Hans Christian Andersen La sombra
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�Es terrible lo que quema el sol en los pa�ses c�lidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los pa�ses m�s t�rridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a o�r la historia de un sabio que de los pa�ses fr�os pas� sin transici�n a los c�lidos, y cre�a que podr�a seguir viviendo all� como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opini�n. Durante el d�a tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. Hubi�rase dicho que la casa entera dorm�a o que no hab�a nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que resid�a nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediod�a hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras fr�as era un hombre joven e inteligente; ten�a la impresi�n de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afect� de tal modo que adelgaz� terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volvi�ndose mucho m�s peque�a que cuando se hallaba en su pa�s; el sol la absorb�a tambi�n. S�lo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se hab�a ocultado. Era un espect�culo que daba gusto. No bien se encend�a la luz de la habitaci�n, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; deb�a estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio sal�a al balc�n, para estirarse en �l, y en cuanto aparec�an las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sent�a pasar de muerte a vida. En todos los balcones de las casas - en los pa�ses c�lidos, todas las casas tienen balcones - se ve�a gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general sal�an a la calle con sus mesas y sillas, y ard�a la luz, y m�s de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos f�nebres, los golfillos callejeros encend�an petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animaci�n. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se manten�a en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues hab�a flores en el balc�n, flores que crec�an ub�rrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habr�a sido imposible de no ser regadas; alguien deb�a regarlas, pues, y, por tanto, alguien deb�a de vivir en la casa. Al atardecer abr�an tambi�n el balc�n, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba m�sica. Al sabio extranjero aquella m�sica le parec�a maravillosa, pero tal vez era pura imaginaci�n suya, pues lo encontraba todo estupendo en los pa�ses c�lidos; �l�stima que el sol quemara tanto! El patr�n de la casa donde resid�a le dijo que ignoraba qui�n viv�a enfrente; nunca se ve�a a nadie, y en cuanto a la m�sica, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. ��La sacar�!�, piensa; pero no lo conseguir�, por mucho que toque. Una noche el forastero se despert�. Dorm�a con el balc�n abierto, el viento levant� la cortina, y al hombre le pareci� que del balc�n fronterizo ven�a un brillo misterioso; todas las flores reluc�an como llamas, con los colores m�s espl�ndidos, y en medio de ellas hab�a una esbelta y hermosa doncella; parec�a
brillar ella tambi�n. El sabio se sinti� deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sue�o y abri� los ojos cuanto pudo. De un salto baj� de la cama; sin hacer ruido se desliz� detr�s de la cortina, pero la muchacha hab�a desaparecido, y tambi�n el resplandor; las flores no reluc�an ya, pero segu�an tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una m�sica tan deliciosa, que verdaderamente parec�a cosa de sue�o. Era como un hechizo; pero, �qui�n viv�a all�? �D�nde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en �stas estuviera la entrada. Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balc�n; ten�a la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balc�n; y cuando el extranjero se mov�a, mov�ase tambi�n ella, como ya se comprende. - Creo que mi sombra es lo �nico viviente que se ve ah� delante -dijo el sabio-. �Cuidado que est� graciosa, sentada entre las flores! La puerta est� entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podr�a aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contar�a lo que hubiese visto. �Venga, sombra -dijo bromeando-, an�mate y s�rveme de algo! Entra, �quieres? -y le dirigi� un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolvi�-. Bueno, vete, pero no te marches del todo -. El extranjero se levant�, y la sombra, en el balc�n fronterizo, levant�se a su vez; el hombre se volvi�, y la sombra se volvi� tambi�n. Si alguien hubiese reparado en ello, habr�a observado c�mo la sombra se met�a, por la entreabierta puerta del balc�n, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitaci�n, dejando caer detr�s de si la larga cortina. A la ma�ana siguiente nuestro sabio sali� a tomar caf� y leer los peri�dicos. �Qu� significa esto? -dijo al entrar en el espacio soleado-. �No tengo sombra! Entonces ser� cierto que se march� anoche y no ha vuelto. �Esto s� que es bueno! Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conoc�a el cuento del hombre que hab�a perdido su sombra, cuento muy popular en los pa�ses fr�os. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusar�an de plagiario, y no quer�a pasar por tal. Por eso prefiri� no hablar del asunto, y en esto obr� muy cuerdamente. Al anochecer sali� de nuevo al balc�n, despu�s de colocar la luz detr�s de �l, pues sab�a que la sombra quiere tener siempre a su se�or por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo peque�o, se agrand�, pero la sombra no se dej� ver. El hombre la llam� con una tosecita significativa: �ajem, ajem!, pero en vano. Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los pa�ses c�lidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho d�as observ� nuestro sabio, con gran satisfacci�n, que, tan pronto como sal�a el sol, le crec�a una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, hab�an quedado las ra�ces. A las tres semanas ten�a una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendi� a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin lleg� � ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habr�a bastado. As� lleg� el sabio a su tierra, donde escribi� libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron d�as y a�os; muchos a�os. Una tarde estaba nuestro hombre en su habitaci�n, y he aqu� que llamaron a la puerta muy quedito. - �Adelante! -dijo, pero no entr� nadie. Se levant� entonces y abri� la puerta: se present� a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida. - �Con qui�n tengo el honor de hablar? -pregunt� el sabio. - Ya dec�a yo que no me reconocer�a -contest� el desconocido-. Me he vuelto tan corp�rea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pens� usted en verme en este estado de prosperidad. �No reconoce a su antigua sombra? Sin duda crey� que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separ� de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustar�a comprar mi libertad, tengo medios
para hacerlo -. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. �C�mo refulg�an los brillantes en sus dedos! Y todos aut�nticos, adem�s.