Mi Ultimo Verano En Tanger.pdf

  • Uploaded by: Khadija Del-lero
  • 0
  • 0
  • June 2020
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Mi Ultimo Verano En Tanger.pdf as PDF for free.

More details

  • Words: 8,325
  • Pages: 40
EL ÚLTIMO VERANO EN TÁNGER Juan Vega Montoya

1

Título: El último Verano en Tánger Autor: Juan Vega Montoya ISBN 84-8454-045-6 Depósito legal: A-899-2000 Edita: Editorial Club Universitario web: www.editorial-club-universitario.es Printed in Spain Imprime: Imprenta Gamma. Telf.: 96 567 19 87 C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante) e-mail: [email protected] web: www.1gamma.com Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

2

A Paquita, por animarme a enfrentarme a una tarea que yo consideraba superior a mis fuerzas.

3

4

P R Ó L O G O. Dicen que, en el curso de una vida, un hombre debe tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Me quedaba pendiente la última asignatura. Ya es cosa hecha. Desde que salí de Tánger en 1973, me llevé, oculta entre los pliegues de mi memoria, una semilla de recuerdos. Con los años, la simiente germinó, el frágil tallo creció, se endureció y el poblado follaje que brotó, apretado, comprimido, ocupó todo el espacio del que disponía, buscando, exigiendo una salida. He tenido que dársela sin más esperar. ¡Que alivio! El resultado de la poda es el relato del corto paso de unos meses en las vidas de unos amigos, durante el verano que precedió a la abrogación de la Carta Real de Tánger. Unos amigos a los que tengo mucho cariño y que, a no dudar, se reconocerán en cuanto lean las primeras líneas. Para los nostálgicos que somos todos he salpicado mi historia de estampas, de instantáneas en forma de flash-backs, que les permitirán rememorar los años lejanos de aquella época. Pido perdón al lector por no haber cruzado la frontera del Zoco de Afuera y haber limitado mis incursiones a la parte baja de la ciudad. Creo que el vivir mi infancia y mi adolescencia en el antiguo Tánger ha influido fuertemente en la elección de los lugares descritos. De cualquier forma, estoy convencido de que el viejo casco de una ciudad constituye el mejor espejo para reflejar su carácter y su personalidad pues en él se encuentran y 5

viven sus rincones más típicos y sus personajes más sabrosos. Prueba de ello es que establecimientos como "Elías el de los Pinchitos" o el "Bar Segovia", al trasladarse al Tánger moderno, perdieron gran parte de su sello, mientras que los cafés de la Plaza de Francia jamás consiguieron competir en solera con los del Zoco Chico. Al recorrer las páginas, puede que alguien se percate de que algunos de los acontecimientos no coinciden con las fechas y que ciertos actores, en su tiempo, no interpretaron parte de los hechos reseñados. Estos cambios se deben esencialmente a la voluntad de condensar, en un corto lapso de tiempo, una historia que se forjó a lo largo de los años y a un deseo de reducir al mínimo los participantes, para no distraer la atención del lector, en un intento de mantener siempre vivo su interés, evitándole ser devorado, como a menudo sucede, por una multitud de personajes. Por otra parte, para el lector poco conocedor de las costumbres tangerinas, algunos de los términos empleados, tales como "moro" o "judío", podrán parecer peyorativos. Lejos de mí tal idea. No hay que olvidar que el tangerino, criado en un crisol de razas, nacionalidades y confesiones religiosas, salvo rarísimas excepciones, jamás fue racista. Las apelaciones de "moro", "judío", "cristiano", "francés" o "inglés", por no citar más que algunas de las tantísimas utilizadas, no sólo no conllevaban ningún sentimiento despectivo o denigrante e intervenían en las conversaciones de todos los días, en presencia de los interesados, sin jamás provocar reacción alguna de molestia u ofensa por parte 6

del aludido, sino que respondían a un cariñoso sentimiento de amistad. Una vez aclarados estos puntos, dejo al lector enfrascado en la lectura, deseándole disfrute, al leer mis recuerdos, del mismo placer que yo al relatarlos.

7

8

Domingo, 26 de Abril de 1959. El viento de levante había soplado furiosamente durante toda la noche. Arrastrados por el vendaval, los papeles y la basura se arremolinaban en las calles del Oued-elHardan y la Fuente Nueva, golpeándose contra las esquinas, como pájaros alocados buscando una salida al laberinto de la Medina. En la Avenida de España, las viejas palmeras plantaban cara valientemente al temporal, azotadas duramente por las ráfagas de arena robada a la playa cercana. El rugido del mar embravecido viajaba a lomos del viento, hacia el Bulevar, para sumarse al concierto de silbidos arrancados al bosque de antenas de televisión que florecían en las azoteas de los grandes inmuebles. Eran las siete de la mañana y tan sólo hacía media hora que la banda se había acostado. Como todos los sábados por la noche, se habían reunido en el Hola Club sobre las diez, después de cenar. Habían ido llegando de uno en uno, salvo Manolo y Claudio, los inseparables, que como de costumbre venían juntos. Los primeros güisquis estaban ya servidos y el humo de los cigarrillos empezaba a flotar hacia el techo. Pepillo, el maricón que se ocupaba del bar, había montado las mesas de juego y las barajas con las fichas esperaban las primeras dadas de las partidas de póquer. No tenían prisa. Disponían de toda la noche, hasta el amanecer, para jugarse los cuartos, disfrutar, bromear y sufrir, mientras las manos inquietas juguetearían sin cesar con 9

las fichas o entremezclarían interminablemente las cinco cartas que decidirían quien barrería el "pot". José Luis acogió a Manolo y Claudio con su eterno comentario. - ¡Qué, pareja! ¿Traéis chavos calentitos? Porque como os pase lo de la semana pasada los vais a necesitar… - No les recuerdes momentos tristes, José Luis, porque se van a poner a llorar- bromeó Mauricio, uno de los dos judíos de la pandilla. - Esta noche, mi bueno, te voy a pegar un palo que te voy a doblar - le contestó Claudio. - "Así quedes tú", no me espantes que luego me "triemblan" las manos - se rió Mauricio, cometiendo voluntariamente uno de sus habituales errores de pronunciación. - Lo que te va a "triemblar" es todo el cuerpo como me chive a tu padre, por carta anónima, que todos los sábados te juegas al póquer con los "quistianos" los beneficios de la tienda - lo amenazó Manolo conteniendo la risa. - ¡Por Dios, Manolo! Déjate de cachondeos que me vas a amargar la noche. ¡No digas eso ni en broma! - suplicó Mauricio. El padre de Mauricio era propietario de un gran almacén de tejidos y confecciones. El negocio marchaba sobre ruedas y sus dos hijos atendían a la clientela, manejando la caja. Como quiera que el señor Levy, que este era su apellido, era muy aficionado al juego, perdiendo más de una vez sumas importantes, sus hijos tenían terminantemente prohibido el juego en general y las cartas en particular. 10

El mayor, Moisés, obedecía al pie de la letra los deseos del padre. Pero Mauricio, picado por el gusanillo del juego y arrastrado por los amigos, jugaba todas las semanas en el Club, tratando, con la mayor discreción posible, de ocultar a su padre su afición. Contaba por cierto una anécdota que siempre hacía reír a la pandilla. Estando un sábado reunida toda la familia, durante el almuerzo de tan señalado día para la colonia judía, la madre empezó a servir. Cuando le llegó el turno a Mauricio, éste, golpeando la mesa con las yemas de los dedos, dijo "paso" como se acostumbra en las partidas de póquer. El detalle no escapó al ojo experto del padre que, hecho una furia, le increpó con el más puro acento de " jakitia". - ¡Mal logrado! ¿Que es este mal? ¿Donde "wo" aprendiste eso? Toda la familia, azorada, suspendió la charla y quedó pendiente de la contestación de Mauricio. Éste, como de costumbre, enrojeció hasta la raíz del cabello y tartamudeó. - ¿Donde aprendí qué, Papá? - ¡El "paso" que acabas de hacer a tu madre! Eso no lo hacen más que los "cammares" del póquer. - Por favor, Papá, no te sulfures. ¿No viste en la tele la última película de Frank Sinatra? "El Hombre del Brazo de Oro" se llamaba. Allí lo aprendí. ¿Que hay de malo en ello? ¿O es que crees que juego? - Bueno, bueno está, Jacob. ¿Día de "shabbath" vas a enfadarte con tu hijo?- intervino la madre. Y así quedó la cosa. Pero Jacob Levy siempre sospechó que Mauricio lo engañaba y por esta razón, de vez en 11

cuando, controlaba la caja del negocio más seriamente que de costumbre, como para recordar a su hijo que no lo perdía de vista. - ¡Bueno, señores! ¿Qué pasa aquí? ¿Empezamos? - se impacientó Germinal. - ¡Venga! Ya somos ocho y podemos montar dos partidas. ¿Como nos sentamos? ¿Sorteamos? - preguntó José Luis. - Sí, sorteamos, que Manolo y Claudio en la misma mesa juegan a medias y nos dejan en calzoncillos intervino Pedro. - ¡Oye, tú! Como sigas así te denuncio por calumniador y te pido daños y perjuicios - bromeó Claudio. - No me extrañaría nada de ti. Además te saldría barato pues tu patrón Raida te haría un buen precio. ¡Venga! Los cuatro reyes juegan juntos. Y echando mano de la baraja, Germinal empezó a distribuir las cartas descubiertas, de una en una, delante de cada jugador. - ¡Ay! Esos cuatro reyes, quién los ligara en una sola mano…¡Que el Dios me ayude! - suspiró Mauricio. - ¡Alberto el Negro! ¡Alberto el Negro! - le gritó Pedro, mientras hacía ademan de arrancarse la oreja y lanzársela a Mauricio. Aquella era su forma de contrarrestar el mal de ojo y no dejaba de hacerlo cada vez que se repartían las cartas con un buen "pot" sobre el tapete. Las dos mesas quedaron por fin constituidas y empezaron las partidas. A medida que la noche avanzaba el humo de los cigarrillos enrarecía cada vez más el ambiente y al olor del tabaco se mezclaba el del güisqui y el coñac que iba sirviendo Pepillo. 12

De vez en cuando, el silencio se rompía con un "lo sabía" de Germinal o un "me metí khlufi" de Mauricio y con el eterno leit-motiv de los "Alberto el Negro" proferidos por Pedro. Sobre las tres de la mañana, Pepillo preparó unos bocadillos y los sirvió a los jugadores. Los engulleron casi sin darse cuenta, sin dejar de beber, fumar y jugar. A las seis menos cuarto, Germinal anunció el cierre de las partidas para un cuarto de hora más tarde. Aquello era ya un ritual y todos estaban de acuerdo, antes de sentarse a jugar, en respetar esa regla. Los que ganaban "amarraban" como se dice y durante el último cuarto de hora no arriesgaban nada. Al contrario, los que perdían trataban de recuperar, en unas cuantas manos, a golpes de faroles, las perdidas de toda la noche. Después de la última partida se hicieron las cuentas. Pedro, que a pesar de los "Alberto el Negro" acostumbraba a perder, ganaba unas mil quinientas pesetas y estaba más contento que unas pascuas. Con un güisqui en una mano y un cigarrillo en la otra se paseaba pavoneándose y cantando con música de "Only You" de los Platters, un "Only Me" tan personal como desafinado. De vez en cuando interrumpía la canción y soltando una carcajada lanzaba : - ¡Es que "Alberto el Negro" es mucho "Alberto el Negro"! Mauricio, que también había ganado, acabó por llamarle la atención. - Ah bueno está, "mal logrado". Por una vez que ganas no nos "quebres" los oídos que son ya las seis de la mañana. 13

Se quedó Pepillo ordenando el salón y preparándolo para el baile de la tarde y se fueron, como todos los sábados, a desayunar al Café París en la Plaza de Francia. Subieron la cuesta de la calle Molière, atravesaron parte del bulevar Anteo y recorriendo de punta a punta el bulevar Pasteur, se dirigieron al Café París. El levante, en aquella hora temprana, se había calmado y se anunciaba un día espléndido. Desde la murallita frente a Casa Ros, se podía admirar la bahía, encendida con los mil destellos del sol naciente. En el puerto dormitaba el correo de Algeciras mientras que al fondo, envuelto en un tenue velo de niebla matutina, emergía el Cabo de Malabata. El Estrecho de Gibraltar, calmado el vendaval, invitaba a la travesía hacia la costa española que se dibujaba como una fina línea gris en el horizonte. Entraron en el establecimiento recién abierto. Detrás de la barra, Aurelio acababa de encender la plancha y se disponía a conectar la maquina del café expreso. - ¡Buenos días, señores! Muy madrugadores o muy trasnochadores. Pero por las caras, más bien lo último. ¿Verdad? ¿Qué, lo de siempre? - Lo de siempre, Aurelio. Y haz el favor de darme un poco de bicarbonato que el güisqui me ha dado ardores le lanzó Pedro. - No le hagas caso, Aurelio. Más que el güisqui es la poca costumbre de ganar lo que le ha sentado mal bromeó Claudio. - ¡Es que "Alberto el Negro" es mucho "Alberto el Negro", amigo!- contestó Pedro marcándose unos pasos por bulerías. 14

- ¡Coño, Pedro! Primero los Platters y ahora Lola Flores. Si llegas a ganar tres mil pesetas nos haces el Caruso- se carcajeó Mauricio. - ¿Qué quieres que te diga, mi bueno? Cuando uno es un fenómeno lo es para toda la vida- concluyó Pedro, ofreciéndoles un sonoro taconeo. Aurelio empezó a servir los platos combinados del desayuno. Huevos, bacon, patatas fritas, pollo frío y ensalada, con una cerveza por barba. A continuación, tarta de chocolate y un café. Durante la comida no cesaron de comentar ruidosamente las incidencias de las partidas. Al terminar, encendieron un cigarrillo y entre los que habían ganado reunieron el total de la factura, agregando una buena propina para Aurelio. - ¡Hasta la semana que viene, Aurelio! - se despidieron a coro. - ¡Sin falta, señores! - les respondió Aurelio. La mañana del domingo empezaba y se fueron a dormir. Mauricio y Gerardo se marcharon juntos, bulevar Pasteur y calle Goya abajo. Se conocían desde pequeños y eran íntimos amigos. Juntos habían cursado todos sus estudios desde la Escuela de la Alianza Israelita hasta el Lycée Régnault donde obtuvieron el Diploma de Estudios Comerciales.

15

La Escuela de la Alianza Israelita. La Escuela de la Alianza Israelita o la Alianza, como se la conocía familiarmente en Tánger, estaba reservada casi exclusivamente a la colonia israelita tangerina. La de las niñas estaba en el Paseo Cenarro y la de los niños al inicio de la Cuesta de la Alcazaba. Durante cinco años se cursaban los estudios primarios que finalizaban con el examen del Certificado Francés de Estudios Primarios. La escuela de los niños era un edificio importante pero vetusto. Una gran cancela metálica daba paso al patio de recreo, después de atravesar una entrada cubierta cerrada por una altísima puerta de madera. En dicho patio, los alumnos se alineaban en filas de a dos al toque de la campana que solía tañer el inolvidable Naftalí. Inolvidable porque este personaje marcó a toda una generación de pequeños estudiantes tangerinos y se merece dedicarle un corto paréntesis. Naftalí, alrededor de los cincuenta años, era alto y delgado. De facciones suaves, casi anónimas, lucía un pelo muy corto y plateado. Su cabellera era un polo magnético que atraía las miradas de toda la chiquillería y permitía localizarlo inmediatamente cuando transitaba por el patio de recreo atestado de niños. Naftalí tocaba la campana, barría las clases y el patio, llenaba los tinteros de los pupitres con una cafetera de tinta violeta que él mismo preparaba y pasaba por todas las clases, mañana y tarde, la lista donde se anotaban las ausencias de los alumnos. 16

A mediodía, la Alianza disponía de un servicio gratuito de cantina destinado a los niños de familias necesitadas. Antes de pasar al comedor, los niños se alineaban para desfilar delante de la enfermera que controlaba la limpieza de las manos y les administraba una cucharada de aceite de bacalao destinada a compensar una posible carencia de vitaminas. En aquella época, ese aceite no estaba refinado y su desagradable olor se esparcía por todo el patio. Es inútil recordar que el gusto no le iba a la zaga. Afortunadamente, al lado de la enfermera, se encontraba Naftalí sosteniendo una cestita para ofrecer a cada mueca de asco un gajo de naranja con el que borrar el inmundo sabor del aceite. Otra de las atribuciones de Naftalí, probablemente la más ingrata, era la de interceptar todos los niños que llegaban a clase con más de un cuarto de hora de retraso. Los iba reuniendo a la entrada, como a ovejas descarriadas, y cuando consideraba suficiente el cupo de culpables, cerraba con llave el acceso al patio y conducía al grupito aterrorizado al despacho del Director. Durante el corto trayecto les iba dando indicaciones sobre el estado del humor del responsable de la escuela. - ¡"Wo"! ¡"Wo"! Me parece que algo le sentó mal y le duele la tripa. Me vaya a "capparar" por vosotros - se compadecía en tono plañidero. Cuando Naftalí juzgaba que el Director estaba de mal humor, los niños, ya de por sí asustados, lividecían y se echaban a temblar. - Esta mañana estuvo hablando por teléfono y rió una "guezzerá". No "espantaibos". 17

Este tipo de noticias era de los más apreciados por los alumnos. Aunque algunos sospechasen que Naftalí, con su bondad habitual, abusase de las informaciones optimistas con el fin de tranquilizarlos. Entrar en el despacho era como penetrar en la cueva del dragón. Detrás de su escritorio, en una media penumbra, se adivinaba la presencia de Monsieur Saguès. Era un hombre de talla pequeña y bastante fornido que había perdido un brazo combatiendo en el ejercito francés durante la primera guerra mundial. Iba siempre vestido de gris, luciendo en la solapa la roseta de La Legión de Honor francesa. Los trajes eran de buen corte y la manga del brazo ausente iba invariablemente introducida cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta. Ostentaba una cabellera ondulada canosa y arboraba un espeso bigote del mismo color que otorgaba al semblante una severidad, que por demasiado austera quizás fuese fingida. Para muchos de los culpables, el mero hecho de pisar el despacho desencadenaba el llanto. Mientras que la mayoría de los profesores se dirigía a los alumnos en español, Monsieur Saguès no se expresaba más que en francés que no era, ni mucho menos, la lengua materna de aquellos niños. Aquello dificultaba enormemente las relaciones con el Director y los de los primeros cursos, muy lejos aún de dominar las sutilezas de la lengua, al salir del despacho recurrían a los mayores, o en último caso a Naftalí, para aclarar algún punto oscuro. De cualquier forma, poco había que comprender en el caso de llegar tarde a clase. 18

Monsieur Saguès lanzaba dos o tres rugidos, vituperaba contra las madres que preparaban a sus hijos un sombrío porvenir por no saber respetar un horario y se levantaba para atrapar una vara de bambú de dos dedos de gruesa y cincuenta centímetros de larga. La tarifa habitual era de dos golpes en la palma de cada mano. La ejecución era rápida, precisa y puntuada por los "ays" de dolor de los condenados. Una vez terminado el reparto, los niños, soplándose las manos para aliviar el ardor, salían disparados hacia sus clases, casi sonrientes, descargados de un peso enorme, como aquél que sale de una visita al dentista después de haber dudado mucho en ir a consultarlo. Las salas de clase estaban repartidas en forma de herradura y en altura, alrededor del patio de recreo. Conducía a ellas una empinada escalera que les daba acceso por las dos extremidades y las rodeaba un estrecho pasillo protegido por una barandilla metálica. En aquella escuela se habían conocido Mauricio y Gerardo y allí habían estudiado juntos durante cinco años, antes de pasar al Lycée Régnault. ¿Porqué los padres de Gerardo, siendo españoles y católicos, inscribieron a su hijo en la que se acostumbraba a llamar en Tánger, la escuela de los judíos? Por una razón bien sencilla. Huyendo de la guerra civil española llegaron a Tánger en 1936. Como el padre de Gerardo era de izquierda no consintió que su hijo frecuentase la Casa Riera, "la escuela de los curas", donde los niños, según él, se pasaban el día rezando en vez de estudiar cosas de provecho. Como por otra parte tenía un bar- tienda de comestibles en la Cuesta de la 19

Alcazaba frente a la escuela, la cosa no se pensó mucho. Las ideas políticas y la comodidad de la cercanía influyeron pues, de forma decisiva, en la elección de los estudios de Gerardo. En una clase de treinta alumnos, Gerardo era el único cristiano. Aquello no le importó en absoluto y se integró de tal forma que sus compañeros lo admitían y lo consideraban como uno más. Hablaba de las pascua judías con toda naturalidad y se conocía al dedillo el "Pessah", la "Hanucá", el "Sukkót" y los "Tefelimes", así como las tradiciones que rodeaban todas estas fiestas. Para redondear la cosa, sus amigos judíos decidieron borrarle el nombre de Gerardo y lo "bautizaron" con el de Mordejai. El programa de estudios estaba calcado sobre el del Certificado Francés de Estudios Primarios, salvo las tres o cuatro horas semanales dedicadas a la lengua hebrea y a la religión. Por supuesto, Gerardo estaba exento de aquellas dos asignaturas y aprovechaba el tiempo libre para repasar sus lecciones o terminar sus deberes. El grupo de maestros era serio y eficaz y obligaba a los alumnos a trabajar mucho más duro que en el Perrier y el Berchet, las otras dos escuelas francesas de la ciudad. Había que recuperar las horas destinadas al hebreo y la Alianza presumía de sacar todos los años el mejor porcentaje de éxitos en el examen del Certificado Francés. El equipo de maestros que ejercía al final de los treinta y principio de los cuarenta, bajo la batuta de Monsieur Saguès, se dividía en dos grupos. El uno encargado de la 20

enseñanza en las primeras clases y el otro destinado exclusivamente a los dos últimos niveles. En el primer grupo figuraban : - La Señora Maudy, una maestra gruesa muy risueña que se ocupaba de las primeras clases. - La Señora Bensimhon, muy dulce y amable que tranquilizaba a los más pequeños. - El Señor Bensimhon, esposo de la anterior, maestro de religión al que jamás se veía sin sombrero. - El Señor Toledano, maestro de francés con mucha afición al bel canto. De vez en cuando, en pleno curso, arrancaba con una sonora aria de cualquier ópera conocida, sobresaltando a toda la clase. Claro que con el tiempo, los alumnos, ya acostumbrados, se sorprendían cada vez menos. - El Señor Nezry, que era hermano de uno de los niños, al que no dejaba ni a sol ni a sombra para que sirviese de ejemplo a toda la escuela. El segundo estaba compuesto por los Señores Gavizón y Arditti de los que dependía el éxito en los exámenes. Para completar la terna, quedaba el Señor Hach, maestro de hebreo, más conocido por "Piti". Aquel apodo le venía porque al dirigirse a los alumnos siempre empezaba sus frases diciendo "Mon petit" (en francés "mi pequeño") lo que con su fuerte acento polaco daba "Mon piti". Era severísimo y cuando montaba en cólera, lo que le ocurría bastante a menudo, usaba la regla para pegar a diestro y siniestro. El menor atentado a la disciplina era inmediatamente sancionado con golpes en la palma de la mano. 21

Tenía aterrorizados a los niños, pues además amenazaba a los más revoltosos con encerrarlos en lo que él llamaba "el cuarto de la máquina". Nadie había visitado jamás el famoso cuarto pero en la escuela corría el rumor de que en su interior un artefacto eléctrico diabólico transformaba a los seres humanos en monstruos horribles. Se murmuraba la leyenda de que un día, un tal Isaac, al que por cierto nadie conocía, irritó de tal modo a "Piti" que éste lo llevó a rastras hasta el cuarto y después de poner en marcha la máquina lo dejó encerrado durante una hora. Se rumoreaba en voz baja y tono muy confidencial que al salir, la cabeza del tal Isaac había doblado de volumen y que el desgraciado se había transformado en un ser monstruoso. - ¡Gerardo, por Dios bendito! ¡Un monstruo! ¡Un monstruo! ¡Como Frankenstein, "jai"! - Pero, Mauricio ¿Tú lo viste? - Yo no, "jai". ¡Dios me libre! Lo vio el hermano del primo de un amigo de Bengio, que del espanto enfermó más de un mes… - susurraba Mauricio con los ojos dilatados por el terror. - ¿Y los padres de Isaac que hicieron? - ¿Qué iban a hacer? ¿Venir a ver a "Piti" para que los metiese en el cuarto también? ¡Ah bueno está, Gerardo! ¿"Amá" la gente está loca? Encerraron a Isaac en una habitación para que nadie lo viera y desde entonces no ha vuelto a salir a la calle el "mesquín". - y Mauricio bajaba la vista y sacudía la cabeza, como 22

compadeciéndose del triste destino del desgraciado Isaac. Todo el equipo de maestros trabajaba respetando al pie de la letra el programa del Ministerio Francés de Enseñanza. Pero no hay que olvidar que, a pesar de que los libros en los que se apoyaban los cursos eran idénticos a los de las escuelas de Francia, en Tánger la mentalidad, el carácter, las costumbres y el clima diferían notablemente de los del país galo. ¿Como asimilar, por ejemplo, la primera lectura del año escolar : "La Rentrée" (El primer día de clase") por los afortunados niños tangerinos? Estos, que cuando salían a la calle con una temperatura de 20 grados, oían a sus madres gritarles por la ventana : - ¡Niño, abrígate que ha refrescado! Por regla general, el texto venía precedido de un grabado. En él, un calendario indicaba que era el primero de octubre, mientras que un estudiante, protegido por un impermeable con capucha, con la cartera bajo el brazo, luchaba contra un vendaval de lluvia y hojas muertas, recorriendo una campiña triste e inhóspita a través de un sendero embarrado sembrado de charcos. Mientras que Pascal o Alain, el alumno francés, para asistir a clase, afrontaba unos elementos desatados, Amram o Jacob, el alumno de la Alianza, salía de su casa en mangas de camisa, atravesaba la Fuente Nueva sorteando una multitud de tenderetes, compradores, paseantes y aguadores, respirando el aire tibio del otoño tangerino cargado de los perfumes de las especias y de las aceitunas aliñadas y se compraba un paquete de 23

pipas o de "taharichas" que le duraba hasta la escuela. Con un andar despreocupado, pasaba delante de la entrada de general del Cine Capitol donde se instalaban los vendedores de "calentita", "chaam", habas y garbanzos hervidos y manzanas bañadas en brillante caramelo rojo. Se paraba para echar un vistazo a los carteles de la última película de Tom Mix o Ken Maynard y cruzaba después la calle para admirar los del Cine Alcázar con Tarzán o Boris Karloff. Volvía a pararse en el "bakalito" que hacía esquina, frente al Café Colón, para ver ondear colgados los tebeos del "Hombre Enmascarado", "Merlín", "Flash Gordon", "Roberto Alcázar y Pedrín", "Juan Centella" y tantísimos otros. ¿Podían compararse unas trayectorias tan dispares como las de Pascal y Amram? ¿Cómo resolver esos malditos problemas de insaciables bañeras que se vacían mientras unos grifos de chorro inagotable luchan por llenarlas, cuando Jacob se lavotea en una palangana con el agua que su hermano mayor David ha acarreado en un cubo desde la fuente pública y que el único cuarto de baño que ha visto ha sido en una película? ¿Cómo son esas blancas montañas nevadas? ¿Y la nieve inmaculada que las cubre tendrá el mismo sabor que los helados de vainilla que vende Coloma en el Zoco de Afuera? De todo aquel folklore Gerardo guardaba una huella imborrable de risas, juegos, sustos y amistades. Desgraciadamente todos esos recuerdos felices quedan, en muchos momentos, ocultos por la sombra de la guerra y los crímenes nazis. No hay que olvidar que de 24

1939 a 1945, Tánger, a pesar de quedar, debido a su estatuto de ciudad internacional, al margen de los horrores del conflicto bélico que azotó a Europa, vivió siempre atento a través de la prensa y la radio las peripecias de la contienda y sufrió las dudas del incierto resultado final. La colonia judía tangerina, a la que vinieron a sumarse numerosos judíos huidos de Europa, vivió años difíciles de miedo, incertidumbre y a veces de rebelión ante la impotencia a la que se veía sometida. Ese malvivir se reflejaba a menudo en las reacciones y los juegos de los alumnos de la Alianza. Quede, como nota de humor, para cerrar estas líneas tristes sobre la guerra, la letra de la canción que voceaban desaforadamente todos los niños en el patio de recreo, cuando se recibió la noticia de la muerte de Hitler : - ¡Ya vino el verano, ya llegó la fruta, - Ya se murió Hitler, el hijo la gran puta!

25

Domingo, 26 de abril de 1959. A las once de la mañana se encontraron, como todos los domingos, en la playa a la altura del Balneario Neptuno, para jugar el acostumbrado partido de fútbol. Las caras pálidas y los ojos apagados reflejaban el cansancio de toda una noche sin dormir que las escasas horas de sueño matinal no habían conseguido borrar. La marea estaba muy baja y podrían jugar sobre una arena húmeda pero dura, terreno mucho más descansado. Se jugaba descalzo y al cabo de las dos horas largas que duraba la contienda, los pies, a fuerza de golpear el balón rebozado en arena húmeda, quedaban al rojo vivo y casi desollados. No faltaba ninguno de los habituados. Allí estaban los dos hermanos Sánchez, Tavío, Moñino, Otero, Paterna, Duarte, Antonio, Pedro, Gerardo, Germinal, Mauricio, Claudio, Manolo y tantísimos otros que harían la lista interminable. Se jugaba hasta que faltaban las fuerzas y los participantes se iban retirando a medida que el agotamiento los iba venciendo. La última carrera era en dirección al mar donde, sin dudarlo mucho, los jugadores se zambullían buscando en el agua salada y a menudo fría recuperar la tonicidad de los músculos cansados. Los gritos, las discusiones sobre las posibles faltas, las bromas y las risas salpicaban aquellos partidos que terminaban con tanteos de escándalo. Las preocupaciones defensivas no estaban por aquel 26

entonces a la orden del día y en cuanto uno de los contendientes se apoderaba del balón, todo su afán era llevarlo hacia adelante para tratar de introducirlo en la portería adversa. Aquella forma de concebir el fútbol daba lugar a muchas quejas por parte de los amantes del juego colectivo que pensaban que había que ser más solidarios y soltar la pelota más rápido. Pero allí se iba a disfrutar y nadie quería privarse del placer de driblar a un contrario o de intentar un tiro a puerta aunque la distancia fuese excesiva. - ¡Coño! ¡Si es que parecéis chavales en el patio de un colegio! ¡Pasad la pelota, puñeta!- gritaba Tavío que era el que más en serio se tomaba aquello. Y ante las protestas de Tavío, todo los jugadores, de un común acuerdo, dejaban de jugar y levantando los brazos gritaban : - ¡Coño! ¡Pasad la pelota! ¡Pasad la pelota! Tavío, enfurecido, se sentaba en la arena y les asentaba un estentóreo : - ¡Iros a tomar por culo, maricones! ¡A ver quién defiende ahora! Pero en cuanto el juego se reanudaba y el balón llegaba a sus dominios, Tavío se levantaba como una exhalación y le entraba al atacante con su legendaria contundencia. Después del chapuzón en el mar, la ducha con agua caliente y jabón era de rigor. La mayoría alquilaba una cabina en el Balneario Neptuno y la primera cerveza de la tarde caía en aquel establecimiento. El encargado que era catalán, se llamaba Pepe y su mujer, siempre muy 27

sonriente, Rosa, a pesar de que la temporada de verano no arrancaba hasta mediados de junio, acostumbraba a preparar algunas tapas que eran siempre bienvenidas entre los hambrientos jugadores. Acto seguido se iniciaba la retirada a lo largo de la Avenida de España. En el camino de vuelta se formaban grupos según afinidades y grado de amistad. Los socios del "Hola Club" componían uno de los grupos mientras que los del "Club 23", otra asociación un poco más antigua, se reunían entre ellos. La última parada, antes de marcharse cada uno a su casa a almorzar y a dormir un poco de siesta reponiendo fuerzas para el baile de la tarde, tenía lugar en la Puerta del Sol o en la tienda - bar de Robles. Ambos establecimientos estaban instalados, frente por frente, al pie de la Cuesta de la Playa. El primero era un bar restaurante, decorado con estilo andaluz y taurino, y en la barra se servían raciones calientes de cocina. El segundo, hacía vieja tienda de comestibles y con sus toneles de vino se daba aires de antiguo bodegón. Allí se bebía más bien tinto, y las tapas, magníficos embutidos, excelente jamón y buenos quesos, se compraban al peso. Los tintos, las cañas y las tapas ponían alas a los pies y hacían más corto el trayecto hasta la casa, que se recorría pensando en las chicas que acudirían al baile del "Hola Club".

28

El "Hola Club". En 1959 el "Hola Club" tenía unos nueve años de existencia y merece la pena narrar las diferentes etapas por las que atravesó antes de conocer su apogeo y ganar, entre la juventud tangerina, cierta popularidad. En el verano de 1950, el grupito formado por Germinal, Mauricio, Gerardo y Pedro, conocieron en la playa a cuatro chicas. Julia y Marisa que eran hermanas, Beatriz y Elena. Las chicas estudiaban todavía en el Lycée Régnault, mientras que los cuatro amigos ya trabajaban. Simpatizaron y sin saber quién eligió a quién, se formaron cuatro parejas. Julia con Pedro, Marisa con Germinal, Elena con Mauricio y Beatriz con Gerardo. Salían todos juntos bastante a menudo y al cabo de cierto tiempo empezaron a echar en falta un lugar tranquilo donde reunirse para charlar y a ser posible bailar. Verdad es que en Tánger, para la juventud sin muchos medios, los lugares donde reunirse eran más bien escasos. El grupo se paseaba por las tardes a lo largo del bulevar Pasteur, alguna que otra vez iba al cine y muy de vez en cuando los chicos conseguían arrastrar a las chicas a las tardes del "Franky and Johnny". El "Franky and Johnny" estaba en la calle Fernando de Portugal, frente el cine Roxy. Se bajaban unas escaleras y se tenía acceso a una sala de fiestas de reducidas dimensiones. Las mesitas, pequeñas para no ocupar mucho espacio, estaban dispuestas alrededor de la pista 29

de baile y la orquesta, sobre un entarimado, tocaba sin cesar de las seis a las nueve de la tarde. Los músicos, un grupo de amigos aficionados, ejercían durante el día profesiones diversas. Franky era "llanito" y trabajaba en el Consulado de los Estados Unidos y Johnny, que era español y se llamaba Juan, trabajaba en uno de los numerosos bancos instalados en Tánger. La música era muy variada pero la mayoría de las parejas esperaba con impaciencia las series de boleros para bailar, con luz tamizada, los repertorios completos de Lorenzo González, Sepúlveda y Sampedro. El "Franky and Johnny" sufría el inconveniente de no disponer de licencia para servir bebidas alcohólicas. Pero los habituados acostumbraban a pedir un "té de la casa" y les servían un buen güisqui escocés en una taza de té del más puro estilo inglés, como en los mejores episodios de la serie televisiva "Los Intocables" del famoso Elliot Ness. Desgraciadamente, en 1950, los chicos, a pesar de estar trabajando, no manejaban mucho dinero y las visitas al "Franky and Johnny" no eran el pan nuestro de cada día. Por otra parte, las chicas, todas menores de edad, disponían de una libertad de movimiento más bien reducida. Frecuentar aquel tipo de lugares no era nada aconsejable a pesar de que las parejas más atrevidas tan solo osaban un corto intercambio de besos. Por lo tanto, la necesidad de disponer de un lugar de reunión se hacía cada vez más acuciante. La chispa brotó una tarde en la que ya habían medido más de diez veces el bulevar, desde la esquina de la calle Goya, frente a la Banque Commerciale du Maroc, hasta la 30

cafetería Savoy, saludando invariablemente en cada cruce a los numerosos conocidos. Aquella tarde se habían sumado al grupo Paco y su amiga Teresa. - ¡Oid! ¿Sabéis lo que se me ocurre para este domingo?preguntó Paco. - Cualquier chuminada, como de costumbre.- comentó Pedro. - ¡Que no, hombre! ¡Que no! Veréis como la idea os va a parecer de perlas. ¿Qué diríais de organizar un guateque en los salones del Hotel Roma? Por aquel entonces, el Hotel Roma, instalado en la calle Bélgica, con otra entrada por la calle Méjico, había cesado su actividad. Los jardines y el edificio, vacío de todo mueble, estaban bajo la custodia de la madre de Paco. Aquella señora, viuda, vivía con el hermano menor de Paco, alojada en parte de las dependencias del hotel, a cambio de mantener limpios los locales y evitar que se instalasen indeseables. - Pero, oye- se inquietó Mauricio- ¿Tu madre va a dejarnos ocupar un salón y poner música? - Hombre, así como así, pues no. Pero si le damos una propinilla yo creo que no nos pondrá muchas pegascontestó Paco. - Pues nada, Paco, en tus manos está el éxito de la operación. Te dejamos negociar y mañana nos das el resultado. ¿De acuerdo?- concluyó Gerardo. Y el domingo siguiente, previa colecta de la propina para la madre de Paco, se organizó el primer guateque en un gran salón del Hotel Roma. Mauricio le pidió "prestado" el tocadiscos a su hermana mayor. Los demás llevaron unos cuantos discos y las chicas se 31

encargaron de la intendencia. Fue tal el éxito que en vez de limitarse a un baile por semana, decidieron hablar con la madre de Paco para obtener el acceso al salón cuando les apeteciera. Con el pretexto de los gastos de limpieza se convino ofrecerle cierta cantidad mensual y se llegó a un acuerdo sin grandes dificultades. Lo primero fue buscarle un nombre al Club, como pomposamente ya lo llamaban. Sentados en corro sobre el parqué del salón, empezaron a cavilar. Los nombres sugeridos, lanzados al vuelo todos al mismo tiempo, rebotaban contra las paredes, despertando el eco en al amplio local vacío, sin llegar ninguno de ellos a convencer al grupo. - ¡Brasil! - ¡No, que ya hay un tostadero de café! - ¡Malabata! - ¡No, que suena a mala pata! - ¡Los Amigos! - ¡No, que suena cateto! - ¡Los Dandys! - ¡No, que suena cursi! - Hay que encontrar algo sencillo y pegadizo. - Pues más sencillo y pegadizo que "¡Hola!" no vamos a encontrar - lanzó Paco. El grupo quedó en silencio y sorprendidos se miraron los unos a los otros. - Oye, Paco. ¿Sabes que me parece que has dado en el clavo?- le dijo admirativo Gerardo. - ¡Cómo que es carpintero!- bromeó Mauricio. De esta forma tan sencilla quedó bautizado el "Hola Club". Todo club que se respete necesita un presidente y 32

acto seguido se procedió a su elección. Menos un voto en blanco y otro en favor de Julia, probablemente el de Pedro, todas las papeletas fueron a favor de Gerardo. Era el más diplomático y se llevaba muy bien con todos, lo que seguramente favoreció su elección. Se fijó una cuota mensual de cien pesetas, a cargo de los socios masculinos, destinada en parte a agradecer a la madre de Paco el gran favor que les hacía y en parte a pagar el tocadiscos que Gerardo se encargaría de comprar. Éste, aprovechando haber sido condiscípulo de Moisés Pinto en el Lycée Régnault, lo visitó en su tienda de la calle Libertad y se llevó un magnifico aparato de tres velocidades por dos mil quinientas pesetas, pagaderas en cinco letras. Para cubrirse, convino con los demás socios que, en caso de disolución anticipada del Club, se quedaría con el tocadiscos a cambio de cargar con la deuda restante. Cada uno aportó lo que pudo para intentar amueblar aquel inmenso salón. Mauricio obtuvo de su padre una vieja mesa de ping pong que arrastraba en la trastienda desde hacía tiempo. Para alegrar un poco el ambiente, Pedro, que dibujaba y pintaba muy bien, emprendió a marchas forzadas la decoración de un gran panel del salón, plasmando una escena de danza clásica aprobada por todos como una muestra del más exquisito y refinado gusto. Sobre fondo campestre y bajo un cielo celeste, un musculoso bailarín lucía, aprisionado en un ajustadísimo "collant" rojo, un impresionante paquete. El pincel del artista lo había inmovilizado en los aires, en un salto inverosímil, mientras que tres pulposas 33

bailarinas, exhibiendo abundantes carnes, admiraban con ojos desencajados, no se sabe si el atlético vuelo o los voluminosos atributos masculinos de su héroe. Así arrancaron los primeros bailes del "Hola Club".

34

Domingo, 26 de Abril de 1959. A las seis, Pepillo abrió el Club, encendió los apliques murales y puso el tocadiscos en marcha con una canción de Paul Anka. Los apliques murales los habían confeccionado los mismos socios y por las dificultades que entrañaron su realización y la suma de trabajo que exigió su fabricación, bien merecen un párrafo aparte. Aunque a escala reducida, eran la copia fiel de aquellos que lucía en su sala de fiestas "Les Indes Galantes" el Casino Municipal de Tánger. Eran negros, en forma de antifaz con los ojos dejando filtrar la luz a través de una multitud de pequeños cristales multicolores. Se necesitó un molde de arcilla que un alfarero se encargó de cocer en su horno. En el fondo de la matriz se colocaban los trozos de cristal y después, a fuerza de tela de saco y escayola se iba moldeando el aplique. Ya seco, se raspaban y limpiaban cuidadosamente los cristales y para terminar se pintaba la escayola de negro. El espíritu inventivo y el sentido del humor de los socios no tardaron en bautizar a los apliques. Se llamarían "los niños". El objeto se fabricaba con mimo y amor, se extraía difícil y delicadamente de una matriz y exigía una manipulación muy cuidadosa debido a su fragilidad, parecida a la de un recién nacido. Una vez colocados daban al salón de baile un aire que a los socios se les antojaba de lo más artístico y la escasa luz tamizada que dispensaban permitía bailar los slows en la más discreta inmovilidad. Como decía Pedro : 35

- Total, para la luz que dan, igual nos podíamos haber evitado poner los dichosos cristalitos de los cojones y ese trabajo nos hubiésemos ahorrado. - Hombre, Pedro - intervenía Gerardo, siempre diplomático - por lo menos, así se cubren las apariencias y la moral queda a salvo. - Sí, sí, tú siempre tan santurrón. Pero el domingo pasado, después de los slows, lo que no había forma de cubrir era el empalme que llevabas, que no podías ni andar. ¡Coño, Gerardito! ¡Que si no es por los cristalitos de colores te la tiras en la misma pista! - clamaba Pedro marchándose hacia el bar, muerto de risa. A las seis y media empezaron a llegar los socios. Los unos con sus novias, los otros con sus flirts y el resto solo, pero dispuesto a cazar la primera chica interesante que se pusiese a tiro. Las chicas tenían todas entrada libre, pero los chicos no socios necesitaban una invitación. Para evitar manipulaciones de dinero, ya que el Club no disponía de licencia de bebidas alcohólicas, se expendían discretamente unos carnés de vales para consumiciones. Con aquella astucia se trataba de suprimir el aspecto comercial de la venta y darle al negocio un aire de guateque. En su apogeo, sobre las ocho de la tarde, el Club solía reunir de cincuenta a sesenta personas, bailando, bebiendo en el bar o simplemente charlando en el saloncito de juegos que comunicaba con la pista de baile. La tarde había estado animadísima y Pepillo servía bebidas sin descanso. José Luis se acercó al mostrador. 36

- ¿Cómo anda la cosa, Pepillo? - Hijo, ni tiempo para rascarme. ¡Y hoy no ha venido nadie a darme una manita! - se lamentó. - Bueno, no te quejes, macho. ¡Huy! Perdona, se me ha escapado lo de macho- bromeó José Luis - Venga, voy a ayudarte un rato que hoy estoy más solo que la una. Pasando detrás del mostrador empezó a servir. Poco antes de cerrar el baile, Germinal se puso de acuerdo con los de costumbre para reunirse en "Elías" y comer unos pinchitos al mismo tiempo que se trataría de organizar la salida al campo del primero de mayo.

37

Elías, "El de los Pinchitos". Para los que recibían a un recién llegado a Tánger, era un deber, una tradición, el llevarlo una noche a cenar al restaurante de Elías. Elías, cuyo apellido la mayoría de los tangerinos ignoraban, era más conocido por su nombre de pila, aunque por ser judío, poca relación se podía decir que tuviese con la pila bautismal. Haciendo honor a su ilustre homónimo y antecesor, Elías había sido profeta en su tierra. Su restaurante, por llamar de alguna manera el infame cuchitril donde ejercía sus artes culinarias, se situaba, viniendo del Zoco Chico, a la izquierda de la entrada de la calle Comercio, frente al bar de Segovia. Este último era otro de los clásicos tangerinos. Allí, comentando el partido del domingo de la Unión Deportiva España o las corridas de la Feria de Sevilla, los clientes de Elías esperaban que se fuesen liberando mesas. Segovia, que al revés de Elías, era más conocido por su apellido, oficiaba luciendo su legendaria camisa blanca adornada con botones dorados y su clásica corbata de palomita anudada al cuello, sirviendo el güisqui o los chatos de fino a sus clientes, sin cesar de morder su eterno puro habano apagado. El restaurante consistía en un largo pasillo. A la entrada, lindando con la calle, un mostradorcito - vitrina exponía la mercancía: los filetes, los pinchitos ya ensartados de carne, de hígado o de queftá, las pulpetas de carne 38

picada y las salchichas o más bien las chorizas como las llamaba Elías. Dado el ancho del dintel y las dimensiones de la vitrina, el acceso al comedor debía ejecutarse de perfil. Inmediatamente después de la entrada se situaba la cocina, a la vista de la clientela que esperaba turno en la calle y que se veía obligada a atravesarla para poder ocupar una mesa. En un reducido espacio ejercían sus talentos culinarios, el hijo de Elías, un pinche y un friegaplatos sordomudo. El dueño, Elías, el que le había dado nombre y fama al establecimiento, trabajaba únicamente por las mañanas. Con la cabeza siempre cubierta con su sombrero de fieltro, picaba y aliñaba la carne, cortaba y adobaba los pinchitos y confeccionaba las chorizas que gozaban de una reputación merecidísima. Comparar aquel equipo de tres personas en acción a un trío de músicos ejecutando sin la menor nota falsa una obra exclusivamente reservada a escogidos virtuosos sería quedarse corto. Para situarse más cerca de la verdad, habría que exigirle a los músicos, además de tocar sus instrumentos a la perfección, mantenerse en equilibrio sobre un hilo haciendo al mismo tiempo juegos malabares. Los que acudían a comer y esperaban mesa en la calle sin frecuentar el bar de Segovia, distraían su impaciencia admirando aquel magnífico ballet. Los pinchitos salían de la vitrina al fuego, de la brasa a los platos que a su vez volaban hacia las mesas. Las manos, como mariposas nerviosas, revoloteaban regando especias, abanicando la llama, tomando nota de 39

los pedidos, flotando en el agua jabonosa del fregadero, redactando facturas, revolviendo las pulpetas en las sartenes y dando vueltas a las parrillas donde se asaban los filetes. Y a cada sacudida de los pinchitos sobre las brasas, a cada puñado de especias esparcido sobre las carnes, una humareda densa y olorosa invadía el local y se escapaba hacia la calle, envolviendo en su manto perfumado a los hambrientos parroquianos que esperaban pacientemente. Una vez atravesada la cocina, se entraba en el comedor. Era un estrecho pasillo que disponía de diez mesas cuadradas, repartidas en dos filas de cinco a cada lado, pegadas a la pared. En cada mesa se sentaban cuatro comensales, lo que daba una ocupación permanente de cuarenta personas. Entre las filas de mesas quedaba libre un espacio de un metro de anchura por el que se deslizaba, imperturbable y siempre sonriente, el hijo de Elías, sirviendo, tomando nota de los pedidos, cobrando, limpiando las mesas de los que habían terminado, extendiendo los manteles de papel para los que llegaban y gastando bromas a los más conocidos. Como único decorado, las paredes ofrecían un tapiz sin fin de fotografías enmarcadas. En ellas se exhibía a la curiosidad de la clientela todo lo conocido y famoso que había vivido o pasado por Tánger. Las imágenes expuestas reunían siempre las mismas características técnicas pues las reducidas dimensiones del local dejaban al fotógrafo poquísimas variedades de ángulo y composición. Casi todas eran obra de Dfuf que tenía su tienda a pocos metros, en el callejón de los betuneros, 40

Related Documents


More Documents from ""