[Nota: texto tomado de la edición de Félix Fernández Murga de Estancias. Orfeo y otros escritos, Cátedra, Madrid, 1984, pp. 221-232. A esta edición remiten los números entre corchetes]
[221] ÁNGEL POLIZIANO SALUDA A JACOBO ANTICUARIO1 Es costumbre frecuente, entre los que se retrasan demasiado en contestar a las cartas de los amigos, el excusarse alegando sus muchas ocupaciones. Pero yo, si no he contestado a la tuya a su debido tiempo, no voy a echar la culpa tanto a esas ocupaciones, por más que no me hayan faltado, como al gran dolor que me ha proporcionado la muerte del hombre cuya protección había hecho de mí (y así se me consideraba) el más afortunado entre cuantos se dedican al cultivo de las letras. Ahora, una vez muerto aquel que fue el verdadero alentador de mis trabajos eruditos, he perdido hasta las ganas de escribir y se me ha apagado el interés por el estudio de la antigüedad. Pero, si tan grande es tu deseo de conocer mis desventuras2, y de saber cómo se comportó aquel hombre en el último trance de su vida, accederé a ese deseo tuyo, tan vivo y tan legítimo, pues no quiero ni puedo defraudarlo, dada nuestra sincera amistad, por más que las lágrimas me lo estorban y mi alma rechaza y se resiste a esos recuerdos, a esa renovación de mi dolor. Sin embargo, me consideraría yo mismo descortés y poco comprensivo si osara negar nada a un hombre como tú, que tanto afecto me muestras. De todos modos, puesto que lo [222] que me pides que te cuente es cosa que puede comprenderse mejor meditándola en silencio que expresándola verbalmente o por carta, te complaceré con esta condición: que, aunque no me niego a ello, tampoco te prometo nada que no pueda luego cumplir. Desde hacía aproximadamente dos meses, Lorenzo de Médicis venía padeciendo esos dolores que, por estar localizados en los cartílagos de las entrañas, se llaman hipocondríacos. Son dolores que, aunque de suyo no tengan fuerza para matar a nadie, por el hecho de ser muy agudos resultan lógicamente molestísimos. Por otra parte, le ocurrió a Lorenzo, no sé si por fatalidad o por impericia o incuria de los médicos, que, mientras se trataba de poner remedio a sus dolores, se le presentó la más insidiosa de las fiebres la cual, propagándose poco a poco, no sólo se asentó en las arterias y en las venas, como suele ocurrir con las otras fiebres, sino también en los miembros, en las entrañas, en los nervios e incluso en las médulas de los huesos. Y esa fiebre, difundida secreta y sutilmente con imperceptible paso, apenas había sido advertida en un primer momento. Pero luego, al manifestarse en toda su fuerza sin haber sido tratada con la diligencia debida, había debilitado y postrado de tal forma a aquel hombre, que lo había realmente destruido, consumiendo no sólo sus fuerzas sino también su cuerpo mismo. De modo que, sin haberse cumplido todavía en él el curso normal de la naturaleza humana, mientras descansaba enfermo en su finca de Careggi3, se abatió repentinamente de modo tan total, que ya no quedó esperanza alguna de que pudiera salvarse. Dándose cuenta de ello, aquel hombre, prudentísimo siempre, lo primero que hizo fue disponer que viniera un médico de almas, a quien confesar todos los pecados cometidos durante su vida. Oí más tarde a ese sacerdote decir, lleno de admiración, que nada le había parecido nunca más grande ni más increíble que el modo como Lorenzo, preparándose a 1
El humanista Jacobo Antiquario, aunque algo más viejo que Poliziano, era gran amigo suyo y estuvo en contacto frecuente con él. Había nacido en Perusa, el año 1445, pero vivía en Milán. 2 Palabras de Virgilio, Eneida, II, 10. 3 La grandiosa villa de los Médicis en Careggi, cinco kilómetros al norte de Florencia, había sido construida por Michelozzo (1396-1472), discípulo de Brunelleschi, lo mismo que la que poseían en Cafaggiolo.
la muerte con toda serenidad, había hecho repaso de toda su vida pasada, había tomado disposiciones [223] sobre los problemas presentes y había proveído con gran sentido cristiano y con ejemplar prudencia a los problemas futuros. A media noche, cuando se hallaba entregado al descanso y a la meditación, se le comunicó que llegaba el sacerdote con el Viático. Espabilándose inmediatamente, «de ninguna forma lo puedo consentir, lejos de mí tal cosa», dijo, «que sea mi Jesús, que sea mi creador y mi redentor quien venga hasta mi morada. Ayudadme en seguida, por favor, ayudadme para que sea yo quien salga al encuentro de mi Señor». E, incorporándose cuanto podía mientras decía esto, y supliendo con la fuerza de su ánimo la debilidad de su cuerpo, apoyado en los brazos de sus familiares, salió hasta la sala al encuentro del sacerdote, a cuyos pies cayendo entre plegarias y lágrimas, exclamó: «¿Así pues, tú, dulcísimo Jesús, tú mismo te dignas visitar a este indigno siervo tuyo? Pero ¿qué digo siervo? Debería más bien decir enemigo, y el más ingrato de todos pues, abrumado por ti con tantos favores, no quise nunca escuchar tus palabras y muchas veces ofendí a tu majestad. Pero yo te pido, oh Jesús salvador, por el amor que has mostrado a todo el género humano y que te trajo hasta la tierra desde el cielo haciéndote vestir la vestidura de nuestra humanidad, por ese amor que te indujo a sufrir hambre y sed y frío y calor y trabajos, irrisiones, afrentas, azotes, golpes y, al final, muerte en la cruz, te ruego y te suplico por esa muerte que apartes tu mirada de mis pecados para que, cuando me presente ante tu tribunal, hacia el que veo claramente que voy derecho ya, no sean tenidos en cuenta mis yerros y mis culpas sino que se me otorgue el perdón por los méritos de tu cruz. Sea valedera en mi favor, oh Jesús, la sangre preciosísima que derramaste en el altar sublime de nuestra redención para llevar a los hombres a la libertad.» Pronunciadas estas palabras entre sus propias lágrimas y las de cuantos estaban a su lado, dispuso al fin el sacerdote que lo levantaran y lo llevaran a la cama a fin de poder administrarle mejor los sacramentos. Y, aunque él se resistiera en un primer momento a hacerlo, al final, para no mostrarse poco respetuoso hacia el sacerdote, se dejó convencer, no sin haber reiterado con firmeza otras parecidas consideraciones, y, lleno de [224] sentimiento religioso y como revestido de majestad divina, recibió el cuerpo y la sangre del Señor. A continuación, y cuando ya habían salido todos los demás, se puso a consolar a su hijo Pedro, exhortándolo a aceptar con serenidad lo que por fuerza era necesario, pues no había de faltarle la ayuda del cielo, como tampoco le había faltado a él en medio de tan diversos acontecimientos y vicisitudes de la fortuna, y diciéndole que procurara practicar la virtud y proceder con rectitud de juicio, ya que las cosas bien dispuestas producen siempre buenos efectos. A continuación descansó un poco, entregándose a la meditación y, luego, tras haber mandado salir a los demás, volvió a llamar a su hijo y le dio numerosas instrucciones, advertencias y amonestaciones, que no llegaron a los oídos de los que estaban fuera pero que, según supimos luego, estaban todas llenas de sabiduría y de cordura. Referiré sólo una de ellas, tal como pudo llegar noticia de la misma hasta nosotros: «Los ciudadanos —le dijo— sin duda van a reconocerte, mi querido Pedro, como sucesor mío. Y estoy seguro de que has de gozar en esta república de la misma autoridad que he tenido yo hasta hoy día. Pero, puesto que toda ciudad es, como suele decirse, un cuerpo con muchas cabezas y no es posible complacer a todos y a cada uno, procura seguir siempre, entre las diversas opiniones, la que te parezca más honrada, y atiende más bien al interés general que al de los particulares.» Dejó también disposiciones relativas a sus propios funerales: que se le hicieran como los de su abuelo Cosme, es decir, como los que normalmente se hacen a un ciudadano cualquiera.
Llegó, al fin, de Pavía, vuestro Lázaro, médico con fama de expertísimo; el cual, por haber sido llamado ya demasiado tarde y para no dejar nada por intentar, andaba preparando ciertos medicamentos costosísimos a base de piedras preciosas y perlas trituradas. Preguntó entonces Lorenzo a los que lo asistían (efectivamente, algunos habíamos sido ya admitidos a su presencia) qué es lo que hacía el médico, qué es lo que andaba preparando. Y, como le respondiera yo que una cataplasma para darle calor en el pecho, reconociendo él inmediatamente [225] mi voz y mirándome con alegría, como solía hacer siempre, exclamó: «Hola, Ángel, hola»; y tendiendo al mismo tiempo con dificultad sus débiles brazos, me estrechó fuertemente las manos. Y, como me embargaran los sollozos y las lágrimas, que yo trataba de disimular volviendo la cabeza, él, totalmente sereno, proseguía una y otra vez cogiéndome las manos. Sólo cuando advirtió que el llanto me impedía prestarle atención, las soltó poco a poco y como disimulando. Yo entonces me precipito llorando en una alcoba y allí, por así decirlo, doy rienda suelta a mi pena y a mis lágrimas y vuelvo en seguida junto a él secándome como mejor pude los ojos. Él, apenas me vio, y me vio inmediatamente, me llama de nuevo a su lado y me pregunta con ternura qué es lo que hacía su querido Pico de la Mirándola4. Le digo que, por temor a causarle molestias con su visita, se ha quedado en la ciudad. —«Pues, si no fuera porque temo que pueda resultarle penoso el viaje —dice él a su vez— me gustaría verlo y hablarle por última vez, antes de dejaros definitivamente.» —«¿Quieres que lo traigamos?», le pregunto. —«Por mí, cuanto antes.» Así lo hago. Éste, apenas llegado, se sentó; y me senté también yo junto a las rodillas de mi señor para poder oír mejor sus palabras, pues le fallaba ya la voz. ¡Dios mío!, ¡con qué cortesía, con qué cordialidad y hasta con qué ternura, diría yo, lo recibió! Le suplicó, ante todo, que le perdonara el haberle causado aquella molestia y que lo atribuyera sólo al amor y benevolencia que le tenía, pues exhalaría su alma más contento después de haber saciado sus moribundos ojos con la vista de tan gran amigo. Y entabló una conversación afable y familiar, como solía hacer siempre. Bromeando incluso con nosotros y mirándonos a entrambos, nos dijo: «Me gustaría que la muerte [226] no se acordara de mí por lo menos hasta que no haya ultimado del todo vuestra biblioteca»5. Para no alargarme demasiado: acababa apenas de salir Pico de la Mirándola cuando entró en la habitación Jerónimo de Ferrara, hombre de gran cultura y santidad e ilustre predicador de la celestial doctrina, el cual comenzó a exhortar a Lorenzo para que mantuviera su fe. Le respondió él que la tenía bien firme. Añadió aquél que procurara vivir santamente en lo sucesivo; y le contestó éste que lo haría con todo empeño. Y al añadirle finalmente aquél que, si era preciso, aceptara la muerte con serenidad, «nada más grato para mí —respondió Lorenzo— si así lo ha dispuesto Dios». Estaba ya yéndose aquel hombre cuando Lorenzo lo llamó: «Eh, padre, su bendición antes de dejarme.» E, inclinando al mismo tiempo la cabeza y el rostro en actitud de total devoción, iba respondiendo, ritualmente y de memoria, a las palabras y a las preces de aquél, sin conmoverse mínimamente por el llanto, ya sin rebozos ni disimulos, de sus familiares. Se diría que eran los demás, y no Lorenzo, quienes estaban a punto de morir: hasta tal punto era él el único entre todos que no daba señal alguna de pena, ni de 4
Pico de la Mirándola (1463-1494), amigo de Lorenzo el Magnífico, de Marsilio Ficino y de Poliziano, fue en Florencia activo animador de la Academia Platónica y uno de los más ilustres representantes del platonismo italiano. Admirador de Jerónimo Savonarola, renunció a sus bienes en 1491 y, dos años más tarde, entró en la orden de Santo Domingo. Entre sus muchos escritos latinos fue particularmente famoso su Discurso acerca de la dignidad del hombre (1486). 5 El verdadero creador de la Biblioteca medicea había sido Cosme el viejo (1389-1464), abuelo de Lorenzo, que desde 1410 había comenzado a coleccionar numerosos manuscritos clásicos.
turbación, ni de tristeza, mostrando su habitual firmeza de ánimo, su constancia, su equilibrio espiritual y su grandeza hasta exhalar el último suspiro. Los médicos continuaban insistiendo y, para que no pareciera que no hacían nada, atormentaban con el mayor celo a aquel hombre, que no rechazaba ni se negaba a aceptar cuanto le ofrecían; y ello, no porque lo animara esperanza alguna de seguir viviendo sino por no ofender ni siquiera levemente a nadie, en trance ya de muerte. Y de tal manera se mantuvo firme hasta el último momento, que hasta llegaba a bromear con su propia muerte. Así, a uno que le llevaba de comer preguntándole si le gustaba, le contestó: «Sí, como a los condenados a muerte.» Tras esto, abrazando afectuosamente a todos y a cada uno y pidiendo sentidamente perdón por los trabajos y [227] molestias que hubiera podido causar con motivo de su enfermedad, concentró enteramente su atención en la Extremaunción y en la recomendación de su alma, que estaba ya a punto de partir. Comenzaron luego a leerle la historia evangélica en que se relatan los tormentos que dieron a Cristo, historia de la que él mostraba conocer hasta las mismas palabras y sentencias, ya moviendo en silencio los labios, ya alzando lánguidamente los ojos o, a veces, mediante los gestos de sus dedos. Finalmente, mirando y besando un crucifijo de plata espléndidamente adornado de margaritas y gemas incrustadas, expiró. Fue hombre destinado a las cosas más grandes y que, regulando alternativamente el velamen de su nave, logró dominar el soplo y empujes de la fortuna de tal manera, que no sabría decirse si fue mayor su firmeza en los momentos favorables o su serenidad y equilibrio en los adversos. Y fue de ingenio tan grande, tan versátil y tan perspicaz, que, mientras para algunos suele ser ya gran mérito el destacar en una cosa sola, él destacaba por igual en todas. Y nadie ignora, creo yo, que la rectitud, la justicia y la fidelidad habían elegido como morada y templo propios y gratísimos el corazón y el alma de Lorenzo de Médicis. Cuán grandes fueron su cortesía, su humanidad y su afabilidad lo proclama el extraordinario amor de todo el pueblo y de toda suerte de ciudadanos hacia él. Pero destacaban sobre todo su liberalidad y su magnificencia, que lo habían elevado, con gloria inmortal, hasta los mismos dioses, aunque él no hacía nada por lograr fama y renombre sino sólo por amor a la virtud. ¡Con cuánto interés protegía a los hombres de letras y qué respeto y devoción les demostraba! ¡Qué empeño puso y que esfuerzo personal en buscar por todo el mundo y adquirir libros en ambas lenguas6, y qué enormes gastos hizo para ello!; por lo que no sólo este tiempo y este siglo nuestro sino también la posteridad misma han sufrido un gran quebranto con la muerte de este hombre. Pero, en medio de tanto dolor, son para nosotros un consuelo sus hijos, verdaderamente dignos de tan gran padre. Pe-[228]-dro7, que es el mayor y que acaba de cumplir los veintiún años, está ya llevando todo el peso del gobierno con tanta gravedad, prudencia y autoridad, que nos hace pensar que en él ha vuelto a renacer su padre Lorenzo. Juan8, el hijo segundo, de dieciocho años y cardenal magnífico ya, cosa que nadie había conseguido a esa edad, y legado del Sumo Pontífice no sólo en el patrimonio de la Iglesia sino también en la jurisdicción de su propia patria, se presenta y se demuestra tan excelente y tan grande ya en los más arduos asuntos, que se ha atraído las miradas de todos los mortales despertando una increíble expectación, a la que, sin 6
Es decir, en griego y en latín. Pedro de Médicis (1472-1503), primogénito de Lorenzo el Magnífico, sucedió a su padre en el gobierno de Florencia. En 1494, y a causa de la humillante paz que había firmado con Carlos VIII de Francia, fue expulsado de la ciudad por los florentinos. Murió en 1503, en la batalla del Garellano, combatiendo al lado de los franceses contra el Gran Capitán. 8 Juan de Médicis (1475-1521) subió en 1513 al solio pontificio con el nombre de León X. Fue el Papa renacentista por excelencia y a su fastuosa corte acudieron artistas y literatos de toda Italia y de todo el mundo conocido. 7
duda, él ha de corresponder cumplidamente. El hijo tercero, Julián 9, todavía muchacho, se ha granjeado ya el afecto de toda la ciudad por su modestia y por su gracia, así como por su admirable y apacible índole, inteligente y honrada. Pero, si de esos otros hijos no me es posible hablar ahora, por lo que se refiere a Pedro no puedo menos de transcribir aquí el testimonio de su propio padre en una reciente ocasión. Unos dos meses antes de su muerte, Lorenzo, estando sentado en su habitación, como solía, hablaba con nosotros de filosofía y de literatura y decía que había decidido dedicar el resto de sus días a esos estudios, junto conmigo y con Ficino 10 y con el mismo Pico de la Mirándola, lejos de la ciudad y de sus ruidos. Le objeté yo que no podía hacer eso por causa de sus ciu-[229]-dadanos que, de día en día, parecían reclamar cada vez más su consejo y su gobierno. Contestó él entonces sonriendo: «Es que voy a delegar mis tareas en tu alumno, poniendo sobre él esta carga con todo su peso.» Y, como le preguntara yo si había visto en el muchacho fuerzas tan grandes como para que podamos confiar en ellas con total seguridad, me respondió: «Veo ciertamente que tan grandes y tan sólidos son sus fundamentos, que puedo esperar sin temor alguno que ha de soportar todo lo que sobre él edifique. Debes pensar, Ángel, que no ha habido en mi familia ningún otro miembro de tanto carácter como el que demuestra Pedro, de modo que, si no me engañan las pruebas que ha dado ya de su talento, espero y pronostico que no ha de ser inferior a ninguno de sus antepasados.» Y de ese juicio y pronósticos de su padre nos ha dado ya él suficiente y clara confirmación recientemente, pues durante la enfermedad de su padre siempre estuvo solícito a su lado, atendiendo personalmente a los más repugnantes menesteres y soportando con gran paciencia el no dormir y el no comer, y no consintió en apartarse del lecho de su padre más que cuando lo exigían los asuntos de estado. Y, aunque se veía en su rostro un inmenso cariño, sin embargo, ahogaba con increíble entereza los sollozos y las lágrimas para no aumentar con su propia pena el mal y los afanes de su padre. Ciertamente, en aquellas tristísimas circunstancias pudimos contemplar un hermosísimo espectáculo, pues también el padre a su vez, para no aumentar con su tristeza la tristeza del hijo, cambiaba de pronto la expresión de su rostro conteniendo por amor a él las lágrimas de sus ojos, jamás abatido de ánimo ni quebrantado mientras su hijo lo observaba. De modo que ambos rivalizaban en dominar sus sentimientos disimulando por piedad la propia pena. Una vez muerto Lorenzo, apenas puede expresarse con cuánta deferencia y con cuánta gravedad recibió nuestro Pedro a todos los conciudadanos que acudieron a su casa, y con cuánto acierto, oportunidad y cortesía respondió a cuantos le manifestaban su condolencia y su solidaridad prometiéndole su ayuda en caso necesario; y, en fin, cuán atentos cuidados dedicó a solucionar los asuntos familiares, tratando de poner remedio a los muchos problemas, agravados por aquella gran [230] desgracia; de modo que, confortándolos y animándolos, se ganó hasta el último de sus familiares, abatidos y desalentados como estaban en aquellas difíciles circunstancias; y, en su preocupación por el bien de la república, no defraudó jamás a nadie, fuera cual fuera el lugar o la circunstancia o el asunto o la persona de que se tratara, sin desatender ningún pormenor. De modo, que parece haber emprendido resueltamente y avanzar con paso decidido por el mismo camino que su padre; en pocas palabras, que puede bien pensarse que seguirá sus mismos pasos. 9
Julián de Médicis (1479-1516), homónimo de su tío paterno (el protagonista de las Estancias de Poliziano), obtuvo de León X la señoría de Parma, Piacenza, Módena y Reggio y, el mismo año (1515), Francisco I de Francia le concedió el ducado de Nemours. 10 Marsilio Ficino (1433-1499), gran humanista toscano, entró en contacto con la familia de los Médicis en 1458 y, bajo el patrocinio de Cosme el viejo, fue el gran propagandista de la filosofía platónica en Italia. Cfr. Introducción, páginas 13-14.
Acerca de los funerales poco puedo decirte: sólo que, siguiendo sus disposiciones, se celebraron a la manera de los de su abuelo, tal como él mismo había dispuesto, según ya he dicho, a punto de morir. Pero hubo tal concurrencia de gentes de todas clases, que no se recuerda otra igual. Los prodigios que precedieron a su muerte fueron éstos, aunque entre la gente se habla también de otros:11 en las Nonas de abril, aproximadamente a la hora de tercia,12 tres días antes de que muriera Lorenzo, no sé qué mujer, mientras escuchaba en el sagrado templo de Santa María la Nueva al predicador que hablaba desde el pulpito, se alzó de improviso espantada y consternada en medio de la apiñada multitud y, emprendiendo una alocada carrera entre aterradores gritos, exclamó: «¡Ay, ay, ciudadanos! ¿no veis ese toro enfurecido que, con sus llameantes cuernos, está echando por tierra este gran templo?» Por otra parte, hacia la primera vigilia, 13 el cielo se entenebreció de nubes repentinamente y, en esa misma basílica, la techumbre, que se apoya en una bóveda única en todo el mundo por su admirable factura, fue sacudida por un rayo que, en un amplio círculo, derribó enormes piedras y, especialmente hacia la parte en que se ve el palacio de los Médicis, se vieron esparcidos, con fuerza e ímpetu tremendos, enormes [231] bloques de mármol. Y no dejó de constituir un presagio todo aquello, ya que el rayo dio también en una de las bolas doradas que se ven junto a dicha techumbre, como demostrando, precisamente en el emblema de la familia, el daño futuro de la misma. Y es también digno de señalarse el hecho de que, apenas hubo dejado de tronar, volvió inmediatamente la calma. La noche en que murió Lorenzo, una estrella de brillo y grandeza superiores a lo normal, y situada sobre la finca en que aquél exhalaba su espíritu, se vio cómo caía y se extinguía en el momento mismo en que se supo luego que él había muerto. Se dice además que, durante tres noches, salieron continuamente de los montes de Fiésole antorchas encendidas que se apagaron repentinamente tras haber brillado' durante algún tiempo sobre la iglesia en que se conservan los restos de la familia Médicis. ¿Qué más? Una espléndida pareja de leones, en la jaula misma en que se exhibían al público, comenzó a pelearse tan ferozmente, que uno quedó reducido a lamentable estado y al otro hubo que matarlo. Dicen igualmente que en Arezzo, sobre el castillo mismo, ardieron durante largo tiempo dos llamas gemelas, como los Castores,14 y también que una loba lanzó aterradores aullidos al pie de las murallas. Algunos incluso, tal es el talante humano, interpretan como prodigio el hecho mismo de que el mejor médico de este tiempo (así se le consideraba), al ver que le habían fallado su arte y sus previsiones, se descorazonó y se arrojó voluntariamente a un pozo, ofreciendo en expiación, por así decir, al príncipe de la familia Médicis, su propia muerte15. Pero me doy cuenta de que, aun habiendo silenciado muchas e importantes cosas para no caer en sospecha de adulación, me he extendido más de lo que en un primer momento me había propuesto. Me ha movido a hacerlo, en parte, el deseo mismo de complacerte y satisfacerte a ti, el mejor y más [232] docto de los hombres, además de gran amigo mío, cuyo deseo no hubiera quedado satisfecho con una excesiva brevedad 11
También otros historiadores florentinos (F. Guicciardini, Istorie fiorentine, capítulo IX; N. Machiavelli, Istorie fiorentine, Libro ottavo, XXXVI) hablan de esos y otros diversos prodigios que ocurrieron en ocasión de la muerte de Lorenzo el Magnífico. Es clara en ellos la imitación de modelos clásicos latinos. 12 El día 5 de abril, hacia las nueve de la mañana. 13 Hacia las seis de la tarde. 14 Los Castores, es decir, los hermanos Cástor y Pólux, hijos de Júpiter y de Leda, fueron transformados en la brillante constelación de Géminis, o los Gemelos. 15 Se trata de Pier Leone da Spoleto, profesor de medicina en Pisa. Según algunos contemporáneos, no se suicidó sino que fue Pedro de Médicis quien lo hizo arrojar al pozo por no haber sido capaz de salvar la vida de su padre.
en mi exposición; y, en parte también, cierta amarga dulcedumbre y prurito por cultivar y renovar la memoria de aquel hombre. Pues si esta época nuestra hubiera producido uno solo o dos hombres iguales o parecidos a él, podría osar rivalizar en esplendor y gloria con la antigüedad misma. ¡Adiós! En mi finca de Fiésole, el 18 de mayo de 1492.