Peregrinos en camino. Para lo cristianos, el peregrinar tiene una significación muy profunda. No se trata de partir hacia un destino indefinido, sino en busca de un encuentro con el Señor. Nuestra vida es un permanente camino hacia la vida eterna, que nos espera en el más allá. Por ello, sabemos que este caminar tiene sus dificultades y complicaciones. Pero un final de eterna felicidad, en donde nos encontraremos con el principio y fin de nuestro caminar. Peregrinar no es más que una forma de purificar nuestros pecados y debilidades; con el fin de prepararnos para un encuentro profundo con Dios. El peregrino muestra de una manera externa, lo que intenta hacer en su corazón. Por ello, las peregrinaciones han sido siempre un momento significativo en la vida de los creyentes. Ellas dan testimonio de nuestra fe y potencian nuestra vida espiritual. Implica ponerse en camino, tratando de comenzar siempre de nuevo. Así podremos dejar atrás nuestras pequeñeces y errores, para alcanzar una vida mejor. Quien inicia este camino, está dispuesto a cambiar de lugar. Pero ese lugar del que queremos salir, no es un simple espacio físico Se trata de un estado espiritual limitado que esperamos perfeccionar. Nuestro caminar no es más que una preparación para ir cambiando y transformando nuestras vidas. A este cambio y transformación, la Iglesia lo denomina conversión. Es decir que una peregrinación es mucho más que el simple movimiento local. Para seguir caminando hay que tener fuerza y esperanza en nuestro corazón. Quien desespera y renuncia, pierde la confianza en quien nos está esperando. La superación del cansancio y las dificultades físicas que se nos presentan, son un signo de la transformación interior que estamos realizando. En el camino hay que solucionar los problemas imprevistos y sortear obstáculo, tal como sucede en la vida. La tarea espiritual que debemos realizar siempre exige de cierto esfuerzo. Pero al mismo tiempo, nuestro caminar tiene un aspecto comunitario. En este camino, nos encontramos con otros que van en la misma dirección. Compartimos con ellos nuestro ideal de cambio, la oración continua, nuestro canto y nuestra esperanza. Juntos nos preparamos para llegar al lugar santo y a una vida más plena. Nuestras intenciones, nuestros deseos y esperanzas, son también las de nuestros hermanos. Caminar es abrir mi corazón, tanto al Dios que nos espera, como al prójimo que me acompaña. Los lugares santos, los santuarios y templos son la casa de Dios. Allí el Padre nos aguarda para estrecharnos con los brazos de Cristo, tal como sucede en la parábola del hijo pródigo. Ese encuentro de salvación y de ternura es en el fuego del amor del Espíritu Santo. Así como en Luján, en Iratí o en Guadalupe nos espera María, nuestra madre. También en este camino estamos en comunión con los santos, que nos marcan el destino y nos enseñan las distintas formas de transformarnos en Dios. En el santuario nos sentimos como en casa, recibimos la palabra de Dios, el sacramento del perdón y la eucaristía. Ello hace que los peregrinos vuelven a sus casas cambiados. Por ello, la Iglesia los envía a ser testigos de Cristo en la vida diaria. En la familia, en el trabajo, en la construcción de la patria. Lo que hemos recibido, lo que el Señor y su Madre nos han regalado, tenemos la misión de trasmitirlo a los demás. Tenemos que ser misioneros del evangelio en el mundo. La idea del viaje y el caminar, son metáforas muy profundas del ser humano. Las plantas o los animales tienen movimiento, pero su instinto o sus organismos no tiene en claro el fin de su peregrinar. Ellos no son capaces de establecer una ruta ni un destino y sólo dependen de la rutina o la necesidad. El hombre, en la medida en que viaja por diversas rutas o caminos, recibe la denominación de homo viator. No sólo se trata de un ser racional, un animal que ríe o un ser capaz de establecer un lenguaje. También es
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alguien que busca su destino y está en camino. Homo viator quiere decir, en efecto, que el hombre “está siempre en camino”, y que sólo cuando está en camino es verdaderamente hombre. Lo más propio del hombre está en su caminar y en su permanente deseo de alcanzar un estado mejor. Ya desde la antigüedad, Dios eligió a distintos hombres para que lo busquen con ansiedad. El proceso de concretar las promesas hechas a Abraham se ve con claridad en el libro de éxodo. Este relata con claridad el peregrinar del pueblo elegido hacia su Dios. Allí se enumeran las distintas paradas que fueron realizando en el proceso de preparación para la posesión de la tierra prometida. En ese constante partir y acampar el pueblo de Israel fue llevado por un proceso de preparación y prueba. Su preparación fue una extensa peregrinación de cuarenta años por el desierto. Al final de la cual, lograron encontrarse con Dios en el monte Sinaí. El objetivo del éxodo es marcar la necesidad del encuentro peregrinante del pueblo con Dios. Este caminar involucró un proceso de pruebas y de tentaciones. Pero también la permanente la cercanía de Dios ante sus infidelidades. Según el libro del éxodo, la peregrinación no implica en primer término la posesión de la tierra. Significa más bien una preparación del pueblo, para el encuentro con Dios y su ley. En las cartas paulinas; también se demuestra la importancia del concepto de peregrinación. Pablo hace uso de una constante repetición de verbos que ejemplifican la vida como un camino que debe transitarse. Con una mirada de fe, ve en el éxodo del pueblo de Israel, como una invitación a desarrollar el cuidado de las virtudes cristianas. El valor dado a conceptos que refieren la vida cristiana como peregrinación, es entendido plenamente al observar el papel de su escatología. Aquí su concepto de peregrinación asociado a la esperanza, llega a su máxima expresión. Esta esperanza se fundamenta en la resurrección de Jesús y se proyecta hacia una moralidad que sobrepasa los límites humanos. De ahí, que el esfuerzo ético del creyente, está asociado al perfeccionamiento que se alcanza con la segunda venida de Cristo. Sólo Cristo es quien da sentido a nuestro caminar y el destino que nos espera con los brazos abiertos. Cada año, los argentinos peregrinamos hacia el santuario de Luján, como un gesto de esperanza y conversión. Es de esperar que este peregrinar sea el origen de un encuentro profundo con el Señor y de un cambio tanto en nuestras vidas como en nuestra patria. Horacio Hernández. http://horaciohernandez.blogspot.com/
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