Hans Christian Andersen La margarita
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Oid bien lo que os voy a contar: All� en la campa�a, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro habr�is visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. All� cerca, en el foso, en medio del bello y verde c�sped, crec�a una peque�a margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jard�n; y as� crec�a ella de hora en hora. All� estaba una ma�ana, bien abiertos sus peque�os y blanqu�simos p�talos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dol�a de ser una pobre flor insignificante; se sent�a contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mir�ndolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire. As�, nuestra margarita era tan feliz como si fuese d�a de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los ni�os estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprend�a a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurri� que la alondra cantaba aquello mismo que ella sent�a en su coraz�n; y la margarita mir� con una especie de respeto a la avecilla feliz que as� sab�a cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo tambi�n ella. ��Veo y oigo! -pensaba-; el sol me ba�a y el viento me besa. �Cu�n bueno ha sido Dios conmigo!�. En el jard�n viv�an muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, m�s presum�an. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tama�o lo que vale. Los tulipanes exhib�an colores maravillosos; bien lo sab�an y por eso se ergu�an todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atenci�n a la humilde margarita de all� fuera, la cual los miraba, pensando: ��Qu� ricos y hermosos son! �Seguramente vendr�n a visitarlos las aves m�s espl�ndidas! �Qu� suerte estar tan cerca; as� podr� ver toda la fiesta!�. Y mientras pensaba esto, ��chirrit!�, he aqu� que baja la alondra volando, pero no hacia el tulip�n, sino hacia el c�sped, donde estaba la peque�a margarita. �sta tembl� de alegr�a, y no sab�a qu� pensar. El avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: ��Qu� mullida es la hierba! �Qu� linda florecita, de coraz�n de oro y vestido de plata!�. Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita reluc�a como oro, y eran como plata los diminutos p�talos que lo rodeaban. Nadie podr�a imaginar la dicha de la margarita. El p�jaro la bes� con el pico y, despu�s de dedicarle un canto melodioso, volvi� a remontar el vuelo, perdi�ndose en el aire azul. Transcurri� un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, mir� a las dem�s flores del jard�n; habiendo presenciado el honor de que hab�a sido objeto, sin duda comprender�an su alegr�a. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero ten�an las caras enfurru�adas y coloradas, pues la escena les hab�a molestado. Las peonias ten�an la cabeza toda hinchada. �Suerte que no pod�an hablar! La margarita hubiera o�do cosas bien desagradables. La pobre advirti� el malhumor de las dem�s, y lo sent�a en el alma. En �stas se present� en el jard�n una muchacha, armada de un gran cuchillo,
afilado y reluciente, y, dirigi�ndose directamente hacia los tulipanes, los cort� uno tras otro. ��Qu� horror! -suspir� la margarita-. �Ahora s� que todo ha terminado para ellos!�. La muchacha se alej� con los tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el c�sped, y de ser una humilde florecilla. Y sinti� gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, pleg� sus hojas para dormir, y toda la noche so�� con el sol y el pajarillo. A la ma�ana siguiente, cuando la margarita, feliz, abri� de nuevo al aire y a la luz sus blancos p�talos como si fuesen diminutos brazos, reconoci� la voz de la avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. �Buenos motivos ten�a para ello la pobre alondra! La hab�an cogido y estaba prisionera en una jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas. �La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada en la jaula! �C�mo hubiera querido ayudarla, la margarita! Pero, �qu� hacer? No se le ocurr�a nada. Olvid�se de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; s�lo sab�a pensar en el p�jaro cautivo, para el cual nada pod�a hacer. De pronto salieron dos ni�os del jard�n; uno de ellos empu�aba un cuchillo grande y afilado, como el que us� la ni�a para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita, que no acertaba a comprender su prop�sito. - Podr�amos cortar aqu� un buen trozo de c�sped para la alondra -dijo uno, poni�ndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor qued� en el centro. - �Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de p�nico, pues si la arrancaban morir�a, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el c�sped a la jaula de la alondra encarcelada. - No, d�jala -dijo el primero-; hace m�s bonito as� - y de esta forma la margarita se qued� con la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra. Pero la infeliz avecilla segu�a llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La margarita no sab�a pronunciar una sola palabra de consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurri� toda la ma�ana. ��No tengo agua! -exclam� la alondra prisionera-. Se han marchado todos, y no han pensado en ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy calenturienta, y el aire es muy pesado. �Ay, me morir�, lejos del sol, de la fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!�, y hundi� el pico en el c�sped, para reanimarse un poquit�n con su humedad. Entonces se fij� en la margarita, y, salud�ndola con la cabeza y d�ndole un beso, dijo: �Tambi�n t� te agostar�s aqu�, pobre florecilla! T� y este pu�ado de hierba verde es cuanto me han dejado de ese mundo inmenso que era m�o. Cada tallito de hierba ha de ser para m� un verde �rbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor. �Ah, t� me recuerdas lo mucho que he perdido! ��Qui�n pudiera consolar a esta avecilla desventurada!� -pensaba la margarita, sin lograr mover un p�talo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho m�s intenso del que suele serles propio. Lo advirti� la alondra, y aunque sent�a una sed abrasadora que le hac�a arrancar las briznas de hierba una tras otra, no toc� a la flor. Lleg� el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. �ste extendi� las lindas alas, sacudi�ndolas espasm�dicamente; su canto se redujo a un melanc�lico ��pip, pip!�; agach� la cabeza hacia la flor y su coraz�n se quebr�, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, plegar las alas y entregarse al sue�o, y qued� con la cabeza colgando, enferma y triste. Los ni�os no comparecieron hasta la ma�ana siguiente, y al ver el p�jaro muerto se echaron a llorar. Vertiendo muchas l�grimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron luego con p�talos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en una hermosa caja colorada, pues hab�an pensado hacerle un entierro principesco. Mientras vivi� y cant� se olvidaron de �l, dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo
enterraban con gran pompa y muchas l�grimas. El trocito de c�sped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pens� en aquella florecilla que tanto hab�a sufrido por el pajarillo, y que tanto habr�a dado por poderlo consolar.