MISA "PRO ELIGENDO PONTIFICE"
HOMILÍA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER DECANO DEL COLEGIO CARDENALICIO Lunes 18 de abril de 2005
Is 61, 1-3. 6. 8-9 Ef 4, 11-16 Jn 15, 9-17 En esta hora de gran responsabilidad, escuchemos con particular atención cuanto nos dice el Señor con sus mismas palabras. De las tres lecturas quisiera elegir sólo algún pasaje, que nos concierne directamente en un momento como este. La primera lectura presenta un retrato profético de la figura del Mesías, un retrato que recibe todo su significado desde el momento en que Jesús lee este texto en la sinagoga de Nazaret, cuando dice: «Esta Escritura se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). En el centro del texto profético encontramos una palabra que, al menos a primera vista, parece contradictoria. El Mesías, hablando de sí mismo, dice que ha sido enviado «a proclamar el año de misericordia del Señor, día de venganza de nuestro Dios» (Is 61, 2). Escuchamos, con alegría, el anuncio del año de misericordia: la misericordia divina pone un límite al mal, nos dijo el Santo Padre. Jesucristo es la misericordia divina en persona: encontrar a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios. El mandato de Cristo se ha convertido en mandato nuestro a través de la unción sacerdotal; estamos llamados a proclamar, no sólo con palabras sino también con la vida, y con los signos eficaces de los sacramentos, «el año de misericordia del Señor». Pero ¿qué quiere decir Isaías cuando anuncia el «día de venganza del Señor»? Jesús, en Nazaret, en su lectura del texto profético, no pronunció estas palabras; concluyó anunciando el año de misericordia. ¿Fue este, quizás, el motivo del escándalo que se produjo después de su predicación? No lo sabemos. En todo caso, el Señor hizo su comentario auténtico a estas palabras con la muerte en la cruz. «Sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo...», dice san Pedro (1 P 2, 24). Y san Pablo escribe a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: "Maldito todo el que está colgado de un madero", a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa» (Ga 3, 13-14).
La misericordia de Cristo no es una gracia barata; no implica trivializar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma el mal en el sufrimiento, en el fuego de su amor doliente. El día de venganza y el año de misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la persona de su Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más nos toca la misericordia del Señor, tanto más somos solidarios con su sufrimiento, tanto más estamos dispuestos a completar en nuestra carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24). Pasemos a la segunda lectura, a la carta a los Efesios. Aquí se trata, en sustancia, de tres cosas: en primer lugar, de los ministerios y de los carismas en la Iglesia, como dones del Señor resucitado y elevado al cielo; luego, de la maduración de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, como condición y contenido de la unidad del cuerpo de Cristo; y, por último, de la participación común en el crecimiento del cuerpo de Cristo, es decir, de la transformación del mundo en la comunión con el Señor. Detengámonos sólo en dos puntos. El primero es el camino hacia «la madurez de Cristo»; así dice, simplificando un poco, el texto italiano. Según el texto griego, deberíamos hablar más precisamente de la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos seguir siendo niños en la fe, menores de edad. ¿En qué consiste ser niños en la fe? San Pablo responde: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina...» (Ef 4, 14). ¡Una descripción muy actual! ¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. Esta fe —sólo la fe— crea unidad y se realiza en la caridad. A este propósito, san Pablo, en contraste con las continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por las olas, nos ofrece estas hermosas 2
palabras: «hacer la verdad en la caridad», como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo coinciden la verdad y la caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la verdad sin la caridad sería como «címbalo que retiñe» (1 Co 13, 1). Vayamos ahora al Evangelio, de cuya riqueza quisiera extraer sólo dos pequeñas observaciones. El Señor nos dirige estas admirables palabras: «No os llamo ya siervos..., sino que os he llamado amigos» (Jn 15, 15). Muchas veces nos sentimos —y es la verdad— sólo siervos inútiles (cf. Lc 17, 10). Y, sin embargo, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, nos da su amistad. El Señor define la amistad de dos modos. No existen secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha del Padre; nos da toda su confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado, que llega hasta la locura de la cruz. Confía en nosotros, nos da el poder de hablar con su yo: «Este es mi cuerpo...», «yo te absuelvo...». Nos encomienda su cuerpo, la Iglesia. Encomienda a nuestras mentes débiles, a nuestras manos débiles, su verdad, el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio de Dios que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único» (cf. Jn 3, 16). Nos ha hecho amigos suyos, y nosotros, ¿cómo respondemos? El segundo modo como Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle, idem nolle», era también para los romanos la definición de amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conforme y unida a la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, precisamente poniendo nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «No como quiero yo, sino como quieres tú» (Mt 21, 39). En esta comunión de voluntades se realiza nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Jesús. Cuanto más amamos a Jesús, cuanto más lo conocemos, tanto más crece nuestra verdadera libertad, crece la alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad! El otro aspecto del Evangelio al que quería aludir es el discurso de Jesús sobre dar fruto: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Aparece aquí el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis... Debemos estar impulsados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios se nos ha dado para que llegue también a los demás. Hemos recibido la fe para transmitirla a los demás; somos sacerdotes para servir a los demás. Y debemos dar un fruto que permanezca. Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del 3
Señor. Así pues, vayamos y pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios. Por último, volvamos, una vez más, a la carta a los Efesios. La carta dice, con las palabras del salmo 68, que Cristo, al subir al cielo, «dio dones a los hombres» (Ef 4, 8). El vencedor da dones. Estos dones son: apóstoles, profetas, evangelizadores, pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres, para construir su cuerpo, el mundo nuevo. ¡Vivamos nuestro ministerio así, como don de Cristo a los hombres! Pero en esta hora, sobre todo, roguemos con insistencia al Señor para que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría. Amén.
Joseph Ratzinger, "El relativismo, nuevo rostro de la intolerancia" Publicado por la agencia Zenit (1.XII.02) Fuente: http://www.interrogantes.net/includes/documento.php?IdDoc=2048&IdSec=147
El relativismo se ha convertido en la nueva expresión de la intolerancia, según considera el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe en la clausura en Murcia el Congreso de Cristología organizado por la Universidad Católica de San Antonio. --Algunos interpretan en muchas ocasiones el hecho de anunciar a Cristo como una ruptura en el diálogo con las demás religiones ¿Cómo es posible anunciar a Cristo y dialogar al mismo tiempo? --Cardenal Ratzinger: Diría que hoy realmente se da una dominación del relativismo. Quien nos es relativista parecería que es alguien intolerante. Pensar que se puede comprender la verdad esencial es visto ya como algo intolerante. Pero en realidad esta exclusión de la verdad es un tipo de intolerancia muy grave y reduce las cosas esenciales de la vida humana al subjetivismo. De este modo, en las cosas esenciales ya no tendremos una visión común. Cada uno podría y debería decidir como puede. Perdemos así los fundamentos éticos de nuestra vida común. Cristo es totalmente diferente a todos los fundadores de otras religiones, y no puede ser reducido a un Buda, o a un Sócrates, o un Confucio. Es realmente el puente entre el cielo y la tierra, la luz de la verdad que se nos ha aparecido. El don de conocer a Jesús no significa que no haya fragmentos importantes de verdad en otras religiones. A la luz de Cristo, podemos instaurar un diálogo fecundo con un punto de referencia en el que podemos ver cómo todos estos fragmentos de verdad contribuyen a una profundización de nuestra propia fe y a una auténtica comunión espiritual de la humanidad. (...) --¿Qué ha aprendido el cardenal Ratzinger que no supiera ya el teólogo Ratzinger?
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--Cardenal Ratzinger: La substancia de mi fe en Cristo ha seguido siendo siempre la misma: conocer a este hombre que es Dios que me conoce, que --como dice san Pablo-- se ha entregado por mí. Está presente para ayudarme y guiarme. Esta substancia ha seguido siendo siempre igual. En el transcurso de mi vida he leído a los Padres de la Iglesia, a los grandes teólogos, así como la teología presente. Cuando yo era joven era determinante en Alemania la teología de Bultmann, la teología existencialista; después fue más determinante la teología de Moltmann, teología de influencia marxista, por así decir. Diría que en el momento actual el diálogo con las demás religiones es el punto más importante: comprender cómo por una parte Cristo es único, y por otra parte cómo responde a todos los demás, que son precursores de Cristo, y que están en diálogo con Cristo. --¿Qué debe hacer una Universidad católica, portadora de la verdad de Cristo, para hacer presente la misión evangelizadora del cristianismo? --Cardenal Ratzinger: Es importante que en una Universidad católica no se aprenda sólo la preparación para una cierta profesión. Una Universidad es algo más que una escuela profesional, en la que aprendo física, sociología, química.... Es muy importante una buena formación profesional, pero si fuera sólo esto no sería más que un techo de escuelas profesionales diferentes. Una Universidad tiene que tener como fundamento la construcción de una interpretación válida de la existencia humana. A la luz de este fundamento podemos ver el lugar que ocupan cada una de las ciencias, así como nuestra fe cristiana, que debe estar presente a un alto nivel intelectual. Por este motivo, en la escuela católica tiene que darse una formación fundamental en las cuestiones de la fe y sobre todo un diálogo interdisciplinar entre profesores y estudiantes para que juntos puedan comprender la misión de un intelectual católico en nuestro mundo. --Ante la búsqueda actual de espiritualidad, mucha gente recurre a la meditación trascendental. ¿Qué diferencia hay entre la meditación trascendental y la meditación cristiana? --Cardenal Ratzinger: En pocas palabras, diría que lo esencial de la meditación trascendental es que el hombre se expropia del propio yo, se une con la universal esencia del mundo; por tanto, queda un poco despersonalizado. Por el contrario, en la meditación cristiana no pierdo mi personalidad, entro en una relación personal con la persona de Cristo, entro en relación con el «Tú» de Cristo, y de este modo este «yo» no se pierde, mantiene su identidad y responsabilidad. Al mismo tiempo se abre, entra en una unidad más profunda, que es la unidad del amor que no destruye. Por tanto, diría en pocas palabras, simplificando un poco, que la meditación trascendental es impersonal, y en este sentido «despersonalizante». Mientras que la meditación cristiana es «personalizante» y abre a una unidad profunda que nace del amor y no de la disolución del yo. --Usted es prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que antes se llamaba la Inquisición. Mucha gente desconoce los dicasterios vaticanos. Creen que es un lugar de condena. ¿En qué consiste su trabajo? --Cardenal Ratzinger: Es difícil responder a esto en dos palabras. Tenemos dos secciones principales: una disciplinar y otra doctrinal. La disciplinar tiene que ocuparse de problemas de delitos de sacerdotes, que por desgracia existen en la Iglesia. Ahora tenemos el gran problema de la pederastia, como sabéis. En este caso, debemos sobre todo ayudar a los obispos a encontrar los procedimientos adecuados y somos una especie de tribunal de apelación: si uno se siente tratado injustamente por el obispo, puede recurrir a nosotros. La otra sección, más conocida, es doctrinal. En este sentido, Pablo VI definió nuestra tarea como «promover» y «defender» la fe. Promover, es decir, ayudar el diálogo en la familia de los
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teólogos del mundo, seguir este diálogo, y alentar las corrientes positivas, así como ayudar a las tendencias menos positivas a conformarse con las tendencias más positivas. La otra dimensión es defender: en el contexto del mondo de hoy, con su relativismo, con una oposición profunda a la fe de la Iglesia en muchas partes del mundo, con ideología agnóstica, atea, etc., la pérdida de la identidad de la fe tiene lugar con facilidad. Tenemos que ayudar a distinguir auténticas novedades, auténticos progresos, de otros pasos que implican una pérdida de identidad de la fe. Tenemos a disposición dos instrumentos muy importantes para este trabajo, la Comisión Teológica Internacional, con 30 teólogos propuestos por cinco años a propuesta de los obispos; y la Comisión Bíblica, con 30 exegetas, también ellos propuestos por los obispos. Son foros de discusión para los teólogos para encontrar por así decir un entendimiento internacional incluso entre las diferentes escuelas de teología, y un diálogo con el Magisterio. Para nosotros es fundamental la colaboración con los obispos. Si es posible, deben resolver los problemas los obispos. Pero con frecuencia se trata de teólogos que tienen fama internacional y, por tanto, el problema supera las posibilidades de un obispo, de modo que es llevado a la Congregación. Aquí promovemos el diálogo con estos teólogos para llegar, si es posible, a una solución pacífica. Sólo en poquísimos casos se da una solución negativa. (...) Ratzinger pregunta: ¿Es arrogante decir que Cristo es el único salvador? El interrogante fue planteado por el purpurado bávaro este sábado al intervenir en el Congreso «Cristo: Camino, Verdad y Vida», que ha reunido del 28 de noviembre al 1 de diciembre a algunos de los teólogos más respetados del mundo en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). «¿No es una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y llegar a afirmar haber hallado en la propia religión la verdad, la sola verdad?», añadió el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ante un auditorio de casi tres mil personas, en gran parte jóvenes, el cardenal Ratzinger constató que «hoy se ha convertido en un eslogan de una enorme repercusión rechazar como simultáneamente simplistas y arrogantes a todos aquellos a los cuales se puede acusar de creer que "poseen" la verdad». «Estas personas relativistas, según parece, no son capaces de dialogar y por consiguiente no se les puede tomar en serio, pues la verdad no la "posee" nadie --añadió exponiendo las tesis del relativismo--. Sólo podemos estar en busca de la verdad. Pero --y esto hay que objetar en contra de esta afirmación--, ¿de qué búsqueda se trata aquí, si no puede llegar nunca a la meta?». «¿Busca realmente, o es que no quiere hallar la verdad, porque lo que va a hallar no debe existir?», siguió preguntando. «Naturalmente la verdad no puede ser una posesión --aclaró--; ante ella debo tener siempre una humilde aceptación, siendo consciente del riesgo propio y aceptando el conocimiento como un regalo, del que no soy digno, del que no puedo vanagloriarme como si fuera un logro mío». «Si se me ha concedido la verdad, la debo considerar como una responsabilidad, que supone también un servicio para los demás --explicó--. La fe además afirma que la desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad propiamente dicha es infinitamente mayor que la semejanza (Lat IV DS 806)». «¿No es una arrogancia decir que Dios no nos puede dar el regalo de la verdad?»; preguntó de nuevo. «¿No es un desprecio de Dios decir que hemos nacido ciegos y que la verdad no es cosa nuestra?».
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La «verdadera arrogancia» consiste en «querer ocupar el puesto de Dios y querer determinar quiénes somos, qué hacemos, qué queremos hacer de nosotros y del mundo». Por tanto, consideró, «lo único que podemos hacer es reconocer con humildad que somos mensajeros indignos que no se anuncian a sí mismos, sino que hablan con santa timidez de lo que no es nuestro, sino de lo que proviene de Dios». «Sólo así se hace inteligible el encargo misionero, que no puede significar un colonialismo espiritual, una sumisión de los demás a mi cultura y a mis ideas», subrayó. «La misión exige, en primer lugar, preparación para el martirio, una disposición a perderse a sí mismos por amor a la verdad y al prójimo». «Sólo así la misión es creíble», concluyó. «La verdad no puede ni debe tener ninguna otra arma que a sí misma». -La Congregación para la Doctrina de la Fe, que Su Eminencia preside, vela por la correcta doctrina en la Iglesia católica. Hay sectores de la Iglesia en el País Vasco vinculados a la Teología de la Liberación, empeñados en construir una «Iglesia indígena vasca» y hasta profesores ¬algunos de ellos sacerdotes¬ que de algún modo minimizan los crímenes de ETA. ¿Qué medidas puede tomar la Iglesia ante esto? -Se tiene que aplicar lo que la Congregación ya dijo en los años ochenta sobre la Teología de la Liberación: el cristianismo tiene que ver con la libertad, pero la libertad no es sólo el resultado de una receta política. La política tiene su autonomía, y de la Sagrada Escritura no se pueden deducir recetas políticas, máxime para el terrorismo. La novedad del mesianismo cristiano es que no hace política de la liberación cristiana. No es como Barrabás, que buscaba crear con el terrorismo la liberación de Israel. Cristo ha venido a liberar al mundo con su Iglesia, no con violencia. -La Iglesia defiende que cuando Dios desaparece de la sociedad, se cae en aberraciones. ¿Se quiere hacer por eso mención de Él en la futura Constitución Europea? -La Europa unida no debe ser sólo algo económico o político: necesita unos fundamentos espirituales. Europa ha crecido sobre el cristianismo, que sigue siendo el criterio de los valores fundamentales de este continente, que a su vez ha dado luz a otros continentes. Por eso me parece necesario que en esta Constitución se mencionen los fundamentos cristianos de Europa. -Estos dos últimos años han sido difíciles para la Iglesia por la continua aparición de escándalos. ¿Qué ha sacado en claro la Iglesia? -Por desgracia, los sacerdotes también son pecadores. Sin embargo, respecto a los casos de pederastia, por ejemplo, el porcentaje de abusos que se dan en el sacerdocio es igual o incluso menor que en otras categorías humanas. Menos del uno por ciento de los sacerdotes estadounidenses son culpables. Por eso sorprende la presencia tan constante que han tenido estas noticias en los medios de comunicación, porque no obedece a la objetividad de los hechos. -¿Qué conclusión saca? -Parece que existe una campaña para desacreditar a la Iglesia que viene desde EE UU. -Algunos dicen incluso que está orquestada por el lobby judío estadounidense como «venganza» por el apoyo de la Santa Sede a la causa Palestina... -No me atrevo a señalar a un grupo en concreto. Además, no se debe generalizar a todos los israelíes. Como en todos los colectivos, hay gente muy buena y otra menos buena. -Hay algunas voces que piden un nuevo Concilio. ¿Cree que es necesario?
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-No; aún no ha fructificado toda la herencia del Concilio Vaticano II. Todavía estamos trabajando para comprender e interpretar esa herencia. Los procesos vitales llevan mucho tiempo. Las acciones más concretas van más rápidamente. Para que crezca una selva son necesarios cuarenta años, y un concilio no se desarrolla de un día para otro. Creo recordar que San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, cuando le convocaron para un nuevo Concilio, se negó, puesto que el anterior había sido apenas diez años antes. -Otros piden una mayor participación de la mujer en la Iglesia. -El papel de la mujer ha sido importantísimo en todos los períodos de la Iglesia, pero a veces es un papel muy desconocido. En mi patria, la misión católica sólo empezó a ser fecunda en el momento en que llegaron las mujeres. San Bonifacio decía que sin las mujeres, la fe no puede tocar el corazón. En las misiones, las mujeres eran las que hacían amable a la Iglesia, porque mostraban la maternidad de la misma. En Hispanoamérica, el camino de la Iglesia comenzó cuando aparece la Virgen. -¿Están preparados los cristianos para afrontar este tercer milenio? -Creo que el error de algunos creyentes es que están apegados a su idea de cristiandad, y nos preocupamos demasiado de nosotros: el celibato de los sacerdotes, la ordenación de mujeres... Trabajamos siempre en nuestros «problemas», mientras que el mundo necesita respuestas porque no sabe cómo vivir. El mundo tiene sed, y hay que darle el Evangelio. Si nosotros evangelizásemos, los problemas internos terminarían. -¿Por qué cree que será recordado Juan Pablo II? -No soy profeta; no me atrevo a decir lo que ocurrirá dentro de cincuenta años. Pero creo que su aportación más importante al catolicismo ha sido que en todas partes ha dado una experiencia viva de la unidad de la Iglesia. Con sus visitas, con tantos encuentros en todo el mundo, ha logrado esa sintonía con todos en la Iglesia. Y, sin duda, quedarán sus grandes escritos, especialmente la Redemptoris Missio, la Veritatis Splendor, Evangelium Vitae y Fides et Ratio. -Si Dios quiere, vendrá a España el primer fin de semana de mayo. ¿Conoce Su Eminencia alguna novedad del viaje del Santo Padre? -Desconozco el itinerario que va a seguir, ni a qué ciudades va a acudir. Pero tenemos que respetar las posibilidades físicas del Papa, y comprobar cómo un hombre que sufre hace una contribución grandísima a la humanidad.
Nuevo libro del prefecto de la Congregación para la Doctrina 8
de la Fe
El relativismo, «el problema más grande de nuestra época» Consciente de que el diálogo interreligioso se ha convertido en uno de los puntos candentes de la teología, el cardenal Joseph Ratzinger ha querido ofrecer su propia contribución con la publicación de un nuevo libro. ROMA, 26 septiembre 2003 (ZENIT.org)
«El auténtico problema es el de la verdad», escribe el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en este volumen que acaba de publicarse en italiano con el título «Fe, verdad, tolerancia - El cristianismo y las religiones del mundo» («Fede, verità, tolleranza - Il cristianesimo e le religioni del mondo», editorial Cantagalli Cantagalli). Acerca de la verdad
Para el cardenal alemán, el relativismo, según el cual, todas las opiniones son verdaderas (aunque sean contrapuestas), tan extendido incluso «dentro de la teología», «es el problema más grande de nuestra época». En el fondo, la investigación de Ratzinger busca dilucidar «si el relativismo es realmente el presupuesto necesario para la tolerancia, si realmente las religiones son todas iguales, o si se puede conocer la verdad».
Se reclama el genuino sentido de "verdad"
El volumen de algo menos de 300 páginas, es, en realidad, una colección reeditada de conferencias que el purpurado bávaro ha pronunciado en la última década. La primera, sin embargo, es un artículo publicado en 1964, en el que hace un estudio fenomenológico de las religiones para presentar la diferencia específica del cristianismo. «La tolerancia y el respeto por el otro parece que hayan impuesto la idea de la equivalencia de todas las religiones», constata en el capítulo titulado «Variaciones sobre el tema de la fe, religión y cultura». Sin embargo, constata a la luz de la Revelación cristiana, «en Cristo se nos ha ofrecido un nuevo don, el don esencial – la verdad– y por lo tanto tenemos el deber de donarlo a los
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demás libremente». «Decir que hay realmente una verdad, una verdad vinculante y válida en la historia en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia, se considera como fundamentalismo y se presenta como un auténtico atentado contra el espíritu moderno y como amenaza multiforme contra su bien supremo, la tolerancia y la libertad», reconoce el cardenal. Pero «abdicar de la verdad no salva el hombre». Por el contrario, según Ratzinger, «la fe cristiana impulsa inexorablemente hacia la cuestión de la verdad», teniendo en cuenta que «la verdad no violenta a nadie». «Sólo si la fe cristiana es verdad, concierne a todos los hombres», constata, de lo contrario se quedaría en simple expresión de una cultura. En el nuevo mundo sin dogmas, o en el que el único dogma es el relativismo, según el cual, todas las opiniones son verdaderas (aunque sean contrapuestas), el gran desafío consiste, según el autor, en que «fe y razón se encuentren».
Construir la verdad según Cristo
Pero, si es posible encontrar la verdad, ¿cuál puede ser la relación entre las diferentes religiones? El cardenal responde con una pregunta: El hombre, «¿no debe ponerse en búsqueda, empeñarse por tener una conciencia purificada y de este modo acercarse –¡al menos esto!– a las formas más puras de religión?». Por eso, propone, los cristianos no deben «comunicar sólo un conjunto estructurado de instituciones y de ideas, sino buscar siempre en la fe su profundidad más íntima, el verdadero contacto con Cristo». «Lo que lleva a los hombres hacia Dios es la dinámica de la conciencia y de la silenciosa presencia de Dios en ella y no la canonización de lo existente encontrado en cualquier momento, que exime a los hombres de una investigación más profunda», afirma.
Cardenal Joseph Ratzinger, La fuerza de la razón contra el relativismo 17 de noviembre de 2004
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"La fuerza de la razón contra el relativismo" Las raíces cristianas de Europa, las pretensiones del laicismo y los desafíos éticos que presentan los avances biomédicos fueron algunos temas de un coloquio entre el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el historiador Ernesto Galli della Loggia, catedrático de la Universidad de Perugia y columnista habitual del diario “Corriere della Sera”. Ofrecemos algunos pasajes del diálogo, que tuvo lugar el pasado 25 de octubre, organizado en Roma por el Centro de Orientación Política. La síntesis que se ofrece ha sido realizada por Aceprensa partiendo de la amplia transcripción del diálogo publicada por el diario “Il Foglio” (27 y 28 de octubre de 2004). Joseph Ratzinger. El pasado mes de enero mantuve un diálogo con Habermas, el filósofo considerado en el mundo de lengua alemana como la quintaesencia del laico. Unos dos años antes había afirmado, ante la sorpresa de sus admiradores, que para un laico es muy conveniente estar atento a la sabiduría que se esconde en las tradiciones religiosas. Para él mismo había sido un descubrimiento. El mundo se encuentra en una situación en la que nos conviene movilizar todas las fuerzas morales para conseguir establecer una convivencia pacífica. Existen muchas posibilidades positivas, muchas esperanzas, pero también muchas amenazas y peligros. El poder del hombre ha crecido hasta un límite inimaginable hace pocos años. Un poder que alcanza incluso a la posibilidad de la destrucción del propio planeta y que ha llegado hasta las raíces de nuestro ser: el hombre es capaz de producir el hombre en un laboratorio. El hombre no se ve ya como un don de la naturaleza, de Dios, sino que se convierte en un producto que se puede fabricar; y cuando se puede fabricar, se puede también destruir y sustituir con otras cosas. Debemos añadir que con esta capacidad de producir no ha crecido igualmente nuestra capacidad moral. Esta me parece que es la fórmula más precisa para expresar el dilema de nuestro tiempo: el desequilibrio entre poder técnico (poder de hacer) y la capacidad de actuar con principios que garanticen la dignidad del hombre y el respeto de la criatura, del mundo. Un vacío de identidad Ernesto Galli della Loggia. Me parece que es posible encontrar un hilo conductor que une muchos aspectos de la situación actual. Se podría comenzar con la hipótesis de que la globalización marca un momento de crisis y ruptura de la secularización. Es decir, del proceso que Europa vive desde hace doscientos años y que ha visto la sustitución de la fe religiosa como orientación y guía para la mayor parte de los habitantes de una sociedad. Esta identificación religiosa se ha ido erosionando poco a poco y se ha sustituido por otras dos identificaciones: la ideológica y la nacional. Hoy, sin embargo, si no me equivoco, la globalización marca un proceso de desmoronamiento de estos dos sustitutos. En nuestras sociedades se está creando un gran vacío de identidad, y
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es precisamente el mundo político democrático el que reacciona con mayor dificultad: la identidad se siente como algo peligroso, ya que contrasta con la tensión universalista del pensamiento democrático. Existen muchos aspectos que se pueden reconducir a ese vacío de identidad. Cito solo uno, porque me parece el más importante: el rápido y prepotente emerger de la temática de los derechos humanos como única posible señal de identidad de los pueblos de Occidente. No es una coincidencia que la Unión Europea se defina en su Constitución como un sujeto político que existe precisamente para sostener los derechos humanos; que su sustancia ideológica está en los derechos humanos, no en la democracia. Quizás es preciso preguntarse de dónde proceden los derechos humanos, pero me parece que se ha evitado formular esta cuestión porque existiría el problema, históricamente irrebatible, de que los derechos humanos nacen en el ámbito de la cultura y de la civilización judeocristiana. Pero esto no se puede decir, ya que el judaísmo y el cristianismo son religiones, y se ha decidido por mayoría que sería inoportuno. Así, según esta lógica, los derechos humanos existen prescindiendo de todo elemento fundante. Se bastan a sí mismos: son, de por sí, una identidad. Habermas ha hablado muchas veces de “patriotismo constitucional”, para contraponerlo al “patriotismo de los valores”, fundado sobre valores de tipo histórico. Me parece que estamos ante algo que se parece al “patriotismo constitucional”, a una identidad radicada en los procedimientos. El problema es que los otros protagonistas de la escena internacional no creen que los derechos humanos sean “procedimentales”. Piensan, por el contrario, que son fruto de la cultura de Occidente; con mucha frecuencia, sobre todo en las sedes internacionales, ven en los derechos humanos un instrumento del imperialismo ideológico de Occidente. La conciencia como pura subjetividad Joseph Ratzinger. El puro positivismo de los derechos humanos como tal no puede ser, en ningún sentido, la última palabra. Tal vez sea suficiente para una Constitución, pero para nuestro debate cultural humano, para nuestro encuentro con las demás culturas, es insuficiente. Este positivismo es, sin embargo, solo la fachada de un dilema más profundo. Como no existen ya grandes inspiraciones para nuestros grandes principios éticos, para la dignidad humana, se llega al positivismo. De hecho, también el “patriotismo constitucional” de Habermas es positivismo. En nuestro debate dijo que la Constitución de por sí produce moralidad. Pero eso no es verdad: tiene necesidad de fuerzas que la precedan. Tenemos que reencontrar y despertar estas fuerzas. El relativismo puede aparecer como algo positivo, en cuanto invita a la tolerancia, facilita la convivencia entre las culturas, reconocer el valor de los demás, relativizándose a uno mismo. Pero si se transforma en un absoluto, se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando la razón. Se considera razonable solo lo que es calculable o demostrable en el sector de las ciencias, que se convierten así en la única expresión de racionalidad: lo demás es subjetivo. Si se dejan a la esfera de la subjetividad las cuestiones humanas esenciales, las grandes decisiones sobre la vida, la familia, 12
la muerte, sobre la libertad compartida, entonces ya no hay criterios. Todo hombre puede y debe actuar solo según su conciencia. Pero “conciencia”, en la modernidad, se ha transformado en la divinización de la subjetividad, mientras que para la tradición cristiana es lo contrario: la convicción de que el hombre es transparente y puede sentir en sí mismo la voz de la razón fundante del mundo. Es urgente superar ese racionalismo unilateral, que amputa y reduce la razón, y llegar a una concepción más amplia de la razón, que está creada no solo para poder “hacer” sino para poder “conocer” las cosas esenciales de la vida humana. Con derechos por ser humanos El profesor Galli della Loggia ha mencionado la cuestión de si el derecho natural puede ser una respuesta a este problema. Sabemos bien que el mundo de hoy está convencido de que no. Para la Iglesia, la visión de un derecho natural, inscrito en la misma criatura humana, era el medio para poder dialogar con cuantos no comparten la fe. Ahora, incluso el concepto de naturaleza se ha reducido a lo puramente empírico, a lo que se puede observar con la ciencia. Por tanto, “naturaleza” no indica ya nada de lo que es específicamente humano. Quizás nos puede ayudar tener presentes dos hechos de la época moderna con los que el concepto de derecho natural, que viene de la antigüedad, renació y se reforzó. El primero fue el descubrimiento de América: ¿estas gentes, que no están bautizadas, tienen derechos o no? ¿Hay que respetarlos como sujetos de derecho, o al estar fuera de nuestra esfera no tienen derechos y podemos hacer lo que queramos? Al final, en medio de muchas dificultades, venció la postura de considerar que sí tienen un derecho porque son personas humanas, y como tales tienen el derecho inscrito en su ser humano. Esta no era una doctrina occidental, sino justamente la defensa de los no occidentales contra Occidente. El segundo hecho fue la división de las confesiones en Europa: había que buscar entre los Estados la paz no solo jurídica sino también moral. Se comprendió que, aunque en la fe estábamos divididos, compartimos la naturaleza humana, que indica comportamientos morales fundamentales. Pienso que no debería ser tan imposible comprender que no es una invención católica, sino la respuesta a los desafíos del ser humano: el reconocimiento de que el hombre, antes de todas las constituciones, tiene derechos; que el Derecho debe conformarse a los derechos y no los derechos a la Constitución. Me parece de gran importancia esta constatación con el fin de volver a ganar un concepto comprensible y aceptable que pueda ser la plataforma para una visión ética común. Llego ahora al problema de si la tradición cristiana es compatible con el concepto de libertad desarrollado en la modernidad, en el laicismo. Pienso que es muy importante superar un malentendido concepto individualista para el cual solo existe, como portador de libertad, el sujeto, el individuo. Es un planteamiento equivocado desde el punto de vista antropológico porque el hombre es un ser finito, un ser creado para convivir con los demás. En consecuencia, su libertad debe ser necesariamente una libertad compartida, de modo que se garantice para todos la libertad. Eso supone la renuncia a la 13
absolutización del “yo” e implica la existencia del derecho común, de la autoridad. Es un gran error considerar la autoridad como enfrentada a la libertad. En realidad, una autoridad bien definida es la condición de la libertad. El discurso público no puede prescindir de la verdad Ernesto Galli della Loggia. El cardenal Ratzinger ha citado el antiguo antagonismo entre iusnaturalismo y positivismo, que está en el núcleo de la reflexión del liberalismo desde hace dos siglos. Antes de referirme a ello, quisiera subrayar por qué hoy existe interés por estas cuestiones, también por parte de quien tiene la etiqueta de “laico”. Pienso que el vacío de identidad, al que antes me refería, lleva a considerar el papel constante que el hecho espiritual ha tenido en la construcción de la identidad de las culturas y de los pueblos. Incluso un no creyente no puede dejar de interrogarse sobre cómo el hecho religioso es un trámite fundamental en la relación con el pasado, que es el corazón de la identidad histórica de todo pueblo. También aquí se pone hoy en discusión el papel de la fe cristiana. Creo que la poca atención a las raíces cristianas se debe a un hecho histórico importante ocurrido en los últimos decenios: de todas las confesiones cristianas, el catolicismo es la única que ha quedado en pie. Desde el punto de vista teológico y organizativo, todas las demás prácticamente han desaparecido como fuerzas políticas activas en la escena del mundo. Mientras el cristianismo se presentaba como una articulación de confesiones, algunas de ellas históricamente muy diversas del catolicismo (es más, a veces incluso hostiles), esa misma variedad de posiciones hacía difícil aislarlo y contrastarlo. Desde que el catolicismo ha asumido el papel de preeminencia absoluta, con respecto a las demás confesiones cristianas, han crecido las manifestaciones de hostilidad hacia él. Sobre la contraposición entre iusnaturalismo y positivismo hay que decir que el liberalismo clásico era iusnaturalista. Pensaba que los derechos del hombre, la libertad humana, se fundan sobre un elemento natural que hace al hombre libre. De finales del siglo XIX en adelante se ha afirmado que la libertad es solo un hecho de derecho positivo: si hay una ley que establece la libertad, ese es el verdadero origen de la libertad. Personalmente, me adhiero a la idea del iusnaturalismo porque es evidente el problema que subyace: si la libertad se apoya sobre el derecho natural, se apoya sobre algo enormemente más sólido que la simple decisión de un parlamento, de un poder que lo mismo que hace una ley puede hacer otra. Liberales vs. libertarios Esta división [entre iusnaturalismo y positivismo] remite a otra, que hoy es de importancia primaria dentro del pensamiento liberal y que tiene mucho que ver con la relación entre pensamiento laico y religión. En el liberalismo han existido siempre dos libertades, frecuentemente en contraste: la libertad de los liberales y la libertad de los libertarios. Para el liberalismo clásico, la libertad era limitación del Estado y, sobre todo, libertad frente al arbitrio. Una protección ante el arbitrio que solo la ley, instrumento que se aplica a todos, puede
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garantizar. La libertad de los libertarios está muy bien definida por Jeremy Bentham: “Toda ley es un mal porque toda ley es una violación de la libertad”. El problema es que cuando los liberales pensaban en la libertad de los individuos, pensaban en la humanidad europea que tenían delante, que era cristiana. No imaginaban que el progreso de la ciencia dilataría enormemente las posibilidades de la subjetividad. Esta ampliación de la subjetividad ha llegado hasta el punto de que el individuo es dueño, o casi, de decidir las modalidades de la generación humana. Es decir, de cuanto era ámbito de la eternidad de la naturaleza. El hecho de que también esto haya entrado en el terreno de la disponibilidad del sujeto repropone la cuestión de la protección ante el arbitrio. Los viejos liberales conocían únicamente el arbitrio del poder y del soberano, pero me pregunto si la voluntad subjetiva no puede presentarse también con un fuerte carácter arbitrario cuando puede tomar decisiones como las que permite el progreso científico. Pienso que no nos podemos limitar a decir: “este campo es complejo, cada uno tiene su verdad, todas son aceptables siempre que no hagan mal a nadie, aceptamos el principio de que no es posible definir ninguna verdad”. El discurso público debe estar animado de una tensión hacia la verdad cuando se trata de las fronteras entre libertad y arbitrio en ciertos temas. El ideal de una sociedad justa se apoya sobre la idea de que la verdad está en la justicia y la mentira en la injusticia. Lo que me sorprende como laico es que, cuando se habla en Italia de la ley de fecundación asistida, la posición predominante por el lado laico suele ser la de decir que resulta ocioso interrogarse sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto, sobre lo verdadero y lo falso a propósito de esos temas. Defensa de la racionalidad Joseph Ratzinger. Hay dos cosas que, en mi opinión, debemos defender como gran herencia europea. La primera es la racionalidad, que es un don de Europa al mundo, también querida por el cristianismo. Los Padres de la Iglesia han visto la prehistoria de la Iglesia no en las religiones sino en la filosofía. Estaban convencidos de que “semina verbi” no eran las religiones sino el movimiento de la razón comenzado con Sócrates, que no se conformaba con la tradición. Esa necesidad de salir de la cárcel de una tradición que ya no es válida abrió las puertas al cristianismo. Tenemos algo que es comunicable y ante lo cual la razón, que lo estaba esperando, sale al encuentro. Es comunicable porque pertenece a nuestra naturaleza humana común. La racionalidad era, por tanto, postulado y condición del cristianismo y permanece como una herencia europea para confrontarnos, de modo pacífico y positivo, con el islam y con las grandes religiones asiáticas. El segundo punto de la herencia europea es que esta racionalidad se convierte en peligrosa y destructiva para la criatura humana si se transforma en 15
positivista, si reduce los grandes valores de nuestro ser a la subjetividad. No queremos imponer a nadie una fe que solo se puede aceptar libremente, pero – como fuerza vivificadora de la racionalidad de Europa– la fe pertenece a nuestra identidad. Se ha dicho que no debemos hablar de Dios en la Constitución europea para no ofender a los musulmanes y a los fieles de otras religiones. La verdad es exactamente la contraria: lo que ofende a los musulmanes y a los fieles de otras religiones no es hablar de Dios y de nuestras raíces cristianas, sino más bien el desprecio de Dios o de lo sagrado. Esa actitud nos separa de las demás culturas, impide una posibilidad de encuentro: expresa la arrogancia de una razón disminuida, que provoca reacciones fundamentalistas. Europa debe defender la racionalidad, y en este punto también los creyentes debemos agradecer la aportación de los laicos, de la Ilustración, que ha de permanecer como una espina en nuestra carne. Pero también los laicos deben aceptar la espina en su carne: la fuerza fundante de la religión cristiana en Europa.
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