Hans Christian Andersen El abeto
*************** All� en el bosque hab�a un abeto, lindo y peque�ito. Crec�a en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compa�eros mayores, tanto abetos como pinos. Pero el peque�o abeto s�lo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atend�a a los ni�os de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sent�ndose junto al menudo abeto, dec�an: ��Qu� peque�o y qu� lindo es!�. Pero el arbolito se enfurru�aba al o�rlo. Al a�o siguiente hab�a ya crecido bastante, y lo mismo al otro a�o, pues en los abetos puede verse el n�mero de a�os que tienen por los c�rculos de su tronco. ��Ay!, �por qu� no he de ser yo tan alto como los dem�s? -suspiraba el arbolillo-. Podr�a desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los p�jaros har�an sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podr�a mecerlas e inclinarlas con la distinci�n y elegancia de los otros. �ranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la ma�ana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo. Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubr�a el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. �Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos m�s y el abeto hab�a crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. ��Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar a�os y a�os: esto es lo m�s hermoso que hay en el mundo!�, pensaba el �rbol. En oto�o se presentaban indefectiblemente los le�adores y cortaban algunos de los �rboles m�s corpulentos. La cosa ocurr�a todos los a�os, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sent�a entonces un escalofr�o de horror, pues los magn�ficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los �rboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habr�a reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque. �Ad�nde iban? �Qu� suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cig�e�as, les pregunt� el abeto: - �No sab�is ad�nde los llevaron �No los hab�is visto en alguna parte? Las golondrinas nada sab�an, pero la cig�e�a adopt� una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo: - S�, creo que s�. Al venir de Egipto, me cruc� con muchos barcos nuevos, que ten�an m�stiles espl�ndidos. Jurar�a que eran ellos, pues ol�an a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. �Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez! -�Ah! �Ojal� fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, �qu� es el mar, y qu� aspecto tiene? - �Ser�a muy largo de contar! -exclam� la cig�e�a, y se alej�.
- Al�grate de ser joven -dec�an los rayos del sol-; al�grate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti. Y el viento le prodigaba sus besos, y el roc�o vert�a sobre �l sus l�grimas, pero el abeto no lo comprend�a. Al acercarse las Navidades eran cortados �rboles j�venes, �rboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no ten�a un momento de quietud ni reposo; le consum�a el af�n de salir de all�. Aquellos arbolitos - y eran siempre los m�s hermosos - conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. ��Ad�nde ir�n �stos? -pregunt�base el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso m�s bajito. �Y por qu� les dejan las ramas? �Ad�nde van?�. - �Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. All�, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos ad�nde van. �Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a trav�s de los cristales vimos �rboles plantados en el centro de una acogedora habitaci�n, adornados con los objetos m�s preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas. - �Y despu�s? -pregunt� el abeto, temblando por todas sus ramas-. �Y despu�s? �Qu� sucedi� despu�s? - Ya no vimos nada m�s. Pero es imposible pintar lo hermoso que era. - �Qui�n sabe si estoy destinado a recorrer tambi�n tan radiante camino? -exclam� gozoso el abeto-. Todav�a es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el a�o pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitaci�n calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. �Y luego? Porque claro est� que luego vendr� algo a�n mejor, algo m�s hermoso. Si no, �por qu� me adornar�an tanto? Sin duda me aguardan cosas a�n m�s espl�ndidas y soberbias. Pero, �qu� ser�? �Ay, qu� sufrimiento, qu� anhelo! Yo mismo no s� lo que me pasa. - �G�zate con nosotros! -le dec�an el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto. Pero �l permanec�a insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Segu�a creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, dec�an: - �Hermoso �rbol! -. Y he ah� que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hinc� profundamente en su coraz�n; el �rbol se derrumb� con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la so�ada felicidad. Ahora sent�a tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terru�o donde hab�a crecido. Sab�a que nunca volver�a a ver a sus viejos y queridos compa�eros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los p�jaros. La despedida no tuvo nada de agradable. El �rbol no volvi� en s� hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oy� la voz de un hombre que dec�a: - �Ese es magn�fico! Nos quedaremos con �l. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos hab�a grandes jarrones chinos con leones en las tapas; hab�a tambi�n mecedoras, sof�s de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdr�an cien veces cien escudos; por lo menos eso dec�an los ni�os. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se ve�a que era un barril, pues de todo su alrededor pend�a una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. �C�mo temblaba el �rbol! �Qu� vendr�a luego? Criados y se�oritas corr�an de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y m�s adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del �rbol, y ataron a las ramas m�s de cien velitas rojas, azules y blancas. Mu�ecas que parec�an personas vivientes - nunca hab�a visto el �rbol cosa semejante - flotaban entre el verdor, y en lo m�s alto de la c�spide centelleaba
una estrella de metal dorado. Era realmente magn�fico, incre�blemente magn�fico. - Esta noche -dec�an todos-, esta noche s� que brillar�. ��Oh! -pensaba el �rbol-, �ojal� fuese ya de noche! �Ojal� encendiesen pronto las luces! �Y qu� suceder� luego? �Acaso vendr�n a verme los �rboles del bosque? �Volar�n los gorriones frente a los cristales de las ventanas? �Seguir� aqu� todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?�. Cre�a estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufr�a fuertes dolores de corteza, y para un �rbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.