Exorcismos En San Salvador

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Una historia de exorcismos en la Catedral de San Salavdor

Miguel Huezo Mixco

1. Solamente Dios o el Diablo pueden desatar los siete nudos de la vida y de la muerte. La historia que voy a contarles habla de un brevísima incursión en esos arcanos. Me he decidido a escribirla después de leer el reportaje publicado sobre el exorcismo el pasado domingo 5 en este periódico. Si no lo hice antes fue acatando la severa advertencia que me hiciera, en la sacristía de la Catedral metropolitana, hace más de diez años, el sacerdote Modesto López. Esta es la historia. Hace ya algunos años, cuando trabajábamos para el semanario Primera Plana, Pablo Cerna llegó a la mesa de editores a contarnos que en las oficinas del arzobispado de San Salvador ubicadas, como creo que siguen ahora, en el antiguo edificio del ACUS, se estaban practicando exorcismos. La información a muchos nos pareció tan inquietante como inverosímil. Los argumentos y las fuentes que Pablo presentó, sin embargo, parecían dignos de todo crédito. Horacio Castellanos Moya, quien dirigía la publicación, ateniéndose al testimonio de Pablo y sospechando que allí había un buen tema, me destinó para la investigación sobre esos hechos. Emprendí el trabajo de inmediato. Una de las primeras cosas que hice fue pedirle a mi amiga, la escritora Jacinta Escudos que me acompañara en el proceso. Jacinta ha transcurrido por los mundos del misterio y, alguna vez, en su casa de Managua, recién terminada la guerra, me leyó el Tarot anticipándome hechos que, según recuerdo, se cumplieron casi al pie de la letra. Luego, la vida nos atacó por diversos flancos... Pero esa es otra historia. Llegué al arzobispado. En el edificio debía haber murciélagos, porque en las oficinas se miraban puchitos de ajo colgando del cielo. Solicité un encuentro con Rafael Urrutia, canciller de la Iglesia católica. Cuando el sacerdote me recibió, le expliqué de la entrevista. El padre Urrutia comenzó por decirnos que quienes nos habían informado sobre exorcismos en las oficinas del arzobispado, nos habían dado una información equivocada. Explicó que el ministerio eclesiástico habilita a los sacerdotes para

practicar exorcismos. Si bien aceptó la existencia de exorcismos indicó que estas prácticas estaban en la jurisdicción del párroco de la localidad donde se producían los hechos. En este caso, del sacerdote Modesto López. No necesitaba más. Con aquella confirmación, fui a las oficinas parroquiales, en el Centro histórico, a solicitarle una entrevista. Pasé varios días esperando la ansiada cita pero esta no llegaba. Entonces se me ocurrió una idea, en verdad fue un ardid, que buscaba forzar la atención del padre en nuestra dirección. Tomé un pedazo de papel y le escribí un breve mensaje que, más o menos, decía: “Me urge hablar con usted. Caso: exorcismo”. A continuación, puse mi nombre y los teléfonos del periódico, y se lo entregué a la secretaria. Esa misma tarde, mientras editaba las planas de los redactores, recibí el telefonazo. Era el padre López. “¿Dónde estás?”, preguntó. Intenté explicarle, pero me atajó con un tono de voz que me heló la sangre, ordenándome ir de inmediato a buscarlo. Me indicó que ingresara por un costado de la iglesia, frente al antiguo café del Teatro Nacional. Llamé a Jacinta. Con una mezcla de regocijo y miedo, salimos al centro. Han pasado muchos años, pero todavía se me eriza la piel cuando recuerdo lo que ocurrió después de que nos recibiera el padre López en la sacristía.

2. Muy pocos son capaces de no experimentar pavor ante la presencia del Maligno. No importa cuál sea su encarnadura. Aunque algunos pasajes de las Escrituras hablan de un tiempo ancestral, en la protohistoria, en donde ocurrió la derrota del Mal, la evidencia parece probar que aquel sigue actuando y acechando el alma de los pobres mortales. Salarrué, uno de nuestros principales literatos, cuenta sobre el encuentro y la enigmático conversación del narrador con el mismísimo Demonio. El cuento se llama “Eso”. Pero, sorprendámonos, en dicha historia el Maligno no es el ser de cola larga y aspecto siniestro, como nos ha sido representado por el catecismo cristiano, sino un ser pletórico de belleza y luz. En eso pensaba yo cuando íbamos, con Jacinta, abordo de mi pequeño Nissan, a enfrentarnos con el párroco de la catedral, a quien, literalmente, había timado para poderlo interrogar sobre las prácticas de exorcismo que, según sabíamos, tenían lugar en Catedral.

Estacioné el carro. Le di tres, cuatro golpes a la puerta de lámina de la sacristía. No tuvimos que esperar mucho. Alguien abrió la puerta; mi recuerdo no atina a encontrar si fue un hombre o un niño porque mi vista de inmediato se clavó en la figura del padre Modesto López quien nos esperaba, de pie, al final del pequeño corredor. Nos miraba de pies a cabeza. Nos presentamos. El cura nos hizo pasar a una modesta habitación, algo así como su despacho. Se instaló detrás de una mesa, todo sin despegarnos la mirada. Antes de que pudiera decir algo más, me adelanté a confesarle el motivo de mi visita. – Somos periodistas –le dije, al tiempo que iba sacando poco a poco la grabadora de mi morral--. .. Hemos sabido que se están practican exorcismos, y que usted... El padre López me atajó levantando la mano, y, con una sonrisa entre asombrada e irónica, me dijo: -- Así que... ¿te crees muy listo? Traté de explicarle. “Está bien”, agregó. “Voy a contarte lo que quieres saber, pero te advierto que no puedes publicar nada de esto que voy a contarte, o sobre tu periódico caerá una maldición”. Entonces comenzó a contarnos las historias de exorcismos que conocía de primera mano, ilustrándonos sobre las malas artes del Enemigo, apoyándose en una suerte de breviario, que conservaba en una fotocopia. Aunque defraude a mis lectores, no voy a dar los detalles. Y no tanto por temor a la maldición anunciada (el periódico murió pocos meses después, ahogado económicamente), sino porque mi pobre cabeza parece haber hecho todo por borrar aquellas horrendas historias. En un punto le pregunté si él personalmente se encargaba de realizar los exorcismos. Me dijo que no. “Solamente un justo es capaz de enfrentarse al Enemigo... En los momentos más terribles de la pelea, el Maligno se te enfrenta y, riéndose en tu propia cara, te reta, hablándote de tus propias miserias. Muy pocos pueden resistirlo”, añadió como con tristeza. -- Y entonces –repregunté—¿existe en este país alguien capaz de enfrentarlo? “En este país hay un solo justo. Voy a decirte su nombre a condición de que no vayas a ir a molestarlo con tus preguntas”, respondió.

3. ¿Hay cosas que no debemos saber? Algunos pensadores sostienen que los descubrimientos de la humanidad podrían haber llegado a un punto en el que su conocimiento nos ofrece más problemas que soluciones. Tal reflexión, aplicable en el campo de las innovaciones científicas (la bomba atómica o la clonación, por ejemplo), se ha planteado desde hace mucho tiempo en el plano espiritual. De eso nos habla el gran mito de Fausto: adquirir poder puede quemarte. En la versión de Marlowe, de 1593, Mefistófeles advierte: “Los necios que quieren reír en la tierra llorarán en el infierno”. Las historias de exorcismos que nos compartió aquella noche el párroco de la Catedral de San Salvador tenían mucho y poco que ver con la historia de aquel “playboy” inmortalizado por Goethe. Mucho, porque en la mayoría de las historias estaba de por medio la adquisición de poder. Poco, porque algunos de los protagonistas eran personas convencionales y no eruditos como el Dr. Fausto. La lección que aprendí consistió en que nadie se encuentra a salvo de la tentación. El “Padrenuestro”, la plegaria que Jesús enseñó a sus discípulos, hace las veces de un conjuro contra esa posibilidad. Sin embargo, no basta. El padre López, tan enérgico como piadoso, nos había advertido que sólo un justo es capaz encarar al maligno. Entonces, nos habló de un viejo asceta recluido en un convento franciscano al sur de la capital. “Sólo él es capaz de enfrentar al Enemigo”, nos dijo. Nunca fuimos a buscarlo, aunque pudimos hacerlo, para no importunarlo. Como no sé si este buen hombre todavía vive entre nosotros, he optado por mantener su nombre en secreto. Nos despedimos del padre y salimos al mundo. Después de todo aquello, lo menos que podíamos hacer era ir a tomarnos un trago y reírnos un poco. Cuando giré la llave del encendido sólo se escuchó el ruido seco del dispositivo. Giré la llave dos o tres veces más, sin resultados. En el momento que nos disponíamos a empujarlo apareció un microbús. No llevaba pasajeros. En su interior venían tres hombres jóvenes. Quizás al vernos en aquel aprieto se detuvieron y nos echaron una mano. Pasando frente a la estatua de Morazán, conseguí hacerlo encender con la velocidad puesta. Giré a la izquierda, sobre la 1ª. Calle poniente, pero apenas habíamos avanzado unos cientos de metros cuando explotó una de las llantas delanteras. El destino nos estaba echando una burleta. Cambié la pieza y nos pusimos nuevamente en marcha. Pero unos metros adelante, repentinamente, estalló una segunda llanta. En

los ásperos años de la guerra civil, en medio de las hediondas transpiraciones de la pólvora, yo había sentido el miedo una y mil veces. Esa noche volví a sentirlo, pero era de una naturaleza distinta. Jacinta tomó un taxi para su casa. Yo me quedé esperando el auxilio de una grúa en aquella solitaria y sucia calle de San Salvador. Las luces ámbar del carro centelleaban en las paredes y los árboles, amplificando las sombras. Tuve tiempo para sentir que habíamos entrado en una zona de misterios sobre los cuales, de momento, era mejor no saber más. Al día siguiente, en la rutinaria mesa de redacción de nuestro periódico, mi amigo Horacio apoyó la idea de que debíamos dejar las cosas como estaban. No había historia que contar. Así, echamos un velo sobre los exorcismos de Catedral.

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