VUELTA A LA REALIDAD
IGOR LANSORENA LARRAZABAL
Algunas hojas del arce de enfrente de la W-103, amarillentas y desgastadas por el otoño caen deslizándose suavemente, de derecha a izquierda. Otras, las más pequeñas, más apresuradas, caen dando vuelcos de arriba a abajo y viceversa, un poco locas y zarandeadas por el viento del lago. Así fueron mis primeros días en Trent Park, unos suaves y armoniosos, incluso llenos de tedio en ocasiones y otros locos como las pequeñas hojas. De esta manera, las hojas se amontonaban sobre el césped y se mezclaban con las ya caducas hojas de mi calendario marcando así el imperioso paso del tiempo que urgía una pronta salida al problema que me apesaraba. El viento del Norte soplaba por aquellos días con más fuerza y de noche en noche era aun mayor el numero de hojas que caían sobre el césped cubriéndolo casi en su totalidad. En dos semanas quizás ya no quedarían hojas.
Y allí estaba yo, en la oscuridad del bosque, cubierto por los abetos, castaños y demás, en la orilla del lago observando los patos, conversando con las ardillas y huyendo del tiempo; huyendo de ella y huyendo de aquel que había de venir; disfrutando del momento y tratando de olvidar que los días pasaban, las hojas caían y que para alegría de algunos y pena de otros, él había de venir. Yo lo sabia pero no lo quería saber. Incluso en la jungla londinense yo me sentía bien. La marabunta humana me hacía olvidar aun mas que el brandy, sherry o cualquier otro brebaje.
Pero todo era, en resumidas cuentas, ella. Ella en el bosque, ella en la ciudad, ella en la habitación, ella... Cuando no estaba, me perdía en mi mismo esperando que llegase y cuando estaba y él aparecía en su mirada o en sus palabras, me desesperaba pensando en el momento en que él vendría y me la quitara más que unos simples momentos, quien sabe, quizás para siempre.
E ignorantes de todos nuestros viajes al lago, al bosque o a Londres, las hojas del arce seguían cayendo, marcadas por el paso del tiempo y el enfriamiento del clima. Y cada día el arce se mostraba más desnudo y cada día se desnudaba aun más. Y cuanto menos hojas le quedaban al arce, más huía yo y más nos adentrábamos en el bosque, aun conscientes de que en unos días quizás estaría talado.
Pero hasta entonces los besos inocentes, abrazos y cariños se prodigaban y nos empeñábamos en ignorar la realidad hasta que aparecía el de repente, en un suspiro, una mirada, una canción o un barco y nos robaba el instante. Luego después de un momento volvíamos a ser nosotros, un nosotros que se consumía como un cigarrillo, poco a poco, despacio pero sin tregua, un nosotros que se iba marchitando poco a poco como las flores o que iba perdiendo consistencia de la misma manera que al arce de enfrente de la W-103 se le caían las hojas con el paso del tiempo.
Y la noche antes de su llegada el cielo sollozó unas amargas lagrimas que apresuraron aun más la caída de las hojas. La ardilla del arce de enfrente de la W-103 no jugueteó esa mañana sobre el cable de alta tensión. Los dos patos del lago no dieron su paseo matutino. Ni el bosque ni Londres llenó el negro y profundo vacío que él había producido en mi interior. Entonces, encerrado en las sombras de la W-103, dejé el tiempo correr. Aquel tiempo tan egoísta que antes había acelerado su marcha, se regocijaba ahora en cada momento; el sol se deslizaba lenta y suavemente sobre las nubes cargadas de agua y la noche no tenia prisa por llegar. Y si vi el bosque fue desde la ventana de la W-103, esa ventana desde donde había visto las hojas del arce caer y desde donde en esos momentos llegué a maldecir a Puck y a mi suerte, pero sobre todo a Puck por haberme dado entrada en su misterioso bosque, sobre todo a Puck por haberme confundido los ojos de la cabeza pero también los ojos del corazón. Maldije a Puck por vedarme la estancia eterna en aquel bosque mágico donde ella y yo hablábamos con las ardillas, jugueteábamos con los patos y nos reflejábamos en el agua del lago como dos patos mas, un patito feo y una patita blanca. Maldije a Puck por sacarme de aquel misterioso y fantástico bosque donde correteábamos y nos olvidábamos de nuestros problemas, donde todos los complejos desaparecían y nos fundíamos en uno, donde los instantes eran eternos pero pasaban como abejas rumorosas. Odie a Puck por alejarme de las hadas, de las mariposas y de las ardillas, por no sellar aquella mágica unión con un beso pero por encima de todo por mostrarme el camino fuera del bosque, aquel bosque mágico e inaccesible a la razón donde reconocí la felicidad y de donde fui desterrado por Puck y por el mismo Cronos.
Trajeron a un extranjero y él se la llevo. Fueron cinco días de sombras y de oscuridad, de solitarios paseos por afuera del bosque y de aburridas tardes sobre el
colchón. Días sin nada que hacer más que rogar a Cronos que al menos ahora fuese magnánimo y acelerase la llegada de la noche, luego el sol y luego la luna y quien sabe, quizás el paso del invierno y la llegada de la diosa Primavera y quizás con ella el florecimiento de las ramas del arce de enfrente de la W-103. Pero no lo fue y el sol no aceleró su caída ni la luna se dio prisa en aparecer. Y a la mañana del quinto día, al salir a la ventana de la W-103, vi de nuevo a las ardillas juguetear en el arce de enfrente de la W-103, saltar al seto y corretear por el césped. Así y todo, no fue durante más tiempo que el necesario para que se dieran cuenta que el arce de enfrente de la W-103, se había desprendido de todas sus hojas y que ya no volvería a ser su refugio hasta la siguiente primavera, la cual, al parecer, Cronos no tenia ninguna prisa en traer.
Sobre el medio día, un avión surcó el cielo londinense llevándose al extranjero y con el una parte de ella y una parte de mi. Una hora mas tarde, ella volvió pero, aunque quiso ella que todo fuera lo mismo, nunca podría ser igual. Puck ya nos había desencantado y desterrado del bosque y salvo mediación mágica no se podría volver a entrar.
El ciclo vital continuó su marcha y al otoño le siguió el invierno. Los días, aunque faltos de luz, fueron aun mas largos en la ventana de la W-103. El tiempo pasó lentamente y aunque el extranjero se había ido, permaneció en ella eternamente, matándome aun más y deshaciendo un nosotros que nunca supe si llego a existir fuera del bosque, un nosotros que tal vez ni siquiera fuera real en aquel bosque donde de hecho todo era mágico. Echo de menos aquel bosque donde todo cambió y yo fui ella y ella fue yo. Quien sabe lector, si, para cuando tu leas esto, Puck me haya rescatado ya del fondo del lago, ese lago donde en cuanto acabe este relato, me sumergiré en busca de la felicidad. Quien sabe lector, si algún día antes de que al arce de enfrente de la W103 se le acabasen las hojas, la perdí allí y quizás la encuentre ahora. Tal vez para estos momentos en que tu, lector, te compadeces de mi desdicha o por el contrario, permaneces frío e insensible como una roca, esté yo acompañando a Puck por el bosque, haciendo travesuras, jugando con las hadas, hablando con las ardillas o dando de comer a los patos. O tal vez estemos buscando otro inocente muchacho, sencillo y soñador como aquel que yo fui, al que podamos meter en el bosque por unos momentos para luego echarlo con la esperanza de que se rinda a la lucha y tras un baño en el lago o
un suave balanceo desde lo alto de un árbol, se una a nosotros. Si no estamos en ninguno de estos menesteres, nos puedes encontrar confundiéndonos con las sombras, imitando al viento, asustando a los mortales o simplemente mezclándonos con la blanca niebla de las negras y frías noches de Trent Park.