Andersen, Hans Christian - Historia De Una Madre

  • June 2020
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  • Words: 1,896
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Hans Christian Andersen Historia de una madre

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Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues tem�a que el peque�o se muriera. �ste, en efecto, estaba p�lido como la cera, ten�a los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiraci�n profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura. Llamaron a la puerta y entr� un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parec�a una manta de caballo; son mantas que calientan, pero �l estaba helado. Se estaba en lo m�s crudo del invierno; en la calle todo aparec�a cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante. Como el viejo tiritaba de fr�o y el ni�o se hab�a quedado dormido, la madre se levant� y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. �ste se hab�a sentado junto a la cuna, y mec�a al ni�o. La madre volvi� a su lado y se estuvo contemplando al peque�o, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. - �Crees que vivir�? -pregunt� la madre-. �El buen Dios no querr� quit�rmelo! El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extra�o con la cabeza; lo mismo pod�a ser afirmativo que negativo. La mujer baj� los ojos, y las l�grimas rodaron por sus mejillas. Ten�a la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se qued� un momento como aletargada; pero volvi� en seguida en s�, temblando de fr�o. - �Qu� es esto? -grit�, mirando en todas direcciones. El viejo se hab�a marchado, y la cuna estaba vac�a. �Se hab�a llevado al ni�o! El reloj del rinc�n dej� o�r un ruido sordo, la gran pesa de plomo cay� rechinando hasta el suelo, �paf!, y las agujas se detuvieron. La desolada madre sali� corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve hab�a una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo: - La Muerte estuvo en tu casa; lo s�, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. �Jam�s devuelve lo que se lleva! - �Dime por d�nde se fue! -suplic� la madre-. �Ens��ame el camino y la alcanzar�! - Conozco el camino -respondi� la mujer vestida de negro pero antes de dec�rtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu peque�o. Me gustan, las o� muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus l�grimas mientras cantabas. - �Te las cantar� todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo. Pero la Noche permaneci� muda e inm�vil, y la madre, retorci�ndose las manos, cant� y llor�; y fueron muchas las canciones, pero fueron a�n m�s las l�grimas. Entonces dijo la Noche: - Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En �l vi desaparecer a la Muerte con el ni�o. Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sab�a por d�nde tomar. Levant�base all� un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.

- �No has visto pasar a la Muerte con mi hijito? - S� -respondi� el zarzal- pero no te dir� el camino que tom� si antes no me calientas apret�ndome contra tu pecho; me muero de fr�o, y mis ramas est�n heladas. Y ella estrech� el zarzal contra su pecho, apret�ndolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluy� a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: �tal era el ardor con que la acongojada madre lo hab�a estrechado contra su coraz�n! Y la planta le indic� el camino que deb�a seguir. Lleg� a un gran lago, en el que no se ve�a ninguna embarcaci�n. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no ten�a m�s remedio que cruzarlo si quer�a encontrar a su hijo. Ech�se entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero �qu� criatura humana ser�a capaz de ello! Mas la angustiada madre no perd�a la esperanza de que sucediera un milagro. - �No, no lo conseguir�s! -dijo el lago-. Mejor ser� que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas m�s puras que jam�s he visto. Si est�s dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conducir� al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y �rboles; cada uno de ellos es una vida humana. - �Ay, qu� no diera yo por llegar a donde est� mi hijo! -exclam� la pobre madre-, y se ech� a llorar con m�s desconsuelo a�n, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en precios�simas perlas. El lago la levant� como en un columpio y de un solo impulso la situ� en la orilla opuesta. Se levantaba all� un gran edificio, cuya fachada ten�a m�s de una milla de largo. No pod�a distinguirse bien si era una monta�a con sus bosques y cuevas, o si era obra de alba�iler�a; y menos lo pod�a averiguar la pobre madre, que hab�a perdido los ojos a fuerza de llorar. - �D�nde encontrar� a la Muerte, que se march� con mi hijito? -pregunt�. - No ha llegado todav�a -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. �Qui�n te ha ayudado a encontrar este lugar? - El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y t� lo ser�s tambi�n. �D�nde puedo encontrar a mi hijo? - Lo ignoro -replic� la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos �rboles y flores; no tardar� en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabr�s que cada persona tiene su propio �rbol de la vida o su flor, seg�n su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un coraz�n; el coraz�n de un ni�o puede tambi�n latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, �qu� me dar�s si te digo lo que debes hacer todav�a? - Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero ir� por ti hasta el fin del mundo. - Nada hay all� que me interese -respondi� la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te dar� yo la m�a, que es blanca, pero tambi�n te servir�. - �Nada m�s? -dijo la madre-. T�mala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se qued� con el suyo, blanco como la nieve. Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crec�an �rboles y flores en maravillosa mezcolanza. Hab�a preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peon�as fuertes como �rboles; y hab�a tambi�n plantas acu�ticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crec�an soberbias palmeras, robles y pl�tanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada �rbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona viv�a a�n: �ste en la China, �ste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Hab�a grandes �rboles plantados en macetas tan peque�as y angostas, que parec�an a punto de estallar; en cambio, ve�anse m�seras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclin�ndose sobre las plantas m�s diminutas, oyendo el latido del coraz�n humano que hab�a en cada una;

y entre millones reconoci� el de su hijo. - �Es �ste! -exclam�, alargando la mano hacia una peque�a flor azul de azafr�n que colgaba de un lado, gravemente enferma. - �No toques la flor! -dijo la vieja-. Qu�date aqu�, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amen�zala con hacer t� lo mismo con otras y entonces tendr� miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna. De pronto sinti�se en el recinto un fr�o glacial, y la madre ciega comprendi� que entraba la Muerte. - �C�mo encontraste el camino hasta aqu�? -pregunt�.- �C�mo pudiste llegar antes que yo? - �Soy madre! -respondi� ella. La Muerte alarg� su mano huesuda hacia la flor de azafr�n, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopl� sobre sus manos y ella sinti� que su soplo era m�s fr�o que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes. - �Nada podr�s contra m�! -dijo la Muerte. - �Pero s� lo puede el buen Dios! -respondi� la mujer. - �Yo hago s�lo su voluntad! -replic� la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus �rboles y flores y los trasplanto al jard�n del Para�so, en la tierra desconocida; y t� no sabes c�mo es y lo que en el jard�n ocurre, ni yo puedo dec�rtelo. - �Devu�lveme mi hijo! -rog� la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y grit� a la Muerte: - �Las arrancar� todas, pues estoy desesperada! - �No las toques! -exclam� la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como t�. - �Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. �Qui�n es esa madre? - Ah� tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; �brillaban tanto! No sab�a que eran los tuyos. T�malos, son m�s claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que est� a tu lado; te dir� los nombres de las dos flores que quer�as arrancar y ver�s todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir. Mir� ella al fondo del pozo; y era una delicia ver c�mo una de las flores era una bendici�n para el mundo, ver cu�nta felicidad y ventura esparc�a a su alrededor. La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones. - Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte. - �Cu�l es la flor de la desgracia y cu�l la de la ventura? -pregunt� la madre. - Esto no te lo dir� -contest� la Muerte-. S�lo sabr�s que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo. La madre lanz� un grito de horror: - �Cu�l de las dos era mi hijo? �D�melo, s�came de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, l�bralo de la miseria, ll�vaselo antes. �Ll�vatelo al reino de Dios! �Olv�date de mis l�grimas, olv�date de mis s�plicas y de todo lo que dije e hice! - No te comprendo -dijo la Muerte-. �Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con �l adonde ignoras lo que pasa? La madre, retorciendo las manos, cay� de rodillas y elev� esta plegaria a Dios Nuestro Se�or: - �No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la m�s sabia! �No me escuches! �No me escuches! Y dej� caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el ni�o, hacia el mundo desconocido.

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