LA RUEDA KÁRMICA Christian Ferrer
La importancia de ciertos libros es proporcional a la dificultad de ser creídos, más aún si se escriben contra lo que no puede ser desafiado ni detenido, y que, además, deja conformes tanto a víctimas como a victimarios. Es el caso de 24/7, de Jonathan Crary, obra concisa y contundente, también renegrida, que viene a decirnos que el capitalismo se apresta a capturar el único trofeo de valor que hasta el momento le había sido esquivo: el tiempo de sueño, de descanso, esa “anomalía incongruente” con un mundo en el que fábricas y oficinas y centros comerciales y canales de intercomunicación tienen sus compuertas abiertas las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Dado que la temporalidad del capital es repetitiva, “kármica”, entonces reniega del sosiego, al igual que las ruedas giratorias. Cuando trabajar y consumir –siameses automáticos– dan forma y confín a las expectativas de vida características, sino exclusivas, de la actualidad, las horas dedicadas al reposo pasan a ser pérdida de tiempo, un hurto que la persona hace al mecanismo social tal como es. Crary lo llama una afrenta: “El sueño es la afirmación irracional e intolerable de que puede haber límites a la compatibilidad de los seres vivos con las fuerzas supuestamente irresistibles de la modernización”. Sería un escudo, una salvaguardia contra un mundo que está siendo diseñado para excluir “la posibilidad de atención, protección y consuelo”. Si se lograra expropiarnos ese tiempo ambiguo al que llamamos sueño –del cual poco y nada se sabe– todo el ciclo del día y la noche sería pasible de ser mercantilizado, como ya ha ocurrido con casi todo resquicio de la vida cotidiana. Tal es el ideal del sistema, la fantasía definitiva del capitalismo: el funcionamiento ininterrumpido del individuo, indefinidamente, hasta que por desgaste sea descartado. No hay calendario posible que mida esa sesión continuada. En un círculo cerrado que tiende a hacer indistinguibles lo público y lo privado, lo diurno y lo nocturno, la labor y el respiro, cualquier día que le sea sustraído no pasaría de ser un permiso condicional. La sola suposición de que es posible regir, encauzar, incluso suprimir, una experiencia tan escurridiza y caótica como la del soñar parece inviable, amén de inusitada, pero hay científicos, laboratorios y agencias estatales que se esfuerzan en ello, y algo conseguirán. Cabe recordar que hasta no hace tanto el ímpetu sexual era tratado como fiera insumisa a la que se recetaban barrotes y hoy es indicio de buena salud, siempre y cuando se adecue a la prescriptiva “correcta”. Tampoco la ciencia –Crary es insistente en esto– es sinónimo unívoco de búsqueda de la verdad o de resolución de dramas sociales de larga data: lleva demasiado tiempo sintonizada a las fuerzas del dinero, el poder, la industria armamentística, y los servicios de inteligencia. Pero son muchas las prácticas cotidianas cuya “autonomía” y espontaneidad están siendo amenguadas o bien reconducidas a las finalidades del capital, y este libro, escrito a contracorriente, resulta ser un aviso de daños aún mayores que podrían descargarse sobre la condición humana, en especial sobre la capacidad de inventar formas de uso del tiempo y de la vida en común que no se remitan a la obligación de completar un sinnúmero de formularios, o de emitir información cada tantos minutos, o de ocuparse de la administración narcisista de la propia imagen, o de actualizarse infinitamente en cualquier ámbito donde uno haya sido insertado. El tiempo, precioso e irrecuperable, es devorado por gestiones repetitivas, tareas tautológicas, consumos rotativos, y por un remolino de mensajes que van desintegrándose ante nuestra vista. Son cometidos que muerden la vida.
Se nos advierte entonces, que pronto no habrá más momentos de pausa, de detención, una vez que los circuitos del trabajo, el consumo, el entretenimiento y la información se hayan coaligado entre sí en una órbita centrípeta que sólo valora al ser humano como pieza laboriosa y eficaz de una máquina impávida cuyo único interés es mantener el funcionamiento en marcha. Dado que el “maquinismo” no es un ajuste sincronizado de aparatos, sino un modo de vivir, se vive crecientemente en el interior de “parámetros de intercambio electrónico”: sus ritmos, velocidades y formatos procuran convertirnos en optimizadores de los procedimientos de inserción en esas mismas redes tecnológicas. Son carreteles que conducen la “comunicación” –ubicua palabra de orden– por un cauce que propaga el ideal de la transparencia, no el del misterio, que quizás sea más afín al lenguaje y la conversación. Sobre todo, incitan al individuo “a centrarse exclusivamente en conseguir, tener, ganar, admirar, despilfarrar y burlarse, y lo entrelazan a mecanismos de control que mantienen el carácter superfluo del sujeto y su falta de poder”. En un mundo así, no existirían “afueras”, ni vida anímica, ni modos de compartir, que no respondan al acicate de la productividad, a protocolos de planificación, y a una suerte de fascismo simpático y apremiante que se ha ido avencindando en torno nuestro y con nuestra aquiescencia, o bien inconsciencia. Tampoco puede ser de otra manera, dado que ese mundo está sujeto a la metafísica imperante, el dinamismo energético, un molde en el que empalman como pueden cuerpos, ciudades y naciones. Si no hubiera “afueras” tampoco hay escape posible, puesto que los canales de fuga reconducen la eyección a su base de origen. Se diría que los túneles ya están mapeados y algunos incluso desembocan en parques temáticos de la rebeldía. De modo que, en el futuro, esconderse será una tarea muy laboriosa, casi proteica. El proceso –el moldeamiento de un “hombre organizacional” activado por técnicas de gobierno de la vida–, está abandonando su estadio experimental e ingresa en la etapa de movilización total. Queda, de la lectura de este libro, la imagen de un gigantesco campo de entrenamiento para la subjetividad cuyo objetivo aún no está a la vista. Se está desplegando, y nos arrea, y es irresistible, una voluntad de voluntad. Crary lo percibe como una clausura de frontera, la conquista final de la vida cotidiana. Aquí se bifurcan los senderos del pensamiento: donde los entusiasmados ven un horizonte de oportunidades inagotables, el autor percibe un peligro, una posibilidad pánica de la cual no habría retorno. La incautación del sueño sería un hito más –el más importante– de una serie de desamparos que vienen cumpliéndose en todos lados: “El punto clave de mi argumentación es que, en el contexto de nuestro propio presente, el sueño puede representar la durabilidad de lo social y podría ser similar a otros umbrales en los que la sociedad podría defenderse o protegerse a sí misma”. Una vez desmantelados sectores enteros del “estado de bienestar”, se descargan sobre la población exigencias agobiantes y tenaces, una suerte de deuda ininteligible y sostenida que termina por suscitar un terror difuso. Una consecuencia dañina y contraproducente es la búsqueda de la “salvación individual”. Contiene este libro una crítica social nada indulgente y también una potente advertencia. La intención es a la vez analítica y preventiva. El autor disecciona los dispositivos de control y dominio –técnicos y políticos– que abren una visibilidad constante y meticulosa: “Un mundo sin sombras, el espejismo del capitalismo”. La misión que les ha sido encomendada es inspeccionar la actividad y conducta de vastos aglutinamientos humanos para inmediatamente compelerlos a instalarse en entornos desentendidos de la suerte de los otros y de anhelos de vida en común. La vía regia de fiscalización sería la tecnología informacional, menos significativa como difusora de entretenimientos o productos que de servicios e interconexiones que se transforman “en modelos ontológicamente dominantes o exclusivos de la realidad social de cada uno”, y eso a toda celeridad. En cuanto al propósito preventivo del libro, pretende propagar una inquietud, casi un toque de rebato, que difícilmente encuentre una audiencia en estos tiempos de admiración, sino de frenesí, por las “nuevas tecnologías”, siempre novísimas, pues se alternan
en una cinta sin fin y ya adquirirlas supone su próximo e inevitable descarte: tecno-basura, obsolescencia planificada. Dicha inquietud está dirigida a exponer el amplio empeño puesto por instituciones, empresas y otros poderes para neutralizar y anular toda imaginación e inventiva política que no tienda a identificarse con los símbolos y cálculos de los vencedores del “juego social”. El final de la Guerra Fría parece haber abierto una caja de Pandora que no sólo ha liberado violencias fratricidas y guerras comerciales, también apremios intensos y acometedores que están reorganizando la noción misma de vida, sobre la cual se aplican supervisiones, señuelos, encarrilamientos, y un sinfín de obligaciones afectivas imposibles de consumar. En suma, Jonathan Crary, cuyos libros anteriores, Technics of the Observer y Suspensiones de la percepción, hacían foco en la construcción de una nueva cultura visual en los siglos XIX y XX, en la preocupación social por hacer de los actos de vista objeto de control, y en la incipiente instalación de un “circo romano” de pasatiempos y espectáculos, se desplaza en este libro lúcido al estudio de la destrucción de las posibilidades existenciales y políticas vigentes hasta no hace mucho tiempo. El diagnóstico parece desfavorable, incluso oscuro, pero sólo si se lo lee con prejuicios optimistas. La costumbre de apostrofar los daños colaterales causados por un proceso fáustico, en esencia infausto, en este caso la ampliación de los ámbitos de mercantilización de la vida, suele dejar intactas las causas que los posibilitan. Un corolario es la mengua de la imaginación catártica o metamorfótica, y tal es el drama que las políticas progresistas o populistas o de izquierda vienen padeciendo, con mayor o menos impotencia, desde hace décadas, y que se acompaña de una convicción nociva reiterada una y otra vez, la de la inevitabilidad histórica de lo que acontece, como si no pudiera cambiarse, como si cada persona que hay en el mundo debiera rendirse ante fuerzas a las que se juzgan ineludibles y superiores. De allí la preocupación de Crary por el aislamiento personal, por la frágil sociabilidad enchufada al flujo de enlaces informáticos, y por la desestimación o pérdida de potencia de las políticas de grupo. Todo conduce a la condición de usuario de alguna gran corporación o de beneficiario de algún amparo estatal. En cambio, Crary instala una genealogía retroactiva distinta que enlaza al utopismo social con el situacionismo de cien años después, y a la inventiva social del sempiterno anarquismo con las demandas libertarias, en cuestiones de afectos, que se intensificaron durante la década de 1960. Si bien hoy desechadas, por no decir escarnecidas, el autor no las considera anacronismos inviables sino áreas de creatividad existencial que fueron combatidas o cooptadas o dejadas en estado de suspensión y que pueden reverdecer. No serían meros antecedentes, también semilleros de desafíos políticos a las fantasmagorías del capital y las paranoias del control. Pero Crary no trae la rica tradición de la izquierda libertaria a colación para pespuntear la nostalgia o espejear el futuro, sino para estaquear el presente, y para diseccionarlo, y soportarlo. Sabe que el exceso de realismo político conduce a la resignación y a seguir viviendo bajo una cúpula de ensueños de consumo, entretenimiento y marketing aunados en pantallas diseminadas pero omnipresentes. En ellas se fomenta la fascinación por las simulaciones que corroboran el estado de cosas reinante y se disuade cualquier orientación para la vida que no se acople a tiempos y propósitos cuantitativos o adquisitivos. Pero no hay caso: es tiempo de futurologías, y allí vamos, como renovados protagonistas de una novela de Julio Verne en el ápice de la época burguesa, o paseantes por una feria de hadas digitales equivalente a las grandes exposiciones de productos industriales y tecnológicos del siglo XIX, que fueron el asombro de su tiempo. De modo que es casi forzoso treparse a esta nueva curva de ascenso de la imaginación titánica y tres dificultades, en verdad tabúes, identificadas por Crary, cada una más “impensable” que la otra, obstaculizan una autopsia del proceso. Son los tabúes de la técnica, la comunicación y la jerarquía. A la técnica,
trama y fetiche de la transformación en curso, se le da la bienvenida en los cuatro puntos cardinales, particularmente en los países “atrasados” o “en desarrollo”, encandilados desde siempre por luces y novedades, y emperrados en alcanzar una meta que invariablemente se les corre de lugar. Dado que a la tecnología se le atribuye el rol de ariete de modernización y que en las postales del futuro –hubo otras antes, similares– es cornucopia que derrama maravillas electrónicas y bonanzas económicas e ingenios de toda suerte y nunca conflicto o dolor, se hace incuestionable, más aún si se la supone portadora de un maná que “empoderaría” a sus usuarios. Crary no se deja impresionar: nos dice que es la vida la que se ha vuelto objeto de la técnica, y que personas y naturaleza y animales amontan a estatuto de “recursos”. No toda modernización es de por sí progresista, las ha habido reaccionarias, sin dejar de ser tecnológicas. Eso sucedió en la Europa de entreguerras, y también hoy, cuando se desestima toda inventiva técnica que no esté vinculada a las necesidades promulgadas por el capitalismo. Incluso suspicacias más bien exiguas acerca de la orientación que empresas y estados dan a la investigación científica y técnica pueden ser tratadas como desatinos, sino herejías. Añade el autor un tema inquietante y poco aludido, la íntima dualidad entre guerra y paz presente en el origen de muchas tecnologías de uso cotidiano, del globo aerostático al radar, del teleobjetivo al avión no tripulado, o bien Internet. Ya se da por sentado que los científicos pueden experimentar con el sueño, tanto como su momento lo hicieron con los átomos. ¿Debe hacerse todo lo que puede hacerse? Esta pregunta, alguna vez, ocasionó vacilaciones y dudas de índole moral, pero ahora parece ser apenas una molestia al paso. Si hay un potencial de libertad en la tecnología, y tal es la convicción de Jonathan Crary, habría que subordinarla a prácticas y afectos fraternos, no sólo a un nuevo nivel de organización. El mundo al que Crary llama “24/7” no es una remodelación de lo ya existente, sino una nueva configuración en ciernes, un salto cualitativo en la historia del diseño de la vida equivalente a la agitación de los paisajes urbanos causados por la Revolución Industrial, pero mucho más radical, ya que las separaciones temporales que mantenían zonas enteras de la vida cotidiana ajenas a intrusiones y fiscalizaciones se están disolviendo a toda velocidad: “El planeta se reimagina como un lugar de trabajo sin descanso o un centro comercial siempre abierto de opciones, tareas, selecciones y digresiones infinitas”. El proceso es incesante y abarca la colonización del tiempo de ocio por las así llamadas “redes sociales”; la compulsión a permanecer en conexión y a no diferenciar entre público y privado¸ la sucesiva instalación de necesidades que no remiten a objetos sino a servicios, imágenes, informaciones y actualizaciones que a su vez suscitan un estado borroso de insatisfacción permanente, de no estar al día, de temor a ser tildado de anacrónico; y asimismo la presión para que la existencia personal sea modelada, narrada y experimentada únicamente en torno a conexiones electrónicas. Prima el consenso universal en considerar al andamiaje de la comunicación –sus facultades se han agigantado– la plataforma privilegiada de relación interpersonal, de modo que toda actividad vital que no pueda acoplarse a ella sucumbe, o bien deja de ser atractiva. La tendencia se hace tanto más impetuosa en tanto Internet aún mantiene su aureola original de “no man’s land”, de “territorio liberado”, pero Crary la percibe como el aparato nervioso del capitalismo, y como sensor universal que capta incluso las alteraciones más ínfimas de las preferencias de la población, se diría de su “inconsciente”. La tesis de Crary es que se ha creado una forma de dominio formidable, sumamente eficiente, por cuanto extrae su poder de nuestra propia entrega. Durante siglos, millones de personas vivieron y murieron sin que sus actividades quedaran registradas en ningún archivo. Sólo la alcurnia, la riqueza o el poder importaban. En su momento, la fotografía y la huella digital supusieron una mutación en las técnicas de control social. La interconexión de
computadoras terminó por afianzar el trípode, con la diferencia de que ahora nos hemos vuelto delatores de nosotros mismos, pánfila y voluntariamente. Nuestra experiencia perceptiva y sensorial es pesquisada instantáneamente por medio de lo que el autor llama una economía de la atención: “La capacidad de localizar el movimiento de ojo sobre lugares específicos mediante nuestro compromiso ininterrumpido con pantallas de todo tipo que exigen interés o respuesta”. No concede Crary que la “comunicación” sea el mejor conducto hacia vínculos colaborativos, pues detrás de tan loable propósito se esconde un sistema ubicuo que gestiona y controla seres humanos, en particular sus actos de vista. Es la “política de la vida”, la técnica más significativa desarrollada en el último siglo y medio, y su finalidad es hacer a los individuos compatibles con rutinas de anuencia, trabajo y consumo. Resistir, siquiera pensar la situación, se hace dificultoso por cuanto persiste aún la imagen clásica del poder: vertical, imponente, temible, piramidal. Pero ahora el panóptico se ha vuelto amigable, envolvente, dúctil, risueño y hasta divertido. Todo parece nuevo y portentoso y abracadabrante, pero las relaciones de poder y las diferencias de clase no se modifican. ¿Cómo evolucionará un mundo que imposibilita las identificaciones permanentes, que obstaculiza los desvíos de la percepción, que desestima los encuentros gratuitos, que pretende abolir el descanso? Eso dependerá de cuánto nos repudie ser tratados como seres superfluos, “privados de mundo”. Los libros más arriesgados son los que no confirman la opinión de la mayoría. No tienen la suerte comprada. Así ocurre desde antiguo, ya que las fantasmagorías resultan ser más divertidas que las ruinas, quizás porque no dejan enseñanza alguna sobre el devenir de la historia humana. El de Jonathan Crary es un libro premonitorio, crepuscular e insoportable: nuestro presente queda comprimido en un panorama duro, despiadado, bien observado, con escéptica y alerta curiosidad, sin fuga al pasado –sin nostalgia– y sin ilusión por primicias y novedades –sin sobreexcitaciones–. Aunque su objetivo sea enrarecer el cartel publicitario del futuro, su tema latente es el daño que se está causando a lo humano, la pregunta por “los costos subjetivos de vivir en una realidad que constantemente está en proceso de cancelación y demolición”. No es por lo tanto un libro de profecías, ni ha de ser inventariado en el rubro de las “utopías negativas”, de larga prosapia en el siglo XX. Es sólo una visión desentusiasmada pero intensa de la actualidad, la de alguien que no acepta los límites impuestos a la posibilidad de concebir y construir otro porvenir, menos inhóspito, porque sabe lo que sucedería si se prosigue por este camino. Es entonces la obra de un no creyente, y nunca ha sido fácil serlo. Libro persuasivo, también desesperante, sea por exceso de razón, o por la dificultad de hacer algo con su contenido. Es una perla de insomnio.