Piedad Ruiz

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  • Words: 1,200
  • Pages: 3
capítulo 1 Pepiecita Yahoo/Buzón 

Piedad Ruiz Echeverry <[email protected]> Para:[email protected] 6 abr. a las 8:33 p. m.

CAPITULO 1 “Feliz de reencontrarme”. Ese fue el mensaje que finalmente ella colgó en su muro del Facebook el día siguiente a la separación. Amanda emitía con ello uno de esos mensajes que entre su grupo de amigos tiene mil interpretaciones posibles y que en últimas alude a la incontenible necesidad contemporánea de los sujetos de hablar y ser escuchados, en un mundo en el que las interacciones directas tienden a ser excluidas y reemplazadas por contactos virtuales. Había alrededor suyo y de sus amigos más cercanos todo un ciberuniverso que constituía prótesis vital en esa comunidad, como para otros grupos sociales lo son otros lenguajes o contactos mediáticos Pude observar en varias ocasiones cómo entre sus dinámicas laborales frente al computador, al tiempo que buscaba y ordenaba algunas notas para sus clases, Amanda consultaba sus diversos correos, modificaba su blog o visitaba espacios electrónicos de sus amigos y familiares. Ese ritual de híbridas interacciones virtuales se repetía con cierta frecuencia, aunque no con la misma intensidad y velocidad con las que sus estudiantes lo hacían. Juan por ejemplo, era uno de esos estudiantes universitarios que, habiendo terminado la mayoría de sus compromisos académicos, disponía gran parte de sus horas para navegar incansablemente entre diversas páginas de la Internet, lo que constituía una búsqueda desbordada e infinita de músicas, armonías, imágenes pornográficas y todo cuanto constituía su pequeño universo de pantalla. Tenía él también varios correos y páginas personales, en las que cientos de conocidos y admiradoras le hacían saber periódicamente cuánto apreciaban el talento de sus voz y cuánto aspiraban compartir con él una relación más cercana, por lo que dichos viajes representaban para Juan un gratificante masaje a su siempre autofortalecido ego. Estos rituales interactivos constituían en esa comunidad una suerte de vidas paralelas en las cuales los sujetos específicos derivaban en roles alternativos; opciones idealizadas sin posibilidad real de ser materializadas. Personalidades ensoñadas, algunas perversas, otras eróticamente contenidas y en general todas con un sello de fantoche y absurdo, que en todo caso jugaban un papel fundamental en la constitución de sus caracteres públicos y privados. Además de los cambios generacionales en los usos de las interacciones tecnoculturales, pude apreciar que otro tipo de variables incidían en dichas prácticas. El género por ejemplo, y de algún modo la vida material y concreta, la vida real de cada cual, alcanzaba a bosquejar rasgos particulares en cada sujeto, tendiendo al menos un frágil puente entre sus realidades reales y sus realidades virtuales.

De ahí que aquel día el mensaje en el muro virtual de Amanda representara un grito relativamente anónimo con el que anunciaba al micromundo de sus escasos contactos, su nueva condición descomprometida de lazos amorosos, su reinaugurada soltería que para ella implicaba fundamentalmente un maravilloso espacio de soledad, concebida como lugar propio, la instancia para un reencuentro. Juan en cambio, asumía por su parte la ruptura como una pérdida lamentable que sin embargo a la larga le proporcionaría igualmente tiempos y espacios para recuperar antiguos hábitos y sueños relativos a nuevos y también a abandonados contactos sociales. Al igual que otros hombres jóvenes de su comunidad cultural, no concebía la soledad como una opción de crecimiento, sino como un deprimente estado de abandono al cual jamás sería sano autoconfinarse. Muy por el contrario, la ausencia de cualquier mínimo compromiso amoroso trasmutaba en la preciada oportunidad para tejer fugaces y renovados encuentros sexuales y para cultivar amistades del pasado, aquellas que por la simple condición de arraigo histórico en su vida, contaban con la complaciente puerta siempre abierta y dispuesta a su confianza y abrazo. Estos dos sujetos constituyeron durante más de cinco años el foco de mis observaciones etnográficas. Si bien, había planteado originalmente un ejercicio de investigación sobre el escenario general de la comunidad universitaria, sus formas de interacción social y su relación con el contexto cultural, poco a poco me fui dejando seducir por algunos casos particulares hasta terminar focalizando la etnografía en aquella naciente relación amorosa, surgida entre las dinámicas de poder y seducción del ejercicio de las autoridades académica, generacional y artística. El trabajo se desarrolló en el contexto de aquel pueblo blanco, emblemático y premoderno, que anclado en un valle geográfico del país, había sido colonizado durante siglos por la iglesia, la moral y los principios católicos de España. Había escuchado muchas cosas acerca de sus costumbres y sus gentes antes del viaje; varias de ellas atendían a todo tipo de prejuicios en torno a las prácticas culturales con un marcado sello conservador y a un desesperado afán tradicionalista de sus gentes que intentaban perpetuar un pasado colonial y republicano hace mucho tiempo desaparecido. Aun así, emprendí el trabajo de investigación con la máxima apertura posible, con plena conciencia de la necesidad de mantener a raya mis propios prejuicios y principios vitales, poniéndolos en conserva durante el transcurso de mis observaciones y de mi lenta y progresiva inserción en la comunidad. Aunque había estado en el pueblo en dos o tres ocasiones anteriores, aquellas visitas habían tenido una única intención turística, y pese a la imposibilidad de librarme del todo de una mirada sociológica aún en tiempos de descanso, aquellos breves viajes no habían representado ningún dato confiable del cual partir en el ejercicio. Habían sido viajes de fin de semana en los que buscamos solo cambiar de temperatura y recorrer alguna de esas pequeñas ciudades-museo, en las que el tiempo parece haberse detenido, como una imagen perpetua para ser consumida por visitantes ajenos a sus rutinas. Aquellas percepciones desde la otra orilla, no aportaban pues mayor cosa en función del trabajo inicial de recopilación de información del contexto.

El solo giro en la mirada originó una perspectiva distinta desde el primer momento de la inmersión en el terreno. Curiosamente, una de las primeras impresiones que tuve en los días iniciales de la llegada al campo fue la confirmación material de aquel discurso socioantropológico y también jurídicopolítico, acerca de la plurietnicidad y la multiculturalidad del pueblo. Recuerdo haber escrito entonces a mis amigos sobre la grata sorpresa al encontrar entre la muchedumbre estudiantil de la universidad a la que había llegado en rol de docente, una intensa variedad de rostros masculinos en los que se conjugaban casi con la magia de la selección natural, rasgos de negros y mestizos, de indios y negros, de blancos colonos e indios colonizados. Cabellos largos y lacios tejidos en trenzas, labios generosos, enmarcando blancas e irrefrenables sonrisas, cejas del pasado moro de España acompañando unos rasgados y tibios ojos negros; narices aguileñas o chatas, pieles de todos los ocres y todas las estaturas. Cualquier aficionado al collage como yo, podría haber enloquecido ante tal gratuita vitrina de naturalezas físicas humanas. Leía yo en todo ello una maravillosas historia local rica en encuentros culturales y de alguna manera idealizaba la colección de sujetos, asumiéndolos portadores conscientes de todo su pasado histórico, de las fuerzas y tensiones entre procesos de humillación y resistencia, entre movilizaciones sociales y represiones oligárquicas, entre poderes y fuerzas culturales y políticas.

Piedad Ruiz Echeverry Socióloga, Mg en Comunicación Profesora Programa de Comunicación Social Universidad del Cauca

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