Evangelio según San Mateo 5,13-16 «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino para ponerla en el candelero, y así alumbre a todos los de la casa. Del mismo modo, alumbre su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en el cielo». La sal es un elemento muy común y barato. Su uso, sin embargo, es fundamental para nuestra vida. Nuestro organismo necesita sal en proporciones adecuadas. En la cocina la sal es indispensable, y lo era mucho más en la antigüedad cuando no existían los sistemas de refrigeración con los que hoy contamos. La sal entonces era utilizada como un eficaz medio de conservación de alimentos. Junto a éstos, seguramente habrán otros muchos usos y aplicaciones que los seres humanos le hemos dado y le damos a la sal. Como en el caso de cualquier otro elemento, los usos de la sal están íntimamente vinculados a su composición, características y propiedades. Si por medio de algún mecanismo lográsemos “quitarle” a la sal su capacidad de salar la comida o de detener el proceso de corrupción de la carne, ese elemento, en lo que a nosotros respecta y al uso que le damos, dejaría de ser sal. Esto que es algo evidente en relación a un elemento como la sal nos permite reflexionar en torno a las palabras que Jesús nos dice en el Evangelio. ¿Qué significa que los discípulos de Jesús seamos «sal de la tierra»? Al igual que la sal —y que la luz con la también nos compara el Señor—, los cristianos estamos llamados a tener un impacto en la realidad en la que vivimos. Cuando uno echa sal en un guiso espera que al probarlo el sabor haya cambiado. Cuando uno enciende una luz espera que la oscuridad retroceda. Análogamente, los discípulos de Jesús somos enviados al mundo para algo y nuestra presencia en medio del mundo no puede pasar desapercibida pues somos, por gracia de Dios, portadores de un don inmenso: la Buena Nueva de Jesucristo. Jesús nos compara con la sal y al respecto San Hilario nos dice que «debemos ver aquí cuán apropiado es lo que se dice cuando se compara el oficio de los apóstoles con la naturaleza de la sal. Ésta se aplica a todos los usos de los hombres, puesto que cuando se esparce sobre los cuerpos les introduce la incorrupción y los hace aptos para percibir el buen sabor en los sentidos. Los apóstoles son predicadores de las cosas celestiales y son como los saladores de la eternidad». Para ser “saladores de la eternidad” debemos, como cristianos, conservar nuestra virtud, nuestras “propiedades” —nuestra identidad—, así como la sal para poder salar y preservar los cuerpos a los que se agrega.
En esa línea va la advertencia del Señor Jesús: si la sal se vuelve insípida, ¿quién la salará? Si la sal pierde su fuerza, sus propiedades ya no sirve para nada y se le echa fuera. De igual manera si la lámpara se oculta ya no ilumina y pierde su sentido. Nuestro Maestro nos está diciendo que para poder ser sal de la tierra y para poder ser luz del mundo, debemos ser fieles a lo que somos y vivir coherentemente con ello. Somos discípulos suyos, hombres y mujeres que han renacido en las aguas del Bautismo y han sido enviados al mundo para transformarlo desde el Evangelio. Así como la sal sala y la luz ilumina, el cristiano está llamado a ser en medio del mundo testimonio vivo del Evangelio de Cristo y a llevarlo hasta la raíz de la cultura y la sociedad. Al ponernos el ejemplo de la sal que se vuelve insípida o la lámpara que se mete debajo de un cajón, ¿no nos está mostrando el Señor el absurdo al que podemos llegar si es que enviados al mundo para anunciar la Buena Nueva, para ser fermento en la masa, somos más bien nosotros “mundanizados”? El mensaje de Jesús es fuerte si lo queremos escuchar. Vivir un cristianismo a medias, a la medida, que se adecua para no incomodar, que rebaja la varilla en nombre de una falsa tolerancia y apertura al mundo, ¿no es volvernos insípidos como cristianos? ¿No es meter bajo el cajón la luz de Cristo que recibimos en el Bautismo? Para ser lo tenemos que ser —sal de la tierra y luz del mundo— debemos ser «misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajemos y vivamos seremos signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo (…). Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios» (San Juan Pablo II). Este camino, sin duda, despertará muchas veces incomprensiones, nos acarreará dolor e incomodidad, pondrá a prueba nuestra fortaleza pues ciertamente es más fácil diluirse en el montón y no ser firmes en nuestra identidad de cristianos. Recordemos siempre, como nos dice San Pablo, que nuestra fe no se apoya en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios y que nuestro apostolado no es fruto de discursos sabios y elocuentes o de grandes talentos sino que es manifiestación del Espíritu (ver 1Cor 2,1-5). No tenemos, pues, nada que temer si confiamos en Dios y cooperamos para que sea Él quien se manifieste en medio de nuestra debilidad. El llamado es claro: vivir nuestra fe con fortaleza y ser en nuestra vida de cada día coherentes con nuestra identidad de cristianos de manera que podamos ser lo que Jesús nos llama a ser: sal de la tierra y luz del mundo.