Me despierta esta frase: “La primera vez que supe de ti, leí tu nombre”. Con ánimos de querer medir su profundidad, me asomo a un abismo donde el parecer es una sospecha inevitable. Casi un murmuro: “Hiendo una imagen en mí, casi una fisura en la que se libra el azar. Siempre, me termino abalanzado en el borde de lo imposible”. ¿“Tu” imagen en mi es la que se hace portadora del nombre? Me acomodo en el asiento, por la ventanilla observo que la luna no cesa de perseguirme: “Ese nombre que no te llama o que no escuchas, que ya no te pertenece, ya leído. Un nombre no significa nada, ni en el diccionario de los nombres. Porque, aunque quisiera, si buscaría su significado, esa definición no regularía el azar que despierta tu imagen en mí. Tu docilidad para estar ahí sin ocultarte ni estar presente. Una ausencia, una especie de intervalo o más bien de tregua.” Las letras de tu nombre no me hacen saber: “Podría repetir tu nombre mil veces, hasta que el sonido se haga la música que decora la imagen. Una música, no fonética. Si lo pronuncio lentamente se me traba la lengua; a diferencia de la música que tiene un temple grave.”. “De ti” sólo sé esa imagen, esa música que es apenas un tono. Tu nombre es el abismo necesario para, por las dudas, tratar de abolir el azar. Ver tu rostro en mí, el que yo creo en mí, y entonces, recomienzo. No quiero ni una palabra de quien -ahora- roba ese nombre. Con ese silencio, puedo gozar del infinito que tu nombre inaugura. Porque el único nombre que te toca es el que no puede expresarse.