Hans Christian Andersen El elfo del rosal
*************** En el centro de un jard�n crec�a un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la m�s hermosa de todas, habitaba un elfo, tan peque��n, que ning�n ojo humano pod�a distinguirlo. Detr�s de cada p�talo de la rosa ten�a un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un ni�o, y ten�a alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. �Oh, y qu� aroma exhalaban sus habitaciones, y qu� claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los p�talos de la flor, de color rosa p�lido. Se pasaba el d�a gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para �l eran caminos y sendas, �y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se hab�a puesto el sol; claro que hab�a empezado algo tarde. Se enfri� el ambiente, cay� el roc�o, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo ech� a correr cuando pudo, pero la rosa se hab�a cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asust� no poco. Nunca hab�a salido de noche, siempre hab�a permanecido en casita, dormitando tras los tibios p�talos. �Ay, su imprudencia le iba a costar la vida! Sabiendo que en el extremo opuesto del jard�n hab�a una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parec�an trompetillas pintadas, decidi� refugiarse en una de ellas y aguardar la ma�ana. Se traslad� volando a la glorieta. �Cuidado! Dentro hab�a dos personas, un hombre joven y guapo y una hermos�sima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se quer�an con toda el alma, mucho m�s de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. - Y, no obstante, tenemos que separarnos -dec�a el joven� Tu hermano nos odia; por eso me env�a con una misi�n m�s all� de las monta�as y los mares. �Adi�s, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo! Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa despu�s de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abri�. El elfo aprovech� la ocasi�n para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves p�talos fragantes; desde all� pudo o�r perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. �Ah, c�mo palpitaba el coraz�n debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo. Pero la rosa no permaneci� mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tom� en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. �ste pod�a percibir a trav�s de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se hab�a abierto como al calor del sol m�s c�lido de mediod�a. Acerc�se entonces otro hombre, sombr�o y col�rico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clav� en el pecho del enamorado mientras �ste besaba la rosa. Luego le cort� la cabeza y la enterr�, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo. - Helo aqu� olvidado y ausente -pens� aquel malvado-; no volver� jam�s. Deb�a emprender un largo viaje a trav�s de montes y oc�anos. Es f�cil perder la vida en
estas expediciones, y ha muerto. No volver�, y mi hermana no se atrever� a preguntarme por �l. Luego, con los pies, acumul� hojas secas sobre la tierra mullida, y se march� a su casa a trav�s de la noche oscura. Pero no iba solo, como cre�a; lo acompa�aba el min�sculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se hab�a adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su v�ctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignaci�n por aquel abominable crimen. El malvado lleg� a casa al amanecer. Quit�se el sombrero y entr� en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yac�a en su lecho, so�ando en aqu�l que tanto la amaba y que, seg�n ella cre�a, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y monta�as. El perverso hermano se inclin� sobre ella con una risa diab�lica, como s�lo el demonio sabe re�rse. Entonces la hoja seca se le cay� del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que �l se diera cuenta. Luego sali� de la habitaci�n para acostarse unas horas. El elfo salt� de la hoja y, entr�ndose en el o�do de la dormida muchacha, cont�le, como en sue�os, el horrible asesinato, describi�ndole el lugar donde el hermano lo hab�a perpetrado y aquel en que yac�a el cad�ver. Le habl� tambi�n del tilo florido que crec�a all�, y dijo: �Para que no pienses que lo que acabo de contarte es s�lo un sue�o, encontrar�s sobre tu cama una hoja seca�. Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba all�. �Oh, qu� amargas l�grimas verti�! �Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor! La ventana permaneci� abierta todo el d�a; al elfo le hubiera sido f�cil irse a las rosas y a todas las flores del jard�n; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana hab�a un rosal de Bengala; instal�se en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se present� repetidamente en la habitaci�n, alegre a pesar de su crimen; pero ella no os� decirle una palabra de su cuita. No bien hubo oscurecido, la joven sali� disimuladamente de la casa, se dirigi� al bosque, al lugar donde crec�a el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tard� en encontrar el cuerpo del asesinado. �Ah, c�mo llor�, y c�mo rog� a Dios Nuestro Se�or que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cad�ver a casa, pero al serle imposible, cogi� la cabeza l�vida, con los cerrados ojos, y, besando la fr�a boca, sacudi� la tierra adherida al hermoso cabello. - �La guardar�! -dijo, y despu�s de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvi� a su casa con la cabeza y una ramita de jazm�n que florec�a en el sitio de la sepultura. Llegada a su habitaci�n, cogi� la maceta m�s grande que pudo encontrar, deposit� en ella la cabeza del muerto, la cubri� de tierra y plant� en ella la rama de jazm�n. - �Adi�s, adi�s! -susurr� el geniecillo, que, no pudiendo soportar por m�s tiempo aquel gran dolor, vol� a su rosa del jard�n. Pero estaba marchita; s�lo unas pocas hojas amarillas colgaban a�n del c�liz verde. - �Ah, qu� pronto pasa lo bello y lo bueno! -suspir� el elfo. Por fin encontr� otra rosa y estableci� en ella su morada, detr�s de sus delicados y fragantes p�talos. Cada ma�ana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a �sta llorando junto a su maceta. Sus amargas l�grimas ca�an sobre la ramita de jazm�n, la cual crec�a y se pon�a verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florec�an blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de re�irle, pregunt�ndole si se hab�a vuelto loca. No pod�a soportarlo, ni comprender por qu� lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba qu� ojos cerrados y qu� rojos labios se estaban convirtiendo all� en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa sol�a encontrarla all� dormida; entonces se deslizaba en su o�do y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de
la flor y del amor de los elfos; ella so�aba dulcemente. Un d�a, mientras se hallaba sumida en uno de estos sue�os, se apag� su vida, y la muerte la acogi�, misericordiosa. Encontr�se en el cielo, junto al ser amado. Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma caracter�stico; era su modo de llorar a la muerta. El mal hermano se apropi� la hermosa planta florida y la puso en su habitaci�n, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La sigui� el peque�o elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habl� del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habl� tambi�n del malvado hermano y de la desdichada hermana. - �Lo sabemos -dec�a cada alma de las flores-, lo sabemos! �No brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? �Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hac�an con la cabeza unos gestos significativos. El elfo no lograba comprender c�mo pod�an estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recog�an miel, y les cont� la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la ma�ana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que sigui� al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazm�n, se abrieron todos los c�lices; invisibles, pero armadas de ponzo�osos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus o�dos, le contaron sue�os de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. - �Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazm�n. Al amanecer y abrirse s�bitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que ven�a a ejecutar su venganza. Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: - El perfume del jazm�n lo ha matado. El elfo comprendi� la venganza de las flores y lo explic� a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revolote� zumbando en torno a la maceta. No hab�a modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llev� el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, solt� �l la maceta, que se rompi� al tocar el suelo. Entonces descubrieron el l�vido cr�neo, y supieron que el muerto que yac�a en el lecho era un homicida. La reina de las abejas segu�a zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detr�s de la hoja m�s m�nima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.