Texto Literario Al Texto Espectacular.docx

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TEXTO LITERARIO AL TEXTO ESPECTACULAR (Donde los senderos se bifurcan) Quizás debiera hablar en esta ponencia, mas bien de “Texto Dramático” antes que de Texto Literario, pero muy a propósito he tratado de usar un término que amplíe los límites, ya que cuando hablamos de texto dramático estamos hablando de aquel texto que cumple con algunos postulados que hasta no hace mucho eran considerados básicos para que fuera llevado a escena: Una situación dramática, diálogos, personajes que están en conflicto y accionan para resolver ese conflicto, etc. pero hoy y en esto coincidimos con Patrice Pavis, la tendencia actual de la escritura dramática reinvindica cualquier texto como punto de partida para la composición del texto espectacular. Al decir de Pavis, lo que antes circulaba como una broma entre los teatristas, la puesta en escena de la guía telefónica, ahora no parece una empresa imposible y lo que es mas significativo aun, no parece una empresa vana. Durante largo tiempo, el teatro ha sido considerado parte de la literatura, una herramienta a veces y otras una parte del discurso literario, cuando no servía solo para redundar, y/o subrayar ese discurso. Lo escénico fue durante siglos absolutamente secundario y aun molesto, especialmente durante el reinado de la literatura clásica. Nos recuerda Pavis que la escena o “el espectáculo” como dice Aristóteles “es un agregado posterior superficial y superfluo que solo apela a la imaginación y a los sentidos del público y lo desvía de las bellezas literarias de la fábula y de la reflexión sobre el conflicto trágico”. Por supuesto, a esta postura surgen las lógicas reacciones y el teatro, en tanto texto escénico va recuperando un espacio, que por otra parte nunca perdió en el teatro popular, y se sitúa en un lugar autónomo dentro de los sistemas artísticos abandonando la dependencia extrema de la literatura. La puesta en escena es claramente reconocida como un complejo entramado de sistemas de signos que pone en marcha múltiples enunciados icónicos verbales y no verbales, y que obviamente es capaz de sostener un discurso propio. Esta reacción de la escena arranca a fines del siglo diecinueve cuando empieza a cuestionarse a la palabra como depositaria de la verdad y cobra especial importancia la liberación de las fuerzas inconcientes del hombre, postura básicamente sostenida por Artaud. Estas fuerzas inconcientes debían según el, ser las organizadoras de la representación. En algún momento, fascinado por el teatro oriental llega a sostener “Un teatro que somete al texto la puesta en escena y la realización escénica, es decir lo que tiene de específicamente teatral, es un teatro idiota, de locos, invertidos, gramáticos, tenderos, antipoetas y positivistas, es decir, de occidentales.” Decía mas arriba que esta especie de distorsión en detrimento del texto espectacular si bien se dio casi desde los clásicos griegos en adelante, esto nunca ocurrió en el teatro popular, es decir aquel teatro de los actores ambulantes, desde Tespis y su mítico carro hasta el teatro que hoy podemos ver en el piletón del parque Avellaneda. Estos teatristas nunca dependieron de la literatura. La representación, la

puesta en acto, el cuerpo en acción y fundamentalmente la creación del “momento de epifanía”, del momento mágico de encuentro entre el espectador y el actor es lo que sostuvo y seguirá sosteniendo a este teatro. Pero volvamos a esa especial zona de tensiones que se visualiza entre el texto y la escena. Y allí aparecen dos posturas: Serpieri, teórico italiano de las artes escénicas nos habla de una potencialidad oculta, de una virtualidad escénica que el texto posee y que solo hay que saber descubrir, entonces el trabajo escénico no estará en conflicto con el texto literario sino a su servicio. Pero cuando la puesta en escena abandona esa posición servil respecto del texto, toma una saludable distancia del mismo, plantea una mirada crítica y lo toma solo como punto de partida, aparece la particular lectura del director, su interpretación y su particular manera de “poner en acto” lo que era mera literatura, y aparecen por ende tantos “Hamlet” como directores creativos que intentan una relectura de ese texto. A partir de aquí, los senderos se bifurcan. Entonces el Hamlet que intentara Gordon Craig hace un siglo en Rusia, no será el mismo que en nuestro país protagonizara Alcón hace varios años o el que pueda montar algún director en un teatro de Nairobi, hoy. He aquí el magnífico campo de trabajo del director, esa zona de indeterminación, lugar de conflictos, que es el particular espacio entre el texto literario a escenificar y el texto espectacular. El director ha de construir en un espacio vacío. Ese espacio vacío, es su hoja en blanco. Allí va a escribir su propio texto. Allí elaborará su complejo tejido de numerosos sistemas de signos que se entrecruzarán armónicamente para elaborar la representación, es decir la naturaleza misma del hecho teatral: hombres que vuelven a presentar acciones humanas reales o imaginarias, que las hacen presentes por medio de presencias reales de una manera convencional, permítaseme la redundancia. Y cuando hablamos de convención, nos estamos refiriendo a los particulares modos elegidos para cada ocasión, o lo que es lo mismo, su elección estética, que presupone la existencia de una ideología que sostiene esa elección. El director construye así, este gran organismo vivo que es el texto espectacular, texto que nace y muere con cada representación, que no tiene pretensión de eternidad, que produce múltiples y complejos mensajes construidos con signos móviles y cambiantes. Los actores, seres vivos y distintos cada noche, portan los signos. El gesto de Ricardo Salim en la última escena de “Rojos Globos Rojos” de Pavlovsky no es este sábado igual que el del sábado anterior, es semejante, pero no igual, el signo cambia. Ni siquiera el espectador sentado en la segunda fila al centro, es el mismo. La lectura cambia. El texto espectacular magnífico animal de vida efímera, se enseñorea en los escenarios, único lugar en el que le es dado cobijarse cada noche. ¿En que consiste la puesta en escena? ¿La construcción del texto espectacular? Adolph Appia decía que el arte de la puesta en escena consiste en proyectar en el espacio lo que el dramaturgo ha podido proyectar solo en el tiempo. Artaud señala que la única parte verdadera y específicamente teatral de una obra de teatro es precisamente el espectáculo, es decir la concreción escénica de la partitura textual. Jacques Copeau da una completísima definición de lo que para el es puesta en escena. Cito textualmente: “Por puesta en escena entendemos: el diseño de una acción dramática. El conjunto de movimientos, gestos y actitudes , la armonía entre fisonomías, voces y silencios. Es la totalidad del espectáculo escénico que surge de un pensamiento único que lo concibe, lo ordena y lo armoniza. El director inventa e instaura entre los personajes este nexo secreto y visible, esta sensibilidad recíproca,

esta misteriosa correspondencia de relaciones, sin las cuales el drama, aunque sea interpretado por excelentes actores, pierde la mejor parte de su expresión.”. Tengamos en cuenta la importancia progresiva que podemos visualizar en estas definiciones de la puesta en escena y la mirada sobre el director. El texto escénico ya no es un mal necesario al servicio del texto literario, sino elemento fundamental del hecho teatral. Será el director, el gran demiurgo, el padre del monstruo que solo vive una hora y media. Pero es bueno señalar que hay directores y directores: están quienes privilegian el texto y no ven en la representación mas que la expresión y traducción del texto literario a quien sienten que deben fidelidad. Esto presupone una equivalencia semántica entre el texto escrito y su representación, entre el sistema de signos del texto y el sistema de signos de la representación. Sin embargo esta equivalencia, a Anne Ubersfeld le parece ilusoria porque el conjunto de signos creados por el director y su equipo de trabajo, constituyen aun a su pesar, una pluralidad de sentidos mas allá del conjunto textual. Se hace entonces imprescindible deslindar claramente lo que es del texto y lo que es de la representación. La confusión de ambos dominios es mas frecuente de lo que a primera vista parece. Porque en la vereda de enfrente están los que en nombre de ciertas vanguardias ( y esto pasa desde hace mas de un siglo) rechazan casi totalmente el texto. Para ellos el teatro esta solamente en la ceremonia y el texto no es mas que uno de los elementos de la representación, y no el mas importante, por cierto. Artaudianos vienen apareciendo periódicamente desde la muerte del gran gurú. Ahora, si acordamos que así como lo propio del dibujo es la línea, lo propio de la escultura es el volumen, lo propio de la pintura es el color, lo propio del teatro es la acción, aquello que está ocurriendo en ese instante, esto es el motivo de lo perecedero de nuestro arte, lo que mas arriba señalábamos, es decir que en su esencia esta su certificado de defunción. Esto ha provocado que lo que perdure a través de los tiempos, que trascienda los siglos, sea la literatura dramática y no el teatro. Y lo que obviamente ha provocado las confusiones del dominio entre un campo y el otro. Yo vengo del campo escénico, mi oficio es la dirección teatral y desde allí, desde el escenario he recorrido lentamente y con mucha timidez un largo camino hacia la escritura dramática. Conozco la tensión que entre los dos campos existen, porque en muchas ocasiones la batalla se produjo en mi interior. Quizás por eso me resulta infinitamente mas cómodo escenificar textos ajenos antes que los propios. Tal vez un par de ejemplos sobre la singular batalla que en mi interior se produce sirvan para aclarar algo la compleja relación literatura-escenario. Hace algún tiempo monté con el Teatro Universitario de Santiago del Estero, “Barranca Abajo” de Florencio Sanchez, texto muy poco transitado por los teatristas pero que en mi siempre tuvo resonancias particulares. Todos o casi todos deben conocer la obra, si no somos especialistas, alguna profesora de literatura ya se encargó en el secundario de crearnos antipatía por la que considero “la gran tragedia nacional”. Durante mucho tiempo rondé el texto como a una presa apetecible pero difícil. Difícil por “la mala prensa” que siempre tuvo y por una pregunta que inevitablemente me hago cuando voy a trabajar sobre un clásico de estas características: ¿Cómo habría que contar hoy en el tercer milenio y aquí en el norte la historia de Zoilo Carabajal? Cuando me decidí a acometer la empresa fue porque había decidido ser irrespetuoso con Sanchez. Respetuosamente irrespetuoso, debiera decir, porque mi labor previa a los

ensayos pasó fundamentalmente por desentrañar la esencia del discurso del autor y sobre ello encarar el montaje. Obviamente las didascalias del autor responden a una época, a un lugar, a un contexto socio-político determinado y me sirven a mi, director, solo como un dato mas acerca de la mirada de Sanchez sobre su creación. Pensemos en los cien años que tiene “Barranca abajo”. Las preguntas disparadoras fueron: ¿Qué tiene esta pieza que en mi aun hoy produzca la sensación de que es un texto actual?, ¿Cuál es el perfil de espectador hacia el cual voy a dirigirme?, es decir ¿para quién?, ¿Qué quiero decirle?, ¿Cómo trasladar al territorio seco y árido de Santiago una historia de la pampa húmeda?. Con las respuestas primeras y provisorias comienza el trabajo con el elenco, el proceso de ensayos. Allí aparecerán las respuestas definitivas. Y el resultado final es un montaje circular con el público muy cerca, no mas de cinco metros de los actores, algunos personajes como Batará o el comisario Butierrez han desaparecido, ha desaparecido toda referencia escenográfica pintoresquista (rancho, aljibe, árbol etc.) y que alude al “campo”. Solo actores, con vestuario referencial únicamente en los colores, elementos de utilería básicos, como mortero, un bombo o un pedazo de tela. Con esta economía absoluta surge el texto de Sanchez, límpido en toda su potencia trágica, los actores, resignifican el espacio constantemente, el heroe trágico que durante casi un siglo, fue Zoilo, se convierte en un antiheroe lleno de contradicciones mas cercano a nosotros. El discurso ha sido tamizado y el texto espectacular que le sirve de soporte fue elaborado pensando en un espectador de hoy, que ve televisión , que hace zapping, que no necesita del ranchito en el escenario para reconocer el “lugar” donde todo acontece y puede decodificar otro tipo de signos. Entiendo que mas allá de aquellos que prefieran una puesta “arqueológica”, en este montaje el texto literario ha ganado en presencia y en fuerza escénica. La relectura nos ha permitido gozar de potencialidades que el pintoresquismo ocultaba. Toda esta tarea, el andar investigativo y creador del director en esa espléndida zona de indeterminación que opera entre el texto literario y el texto espectacular, no me es dado encarar con la misma libertad cuando de un texto propio se trata. No hay distancia que me permita mirar el texto literario con la misma libertad, mi mirada sobre los personajes en movimiento en un espacio dado ya esta plasmada en las didascalias, el texto secundario, diría Pavis. Es por ello que prefiero dar mis obras a otros directores, someterlas a su lectura y dejarlos trabajar sobre ellas con la mayor libertad posible. Por supuesto, la sensación es extraña, es como dar un hijo para que otro termine de criarlo. Ver un estreno de un texto mío me produce un choque como el que debe sufrir un padre que confía su hijo adolescente a manos de otro y con el que años después se reencuentra. Lo reconoce, claro, es su hijo al fin y al cabo, pero ya no es el mismo, ha crecido y lo que es mas importante no necesita mas de su padre. Pero, así son las reglas del juego, cuando uno elabora un texto teatral sabe que no estará completo hasta que cobre vida sobre el escenario, hasta que el actor le preste el cuerpo y todo su almacén de sensaciones y emociones a los personajes que el imaginó pero que no existirán como tales, hasta que no tengan carnadura real sobre un escenario.

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