POR ELLOS, SÓLO POR ELLOS. El humo, denso y oscuro, inundaba mis fosas nasales, irritaba mis ojos, me asfixiaba, sólido como una sucia película de excrecencias. Mis órganos internos comenzaban a deshacerse, mis terminaciones nerviosas aullaban, me fustigaban sin piedad, haciéndome tambalear, la visión borrosa. Mis pulmones comenzaban a sonar como un fuelle viejo que se llena de agua. Sólo que es sangre. Calculo que en unos minutos me ahogaré en ella. En minutos estaré muerto. Muerto. Me repito una y otra vez esa palabra, pero nada responde en mi interior. ¿Tanto me ha destrozado esta guerra que no me importa? Tal vez. Me acurruco entre los restos de un jeep destrozado por una mina. Aparece desvencijado, reventado hacia afuera, como un esqueleto de ternero abierto en canal y expuesto a las llamas. Oigo cada vez más cerca órdenes dadas en aleman, y rezo para llevarme algún cerdo por delante antes de desplomarme inerte en el duro pavimento. Intento encenderme un pitillo. Toso una explosión de sangre. Todavía no... Saco la foto de Katya e Ivana. El color sepia ha tornado en una tonalidad sucia, grasienta. Las caras de mis dos estrellas están desdibujadas por el sobeteo al que las he sometido en estos dos años. Las rozaba con mis yemas una y otra vez, como si a fuerza de pasar mis dedos pudiera llegar a sentir el tacto de su piel. No me importa, yo las veo perfectamente, sus imágenes como única tabla de salvación en el naufragio que era esa guerra inhumana, aunque justa. Que no me afecte esa invocación a lo que está bien me indica que el fin se acerca, que mi fuego comienza a extinguirse. Lo voy a hacer bien, no llevo dos años esquivando balas y obuses, bebiendo anticongelante, para cascar acurrucado en el interior de un jeep alemán. Por Lenin que no va a ser así. A pesar de los putos burócratas, a pesar de unos comisarios políticos igual de monstruosos que el leviatán que está a punto de cernirse sobre mí, a pesar de ser sólo un número en una tabla estadística. A pesar de eso, porque amo a mis dos estrellas, porque amo a todas las preciosas estrellas de este mi país, de esta Madre Patria que mis padres levantaron con sudor, sangre y penurias. Por ellos, sólo por ellos. Un ruido atronador llena la plaza, el inconfundible sonido de las orugas de un Panzer resquebrajando el pavimento. El leviatán se acerca, hambriento, cruel, insaciable, atroz. Cargo mi fusil, mi viejo amigo, y cual Ahab me dispongo a dar muerte a mi destino, a darme muerte a mí mismo, pero con gloria y unos ojos como hornos del infierno. Saco las anillas de las cuatro granadas que me quedan, y corro. Corro como el Santo de los Asesinos, poseído, disparando con furia. Nadie va a derribar a este poseso antes de llegar a su meta, aunque el viento pueda silbar a través de los agujeros en mi carne. Siento el golpe de los impactos de bala, más no el dolor. Ni siquiera la Muerte se atreve a acercarse a mí, asustada por el rictus de mi rostro. Grito el nombre de los amigos muertos, de los camaradas de armas. Quedan tres segundos para que mis tripas salten alegres fuera de mi cuerpo, liberadas de la agonía que causa ese gas tóxico en ellas, gritando libertad. Una última bala se incrusta en mi cuello, y mi aorta explota con furia, secándome a través de un surtidor de sangre. Queda poco, por favor no te caigas, sigue adelante. El leviatán se yergue ante mí, tan pequeño yo que no sabe cómo herirme, sus terribles dientes no están hechos para atacar hormigas. Me lanzo bajo su tripa con las últimas fuerzas que me quedan. Me agarro fuerte a él, como buscando penetrar su coraza y arrancarle las vísceras. Cierro los ojos, el momento se acerca, la ansiada paz personal en esta guerra mundial. El momento se acerca. Por ellos, sólo por ellos...