POR MANUEL MORA MORALES
Relato
Probabilidades
El futuro suele realizar un movimiento imprevisto que no niega del todo lo que se había profetizado ni confirma plenamente lo que se esperaba. Con frecuencia, aparece un quiebro sorprendente, un regate fortuito. Lo sucedido durante dos días y dos noches en la vida de una santera corrobora la inasibilidad del destino, particularmente cuando entran en juego fuerzas tan potentes como el amor y el dinero. LA SANTERA está cansada. Las pupilas inmensas giran confinadas en la penumbra de sus párpados entornados. Mediana edad, medianas carnes, mediana estatura. Percepción sagaz. Dos años hace que es madrina y muchos más, ya no recuerda cuántos, que pertenece a la diosa Yemayá: la del agua buena, la del agua estancada, la del agua que fluye por las venas del mundo. Las cartas gotean entre sus manos: las palabras le brotan como pájaros cuando alguien pregunta por el futuro: as de bastos la columna tendrá problemas en las cervicales o entre la quinta y la sexta vértebras lumbares; sota de oro la virgen te iluminará una parte del sendero, camina sin pena que vas protegido; tres de bastos junto a dos de copas tienes dos hermanos y tendrás dos hijos; cuidado con las envidias de los amigos, te lo dice el cinco de espadas.
El ciego y su máquina maravillosa, por Manuel Mora Morales representación para sí misma, porque para nadie más lo haría... excepto para Alberto. Su novio, su caballero andante, su príncipe. Esta misma noche la invitó a un restaurante: una Esta noche concluye a hora avanzada su cena espléndida: un comportamiento de auténconsulta. Ha sido una jornada agotadora que le tico gentilhombre: flores, un beso ligero en el reporta un puñado de dinero pobre, pero dinero cuello, sonrisas y palabras exquisitas: medio al fin. Mientras se marcha el último cliente, sus poema de Darío envuelto en burbujas de Moët manos distribuyen sobre la mesa un abanico de Chandon. Todo sin prisas, avanzando mesuracartas: la última tirada, la de las cuatro cartas, damente, con estilo. Un auténtico señor. Qué siempre es para ella misma: as de oros, tres razón tenía la santera que le echó las cartas de oros, cinco de oros, rey de oros. Se queda por la tarde, poco dinero tendrás, pero gozarás mucho del amor, querida, te lo dice el caballo mirándolas un segundo, incrédula. de copas. Cómo lamentaba ahora su salida de –¡Tanto oro! –exclama. tono ante la pobre mujer: Toma un lápiz, anota en un papel el número –¡Qué sabrá usted de adivinaciones sobre dide cada carta: 1, 3, 5, 12. neros, señora! ¿No sería usted rica si pudiera –Trece mil quinientos doce –lee en alto–. Bo- descubrir cómo se mueven las suertes? nito número para ganarse un premio. Premio que no se ha hecho para una pobre desgraciaLA SANTERA se acuesta. Noche de graveda. dad y sueños agitados: el reloj despertador crece hasta rozar las nubes con el minutero; CINCO HORAS antes, la santera había leído el minutero es el as de espadas; una palola baraja a Esther. En este momento, en el otro ma se degüella cuando intenta cruzar por las extremo de la ciudad, Esther se pasa una toa- doce menos cuarto; el mecanismo se atasca, llita húmeda por debajo de las cejas para qui- las ruedas dentadas saltan y se deslizan colitarse la pintura del maquillaje. Esther desnuda, na abajo hasta hundirse en el agua; todas las sentada frente al espejo oval de su dormitorio. ruedas menos una que rebota hasta alcanzar Siempre le ha encantado desmaquillarse des- el cielo blanco y allí se queda pegada como un nuda. Como si se desprendiese de la última plato de oro, como un sol de oro, como un as prenda íntima en un estriptís esotérico. Una de oros, girando, girando. Cada tarde, acude a su puerta una pequeña multitud en busca de sus presagios. Augurios que ella no termina de creer del todo ni de rendirse a la evidencia de sus propias facultades.
ESTHER SALE de la ducha, entra en la cama, se acomoda entre las sábanas. Cierra los ojos y trata de representarse la imagen de Alberto, pero en su lugar aparece el rostro de la santera y aquellas dos largas hendiduras por las que apenas asoman sus ojos gigantescos. Un sobresalto, una breve caída hacia ninguna parte interrumpe su camino hacia el sueño. Débilmente, intenta recuperar a su novio de las galerías de su memoria. Envolverlo en telarañas de sueño. Arrastrarlo hacia estancias oníricas, donde todo puede ser más de lo que es y de lo que no es. Sin embargo, los ojos de la santera vuelven, se agrandan y la arrastran hacia el formidable iris verde y amarillo que gira bajo los párpados. Sumergida en la pupila, descubre que a su lado, entre olas verdes y espumas doradas, flota Orula, el dios de la adivinación y de la sabiduría. El rostro de Orula se transforma: sus labios toman el aspecto de un corazón: el corazón se convierte en un rictus: el rictus engendra una profecía: serás muy feliz en el amor pero muy desdichada con el dinero. LOS PENSAMIENTOS huyen tras los sueños que se enredan y se pierden en la luz de la mañana. Los trajines de la casa primero y los problemas diarios más tarde tejen un velo de cotidianeidad que la defienden de la luz. Vuelve a caer la noche.
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El ciego y su máquina maravillosa, por Manuel Mora Morales AL OTRO lado de la ciudad, Es–Está bien. Gracias, comadre. ther escucha el monólogo de AlberYa está escrito. to al teléfono. Que no mi amor, que Cuelga y mira el papel: 13.512. sí mi amor, que esta noche no pue–¡Jesús, María y José! ¡Bendita de ser porque tengo una cita con Caridad del Cobre! ¡Virgen de la un colega para preparar un asunto Candelaria! que no puede esperar, quién sabe El número recién apuntado es si con eso se resuelve el problema de buscar una casa para nosoigual al que escribió ayer. tros, sí mi amor, claro mi amor, que –¡Carajo, me saqué la lotería! duermas bien mi vida. El espejo Pero no la compré, así que no me oval le devuelve su cuerpo dessaqué nada. Y si no me saqué nada nudo. No hay maquillaje, no hay de poco vale adivinar el número. estriptís, no hay ducha. Se tiende Se agarra el pelo con las manos sobre la cama, cruza las manos en –¡Jesús! ¡Otra vez todas oro! y se coloca delante del espejo de la nuca y se queda mirando el cieCorre a buscar el papelito donde la salita. lo raso de la habitación. Se siente anoche apuntó el otro número para –Pero tú estás loca, mami –le más desnuda que nunca. Intuye escribir éste: sesenta y un mil veintidice a la imagen que le devuelve que su caballero miente como un trés. Descuelga el teléfono y marca. el reflejo–, tú te das cuenta de que bellaco. Tal vez no hay colega, ni –Joaquina, ¿sabes el número has entrado en un juego peliagu- hay asunto ni hay casa. Sólo ese que salió hoy en la lotería, mujer? do y sabes que la santería no se cielo blanco que no la deja dormir. Su comadre busca el periódico puede usar para enriquecerse una en la gaveta de la alacena. Ella se misma. ¿Ya no te acuerdas de lo LA SANTERA se levanta a las revuelve inquieta. Jesús, tantos que te dijo tu madrina Lala? Ay, cinco de la madrugada porque la oros, que querrá decirme la con- Dios, todas las cartas me salen oscuridad y las pulgas de su cama oro, ¡caballero! Yemayá, Señora denada baraja. la han convencido de que debe de los peces, raíz de todas las pocomprar el número de lotería que –El trece, cincuenta y uno, dos. sibilidades y de todas las riquezas, le mostraron las cartas. En la osreina de las brujas, dime algo. –A ver, repite. curidad, los picotazos de las bi–El trece, cincuenta y uno, dos, chos importan más que los consemujer. jos de su madrina. Va a la cocina,
LA SANTERA sujeta el mazo de cartas sobre la mesa redonda que sólo contiene un mantel blanco y un vaso de agua de jazmín. La última en consultarle es su ahijada Macrina que se demora porque no encuentra a un hombre que la quiera como ella quiere ser querida y hoy la baraja se empeña en salirle espadas por mucho que la corte. Cuando su protegida se va, la santera esparce cuatro cartas sobre el mantel: seis de oros, sota de oros, dos de oros, tres de oros.
enciende una vela, bebe los restos del café frío de la tarde anterior y se viste apresuradamente. Sale a la calle, espanta los gatos de la vecina, avanza pegada a la pared del edificio, dobla la esquina del consulado, desemboca en la desierta avenida. Camina rauda hacia el cuchitril donde el viejo Ignacio vende los billetes de lotería. Todavía no ha llegado y debe esperarlo en la esquina, tiritando. Son casi las siete cuando Ignacio aparece: sin embargo, no tiene el número sesenta y uno, cero, veintitrés. ESTHER ESCUCHA las siete campanadas del reloj de la catedral. Se levanta de la cama y decide comprobar con sus propios ojos si sus sospechas son ciertas. Sabe que no debería hacerlo, pero se dirige a la casa de Alberto. Se esfuerza en pensar que lo encontrará allí. Solo. Con ojos de haber dormido plácidamente. Reprochándole su desconfianza, pero íntimamente reconfortado por sus celos.
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El ciego y su máquina maravillosa, por Manuel Mora Morales CALLE A calle, metódicamente, la santera va visitando a los vendedores de lotería, buscando su número. Sesenta y uno, cero, veintitrés. Finalmente, lo encuentra en una dulcería de la Plaza del Duque. Compra todos los boletos y escapa desbocada hacia el centro de la calzada. Sea lo que Dios quiera, madrina, yo no puedo virarle el trasero a mi suerte, madrina, usted no puede pretender eso. Acelera el paso para cruzar a la otra acera y un golpe de viento le arrebata los billetes de lotería. TAMBIÉN ESTHER está llegando a la Plaza del Duque y siente el mismo golpe de viento cuando dobla la esquina. Unos papeles se le pegan al pecho y se los quita con la mano. Advierte que son boletos de lotería y mira a su alrededor para comprobar si alguien los ha perdido. Hay una mujer en medio de la calle, agitando los brazos y un coche está a punto de atropellarla. Esther grita. El conductor intenta frenar, sin embargo no logra evitar el accidente. Esther cierra los ojos y continúa gritando.
con el aliento que fluye por la venas de la tierra y sirve para engrandecer más las fuerzas de Yemayá. Los pensamientos ya no surgen como palabras sino como imágenes diluidas: el rostro severo de la madrina y el tres de oros destiñéndose. Después, sólo un frío adormecedor que borra las imágenes. En la habitación contigua, Alberto yace inconsciente. Una enfermera comprueba, una vez más, el heCuando Esther despierta, ad- matoma causado por el golpe del vierte que su cuerpo está húme- tórax contra el volante. do. Corre a la ducha. Enciende la radio. ¿Qué le habrá ocurrido a la mujer atropellada en la Plaza del Duque? Pero el locutor está finalizando las noticias: anuncia con voz monótona el primer premio del sorteo diario de la lotería: seis, uno, cero, dos tres: sesenta y un mil veintitrés. Ella recuerda que ha guardado unos boletos en su carESTHER NO necesita más ex- tera. Corre a comprobarlos. –¡Jesús! plicaciones, da media vuelta y emprende el regreso a su casa. Sin verter lágrimas: una extraña sereLA SANTERA no es consciente nidad se apodera de ella, como si acabara de cumplirse un vaticinio de que está en un hospital, pero largo tiempo esperado. Decide atri- comprende que la vida se le escabuir su estado al natural cansancio pa a chorros. Su aliento se mezcla
EL CUERPO de la santera es arrollado por las ruedas delanteras del automóvil. Dos policías la recogen medio destrozada y la trasladan al hospital más cercano. Esther está conmocionada. Sólo acierta a huir en dirección a la casa de su novio. La santera aferra la manga de la camisa de uno de los policías y susurra tantos oros, tantos oros, tantos oros. Después de recorrer unos cientos de metros, Esther advierte que continúa con los billetes de lotería en la mano. Los guarda en su bolso y continúa, tambaleante, en busca de Alberto. Todavía no son las ocho y media de la mañana y él no sale hacia el trabajo hasta las nueve menos diez. Pulsa el timbre varias veces hasta que en la ventana de la izquierda aparece una joven despeinada y con poca ropa.
de una noche en vela. Regresa a su habitación, a su cama. El sopor la invade, sueña que la chica de la ventana tiene la cara morena de Ochú y que en sus manos sujeta unos alicates con forma de dos medias lunas cruzadas. Ochú la obliga a abrir la boca y le arranca cinco muelas. Después llega el dios Obbatalá subido en una nube y derrama sobre su cama una lluvia cálida y dorada.
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