Separata Sobre La Autonomia De La Voluntad

  • May 2020
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UNIVERSIDAD CATOLICA DE TEMUCO FACULTAD DE CIEMCIAS SOCIALES Y JURIDICAS. ESCUELA DE DERECHO DERECHO ECONOMICO I PROFESOR: JUAN EDUARDO FERNANDEZ S. M. AÑO ACADEMICO 2008, PRIMER SEMESTRE.

LA AUTONOMÍA PRIVADA Selección de lecturas El concepto de persona está en el núcleo del ordenamiento jurídico. Ella es el sujeto de las relaciones, la destinataria de las normas, la titular de las atribuciones. En fin, el derecho no tiene sentido sino por y para la persona. Un antiguo aforismo jurídico señala que: "Persona es un hombre dotado de estado legal”. De allí que, para algunos, la calidad de ser personas es un producto del orden jurídico, de manera que el hombre sería tal, no por su naturaleza propia, sino por concesión del ordenamiento de derecho. La noción de persona que queda ilustrada en el texto que hemos tomado de la obra publicada por don Víctor Vidal sobre "Derecho Civil” responde a esa concepción. Sin embargo, un primer vistazo a nuestro Derecho positivo nos hace dudar que esos postulados sean enteramente correctos. La noción de personas es también crucial dentro del ordenamiento constitucional chileno, pero este no concibe a la personalidad como un producto o resultado de la norma jurídica, sino coma una sustancia anterior al derecho, que éste debe reconocer y tutelar. Entre otras disposiciones constitucionales, los artículos 11, 51, 19 23 y 39 se fundamentan en la idea de ser la persona anterior al derecho, no un producto del orden jurídico sino su indispensable y necesario antecedente. Estas disposiciones constitucionales no provienen de un vacío, sino que encuentran su raíz en la más antigua tradición filosófica de la cultura occidental. Las lecturas incluyen un breve trozo del destacado filósofo del derecho Jorge Del Vecchio, quien fundamenta la ética y el derecho en una elevada noción de la persona que proviene del pensamiento kantiano. Un brevísimo apunte tomado de una obra magistral del filósofo contemporáneo Josef Pieper, excelso tomista, demuestra que el pensamiento escolástico coloca a la persona en el centro de sus preocupaciones sobre el derecho y la justicia. Una propiedad fundamental de la persona es su aptitud de autogobierno, de autodeterminación, que proviene de su naturaleza espiritual. Esta capacidad de autodeterminarse es recibida por la doctrina jurídica bajo el nombre de autonomía. Un texto del profesor Diez-Picazo y otro del profesor Cea Egaña ilustran en términos sencillos el concepto de autonomía referidos a la persona y a los grupos intermedios, entre los cuales se comprende la empresa que es la organización económica elemental en el campo productivo. A continuación, se transcriben dos textos de mayor extensión, el uno tomado del profesor Diez-Picazo y el otro tomado de Planiol y Ripert que explican la autonomía privada, la libertad de estipulación, sus alcances y sus limites. En ambos se podrá apreciar que la capacidad o aptitud que tiene la persona de autogobernarse, de autodeterminarse, solamente tiene sentido en sociedad, en el seno de una comunidad política organizada, y que su finalidad, que no es otra que actualizar la potencialidad espiritual de la persona para conseguir su perfección, no puede lograrse sino en la convivencia. De allí que todo ejercicio de la autonomía privada suponga necesariamente el respeto de cada uno por la condición autónoma de toda otra persona. Esto es, en las finas palabras de Del Vecchio, que cada uno trate a otro como un fin, como un ser único, y jamás como un medio que deba ser utilizado, como un instrumento que pueda ser aprovechado. De allí que lo que comúnmente se designa como "límites" de la autonomía privada, no sean sino las condiciones indispensables para que la autonomía de cada uno coexista con la de los demás en un ambiente de respeto y de libertad protegido por el derecho. Desprendemos de lo anterior que el ejercicio de la autonomía privada estará siempre presidido, para ser conforme a derecho, por la rectitud y la honradez en la conducta del sujeto. La autonomía

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privada que se ejercita verdaderamente como tal es un acto de confianza, de buena fe. Un texto del profesor Diez-Picazo explica el principio fundamental de la buena fe, en relación con los deberes de conducta y las limitaciones al ejercicio de los derechos subjetivos. En el ejercicio de su autonomía privada, la persona crea la norma negocial y puede disponer de los derechos que están en su órbita de dominio o tutela. Evidentemente que esto cobra la mayor importancia en el tráfico económico, por cuanto toda economía de intercambio supone relaciones entre las personas, normalmente de carácter contractual, y, también, relaciones de personas y empresas con cosas, con bienes económicos, que son aquellos objetos que desean procurarse para la satisfacción de sus necesidades. Es así como el tráfico económico, en cualquier sistema, pero particularmente en los que aceptan en mayor o menor medida los mecanismos de mercado, se efectúa en función de relaciones contractuales. El paradigma de la relación contractual es aquella convención creadora de obligaciones que se negocia, se acuerda y se cumple entre partes autónomas, razonablemente informadas, y que de hecho tienen una cierta independencia relativa, en el sentido de que ninguna de ellas está compelida a contratar con la otra, sino que puede escoger otras alternativas. Es este el tipo de relación negocial que caracteriza los mercados en que hay un grado eficaz de competencia, esto es, en que ninguno de los partícipes ve sus decisiones sustancialmente influidas por la conducta de otro. Sin embargo muchas otras relaciones negociales hay en que lo anterior se ve alterado. Los contratos llamados por adhesión o condiciones generales de la contratación, que tipifican los mercados monopólicos o en que alguien ocupa posición dominante; los contratos dirigidos que aparecen con el intervencionismo estatal en la economía; los contratos tipo, propios de las negociaciones masivas; los contratos económicos, en que la técnica contractual se conjuga con un mayor o menor grado de programación estatal; los contratos forzosos, en que las partes ven desaparecer su autonomía, sea ante la posibilidad de celebrar o no el negocio, sea ante la posibilidad de darle el contenido que estimen más adecuado. Se incluyen en estos materiales de lectura algunas selecciones de los profesores López Santa María y Leslie Tomasello Hart que describen los contratos tipo, dirigidos, por adhesión y forzosos, lo que permitirá al alumno apreciar, en cada caso, la naturaleza y forma de las limitaciones que esas figuras contractuales imponen al ejercicio de la autonomía privada. Finalmente, esta separata con selecciones de lectura, se ha actualizado con selecciones que dan cuenta con mayor detalle de las características y antecedentes de los contratos de adhesión, particularmente en su impacto en las relaciones entre proveedores y consumidores. Por idéntico motivo, en la parte final, se han incluido las normas pertinentes de la Ley Nº 19.496. En estrecha vinculación con lo anterior podemos considerar el concepto de orden público económico, en aquella parte en que, sea por sus funciones de dirección o de protección, se aplican técnicas limitativas de la autonomía de la persona. Para este efecto el alumno podrá trabajar con los materiales sobre orden público económico, contenidos en otra separata, y establecer las relaciones correspondientes entre cada una de las técnicas que ese orden utiliza y la posibilidad de que la persona ejerza, en mayor o menor grado, la autonomía que el derecho le reconoce y en la cual la ampara. Víctor Vidal, Alberto Lyon;

Derecho Civil.

Noción de Persona. En el lenguaje corriente de la vida diaria, la palabra persona sugiere de manera inmediata y directa al hombre, al ser humano. Así, si decimos "esa persona", se parte de la base y se toma como un hecho indubitado que nos estamos refiriendo a un individuo de la especie humana de carne y hueso. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, el término "personas" no indica una cosa o entidad que posea una existencia natural, así como tampoco desde el punto de vista del derecho podemos concebir al hombre como esa unidad específica que denominamos "persona". Persona y hombre son conceptos sustancialmente diferentes que nada tienen en común y que no pueden asimilarse bajo ningún respecto. El concepto de "personalidad" o de "persona" o de "sujeto de derecho" no es sino una forma jurídica de unificación de relaciones, es decir, un concepto o categoría jurídica que expresa solamente un centro de convergencia de un conjunto derechos y obligaciones. Por eso se define

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corrientemente a la persona como una entidad capaz de adquirir (centro de convergencia) derechos y obligaciones. La "personalidad", es en consecuencia, un producto del orden jurídico, que éste pueda ligar a cualquier sustrato de base estable. De esta manera, el hombre es persona, no por su naturaleza, sino por la obra del derecho. No necesariamente el hombre debe estar dotado de personalidad ni tampoco necesariamente debe ser la única cosa o entidad que sea considerada por el derecho como persona. La historia resulta un vivo testimonio de lo aseverado. Ella demuestra que por largo tiempo ha habido una clase de hombre a los cuales se negaba la calidad de sujetos de derecho, los esclavos. Pero no es necesario extremar las cosas para confirmar la afirmación precedente. Hasta hace poco tiempo, la personalidad podía perderse por la muerte civil. El art. 95 de nuestro Código Civil -hoy derogado- decía: "Termina también la personalidad, relativamente a los derechos de propiedad, por la muerte civil, que es la profesión solemne, efectuada conforme a las leyes, en instituto monástico, reconocido por la Iglesia Católica". Pero, aún más, es perfectamente posible y en nada afecta al derecho desde un punto de vista técnico que éste reconozca personalidad, esto es, la posibilidad de ser titular de derechos y deberes a otras entidades distintas que el hombre. En Derecho Romano se admitía que algunos dioses, Apolo, Júpiter, etc. (Ulpiano 22.6) podían ser instituidos herederos, y en el derecho intermedio fueron reconocidas como válidas las disposiciones en favor de Jesucristo, de la Virgen, de los ángeles, etc. A consecuencia de esta constante identificación del concepto de personalidad con el hombre real de carne y hueso, como si uno y otro fueran una misma cosa, se tendió a aceptar como un hecho indudable que el hombre era persona, no por creación del derecho, sino que por su naturaleza intrínseca; como si desde el día en que fue creado trajo consigo internamente la noción jurídica de la personalidad, v a consecuencia de este error se mantuvo en la atmósfera del Pero esta creencia no resulta efectiva. La personalidad jurídica individual es tan construida o fabricada por el derecho como lo es la personalidad del ente colectivo. Es una misma para el hombre como para las asociaciones y en ambos casos se les concede a ellos como podría concedérseles a otros entes. Jorge del Vecchio: Supuestos. Concepto y Principios del Derecho. El único principio que permite la recta y adecuada visión del mundo ético, es precisamente el carácter absoluto de la persona, la supremacía que corresponde lógicamente al sujeto sobre el objeto. La conciencia de la propia libertad e imputabilidad (conciencia indefectible e imposible de borrar jamás del espíritu humano), se convierte inmediatamente para el sujeto en una suprema norma, a saber: obra no como medio o vehículo de las fuerzas de la naturaleza, sino como ser autónomo. La ley antes enunciada, en la cual hemos visto el más alto criterio de la ética en general, contiene efectivamente, a la vez, el principio de la moralidad y el del Derecho. El sujeto debe tomar de si mismo la regla universal de sus acciones, de modo tal, que como él obra, puedan obrar también los demás. En el mismo acto en que la ley engendra en el sujeto la necesidad o deber moral de obrar como principio autónomo, funda también en él la facultad, o el derecho, de hacerlo valer como tal frente a todos, le atribuye la exigencia de no ser impedido o desconocido prácticamente por otros al poner en acto esta cualidad suya. Existe, pues, una prerrogativa perpetua e inviolable de la persona, una pretensión válida y ejercitable universalmente por cada uno con respecto a otros; y existe también, por esta misma universalidad de la pretensión, la correlativa obligación de cada uno de respetar aquél límite, más allá del cual sería justificada y legítima la oposición de la otra parte. El carácter absoluto de la persona permite establecer la máxima de que cada hombre puede, sólo por ser tal, pretender no ser constreñido a aceptar una relación con otros, que no dependa también de su propia determinación; puede pretender no ser tratado por otro como si sólo fuese un medio o un elemento del mundo sensible; puede exigir que sea respetado por todos como él mismo está obligado a respetar el imperativo; no extender tu arbitrio hasta imponerlo a otros, no querer someter a ti a quien, por su

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naturaleza, sólo está sujeto a sí mismo. L. Diez-Picazo; Sistema de Derecho Civil. El Concepto Jurídico de Persona. El hombre y la vida social son la razón del Derecho, un prius respecto a éste, pues sin hombres y sin vida social el Derecho no existiría. En esencia, el Derecho sabemos que no es más que una reglamentación organizadora de la comunidad humana, prescribiendo al efecto conductas e imponiendo sanciones, con objeto de hacer realidad la Justicia. Todo hombre es persona. La personalidad no es algo que el ordenamiento jurídico pueda atribuir de manera arbitraria, pues es una exigencia de su naturaleza y dignidad que el Derecho no tiene más remedio que reconocer. Juan XXIII, en su encíclica “Pacem in terris”, dice exactamente; "En toda humana convivencia bien organizada y fecunda hay que colocar como fundamento el principio de que todo ser humano es persona, es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre". ¿Qué significa reconocer al hombre como persona? Una dirección dominante en la doctrina jurídica responde que ser persona equivale a tener aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones o, si se quiere, de relaciones jurídicas. Equivaldría así personalidad a capacidad jurídica, llegándose a afirma (Ferrara, Coviello, entre otros) que la personalidad es un producto del orden jurídico; el hombre, no por su naturaleza, sino en fuerza del reconocimiento del Derecho objetivo, es persona, no por un derecho que tuviese innato a la personalidad. Se remiten estos autores a la Historia, en la que se puede ver cómo los esclavos no se han considerado como sujetos de derecho y que los hombres podían perder su capacidad jurídica sin dejar por ello de existir (muerte civil), así como también que no todos los hombres han poseído la misma capacidad pues se le atribuía según su raza, religión, sexo, patria, etc. Es evidente que las concepciones actuales, que hunden sus profundas raíces en el humanismo-cristiano, repudian alguno de estos asertos. El ordenamiento jurídico no atribuye la personalidad al hombre, sino que reconoce la que por su misma naturaleza racional y libre le corresponde. Por otra parte, reducir la condición de persona a la de sujeto de derechos y obligaciones es minimizaría, olvidando que las normas jurídicas han de darse y desarrollarse teniendo en cuenta la dignidad del hombre como persona y sus atributos como tal. La existencia, pues, de la persona condiciona la producción de la norma. José Luis Cea E.

Un informe en Derecho.

La historia fidedigna del Articulo 11 de la Constitución prueba que en la expresión "grupos intermedios" cabe toda forma de asociación privada situada entre el hombre y el Estado, que una a los hombres en razón de su común actividad económica destinada a la consecución de fines lícitos. Al respecto, la Ley Fundamental declara tres derechos en favor de las sociedades intermedias. Primero, que el Estado reconoce a dichas asociaciones, de manera que la Constitución es nítida en cuanto a que ellas existen, como regla general, por la sola y libre voluntad creadora de sus miembros, no precisando para ello de ninguna autorización oficial. Excepcionalmente, sin embargo, tales grupos requieren de personalidad jurídica como de la aludida autorización para existir y operar cuando la Constitución lo ha declarado así, por razones de bien común, facultando al legislador para que regule la aplicación del respectivo precepto fundamental. El Estado, en segundo lugar, ampara a tales sociedades, lo que significa que debe protegerlas de actos o intentos, públicos o privados, destinados a desconocer su existencia o entorpecer la libre consumación de sus legítimos fines económicos específicos. El Estado, en fin, les garantiza o asegura la adecuada autonomía para cumplir tales fines, autonomía que es libertad para organizarse, regirse o realizar por sí los objetivos que sus miembros fijen al grupo, con independencia de toda autoridad o asociación extraña. Con todo, nuevamente resulta necesario aclarar que tal autonomía es relativa, por cuanto ella sólo cubre lo que sea adecuado para que el grupo o sociedad cumpla sus propios fines específicos. Por consiguiente, el legislador puede regular el precepto constitucional y, sin alterarlo en su esencia, establecer los límites concretos más allá.

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L. Diez-Picazo; Sistema de Derecho Civil. Concepto de la Autonomía Privada. Autonomía significa tanto como autorregulación o autoreglamentación, el poder de dictarse uno a si mismo la ley o el precepto, el poder de gobernarse uno a sí mismo. Este concepto genérico adquiere una significación específica cuando se refiere a la persona y se llama autonomía privada. La autonomía privada es una consecuencia del concepto de persona y consiste en un poder que el orden jurídico confiere al individuo para que gobierne sus propios intereses. Es un poder de autorregulación de intereses y relaciones jurídicas propias desplegada por el mismo titular de ellas. Podría definirse como un poder de gobierno de la propia esfera jurídica. Como quiera que la esfera jurídica de la persona está formada por relaciones jurídicas, que son el cauce de realización de intereses. la autonomía privada puede también definirse como el poder de la persona para reglamentar y ordenar las relaciones jurídicas en las que es o ha de ser parte. La autonomía privada se nos ofrece como una forma de poder jurídico y como tal entraña la existencia de un reconocimiento de un ámbito de actuación. No se trata simplemente de reconocer un ámbito de libre actuación a la persona, sino de algo más. No es por esto autonomía privada lo mismo que libertad individual. Reconocer libertad significa permitir hacer soberanía para gobernar la esfera jurídica propia. Existe autonomía cuando el individuo no sólo es libre, sino que es además soberano para dictar su ley en su esfera jurídica. La libertad encierra un poder hacer (ámbito de lo lícito), pero sin que el derecho reconozca por ello valor jurídico a tales actos. En la autonomía hay además un poder de gobierno sobre la esfera jurídica. Es decir, el acto además de libre es eficaz, vinculante y preceptivo. La autonomía es un poder del individuo. El sujeto del poder de autonomía es la persona como realidad eminente. Conviene en este punto observar que cuando se habla, como es usual entre nosotros de "autonomía de la voluntad", no deja de incurrirse en algún equívoco. Porque el sujeto de la autonomía no es la voluntad, sino el individuo, la persona, como realidad unitaria. La autonomía no se ejercita queriendo -función de la voluntad- sino estableciendo, disponiendo, gobernando. La voluntad, el querer es un requisito indudable del acto de autonomía que ha de ser siempre libre y voluntario. Pero para ejercitar la autonomía es preciso algo más que querer. El ejercicio de la autonomía, que es establecimiento de una reglamentación para los propios intereses, exige la función de la voluntad de querer y la función de las demás potencias del individuo. La autonomía, es por último, un poder de ordenación de la esfera privada del individuo, entendiendo por tal el conjunto de derechos, facultades, relaciones, etc., que el individuo ostente o que se le hayan atribuido. No se quiere decir con ello que el poder de autonomía del individuo sobre su esfera jurídica sea total y absoluta. Existen posiciones de dicha esfera para las cuales el derecho excluye la autonomía como poder ordenador. Se habla por hecho de derechos, situaciones, relaciones indisponibles. Pero esto no quita para que el objeto del poder de autonomía sea la esfera jurídica de la persona. El Contenido de la Autonomía Privada. Se ha dicho que la autonomía puede ser reconocida por el orden jurídico estatal como fuente de normas jurídicas destinadas a formar parte del mismo orden jurídico que las reconoce y como presupuesto y fuente generadora de relaciones jurídicas ya disciplinadas, en abstracto y en general, por las normas del orden jurídico. Hay, pues, una autonomía creadora de normas jurídicas y una autonomía creadora de relaciones jurídicas. De estas dos funciones que pueden reconocerse a la autonomía, parece que la autonomía privada sólo en la segunda función puede realizarse. No cabe reconocer a la autonomía privada como fuente de normas jurídicas, si por norma jurídica entendemos el mandato con eficacia social organizadora o con significado social primario. El poder individual carece de aptitud para crear normas de derecho. Puede, sin embargo, manifestarse como poder de creación, modificación o extinción de las relaciones jurídicas y como poder de reglamentación de las situaciones creadas, modificadas o extinguidas. Así, el gobierno individual de las relaciones jurídicas en que el individuo toma parte se desarrolla en un doble sentido; a) es un poder de constitución de relaciones jurídicas; b) es un poder de reglamentación del contenido

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de las relaciones jurídicas. La autonomía privada se nos presenta, en primer lugar, como un poder de constitución de relaciones jurídicas. Los actos privados pueden afectar de modo radical a la existencia de las relaciones. En este sentido los actos de autonomía -negocios jurídicos- tienen siempre eficacia constitutiva. Son siempre actos de creación, de modificación o de extinción de relaciones jurídicas. Este aspecto, esta función de la autonomía privada está expresamente recogido en nuestro Derecho positivo. Las obligaciones nacen de los contratos, y nacen de los contratos por regla general ya que las que nacen de la ley no se presumen. La autonomía privada tiene una segunda función; es un poder de reglamentación del contenido de las relaciones jurídicas. Al mismo tiempo que crea las relaciones, el individuo puede determinar su contenido, estableciendo el haz de deberes y derechos que han de formar parte de ella. El acto de autonomía privada, además de crear, de modificar o de extinguir la relación, contiene el precepto, la regla donde se formulan los deberes y derechos que han de ser observados por las partes en el desarrollo de la misma. Esta eficacia preceptiva indudable de la autonomía privada ha hecho que algunos autores la consideren como fuente del derecho objetivo, es decir, como poder con eficacia de creación de normas jurídicas. Esta dirección tiene hondas raíces en la historia del Derecho. Ya en Roma se colocan los "pacta" a la misma altura y en el mismo plano que las leyes o las costumbres, y se da al acto de autonomía privada el gráfico calificativo de "lex privata". Esta dirección tiene modernamente fuerte aceptación. Y así se afirma que entre la norma creada por el legislador, por la autoridad administrativa o por las partes de un negocio jurídico hay una simple diferencia de grado (Kelsen, Manigk). La observación sólo parcialmente es cierta. Es cierto que tanto el legislador al dictar una ley como las partes al celebrar un contrato establecen una regla de conducta obligatoria, un precepto. Pero la diferencia entre los preceptos de uno y otro tipo no sólo es de grado en una escala jerárquica. Es una diferencia sustancial. La diferencia estriba en que los preceptos del primer tipo, leyes, costumbres, etc., tienen una eficacia primaria de organización social que les otorga el rango de normas jurídicas, mientras que los preceptos del segundo tipo -los preceptos privados, los negocios jurídicos- carecen de aquel significado, limitándose a servir de reglas de conducta en las relaciones entre particulares, lo que les priva de la categoría de normas jurídicas. Pero no puede negarse que todo acto de autonomía contiene un precepto, una regla. La función reglamentadora de la autonomía privada se halla reconocida en nuestro Derecho positivo. Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse a tenor de los mismos. No es que nuestro Código Civil equipare el contrato a la ley (lex contractus, lex privata). El contrato y la ley son cosas distintas. Lo que hace es otorgar al contrato "fuerza de ley", fuerza de precepto de imperativo cumplimiento para los interesados. El poder reglamentador de la autonomía privada se halla reconocido asimismo en el Código: Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público. Las partes pueden, conforme al artículo citado, establecer las disposiciones que tengan por conveniente, dentro de los límites que el propio artículo establece y que más adelante examinaremos. Significado Institucional de la Autonomía Privada. Es doble: De una parte se presenta como una realidad básica y fundamental dentro del orden jurídico. Puede hablarse en este aspecto de un significado institucional de la autonomía privada. De otra parte, la autonomía privada juega un destacado papel en la mecánica de la aplicación del Derecho, razón por la cual debe hablarse de un significado técnico o sentido que dentro de la técnica jurídica posee. Desde un punto de vista institucional la autonomía privada reviste el carácter de principio general del Derecho, porque es una de las ideas fundamentales que inspira toda la organización de nuestro Derecho Privado. Este carácter de principio jurídico unánimemente aceptado ha plasmado en una pluralidad de reglas y aforismos. Nos parece necesario insistir sobre ello. Parece preciso puntualizar la naturaleza y el puesto que el principio de autonomía privada tiene dentro de los principios generales del Derecho. Siempre que se había del principio de autonomía privada se quiere ver en él un principio de orden político y, más concretamente, un principio característico del orden político liberal. Es frecuente la afirmación de que el principio de autonomía de la voluntad es un

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principio de signo individualista y liberal, que debe ser sustituido por un principio intervencionista más conforme con las concepciones sociales que hoy imperan. No se va a negar que el principio de autonomía alcanzó extraordinario vigor dentro de las direcciones políticas de matriz literal, como también es cierto que, de una parte la corrección de las exageraciones a que condujo su imperio bajo el reinado de las ideas liberales y, de otra, la misma enemiga contra éstas, son las causas del aumento de las restricciones que la autonomía ha sufrido en la época moderna. Lo que debe negarse es que el principio de autonomía privada sea un puro principio político y que sea un principio liberal. El liberalismo acogió el principio y por así decirlo lo liberalizó. El principio de autonomía privada es un principio de Derecho, porque el respeto a la persona y su reconocimiento como ser de fines exigen la vigencia de aquel principio dentro del cual únicamente puede el hombre realizarse plenamente. La supresión de la autonomía privada como principio general del Derecho llevaría consigo la total anulación de la persona y su conversión en puro instrumento de la comunidad. El principio de autonomía de la persona es además un principio tradicional del Derecho español, que ha reconocido y defendido siempre el valor del individuo y la necesidad de protección jurídica de la realización de sus fines. En cuanto al significado técnico deriva del sentido institucional, diremos que por ser un principio general del Derecho debe reconocerse la existencia de una norma que deberá ser aplicada a falta de ley y en defecto de costumbre. Cuando nada digan, ni la costumbre, ni la ley, deberá aplicarse el principio general de que las personas pueden crear libremente relaciones jurídicas de todas clases y establecer libremente también el régimen de estas relaciones. El principio general debe funcionar asimismo como criterio inspirador de toda labor interpretativa. Quiere ello decir que todas las normas jurídicas deberán interpretarse en la forma que resulte más conforme al principio general. Aquellas normas que representen una excepción al principio de autonomía -normas prohibitivas- normas limitadoras deberán interpretarse de manera restrictiva, precisamente porque en nuestro Derecho el principio de autonomía es la regla general. Los límites de la Autonomía Privada. La autonomía privada no es una regla de carácter absoluto. Otorgar carácter absoluto a la autonomía privada seria reconocer el imperio sin limite del arbitrio individual. El problema de la autonomía privada es un problema de limites. La naturaleza del hombre y el respeto a la persona exigen el reconocimiento de la autonomía. El orden social precisa que esta autonomía no sea absoluta, sino limitada. La cuestión radica, por ello, en el señalamiento de los limites, de tal manera que no sean tan amplios que otorguen al individuo una libertad desmesurada con la consiguiente perturbación del orden, ni tan angostos que lleguen a suprimirla propia autonomía. Es una cuestión de equilibrio dependiente de la prudencia de la política gobernante. ¿Cuáles son los limites de la autonomía privada? El derecho señala tres: la ley, la moral, y el orden público. Lo primero que se observa es la falta de fijeza absoluta de los límites de la autonomía. Son siempre líneas fluctuantes. Porque, lo mismo el concepto de orden público que la extensión de la ley en materias de Derecho privado son variables que están en función de las coordenadas históricas vigentes. Determinar cuándo una materia es de orden público y, por tanto, está excluida del ámbito de la autonomía privada es algo que no puede hacerse nunca priori y que dependerá en cada caso de la idea política vigente en el momento. A) La moral como limite de la Autonomía Privada. El límite moral de la autonomía impide, en primer lugar, el negocio inmoral. La inmoralidad del negocio afecta a la causa del mismo y lo hace ineficaz. Así, los contratos con causa ilícita no producen efecto alguno, siendo ilícita la causa cuando se opone a la moral. Del mismo modo se prohibe que pueden ser objeto del contrato los servicios contrarios a las buenas costumbres. Aun no chocando el negocio, en su causa o en su objeto, con aquel límite, tampoco pueden establecer dentro de él pactos, cláusulas o condiciones contrarias a la moral. El efecto será en uno y otro caso distinto, pues mientras el negocio con causa o con objeto inmoral es absolutamente nulo, lo inmoral de la cláusula afecta, en principio, únicamente a ella, por lo que deberá dar lugar a la nulidad parcial del negocio, es decir, únicamente de la cláusula.

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B) El orden Público como límite de la Autonomía Privada. El concepto de "orden público es quizá uno de los más difíciles e imprecisos de los empleados por nuestro Código Civil. Se ha querido poner en conexión el orden público con las leyes imperativas. Y así se han identificado las ideas de "leyes que tienen por objeto el orden público y leyes imperativas. Sin embargo, esta tesis, que permitiría sin duda deslindar fácilmente el concepto de orden público, no perece exacta ni en nuestro Derecho positivo ni contemplado el problema desde un punto de vista general. No es exacta en nuestro Derecho positivo, porque éste ha señalado la ley y el orden público como limites distintos de la autonomía. Prohibe los pactos contrarios a la ley y a los pactos contrarios al orden público. El identificar orden público y ley imperativa seria reducir aquellos dos límites a uno solo, lo cual no parece lícito dados los términos en que se expresa nuestro Código Civil. Tampoco desde un punto de vista conceptual es posible la identificación. Utilizando, por ahora, una idea aproximada de orden público, resulta que puede existir una ley imperativa sin que afecte para nada al orden público y, viceversa. puede encontrarse actos contrarios al orden público sin que exista una norma imperativa que expresamente los prohiba o los rechace. Es una norma imperativa, por ejemplo, la que establece la redimibilidad de los censos. El censatario podrá redimir el censo a su voluntad aunque se pacte lo contrario. Y, sin embargo, aún siendo la norma expresamente imperativa no parece que la redimibilidad de los censos sea una cuestión de “orden público". Al contrario, es obvio que un pacto que verse, por ejemplo, sobre el modo de ejercer o sobre los efectos de la patria potestad seria contrario al orden público, aun no existiendo una norma legal imperativa que expresamente lo prohiba. No pueden, pues, confundirse orden público y ley imperativa. ¿Dónde está entonces la característica esencial del orden público? Con bastante aproximación se ha querido fijar la idea público asemejándola a la de interés público. Sin embargo, es la idea de orden público una idea mucho más completa que la de interés público. Orden público se contrapone en realidad a orden privado. Hay cuestiones, instituciones jurídicas que afectan al orden público. Otras, por el contrario, ajenas a él. ¿Cuándo una materia, una institución, afecta al orden público? Cuando está tan íntimamente enraizada en los principios fundamentales de la organización de la comunidad que su régimen jurídico no puede ser modificado por los particulares. Es este enlace intimo del régimen de una institución con los principios fundamentales de la organización política lo que define el orden público. Un ejemplo clásico dentro del Derecho privado nos los ofrece el complejo de relaciones familiares o las cuestiones referentes a la condición y estado de las personas. Precisamente por aquella razón quedan excluidas del ámbito de la autonomía privada. No cabe pacto sobre ellas, aunque no existan normas imperativas. Son materias indisponibles. No funciona en ellas la autonomía privada. C) El limite legal de la Autonomía Privada. La autonomía privada tenía, dijimos. un doble contenido: como poder de constitución de relaciones jurídicas de todas clases; como poder de determinación del contenido de las relaciones jurídicas. La limitación se produce también en un doble sentido. La ley puede limitar este poder de constitución de relaciones jurídicas de dos maneras: 1)- La ley prohibe la constitución de determinadas relaciones, o lo que es lo mismo, la realización de determinados negocios jurídicos. La ley limita el poder de constitución de relaciones impidiendo la celebración de determinados negocios. 2)- El poder autónomo de constitución puede verse también limitado cuando la ley lo que hace no es prohibir o impedir la celebración de negocios, sino imponer coactivamente determinadas relaciones jurídicas a los individuos. Nos hallamos en tal caso ante los actos de constitución forzada de relaciones, también llamados contratos forzosos. Puede también la ley limitar el poder de determinación del contenido de las relaciones que la autonomía privada crea. Nos hallamos, ahora, en presencia de relaciones libremente creadas, es decir, de negocios permitidos -no prohibidos- y libres -no forzosos-. Pues bien, en ellos la restricción puede también ser doble. 1) Puede la Ley prohibir que a las relaciones licitas que la autonomía crea se les dé un determinado contenido.

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Nos hallamos así en presencia de pactos, cláusulas o condiciones prohibidas por la ley. 2) Pero además del contenido prohibido puede haber segunda limitación -un contenido impuesto por la ley-. Las relaciones se crean voluntariamente, pero lo que la voluntad crea es un esquema determinado imperativamente por la ley. En estos casos de determinación coactiva del contenido de una relación. la norma constituye la fuente directa de la reglamentación de la misma. Los cauces de exteriorización de la autonomía privada. Según hemos dicho con anterioridad, la autonomía privada es un poder del individuo que permite a éste el gobierno de su propia esfera jurídica, reglamentar sus propios intereses y ordenar las relaciones jurídicas en las que es o ha de ser parte. De este planteamiento se deduce que los cauces fundamentales de realización de la idea y del principio de autonomía privada se pueden encontrar en las siguientes figuras e instituciones: 1) El patrimonio, en cuanto que esta idea engloba la totalidad de los poderes jurídicos otorgados al individuo sobre bienes y relaciones jurídicas de naturaleza económica. 2) El derecho subjetivo en cuanto significa la concesión de un poder jurídico sobre bienes de todo tipo y una garantía de libre goce de los mismos, como medio de realización de los fines e intereses del hombre. 3) El negocio jurídico, en cuanto que es el acto por virtud del cual se dicta una reglamentación autónoma para las relaciones jurídicas. M. Planiol y G. Ripert, Tratado Práctico de Derecho Civil Francés. Definición del contrato. Convención es el acuerdo de dos o más personas en cuanto a un objeto de interés jurídico. Las convenciones pueden tener como finalidad, crear, probar, modificar o extinguir obligaciones. Pero la denominación de contrato se viene dando tradicionalmente a las del primer grupo o sea, a las acreedoras de obligaciones. Así lo vemos en el art. 1101 C. Civil del Título "De los contratos u obligaciones convencionales", inspirado en una definición de Pothier: "El contrato es una convención por la cual una o más personas se obligan con respecto a otras a dar, a hacer o no hacer alguna cosa Esta definición legal hace resaltar de modo bastante preciso los caracteres esenciales del contrato. Exposición y origen del principio de la autonomía de la voluntad. Entre todos los hechos o actos jurídicos generadores de obligaciones, el contrato es, indudablemente, aquel en que la voluntad de los particulares cumple una función más importante. Su elemento característico, aun en aquellos casos en que sea insuficiente para su perfección. es el consentimiento, o sea, el acuerdo libre de la voluntad de las partes. Generalmente se expresa la noción de la libertad individual por el adagio "es permitido todo aquello que no está prohibido". En el campo del derecho esa libertad reviste un carácter más preciso y más estricto, bajo la designación del principio de autonomía de la voluntad. Este principio ha sido estimado, desde la aparición del Código Civil, como de importancia más fundamental aun en el campo de las relaciones obligatorias que en las demás partes del derecho; atribuyéndosele las consecuencias más amplias, de las que son ejemplo: 1) Los individuos son libres tanto para celebrar contratos como para no obligarse. 2) Son, asimismo, libres para discutir en plano de igualdad las condiciones de los contratos, determinando su contenido, especialmente su objeto, con la única restricción del respeto al orden público. Con tal carácter pueden combinar bajo formas nuevas los tipos de contratos ya previstos por la ley y también inventar otros enteramente nuevos; 3) Pueden escoger libremente, entre las legislaciones de los diversos estados. las que deseen hacer competente para regular la relación de derecho privado voluntariamente establecida por ellos y aun desechar la aplicación de toda ley, con carácter supletorio, y referirse a reglas tipo. 4) A la misma regla se refiere la libertad de la manifestación o declaración de

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voluntad. En principio ninguna forma ritual se impone para la manifestación de la voluntad interna de cada contratante, ni como prueba del acuerdo adoptado. La voluntad táctica es tan eficaz como la expresa; las solemnidades son excepcionales. 5), En fin, los efectos de las obligaciones contractuales son los queridos por las partes. En caso de litigio con respecto a su alcance, la misión del juez será interpretar, descubrir directamente o por inducción, la intención de las partes, sin imponer su voluntad. El poder público ha de cuidar que se respete la convención como si se tratara de una ley. En resumen, "Los convenios legalmente formados tienen fuerza de ley para los que lo han celebrado". Esta concepción de la voluntad soberana, creadora de derechos y de obligaciones tiene sus raíces más remotas en el Derecho canónico que lucho por arraigar profundamente en la conciencia humana el respeto a la palabra empeñada, fuera cual fuera la forma material de expresión de la voluntad. La escuela del Derecho Natural y los filósofos del siglo XVII fortificaron la función creadora de la voluntad y la omnipotencia del contrato, consagrados más tarde por la legislación revolucionaria. Ya en vigor el Código Civil, durante el siglo XIX, los partidarios del individualismo liberal han exaltado esa concepción. La teoría de la autonomía de la voluntad no se reduce a la exaltación de la voluntad soberana como creadora de relaciones jurídicas. Explica, además, que esa voluntad no debe limitarse más que por los motivos imperiosos de orden público y que tales restricciones deben reducirse a su mínima expresión; que los intereses privados. libremente discutidos, concuerdan con el bienestar público y que del contrato no puede surgir injusticia alguna dado que las obligaciones se asumen libremente. Trata, en fin, de explicar toda clase de obligaciones así como toda disposición legal mediante la interpretación de la voluntad soberana de los sujetos de derecho, creando así ficciones de contratos. De acuerdo con ello el régimen matrimonial legal es un contrato de matrimonio tácitamente celebrado, la sucesión es el testamento presunto del difunto. Crítica del principio de la autonomía de la voluntad. Tales exageraciones llegaron a crear la mística del contrato y, naturalmente, dieron lugar a una reacción, la cual se manifiesta al mismo tiempo en el dominio de la técnica y de la ciencia de la sociología y de la moral. Se ha negado categóricamente la función creadora de la voluntad en la formación de las obligaciones convencionales y aun la posibilidad del concurso real de voluntades. Se ha desmenuzado el mecanismo de la manifestación de voluntad proponiéndose substituir a la voluntad interna, psicológica. su apariencia, la declaración considerando a ésta más importante en garantía de los terceros con quienes se contrata. Se han enlazado de nuevo las ventajas del formalismo, aun en su aspecto más severo, las solemnidades; los contratos abstractos adquirieron una posición privilegiada en el terreno de la prueba y de la publicidad de las transacciones. Y también el principio de la autonomía de la voluntad ha sido atacado de modo más directo, en su misma esencia, reputándole basado en postulados erróneos de origen individualista, partiendo este ataque de los partidarios de doctrinas harto diferentes, pero convencidos, todos ellos, de que la iniciativa y el egoísmo de los individuos comprometen de modo grave en el orden moral, político o económico, los intereses esenciales de la colectividad cuando estos se abandonan a la arbitrariedad contractual. Se ha llegado a decir que aun en aquellos contratos irreprochables por su finalidad, la libertad de la voluntad es incompleta; que los contratos se celebran siempre a impulso de necesidades frecuentemente imperiosas, o bien necesidades legales más o menos aparentes. La igualdad teórica de los contratantes al discutir los términos de los convenios es ilusoria en los individuos que psicológica o económicamente, se encuentran en estado de inferioridad o aun de dependencia frente a la contraparte. ¿Puede aceptarse que existe consentimiento cuando la adhesión de una de las partes a las duras condiciones impuestas unilateralmente por la otra es un verdadero acto de sumisión, implicando usura o lesión en perjuicio de aquél? En fin, se han combatido la fuerza obligatoria y la intangibilidad de los contratos, especialmente en los casos en que debido a acontecimientos posteriores a su formación pudieran convertirse en instrumentos de opresión del deudor o en fuentes de perturbación sociales. Se sostiene que en estos casos el juez, como intérprete de la conciencia pública, debe tener poder bastante para suspender o poner fin a su cumplimiento o revisar su economía.

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Defensa de la libertad contractual. Cuando se lleva a sus consecuencias más extremas, la doctrina que niega la autonomía de la voluntad se convierte en una reglamentación tiránica y en la destrucción de la prosperidad que produce el libre comercio. Es inconciliable con los modos imperantes de circulación y de distribución de la riqueza y solamente pudiera ser aplicada en un orden social distinto, cuyo valor moral y económico no se ha demostrado. El principio de la libertad de la contratación es una pieza indispensable de un régimen que acepta la propiedad privada y la libertad del trabajo. El deber del legislador ha de reducirse a prevenir sus excesos, protegiendo a los contratantes frente a las sorpresas y las injusticias del contrato, prohibiéndoles, especialmente, modificar con sus acuerdos privados las relaciones que interesan al orden público. El contrato pierde importancia en nuestros días en cuanto a estos dos puntos de vista. Pero, hay que tener cuidado de que tal reglamentación no se haga excesiva, entorpeciendo de ese modo el comercio jurídico, al destruir la seguridad. Por otra parte, no parece posible que la ley abstracta y permanente pueda garantizar la conciliación de los intereses privados con la perfección que ofrece el contrato, flexible y temporal. Por estas dos razones el legislador habrá de estudiar cuidadosamente las restricciones que hayan de imponerse a la libertad de contratación; su utilidad crece en las épocas de crisis económicas. Hablar de la decadencia de la soberanía del contrato en la época moderna es olvidar que el desarrollo del comercio proporcionó al contrato un campo que jamás había tenido y que el número de los contratos se ha multiplicado hasta lo infinito. Se olvida también que las restricciones de índole moral a la libertad contractual desaparecen poco a poco, según va desapareciendo la común aceptación de ciertas reglas morales, adquiriendo de este modo nuevas fuerzas la voluntad del individuo. Límites de la libertad contractual según el Código Civil. El Código Civil encauza la expresión de la voluntad regulando los contratos más usuales, si bien estas reglas no son de carácter imperativo. Las leyes supletorias o interpretativas constituyen marcos cómodos para las partes, que generalmente se preocupan del efecto esencial de su convenio, desatendiendo las consecuencias jurídicas secundarias. Estas leyes son resultado de la experiencia económica universal o reflejo de las concepciones y costumbres francesas. En esa regulación existen asimismo partes dispositivas que escapan a la actividad de las voluntades particulares; citaremos especialmente los caracteres específicos de tal o cual contrato. Tenemos además las disposiciones generales. El Código prohibe terminantemente que las convenciones de los particulares contravengan las leyes que interesan al orden público y a las buenas costumbre. También anula aquellos contratos cuyo objeto se halla fuera del comercio o cuya causa es inmoral o ilícita. Asimismo para evitar que de la discusión de las condiciones del contrato resulte la destrucción de los débiles, la ley prohibe a los individuos cuyo estado permanente físico o moral revela como incapaces para participar del comercio jurídico por sí mismos o participar sin ir asistidos. Si bien no concede el beneficio de a rescisión por lesión en favor de los contratantes mayores, víctimas de una desigualdad evidente, salvo en casos excepcionales, protege, al menos las voluntades poco seguras por medio de la teoría de los vicios del consentimiento. Es de notarse que el formulismo es muy limitado ya que muy raramente se exigen solemnidades para proteger a las partes o a los terceros; pero no es menos cierto que persiste, atenuando, en las disposiciones referentes a las pruebas de los contratos. Además el Código establece especial protección a los terceros frente a los riesgos de los actos secretos o contra-documentos; por otra parte facilita la práctica de los actos abstractos, tan favorables para la seguridad de las relaciones de negocios. Movimiento legislativo posterior al Código Civil. Desde la segunda mitad del siglo XIX el legislador ha menudeado sus intervenciones en las materias más diversas y especialmente en los contratos que interesan la vida y el trabajo humano y aquellos en que las dos partes contratantes no parecen disponer de igualdad de fuerza para la defensa de sus intereses. El procedimiento normal de la intervención legislativa consiste en la prohibición de ciertas estipulaciones, que se declaran nulas como contrarias al orden público; más raros son los casos en que el legislador interviene imponiendo la observación de una regla fija en el contrato. En definitiva, la regla general, que conserva una considerable importancia, sigue

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siendo la libertad que tienen los particulares para crear obligaciones mediante los contratos. Pero, queda sujeta a restricciones cuyo número e importancia van en aumento por una doble influencia: la dependencia material, cada día más estrecha, del individuo respecto al medio en que vive y el sentimiento más definido de que ninguna sociedad puede mostrarse indiferente a los fines que se proponen los contratantes, debiendo velar por el mantenimiento de cierto grado de justicia, distributiva o conmutativa. L. Diez-Picazo: La Doctrina del Propio Acto. El principio general de la buena fe. El Concepto de buena fe. El concepto de buena fe es uno de los más difíciles de aprehender dentro del Derecho Civil y, además, uno de los conceptos jurídicos que ha dado lugar a la más larga y apasionada polémica. Es, por otra parte, una de las ideas más frecuentemente utilizadas por el legislador al tratar de las más variadas instituciones jurídicas: matrimonio, accesión, posesión, contratos, sociedad, prescripción, etcétera. Dos concepciones parecen reñir la batalla tanto en la doctrina como en la legislación. En la terminología jurídica la expresión buena fe tiene dos significados: en su primera acepción, buena fe significa la honradez subjetiva de una persona, o sea, la creencia, nacida de un error excusable, de que su conducta no va contra derecho; en su segunda acepción, las reglas objetivas de la honradez en el comercio o en el tráfico. En realidad, estas dos acepciones se corresponden con las dos direcciones doctrinales más importantes, la que concibe la buena fe como un hecho psicológico, como un estado de ánimo, una creencia o una opinión; y la que atribuye a la buena fe un carácter predominantemente ético como rectitud u honradez moral de una conducta. Para tratar de obtener un concepto aproximado de la buena fe, quizá el mejor camino sea observar el sentido que a esta expresión atribuyen nuestros textos positivos. Siguiendo a Betti, los artículos del Código Civil, en los cuales se hace alusión a la buena fe, pueden clasificarse en tres grupos diversos. a) En un primer grupo de textos la buena fe es considerada como "ignorancia de la lesión que se ocasiona en un interés de otra persona que se halla tutelado por el Derecho"; hay entonces un acto que es objetivamente antijurídico e irregular y que, sin embargo, la persona ha realizado con la convicción de que su comportamiento era regular y permitido; un matrimonio nulo es contraído de buena fe cuando alguno de los contrayentes ignora la existencia del vicio que lo invalida y ha procedido a celebrarlo con la convicción de su validez; la accesión es de buena fe cuando se edifica, se siembre o se planta en terreno ajeno, o con materiales ajenos o se emplea una materia ajena o se mezclan cosas ajenas ignorando esta cualidad de las cosas y creyendo que son propias; la posesión es de buena fe, cuando el poseedor ignora la inexistencia o invalidez de su título y posee con la convicción de ser titular de un derecho que le faculta para ello; el cedente de un crédito es de buena fe, cuando lo transmite creyendo que se trata de un crédito existente y legítimo: es de buena fe el heredero del depositario que vende la cosa creyéndola de propiedad de su causante y, por tanto, heredada, e ignorando que se encontraba en depósito; es de buena fe el "accipiens" que cree que un pago, realmente indebido, se hace por cuenta de un crédito legítimo y subsistente. En todos estos casos la conducta de la persona es objetivamente antijurídica, pero es honrada y justa teniendo en cuenta la situación subjetiva en que su autor se encontraba. b) En un segundo grupo de cosas, buena fe significa confianza en una situación jurídica, que permite, en un negocio jurídico de disposición, creer al atributario en la legitimación y poder del disponente. La buena fe se liga aquí con la confianza en una apariencia jurídica. Este supuesto se distingue del anterior, porque aquí la persona no incide en error acerca de su titularidad o de la legitimidad de su conducta, sino en la titularidad o en la legitimidad de la conducta de su adversario y además confía en lo que da a entender la apariencia de derecho. Se adquiere de buena fe la posesión de las cosas muebles, cuando se ha confiado en que el transmitente era un justo poseedor y podía transmitir; se paga de buena fe una deuda cuando existe la creencia equivocada de que el acreedor aparente tiene derecho a cobrarla. Esta norma que impone un comportamiento de buena fe en la vida jurídica es un principio general del Derecho. No creo que sobre este punto sea necesario insistir. Es un principio general del

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Derecho porque revela una de las más íntimas convicciones del modo de ser y de existir de nuestra comunidad, porque deriva directamente de la ley natural, porque se halla vigorosamente anclada en los postulados de nuestra moral cristiana y porque ha tenido entre nosotros una tradicional vigencia. Ahora bien, de este hecho de que la norma jurídica que impone un comportamiento conforme a la buena fe, sea un principio general del Derecho nosotros podemos sacar algunas consecuencias importantes. a) Todo el ordenamiento jurídico debe ser interpretado en armonía con el principio general. Toda interpretación de una norma, que conduzca a un resultado jurídico contrario a la buena fe, debe ser rechazada o, por lo menos, considerada como excepcional, por ser “contra tenorem rationis" de la organización general. La misma regla debe ser aplicada a los negocios jurídicos realizados por los particulares. Todo negocio debe ser objetivamente interpretado en armonía con este principio. Los pactos, las cláusulas y las condiciones contenidas en un contrato o, en general, en un negocio jurídico, deben ser entendidos de buena fe, es decir, entendidos de manera que conduzcan a un resultado empírico que sea conforme con la buena fe. b) Como principio general del Derecho la norma que ordena que el comportamiento sea de buena fe, tiene el carácter de una norma supletoria y los Tribunales deben, a falta de otra norma especial, aplicar este principio para resolver el litigio planteado. Si existe un deber de comportarse de buena fe, toda conducta contraria a la buena fe es, por regla general, antijurídica y, por tanto, repudiable y merecedora de una sanción. También sobre esta idea cardinal -sanción de toda conducta contraria a la buena fe- deben los Tribunales inspirar sus decisiones. c) Las consecuencias o las derivaciones inmediatas del principio general de buena fe, construidas doctrinal o jurisprudencialmente, en torno a particulares situaciones de intereses, de carácter típico, tienen el mismo valor y el mismo alcance que el principio general de que dimanan y en que inmediatamente se fundan. En la jurisprudencia alemana se consideran, por ejemplo, derivaciones del principio general de buena fe, la teoría del abuso del derecho, la rescisión o revisión de los contratos por desaparición de la base del negocio, entre otras muchas. La Buena Fe y los Deberes de Conducta. La doctrina y la jurisprudencia alemanas admiten también sin distinción que la necesidad de comportarse de buena fe en las relaciones obligatorias y. en general, en todas las relaciones jurídicas, da lugar al nacimiento de una serie de deberes especiales y a una ampliación o a un ensanchamiento de los deberes negocialmente asumidos por las partes. En nuestro derecho positivo puede mantenerse sin dificultad esta idea. Estos deberes accesorios exigidos para la buena fe son de naturaleza muy variada y dependen en cada caso de las especiales circunstancias que rodean a la relación jurídica: suministrar informes sobre las cosas y sus características o aclaraciones sobre la finalidad perseguida o sobre el sentido de la declaración; proceder con esmero, cuidado y diligencia en la prestación, evitando molestias; prestar colaboración y ayuda a la otra parte para la consecución no sólo del fin negocial común, sino también de su particular y exclusivo interés, etc. La Buena Fe y las limitaciones de los Derechos subjetivos. El principio de la buena fe comporta, además, una serie de limitaciones al ejercicio de los derechos subjetivos. Es inadmisible, dice Larenz, todo ejercicio de un derecho subjetivo que contravenga en cada caso concreto las consideraciones que dentro de la relación jurídica cada parte esté obligada a aportar respecto de la otra. La buena fe impide ejercitar abusivamente el propio derecho subjetivo. El ejercicio de un derecho subjetivo es contrario a la buena fe no sólo cuando no se utiliza para la finalidad objetiva o función económica o social para la cual ha sido atribuido a su titular, sino también cuando se ejercita de una manera o en unas circunstancias que lo hacen desleal, según las reglas que la conciencia social impone en el tráfico jurídico. El derecho subjetivo, se dice, debe ejercitarse según la confianza depositada en el titular por la otra parte y según la consideración que ésta pueda pretender de acuerdo con la clase de vinculación especial existente entre ellas. Los derechos subjetivos han de ejercitarse siempre de buena fe. Más allá de la buena fe el acto de ejercicio es inadmisible y se torna antijurídico. Arturo Fermandois V.:

Derecho constitucional económico.

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La autonomía y sus parámetros. Aptitud natural de la sociedad intermedia. El principio de autonomías sociales arranca de una afirmación filosófica básica: toda sociedad intermedia es, por definición, apta para alcanzar su propio fin propio y específico o bien común particular. Si una sociedad intermedia no es en la práctica apta para conseguir el fin que se ha propuesto o declarado, ella desaparece o se transforma en otra diferente, siendo su fin real el mismo para el cual está ordenada su estructura organizativa. El orden es, en este sentido, la adecuada disposición de las cosas hacia su fin. Autonomía. De la concepción anterior emana el derecho de autogobierno de las sociedades intermedias, que hemos llamado el principio de las autonomías sociales. Es este el derecho de la sociedad a regularse, conducirse o dirigirse hacia el cumplimiento de su fin con plena libertad o independencia respecto de las sociedades mayores y del Estado. Autonomías sociales y derecho de asociación. El principio de autonomías sociales no sólo consiste en el respeto a la capacidad de autogobierno de las sociedades intermedias, sino también en igual respeto a la libertad de asociación. A su vez, la libertad o derecho de asociación no sólo consiste en el derecho de formar una sociedad intermedia o a asociarse a un cuerpo ya formado, sino también en el derecho a no asociarse. Este plano de las autonomías sociales ha sido recogido por nuestra Constitución con el rango de garantía constitucional. El artículo 19, Nº 15, inciso tercero de nuestra Carta dispone: “Nadie puede ser obligado a pertenecer a una asociación”: Este precepto puso fin a una larga tradición en nuestro país, en que por la vía legal exigía la afiliación obligatoria a sindicatos, colegios profesionales u otros cuerpos intermedios, como requisito para ejercer una actividad laboral o profesión determinada. Ambito y límite. El fin específico de la sociedad intermedia determina el ámbito y límite dentro del cual puede legítimamente gobernarse con autonomía. El ámbito, desde este punto de vista, es una realidad conceptual y no una materialidad física. La autonomía, de esta forma, se extenderá a todos aquellos medios lícitos que la sociedad requiera para la consecución de su fin, independientemente de su ubicación física o material. La autonomía de una sociedad intermedia difiere, por esta razón, de la autonomía territorial o extraterritorialidad, prerrogativa que normalmente no será necesaria para la obtención del fin particular. Forma y fin de una sociedad intermedia. Como ya se adelantó, la sociedad intermedia que traspone el límite que le señala el fin que persigue, se transforma inmediatamente en otra sociedad intermedia, en la que su causa formal –idéntica a su causa final- es distinta a la original. En este sentido, el fin de una sociedad es “todo para lo cual es apta”. Luego, una sociedad no es apta para un determinado fin si la ordenación de sus elementos integrantes la hace apta para otro fin. Jorge López Santa María:

Sistemas de interpretación de los contratos.

Las características de los contratos por adhesión. El rasgo decisivo de la adhesión se encuentra en el desequilibrio de poderío económico entre los contratantes. El autor de la policitación, por su superioridad económica respecto al destinatario, está en situación de imponer sus condiciones contractuales. De modo que el contrato de adhesión o más bien por adhesión, es obra exclusiva del oferente, que “dicta" el texto de la convención. El destinatario, siendo el más débil, no puede discutir la oferta y debe circunscribirse a aceptarla. Por lo demás, generalmente. no es posible que el destinatario evite los inconvenientes que implican para él este tipo de fastidiosas ofertas rehusando simplemente la contratación: lo normal es que se carezca de alternativas. La adhesión, acto jurídico unilateral. Esta tesis, anticontractual, fue sostenida por Saleilles, para quien los contratos de adhesión "no tienen de contrato sino de contrato sino el nombre". Eminentes publicistas, como Duguit y Hauriou, se han pronunciado por ella. Se parte del análisis del consentimiento en los contratos. El consentimiento supone

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un debate entre las partes, una discusión a veces áspera. al término de la cual surge el acuerdo. La voluntad común de los contratantes no puede concebirse sin un cambio previo de opiniones que implica, de suyo, la igualdad de situación de aquellos que participan en él. Sin embargo, en los contratos de adhesión nada de esto existe: no hay ni discusión ni igualdad entre las partes. Los efectos del acto son fijados por la exclusiva voluntad del oferente. El consentimiento del aceptante, si no inexistente, limitase sólo a los elementos esenciales del contrato. Ahora bien, si la exclusiva voluntad del oferente es la ley del acto jurídico, ¿qué hay en éste de contractual? "El pretendido contrato por adhesión es en verdad un acto unilateral; sólo que produce efectos en favor o en detrimento de aquellos que adherirán a él. Esta adhesión, por lo demás, está bien lejos de cambiar su naturaleza, transformándolo en acto bilateral". En los contratos por adhesión no se ve, por un lado, más que particulares, en general poco competentes en los negocios y provistos ordinariamente de un potencial económico muy débil y, por el otro lado, empresas poderosas o el Estado mismo, quienes aprovechando su posición predominante, imponen a los primeros sus condiciones. La finalidad perseguida por esta teoría consiste en atribuir al juez un poder de apreciación más amplio que aquel del que goza a propósito de los contratos libremente discutidos. Así, tratándose de estos últimos, el juez no puede no respetarlos, pues el Código Civil, al consagrar el principio de su fuerza obligatoria, le prohibe toda otra actitud. En cambio, en lo que atañe a los actos por adhesión, el juez podría rehusar la aplicación de cláusulas abusivas dictadas por el autor del "reglamento" y que fuesen, por ejemplo, francamente contrarias a la equidad, cual ocurriría con las cláusulas de irresponsabilidad insertas en un contrato de transporte o con las cláusulas que establecieren, en un reglamento interno de trabajo, multas desmedidas para sancionar las faltas del trabajador. De este modo, el contrato por adhesión no sería estrictamente obligatorio para el juez. La adhesión, acto jurídico contractual. La mayor parte de la doctrina no ha admitido que los actos por adhesión tengan una naturaleza jurídica diversa de la de los contratos libremente discutidos. Como la voluntad del aceptante es indispensable para la conclusión del acto jurídico, resulta que sus efectos no son determinados exclusivamente por el oferente. La adhesión, en verdad, es un modo especial de aceptación, pero, que reposa aún así, sobre la voluntad del agente, sobre la voluntad del aceptante. Si la voluntad de ambas partes es necesaria para la formación del contrato, es falsa la tesis que ve en la adhesión un acto unilateral. Ripert, quizás el más encarnizado adversario de la doctrina anticontractual, decía. "Poco importa que la voluntad esté sujeta si ella es consciente y libre. Sin duda los concesionarios privilegiados transportadores, aseguradores, patrones, todos aquellos que gozan de un monopolio de derecho o de hecho, fijan anticipadamente y de modo rígido su inmutable voluntad. Pero, jurídicamente, los usuarios, viajeros, cargadores, asegurados, obreros, dan un consentimiento que tiene un valor igual. Para la formación del contrato, la ley exige dos consentimientos; ella no mide en el dinamómetro la fuerza de las voluntades". Cuando la teoría del acto unilateral reduce a la nada el rol de la voluntad del aceptante, cometería, pues, un error, apartándose de la realidad de las cosas. Empero, nadie podrá negar que efectivamente las voluntades de las partes no participan en las mismas condiciones al concluir el contrato de adhesión. Si tales voluntades tienen un peso diferente, no se divisa la razón para sostener que jurídicamente su valor es igual. De manera que es preciso buscar en otra parte los motivos del fracaso de la doctrina de Saleilles. Al parecer, éstos consistirían en la excesiva extensión de la idea de contrato de adhesión. Si hubiese acuerdo en comprobar la existencia de un contrato de adhesión toda vez que la oferta fuese general, dirigida a la colectividad y no a un individuo determinado, entonces no sólo los contratos de adhesión corrientes, sino que también otros contratos, bastantes numerosos, deberían ser excluidos del régimen de derecho común. Así, las compras en los grandes almacenes comerciales y en general en todo los establecimientos de comercio. Así, igualmente, los contratos que se forman intuitus rei, pues son propuestos, sin considerar la persona del destinatario de la oferta, a todos aquellos que podrían estar de acuerdo en aceptar las condiciones del policitante. Es evidente, en suma, que si una modificación del derecho positivo puede convenir respecto a los contratos por adhesión, no podría aplicarse indiscriminadamente, sin embargo, a todo tipo de convenciones. Haría falta deslindar cuestiones de importancia; esto no se ha

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conseguido. Por parte, si se repara en la desigualdad económica que ciertamente caracteriza a los contratos por adhesión, se advierte que esta noción, desgraciadamente, carece de fundamento bastante. Además, tal desigualdad se encuentra, con mayor o menor amplitud, en todos los contratos. Salle de la Marnierre parece tener alguna razón cuando afirma: "La definición de una institución jurídica necesita el concurso de elementos extremadamente precisos y estables; ahora bien, la única particularidad del contrato de adhesión que puede justificar una definición, es la preponderancia de uno de los contratantes sobre el otro; pero, si tal definición puede bastar en el terreno económico, resulta por completo insuficiente en el terreno jurídico, en razón de su imprecisión cuantitativa y en razón de que es antes que nada un accidente económico. Suponiendo, a pesar de lo dicho, que la teoría de la adhesión, acto unilateral, fuere aceptada, ¿se ganaría al menos una protección más eficaz para el contratante más débil? Ello es inseguro, ya que esta teoría, desde el momento que consagra, de buena o mala gana, un desequilibrio, favorece en cierta medida al oferente. Cierto, dicha teoría exige que al juez se le reconozca un poder más amplio de apreciación; pero, por una parte -según quienes consideran la adhesión como un acto contractual, según la opinión dominante-, no es posible otorgar al juez la facultad de estatuir ex aecquo et bono, habilitándolo sin más, para decidir que ciertas cláusulas son inaplicables, pues así se introduciría una enojosa inseguridad en las relaciones jurídicas y, por otra parte, si sólo se trata de hacer jugar restrictivamente las directivas de la equidad en la aplicación de los contratos por adhesión, entonces no es necesario, para lograrlo, abandonar el terreno contractual, ya que el artículo 1135 del Código de Napoleón permite, ciertamente, tomar en consideración la equidad en todos los contratos. Hasta aquí las principales ideas sobre la naturaleza jurídica de los contratos por adhesión. Sí bien en las discusiones de la doctrina ha tenido éxito la teoría contractual, eso no significa que se halla llegado a identificar completamente tales contratos con los contratos ordinarios. Pronto examinaremos ciertas reglas de interpretación que sólo se aplican a los contratos por adhesión. Ana María Hübner G: Derecho de la contratación en la ley de protección al consumidor. Contratos de adhesión. La ley (se refiere a la Ley Nº 19.496) en esta materia ha dado un paso importantísimo porque por primera vez en nuestra legislación se ha reglamentado este tipo de contrato, el que si bien ha estadio reconocido como una forma de manifestación de voluntad destinada a producir efectos jurídicos, ha suscitado controversia acerca de su naturaleza jurídica. En efecto, el jurista francés Raymon Saleilles dio inicio a un extenso debate en torno a esta figura, fracasando en su intento de dejarla fuera del campo contractual, pero su denuncia contribuyó a la toma de conciencia de que la parte con mayor poder negociador abusa de la parte carente de ese poderío. Hoy vemos como es legislador ha advertido que en la contratación moderna ocurre con frecuencia que el proveedor ofrece sus servicios o productos en forma masiva, con condiciones iguales y preestablecidas, fijadas de antemano por este, dirigidas a todos los potenciales consumidores, con los cuales sería imposible negociar en forma particular cada una de las cláusulas del contrato. De esta manera, los contratos se celebran masivamente, aceptándose las condiciones preimpuestas por la parte fuerte de la relación, no quedándole al consumidor más alternativa que asentir a los términos ya fijados, si quiere tener acceso al producto o servicio. Lo anterior ha llevado a algunas prácticas abusivas, como lo son por ejemplo: la liberación de responsabilidad del proveedor, el empleo de la letra chica o ilegible, el uso de nomenclatura técnica, la fijación de plazos extremadamente cortos para responder, el empleo de vocablos en idioma extranjero, etc. Todas estas estipulaciones reciben el nombre de “cláusulas abusivas”, las que han sido definidas por diversos autores, entre otros por María Victoria Bambach Salvatore, que las conceptualiza como: “estipulaciones contractuales que entrañan un desequilibrio de las partes de la convención”. Esta forma masiva de contratación y la consiguiente imposición de determinadas cláusulas ha llevado a la revisión de este tipo de convención, lo que se ha materializado en la ley de protección al consumidor en una reglamentación que, si bien adolece aún de carencias y fallas, implica un importante avance en la defensa del consumidor.

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Leslie Tomasello H.: La Contratación. El contrato tipo. Es aquél en que se estipulan las condiciones generales que en contratos individuales ulteriores habrán de ser aceptadas por las partes, en que se fija una fórmula, modelo o cliché, contenida en un módulo o formulario destinado a servir de base a los contratos que más adelante se concluyen. López Santa María señala que "el contrato tipo es un modelo destinado a ser reproducido sin alteraciones importantes o, incluso, tal cual, sin alteración de ninguna especie... en numerosos casos que equivaldrán, cada uno, a un contrato preredactado. Agrega que "cabe distinguir el contrato individual tradicional del contrato de masas o concluido mediante la aceptación en bloque de "condiciones generales" preestablecidas. A su turno, estos últimos, también llamados contratos estandarizados, suelen tener como antecedente contratos-tipo en los que se estipulan las condiciones generales que en contratos ulteriores habrán de ser aceptadas por los clientes (más que aceptación de la oferta, existe sumisión o remisión a la misma)". Avelino León expresa "hemos dicho que la voluntad puede manifestarse en cualquier forma y, por consiguiente, tanto valor tienen las cláusulas de los contratos que aparecen manuscritas como las impresas, sea que en su totalidad se haya empleado uno u otro sistema, o parte de uno y parte de otro en un mismo contrato. Cuando el contrato está impreso y se agregan cláusulas manuscritas, éstas deben prevalecer sobre las del formulario, si hubiere incompatibilidades entre ambas. Son frecuentes las cláusulas impresas en los contratos de seguro, contratos de trabajo con empresas y, en general, los llamados contratos-tipos, que celebran los particulares con sociedades que fijan de antemano sus condiciones comunes para todos los contratantes". Alfred Rieg señala que "igualmente importantes desde el punto de vista práctico, si no más (que los dirigidos), son los contratos reglamentados por organismos privados, profesionales o económicos. Se trata de acuerdos, carteles, sindicatos que unilateralmente o por convención fijan el contenido de futuros contratos individuales. Se habla así de "contratos-tipo privados" en que se estipulan las "condiciones generales de los negocios (en alemán geschaftsbedingungen). A veces las reglas establecidas son facultativas y no se aplican sino en el silencio de las partes; pero más a menudo ellas son obligatorias y constituyen entonces un atentado a la libertad de fijación de las cláusulas contractuales. El propósito perseguido por estos organismos al reglamentar convenciones no es el mismo que el del Estado. Esto explica que el nacimiento de las “condiciones generales de los negocios” sea anterior en el tiempo al dirigismo económico, y se sitúa hacia la mitad del siglo XIX, época de la creación de empresas poderosas. La reglamentación de los contratos no se inspira, pues, en un deseo de controlar la actividad de los particulares, sino de simplificar las transacciones y de reservarse sus ventajas, los contratos-tipo privados se han desarrollado paralelamente a la transformación del comercio jurídico en “comercio de masas". La fabricación en serie y la necesidad de racionalización han traído consigo una estandarización de los vínculos contractuales. Conjuntamente con una simplificación de las operaciones, las cláusulas generales permiten alcanzar una igualdad entre los clientes. Pero las empresas que las redactan persiguen también un fin más egoísta: a menudo ellas se reservan garantías, por ejemplo, se declaran propietarias de las mercaderías entregadas hasta el pago integro del precio, o limitan su responsabilidad contractual." Con todo, como lo advierte López, no debe confundirse al contrato-tipo con una "mera fórmula vacía" que sólo adquiere relevancia cuando se concluyen los ulteriores contratos individuales. Por el contrario, el contrato-tipo tiene eficacia desde el momento mismo que se celebra, porque acarreará para quienes lo han concluido la obligación de respetarlo en tales contratos individuales ulteriores. En síntesis, el contrato-tipo aparece dispuesto para las relaciones patrimoniales en serie o de masa, presupone el empleo de un módulo o formulario, de ordinario impreso, que tiene por propósito establecer las condiciones generales a que deberán someterse los contratos concretos (individuales) que se celebren ulteriormente. Así, es frecuente que los bancos tengan predispuestos formularios, conforme a los cuales deben concretarse los contratos individuales posteriores: los aseguradores tienen preestablecidas sus pólizas: los transportistas los documentos que dan cuenta del contrato de transporte, como pólizas de fletamiento, conocimientos de embarque: las empresas de suministros tienen prerredactados los contratos a celebrar con los particulares, como el contrato de servicio telefónico: el Estado tiene preredactados los

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contratos administrativos que él celebra. etc. El contrato de adhesión. Como dicen los Mazeaud. "el requisito de fondo esencial para la formación del contrato es la voluntad de los contratantes. Cuando la voluntad falta a está viciada, la ley permite demandar la nulidad del contrato: así pues, la voluntad de los contratantes está protegida. Pero, entre la voluntad perfectamente esclarecida y libre de las partes y el consentimiento viciado, existe toda una gama de situaciones en las que una de las partes ha podido, en razón de su poderío económico, por ejemplo, o de su conocimiento "de los negocios", dictar la ley al otro contratante, peor armado. Se es conducido así a distinguir entre el contrato de mutuo acuerdo y el contrato de adhesión”. Albaladejo señala que "la adhesión pura y simple del aceptante a la oferta se da siempre, y en toda clase de contratos. Luego, lo que diferencia de los demás contratos a estos llamados de adhesión, no es que en ellos haya adhesión pura y simple a la oferta, y en los otros no, sino que en unos hay una oferta última (un texto del contrato, que admite el aceptante) formada a base de negociaciones, y en otros hay una oferta primera y última formada sólo con la intervención del oferente, es decir, un texto del futuro contrato, redactado sin tratos previos y sin intervención del aceptante. Así planteadas las cosas, resulta que el llamado contrato de adhesión no presenta, como contrato, especialidad ninguna respecto a los demás, pues. en todo caso. lo más que tiene de peculiar es la formación de la oferta". Bercaitz indica que "la generalización de determinada clase de contratos y la ruptura de la igualdad de las partes como consecuencia de la diferencia de potencialidad económica producida por la acumulación de grandes riquezas en manos de una sola persona o de una empresa, trajo como consecuencia la elaboración de un tipo especial de contrato cuyas cláusulas redactaba exclusivamente uno de los contratantes y aceptaba in totum el otro, sin que fuera posible ninguna discusión o deliberación", Son los denominados contratos de adhesión y que algunos han llamado automáticos. El mismo autor, luego de aludir a su naturaleza jurídica, concluye que son contratos porque "quien se adhiere a las condiciones que le son propuestas -se ha dicho- está en libertad de no aceptarlas; podría rechazarlas en bloque y, en consecuencia, cuando las acepta, da bien su consentimiento. "Si el libre debate perteneciera a la esencia del contrato; si este último no existiera cuando no pueden imprimir en él su sello característico e inevitable la ley de la oferta y de la demanda, habría que proclamar entonces que el contrato ha desaparecido ya en la vida de relación entre los hombres, o, por lo menos, que su ámbito ha quedado reducido como instrumento de cambio a proporciones muy pequeñas. Los contratos de adhesión son tan contratos como todos los demás. Su única particularidad consiste en la forma de su concertación. Los contratos de adhesión constituyen, pues, verdaderos contratos, iguales que todos los demás del derecho privado, cuya aparición en el mundo jurídico sirvió para demostrar la falta de universalidad y de perennidad de uno de los caracteres más fundamentales del contrato de derecho privado elaborado por la doctrina del siglo XIX y sancionado por el Código Civil. La caída del principio de la autonomía de la voluntad que ello significa, del libre intercambio de consentimientos y de la igualdad de hecho de las partes, presupuesto inexcusable de la pacífica y amable deliberación previa, abrieron una brecha importantísima en el reinado absoluto del contrato de derecho privado, y abonaron la tierra para el florecimiento inmediato de otro contrato, donde tales caracteres aparecen totalmente, o no existen más. Nos referimos al contrato administrativo”. Habitualmente el contrato de adhesión más que definirlo, se describe en contraposición a los de libre discusión diciendo que en éstos, "que los franceses llaman gré a gré, las partes, de común acuerdo establecen libremente las estipulaciones del convenio: hay ofertas y contraofertas, conversaciones y, finalmente, el contrato es una forma de transacción de los intereses de las partes. En cambio, el contrato de adhesión se caracteriza porque la oferta la hace una de las partes conteniendo todas las estipulaciones del mismo, sobre las cuales no acepta discusión ni regateo alguno: la contraparte o acepta el contrato tal como se le ofrece o se abstiene de contratar; no existe otra alternativa para ella: lo toma o lo deja, según el decir popular". Messineo expresa que es contrato de adhesión aquél en el cual cláusulas son dispuestas por uno solo de los futuros contratantes, de manera que el otro no puede modificarlas ni puede hacer otra cosa que aceptarlas o rechazarlas. En términos generales, digamos que la desmesurada exaltación del principio de la

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autonomía de la voluntad y de su corolario la libertad contractual, unida a la ruptura del equilibrio e igualdad que tal libertad supone, acarreó como consecuencia ineludible la intervención del Estado a fin de tutelar al más débil frente al más poderoso en aquellas relaciones contractuales normalmente de adhesión, precedidas o no de contratación-tipo y cuando se trataba de los aspectos más vitales, como el trabajo, la alimentación, la habitación, etc. Asimismo, el Estado intervino a través del dirigismo contractual a fin de regular y. muchas veces, poner coto a la libertad de los particulares, actividades económicas de interés colectivo, en que aparecería comprometida la fe pública, que eran de interés estratégico o geopolítico o fuente de la formación de grupos económicos poderosos que después se valdrían de la contratación de adhesión. Lo anterior porque el principio de la libertad contractual heredado del Código Napoleónico de 1804 y que incluso ha recibido reconocimiento de rango constitucional, se asienta en el principio de la libertad del consentimiento, libertad que muchas veces no existe o que se reduce a aceptar las condiciones del más fuerte o no contratar. Establecido que la libertad del consentimiento no siempre existe, el edificio del contrato napoleónico del siglo XIX tenía que sufrir profundos resquebrajamientos, y los sufrió. En primer término, el Estado intervino para proteger al más débil en el contrato. Más adelante, también lo hizo a fin de evitar la creación de derechos y obligaciones individuales que estimó incompatibles con los interés superiores de la colectividad, no siempre concordantes con los de las partes Posteriormente, la actividad del Estado dio origen a un tercer tipo de intervención tendiente a convertir a determinados contratos en una operación dirigida por el poder público y que dio lugar a lo que Josserand denominó el dirigismo contractual, una de las expresiones de la economía dirigida en que el Estado deja de tener una función puramente política para pasar a intervenir y aun dirigir la economía, lo que conlleva el correspondiente dirigismo contractual. Finalmente, el Estado llega incluso a imponer la obligación de concluir el contrato, dándose la figura de los contratos forzosos ortodoxos, que dejan a las partes en libertad para elegir a la contraparte y determinar el contenido del acto y de los contratos forzosos heterodoxos, en que toda libertad, de conclusión y de configuración interna, desaparece, dado que el contrato, con partes y contenido, viene impuesto por el legislador, administrador o sentenciador. Precisamente por ello es que les ha negado su carácter contractual arguyendo que la fuente de la obligación es, más bien, la ley o el acto administrativo o judicial. En esta oportunidad debemos ocuparnos de los contratos dirigidos que aparecen vinculados a las categorías anteriores desde el momento que constituyan, al margen de una economía dirigida, una forma que permite paliar los excesos a que puede conducir la contratación de adhesión, precedida o no por contrato-tipo. Alessandri, luego de señalar las limitaciones a que siempre ha estado expuesta la libertad contractual y como los contratos de adhesión constituyen un mentís a tal libertad, se pregunta acaso ha llegado la hora de suprimirla, contestándose que ella es indispensable para el desarrollo del comercio y para el progreso económico y material de los pueblos, porque no sacrifica el interés privado que es el gran acicate de la producción sin perjuicio de que es el complemento obligado de un régimen político y económico que reconozca la propiedad privada y la libertad de trabajo. Con todo, atendidos sus inconvenientes y el que puede ser fuente de abusos e injusticias, argumenta que el legislador tiene el derecho, y. más aun, la obligación, de intervenir en la vida contractual para proteger a aquél de los contratantes que se halle en una situación de manifiesta inferioridad respecto del otro y para impedir, por lo mismo, que el contrato sea fuente de injusticias o sirva de instrumento de explotación de una de las partes por la otra. Es precisamente en este sentido que se orienta la tendencia de las legislaciones contemporáneas. Para emplear una expresión feliz del Decano Josserand, y que tomado carta de ciudadanía en el Derecho, vivimos bajo el régimen del "contrato dirigido", es decir, del contrato reglamentado y fiscalizado por los Poderes Públicos en su formación, ejecución y duración. Repitiendo la definición que anuncia Alessandri, digamos que el contrato dirigido es el reglamentado y fiscalizado por los poderes públicos en su formación, ejecución y duración o aquél en que el poder público establece la fijación predeterminada y oficial de algunas de sus principales condiciones, como, por ejemplo, el precio de tasa. Castán Tobeñas dice que son aquellas en que los contratantes sólo pueden establecer sus pactos y condiciones dentro de ciertos límites fijados por el poder público, en vista de la función social del respectivo contrato.

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Jorge López Santa María:

El Contrato Forzoso o Impuesto..

El contrato impuesto es decir, aquel que el legislador obliga a celebrar (contrato forzoso ortodoxo) o establece directamente en todos sus aspectos (contrato forzoso heterodoxo) es una realidad. El contrato forzoso es aquel que a autoridad, de ordinario el legislador, obliga a celebrar, desapareciendo, entonces, la llamada libertad de no contratar. El contrato se forma en dos etapas. Interviene primero un mandato heterónomo, en cuya virtud, más tarde, quien lo recibe debe concluir el contrato respectivo pudiendo, de ordinario, elegir la contraparte y discutir con ella el contenido o las cláusulas del negocio jurídico. También se ubica en el terreno de la contratación forzosa la relación jurídica que el legislador constituye in integrum y en una sola etapa, o sea, directamente. En este último caso no se precisa intercambio alguno de voluntades, pues tanto el vínculo como las partes y el contenido de la relación jurídica vienen determinados heterónomamente. La autonomía se pierde por completo. En esta hipótesis, aunque los textos legales o reglamentarios suelen hablar de contratos, no lo hay en cuanto fuente de la relación jurídica. La figura, calificable como contrato forzoso heterodoxo, también ha recibido la denominación de relación contractual de origen legal. Empero, aun entonces, como se verá más adelante, es aplicable el Derecho de los Contratos. Como lo señalara Nipperdey, no integran la materia de los contratos forzosos, ni la exigencia legal circunscrita a contratar con una persona determinada -evento en que subsiste la libertad de contratar o no contratar, siendo aplicable la prescripción legal únicamente si de modo autónomo se opta por la afirmativa- ni los casos de contratos dirigidos, en los que el legislador no limita la libertad de contratar sino que el contenido del acuerdo. Se examina a continuación la distinción entre el contrato forzoso ortodoxo y el contrato forzoso heterodoxo. El contrato forzoso ortodoxo es aquel que, siendo impuesto, conserva sin embargo la fisonomía de un contrato ordinario. Cierto, el campo de la libertad contractual queda restringido del momento que no puede no contratarse; pero, al margen de eso, los rasgos del contrato tradicional no sufren mayor alteración: la formación del consentimiento, en particular, sigue implicando un encuentro, sino una negociación, entre ambas partes. Quien está obligado por la ley a contratar, conservar, de consiguiente, cierta autonomía: muchas veces podrá elegir la contraparte y/o participar en las conversaciones -si las hubieredestinadas a fijar las cláusulas del negocio jurídico. Desde el punto de vista de la imposición heterónoma, el mandato legal es unilateral e indirecto. Unilateral, pues sólo existe un deudor de la obligación legal; una sola parte que tiene que contratar. La otra parte, el acreedor (a menudo persona indeterminada), no está forzado a contratar. Indirecto, pues no basta con la norma legal para que la relación contractual quede constituida. Después de la norma legal, es preciso el encuentro entre las partes, el intercambio de voluntades: o sea, la celebración del contrato. En este sentido existe una similitud de funciones entre el mandato legal y el contrato preparatorio: uno y otro sirven de antecedentes a una relación contractual definitiva que tiene que constituirse en razón de la existencia del antecedente. El contrato forzoso heterodoxo, en cambio, se caracteriza por la total pérdida de la autonomía de las partes, al menos en la fase del nacimiento del contrato. Los contratantes quedan vinculados por el solo efecto de la disposición legal. La fisonomía del contrato ordinario desaparece por completo. En sentido estricto. no hay contrato en cuanto acto de constitución de la relación jurídica. La única fuente de esta es la ley o el derecho administrativo en su caso, que no se imita a imponer una obligación de contratar, sino que designa a las partes, las que quedan ligadas sin necesidad de expresar declaración alguna, y determina el contenido de la convención. Por el contrario, hay contrato desde el punto de vista de la relación jurídica ya constituida. Por algo el legislador prefiere designar la operación como contractual y no como puramente legal. A diferencia del contrato forzoso ortodoxo, aquí el mandato legal es bilateral y directo. Bilateral, ya que la heteronomía se proyecta en ambas partes; el contrato les es impuesto a la una y a la otra. Directo, pues la relación contractual queda constituida por el solo ministerio de la ley, sin que sea preciso consentimiento alguno ulterior de los contratantes.

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Eva Holz: Mercado y Derecho. Los contratos por adhesión a cláusulas predispuestas. a.

La masificación, la concentración de la riqueza, las transformaciones tecnológicas que incorporan cambios sustanciales en las actividades económicas tienen indudable repercusión jurídica. Desde hace varias décadas, analiza Vallespinos, se advierte que las empresas productivas y de comercialización, a los fines de ofrecer los productos en un mercado altamente competitivo deben incrementar sus esfuerzos para brindar bienes más atractivos y a costos inferiores. Para ello requieren cada vez mayor capital, invirtiendo sumas ingentes para obtener las llamadas economías de escala. Además, deben recurrir a técnicas de racionalización de la estructura y el manejo empresarial, y a la automatización de las actividades que en ellas se desarrollan. La racionalización supone la asignación de recursos escasos para la obtención eficaz de los objetivos preestablecidos. Lo que significa que las unidades productivas deben maximizar su productividad con el menor costo posible. A su vez la automatización coadyuva a reducir los costos marcando tiempos reales menores para la realización de una misma actividad, simplificando las técnicas operativas utilizadas. Todo lo cual disminuye la mano de obra, llevando a su vez a otra disminución de costos. b. En el otro extremo del quehacer económico, el receptor de todos estos esfuerzos también se ha visto afectado por las modificaciones de la realidad. Por una parte este destinatario ha adquirido mayor potencialidad económica, vuelca mayores recursos a la adquisición de bienes o servicios, y se muestra cada vez más interesado en la satisfacción de necesidades no prioritarias. Su posibilidad económica de acceder a un estándar y un confort mayores, le aparejan el interés por bienes o servicios antes considerados secundarios. Por otra parte, la economía de mercado proporciona a este potencial adquirente la posibilidad de optar y apreciar distintas alternativas de bienes análogos. Y las técnicas de comunicación masiva permiten que un núcleo cada vez mayor de potenciales adquirentes se interesen en la adquisición de dichos bienes y servicios. c. Estos extremos subjetivos, añade Vallespinos, marcan los polos del quehacer económico, y su confluencia trenza la orientación y requerimientos de la oferta y la demanda. El Derecho no puede quedar ajeno a esta realidad. La masificación de los negocios jurídicos que concierta el oferente, le impiden formular individualmente cada uno de los contratos que las relaciones masivas le imponen. Antes esta problemática, la respuesta del Derecho también se centrará enla primacía de la racionalización y la automatización. Y ello conllevará lentamente a la prerredacción de modelos y esquemas negociales con los cuales el comercializador o fabricante facilitará la conclusión de los negocios jurídicos relativos a su actividad. Con esta técnica se aceleran los tiempos reales que cada negocio normalmente implicaría y se disminuyen los costos de realización ya que su estudio y análisis se realiza una sola vez, y ese mismo esquema, con las mismas soluciones y alternativas, se utiliza en una serie indeterminada de negocios jurídicos. De las precedentes apreciaciones puede observarse que la realización de contratos en serie, como sistema de racionalización y disminución de costos en tiempo y dinero, es una realidad imposible de eludir. Es una necesidad en esta época, de nuestra era. Carlos Pizarro Wilson: La protección de los consumidores en materia contractual. Factores de origen de las condiciones generales.

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Ahora bien, en cuanto a los factores que determinan la aparición de las condiciones generales, son múltiples y variados, pero todos concluyen en la necesidad de la empresa de racionalizar su actividad y optimizar la organización de su estructura para una mayor productividad. Como primer factor del surgimiento de las condiciones generales se debe considerar la necesidad de racionalizar la contratación frente a la sociedad de masas que surge contemporáneamente. La productividad en masa de las grandes empresas determina o condiciona el desarrollo económico y social, se produce un ensanchamiento del universo de consumidores que impide un tráfico individualizado, dando lugar a lo que se ha denominado “tráfico de masa”. Nos enfrentamos a una sociedad en que existe una despersonalización del individuo, las relaciones contractuales se desenvuelven a través de los contratos estandarizados. Este esquema de contratación rompe los cimientos del “paradigma del contrato” que desarrolló la doctrina tradicional del siglo XIX. Otro factor lo constituye la creciente y acelerada tecnología que va creando una sociedad mayoritariamente tecnificada en la que se hace prácticamente imposible el desarrollo del modelo contractual clásico, donde las partes autonómamente configuran el contenido contractual en forma lenta y bilateral por medio de la formulación de la oferta y la aceptación, en un proceso de regateos de ofertas y contraofertas, denominadas comúnmente negociaciones preliminares. Producto de los cambios ocurridos en la producción y el comercio de bienes y servicios y el aumento inconmensurado de las relaciones jurídicas `privadas, surge la necesidad de una forma de contratar más expedita que abarate los costos y establezca premeditadamente la solución a los posibles conflictos que se pudieren suscitar entre los contratantes. Así se da respuesta al vertiginoso tráfico económico que se produce por la participación que tiene la comunidad en la adquisición de bienes de consumo. La contratación se desarrolla en nuestros tiempos de una forma insospechada para los legisladores decimonónicos, existiendo situaciones en que uno de los contratantes desconoce absolutamente que celebró un acto jurídico y en otras se presenta la situación en que se contrata por medio de una máquina sin visualización de otro contratante. En este punto la doctrina está conteste en que existe un desajuste entre las técnicas de contratación moderna y el derecho positivo de raigambre decimonónico. Las condiciones generales vienen precisamente a sustituir el derecho dispositivo por otro más acorde con las necesidades del mercado. Las condiciones generales posibilitan la pervivencia del contrato en la sociedad contemporánea. El fundamento de la contratación clásica reflejado en el individualismo, la voluntad y el consentimiento, en la actualidad es más aparente que real y la igualdad entre los contratantes prácticamente ha desaparecido. Las relaciones jurídicas se desarrollan en un plano de jerarquías dado por la importancia o poder económico de los contratantes en el mercado. Se ha producido un decaimiento de la autonomía de la voluntad en dos aspectos. El primero se refiere a la existencia de libertad de contratar, que significa a los sujetos la posibilidad de decidir autónomamente si contratan o no, cuestión que ha resultado relativizada por la imperiosa necesidad de contratar ciertos servicios indispensables para subsistir o en otros casos existe la contratación forzada que se impone heterónomamente. En relación al segundo aspecto, se trata de la libertad contractual de los sujetos de derecho que adhieren a un contenido predispuesto heterónomamente por el contratante fuerte, lo que tiene su paradigma en la institución que motiva estas líneas, a saber, las condiciones generales de los contratos. El menoscabo de la libertad contractual ha significado en gran parte la aparición de las condiciones generales de los contratos. La igualdad y libertad en los contratos hoy aparece absolutamente desfasada, al igual que el modelo de contratación que representa, hoy más bien pensamos el contrato con la idea de falta de libertad. En el derecho comparado se han debatido las posibilidades y formas jurídicas de someter a control las condiciones generales y la represión de las cláusulas abusivas, pero no se desconoce, lo que sería absurdo, la necesidad de utilización de las mismas en el tráfico comercial. Contemporáneamente no es posible concebir el mercado de los contratos sin la presencia de condiciones generales, las cuales significan un considerable ahorro de los costos de transacción y, por ende, la posibilidad de una circulación expedita de los bienes, logrando una maximización de la riqueza. Mauricio Tapia R. y José Miguel Valdivia: Contrato por adhesión. i. El contrato por adhesión es un auténtico contrato al que resultan aplicables las

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reglas generales en materia de formación del consentimiento, capacidad, objeto, causa, interpretación y sanciones de ineficiencia. La ley reconoce su naturaleza contractual, pero restringe el ámbito de aplicación de sus normas al contrato por adhesión celebrado entre un proveedor y un consumidor, con un fin comercial y de satisfacción de una necesidad individual, respectivamente; excluyendo esencialmente las relaciones entre empresarios. ii. Sin perjuicio de lo anterior, en atención a la naturaleza y modalidad de formación del consentimiento de este contrato, esto es, a la facultad del redactor de ofrecer e imponer sus términos y a la posición del adherente de aceptarlos pura y simplemente, se justifica su tratamiento particular en cuanto a los requisitos de publicidad de sus cláusulas, el control de su contenido, su interpretación y el alcance de la nulidad, que no desnaturalizan sino confirman su carácter eminentemente contractual. La ley efectúa un tratamiento ambiguo e insuficiente de estas materias, lo que hace indispensable recurrir a las reglas de derecho privado para su aplicación. iii. Las reglas formales y de control de contenido del contrato por adhesión constituyen normas de orden público de protección de los intereses del adherente, establecidas en atención a la naturaleza y posición de las partes de este contrato. La ley contempla normas de orden público de protección que prevén requisitos formales y una enumeración no exhaustiva de cláusulas prohibidas en el contrato de adhesión. iv. Las reglas formales, que para el derecho clásico se justifican en la protección del consentimiento de las partes, sólo otorgan al adherente la posibilidad de conocer los términos del contrato, porque su actuación en el mercado es usualmente irreflexiva y no puede esperarse razonablemente que comprenda siempre las condiciones generales que se le ofrecen. La Ley contempló algunas reglas formales en el artículo 17 con el propósito explícito de proteger el consentimiento. El desconocimiento de su verdadera finalidad y su pobre tratamiento impidió la inclusión de otros requisitos formales que han resultado eficaces en el derecho comparado. v. En el contrato por adhesión, de la misma forma que en el contrato libremente discutido, subyace una noción de reciprocidad de las prestaciones. Como el redactor está facultado para extender sus términos, en la distribución de derechos y obligaciones deberá respetar un equilibrio que no deberá ser confundido por una equivalencia aritmética, sino consiste en la conservación de una reciprocidad razonable que no puede ser alterada desproporcionada e injustificadamente. Siendo un patrón normativo de conducta, sólo es posible elaborar criterios que permitan discernir aquellas alteraciones irrazonables que deberán ser reprimidas. En la legislación y doctrina comparada han resultado útiles criterios como el abuso de la posición de poder del empresario y la defraudación de las expectativas del adherente. Los conceptos de abuso de derecho, a través de la noción moderna de buenas costumbres, y de buena fe presentan la ventaja de estar expresamente previstos en la legislación civil, otorgándose a los jueces una facultad genérica de para definir límites al contenido del contrato por adhesión. Por ello, las regulaciones comparadas más eficaces han recogido la experiencia jurisprudencial mediante normas que entregan criterios a ésta para definir la ilicitud. La Ley contempla una enumeración no exhaustiva de cláusulas prohibidas en el contrato por adhesión, transcrita defectuosamente en el derecho comparado, pero carece de una definición general y de criterios que permitan a la jurisprudencia efectuar un control más allá de esa enumeración, debiendo recurrirse a los conceptos tradicionales del derecho privado. Además, la validación irrestricta de la cláusula arbitral hace cuestionable la aplicabilidad tanto de estos controles como de los requisitos formales. vi. Al contrato por adhesión resultan inequívocamente aplicables las reglas de interpretación contractual del Código Civil, que atienden preferentemente a la búsqueda de la voluntad común. No obstante, en atención, por una parte, a que esa voluntad común en este contrato es rudimentaria y reducida a las cláusulas de la esencia y, por otra, a las expectativas del adherente, los elementos objetivos de interpretación vinculados a la naturaleza del contrato resultan particularmente relevantes. La naturaleza de este contrato también ha justificado la elaboración de reglas particulares de interpretación, como aquella que impone al redactor las consecuencias perjudiciales de las cláusulas ambiguas y aquella que da preferencia a la cláusula particular sobre las condiciones generales, que son auxiliares a las anteriores y que en ningún caso permiten estructurar un sistema autónomo de

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hermenéutica de este contrato. La Ley sólo reconoce la regla de preferencia de la condición particular sobre la general, pero ni siquiera alude a la regla de interpretación contra el redactor prevista en el Código Civil. Por otra parte, la ausencia de criterios en la Ley para controlar materialmente el contrato por adhesión genera incentivos a la jurisprudencia para efectuar un control encubierto del contenido del contrato con la excusa de la búsqueda de su sentido. vii. La vulneración de las reglas formales y la inserción de cláusulas abusivas es reprimida con nulidad absoluta de la estipulación, subsistiendo el contrato con el resto de las cláusulas no viciadas, sanción que sólo puede ser demandada por el adherente, pues son sus intereses los protegidos por estas normas. La Ley no contempla explícitamente esta sanción para las cláusulas que infrinjan las reglas formales o los controles materiales. Como la nulidad es la única sanción prevista por el derecho privado para el incumplimiento de requisitos de validez, es inequívocamente aplicable a este contrato. Por último, la titularidad de la acción, así como el alcance de la nulidad, pueden inferirse de la naturaleza de las normas de orden público de protección de la Ley y de las reglas generales de derecho privado. Ley Nº 19.496, sobre Defensa de los Consumidores. Artículo 1: Para los efectos de esta ley se entenderá por: 6. Contrato de adhesión: aquél cuyas cláusulas han sido propuestas unilateralmente por el proveedor sin que el consumidor, para celebrarlo, pueda alterar su contenido. Normas de equidad en las estipulaciones y en el cumplimiento de los contratos de adhesión. Artículo 16: No producirán efecto alguno en los contratos de adhesión las cláusulas o estipulaciones que: a) Otorguen a una de las partes la facultad de dejar sin efecto o modificar a su solo arbitrio el contrato o de suspender unilateralmente su ejecución, salvo cuando ella se conceda al comprador en las modalidades de venta por correo, a domicilio, por muestrario, usando medios audiovisuales u otras análogas, y sin perjuicio de las excepciones que las leyes contemplen; b) Establezcan incrementos de precio por servicios, accesorios, financiamiento, o recargos, salvo que dichos incrementos correspondan a prestaciones adicionales, que sean susceptibles de ser aceptadas o rechazadas en cada caso y estén consignadas por separado en forma específica; c) Pongan de cargo del consumidor los efectos de deficiencias, omisiones o errores administrativos, cuando ellos no le sean imputables; d) Inviertan la carga de la prueba en perjuicio del consumidor; e) Contengan limitaciones absolutas de responsabilidad frente al consumidor que puedan privar a éste de su derecho a resarcimiento frente a deficiencias que afecten la utilidad o finalidad esencial del producto servicio, y f) Incluyan espacios en blanco, que no hayan sido llenados o inutilizados antes de que se suscriba el contrato. Si en estos contratos se designa árbitro, el consumidor podrá recusarlo sin necesidad de expresar causa y solicitar que se nombre otro por el juez letrado competente. Si se hubiese designado más de un árbitro, para actuar uno en subsidio de otro, podrá ejercer este derecho respecto de todos o parcialmente respecto de algunos. Todo ello, de conformidad a las reglas del Código Orgánico de Tribunales.

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Artículo 17: Los contratos de adhesión relativos a las actividades regidas por la presente ley, deberán estar escritos de modo legible y en idioma castellano, salvo aquellas palabras de otro idioma que el uso haya incorporado al léxico. Las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto alguno respecto del consumidor. Sin perjuicio de lo dispuesto en el inciso anterior, en los contratos impresos en formularios prevalecerán las cláusulas que se agreguen por sobre las del formulario cuando sean incompatibles entre sí. No obstante lo previsto en el inciso primero, tendrán validez los contratos redactados en idioma distinto del castellano cuando el consumidor lo acepte expresamente mediante su firma en documento escrito en idioma castellano anexo al contrato, y quede en su poder un ejemplar del contrato en castellano, al que se estará, en caso de dudas, para todos los efectos legales. Tan pronto el consumidor firme el contrato, el proveedor deberá entregarle un ejemplar íntegro suscrito por todas las partes. Si no fuese posible hacerlo en el acto por carecer de alguna firma, entregará de inmediato una copia al consumidor con la constancia de ser fiel al original suscrito por éste. La copia así entregada se tendrá por el texto fidedigno de lo pactado, para todos los efectos legales.

Ley Española 7/1998 sobre Condiciones Generales de la Contratación. Exposición de motivos. La protección de la igualdad de los contratantes es presupuesto necesario de la justicia de los contenidos contractuales y constituye una de los imperativos de la política jurídica en el ámbito de la actividad económica. Por ello la Ley pretende proteger los legítimos intereses de los consumidores y usuarios, pero también de cualquiera que contrate con una persona que utilice condiciones generales en su actividad contractual. Se pretende así distinguir cláusulas abusivas de lo que son condiciones generales de la contratación. Una cláusula es condición general cuando está predispuesta e incorporada a una pluralidad de contratos exclusivamente por una de las partes, y no tiene por qué ser abusiva. Cláusula abusiva es la que en contra de las exigencias de la buena fe causa en detrimento del consumidor un desequilibrio importante e injustificado de las obligaciones contractuales y puede tener o no el carácter de condición general, ya que también puede darse en contratos particulares cuando no existe negociación individual de sus cláusulas, esto es, en contratos de adhesión particulares. Las condiciones generales de la contratación pueden darse tanto en las relaciones de profesionales entre sí como de éstos con los consumidores. En uno y otro caso, se exige que las condiciones generales formen parte del contrato, sean conocidas o –en ciertos casos de contratación no escrita- exista posibilidad rea de ser conocidas, y que se redacten de forma transparente, con claridad, concreción y sencillez. Pero además, se exige, cuando se contrata con un consumidor, que no sean abusivas. El concepto de cláusula contractual abusiva tiene su ámbito propio en la relación con los consumidores. Y puede darse tanto en condiciones generales como en las cláusulas predispuestas para un contrato particular al que el consumidor se limita a adherirse. Es decir, siempre que no ha existido negociación individual. Esto no quiere decir que en las condiciones generales entre profesionales no pueda existir abuso de una posición dominante. Pero tal concepto de sujetará a las normas generales de nulidad contractual. Es decir, nada impide que también pueda declararse judicialmente la nulidad de una condición general que sea abusiva cuando sea contraria a la buena fe y cause un desequilibrio importante

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entre los derechos y obligaciones de las partes, incluso aunque se trate de contratos entre profesionales o empresarios. Pero habrá de tener en cuenta en cada caso las características específicas de la contratación entre empresas.

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