Donde habitan los buenos Se apiadan de las víctimas, las víctimas. A.Porchia Diciembre es un mal mes para narrar mi despido o el de mi padre. Pero no importa. Sé que lo tengo que hacer, no sólo para reivindicar su memoria y salvar la mía, sino porque prometí hacerlo. Y él me enseñó que las promesas no se rompen. Mi padre había estado siempre muy ocupado. Un día comencé a verlo en casa todo el tiempo, revisando papeles, ordenando sus libros, mirando por la ventana, sumergido en mundo ajeno para mí. Hablaba con mi madre en voz baja y hablaba de una injusticia, de su despido, de daños evitables. Con el tiempo, ya más grande, comprendí que no sólo lo habían dejado sin trabajo sino que le habían partido, literalmente, el corazón en dos mitades, le habían quitado el poco crédito que él le había dado a la justicia. Creo que una hostil sensación de traición había acabado con su idea de la lealtad. No he conocido a nadie tan leal como mi padre. No, todavía no. Sin embargo, con el ingenuo egoísmo de mis años pequeños, me gustó tenerlo a mi lado. Comenzamos a compartir mucho tiempo. Llegamos a descubrirnos, a saber que podíamos extender nuestros diálogos, a saber que existía un lazo poderoso e invisible que nos unía. Teníamos mucho en común. Caminábamos por la ciudad cada vez que podíamos. Yo aprovechaba para preguntarle todas aquellas cosas que no entendía o que no quería entender como por ejemplo la muerte. Le preguntaba por mi abuelo, por aquel amigo suyo que nunca más había vuelto a casa o por mi maestra de 5 º año que día a día había ido empalideciendo hasta que ya no regresó. -¿Dónde están, papá, dónde están? -Se fueron donde habitan los buenos, decía siempre. Yo me lo quedaba mirando. No quería que nunca nadie se muriera y cerraba los ojos al pasar por los cementerios. Recuerdo que él se sonreía y era su sonrisa el espejo de mi futura bondad, esa idealista bondad de la que ahora me cuido. Diciembre es mal mes para narrar mi despido. Pero sí lo es para recordar una mínima leyenda que él me contaba. Cuando yo era niña, le tenía miedo a la muerte y me subyugaba el arco iris. Entonces él me contaba esta historia y yo sonreía completamente feliz. Mi infancia fue mi felicidad y la voz de mi padre, la forma de perpetuarme. “Había una vez en el bosque de las hadas que siempre reían, un pequeño lago con casitas de madera a la orilla. Allí era donde iban a vivir los buenos. Cada vez que llovía, el bosque se
vestía de un verde brillante y luego en un desprendimiento de magia de las hadas alegres, nacía por un costado el arco iris, luminoso, increíble, un curvado camino iluminado de colores. La gente que vivía en esas pequeñas casas, asomaba la cabeza por las ventanas con una sonrisa transparente, la mirada clara y bondadosa. Sabían que el arco iris anunciaba la llegada de nuevos habitantes, todos ellos con un corazón grande de lealtades. Entonces, les preparaban una casita preciosa con duendes y flores, para que olvidaran algún mal recuerdo, para olvidar a los malos quienes les habían hecho mucho daño y les habían roto el corazón. Al lado del arco iris, a la orilla del lago, todo el mundo los reconocía, los reconfortaba, les devolvían la alegría del reconocimiento. Y se olvidaban para siempre del dolor. ” - Es una leyenda, hija, sólo una leyenda-, me aclaraba después pero yo casi no lo escuchaba pensando en la bondad, las recompensas y el arco iris. De niña, yo creía en los héroes, en los finales felices. Así era yo. Amaba esa leyenda y aunque no la entendía acabadamente, me deleitaba en ella. Allí se fue a vivir mi padre después de unos difíciles años. Ya más grande, entendí mucho más. Mi padre también decía unas palabras que me enseñaron mucho pero a la vez, comenzaron a ser un parámetro, un método infalible de desenmascarar al otro, a los otros, de exponer la esencia de las mentiras y los egoísmos. Decía que las personas buenas tratan de evitar los daños y las personas malas, no. Tan simple como eso. Las buenas personas evitan los daños evitables. ………………………………………………………………………… Fernando miró a quien ya sería su futuro ex jefe. Atravesó sus ojos y adivinó la ensoñación estúpida, esa suerte de raro endiosamiento que creen poseer teniendo en sus manos el futuro de otros. Aquel hombre, pensó Fernando, era un espejo de todas las miserias humanas. Sabía que hablaba en nombre de una reestructuración necesaria, todas esas mentiras que, por algún capricho afilado de la sensación de poder, aducen para expresar que ya no les sirves. Hay daños que no se pueden evitar, hay daños que sí. Aquel sí se podía evitar sólo que nadie quiso evitarlo. Fernando lo miraba perplejo. ¿Acaso sabía lo que significaba perder un trabajo a su edad? ¿Tiene límite la crueldad? Él sabía más de la empresa que cualquier otro de sus compañeros. Tal vez esa fuese la verdadera razón. Saber. Fernando sólo atinó a recoger sus cosas, a respirar profundamente y a pensar cómo haría el mes próximo para pagar la hipoteca. Un monólogo interior lo salvó del quebrantamiento.
Las lágrimas invirtieron su curso y solamente un gesto grave acudió al rostro. Pasaré más tiempo con mi familia, pensó. Decidió caminar. Revisaba en su mente su vida laboral como en un legajo atolondrado y cayó en la cuenta de que todo olía mal. Ahogado, en el banco de una plaza de la ciudad sin ojos, se puso las manos en el rostro y entonces sí se largó a llorar. El pecho le dolió y le faltó el aire. Mejor volver a casa. Una breve asfixia lo mareó y por un instante, un temor extraño en él le dibujó una pausa futura. Absorbidos en un turbo de indiferencia, un romance con los poderes adquisitivos, un sistema corrupto devora al hombre y entorpece las mentes de quienes, en un claro brote de megalomanía, deciden con más crueldad que criterio, con más estómago que corazón, el mapa del fracaso de algún empleado que tan sólo le pide a la vida, trabajar. “Señores empresarios: No quiero interrumpir el rito sagrado al que se entregan contando el dinero y las especulaciones. Sólo que al mirarlos, y lamento mi honestidad, veo sólo la humanidad en su mejor estado de descomposición. Veo seres que se comen entre risas la dignidad de otros hombres y pueden encima, dormir tranquilos. ¿Cómo pueden dormir tranquilos? Hay daños que se pueden evitar y otros que no. Pero entiendo. ¿A quien más que a mí y a mi familia, le puede importar la pérdida de mi puesto de trabajo? Ante sus ojos yo no existo. Y no crean que soy un utópico, un idealista ni un señor mayor que ya no discierne con lucidez. Es más, creo que aún soy joven. Pero es verdad, he dejado un poco de existir…” Cuando mi padre enfermó del corazón, mi mamá no tuvo más remedio que buscar trabajo. Yo ya habido crecido lo suficiente para discernir y para escrutar las almas. Y me ahogaba la mirada tristísima en los ojos de mi padre. Con una amenaza cardiaca y una edad hermosa que los gerentes consideraban demasiada, deambuló de entrevista en entrevista, hasta que una noche, conduciendo un taxi, se desató el adiós, y el corazón se rebeló a seguir sufriendo y no él, sino su corazón, cayó de bruces y se fue quedando dormido. Mi madre no lloró delante de nosotros. Pero sí lloró a solas y en silencio la tarde que en el hospital le dijeron que el cansado corazón de mi padre había dicho basta. Mientras estábamos en el tanatorio, yo recordé la historia, la vieja leyenda que él me contaba y sonreí llorando. -Él irá seguramente donde habitan los buenos, susurré atónita.
Mucha gente se acercó a nosotros aquel dorado lunes de Agosto. Referir muchos detalles de aquella mañana sería traicionar la memoria y la dignidad con las cuales mi padre nos había educado. Sólo se produjo un inesperado incidente cuando los ex jefes de mi padre llegaron portando una pobrísima corona. Algo fútil para sentir menos culpa. -Mala gente, dijo un ex compañero de aquellos días. -Unos hijos de puta, le respondió el amigo de mi padre mientras giraba su cabeza y con estupor advertía cómo mi madre, con una fuerza inusual en ella, con palabras tan ajenas a su usual vocabulario y con los puños cerrados, los sacaba de la sala a empujones, a ellos, a los detractores de mi papá, llorando más de rabia que de tristeza, y arrojándoles a la cara unas tristes flores que seguramente debían de haber pagado los empleados. “Ustedes se dedican a la usura del alma. De algo estoy seguro, y en verdad lo estoy, es que esto que ustedes están haciendo está mal. Yo nunca les reclamé lo que no me correspondía, nunca les traje problemas, trabajé mis horas y las que hicieron falta, cuidé de ustedes, cuidé de mi entorno, porque era aquel entorno en dónde yo sacaba lo mejor de mí y lo que me daba la felicidad luminosa de sustentar a mi familia. Entendería la situación si lo que me exponen fuese cierto, pero no lo es. Mienten. ¿Si esto me hubiera pasado más joven?
No sé, siempre duele. Pero el espectro de
posibilidades de este mundo de valores invertidos da poco margen a mi edad. Va con estas líneas sólo el amargo sabor de mi verdad. Pero la vida es un gran boomerang. Lamento comunicarles que es así. Y la maldad a la larga se paga. ¿Que les estoy deseando el mal? No, no me hace falta. Yo no soy quien. Pero llegará el día en que se miren al espejo y se verán, como lo hizo en aquella macabra novela, un soberbio Dorian Grey. Verán y se verán, por fin, en los monstruos en que se han convertido. Y entonces sé que no quisiera estar en vuestro lugar. Juro que no quisiera estar en vuestro lugar. Fernando Díaz Pérez” Aquella mañana cuando él murió, algo faltó a mi memoria, unas
palabras que él me
repetía cuando yo escondía bajo mi falda los papeles llenos de versos. Ahora, enfrentada a la amenaza de la decepción, puedo recordar. ………………………………………………………………………………………...
Diciembre es un mal mes para un despido. Hoy no tengo más herramientas que las palabras y acabo de despertar. Esta pena me ha hecho despertar. Volveré por los pasos de la literatura, de la denuncia escrita, del lenguaje salvador. ¿Quién se apiada de las víctimas? Las víctimas. Ya lo dijo Porchia. Pierdo una nómina y pierdo un poco de ganas de creer. Pero no pierdo las palabras. Será un arma eficaz el lenguaje de la decepción. Será mi manera de resucitar. De volver por los pasos de la dignidad, a pesar de mi edad, a pesar de esta sociedad discriminatoria y voraz, que explota y endiosa a los jóvenes y condena a los mayores que como yo, tienen que apelar a la estrategia de la resurrección para seguir sustentándose y no entregarse al desencanto. Sé que reivindicaré en otros, la pérdida de mi padre, porque aquellos que lo dejaron sin trabajo, no supieron jamás que él era un sabio, un experto en la no rendición. Él me enseñó la bondad. Él no se murió, sólo se cansó su corazón. Sólo su inmenso corazón. -Siempre como un árbol, hija, siempre de pie, solía decirme. Por eso, aún sentada en un bar de humos largos, llorando con tristeza por lo que me acaban de hacer, lo que me acaban de mentir,
puedo apoyar mi frente en el cristal sucio, y saber que lograré ponerme en pie. Y voy a escribir, voy a hablar con la tinta, y expondré la maldad, la voracidad, la indiferencia de los que no evitan los daños ni las muertes. ……………………………………………………………………… ¿Sabes , papá, que mis palabras no triunfarán en los ámbitos de los best sellers , ni siquiera en los ámbitos altamente elitistas de escritores elitistas que hablan de registros imposibles y trascendencia lingüística? Yo ya lo sé. Pero con ellas voy a exponer a todos los que hicieron daño, a los que juegan a la ruleta rusa con los hombres y las mujeres, a los que inventan dádivas para calmar otras culpas. ¿Qué es la muerte, papá? ¿Y cuando uno muere? ¿Descansa?¿Descansa? ………………………………………………………………… Y si ahora sentada en este bar de ceniceros llenos, mientras me seco las lágrimas que caen inevitables por mi padre, por mí, por tantos como yo, miro el horizonte y sonrío, es porque acabo de entender. Ha dejado de llover. Veo un pálido arco iris que crece en la distancia y ya no escondo mis papeles debajo de la falda. Me vuelvo pequeña para tener a mi papá otra vez, sólo una vez más, a mi lado. Y pregunto: ¿Dónde habitan los buenos, papá? Entonces con esta incansable sonrisa, imagino que estoy tomada de su mano, imagino que me responde. Será un eco, no sé, será una niña que se dice adiós a sí misma, y ya no esconde sus versos. Miro el arco iris , y como un héroe épico, me arrojo a la batalla. -Ese es el camino que lleva a donde habitan los buenos. Pero todavía no, hija, tienes que escribir. Todavía no. Miro a mi alrededor, tomo una servilleta, y me pongo a escribir. Y recupero el alma que me quisieron matar. La mano se mueve al compás de mi corazón sobreviviente. -¿Como un árbol, papá, siempre de pie? -Como un árbol, hija. Como un árbol. Aspiro profundo, pago mi café y me voy. Miro el camino que va hacia donde habitan los buenos, hacia el bosque de las hadas que ríen y vuelvo a sentir esa bravura que me llega de no sé dónde. O sí lo sé, de mi padre. ¿Dónde habitan los buenos, papá? Entonces le hago una reverencia dieciochesca al arco iris , y breve, me despido de las hadas. -Todavía no, me repito. Tengo mucho que hablar, tengo mucho que decir. Tengo mucho que escribir. Tengo que enseñar cómo se evitan los daños evitables.
No, todavía no. LEIRE