Andersen, Hans Christian - Una Historia

  • June 2020
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Hans Christian Andersen Una historia ************** En el jard�n florec�an todos los manzanos; se hab�an apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relami�ndose el resplandor del sol, relami�ndoselo de su propia pata. Y si uno dirig�a la mirada a los campos, ve�a lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues hab�a llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. S�, en todo se reflejaba la alegr�a; era un d�a tan tibio y tan magn�fico, que bien pod�a decirse: - Verdaderamente, Dios Nuestro Se�or es de una bondad infinita para con sus criaturas. En el interior de la iglesia, el pastor, desde el p�lpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descre�dos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y dec�a adem�s que su gusano no morir�a, ni su fuego se apagar�a nunca, y que jam�s encontrar�an la paz y el reposo. �Daba pavor o�rlo, y se expresaba, adem�s, con tanta convicci�n...! Describ�a a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; all� no hay m�s aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundir�an continuamente, en eterno silencio. Era horrible o�r todo aquello, pero el p�rroco lo dec�a con toda su alma, y todos los presentes se sent�an sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, all� fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parec�a decir: �Dios es infinitamente bueno para todos nosotros�. S�, all� fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el p�rroco. Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observ� que su esposa permanec�a callada y pensativa. - �Qu� te pasa? -le pregunt�. - Me pasa... -respondi� ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas imp�as y que han de ser condenadas al fuego eterno. �Eterno...! �Ay, qu� largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendr�a valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al m�s perverso de los pecadores. �C�mo podr�a, pues, hacerlo Dios Nuestro Se�or, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por m�s que t� lo digas. Hab�a llegado el oto�o, y las hojas ca�an de los �rboles; el grave y severo p�rroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa. - ...Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, �sa eres t� -dijo el pastor. Le cruz� las manos sobre el pecho y rez� una oraci�n para la difunta. La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas l�grimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la

soledad: el sol del hogar se hab�a apagado; ella se hab�a ido. Era de noche; un viento fr�o azot� la cabeza del cl�rigo. Abri� los ojos y le pareci� como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era as�. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el esp�ritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresi�n afligida, como si quisiera decirle algo. El p�rroco se incorpor� en el lecho y extendi� hacia ella los brazos: - �Tampoco t� gozas del eterno descanso? �Es posible que sufras, t�, la mejor y la m�s piadosa? La muerta baj� la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho. - �Podr�a yo procurarte el reposo en la sepultura? - Si -lleg� a sus o�dos. - �De qu� manera? - Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jam�s haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno. - �Oh, ser� f�cil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclam� �l. - �S�gueme, pues! -contest� la muerta-. As� nos ha sido concedido. Volar�s a mi lado all� donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones m�s secretos, pero deber�s se�alarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendr�s que haberlo encontrado antes de que cante el gallo. En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales. - S�, ah� dentro, como ya pensaba y sab�a -dijo el p�rroco� moran los destinados al fuego eterno -. Y se encontraron frente a un portal magn�ficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de m�sica de baile. El portero luc�a librea de seda y terciopelo y empu�aba un bast�n con incrustaciones de plata. - �Nuestro baile compite con los del Palacio Real! - dijo, dirigi�ndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento: ��Pobre gentuza que mir�is desde fuera, para m� todos sois canalla despreciable!�. - �Orgullo! -dijo la muerta-. �Lo ves? - �Ese? -contest� el p�rroco-. Pero �se no es m�s que un loco, un necio; �c�mo ha de ser condenado a las penas eternas? - �No m�s que un loco! -reson� por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran. Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escu�lido como un esqueleto, tiritando de fr�o, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su m�sero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. All� hab�a monedas de oro metidas en un viejo calcet�n. Lo vieron c�mo palpaba su chaqueta androjosa, donde ten�a cosidas m�s monedas, y sus dedos h�medos temblaban. - �Est� enfermo! Es puro desvar�o, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas. Se alejaron r�pidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la c�rcel, donde, en una larga hilera de camastros, dorm�an los reclusos. Uno de ellos despert�, y, como un animal salvaje, lanz� un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compa�ero, el cual, volvi�ndose, exclam� medio dormido: - �C�llate la boca, so bruto, y duerme! �Todas las noches haces lo mismo! - �Todas las noches! -repiti� el otro- ...�S�, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nac� con malos instintos, y ellos me han llevado aqu� por segunda vez; pero obr� mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando sal� de aqu� la �ltima vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendi� en m� el

odio. Frot� un f�sforo contra la pared, el fuego prendi� en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pas� el arrebato, como suele ocurrirme, y ayud� a salvar el ganado y los enseres. Ning�n ser vivo muri� abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mast�n, en el que no hab�a pensado. Se le o�a aullar entre las llamas... y sus aullidos siguen lastim�ndome los o�dos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre m� aullando y oprimi�ndome, atorment�ndome... �Escucha lo que te cuento, pues! T� puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un pu�etazo en la cara. - �Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los dem�s presos se lanzaron contra �l, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, at�ndolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros. - �Vais a matarlo, infeliz! -grit� el p�rroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufr�a, cambi� bruscamente la escena. Volaron a trav�s de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los dem�s pecados capitales desfilaron ante ellos; un �ngel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; �l, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrev�a a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las l�grimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno. En esto cant� el gallo. - �Dios misericordioso! �Conc�dele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle! - �Gozo de ella, ya! -exclam� la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombr�a fe en Dios y en sus criaturas. �Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagar� y vencer� las llamas de infierno. El sacerdote sinti� un beso en sus labios; hab�a luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro Se�or entraba en la habitaci�n, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sue�o que Dios le hab�a enviado.

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