hacia su infancia. Es todavía demasiado pronto, el camino que queda por recorrer es demasiado largo y angustioso para que pueda empeñarse en él a la primera. Coge miedo y prefiere efectuar un repliegue en la denegación: se dice claramente en la película que el niño no vivió las escenas del pasado, puesto que no había nacido aún. Lo que equivale a decir que Godard esboza y borra con un mismo trazo al niño de quince años que él fue realmente en un lugar idéntico cuando la Liberación. En esta película se ve pasar una figura que reaparece de forma discreta, como una figura secundaria puramente deco· rativa, en las películas de Godard a partir de Salve quien pueda (la vida): una mujer joven y elegante, con tacones altos, camina a grande·s zancadas por entre la naturaleza con una piel, una especie de zorro, en. torno al cuello. Esa figura recompuesta y confusa, cuya aparición tiene algo de recuerdo de in~ fancia, parece cristalizar y fusionar dos imágenes, una de las cuales, idealizada, luminosa, podría ser de origen materno, y la otra, formada en la edad adulta, de inspiración más burdamente erótica. Tras este primer empeño por el camino de su propio pasado, en el que avanza un paso para retroceder de inmediato quince años, Godard emprende Nueva ola. Es el mismo lugar -una suntuosa casa a la orilla del lago--, pero del lado suizo. En el guión, en el que se cruzan numerosos personajes, no hay ninguna figura de niño. Sin embargo, algunos planos, en el gran parque, en las lindes entre los árboles y el agua, donde el lago es entrevisto a través del ramaje por una cámara apostada entre la maleza, o también los del magnífico jardinero visto como una especie de oráculo, de figura mitológica incomprensible y fascinante, resuenan en la película de un modo totalmente singular, en una longitud de onda que es la de las sensaciones y las emociones procedentes de la infancia. Pero estos recuerdos de infancia aparecen todavía en negativo en la película, como si esos lugares estuviesen habitados por el fantasma de un niño

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a quien el guión se resistiese ferozmente a tomar en cuenta y que, en el rodaje, regresara erráticamente bajo la forma de impresiones de infancia que vienen a asediar a ciertos planos. Es en JLGl]LG, en una película-ensayo y no en una ficción, donde aparecerá por primera vez una imagen del niño Godard. Tras un primer trabajo de aproximación al lugar a través de las sensaciones de la infancia, aparece una imagen fija, en puro blanco y negro, del pequeño Godard, triste y meditabundo, imagen solitaria y huérfana del retorno y del duelo de la infancia. Esta imagen viene sola, pero como Godard recorre, al mismo tiempo que ese retorno hacia su infancia, el camino paralelo de la anamnesis de la gran Historia, inmediatamente suscitó en mí la aparición de otra imagen, ausente de la película: la de la célebre foto del niño del gueto de Varsovia. 6 La culpabilidad -si es ésta la que ha lanzado el movimiento de anamnesis e investido a Godard de su misión redentoraquizá haya podido cristalizarse en la diferencia entre los dos niños que figuran en estas dos fotos, cuyo parecido aire de tristeza ha permitido aproximar: el hijo de rico que fue el pequeño Jean-Luc en su gran parque resguardado de la Historia, y otro niño, maltratado éste por la misma Historia. Esta culpabilidad, hay que decirlo, es la de una falta histórica que no es la suya, ni como hombre -si no es por herencia- ni como cineasta, y que él ha asumido en un momento de su carrera en el que ya nadie, salvo algunos viejos combatientes fósiles, le reprochaba la amnesia de la Nouvelle Vague debutante. En Por Ever Mozart -donde puede oírse sin dificultad Por Ever Mother-, Godard encuentra la fuerza física para ir al otro lado del lago y reencontrar las ruinas verdaderas del lugar de su origen y filma la guerra de Yugoslavia en lo que queda de la casa de infancia de su madre. Un personaje de su ficción encuentra en el quicio de una puena las marcas que sirvieron para medir progresivamente la talla de los niños de la 6. Véase la pág. 243 de esta obra.

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casa y lee un nombre, «Üdile». El autoanálisis avanza, puesto que Godard es capaz ahora de filmar el verdadero lugar en el que su propia madre fue una niña de la que medían el crecimiento, y de convertirlo en una experiencia transmisible y universal. En efecto, cuando le pregunté por qué nada, en la película, permitía adivinar que esas huellas le concernían tan personalmente, de forma directamente autobiográfica, me respondió que todo el mundo tiene una casa de la infancia. Cosa que resonó en mis oídos de form·a extrañamente pavesiana, al venir de un hombre que siempre me había parecido que se hallaba en las antípodas del escritor italiano. . En la última de las Histoire(s) du cinéma, se cierra el círculo: llega a la superficie de la pantalla la foto del niño del gueto de Varsovia que ha acabado por encontrar a su doble, el pequeño Godard aparecido en JLGIJLG. Se han juntado los hilos de la anamnesis personal y de la anamriesis histórica. Se ha «remontado» 'el tiempo, en los dos sentidos del término. Este trabajo ha llevado diez años, y en ese suntuoso episodio 4b (Les Signes parmi nous) pueden juntarse al fin tüdos los hilos del ovillo y Godard puede concluir con la bella serenidad de quien ha llegado al final de un ciclo: «Y o era este hombre». Todo este recorrido se inscribe obstinadamente a orillas del lago, con sus gritos de pájaros, sus tempestades y las lejanas montañas de la otra orilla. Godard no cesa de regresar a ese borde del lago cuyas aguas son para él como el sombrío abismo. en el que se han enterrado los recuerdos, en el que es preciso sumergirse para hacer resurgir algunas palabras, algunos fragmentos o algunas imágenes. Toda posibilidad de renacimiento pasa aquí por la muerte, la morada subacuática, la maceración de las imágenes en las aguas negras. No hay anamnesis sin amnesia, es decir, sin la experiencia de los abismos y del negro del olvido. «Quien quiera recordar», se dice justo al final del episodio 4a, «debe confiarse al olvido, a ese riesgo

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que es el olvido absoluto y a ese bello azar en el que se convierte entonces el recuerdo». Ya en El desprecio, la última visión que tenía Paul de Camille antes de que la muerte les separase era la de Camille alejándose a nado de la orilla en la que él se dormía, abocándola a la desaparición a causa de esa desatención, puesto que al despertar sólo encontraba ya la huella de sus palabras en una carta, en el momento en que ella estaba muriendo en otra parte, sin que él lo supiera. El episodio la de las Histoire(s) du cinéma (Une histoire seule) acababa ya con un plano de Max Linder en la orilla del lago de Ginebra, luchando con una nube de _pájaros silenciosos del cine mudo, cuyos gritos sin imágenes regresan, a partir de Nombre: Carmen, en las demás películas de Godard. Contradiciendo a todos los diccionarios del cine que hacen morir a Max Linder en París, él asevera a Michel Piccoli en Deux /ois cinquante ans de cinéma franrais que es allí, al borde del lago, donde habría pronunciado sus últimas palabras: ¡Socorro' El episodio 1b termina a su vez, como hemos visto, con James Stewart salvando a Kim Novak de ahogarse. Como Vértigo, Nueva ola es una película partida en dos, en su mitad, por una muerte y una resurrección. Aquí, la muerte no es una caída en el espacio, como en Hitchcock, sino una desaparición en las aguas. Un hombre se hunde en las aguas del lago, mora allí en el país de los muertos y, al principio de la segunda parte de la película, asistimos a su resurrección al borde de una poza, una pequeña charca. Pero el hombre que reaparece -que se le parece como un doble o un don- ha olvidado en el fondo del agua al hombre que era para convertirse en un hombre nuevo, provocando con esta transformación, que es casi una transfiguración, una transformación inversa en la mujer que es su compañera. El plano en el que asistimos al «regreso» de Alain Delon tras su ahogarníento presenta una rareza visual: la imagen está



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formada y turbada, como Marie en la escena de la anunciación. En JLG/]LG, la anamnesis se opera poéticamente al borde del agua donde Godard, solo sobre una de esas pequeñas lenguas de arena que se adentran en el lago, oye voces y se convierte en el medium de algunas frases de películas del pasado que lo habían conmovido especialmente y que sólo pueden surgir ahí, entre la tierra y el agua. En For Ever J'v!ozart es en un rincón mismo del camino, a orillas del lago, donde Godard opera una improbable confluencia entre un osario, allá, en Yugoslavia, y la resurreción por el cine de dos cuerpos, aquí, al borde del lago. Son los dos únicos planos de la película que están encuadrados de forma exactamente idéntica para que el espectador no tenga ninguna duda sobre el hecho de que se trata del mismo lugar real, interfaz obsceno entre la muerte, en Yugoslavia, y el renacimiento, bajo la forma de personaje de cine, de los dos cuerpos sometidos a esta violenta traslación. La orilla del lago -el lindero entre el agua y la tierra- regresa con insistencia, a partir de Le Vernier Mot, como lugar de paso casi obligado entre el aÍlf donde esto sucedió y el allí donde esto debe ocurrir. Es la orilla en la que Godard establece el intervalo entre el pasado y el presente, los muertos y los vivos, el olvido y la rememoración. Es el mismo lindero que sirve para franquear, en los dos sentidos, todas esas fronteras. En su ensayo sobre lo que él llama los <
cruzada pt>r puntos blancos, verosímilmente flores algodonosas que caen de los árboles, en un efecto de «caída de nieve». Las Histoire(s) du cinéma darán más tarde la clave de una posible reminiscencia de la que este plano sería la cristalización. En efecto, en el episodio 3b (Une vague nouvelle), Godard hace aparecer un plano de Torrentes humanos (The River, 1928), en el que el hombre se acerca a nado a la tentadora mujer sentada a la orilla. Como se recuerda, la película acaba con una verdadera resurrección. El hombre muere en una tempestad de nieve y la mujer lo devolverá a la vida infun-. diéndole el calor de su (bello) cuerpo al acostarse, desnuda, encima de él. De esta película incompleta de Borzage, el plano del regreso de Alain Delon en Nueva ola condensa el motivo de las lindes entre la tierra y el agua como vínculo mítico-mágico, las manchas blancas de la caída de nieve y el regreso a una segunda vida: amor, muerte y resurrección. En Hélas pour moi la escena, muy banal y a la vez crucial, que se halla en el centro de la película es la de una mujer joven, Rache!, que va a bañarse al lago. Cuando sale del agua, todo se le ha convertido en duda e intranquilidad. Su marido, que nunca la había dejado, la abandona por primera vez y va a pasar la noche al otro lado del lago. Cuando éste vuelve, un poco antes de tiempo, ella ya no consigue distinguir si es realmente su marido, un sosias de su marido o incluso un Dios impostor que ha tomado su apariencia. Ha sido su perma- · nencia en el agua lo que ha hecho vacilar, como en un ictus amnésico, todas sus certidumbres sobre la identidad del hombre de carne que está allí con ella, en su habitación, y de quien ella recupera súbitamente la experiencia de su irreductible alteridad. Ella ha dejado que su memoria ordinaria -la que garantiza la continuidad de sus certidumbres en la vida cotidiana, donde era evidente que aquel hombre era su marido- se disolviera en el agua del famoso lago a orillas del cual Abraham Klimt, que no se ha dejado engañar, indaga precisamente sobre el momento crucial en que ella salió del agua, trans-

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7. Jean-Luc Nancy, Des lieux divins, T.E.R, 1987.

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sagrado, tras la deserción de los dioses: «Cuando el padre del padre de mi padre tenía una tarea difícil que cumplir, se dirigía a cierto lugar del bosque, encendía un fuego y se sumía en una oración silenciosa y lo que tenía que cumplir se realizaba [. .. ] Nosotros ya no sabemos encender el fuego, ya no conocemos los misterios de la oración, pero conocemos todavía el lugar preciso del bosque en el que esto sucedía, y ello debe bastar». La orilla del lago, el lindero entre el agua y la tierra, es ese lugar aparte en el que, desde hace diez años, Godard está a la búsqueda de lo sagrado «que falta, que se desvanece, que se ha retirado», el lugar en el que «el pensamiento llega al extremo, al límite, a la verdad, a la prueba».

El remonte de las imágenes

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¡; Este movimiento de retorno sobre sí mismo, hacia el niño que había sido al borde del lago; está inextricablemente emparejado, a lo largo de esta década, al que hace ascender a la superficie de sus películas y de sus ensayos planos que «regresan» del pasado del cine. Godard habla bastante poco en definitiva -como si quisiera preservar, ante sus propios ojos, lo más secreto que ocurre dentro de sí en este momento-- de esta ascensión primera de las imágenes en su memoria. Prefiere anteponer la operación secundaria del montaje, con la que relaciona entre sí esos planos del pasado, en una operación totalmente consciente y clásica en suma. Sus comentarios sobre las Histoire(s) du cinéma consisten a menudo en aclarar parcialmente alguna compresión de planos especialmente concisa, como si prefiriese convertirse en el hermeneuta de su propio trabajo conceptual de montaje que en el autoanalista del surgimiento de las imágenes del pasado en su memoria. Algunos ensayos satélite, como Deux /ois cinquante ans de cinéma franr¡ais o Les Enfants jouent ¿¡ la Russie, formalmente más descuidados y menos acabados que las Histoire(s) du cinéma, se

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simples colisiones de imágenes pueden hacer saltar las lágnmas. Para W alter Benjamin, una verdadera comprensión de la Historia exige este cortocircuito: «La auténtica imagen del pasado sólo aparece en un chispazo [ ... ) Es una imagen única, irreemplazable, del pasado, que se desvanece con cada presente que no sabe reconocerse concernido por ella». Desde hace diez años, Godard obra como plástico, en la misma medida al menos en que la piensa como historiador, esta operación de reconocimiento y de atracción instantánea entre dos imágenes, que efectúan su confluencia al modo de un fulgor pictórico. Godard ha hecho a menudo profesión de este deseo --<.
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que Godard se hallaba «acorralado», como el escritor ante la página en blanco, y que respondía más bien a la memoria voluntaria, Y, desde hace algún tiempo, hay este fondo negro del remonte de las imágenes en la memoria involuntaria, No es exactamente la misma emoción la que nace de los planos que Godard convoca como piezas de un discurso de montaje y de los que acoge como recuerdos perdidos y recuperados un poco milagrosamente, Sobre todo no debería suponerse, ante la obra acabada y la autoridad que ésta manifiesta, que Godard ha estado siempre seguro de los planos que buscaba y que sabía en qué películas y en qué lugar de esas películas encontrarlos, Los planos más turbadores son los que encuentra cuando, en su memoria vohmtaria, no estaban previstos para la convocatoria. Ha tenido que grabar, comprar, recorrer millares de casetes para llevar a cabo las Histoire(s) du cinéma, Y que contar en parte con el azar (o la preconsciencia·, aunque a veces es lo mismo) para encontrar el plano que necesitaba, con la sensación de que estaba sin duda ahí, en alguna parte, pero como una brizna de oro en un montón de paja, Yo le he oído contar, ante una estantería llena de documentales históricos, cómo cogía una de esas casetes y lo visionaba en acelerado, con la certeza de que había allí un plano-pepita, no dos, que le saltaría a la vista, y que eso se verificaba casi cada vez. En su memoria dél cine, como en toda memoria, hay muchas más informaciones virtualmente disponibles que informaciones accesibles, Cuando estos planos surgen por sorpresa de las aguas del olvido, los cuerpos que aprisionaban están como nimbados por un halo proporcional al tiempo que éstos han pasado en la oscuridad, tienen el aura de las emociones que se encuentran de improviso. Godard es un pescador de perlas, que ha de encontrarlas y hacerlas subir a la superficie antes de saber qué lugar van a ocupar en el collar e incluso cuál será el collar. En estos planos que ascienden, como resucitados, los gestos y los rostros están aún suspendidos en una emulsión, en una gelatina más o menos densa, en la que se

hallaban en el purgatorio, amenazados por un olvido definitivo, o -lo que viene a ser casi lo mismo- resultaban invisibles al estar inmersos vivos en un relato (una funcionalidad) donde perdían su frescor perceptible y su enigmática singularidad, Tiene que desprenderlos primero de los relatos en los que se hallaban aprisionados como en una ganga que impedía verlos, Godard va a buscar esos cuerpos al limbo de un intramundo al que habían sido arrojados en su mayor parte por la memoria de los vencedores, los que escriben la historia, y confinados a la oscuridad en estado de extrema precariedad, amenazados por una desaparición definitiva, a la espera de una improbable redención. Nos muestra sus gestos y sus rostros de vencidos «al vacío», en una cámara providencial, sustraídos al tiempo que crea los relatos, como en un área de descompresión en la que deberían permanecer antes de reencontrar la luz del día, Los gestos del propio Godard, ante sus máquinas o ante la pantalla de sus ensayos, son formas de plegarias para estos cuerpos errantes, Las iglesias protestantes han rechazado radicalmente la oración para los muertos, por cuanto ésta supone, como para los católicos, que los vivos puedan venir en ayuda de los muertos, Una vez más -lo hemos \~Sto ya con la Virgen-, el deseo de cine de Godard se articula en lo que es cuestionado en su religión de origen, en la frontera con el catolicismo, Desde hace diez años, sus ensayos están frecuentados por una legión de ángeles intercesores, de ángeles guardianes que sufren por aquellos que tienen a su cargo, y por un número igualmente impresionante de fotóforos, cuyas diversas velas, cerillas y antorchas iluminan por un instante las tinieblas del Purgatorio, donde están buscando a esas almas errantes y a esos cuerpos dolientes, Eddie Constantine, alias Lemmy Caution, se alumbraba ya con su Zippo para buscar su camino en la Ciudad de la noche permanente de Alphaville, Hacia el final de JLGIJLG es el propio Godard quien hace surgir de la noche de la pantalla negra, con una simple cerilla, la más humilde de las natividades, la de Geor-

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ges de La Tour, ya en el cuadro iluminada por la «pobre luZ» de una vela. El ralentí permite a Godard hacer emerger a la superficie de sus propias películas esos cuerpos que regresan de la noche, del olvido del pasado, aletargados aún por la larga espera que han padecido en las tinieblas. Parecen haber perdido el hábito del movimiento, que controlan mal y que recuperan a sacudidas, de forma a la vez grotesca y patética. La sobreimpresión y el centelleo le permiten transfundirles una vida nueva, volver a darles sangre y color para esa salida del purgatorio. Y a en 1962, Vivir su vida acababa con una secuencia en forma de ensayo sobre el final de El retrato oval, de Edgar Poe, donde la vida irriga poco a poco el retrato de una mujer a costa del marchitamiento y de la muerte del modelo. Durante la película, Godard había intentado ya una primera transfusión entre algunos primeros planos del rostro de la Falconetti como la Juana de Arco de Dreyer y las lágrimas vivas de Anna Karina. Veinticuatro años más tarde, en Grandeur et décadence d'un petit commerce de cinéma, era el joven rostro en color de Marie Valera el que reencarnaba al de Dita Parlo, que tanto había amado Godard en blanco y negro. En Les Enfants jouent la Russie, son dos bocas, la de la actriz del pasado y la de la actriz del presente de la película, las que están sobreimpresionándose, como si los labios de la viva viniesen a devolver el rojo de la vida a los labios de la actriz prisionera de la emulsión en blanco y negro, en una especie de vampirización a la inversa, donde el vivo devolvería la vida al muerto. En Allemagne, neuf zéro, es el viejo Eddie Constantine quien también se revivifica por obra de su voz joven de la época de Cita con la muerte (La Mame vert-de-gris, 1953): está sentado y oye su propia voz. Está, finalmente -el plano es magnífico-, el viejo Alain Cuny habitado por una imagen suya de joven en otra de las Histoire(s) du cinéma.

El gesto como intervalo

La tercera imagen -entre una imagen que estaba suspendida en la gelatina y una imagen en color de hoy- es el lugar en vídeo que Godard destina, para estos seres de cine que son los actores, a la «cita misteriosa entre las generaciones difuntas y éstas de las que nosotros mismos formamos parte», de la que habla W alter Benjamin en su segunda tesis sobre el concepto de Historia. Pero el medium adecuado para esta resurrección será el gesto. Este gesto -del que las Histoire(s) du cinéma constituyen una magnífica colección- debe aislarse cuidadosamente de su contexto narrativo en la película originaria, debe extraerse como gesto puro. Había ya una teoría explícita del gesto en los ensayos de Godard de la época de France tour détour. Abora esta teoría, al desplazarse, se ha hecho implícita, más secreta. Hay en el gesto, tal como Godard lo hace reveniradvenir en sus últimos ensayos, algo que sobrepasa a la vez los límites de los individuos y de las generaciones. El gesto, como medium privilegiado, le concierne como puro tránsito, intervalo puro, según la definición que ofrece de él Catherine Cyssau: 8 «El gesto no es atribuible al cuerpo, a la psique ni al mundo. Pero entre cuerpo, psique y mundo, su alcance viene a llenar el tránsito mediante una suspensión corporal, un intervalo temporal y una separación espacial. El gesto da al cuerpo la dimensión de una suspensión , constituye un intervalo de tiempo para la psique. Para el mundo es la medida de una separación, su espaciamiento». En su mismo ensayo sobre la «partida de los dioses», Jean-Luc Nancy habla, siguiendo a Heidegger, de este «último dios», que sólo puede estar «en tránsito»: «Es al transitar cuando es y por ello tiene su modo de ser esencial en [ ... ] el gesto que se hace para "hacer signo" [. .. ] sin significar nada». Este puro hacer-signo del gesto, libe-

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rado de toda significación (de todas las significaciones que lo han aprisionado en las películas donde él ha ido a buscarlo), es lo que le confiere el carácter de tránsito privilegiado de lo sagrado en las Histoire(s) du cinéma. En Gradiva, de Wilhelm Jensen, Norbert Hanold reencontraba el gesto del pie, hacia atrás, extrañamente vertical, de una modelo que había vivido dos mil años antes en una mujer joven y llena de vida con la que se cruzaba en Pompeya, sin darse cuenta de que era su vecina de rellano, o casi, y su anodina compañera de infancia, Zoé Bertgang. En On s' est taus défilé, donde Godard aprovecha el encargo sobre un desfile de moda para hacer un estudio de gestos, quizá se encuentre un eco de este gesto de la Gradiva en un plano muy pictórico e insistente en el que una zapatilla cuelga de un pie vertical, sujetada sólo por sus correas. En Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953 ), de Roberto Rossellini -quien, como se sabe, ha dejado profundas huellas en Godard-, es también una simple postura lo que conmueve a Katherine J oyce cuando emergen del suelo negro los moldes de dos cuerpos anónimos, en yeso blanco, que han perdido toda individualidad durante su larga morada subterránea. El gesto, tal como le interesa a Godard, tal como desea hacerlo regresar del limbo del olvido, es gesto por cuanto, cuan· do se produce, no pertenece ni a la carne, ni a la psique, ni al mundo en el que se despliega, pero donde es un puro intervalo espacial y temporal. Puede franquear, sin tenerlo en cuenta y sin resultar afectado por él, un larguísimo intervalo de tiempo histórico, viniendo simplemente a sobreimpresionarse a un gesto idéntico de dos mil o de cuarenta años atrás. Podría decirse que para el gesto, tal como lo entiende Godard en sus ensayos, el tiempo tampoco existe, fuera de ese breve instante en el que se despliega como un intervalo. En esta labor de captación fulgurante de un encuentro entre presente y pasado, el gesto es también lo que reduce la alteridad radical del otro como carne, para utilizar las palabras de Merleau-Ponty. El ges-

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Katherine, Norbert y Jean-Luc

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Al sexto día de viaje en Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), Natalia, que es napolitana, le propone a Katherine, la inglesa, ir a visitar las Fontanelle, unas catacumbas donde se han acumulado osamentas anónimas, a veces de varios siglos de antigüedad, procedentes de viejos cementerios desaparecidos. Le explica que en Nápoles mucha gente elige un esqueleto, lo recompone adecuadamente y lo cuida con esmero. Evidentemente Katherine, horrorizada, no ve el interés de semejante costumbre. Natalia intenta convencerla hablándole de «estos pobres muertos [. .. ] abandonados y solos, (que) no tienen a nadie que se ocupe de ellos, a nadie que rece por ellos». Impermeable a este pathos latino, Katherine sigue sin comprender. Al día siguiente, el séptimo día, acepta no obs-

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NADIE C01'10 GODARD

LA HISTORIA Y LO SAGRADO

tante la visita y Natalia le explica que ella eligió uno de esos cráneos porque su hermano murió en Grecia durante la guerra y que va allí a rezar por él a través del medium de aquel cráneo anónimo y aleatorio. Para ella, en cierto modo, el alma joven de un muerto joven habita el viejo cráneo de un viejo muerto. Katherine permanece refractaria, pero quizá todo eso no haya sido en vano, puesto que unas horas más tarde, ese mismo día, quedará conmovida, en un campo de excavaciones de Pompeya, al ver surgir de las entrañas de una tierra negra, bajo la forma de cuerpos de yeso blanco, a una pareja abrazada, sepultada viva dos mil años antes. En Gradiva, deJensen, se encontraba ya, tal cual, la misma historia de «la pareja de jóvenes enamorados que, al comprender que la catástrofe era inevitable, se habían estrechado el uno en los brazos del otro para esperar la muerte», con la misma función de ese misterioso estremecimiento atribuido a la blancura, ya que la segunda vez que el héroe encontraba a su Gradiva, estaba sentada frente a él, como en su sueño, y tenía extendido sobre las rodillas «algo blanco que la mirada de Norbert no era capaz de distinguir claramente». En esta secuencia casi documental sobre las excavaciones pompeyanas de Te querré siempre, Rossellini había establecido ya a su brusca manera, por efracción en su propia película, una improbable cita cinematográfica, a dos mil años de distancia, entre aquellos cuerpos reales dormidos en la oscuridad, al abrigo de cualquier mirada humana durante dos milenios, y esa inglesa de ficción y en simple tránsito por Italia, en 1953. En el transcurso de esta escena, el marido de Katherine, por su parte, permanece en apariencia tan indiferente, emocionalmente, como el amigo arqueólogo que los ha invitado al surgimiento de la pareja en yeso. La diferencia entre ellos es, sin duda, que esa mujer encorsetada y protestante acaba de atravesar un período de sufrimiento personal que le ha da"do acceso -a pesar de todas sus resistencias a la alteridad, de sus abrigos cerrados y de su sólido egoísmo de gran burguesa- a

una fulgurante emoción, que no está muy lejos de la que puede experimentarse en algunos cortocircuitos godardianos entre una imagen del presente y una imagen del pasado. No puede haber una redención eficaz que no se pague con el sufrimiento y la soledad o con una dolorosa carencia en la vida de quien tiene esta misión. En el caso de Godard, dicha misión se la ha atribuido él mismo, pero esto no cambia para nada la regla, si damos crédito a lo que un día, en plena conferencia de prensa en Cannes, donde había ido a presentar Allemagne, neuf zéro, declaró con el impudor a lo Rousseau de que es capaz a veces en público: «Para mí, resulta un poco más fácil hacer una película tal como debe hacerse que vivir la vida que yo debería poder vivir. Si pudiese vivir la vida que yo estimo que tengo el derecho a vivir, creo que no haría películas o que no haría arte».

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Este texto está adaptado de una conferencia pronunciada en la Galerie nationale du Jeu de Paume, el 16 de diciembre de 1997, con ocasión de una retrospectiva dedicada a las películas-ensayos de Godard.

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