That’s the terrible thing He recordado de pronto un sueño, mientras leía un cuento de Maupassant –El Horla– haciendo tiempo en una mañana que ha empezado a nublarse amenazando con enfriar aún más el día con una inminente lluvia que no tardará en caer. Anoche ha estado lloviendo mucho. Tenía ya un par de días que había cesado de llover a causa de los huracanes que por estos meses, de mayo a noviembre, cada año azotan las costas de México. No sé si haya llegado otro más, o de qué se trate, pero lo cierto es que llovió toda la noche y fuerte. No sé si el sueño lo tuve anoche o antenoche, o si lo tuve en el rato que dormito – de hecho duermo, y a veces leo – por las mañanas esperando en el auto que sea la hora en que abren la oficina y poder iniciar el trabajo del día. Leía a Maupassant
cuando de pronto recuerdo haber soñado, un sueño con
relación a otro sueño, repetitivo durante parte de mi vida. En ese otro sueño – compañero de otro que parece ser su antecedente o una versión distinta– viajo hacia la playa y me veo en auto por una carretera costera que me llevará a la ciudad. El viaje es de derecha a izquierda (de lo consciente a lo inconsciente según Jung) y al lado derecho, desde cierta distancia y a cierta altura, veo el mar a todo lo largo de la carretera. Es un mar inmenso, limitado por la línea de horizonte y cielo, de un azul matizado por el oleaje. No es un mar tempestuoso ni tranquilo. Sólo es el mar. Tengo la sensación de estar llegando a mi destino, a una meta buscada con anhelo. Amo el mar en realidad, y amo el mar en ese sueño, y lo deseo con una mezcla de anhelo y nostalgia (dolor por lo perdido). Se trata de un sueño agradable, no hay en mí ni angustia ni miedo, sólo anhelo. El sueño continúa con mi llegada, de noche, a una discoteca, a un restaurante o un
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hotel, o las tres cosas, porque en este punto el sueño varía cada vez y se vuelve distinto sueño en noches distintas pero sigue siendo el mismo sentimiento, y tal vez con el mismo significado para mi alma. En otras ocasiones llego, o voy hacia, la playa, una playa de arena oscura, como mojada, y gruesa, aunque suave. Me dirijo hacia unas sombrillas de palma y con sillas bajo ellas. Estoy en el extremo donde inicia la playa. Hacia mi izquierda se extiende la línea de sillas y sombrillas y la playa misma, empequeñeciéndose en perspectiva hasta perderse en un punto lejano. A mi derecha el mar, como el mar es. En la versión de discoteca debo encontrarme con algunos amigos en el interior. El edificio, la fachada y la entrada se hallan frente a mí en medio de un espacio de estacionamiento. Tengo la sensación de que en el interior hay luz, sonido de voces, calor de gente. (La versión de restaurante es algo distinta y más larga, con otra trama laberíntica que narraré quizá en otra ocasión) Creo que al llegar al punto de la entrada a la discoteca o de la playa el sueño termina. Por alguna razón debo irme, el tiempo se acabó. Con la luminosidad del día durante el trayecto inicial por carretera a la orilla del mar azul, contrasta la penumbra cálida de la noche al llegar a la discoteca y una penumbra en la playa que no sé de donde viene, pues es de día y el cielo no está nublado, no amenaza lluvia, pero hay cierta sombra general que se continúa con la de la arena. En ambas versiones del sueño prefiero ir a la playa siendo la de discoteca un asunto obligado que debo atender pero que me quita parte del tiempo que deseo pasar en la playa y disfrutar. Creo que en esa versión hay algo,
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como una obligación o un deber, que me inoportuna y al cual no renuncio por responsabilidad pero que no es mi meta ni algo que quiero. El sueño termina, el tiempo acabó y yo debo volver. Disfruté muy poco la playa, casi nada, y me queda una sensación de frustración que califica a todo el sueño. Esta mañana, leyendo a Maupassant, vino de pronto a mi mente el recuerdo de haber soñado que iba a hacia la playa, llegaba, veía la discoteca (o el pequeño hotel) frente a mí, en la noche tibia y agradable. Ahí me digo que esta vez disfrutaré lentamente y al máximo cada momento de mi estancia “ya que ahora es una realidad” porque ahora estoy realmente ahí y no estoy soñando. Me digo que ahora es el momento de vencer y hacer a un lado esa frustración realizando mi deseo. El sueño ha sido tan real que de no haberlo recordado esta mañana habría dejado en mi alma la certeza de haber cumplido mi deseo alguna vez y haberme quedado satisfecho por ello. De haber sido así, quizá el otro sueño los otros sueños, se habrían ido para siempre y nunca más hubiera recordado haberlos tenido alguna vez. Toda la serie se habría perdido en alguna zona desconocida de mí ser. Pero no fue así. Por alguna razón que desconozco esa certeza engañosa fue develada como un engaño para resolver otro. El sueño de realizar lo que otro sueño quiere y no logra. Una realización falsa, falsamente conseguida y falsamente registrada en mi recuerdo; lo que ha aumentado mi frustración al doble. No sólo no he estado en la playa desde hace tiempo sino que tampoco he resuelto la frustración que origina mis sueños. Yo sé, como saben todos hoy, que los sueños hablan de deseos que no hemos realizado. Los realizamos así, al menos, en el engaño para quedar tranquilos, engañadamente tranquilos, falsamente tranquilos.
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Soñar que voy a la playa es el deseo de algo –no de ir realmente al mar, claro está, sino de algo más– inconfesable para mi mente despierta. La frustración del final es en realidad el motor del sueño mismo que es creado para decirme de ella, para que sepa que ella existe, para que la deje en libertad, para que realice un deseo que desconozco, del que ella ha nacido. El último sueño parece un intento desesperado por resolver ella misma esa situación, aunque sea con engaños. Pero el recuerdo lo ha hecho fracasar, como si aquello que no me deja saber del deseo, ni cumplirlo, al darse cuenta del engaño en que he caído, y que él mismo ha sido burlado, me mostrase, de pronto, crudamente, la realidad desnuda de no haber cambiado nada. A sangre fría, cruel y despiadado, ha puesto al descubierto, frente a mí, el engaño, como quien poniéndote enfrente un espejo te dice “mírate”. Y no puedes sino ver, ver, aquello que eres y no querías saber. Ver que no eres aquello que deseabas ser y que habías acabado por convencerte que sí eras. “Mírate. Tu frustración sigue viva y aviva el deseo que no será, y que no te es dado conocer”, y pienso: “That’s the terrible thing.” Esto lo sueño y lo recuerdo en vísperas de hacer un viaje de trabajo –al que preferiría no ir– al norte del país. P.D. No sé si por escribirlo, pero el sueño, los sueños, de esta serie no han regresado en años. (O quizá se han ocultado mejor a mi recuerdo)
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El mejor amigo del hombre …y, entonces, el perro que a mi lado dormía habló. ¡Sí, habló!, pero entre sueños! … no presté atención a lo que decía.
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A primera vista Aquella tarde de otoño, en un país donde las estaciones casi no se distinguen, a no ser por que todas ellas ocurren en un mismo día a diario, bajo la vastedad del cielo, en la tranquilidad del día, en medio del tráfago y el gentío, apareció de pronto. Aquello fue sólo verla y sentir que la sangre se helaba en mis venas. La gente pareció quedar detenida, como en un freeze de la video, viva pero inmóvil y silente. En franca contradicción del congelamiento de todo movimiento se apoderó de mí un mareo como si a mi alrededor todo girase. Su rostro surgía una y otra vez para perderse por unos instantes entre la gente, el cielo y la gente de nuevo, y de nuevo su rostro, y la gente… Mi estómago protestaba, mi cuerpo quería caer de lado y un sudor frío corría por mi frente. Un solo deseo me asaltaba, que la rueda de la fortuna parase de una buena vez para bajar. Mi hermana me buscaba entre la gente seguramente para indicarme que debía volver a casa para la merienda, que mamá decía.
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Shit! En los cursos para docentes que observo como parte de mi trabajo, hay veces que, luego de que ellos han leído un texto, cuando expresan sus opiniones sobre el mismo, me invade de pronto el terror. Me toma por asalto un miedo pánico como si estando sentado en la parte posterior de un auditorio, teniendo frente a mí decenas de cabezas que miran al escenario, en un descuido, al alzar de nuevo la vista y ver hacia adelante, todas esas cabezas se hubiesen vuelto hacia mí y decenas
de
rostros
me
mirasen
inexpresivos,
fijamente
y
sin
motivo,
incomodándome, para descubrir entonces que esas cabezas en realidad no se han volteado hacia mí aún miran al escenario pero hay en ellas otra cara en su parte posterior que me mira. Me pregunto entonces si en mí hay también esa otra parte desconocida pero que también soy yo, y hacia quién mira. Luego escucho a los maestros y todo continúa como antes. Hasta el siguiente curso.
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Déjà-vu Déjà-vu es un término en francés que puede traducirse como lo ya visto, y se emplea para describir la sensación que en ocasiones invade a las personas –quizá no a todas– de ya antes haber estado en algún lugar, haber visto algo ya antes o saber lo que va a continuar porque se ha vivido antes. Es una sensación de certeza y muy convincente. En la historia de la humanidad este fenómeno ha dado lugar a ideas sobre la reencarnación y el recuerdo de vidas anteriores. A los psiquiatras les indica –no sé si a todos– trastornos de personalidad. Yo sé que se trata de una sensación engañosa y he ideado la forma simple en que puedo convencer a mi certeza de que se trata de un engaño, no sólo poniendo a prueba una descripción y comprobación de las características del lugar o de lo que haya de suceder después en esa situación que creemos reconocer, sino por el razonamiento irrefutable de que ese sitio no existía antes, por lo que no pude haber estado en él antes. Sin embargo, estoy seguro que en dos ocasiones el fenómeno ha sucedido realmente. Quizá no corresponde a un Déjà-vu en sentido estricto, pero la repetición exacta se ha dado. En una ocasión, sentado frente a un elevador en el lobby de un hotel, al que asistí por cinco días para observar un curso para profesores, en un periodo de descanso luego de la comida, somnoliento por la misma y medio dormitando, cuidando de no quedar dormido a la vista de todo el que pasase por ahí, mirando mi imagen en las puertas de espejo del elevador, éste abrió sus puertas haciendo desaparecer mi reflejo. Dentro había unas tres personas que reían entre ellas, no bajó nadie ni
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tampoco subió, nadie había llamado al elevador en ese piso, la gente empezaba a llegar apenas esa tarde. Era media semana y yo estaba cansado. No sé con exactitud cuánto tiempo duró abierto el elevador pero debe haber sido breve, el tiempo acostumbrado para esos casos. Yo miraba a las personas sin pensar en nada. Hubo un pausa en las risas y una mujer, joven, delgada, bien vestida, de porte, yo diría, algo fino, y alta; me miró, me sacó la lengua, y el elevador cerró sus puertas. Quedé sorprendido no sólo porque nada había hecho que ameritase una respuesta tal, no había mirado especialmente a nadie, ni con molesta curiosidad ni con enojo, no había siquiera criticado en mi pensamiento nada sobre aquellas personas; sino porque no era la primera vez que me sucedía. Déjà-vu. La certeza me invadió. Ya había vivido eso mismo en otra ocasión, en el mismo hotel, el Del Prado, cuyo lobby –y todo lo demás– se caracteriza por la penumbra color vino de sus alfombras desgastadas y su luz mortecina y el olor a rancio o añejo. Recordé que en esa otra ocasión yo estaba de pie, también en un momento de descanso, pero entonces una señorita, parecida en lo general a esta otra pero que no recuerdo con exactitud excepto que era joven, llegó hasta las puertas del elevador y oprimió el botón para llamarlo. Cuando éste se abrió, al girar ella para oprimir el botón de su piso, me miró directamente, sacó la lengua y desapareció tras mi reflejo desconcertado en las puertas de espejo. No fue algo que creyese haber vivido sino algo que recordaba desde antes y sucedió otra vez. Creo que el fenómeno en sí se dispara cuando alguna parte de nuestros recuerdos es animada por el suceso externo y sólo logramos recuperar trozos que al no poder integrarlos en un todo coherente los asimilamos a la situación externa
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y sentimos que hay un recuerdo completo de ella vivido anteriormente. Simple asociación de ideas. Pero si esto mismo me ocurrió el hecho no deja de ser extraño. Pienso que quizá la primera vez no ocurrió y se formó por la segunda vez un recuerdo falso, como quien recuerda un sueño y no sabe ciertamente si lo tuvo, lo vivió o lo acaba de inventar todo a manera de justificación de un sentimiento interno confuso. Pero, por lo menos, ocurrió con toda certeza la segunda vez. ¿Por qué me sacó la lengua?1
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Nota explicativa: Al parecer en la primera ocasión mi reflejo, primero inexistente, surge al cerrarse el elevador. En la segunda, mi reflejo desaparece y el suceso se repite. Circularidad. Los extremos deben tocarse. Comentario: Y ¿si todo recuerdo es invención? ¿Si las cosas no han sucedido jamás? ¿Si todo transcurrir es sólo permanencia y eternidad?
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Samsa Al fin, lo que en ocasiones repetidas había temido y pensado de vez en cuando, tratando de alejar de mí esos temores y fantasías, ocurrió. Me corrieron del trabajo. Lo de siempre, no saber a ciencia cierta las razones, buscar la culpa en mí, tratar de ser objetivo sobre mi actuación y culpar a los otros por otras razones, etc. Pero era un hecho y había que enfrentarlo ahora. En medio de pensamientos que querían encontrar en ello una lógica, pensando si hubiera…, me aboqué a buscar otro trabajo. Arreglé e imprimí versiones largas y cortas de mi Curriculum Vitae, las repartí prácticamente por toda la ciudad, visité escuelas y universidades, oficinas, llamé a mis amigos por teléfono. Uno de ellos me dio el teléfono de alguien que se dedicaba a dar cursos a empresas y podría emplearme como instructor de free lance. Lo contacté e hicimos cita para vernos al siguiente viernes en su domicilio a las 10:00. Acompañado por mi esposa llegué a Tlatelolco, hasta uno de sus altos y delgados edificios, endebles y dañados estructuralmente por el temblor del 85. Como sabemos que ahí –y en todas partes– abunda quien roba partes del automóvil, y como casi no hay sitio para estacionar, ella aguardó en el auto y yo me dirigí a buscar a esa persona temiendo que se hubiera ido ya puesto que se nos había hecho tarde y acababan de pasar las diez hacía unos minutos. Me topé con él cuando salía del edificio y estaba por cerrar la puerta. Amablemente me atendió y pasamos a su departamento, creo que en el quinto piso. Era un departamento de regular tamaño, con una sala y un comedor regulares. Nada especial en ningún sentido. No olía a comida. No había niños ni nadie más. Se oía el ruido de la calle.
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Nos sentamos con cierta premura a la mesa del comedor y me mostró algunos formatos que utilizaba para presentar los cursos, hojas con columnas y cuadros en donde había que poner lo de siempre, nombre del curso, duración, horarios, objetivos, temas, actividades, bibliografía, etc., etc. Yo le hablé de los cursos que había dado anteriormente. En eso estábamos cuando ambos miramos como de reojo algo que se desplazaba a nuestro lado. En mi lado izquierdo –a la derecha de él– un objeto entraba en nuestro campo visual. Al inicio pensé que sería un perro pequeño u otra mascota, pero era muy pequeño para ello. Volvimos la vista hacia eso y descubrimos con estupor que se trataba de una enorme cucaracha, un cucarachón como los que abundan en Guerrero pero de los más grandes, aunque no del tamaño de un perro pequeño. Yo permanecí a la expectativa tratando de adivinar lo que él diría: disculpas, sorpresa porque eso nunca había pasado, indiferencia ante lo que pudiera pensar alguien extraño, enojo porque el vecino de al lado acababa de regresar de un viaje y era quien siempre traía consigo esos insectos… o silencio y aparentar no notar nada para no llamar la atención sobre algún insidioso secreto que marcaba su vida como un Doctor Jekyll anónimo en ese sitio de soledad. Él, se levantó, fue hacia el bicho y lo pisó. Se oyó un fuerte crujido como de algo que contuviera aire en el interior de una coraza de madera delgada. Con un papel recogió la cucaracha, muerta pero no aplastada y la llevó a la cocina, seguramente para tirarla a la basura. Luego seguimos hablando del trabajo, acordamos que me llamaría por teléfono, y no lo vi más en mi vida. Sí me llamó unas tres veces para dar unos cursos.
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Don Jorge Don Jorge, dueño de la escuela, me había invitado para realizar un trabajo de análisis del funcionamiento de la escuela para mejorarla. Revisábamos los planes que yo tenía para el trabajo, los tiempos y costos. De pronto se hizo el silencio. En un instante que parecía durar más, nos trasladamos a nuestro interior y, desconectados de la realidad, estuvimos ausentes. Entonces noté un insecto. Al principio pensé que era una hormiga. Luego vi que tenía alas y que no era por mí conocido (Creo que habrá millones de insectos que desconozco). Su movimiento nos llamó la atención. Lo miramos. El bicho abría sus alas y se movía despacio. Era delgado. No era una mosca, ni un mosco, ni una catarina… Yo pensé que sería una tijerilla. Mi reacción primera fue golpearlo con el dedo y mandarlo lejos, pero quizá no moriría y caería donde no pudiéramos verlo –su amenazadora presencia permanecería por siempre. Enseguida pensé en aplastarlo con un periódico o algo parecido. Era como si yo tuviera que salvar al mundo de tan peligrosa criatura. Finalmente, decidí que el dueño de la escuela era Don Jorge y que él debía decidir qué hacer con sus bichos. Esperé por una eternidad mirando al insecto, vigilando sus movimientos, manteniendo la calma para no quedar en ridículo al aterrarme por un evento así. Don Jorge tomó al insecto en sus manos, como si lo conociera, estimara y protegiera. Viene del jardín –dijo, se levantó de su silla, caminó hacia la ventana y lo depositó en la cornisa para que regresara de donde había llegado. Sin duda lo conocía, mencionó lo que era… y quedamos bien uno con el otro al respetar toda forma de vida. Somos civilizados.
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