Hans Christian Andersen El porquerizo
*************** �rase una vez un pr�ncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy peque�o, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el pr�ncipe quer�a hacer. Sin embargo, fue una gran osad�a por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -�Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre hab�a llegado muy lejos. M�s de cien princesas lo habr�an aceptado, pero, �lo querr�a ella? Pues vamos a verlo. En la tumba del padre del pr�ncipe crec�a un rosal, un rosal maravilloso; florec�a solamente cada cinco a�os, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la ol�a se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Adem�s, el pr�ncipe ten�a un ruise�or que, cuando cantaba, habr�ase dicho que en su garganta se juntaban las m�s bellas melod�as del universo. Decidi�, pues, que tanto la rosa como el ruise�or ser�an para la princesa, y se los envi� encerrados en unas grandes cajas de plata. El Emperador mand� que los llevaran al gran sal�n, donde la princesa estaba jugando a �visitas� con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que conten�an los regalos, exclam� dando una palmada de alegr�a: - �A ver si ser� un gatito! -pero al abrir la caja apareci� el rosal con la magn�fica rosa. - �Qu� linda es! -dijeron todas las damas. - Es m�s que bonita -precis� el Emperador-, �es hermosa! Pero cuando la princesa la toc�, por poco se echa a llorar. - �Ay, pap�, qu� l�stima! -dijo-. �No es artificial, sino natural! - �Qu� l�stima! -corearon las damas-. �Es natural! - Vamos, no te aflijas a�n, y veamos qu� hay en la otra caja -, aconsej� el Emperador; y sali� entonces el ruise�or, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra. - �Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban franc�s a cual peor. - Este p�jaro me recuerda la caja de m�sica de la difunta Emperatriz -observ� un anciano caballero-. Es la misma melod�a, el mismo canto. - En efecto -asinti� el Emperador, ech�ndose a llorar como un ni�o. - Espero que no sea natural, �verdad? -pregunt� la princesa. - S�, lo es; es un p�jaro de verdad -respondieron los que lo hab�an tra�do. - Entonces, dejadlo en libertad -orden� la princesa; y se neg� a recibir al pr�ncipe. Pero �ste no se dio por vencido. Se embadurn� de negro la cara y, cal�ndose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio. - Buenos d�as, se�or Emperador -dijo-. �No podr�ais darme trabajo en el castillo? - Bueno -replic� el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.
Y as� el pr�ncipe pas� a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y m�sero cuartucho en los s�tanos, junto a los cerdos, y all� hubo de quedarse. Pero se pas� el d�a trabajando, y al anochecer hab�a elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melod�a: �Ay, querido Agust�n, todo tiene su fin! Pero lo m�s asombroso era que, si se pon�a el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. �Desde luego la rosa no pod�a compararse con aquello! He aqu� que acert� a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al o�r la melod�a, se detuvo con una expresi�n de contento en su rostro; pues tambi�n ella sab�a la canci�n del "Querido Agust�n". Era la �nica que sab�a tocar, y lo hac�a con un solo dedo. - �Es mi canci�n! -exclam�-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y preg�ntale cu�nto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calz� unos zuecos. - �Cu�nto pides por tu puchero? -pregunt�. - Diez besos de la princesa -respondi� el porquerizo. - �Dios nos asista! -exclam� la dama. - �ste es el precio, no puedo rebajarlo -, observ� �l. - �Qu� te ha dicho? -pregunt� la princesa. - No me atrevo a repetirlo -replic� la dama-. Es demasiado indecente. - Entonces d�melo al o�do -. La dama lo hizo as�. - �Es un grosero! -exclam� la princesa, y sigui� su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente: �Ay, querido Agust�n, todo tiene su fin! - Escucha -dijo la princesa-. Preg�ntale si aceptar�a diez besos de mis damas. - Muchas gracias -fue la r�plica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero. - �Es un fastidio! - exclam� la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de m�, para que nadie lo vea. Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibi� los diez besos, y la princesa obtuvo la olla. �Dios santo, cu�nto se divirtieron! Toda la noche y todo el d�a estuvo el puchero cociendo; no hab�a un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en �l se cocinaba, as� el del chambel�n como el del remend�n. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas. - Sabemos quien comer� sopa dulce y tortillas, y quien comer� papillas y asado. �Qu� interesante! - Interesant�simo -asinti� la Camarera Mayor. - S�, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador. - �No faltaba m�s! -respondieron todas-. �Ni que decir tiene! El porquerizo, o sea, el pr�ncipe -pero claro est� que ellas lo ten�an por un porquerizo aut�ntico- no dejaba pasar un solo d�a sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabric� fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo. - �Oh, esto es superbe! -exclam� la princesa al pasar por el lugar. - �Nunca o� m�sica tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, �eh? - Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que hab�a entrado a preguntar. - �Este hombre est� loco! -grit� la princesa, ech�ndose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observ�-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le dar� diez besos, como la otra vez; los noventa restantes
los recibir� de mis damas. - �Oh, se�ora, nos dar� mucha verg�enza! -manifestaron ellas. - �Ridiculeces! -replic� la princesa-. Si yo lo beso, tambi�n pod�is hacerlo vosotras. No olvid�is que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron m�s remedio que resignarse. - Ser�n cien besos de la princesa -replic� �l- o cada uno se queda con lo suyo. - Poneos delante de m� -orden� ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el pr�ncipe empez� a besarla. - �Qu� alboroto hay en la pocilga? -pregunt� el Emperador, que acababa de asomarse al balc�n. Y, frot�ndose los ojos, se cal� los lentes-. Las damas de la Corte que est�n haciendo de las suyas; bajar� a ver qu� pasa. Y se apret� bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas. �Demonios, y no se dio poca prisa! Al llegar al patio se adelant� callandito, callandito; por lo dem�s, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese enga�o, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levant� de puntillas. - �Qu� significa esto? -exclam� al ver el besuqueo, d�ndole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recib�a el beso n�mero ochenta y seis. - �Fuera todos de aqu�! -grit�, en el colmo de la indignaci�n. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aqu� a la princesa llorando, y al porquerizo rega��ndole, mientras llov�a a c�ntaros. - �Ay, m�sera de m�! -exclamaba la princesa-. �Por qu� no acept� al apuesto pr�ncipe? �Qu� desgraciada soy! Entonces el porquerizo se ocult� detr�s de un �rbol, y, limpi�ndose la tizne que le manchaba la cara y quit�ndose las viejas prendas con que se cubr�a, volvi� a salir espl�ndidamente vestido de pr�ncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo m�s remedio que inclinarse ante �l. - He venido a decirte mi desprecio -exclam� �l-. Te negaste a aceptar a un pr�ncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruise�or, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. �Pues ah� tienes la recompensa! Y entr� en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar: �Ay, querido Agust�n, todo tiene su fin!