Cuento aprincipado, embrujado y erizado Había una vez, en el reino de Moladovia, una reina y un rey que tenían una única hija. La princesa era malísima y – como si fuera poco – también fea como el sarampión. – ¡No puede ser! – chillaban los soberanos cuando nadie los veía -. ¡Las princesas de los cuentos son siempre buenas y hermosas! Cerca del palacio, vivía la bruja Cunegunda, madre – claro está – de una brujita. Pero de una brujita distinta de todas las conocidas… Era muy, muy bondadosa y – como si esto fuera poco – una estrella de linda. – ¡No puede ser! – pataleaba Cunegunda cuando nadie la veía - ¡las brujas de los cuentos son siempre malvadas y horribles! Cierto día, apareció una fantástica carroza en las calles de Moladovia, tirada por diecinueve caballos negros. Se detuvo frente a la plaza principal del reinado. Enseguida, bajó de ella un corpulento erizo uniformado y tocó la trompeta. Cuando casi todos los habitantes de Moladovia llenaron la plaza y sus alrededores, el erizo plantó un cartel junto a la carroza. En el cartel decía: Aquí ha llegado el riquísimo príncipe de Ulitania. Busca novia para casarse de inmediato. Invita a las jovencitas que se encuentren en edad de contraer matrimonio, para que se presenten en este lugar. Las interesadas, hagan cola hacia la derecha y – por favor – no amontonarse. Al raro, se formó una larguísima hilera de muchachas. Hasta la propia princesa esperaba turno. Lo raro era que estaba en último lugar, furiosa y protestando por lo bajo, ya que hasta allí la habían conducido sus padres casi a la rastra, decididos a librarse de la hija tan insoportable. Ella se había dado cuenta y ni loca pensaba darles el gusto. Estaban convencidos de que el poderoso príncipe la elegiría, después de rechazar a las demás. (Aunque mala y repelente, era una verdadera princesa, ¡ja!). Pero ocurrió que hasta la princesa fue rechazada, al igual que cientos de chicas que se habían presentado. Y había sido el erizo quien – tras consultar misteriosamente por un agujerito de la carroza – anunció que Mi señor dice que con ésta no, con ésta tampoco, con ésta menos… y con aquella menos que menos… De este modo fueron descartadas todas las aspirantes a novia, hasta la mismísima princesa de Moladovia. La bruja Cunegunda – subida a un árbol y muerta de risa – observó la increíble escena. Imaginaba que pronto sería rica a costillas de su hija. – Puaj – murmuraba – la condenada sí que es buenísima y hermosa, ¡aj! Entonces, empujó a la brujita para que se acercara a la carroza. Casi a las patadas la condujo, porque su hija no quería saber nada de casarse con alguien a quien no conocía, por más potentado príncipe de Ulitania que fuese. Por eso – cuando estuvo frente al erizo – le susurró, en un cortejado hilito de voz: – Yo no deseo ser la esposa de tu príncipe… Nunca lo vi… Cómo puedo amarlo si no sé cómo es… Además… la verdad… soy una brujita… Y se echó a llorar. En ese mismo momento en que la pobre se echó a llorar, un relámpago alumbró carroza y erizo. Y la carroza se partió en gajos, se hizo humo y su sitio lo ocupó un enorme globo de gas, listo para partir. Y el erizo se transformó en invisible y en su lugar apareció un dulce muchacho que le dijo a la brujita, ante el asombro de todos: – Amor mío, ¡por fin volvemos a encontrarnos…! Sin entender nada, la brujita parpadeó durante unos instantes. Ya se secaba las últimas lágrimas cuando – de repente – recordó algo y se arrojó a los brazos del joven. Gritaba, mientras repetía: – Sí, sí, sí; recuperé la memoria, mi vida; ya recuerdo… ¡Nos encantaron! – Nos separaron en otro cuento y… – agregaba él –…nos convirtieron en erizo y bruja y nos mandaron a éste… Entonces, se tomaron de las manos y subieron al globo. Antes de despegarse de la historia a la que no pertenecían, se despidieron del gentío que los rodeaba y que los miraba con las bocas abiertas, sin comprender ni mu de lo que estaba sucediendo. – Chau… Adiós… Hasta nunca jamás… – exclamaban a dúo –. ¡Ahora vamos a inventar nuestro cuento, nuestro cuento! El globo se elevó por los aires, llevándose a los felices novios. – ¡No puede ser! – afirmó el reino de Moladovia entero. Pero sí; pudo ser. Por eso, llegamos a un colorín – colorado desprincipado, deserizado y desembrujado. Elsa Bornemann