Una habitación propia. Virginia Woolf. Al día siguiente, la luz de la mañana de octubre caía en rayos polvorientos a través de las ventanas sin cortinas y el murmullo del tráfico subía de la calle. A esta hora, Londres se estaba dando cuerda de nuevo; la fábrica se había puesto en movimiento; las máquinas empezaban a funcionar. Era tentador, después de tanto leer, mirar por la ventana y ver qué estaba haciendo Londres en aquella mañana del 26 de octubre de 1928. ¿Y qué estaba Londres haciendo? Nadie parecía estar leyendo Antonio y Cleopatra. Londres se sentía del todo indiferente, según las apariencias, a las tragedias de Shakespeare. A nadie le importaba un rábano —y yo no se lo reprochaba— el porvenir de la novela, la muerte de la poesía o la creación, por parte de la mujer corriente, de un estilo de prosa que expresara plenamente su modo de pensar. Si alguien hubiera escrito con tiza en la acera sus opiniones sobre alguno de estos temas, nadie se hubiese inclinado para leerlas. La indiferencia de los pies presurosos las hubiera borrado en media hora. Por aquí venía un mensajero; por allá una señora con un perro. La fascinación de la calle londinense consiste en que nunca hay en ella dos personas iguales; cada cual parece ocupado en algún asunto personal y privado. Había la gente de negocios, con sus pequeñas carteras; había los paseantes, que golpeaban al pasar los enrejados con sus bastones; había personas afables a quienes las calles sirven de sala de club, hombres con carretones que gritaban y daban información que no les pedían. También había los funerales, a cuyo paso los hombres, recordando de pronto que un día morirían sus propios cuerpos, se descubrían. Y luego un caballero muy distinguido bajó despacio los peldaños de un portal y se detuvo para evitar una colisión con una dama apresurada que había adquirido, por un medio u otro, un espléndido abrigo de pieles y un ramillete de violetas de Parma. Todos parecían separados, absortos en sí mismos, ocupados en algún asunto propio. En este momento, como tan a menudo ocurre en Londres, el tráfico quedó por completo En este momento, como tan a menudo ocurre en Londres, el tráfico quedó por completo parado y silencioso. Nadie venía por la calle; no pasaba nadie. Una hoja solitaria se destacó del plátano que crecía al final de la calle y, en medio de esta pausa y esta suspensión, cayó. En cierto modo pareció una señal, una señal que hiciese resaltar en las cosas una fuerza en la que uno no había reparado. Parecía indicarle a uno la presencia de un río que fluía, invisible, calle abajo hasta doblar la esquina y tomaba a la gente y la arrastraba en sus remolinos, de igual modo que el arroyo de Oxbridge se había llevado al estudiante en su bote y las hojas muertas. Ahora traía de un lado de la calle al otro, en diagonal, a una muchacha con botas de charol y también a un joven que llevaba un abrigo marrón; también traía un taxi; y los trajo a los tres hasta un punto situado directamente debajo de mi ventana; donde el taxi se paró y la muchacha y el joven se pararon; y subieron al taxi; y entonces el taxi se marchó deslizándose como si la corriente lo hubiese arrastrado hacia otro lugar. El espectáculo era del todo corriente; lo que era extraño era el orden rítmico de que mi imaginación lo había dotado y el hecho de que el espectáculo corriente de dos personas bajando la calle y encontrándose en una esquina pareciera librar mi mente de cierta tensión, pensé mirando cómo el taxi daba la vuelta y se marchaba. Quizás el pensar, como yo había estado haciendo aquellos dos días, en un sexo separándolo del otro es un esfuerzo. Perturba la unidad de la mente. Ahora aquel esfuerzo había cesado y el ver a dos personas reunirse y subir a un taxi había restaurado la unidad. Desde luego, la mente es un órgano muy misterioso, pensé, volviendo a meter la cabeza dentro, sobre el que no se sabe nada en absoluto, aunque dependamos de él por completo. ¿Por qué siento que hay discordias y oposiciones en la mente, de igual modo que hay en el cuerpo tensiones producidas por causas evidentes? ¿Qué se entiende por «unidad de la mente»?, me pregunté. Porque la mente tiene, claramente, el poder de concentrarse sobre cualquier punto en cualquier momento, tal poder que no parece estar constituida por un único estado de ser. Puede separarse de la gente de la calle, por ejemplo, y pensar en sí misma mientras mira a la gente desde una ventana alta. O puede, espontáneamente, pensar junto con otra gente, como ocurre, por ejemplo, en medio de una muchedumbre que espera la lectura de una noticia. Puede volver al pasado a través de sus padres o de sus madres, de igual modo que una mujer que escribe, como he dicho, está en contacto con el pasado a través de sus madres. También, si una es mujer, a También, si una es mujer, a menudo se siente sorprendida por una súbita división de la conciencia: por ejemplo, cuando anda por Whitehall y deja de ser la heredera natural de aquella civilización y se siente, al contrario, excluida, diferente, deseosa de criticar. Es indudable que la
mente siempre está alterando su enfoque y mirando el mundo bajo diferentes perspectivas. Pero algunos de estos estados mentales parecen, incluso si se adoptan espontáneamente, menos cómodos que otros. Para mantenerse en ellos, inconscientemente uno retiene algo, y gradualmente esta represión se convierte en un esfuerzo. Pero quizás haya algún estado en el que uno pueda mantenerse sin esfuerzo porque no necesita retener nada. Y éste, pensé apartándome de la ventana, quizá sea uno de ellos. Porque al ver a la pareja subir al taxi, me pareció que mi mente, tras haber estado dividida, se había reunificado en una fusión natural. La explicación evidente que a uno se le ocurre es que es natural que los sexos cooperen. Tenemos un instinto profundo, aunque irracional, en favor de la teoría de que la unión del hombre y de la mujer aporta la mayor satisfacción, la felicidad más completa. Pero la visión de aquellas dos personas subiendo al taxi y la satisfacción que me produjo también me hicieron preguntarme si la mente tiene dos sexos que corresponden a los dos sexos del cuerpo y si necesitan también estar unidos para alcanzar la satisfacción y la felicidad completas. Y me puse, para pasar el rato, a esbozar un plano del alma según el cual en cada uno de nosotros presiden dos poderes, uno macho y otro hembra; y en el cerebro del hombre predomina el hombre sobre la mujer y en el cerebro de la mujer predomina la mujer sobre el hombre. El estado de ser normal y confortable es aquel en que los dos viven juntos en armonía, cooperando espiritualmente. Si se es hombre, la parte femenina del cerebro no deja de obrar; y la mujer también tiene contacto con el hombre que hay en ella. Quizá Coleridge se refería a esto cuando dijo que las grandes mentes son andróginas. Cuando se efectúa esta fusión es cuando la mente queda fertilizada por completo y utiliza todas sus facultades. Quizás una mente puramente masculina no pueda crear, pensé, ni tampoco una mente puramente femenina. Pero convenía averiguar qué entendía uno por «hombre con algo de mujer» y por «mujer con algo de hombre» hojeando un par de libros. Desde luego, Coleridge no se refería, cuando dijo que las grandes mentes son andróginas, a que sean mentes que sienten especial simpatía hacia las mujeres; mentes que defienden su causa o se dedican a su interpretación. Quizá la mente andrógina está menos inclinada a esta clase de distinciones que la mente de un solo sexo. Coleridge quiso decir quizá que la mente andrógina es sonora y porosa; que transmite la emoción sin obstáculos; que es creadora por naturaleza, incandescente e indivisa. De hecho, uno vuelve a pensar en la mente de Shakespeare como prototipo de mente andrógina, de mente masculina con elementos femeninos, aunque sería imposible decir qué pensaba Shakespeare de las mujeres. Y si es cierto que el no pensar especialmente o separadamente en la sexualidad es una de las características de la mente plenamente desarrollada, cuesta ahora muchísimo más que antes alcanzar esta condición. Me acerqué entonces a los libros de autores vivientes, e hice una pausa y me pregunté si este hecho no se hallaba en la raíz de algo que me había dejado mucho tiempo perpleja. No es posible que en ninguna época haya existido tan estridente preocupación por la sexualidad como en la nuestra; buena prueba de ello, la enorme cantidad de libros que había en el British Museum escritos por hombres sobre las mujeres. Sin duda tenía la culpa la campaña de las sufragistas. Debía de haber despertado en los hombres un extraordinario deseo de autoafirmación; debía de haberles empujado a hacer resaltar su propio sexo y sus características, en las que no se habrían molestado en pensar si no les hubieran desafiado. Y cuando uno se siente desafiado, aunque sea por unas cuantas mujeres con gorros negros, reacciona, si no le han desafiado antes, un poco demasiado fuerte. Beatriz Preciado no es Hugh Hefner. Gabriela Wiener. El piso barcelonés de Beatriz Preciado (BP) no es una mansión. Tampoco hay conejitas, sólo una perra parisiense. Y un gatito. Y claro, su novia, la directora de cine Virginie Despentes. Con todo, BP despliega un poder de seducción —y aquí es más importante poder que seducción— que parece emanar de alguna hormona secreta de su cerebro. Su premiado Pornotopía es una fascinante disección del imperio Playboy, a cuyo declive económico quizá estemos asistiendo. Pero qué más se le puede pedir a quien mediante un sistema de videovigilancia inventó el primer reality show en ¡1959!, transformando de paso los espacios domésticos en verdaderos campos de atracciones. "Yo creo que Playboy es para la filosofía política contemporánea lo que la máquina de vapor fue para Marx", sostiene, "un modelo de producción económica y cultural imprescindible para pensar las mutaciones que tienen lugar en la segunda mitad del siglo XX".
En el lavabo de BP no hay ejemplares de Playboy, pero sí fotos de Marilyn Monroe (heroína de Virginie). En las estanterías del salón hay mucho porno, sí, y de teoría queer y de teoría a secas. Para su investigación, tuvo que bucear en las bibliotecas públicas: "Hay una gran resistencia a pensar que es posible teorizar a partir de la cultura popular: en París, en la Biblioteca Nacional, sólo puedes sacar los números de Playboy en una sala que llaman El infierno". Cuesta imaginarse a alguien como BP fascinada con el arquetipo de la masculinidad más rancia. Después de todo, una cama redonda es sólo una cama redonda. "La cama redonda de Hefner es una invención cultural fascinante", reflexiona. "Es una plataforma de telecomunicaciones farmacopornográfica: un híbrido de una cabina de pilotaje, un colchón de juegos sexuales y una cama de hospital". ¿A veces no te gustaría ser Hugh Hefner?, le pregunto con sonrisa posfeminista. ¿No le envidias un poquillo? "No quisiera ser indiscreta, pero a veces yo también juego a ser Hefner", contesta mientras exhibe su bigote falso, "a estar encerrada días en una cama con un montón de chicas… La diferencia es que aquí las chicas llevan batín". a casa de BP tiene un toque femenino ingobernable. Cito del libro: "Para cambiar a un hombre habría que reformar su piso". Y obtengo: "Ya en los años cincuenta, Hefner, como una especie de Simone de Beauvoir del masculinismo, dice que lo que define al varón no es su anatomía, sino sus prácticas, que a su vez dependen de su espacio de teatralización. Por eso Playboy instala al hombre blanco en un apartamento urbano masculino dotado de todo tipo de tecnologías de la comunicación, donde pueda convertirse en un consumidor sexual mediático. Una variante erótica del hombre conectado de McLuhan". En Pornotopía, Preciado analiza los procesos de espectacularización de lo privado a través de las casas del placer diseñadas por Hefner. Es un libro duro, con más reflexión que experiencia (quedan advertidos los fans de su anterior Testo Yonqui, donde narraba todo lo que le ocurría sexual e intelectualmente después de abusar de la testosterona en formato gel), pero igual de adictivo, aunque aquí en lugar de Testogel haya mucha Dexedrina: "Curiosamente, el fármaco del hombre que vivía en una cama era una pastilla para no dormir". POP-CONTROL. MODOS DE LA SUBJETIVACIÓN FARMACOPORNOGRÁFICA. Beatriz Preciado
El estrógeno y la progesterona, bases moleculares de la producción de la píldora anticonceptiva, son hoy, incrementándose desde su invención en 1951, las sustancias más fabricadas por la industria farmacéutica mundial, convirtiéndose así en las moléculas sintéticas más utilizadas de toda la historia de la Medicina. Lo curioso no es esta producción masiva e industrial de las hormonas denominadas «sexuales», sino el hecho de que estas moléculas sean utilizadas con prioridad y casi exclusivamente sobre el cuerpo de las mujeres, al menos hasta principios del siglo XXI. La bio-feminidad tal y como la conocemos hoy en Occidente no existe sin un conjunto de dispositivos mediáticos y biomoleculares. Las bio-mujeres son artefactos industriales modernos, tecnoorganismos de laboratorio, como las hormonas. Este desequilibrio farmacológico en la producción del género comienza a verse modificado en 1998 con el descubrimiento de los efectos de un sildenafilo sobre el pene. Cuando FranÇois d'Eaubonne inventa en 1969 el término «falocracia» para hablar de la dominación simbólica y política del falo en la cultura occidental, no hubiera podido imaginar que ese mismo falo sería en realidad objeto de una intensa vigilancia y que se convertiría en el centro de una creciente normalización biopolítica. Entre mediados del siglo XX, cuando el psiquiatra Harry Benjamin descubre el efecto de las hormonas sexuales sobre la respuesta genital a la excitación, y los albores del XXI, cuando los laboratorios Pfizer, Bayer y Lilly se disputan, bajo los nombres de Viagra, Levitra o Cialis, la comercialización de una molécula vasodilatadora capaz de provocar y mantener la erección, la masculinidad deja de ser un coto cerrado de privilegios naturales para convertirse en un dominio de capitalización e ingeniería política. La primera década de este nuevo milenio ha sido un momento sin precedentes de ansiedad política y especulación económica en torno al pene. Hoy, más que de falocracia, habría que hablar de «falocontrol», de un conjunto de dispositivos políticos que luchan por diseñar los límites de la nueva masculinidad. Se acabó el tiempo de la complaciente victimización femenina; entramos en una época en la que el control tecnomolecular de los géneros se extenderá a todo y a todos. El siglo XXI será el siglo de la producción y control farmacopornográfico de la masculinidad. El Viagra y la testosterona son las divisas de esta nueva producción molecular de la masculinidad.
Durante el siglo XX, es cierto, la investigación hormonal está marcada por un desequilibrio político; mientras que el interés por los testículos y las hormonas masculinas está dirigido a virilizar y sexualizar a los hombres, asociándose desde el principio la testosterona a la juventud, la fuerza, el deseo sexual, el vigor y la energía vital; los proyectos de investigación de las hormonas consideradas como femeninas buscan controlar la sexualidad de las mujeres y su capacidad de reproducción. En ambos casos el objetivo es una capitalización del ser vivo: la industria farmacéutica invierte en la investigación sobre hormonas femeninas esperando encontrar el ellas una fuente de riqueza a gran escala. Como nos recuerda la historiadora de la ciencia Nelly Oudshoorn, «a finales de los años treinta, en el proceso de selección de temas de estudios, después de la transformación de materias primas, las mujeres y la reproducción se vuelven el objetivo central de la investigación. El organismo masculino desaparece poco a poco del triángulo ginecología-láboratorio-industria farmacéutica como objeto de estudio». La ablación de ovarios se practica desdé la década de 1870 como remedio., se pensaba en la. época, para diversos «desarreglos de la menstruación y diversas enfermedades nerviosas atri¬buidas a los "ovarios»[3]. Las castraciones terapéuticas durante el siglo XIX, incluida la castración penal (cuyos fundamentos están relacionados tanto con la producción de la raza como con la del género), practicada en Estados Unidos sobre sujetos negros para castigar la violación de mujeres blancas, la castración eugenésica (quirúrgica o química) de los «enfermos» y «débiles mentales» . y la castración-terapéutica-de los «psicópatas sexuales», no afectarán al macho heterosexual blanco de clase media cuya masculinidad, y sus enclaves orgánicos, los testículos y el pene, son cultu-ralmente demasiado preciosos como para ser pura y simplemente extirpados. A principios del siglo XX, por primera vez, la naciente industria farmacéutica se interesa por la producción de preparaciones a base de estractos de ovarios en el tratamiento de la histeria, los problemas de fecundidad en las bio-mujeres y de estratos de testículos disecados de animales en el tratamiento de la impotencia o la fatiga sexual. Los alemanes son los primeros en experimentar durante la guerra con derivados de la testosterona en animales, en perros, pero también en humanos. En Alemania, la colecta y la transformación de la orina en la década de 1930 serán llevadas a cabo por los laboratorios Schering AG, que se convertirán después en el líder de producción y venta de la píldora anticonceptiva Yasmin. En los países ricos, a partir de la Segunda Guerra Mundial, las enfermedades infecciosas dejan paso a las enfermedades ligadas al envejecimiento y a la gestión de la sexualidad, de modificación de los afectos y de control del psiquismo, de producción del yo y regulación de la reproducción y del sistema inmunitario del cuerpo en un medio ambiente hostil. Es aquí donde la producción y comercialización de hormonas sintéticas encuentra su verdadero emplazamiento farmacopornográfico. A partir de 1950 irrumpe la utilización deportiva de la testosterona; Los laboratorios del doctor Ziegler, en Alemania, producen Dianantol (una variante oral de esteroides anabolizantes poco eficaz, puesto que la molécula de testosterona se ve atacada por las encimas del estómago) y, sobre todo, Methandosterolone (una variante inyectable más eficaz). En los años sesenta, los esteroides anabolizantes pasan al mercado farmacéutico junto con la hormona del crecimiento. A partir de entonces, todos los esteroides, testosterona, anabolizantes,etc.,están a la venta en el mercado farmacológico médico o en el mercado libre o negro paralelos. Hoy, la página del Instituto Americano de la Salud (AHI) advierte que la testosterona es una «droga adictiva» y, sobre todo, que «el consumo masculino de andrógenos a largo plazo reduce la capacidad natural de producir la hormona y puede causar ginecomastia» (es decir, crecimiento del pecho en los hombres, lo que en la jerga de los culturistas, consumidores por excelencia de andrógenos, se conoce como bitch teets, tetas de perra). No se pueden comprar libremente en el mercado. Pero se pueden obtener muchas variantes de esteroides anabolizantes en varias páginas de venta en Internet en las que se encuentra de todo: esteroides; Prozac, Zoloft, Viagra, Xenical (una molécula que induce la saciedad y promete el adelgazamiento), Ziagen (una terapia de tratamiento del VIH)..., casi de todo.
El panóptico comestible La invención de la píldora como nanotécnica de modificación hormonal doméstica, potable y comestible, es contemporánea de la invención de la noción de género, de la fabricación de la bomba atómica, de los primeros transplantes de silicona, de las primeras prótesis electrificadas, del ordenador, de la formica y de las sillas en contrachapado. La primera píldora anticonceptiva fue inventada, casi por error, por Gregory Pincus y los laboratorios Searle en 1951, bajo la forma de molécula de norethindrone, una variante sintética y asimilable por vía oral de la molécula activa de progesterona. Al explorar las redes económicas y técnicas que llevarán a la producción de la píldora, descubrimos con sorpresa que la píldora emerge en el marco de una investigación experimental de ayuda a la procreación de familias blancas católicas estériles. Los procesos de investigación y de evaluación de su eficacia técnica dejan al descubierto sus raíces coloniales: la acción y la eficacia de la primera píldora anticonceptiva será evaluada en la isla de Puerto Rico, entre las mujeres de la población negra, local y, simultáneamente, entre varios grupos de pacientes psiquiátricos del Worcester State Hospital y entre los reclusos de la prisión del Estado de Oregón entre 1956 y 1957: se evaluará la eficacia de la píldora para controlar la natalidad entre las mujeres, y su eficacia para controlar y disminuir la libido y las «tendencias homosexuales» entre los hombres. Un análisis transversal de los espacios geopolíticos e institucionales, así como de las implicaciones raciales, sexuales y de género de la utilización de las primeras moléculas, de estrógeno y progesterona sintética, permite definir la píldora no solo como un método de control de la reproducción, sino, y sobre todo, como un método de producción y de purificación de la raza, una técnica eugenésica de control de la reproducción de la especie. La píldora funciona como una pieza semiótico-material (al mismo tiempo máquina y discurso) clave dentro de la gramática racista de la cultura occidental, obsesionada por la contaminación de los linajes, la pureza de la raza, la separación de los sexos y el control de los géneros Más aún, la píldora opera desde el principio como una técnica no de control de la reproducción, sino de producción y control de género. La primera píldora inventada, aunque eficaz como control de natalidad, fue rechazada por el Instituto Americano, de la Salud (AHÍ), porque, al suprimir totalmente las reglas, venía a poner en cuestión, según el comité científico, la feminidad de las mujeres americanas. Así se inventa una segunda píldora, igualmente eficaz, pero con una diferencia: su capacidad para reproducir técnicamente los ritmos de los ciclos menstruales naturales. Si es posible hablar con Judith Butler de una producción preformativa del género, habría, que indicar que aquello que es imitado aquí no es únicamente una representación teatral o un .código semiótico, sino más bien la totalidad biológica del viviente. He llamado, a este proceso, pensando en las expresiones drag queen (hombre biológicamente definido que practica una forma visible de feminidad) y drag king (mujer biológicamente definida que practica una forma visible de masculinidad), bio-drag, travestismo somático: producción farmacopornográfica de ficciones somáticas de feminidad y masculinidad. Aquello, que es representado e imitado técnicamente a través de la píldora ya no es un código vestimentario o un estilo corporal, sino un proceso biológico; más precisamente, el ciclo menstrual. Los procesos de feminización ligados a la producción, la distribución y el consumo de la píldora muestran que las hormonas son ficciones sexopolíticas, metáforas técno-vivas que pueden ser tragadas, digeridas, asimiladas, incorporadas, artefactos fármaco-pornográficos capaces de crear formaciones corporales que se integran en organismos políticos más amplios, como las instituciones médico-legales, los Estados-Nación o las redes globales, de circulación del capital. Gracias a la administración masiva y en altas dosis de estrógenos y de progesterona a las bio-mujeres occidentales de la posguerra, la feminidad puede ser producida y reproducida en estado puro. Esta nueva feminidad microprostética es una técnica farmacopornográfica patentada y lista para ser comercializada, transferida, implantada en cualquier cuerpo viviente. Las altas dosis de estrógenos y progesterona administradas durante esta época se afirman poco a poco como cancerígenas y responsables de diferentes alteraciones cardiovasculares, sin que por ello disminuya el consumo de la píldora (más bien el consumo ha aumentado exponencial mente desde los años setenta) o sean modificadas las consignas de la Organización Mundial de la Salud.
La cantidad de estrógeno que contiene un tratamiento mensual ha pasado de 150 microgramos, y hasta 200 miligramos de progesterona en los años sesenta, a 10 microgramos de estrógeno e incluso 15 miligrarnos de diferentes variades de progestinas en los actuales planes anticonceptivos. Para ganar seguridad con dosis mínimas, la actual micropíldora (método más recetado durante los períodos de lactancia) administra dosis más pequeñas durante más días, disminuyendo los días de píldora placebo durante los que se produce lo que podríamos llamar una tecno-regla, es decir, una sangrado técnicamente inducido que produce la ilusión del ciclo natural. Se trata de métodos técnicos bio-drag, cuyo objetivo es la «mímesis del ciclo fisiológico normal». Estas técnicas de intervención hormonal, desde la segunda píldora de Pincus hasta la actual micropíldora, funcionan de acuerdo con un principio de acción paradójico: primero interrumpen el ciclo hormonal natural; después provocan técnicamente un ciclo artificial que permite restituir una ilusión de naturaleza. La primera de estas acciones es anticonceptiva; la segunda deriva de una intención de producción farmacopornográfica del género: hacer que el cuerpo de las tecno-mujeres del siglo XX siga pareciendo efecto de leyes naturales inmutables, transhistóricas y transculturales. Un estudio reciente llevado a cabo en la Universidad de Boston muestra la relación, entre consumo de la píldoras anticonceptiva, la baja de los niveles de biodisponibilidad de testósterona (se reduce entre un 40 y un 60 por 100) y la caída de la líbido en mujeres. El equipo de la Universidad de Boston advierte que la utilización de estrógeno sintético puede modificar la producción hormonal global. El mismo estudio propone la administración de testósterona en gel a bajas dosis para aumentar la función sexual en las mujeres consumidoras de la pildora. Sin embargo, la administración de testosterona para mujeres sigue siendo hoy un tabú hormonal de carácter político. Resulta interesante la producción doble y paradójica de la feminidad en el régimen farmacopornográfico (similar a la relación entre represión de la masturbación y producción de la crisis histérica por medios mecánicos en el régimen sexodisciplinario del siglo XIX: por una parte, se administra la píldora a las bio-mujeres de forma generalizada; por otra, se busca un modo farmacológico de paliar depresión y frigidez. La bio-mujer del siglo XXI surge como resultado de este cortocircuito somatopolítico; su subjetividad se modula en el estrecho margen de agenciamiento creado por estos campos de fuerza divergentes. La formación de la sociedad farmacopornográfica se caracteriza por la aparición, a mediados del siglo XX, de dos fuerzas de producción de la subjetividad sexual: por una lado, lo hemos visto, la introducción de la noción de «género» como dispositivo técnico, visual y performativo de sexuación del cuerpo, y la reorganización del sistema médico-jurídico, educativo y mediático que hasta ahora articulaba las nociones de normalidad y perversión en torno a la díada heterosexualidad/homosexualidad y que, a partir de ahora, contemplará la posibilidad de modificar técnicamente el cuerpo del individuo para «fabricar un alma» masculina o femenina. Por otro lado asistimos a la progresiva infiltración de las técnicas de control social del sistema decimonónico disciplinario dentro del cuerpo individual. Ya no se trata ni de castigar las infracciones sexuales de los individuos ni de vigilar .y corregir sus desviaciones a través de un código de leyes externas, sino de modificar sus cuerpos en tanto que plataforma viva de órganos, flujos, neurotransmisores y posibilidades de conexión y agenciamiento, haciendo de estos al mismo tiempo el instrumento, el efecto de un programa político. Cierto, estamos ante una forma, de control social, pero de «control-pop», por oposición al control frío y disciplinario que Foucault había caracterizado con el modelo de prisión de Jeremy y Samuel Bentham, el panóptico. Paradoxia, Lydia Lunch Vendí las pocas cosas que Marty y yo habíamos acumulado. Todo el mobiliario, el estéreo, mis libros, mis libros, los discos y la mayor parte de mi ropa. Tenía que largarme de L. A. inmediatamente. Antes de recaer en toda la mierda de Johnny. Me las arreglé para juntar lo suficiente para pagar un billete de ida a Europa. En lista de espera. Ámsterdam. Una Disneylandia psicodélica abarrotada de sex-shops, tiendas de tatuajes y, calle tras calle, un escaparate tras otro con putas avejentadas exhibiéndose dentro. Me sentí como en casa. En cada esquina había un chiringuito donde vendían hierba. Cientos de cafés atestados de miles de turistas, de artistas, de gente que
aspiraba a serlo, de directores de cine y de cualquier otra forma imaginable de pervertido. La afluencia de italianos borrachos, marroquíes colocados, americanos ignorantes e ingleses palurdos convertía el lugar en un paraíso para los carteristas. Tenía el número de teléfono de un disc-jockey especializado en música underground. Cuando tal cosa existía aún. Lo había conocido unos años antes en una actuación que hice en el Teatro Internacional de la Poesía y el Dolor. Me ofreció su apartmento durante el mes de agosto a cambio de que le ayudase a acabar a tiempo un trabajo, la organización de un festival de verano, de carácter anual, programado para celebrarse en su ausencia. Se iba a Tailandia en treinta y seis horas. Otro golpe de suerte. Me sugirió que llamara a Babbette, una directora de cine de vanguardia y una mujer deliciosamente curtida. Especialista en documentales sobre los movimientos radicales de los años setenta. Acababa de ser premiada con una beca para filmar una película independiente para la televisión francesa y estaba buscando a alguien que le ayudara en varios aspectos de producción. Me apunté sin pensarlo dos veces, para escamotear una quinta parte del presupuesto. Entregué un guión cuyos temas de celos, locura erótica, aislamiento y rechazo eran el vivo reflejo de las aventuras que yo había estado orquestando durante años. Tenía tres semanas para doblegar a aquella bestia, antes del inicio del rodaje. Tres emanas para merodear por mercadillos, librerías, galerías de arte, clubs nocturnos o emporios de la droga; para garabatear notas en ráfagas frenéticas, que luego iban a ser encajadas en el script. El rodaje empezó al día siguiente de presentar el guión. Un caótico revoltijo de emociones cruzadas. Conocí a Styn durante la filmación. Era el encargado de los efectos especiales. Misteriosas puertas que se abrían y se cerraban. Agujeros taladrados en la frente. Narices sanguinolentas. Heridas de guerra. Yo ya estaba acostándome con dos de los actores y me había encamado con varias de las chicas del catering. Él me dio un respiro de la penosa tarea de escribir, codirigir y actuar en una película que de todas formas no iba a ver nadie. Juntos nos tomábamos largos descansos fuera de las localizaciones, y vagábamos sin rumbo por los boscosos barrancales que flanqueaban la enorme y ruinosa finca en la que estuvimos confinados durante semanas. Yo estaba fascinada por su educación europea, su cultura y sus maneras refinadas y tranquilas. Una especie totalmente diferente. Declaraba, coincidiendo conmigo, sentir indiferencia por los remordimientos, los celos o el sentimiento de culpa. Decía que el pozo de sus emociones era una charca de poca profundidad más allá de la cual mandaba la inteligencia. La razón se imponía cuando la fibra sensible aflojaba, y eso le ahorraba las heridas autoinfligidas del amor perdido, el ego destrozado o las relaciones tormentosas. Encontrar su punto débil era un desafío. Me seducía con pasajes robados a Blanchot, a Bataille o a Foucault. Yo me dejaba seducir por sus cortos monólogos cuya belleza me llenaba de hastío y melancolía. Cuando estaba a punto de llorar, él reía quedamente y me susurraba que era hora de volver al trabajo. La filmación estaba a punto de terminar. Styn me sugirió que lo celebráramos y me invitó a cenar. Tenía un piso de soltero en una segunda planta, que daba a uno de los muchos canales que entrecruzaban la ciudad. Unas tenues luces blancas y una música anodina no hacían presagiar la pesadilla en ciernes. Un exquisito pescado blanco, una sopera llena de un suave consomé, fruta, vino. Sencillo. Elegante. Hasta que empecé a sentir náuseas. Mareos. Ni siquiera habíamos acabado de comer cuando la habitación entera comenzó a dar vueltas. La vista me flojeaba. Estaba a punto de desplomarme. Ebria, pero no de vino. Me pregunté si habría echado algo en mi copa… quizás un tósigo ligero. Un poco de arsénico. Belladona. La obra de Bataille El azul del cielo, hecha realidad. Styn parecía preocupado y a la vez divertido por mi percance. Me llevó con delicadeza hasta su cama y me pasó un trapo húmedo por la cara. Dijo que tal vez la comida fuera demasiado rica en proteínas, excesivamente dulce, o que quizá estuviese en mal estado. Empezó a halagarme, susurrándome lo bien que me sentaban las náuseas. Cómo daban una palidez radiante, un lustre luminoso, a mi ya de por sí blanquísima piel. Afirmaba que estaba resplandeciente, fascinante, maravillosa, algo digno de ver.
Y que se estaba empalmando. Estaba rígido. Que si me importaba si se quitaba los pantalones, para darle un respiro a su excitación. Que la ropa lo estrangulaba. Mientras tanto seguía murmurando cuánto me favorecían las náuseas. Le pedí que me ayudara a ir al baño. Ya no podía controlar los espasmos que me hacían estremecer el cuerpo. Necesitaba vomitar, mear, cagar. Estaba a punto de ensuciarme toda. Con el mayor cuidado me despojó del vestido, de las bragas y del sujetador; los dobló meticulosamente y los colocó encima del toallero. Sus maneras sofisticadas me recordaron las de un sirviente bien pagado. Insistió en que me arrodillara ante el retrete, que me purgara, que no fuera tímida. Que él estaba allí para ayudarme. Se quedó a mi lado, comprobando mi pulso, mi temperatura. Las pupilas de mis ojos. Las inmaculadas baldosas blancas brillaban reflejándose unas en otras, aumentando mi vértigo. Mi estómago se retorcía. Comencé a expulsar gran parte de la comida, bilis. Orinando y defecando al mismo tiempo encima del retrete, de las baldosas, de mis muslos. Mis entrañas, agitadas por las convulsiones, chorreaban por cada orificio. Me desmayé y recuperé la consciencia varias veces. Perdí la noción del tiempo. No tenía idea de cuánto rato pasé tirada junto al retrete. Estremeciéndome. Con las tripas gimiendo. El sonido del disparador de la cámara que me estaba ametrallando me sobresaltó. El hijo de puta había estado fotografiando todo mi calvario. Poco a poco, empecé a recuperarme. Reuní la fuerza suficiente para levantar la cabeza, pedir un vaso de agua. Styn sonrió con dulzura e hizo girar la manecilla de la ducha. Retiró de la pared el enorme grifo, comprobó la temperatura del agua y orientó el chorro hacia las baldosas que había encima de mi cabeza, bautizándome con gotitas de agua fría. Trazó mi silueta en el suelo, me hizo cosquillas en los pies con chorros intermitentes, y acabó el masaje líquido entre mis piernas. Aumentando la presión seductoramente. Aguantándola allí lo bastante para que mi pulso se desbocara. Entonces me golpeó en la boca. Un manotazo de agua, duro y frío, me hizo separar los labios y me obligó a engullir. Sonriendo mientras yo me ahogaba. Me hacía estremecer. Comenzó a frotarse la polla, que había estado expuesta todo el rato, con unos cuantos meneos enérgico a la vez que seguía disparando la cámara. Mantenía mis piernas separadas con la punta de su zapato. Apretaba la gruesa manguera de la ducha contra mi delicada flor. Mis piernas empezaron a moverse espasmódicamente. Mi cabeza se agitaba de un lado hacia otro. Las arcadas fueron amainando. El orgasmo se iba acercando. De vez en cuando la luz del flash rebotaba en las blancas paredes. Yo me sentía demasiado débil para protestar. Toda vanidad sería inútil. Estallamos los dos. Aquella visión enfermiza quedó grabada como una película en nuestra memoria, para referencia futura. Dejó caer la manguera y se arrodilló junto a mí. Me besó los pies, murmurando letanías acerca de mi belleza en francés, alemán y holandés. Me lavó con cuidado. Una sonrisa angelical besaba sus labios. Yo estaba completamente exhausta, paralizada por el cansancio. Me llevó a su cama. Me dijo que descansara, que durmiera, que tenía que recuperar fuerzas. Yo era incapaz de reprocharle las notas que seguía tomando mientras la película rebobinaba dentro de la cámara.