Andersen, Hans Christian - El Yesquero

  • June 2020
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Hans Christian Andersen El yesquero

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Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. �Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues ven�a de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aqu� que se encontr� en el camino con una vieja bruja. �Uf!, �qu� espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho. - �Buenas tardes, soldado! - le dijo -. �Hermoso sable llevas, y qu� mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a ense�arte la manera de tener todo el dinero que desees. - �Gracias, vieja bruja! - respondi� el soldado. - �Ves aquel �rbol tan corpulento? - prosigui� la vieja, se�alando uno que crec�a a poca distancia -. Por dentro est� completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y ver�s un agujero; te deslizar�s por �l hasta que llegues muy abajo del tronco. Te atar� una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames. - �Y qu� voy a hacer dentro del �rbol? - pregunt� el soldado. - �Sacar dinero! - exclam� la bruja -. Mira; cuando est�s al pie del tronco te encontrar�s en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran m�s de cien l�mparas. Ver�s tres puertas; podr�s abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitaci�n encontrar�s en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de caf�; pero no te apures. Te dar� mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges r�pidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deber�s entrar en el otro aposento; en �l hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa m�s el oro, puedes tambi�n obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en �l tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. �A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te har� ning�n da�o, y podr�s sacar de la caja todo el oro que te venga en gana. - �No est� mal!- exclam� el soldado -. Pero, �qu� habr� de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querr�s para ti. - No - contest� la mujer -, ni un c�ntimo. Para m� sacar�s un viejo yesquero, que mi abuela se olvid� ah� dentro, cuando estuvo en el �rbol la �ltima vez. - Bueno, pues �tame ya la cuerda a la cintura - convino el soldado. - Ah� tienes - respondi� la bruja -, y toma tambi�n mi delantal azul. Subi�se el soldado a la copa del �rbol, se desliz� por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontr� muy pronto en el espacioso corredor en el que ard�an las l�mparas. Y abri� la primera puerta. �Uf! All� estaba el perro de ojos como tazas de caf�, mir�ndolo fijamente.

- �Buen muchacho! - dijo el soldado, cogiendo al animal y deposit�ndolo sobre el delantal de la bruja. Llen�se luego los bolsillos de monedas de cobre, cerr� la caja, volvi� a colocar al perro encima y pas� a la habitaci�n siguiente. En efecto, all� estaba el perro de ojos como ruedas de molino. - Mejor har�as no mir�ndome as� -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sent� al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tir� todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llen� los bolsillos y la mochila de las del blanco metal. Pas� entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro ten�a, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los mov�a como s� fuesen ruedas de molino. - �Buenas noches! -dijo el soldado llev�ndose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo hab�a visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pens�: �Bueno, ya est� visto�, cogi� al perro, lo puso en el suelo y abri� la caja. �Se�or, y qu� montones de oro! Habr�a como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazap�n de las pasteler�as y todos los soldaditos de plomo, l�tigos y caballos de madera de balanc�n del mundo entero. �All� s� que hab�a oro, palabra! Tir� todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplaz� por otras de oro, y se llen� los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas pod�a moverse. �No era poco rico, ahora! Volvi� a poner al perro sobre la caja, cerr� la puerta y, por el hueco del tronco, grit� - �S�beme ya, vieja bruja! - �Tienes el yesquero? - pregunt� la mujer. - �Caramba! - exclam� el soldado -, �pues lo hab�a olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sac� del �rbol, y nuestro hombre se encontr� de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro. - �Para qu� quieres el yesquero? - pregunt� el soldado. - �Eso no te importa! - replic� la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita. - �Conque s�, eh? - exclam� el mozo -. �Me dices enseguida para qu� quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza! - �No! -insisti� la mujer. Y el soldado le cercen� la cabeza y dej� en el suelo el cad�ver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colg�selo de la espalda como un hato, guard� tambi�n el yesquero y se encamin� directamente a la ciudad. Era una poblaci�n magn�fica, y nuestro hombre entr� en la mejor de sus posadas y pidi� la mejor habitaci�n y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibi� orden de limpiarle las botas ocurri�sele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se hab�a comprado a�n unas nuevas. Al d�a siguiente adquiri� unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ah� ten�is al soldado convertido en un gran se�or. Le contaron todas las magnificencias que conten�a la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija. - �D�nde se puede ver? - pregunt� el soldado. - No hay medio de verla - le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profec�a de que la princesa se casar� con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. �Me gustar�a verla�, pens� el soldado; pero no hab�a modo de obtener una autorizaci�n. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual dec�a mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vest�a hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un aut�ntico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada d�a gastaba dinero

y nunca ingresaba un c�ntimo, al final le quedaron s�lo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se hab�a acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho s�rdido bajo el tejado, limpiarse �l mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; �hab�a que subir tantas escaleras!.

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