EPÍLOGO LAS RAZONES DEL PERSEGUIDOR En el transcurso de las páginas anteriores, el autor, atado por severos compromisos historiográficos, tascó frecuentemente el freno de la imparcialidad. U no de los preceptos más rígidos de esta guardiana de las puertas de la verdad histórica es la eliminación de los anacronismos. Tratándose del enjuiciamiento de actitudes ideológicas, es decir, de juicios de valor, la norma resultaba más apremiante y al mismo tiempo más ardua. En efecto, los libros que tratan de filosofía griega y de religión cristiana no abordan temas muertos, sino cuestiones absolutamente vivas y problemáticas. En las páginas que anteceden, autor y -es de suponer- lectores han bordeado continuamente la linde que separa a la historia de la ética, de la filosofía y de la política. Justo es entonces que quien hizo -o cree haber hecho- esfuerzos por mantenerse dentro de los límites de la objetividad histórica, una vez finalizada su tarea se permita un garbeo por las zonas prohibidas. Demos pues, pasto a los impulsos anacrónico s y situémonos, hombres del siglo XX, en pleno siglo II para tomar partido sobre lo que sucedió. Se enfrentaron, dijimos, la ideología política y religiosa de la sociedad romana con las creencias del cristianismo. Recapitulemos y juzguemos los rasgos esenciales de las fuerzas espirituales que entraron en conflicto. El elemento diferenciador más decisivo en el cristianismo fue el monoteísmo, no sólo filosófico, sino religioso y cúltico. En este punto, el cristianismo era heredero directo del judaísmo. Pero el monoteísmo judeo-cristiano presentaba una ambivalencia que limitaba considerablemente su impacto ideológico. El Dios creador único y universal no se presentaba directamente al hombre universal, sino que obraba y se manifestaba a través de una serie de mediadores o intermediarios individualizados plenamente insertos en la historia. Los cristianos podían muy bien proclamar la unicidad y la universalidad de su Dios. Pero en cuanto abrían su libro sagrado (que era la Biblia de los judíos) su Dios pasaba a ser el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, revelado al pueblo hebreo. Este Dios se encarnaba luego en un salvador, también judío, cuya obra de salvación se realizaba a través del ministerio exclusivo de su iglesia y de sus ministros, los cuales distribuían su gracia por medio de ritos materialmente ligados a la producción agrícola de una determinada zona de la Tierra. Este Dios había dejado de ser universal y había pasado a ser el más particular de los dioses. Los cristianos, que denominaban demonios a los dioses de los paganos, no cayeron en la cuenta de que su Dios Yavé era equiparable a uno de estos demonios, sólo que con pretensiones de exclusividad. Frente al ambiguo monoteísmo de los cristianos, el paganismo del siglo II ofrecía la flexibilidad de un sistema religioso de estructura piramidal. En la cúspide se hallaba la divinidad única, definida filosóficamente, es decir, en términos de racionalidad universal. En sus expresiones más refinadas, la definición se producía en términos matemáticos, que constituyen la única buena nueva comprendida por todos los hombres. En el segundo estrato de la pirámide se hallaban las representaciones numinosas de las
fuerzas cósmicas naturales, también, como es obvio, universales. En los estratos inferiores pululaban las divinidades míticas. Éstas eran ya particulares, nacionales, imaginarias, pero coexistían armoniosamente, dando lugar al positivo fenómeno religioso denominado sincretismo. El vector tensional iba en el cristianismo del universal al particular. En el paganismo, del particular al universal. Detrás de cada diosecillo pagano se desdibujaba la idea del Uno pitagórico. Detrás del Dios cristiano asomaba el semblante adusto de Yavé Sabaot. Evidentemente, cada individuo, interpelado, podía escoger la vertiente que más le atrajera. Los caminos de la conversión son inescrutables. Pero las ideas y las creencias acaban siendo los hechos más dinámicos del acontecer histórico. Y la concepción cristiana de la divinidad redundaba en la más intransigente intolerancia, mientras el espíritu religioso del paganismo había cristalizado en el ideal de la tolerancia, raíz de la disposición anímica fundamental del imperio romano, la concordia, la homónoia. Las religiones que imponen un mediador historificado (el judaísmo, el cristianismo, el islam) son intolerantes por necesidad lógica, aunque en la práctica puedan llegar a adoptar actitudes de tolerancia estratégica. Las religiones que remiten su dogmática a predicamentos metafísicos (el budismo, el hinduismo upanishádico, el paganismo tardío) son tolerantes. El drama de los cristianos en el imperio romano fue que debían mostrarse por necesidad intolerantes. Su dios-demonio era celoso y no admitía ninguna clase de concurrencia. De golpe, todo el aparato político-religioso del imperio, que se sostenía sobre bases religiosas, pasaba a ser enemigo irreconciliable de la religión cristiana. Los judíos, por lo menos, habían tenido la sensatez de posponer las consecuencias universalistas de su monoteísmo hasta el fin de los tiempos. Pero los cristianos tenían prisa, y dieron en la premiosa predicación de su particular universalismo. La reacción del paganismo esclarecido, en ocasiones representado por los dignos emperadores del siglo II, fue la de una justa y razonable defensa de los valores fundamentales de la civilización grecoromana, y en particular de la concordia religiosa. Cierto que eligieron el peor de los procedimientos, la represión violenta. Ésta -hablamos desde el siglo XX- no es justificable ni en principio ni en la práctica. Pero lo que aquí juzgamos no es la vía fáctica, sino las actitudes que inspiraban el rechazo de la nueva religión. Y estas actitudes concuerdan inequívocamente con los principios fundamentales que inspiran la convivencia humana en el Occidente contemporáneo. Nosotros sólo rechazamos a los intolerantes, a los que no aceptan las reglas del juego. La actitud del paganismo tardío y de sus representantes obedeció al mismo sentimiento. Rechazaron al que rechazaba, no toleraron al que no toleraba. La cultura pagana era consciente de haber creado un grandioso universo de figuras, de ideas, de leyes, de creencias. Toda esta creación estaba amenazada en bloque por el oscurantismo cristiano. Ningún otro grupo en el mundo antiguo presentaba una propuesta tan totalmente demoledora de lo existente como el cristianismo: un cielo nuevo y una tierra nueva. El paganismo se defendió y logró preservar valores que, mil años más tarde, renacieron y se han convertido en el fundamento de nuestra convivencia. Éstas fueron, por tanto, las razones del perseguidor: nuestras propias razones. José Montserrat Torrents El desafío cristiano. Las razones del perseguidor (pgs. 252-55) Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1992