Arlequín: una cultura olvidada, un rey sin corona y una soñadora sin ganas de vivir. El almuerzo que sale con esos ingredientes se llama caos. Pero incluso el caos puede tener el mejor sabor, si sabes paladear bien. Personajes. Ofelia Ruiz/Acacia Parker/Arle: protagonista. Soñadora empedernida con muchas heridas en su corazón como para seguir viviendo. Cansada de la vida, se aleja del mundo para morir en paz, pero la vida le tiene planeado un camino de espinas y piedras, con una meta nada prometedora. Es la arlequín del rey sin corona. Baltazar Realm: rey sin corona, luchador sin espada y escudo. Hace lo imposible para tener una buena vida. La vida le plantea un camino de espinas y piedras, con una meta nada prometedora. Teresa Ramírez: mujer y amante. Tiene un alma tan oscura como su mirada, y una compasión del tamaño de una bacteria. La vida le puso muchos caminos, y eligió seguir uno que no tenía final. León Pierre: guerrero sin objetivo. Herramienta sin cerebro. Su final estaba escrito desde el momento que nació. Pero a él solo le importa matar. Su camino era hermoso, pero él se encargó de deformarlo para que fuese incapaz de caminar sin sentir dolor. Josette Korhonen: doncella capaz de matar. Es un ángel con alma de guerrera. Su final era un misterio, ya que ella tiene el poder de cambiar su destino. Tiene una amabilidad más grande que el sol. Antti Kanerva: caballero sin caballo. Erudito sin libros. Su final fue sentenciado por el apellido de su familia, pero él trata todos los días de evitarlo. El camino de espinas y piedras: es un destino nada prometedor. Es difícil y muy doloroso. Solamente los ingeniosos pueden atravesarlo, pero incluso ellos no son capaces de hacerle el quite al sufrimiento. La cultura olvidada: una civilización que nunca existió para la humanidad, pero que sí fue real. Un reino que estaba destinado a triunfar, pero que también estaba destinado a ser odiado por cualquiera que quisiera el poder. Un reino que fue destruido por un grupo de personas con mucho poder, el suficiente como para modificar la historia como si se tratara de arcilla. Capítulo uno: tirando la toalla La carta de renuncia iba y venía entre mis manos como una caña de azúcar a merced del viento. Mis ojos estaban hinchados de lo mucho que lloré, y estaban tan rojos que el azul de mi iris era un gris moribundo. Trataba de tranquilizar mi lastimado corazón dando pequeños golpecitos en el pecho, pero en realidad esos mismos golpecitos marcaban el “boom, boom” de mi corazón. Ya no sabía cuantas veces había suspirado, tampoco sabía cuantas veces había mordido mis uñas. Tampoco tenía las energías para contar algo que ni siquiera me era útil. Otra vez suspiré. Estaba bastante segura de que a mi anterior yo le abría importado contar los suspiros y hubiera cuidado más sus uñas. Si seguía así me iba a convertir en alguien desconocido para mí, y la poca conciencia que me había quedado luego de la guerra me impedía seguir mi vida con una máscara que ni siquiera me quedaba. Decidida, con ese pensamiento que fluctuaba entre el egoísmo y la cobardía, entré al despacho de mi jefe.
Ruiz, si tu objetivo al entrar sin tocar la puerta a mi despacho es reclamar porque tu salario disminuyó, quiero recordarte que tú error nos afectó a todos… Sin dejar que Emiliano Ruiz, jefe, padre y peor enemigo de la elegancia y los modales, terminara su discurso inculpador, le lancé sobre el escritorio mi humilde y arrugada carta de renuncia. Él la miró como quién mira a una hormiga, y luego me miró por encima de sus lentes trasero de botella. ¿Y esto qué es? Lo que parece ser, señor Ruiz. Al parecer mi respuesta no le gustó, porque se quitó los lentes y se acarició la cien con la yema de sus dedos. Déjame recordarte tú error: saliste con el jefe de una mafia local el cual te sacaba información sin que te pudieras enterar, arruinaste la investigación de tu colega de trabajo y más encima intentaste suicidarte en la comisaría. ¿Es que acaso no tienes suficiente, Ofelia Ruiz? Ah, de nuevo los insistentes latidos de mi malogrado corazón. No señor, no tengo suficiente. Usted sabe que todos en la comisaría opinan lo mismo: me convertí en un estorbo y ahora lo único útil que puedo hacer es renunciar para que las cosas se estabilicen. ¿Y qué harás luego de que renuncies? ¿Volver a tratar de suicidarte? En los momentos cuando mi padre y yo peleábamos, recordaba cuando jugábamos al criminal y el policía cuando era niña. Él se hacía pasar por un criminal que venía drogas y yo era la jefa de una gran comisaría. Siempre terminaba ganando yo, porque lo arrestaba de forma épica y heroica. Recordar esos momentos me ayudaba a poner los pies sobre la tierra, mirar a la cara a mi padre y arreglar las cosas para que los dos saliéramos ganando. Pero ahora la tierra se me hacía tan banal, la veía tan putrefacta que me daba asco poner los pies ella. Por ende, no podía arreglar esta situación sin que los dos saliéramos ganando. En este momento, lo que más quería era ser la única ganadora. Me preguntaba si mi padre siquiera le importaba el hecho de que traté de suicidarme. Eso ya no le concierne a usted, señor. A pesar de que la imagen que tenía de mi padre jugando conmigo daba a entender que éramos unidos, la realidad no era así. Era la menor de siete hermanos, y era la oveja negra. Mi madre siempre me culpaba por sus jaquecas, mis hermanos siempre me culpaban por su mala suerte y mi padre siempre me culpaba por los sobregastos del mes. Era la criminal, siempre. Aún así, intentaba ser mejor persona para no causar más problemas a nadie, pero la cosa no era solamente intentar, y eso lo aprendí de la forma más dolorosa posible. Era demasiado soñadora, y eso me pasó una cuenta que me era imposible pagar. Cuando la gente no podía pagar, huía. ¿Acaso crees qué estás sola en esto? No podía saber si mi padre me hablaba desde su personaje como mi jefe, o me hablaba de forma parental. En mi cerebro todavía existía una pequeña parte con esperanza y polvo de hada que pensaba que él podría estar hablando desde su papel como padre, pero esa parte era tan diminuta frente a la cruda realidad de la vida que ni siquiera la tomé en serio. De repente mi mente se nubló por el resentimiento y el odio, y a pesar de que traté de controlar mis emociones, no pude evitar sentir el fuego que oprimía mi pecho y me impedía respirar.
No se trata de que yo crea que estoy sola, es un hecho. Yo. Estoy. Sola. Tenía el extraño presentimiento de que, si seguía dentro de esa oficina, iba a golpear algo o a alguien. Quería correr y esconder mi cabeza en un hueco como hacían las avestruces, pero parece ser que hasta eso era un problema para alguien. Eres una hija ingrata, te di una educación excelente, un trabajo estable y tapaba todos los errores que cometías ¿y así es cómo me pagas de vuelta? Mi mano empezó a escocer de las ganas de pegarle a ese desconocido frente mío. Inhala, exhala. Vuelve a la realidad. Pon los pies sobre la superficie podrida. Dentro del sobre de renuncia hay información sobre la pandilla de León Pierre. Con eso doy saldada mi cuenta. Le di mi espalda a Emiliano Ruiz y tomé el pomo de la puerta, decidida a salir de esa oficina y de la vida de mi progenitor. Si das un paso fuera de esta oficina, dejarás de ser mi hija. Sentí como la lanza que me había lanzado mi padre se enterraba en mi corazón y perforaba mis aortas. Dolía mucho, pero algo bueno de todo lo que había ocurrido era que me había acostumbrado al dolor, de manera que podía seguir viva, a pesar de que tendría que estar muerta. Nunca me sentí tu hija, así que ni siquiera te molestes en decir eso. Al salir de la oficina, mis ex compañeros de trabajo me miraban con recelo. Todo el mundo estaba en un aprieto solamente porque salí por tres años con León Pierre, jefe de una poderosa mafia local. A pesar de que la corte sentenció que yo no había filtrado información y que era más inocente que un niño, ya nadie confiaba en mí, o siquiera me estimaba. Me había preparado para eso en el momento que supe que León era un criminal, pero aún así me dolía ver la desconfianza en la cara de personas con las que trabajé durante siete años y que conocía de toda la vida gracias a Emiliano Ruiz. Sentía como los recuerdos con esas personas se desmoronaban hasta convertirse en excremento en el suelo. Pero no había nada que pudiera hacer más que tirar la toalla e irme lejos de ahí. Que fácil es tirar la toalla, ¿no? Dijo Teresa Ramírez, supuesta mejor amiga que prestaba su hombro cuando necesitaba llorar y, al mismo tiempo, cuando ella podía beneficiarse. Era compañera de trabajo, una policía igual que yo. Era capaz de enamorar a cualquier criminal con su inigualable belleza, incluso al jefe de una gran mafia local. Ahora que los problemas habían salido a la luz, ella me mostró sus verdaderos colores, más oscuros que el mismísimo abismo. Es más fácil que borrar un vídeo que se hizo viral. Otra cosa buena que me había pasado luego de vivir el mismísimo infierno era que había aprendido a ser tan despiadada como mi supuesta mejor amiga, una herramienta que estaba empezando a dar frutos. Mi pequeña victoria me regaló la mejor expresión de terror que ni siquiera el mejor actor o la mejor actriz han podido hacer en una película de terror. Salí de la comisaría con el amargo gusto
de victoria en mi boca. Quién hubiera pensado que la mejor forma de ganar cuando estabas al final del abismo era enterrar la cabeza en el suelo. Capítulo 2: ni siquiera desapareciendo podré descansar Mi plan era sacar los ahorros que tenía depositados en el banco, tomar mis cosas y comprar una casa en algún lugar desconocido para esperar pacíficamente a que la muerte viniera a por mí. Pero las noticias, los periodistas, los detectives, los jueces, la gente, mis ex hermanos y mi exnovio no hacían posible la realización de mi plan. Las desgracias venían todos los días a mí como una avalancha. Lo primero que pasó fue que alguien ingresó a mi departamento para matarme o violarme, no lo tenía muy claro. Cuando llamé a la policía, ni siquiera se dignaron a aparecer frente a mi puerta. Pero luego de la victoria que tuve con mi ex mejor amiga -que fue sentenciada a dos años de prisión por encubrimiento- aprendí que los vídeos eran una poderosa herramienta. Grabé el momento en que le sacaba la máscara de payaso que el hombre tenía puesta al momento de entrar a mi departamento y revelé su cara al público. “Este hombre intentó violarme en mi departamento, y la justicia ni siquiera respondió mis llamadas”. Luego de unas horas, las cuales tuve cautivo al criminal, los policías tocaron mi puerta. Se llevaron al criminal, y yo me gané el odio de todos mis colegas, de nuevo. Lo segundo que pasó fue que mi padre fue retirado del cargo de coronel de la comisaría. No podía ejercer su trabajo por seis meses, y cuando volviera al trabajo tendría que pasar tres meses trabajando gratis para el estado. En ese momento, cuando me preguntó si creía que estaba sola, la idea que tuve al pensar que, quizás, él había dicho eso desde un papel paternal se fue al retrete al leer la noticia. Emiliano Ruiz sabía que él no iba a salir impune de la guerra. Cuando salió la noticia, recibí a la mitad de la familia en mi departamento, tratándome de inútil, desgraciada, sin fortuna, estorbo, ingrata, entre otros adjetivos que creían perfectos para mí. Mientras más personas venían a mi casa para insultarme, más me daba la sensación de que yo no era una Ruiz. Simplemente era una chica que había nacido del vientre equivocado. Lo tercero, y último que pasó, fue que no podía salir del país por tres meses, hasta que las cosas se estabilizaran. Mi plan se estancó gracias a eso. No pude huir del odio durante esos tres meses. La prensa no quería olvidar aquel incidente. Mi familia simplemente no se cansaba de acosarme y recriminarme las desgracias que habían pasado y que seguían pasando. Me sentía en una lavadora de caos, donde apenas tenía tiempo para pensar que quizás, solo quizás, era víctima de algo que podría llamarse mala suerte. Me sentía culpable, sucia por acostarme con un criminal, inútil por manchar el apellido Ruiz. Me habían culpado hasta del acoso escolar que recibía uno de mis sobrinos en el instituto, y estaba empezando a creer que probablemente sí era la culpable de todo lo que pasaba. Quizás la solución más rápida y certera era quitarme la vida, así las personas que me rodeaban podrían tener una mejor vida. Era una ingenua al pensar que todo se iba a solucionar si me suicidaba. Lo fui en su momento, cuando me tomé las pastillas para dormir para siempre, pero cuando me desperté en el hospital, sin nadie a mi lado más que el doctor que me extendía la cuenta del hospital, supe que ni siquiera desapareciendo iba a poder descansar. Tenía que huir, por mí y para mí. Los tres meses pasaron como una tortuga caminando sobre lodo, pero finalmente había llegado el día en el que podría simplemente darle la espalda a las desgracias ajenas y viajar lejos de aquel lugar. Había preparado todo para marcharme, pero alguien se puso entremedio de mi ansiada
soledad y el caos de la realidad. Eric Ruiz, gran empresario y elegante gerente general de una firma de abogados, se había presentado a mi departamento cuando justo tomaba las manillas de mis maletas. ¿Te vas a marchar así sin más? Eric era mi debilidad, no solamente porque pasé mucho tiempo con él cuando pequeña, tampoco porque él era el único a mi favor cuando la mayoría de mi familia estaba en contra mía, sino porque él me crio, porque eligió cuidar de mi cuando podía salir a jugar con los demás niños, porque le puso Ofelia a su hija mayor. Porque era él único al que le había dicho que estaba saliendo con alguien. Sí, me marcharé así sin más. ¿No te harás responsable de tus actos? Traté de respirar profundo. Como Eric era mi debilidad, no podía simplemente dejarme dominar por el odio, más que nada porque el sufrimiento de saber que él también me odiaba no había podido interiorizarlo como el demás sufrimiento. Podía aceptar que mi padre me dijera que ya no era su hija, podía aceptar que mis hermanos me llamaran de las formas más horribles que existían al referirse a alguien, incluso podía aceptar que salí con un criminal, pero no podía aceptar que mi hermano me odiara. ¿Es qué hay algo qué pueda hacer para remediar mis actos? Sabes muy bien que soy capaz de arruinar más las cosas si actúo. Hay cosas que puedes hacer para remediar tus actos: absorber toda tu responsabilidad y nuestro padre podrá ser libre de la condena que le impusieron. De nuevo mi padre. De nuevo su cargo. De nuevo problemas ajenos. Miré a mi hermano, tratando de pensar una forma de ignorarlo y salir de mi casa, pero de repente caí en la cuenta de algo. Sabía de antemano que mis problemas me iban a acosar incluso en otro país, incluso en el pueblo más olvidado de todos. No tenía escapatoria, entonces daba igual si absorbía o no mi responsabilidad, porque de todas formas iba a salir perdiendo. Al diablo con huir, si de todas formas no iba a servir de nada. Te doy tres días para iniciar una nueva acusación en mi contra. Que la condena de mi padre se imponga a mí. Eric me miró, sorprendido. Él, más que nadie, sabía lo duro que había trabajado para conseguir entrar en la policía. Sabía todo lo que sacrifiqué para ser policía. Perderás tu cargo. Tres días. Tú me pagas mi abogado. Si te demoras más que esos tres días, me iré. Eric intentó abrazarme, pero puse la maleta entre nosotros dos. Tenía que interiorizar el hecho de que, después del juicio, ya no sería más su hermana pequeña. Vete antes de que me arrepienta. Como había propuesto, me llegó una solicitud para una audiencia el segundo día después de que Eric visitó mi casa. Al llegar al juzgado, se me inculpó de tratar con un criminal, sabiendo lo que era, y mi castigo era la destitución de mi cargo como policía. Mi abogado trató de argumentar en mi
defensa, pero yo me antepuse y grité a todo pulmón que aceptaba la condena. La sesión terminó con una condena para mí y la devolución del cargo de coronel para Emiliano Ruiz. Cuando iba saliendo del juzgado, una mano detuvo mi caminar. No era necesario que me girara para saber de quién era la mano. Sabía exactamente aquella mano, esa mano había explorado lugares de mi cuerpo que ni yo había explorado en mi vida. Había sido mi primer amor y mi abogado en aquel juicio. Su nombre era Rodrigo Leal, y era el mejor amigo de mi hermano Eric. Con él navegué por los mares de la adolescencia, y probé el peor veneno que podía existir: la traición. No te vayas. Tres palabras, nueve letras. Procesé esas nueve letras lentamente, asegurándome de que había entendido bien su significado. En un momento pensé que esas palabras significaban “no te vayas, eres importante para mí”, y me sentí tonta al pensar en eso. De todas formas, seguía siendo una soñadora. La realidad era que ese “no te vayas” significaba “no te vayas, tienes que resolver los problemas de tus hermanos”. Ofelia, conversemos. Aquella era la voz de mi padre. Mi cabeza empezó a girar con un torbellino de posibilidades para enfrentar aquella situación. Podría simplemente gritar para que todo el mundo se fuera al carajo, podría correr sin mirar a nadie para nunca más volver, podría llorar y maldecir a mi suerte. Ah, podría hacer tantas cosas en aquel momento, pero solamente me limité a zafarme del agarre de Rodrigo y girarme para encarar a Emiliano Ruiz. Tenía que decir lo que quería decir, o si no aquellas palabras se irán pudriendo en mi garganta con el pasar de los años. ¿Tiene algún asunto conmigo, señor Ruiz? Al lado de Emiliano Ruiz se encontraba mi hermano Eric y mi madre Sandra. Contraria a mi persona, Sandra Salazar era la viva imagen de una modelo de los 30s. Tenía el pelo rubio bien peinado, con esas ondas que parecían una perfecta réplica de un revoltoso mar. Sus ojos, lo único que heredé de ella, eran tan grandes y azules que parecían un par de gigantes diamantes incrustados en una humana. Era muy perfeccionista y odiaba con todo su ser los problemas. O sea, me odiaba a mí, la viva imagen de los problemas. ¿Cómo te atreves a hablarle de esa forma a tú padre? Sandra parecía enojada, no la culpo. Cuando era niña solía robarle el maquillaje solo para que se enojara conmigo y me tomara en cuenta, aunque fuera por dos minutos. Ahora, para mi placer, tenía toda su atención. Él mismo especificó que si yo salía de su oficina iba a dejar de ser su hija, y salí de aquel lugar. Ahora no somos nada más que extraños. Deberían empezar a olvidar que tuvieron un familiar con el nombre de Ofelia, yo ya estoy comenzando a olvidar. No me miren de esa forma, ustedes saben mejor que nadie que muy dentro de sus corazones siempre quisieron que yo desapareciera de su familia, para lograr ser la perfecta familia Ruiz. Ahora tienen la oportunidad, no la pierdan. Aquello me lo tenía guardado desde hacía bastante tiempo. Era una espina que se había incrustado en mi corazón un septiembre oscuro, cuando el otoño ya se encontraba rondando por el aire y la humedad empezaba a desplazar el calor. Aquel septiembre se casaba una de mis hermanas, Elina.
Ella era la segunda hija de los perfectos Ruiz, y era médica. Se casaba con un médico que pertenecía a una importante familia de médicos y que hacían cosas de médicos. Lo que sea, el caso era que la imperfecta Ofelia Ruiz no podía ir al casamiento de su hermana mayor, porque la iba a cagar. O si, la iba a cagar en colores si iba al casamiento de mi hermana. En su momento no insistí, porque aún quedaba esperanza y polvo de hada en mi corazón. Pero luego de aquel casamiento, el tercer hijo de los perfectos Ruiz, Carlos, se iba a casar con otra médica. Yay, qué emoción. De nuevo Ofelia Ruiz no podía ir, porque de nuevo Ofelia Ruiz la podía cagar. Con el tiempo esa espina dentro de mi corazón fue pudriendo la esperanza y el polvo de hada para convertirlo todo en el desierto más seco del mundo. Ahora la espina se convirtió en una parte de mi corazón, y cada vez que pensaba en que la imperfecta Ofelia Ruiz no podía ser parte de la perfecta familia Ruiz, la espina bailaba. Ofelia, no hables de esa forma. Quiero arreglar las cosas. Ofelia, escucha a nuestro padre. Ofelia, por favor, no te vayas. Ofelia aquí, Ofelia allá. Estaba empezando a hartarme. Vayamos a casa y conversemos esta situación allá. Eric empezaba a acercarse de una manera muy peligrosa, y no tenía una maleta conmigo para interponerla entre nosotros. Diablos, tengo que reaccionar. No. Por un momento nadie dijo nada, y aquellas dos letras salieron de mis labios como un suspiro cansado de la vida. Quería mi descanso eterno ya. Toda mi vida los escuché y les hice caso, incluso cuando lo que ustedes me pedían me hacía daño. Siempre pensé que ustedes siempre hacían todo por mi propio bien, pero luego de tantas heridas me di cuenta de que solo les importa las apariencias. Pero ahora ustedes tendrán que escucharme, porque en estos momentos solamente velo por mi propio bien y el de nadie más. En estos momentos, me importa un carajo lo que les pase luego de este juicio. Ya no solventaré los problemas de nadie, ya no intentaré arreglar mis imperfecciones para que alguien de la familia se case con alguien importante y ya no seré el estorbo de nadie más que de mí misma. Me voy, y espero de todo corazón nunca más ver la cara de nadie de ustedes. Me temblaban las rodillas y seguramente mi mentón estaba temblando de la rabia que sentía en esos momentos. Pero de igual manera sentía una gran libertad, como si durante muchísimos años hubiese tenido mis piernas atadas y por fin podía extenderlas para caminar por mi cuenta. Dije lo que tenía guardado en mi alma, y no tenía ningún remordimiento. Había preparado un taxi en el aparcamiento del tribunal para que, luego de que terminara el juicio, pudiera simplemente huir de ahí. Mi taxi esperaba con las puertas abiertas, y yo corría hacia el mientras mi ex familia me llamaba por mi nombre. Mi yo del pasado hubiera pensado que en ese momento era la persona más épica del mundo. Pero mi yo actual pensaba que era la cobarde más grande del universo y más allá. Capítulo 3: sin sentimientos
Luego de mi épica y cobarde huida del tribunal, me encausé en un viaje que no tenía retorno. Elegí el país menos pensado para vivir y elegí el pueblo más olvidado de la mano de Dios. Cuando llegué, lo primero que hice fue cambiar mi nombre a Acacia Parker. Ofelia Ruiz murió en el trayecto desde su país natal hasta el país que eligió para morir en paz. Lo segundo fue trasladarme al pueblo más escondido de todo el país. El pueblo, muy acorde a su locación, se llamaba Syvyys. El pueblo estaba construido, literalmente, en un acantilado donde solamente el aire separaba al pueblo del escandaloso mar. Mi casa estaba separada del pueblo, construida en una pequeña loma que cuando hacía demasiado frío se congelaba y cuando no hacía tanto se convertía en lodo. La casa estaba construida con piedra y madera, dando un estilo algo arcaico pero vintage. Tenía un pequeño aparcamiento en un costado y un enorme jardín por detrás que pedía a gritos ser arreglado. El clima y la atmósfera era tan acorde como mis emociones: oscuro y lúgubre. Pero eso era exactamente lo que necesitaba en esos momentos. Luego de un par de semanas de haberme mudado a Syvyys, me hice amiga de unas vecinas que se encontraban cuesta abajo de la loma donde vivía y conseguí un trabajo como guardia de seguridad de un banco, aunque la verdad era que el trabajo era igual de inútil que el trabajo de los barrenderos en una ciudad lluviosa. A pesar de eso, me instalé exitosamente en el lugar que había escogido para morir. Para mi sorpresa, vivir sin querer hacerlo era realmente cómodo. Como no tenía metas en la vida, ni ninguna ambición que me incitara a levantarme cada mañana, era fácil vivir el día a día, solamente con el objetivo de alimentarme, ir a trabajar y dormir bien abrigada. Seguía teniendo el resentimiento y el odio hacia la familia Ruiz, y una que otra noche me sorprendía a mi misma con una lágrima algo congelada por el frío en mi mejilla cuando recordaba a mi hermano Eric. Sabía que olvidar a Eric iba a ser muy difícil, más aún cuando se instalaba en mi corazón la culpa por haberlo metido en el mismo saco en el que había metido a Sandra y a Emiliano. Pero el hecho de que nunca más iba a verle la cara, en cierta forma, ayudaba a sanar el dolor que crecía de repente en mi pecho. Las semanas se convirtieron en meses, y los meses se convirtieron en años. El frío, la oscuridad y mis cero ganas de vivir hicieron de mí una humana sin sentimientos. Algunas personas del pueblo creían que yo era una clase de psicópata que se había mudado a ese pueblo para poder matar personas tranquilamente, pero con el pasar de los años acabaron por entender que simplemente era alguien que había arrastrado su cansada alma a ese lugar para morir. Había aprendido a sobrevivir sola sin cagarla, algo que mi anterior yo seguramente se sentiría muy orgullosa. Mi actual yo había aprendido a congelar sus emociones, algo así como una técnica ninja para no tener emociones y poder matar a tus enemigos, incluso si es un bebé. Mi pelo creció hasta convertirse en una manta negra y lisa que convertía en un pompón todas las mañanas para ir a trabajar. Mis ojos se achicaron a causa del violento frío, y el brillo de mi mirada se fue congelando con el pasar de los años. La única novedad que tenía para contar era que me había comprado un auto todoterreno, luego de sufrir diferentes tipos de caídas algo peligrosas en la loma donde vivía. Ese se suponía que era mi destino. Era lo que yo había escogido para mi propio bien, para dejar de sufrir. Se suponía que hasta allí iba a terminar mi historia. Se suponía que en mi tumba iba a poner “aquí yacen los restos de una persona solitaria cuya familia nunca supo de su muerte”. Pero la vida me antepuso un camino de espinas y piedras cuyo final no era nada prometedor. Es obvio que uno como persona tiene todo el derecho a elegir el camino que la vida le antepone, y cualquiera que viera un camino de esas características se negaría en seguida a caminar por el. Pero digamos que
tenía dos opciones: un camino de espinas, o un camino de frío, soledad, desesperanza y con un final obvio. A pesar de que había elegido el segundo camino, aún existía esperanza y polvo de hada dentro de mi congelada alma, lo suficiente como para hacerme cambiar de rumbo. Capítulo 4: ondas negras Siete y media de la mañana. Era chistoso pensar que esa era la hora, cuando tenía que prender todas las luces de la casa para poder moverme sin tropezar con algún mueble. Era mi hora favorita, porque no se escuchaba nada en el pueblo, pero aún así sabías que estaba lleno de vida. En el aire flotaba el olor a pan amasado y a café recién molido. Todas las chimeneas desprendían el humo de los leños quemados y todas las luces emergían de la oscuridad de la mañana. En Syvyys era común aquella oscuridad, dado que era una ciudad con clima nublado. De hecho, los pueblerinos creían que desgracias se avecinaban cuando las nubes se iban, porque creían que ellas huían de la mala suerte. En los cuatro años que llevaba viviendo en aquel país, nunca había visto un trozo de cielo despejado. Aquella mañana no tenía que ir a trabajar, y cuando no tenía que ir a trabajar tocaba cuidar el huerto que había hecho en el gran jardín. Ese era mi pasatiempo. Recolectaba las verduras y frutas que estaban maduras, y colocaba pesticida en los árboles que veía que estaban apestados. Cuidaba mis plantas como si se trataran de mis hijas y luego me las comía, algo así como un Cronos que se devoraba a sus hijos, pero más naturalista y vegano. Luego separaba las frutas y las verduras de las que me iba a quedar yo y las que iba a intercambiar con mis vecinas. Casi siempre intercambiaba frutas y verduras por pan, aceite para las lámparas o una bufanda calientita. Después de ir a intercambiar las frutas y verduras con las vecinas, tocaba tejer. Cuando era pequeña, una de mis hermanas mayores había intentado enseñarme a tejer a crochet, pero era demasiado inquieta, y Scarlette, mi hermana, tenía la paciencia del tamaño de una uva. Ahora, cuando tenía la necesidad de tejer mis propios calcetines y mis propias mantas, los recuerdos se me vinieron a la cabeza con un olor amargo de agregado. Dolía, pero era necesario. Luego de pasar la mayoría de la tarde tejiendo, lo dejaba por un momento para almorzar. Casi siempre me preparaba brebajes extraños con las plantas que cultivaba y carne que compraba en el mercado. Descubrí que las sopas eran el alimento que más nutrientes daba cuando el clima era frío. Cuando cumplí los 19 años, empecé a vivir sola. En ese tiempo había ingresado a la policía, y la mayor parte del tiempo la pasaba en la comisaría. Como casi no pasaba en casa, me alimentaba casi siempre con fideos instantáneos y comida rápida, algo no muy sano para mi cuerpo, pero como pasaba corriendo y persiguiendo ladrones de tiendas de 24 horas, apenas notaba que comía. Pero cuando tu trabajo es estar parada por seis horas, con un intervalo de una hora, en un banco en el que lo más emocionante era ver pasar el viento, la comida chatarra empieza a pasar una cuenta muy cara. Aquel día me había preparado un extraño brebaje con col, un poco de espinaca, repollo, una berenjena y carne seca de res. Pese a que visualmente no se veía sabroso, era muy nutritivo. Estaba terminando de almorzar cuando mi teléfono sonó. En la pantalla estaba el nombre de mi jefe del banco, el señor Jussi Nieminen. ¿Señor Nieminen? Parker, necesitamos su presencia en la comisaría del pueblo.
Por un momento mi corazón se detuvo, temiendo que alguien de los Ruiz pudiera estar esperándome en la comisaría, seguido de mil abogados y cien mil argumentos en mi contra. Por un segundo fui Ofelia Ruiz. Pero luego Acacia Parker se sobrepuso con toda la lógica que podía recolectar luego de ese susto: nadie de los Ruiz podía saber que yo estaba en Syvyss. ¿Pasó algo, señor? Un extraño se robó una joya de la familia Kanerva. Ah, la familia Kanerva. Okey, Ofelia, puedes regresar al abismo de tu alma. Reprimí con una cucharada de sopa el suspiro que peligrosamente subía por mi garganta. En diez minutos estoy allá. La esperamos. Luego de colgar, me terminé la sopa tan rápido como pude, me puse el uniforme de guardia de seguridad del banco -el cual me hacía parecer un oso con sobrepeso- y bajé en el auto hasta la comisaría del pueblo. Al llegar, la comisaría estaba repleta de autos lujosos y de tres periodistas de los tres periódicos que había en Syvyss. Se lograba entender que en un pueblo tan pequeño como Syvyss, los periodistas no tenían mucho trabajo que hacer. ¡Parker! El señor Nieminen estaba en un extremo de la pequeña conmoción que se había creado fuera de la comisaría. A su lado estaba Antti Kanerva, la cabeza de la familia Kanerva, dueño de casi la mitad de Syvyss, y único objetivo de las señoritas que estaban solteras. Antti Kanerva era como el Leonardo DiCaprio de Syvyss. Mis vecinas, que tenían el extraño objetivo de casarme con él, me comentaron, en una tarde de oscuridad, lluvia y té, todas las supuestas hazañas que el señor Antti Kanerva había realizado en su juventud. Ofelia Ruiz se hubiera tentado, con lo tonta y fácil de enamorar que era. Pero Acacia Parker había desechado la idea de estar con alguien desde el momento que se instaló en Syvyss. Señor Nieminen, señor Kanerva, buenas tardes. Señorita Parker. Me saludó Antti Kanerva, con un gesto digno de un protagonista de alguna novela de Jane Austen. ¿En qué puedo ayudarles, si puedo preguntar? El señor Nieminen se pasó la mano por la pelada, en un extraño y muy chistoso intento de peinarse los dos pelos que tenía en la cabeza. Estaba rojo como un tomate, quizás en un estado de nerviosismo o vergüenza, no sabría decir. Necesito apoyo para buscar por todo Syvyss a este criminal. Iba a preguntar por la apariencia, pero el señor Nieminen se adelantó y me extendió una Tablet con una imagen de la cámara de seguridad del banco. En la entrada estaba el guardia de seguridad, cuyo nombre siempre olvidaba. Al medio de la instancia, mirando la cámara de forma casi sobrenatural, se encontraba el hombre más hermoso que jamás había visto. Y eso que yo tenía el corazón congelado y fuera de servicio.
Era un hombre de aproximadamente cuarenta años. Vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los pies y calzaba unas botas del mismo color. Su pelo era misteriosamente similar al mío, negro y largo, con la única diferencia que el suyo, en vez de ser liso, era ondulado. Sus ojos, que miraban con tanta seguridad a la cámara que provocaba escalofríos, eran de un intenso verde. E incluso con todas esas extrañas cualidades, lo que más me llamó la atención fue la piel morena. Ese hombre definitivamente no era de por esos lares, ni siquiera estaba segura si era del país. Tenía que dejar de mirar la Tablet por un momento. ¿Hace cuánto que este sujeto robó la joya? Aproximadamente media hora. Cuando el hombre se fue, la alarma del banco sonó y alertó a las autoridades que había en la comisaría, pero cuando llegaron al banco el tipo ya se había ido. No veía un buen pronóstico. El pueblo era tan pequeño que media hora era suficiente para salir. Aún así, mi jefe ya había desplegado tres camiones de la comisaría para que obstruyeran la entrada de Syvyss, la cual convenientemente era una cueva. No había otra forma de salir de Syvyss. Parker, ve con el señor Kanerva ha su mansión e inspecciona todo el recinto. No podemos descartar la idea de que el intruso haya ido hasta allá para buscar más joyas de la familia. Podemos ir en mi auto… El señor Kanerva hizo ademán de tomarme por la espalda, pero ni siquiera le di tiempo de terminar la frase: ya estaba en mi auto con el motor encendido. Lo sigo, señor Kanerva. Mi antigua yo, Ofelia, conocía muy bien esa técnica. Yo la llamaba la técnica “yo te llevo”, para reducir el espacio entre el depredador y la presa. Aparte, si iba en su auto, me encontraba en una clara desventaja, ya que la mansión de la familia Kanerva se encontraba estúpidamente lejos del pueblo, justo en la cúspide de un gran cerro rodeado de un frondoso bosque. Si pasaba cualquier cosa que involucraba salir corriendo de aquel lugar, solamente dependía de dos cosas: mis pies y la amabilidad de Antti Kanerva, y la verdad era que no creía mucho en la última opción. Llegar hasta la mansión de Kanerva nos tomó menos de diez minutos en auto, pero si mis cálculos mentales no fallaban, llegar a pie tomaba aproximadamente cuarenta minutos, treinta y cinco si se corría. Pero correr no era una opción, ya que el único lugar en donde se podía correr era la carretera, y en ella no había nada donde un ladrón pudiera esconderse. Era casi impensable el hecho de que el ladrón hubiese podido correr por el bosque, ya que este estaba repleto de animales salvajes y grietas que llevaban a una muerte segura. Solamente un animal podía sobrevivir en territorio animal. Al bajarme del auto, noté que había otro auto estacionado, y por un momento pensé que era de alguien de la familia. Pero cuando lo observé por segunda vez, el pensamiento de que, tal vez, era demasiado vulgar para una familia como los Kanerva, se me vino a la cabeza que alguien se nos había adelantado por treinta minutos. Estaba a punto de decírselo a Antti Kanerva, pero él se había adelantado y había entrado a la mansión sin siquiera reparar en el auto que había estacionado en la entrada. ¡Señor Kanerva!
Antti Kanerva tuvo tiempo de girarse antes de que fuese abrazado por detrás por unas manos morenas que sostenían un pañuelo blanco. Instintivamente saqué la pequeña pistola que tenía equipada y apunté a la entrada de la mansión. Todos mis músculos estaban centrados en que detrás de la gran y extravagante puerta de roble de la mansión de la familia Kanerva se encontraba el hombre que había robado la joya. Tenía que actuar, pero sabía que ese hombre iba a ganar en un combate cuerpo a cuerpo. Tampoco podía sacar la radio de mi bolsillo, más que nada porque no podía soltar la pistola. Hacía menos de un grado, pero yo sentía que estaba en un país tropical. Cuando me mentalicé a pelear con quién sea que estuviera detrás de la puerta hice algo que no estaba dentro de mis planes. Alcé la pistola al cielo y disparé dos veces. Algo dentro de mí entendía que no podía pelear sola con aquel tipo, no sabía que tan bien armado estaba, y yo solamente tenía dos cartuchos con balas. Solamente me quedaba hacer hora en la mansión, entretener al ladrón y esperar a que la policía local llegara a la mansión. Solamente tenía que entretenerlo por diez minutos. Diez minutos que estaban empezando a parecerme diez horas. Esos dos disparos fueron de advertencia. Si no sales de la mansión en quince segundos, entraré y no dudaré en dispararte. Por un momento solamente recibí como respuesta el sonido del viento que chocaba contra las copas de los árboles. Incluso en un momento como ese, ese sonido me resultaba relajante. Esos dos disparos no fueron de advertencia, sino de llamado. Siempre pensé que la voz del imbécil de mi exnovio era lo más sensual que había escuchado jamás. Era un tono ronco, pero fácil de entender. Ahora sabía que se podía ser más sensual, y más claro. ¿En serio piensas que saldré solamente porque disparaste dos veces al cielo? Tenía que despertar del letargo que ocasionaba su voz. Instintivamente retrocedí un par de pasos, pero me di cuenta de una gran desventaja. El suelo estaba cubierto de nieve, y si movía un paso la nieve iba a sonar ya que llevaba botas. Eso alertaba al ladrón de cuán cerca estaba de la entrada. Otra desventaja era el extraño paño blanco que sostenía en sus manos, lo más probable era que ese paño estuviera empapado en cloroformo. Incluso si me quitaba las botas y caminaba descalza hasta la entrada, él me iba a esperar con un paño de cloroformo en las manos. Tenía la leve esperanza de que tuvieras miedo y salieras para implorar perdón. Como sea, tenía que mantener una conversación con el extraño hasta que se me ocurriera un método para entrar sin que él pudiera emboscarme con un paño con cloroformo. ¿Implorar perdón? ¿A una mujer qué es como trece años menor que yo y qué es cuarenta centímetros más enana que yo? ¿Más enana que él? ¿En serio ese tipo me dijo eso? Puede que no lo parezca, pero soy muy fuerte. Fuerza no significa destreza, pequeñaja. Bueno, también tengo destreza, señor ladrón, ¿por qué no sale para hacerle una demostración?
Mira, incluso en el caso de que seas fuerte y tengas destreza, la verdad no importa. Resulta que tengo cosas que hacer en este lugar, y es obvio que estás conversando conmigo para hacerme perder tiempo mientras tus amiguitos pueblerinos vienen en camino. Rayos, tengo que actuar ahora. Así que no te molestes en hacerme una demostración, porque la verdad es que no tengo tiempo de… Algo no conectó bien en mi cerebro. Algunas neuronas trataron de hacer sinapsis, pero se chocaron entre sí y crearon a una Acacia loca. Estaba tan loca como una cabra, tanto así que salté por una ventana y entré a la mansión por la puerta chica -algo forzada- para enfrentarme cara a cara con el ladrón. La adrenalina era tal que apenas sentía los rasguños que me había hecho en la cara con los vidrios rotos de la ventana. Mis cinco sentidos estaban centrados solamente en un tipo que estaba en cuclillas al lado de la gran puerta de roble, vestido con un gran abrigo negro y sosteniendo un paño blanco en la mano izquierda. Cuando se dio vuelta, por un momento me di el lujo de analizar el color verde de sus ojos. La verdad era que no eran como el verde normal, sino que tenían destellos dorados que rodeaban la pupila como si fuera el sol que emitía rayos de luz. Ese momento lo sentí eterno, y la verdad era que me hubiera gustado que fuese un poco más que eterno, pero era un ladrón, y yo una guardia de seguridad. Inmediatamente después de que caí al suelo, le asesté una patada en toda la cara como si se tratara de una pelota de futbol. Él trato de agarrarme la pierna con la que le había pegado, pero fui más rápida y le pegué un rodillazo en el estómago, haciendo que él se encogiera en el suelo. Intenté ponerme detrás de él para colocarle unas esposas, pero logró tomarme de la chaqueta y jalarme un par de metros frente a él. Rápidamente me saqué la chaqueta y la arrojé en su cara, esperando así crear una distracción y volver a intentar atarle las manos, pero en el segundo él se había parado y estaba tomándome por la cintura. Intenté pegarle un rodillazo en alguna parte de su cuerpo, pero de alguna manera lograba esquivar todos mis ataques. Estaba pensando seriamente en morderle una oreja cuando de la nada me soltó haciendo que yo cayera de espalda al suelo. Algo dolorida, intenté moverme para escapar, pero él ya se había sacado la chaqueta de la cabeza y había recuperado el famoso paño blanco. Estaba peligrosamente cerca de mi cara, con ambas rodillas apoyadas alrededor de mi cintura, inmovilizándome completamente. Algo de su pelo caía por mi cara haciéndome cosquillas. Entre la adrenalina y la concentración que tenía puesta en estos momentos en aquel hombre, me di cuenta de que nuestras respiraciones estaban perfectamente coordinadas. Tú… pequeñaja… has sido el peor dolor de culo que he tenido hasta el momento. Si fuese Ofelia Ruiz y no Acacia Parker, le habría contestado de una forma coqueta, quizás provocativa. Así era mi manera de pelear en aquellos tiempos. Pero Acacia no era coqueta, ni provocativa, era una guerrera sin sentimientos que fue creada para proteger al único ser viviente que realmente importaba: a mí. Si quería un dolor de culo, un dolor de culo tendrá, acompañado con un pequeño dolor delantero. Mi rodilla aterrizó exitosamente en la parte trasera de su ser, haciendo que, por unos instantes, bajara todas sus defensas. Ese momento fue suficiente para que pudiera ponerle las esposas, y de
paso tirar lejos el paño con cloroformo. Intentó golpear su cabeza contra la mía, pero logré esquivarlo a tiempo corriéndome hacia un lado. La cosa empezó a no salir como lo había planeado cuando, sin yo poder creerlo, se sacó las esposas por arte de magia. Mi sorpresa fue tal que no pude evitar lo que vino a continuación. Del abrigo que llevaba puesto sacó otro pañuelo blanco -algo que estaba empezando a odiar- y me lo colocó en la cara. Un olor dulce y agradable empezó a entrar por mis fosas nasales, al mismo tiempo que mi cabeza empezaba a elevarse por los aires. Sentí como una gentil mano se apoyaba en mi cabeza para evitar que me golpeara en el suelo, y a lo lejos pude sentir las sirenas de las patrullas policiales. Le dije que tenía fuerza y destreza… Logré susurrarle antes de caer inconsciente a causa del cloroformo. Capítulo 5: fiesta de bienvenida Cuando desperté luego de un largo sueño a causa de cierto ladrón, habían pasado tres días desde los acontecimientos. Para mi sorpresa me habían internado en el hospital del pueblo, y cuando desperté encontré que todas las vecinas que conocía estaban al otro lado de la ventana de la habitación, casi llorando de alegría porque había despertado. Cuando les pregunté lo que había pasado, me contaron una historia digna de ser escrita por Dan Brown o por J. R. R. Tolkien, o por ambos. El conde Baltazar Realm había llegado a Syvyss y lo confundieron con un ladrón. Había retirado del banco una joya de su familia, pero pensaron que era alguien que había robado la joya y todos los policías del pueblo habían salido en su búsqueda. El conde no supo cómo reaccionar cuando un guardia de seguridad lo atacó en su mansión, y no fue gracias al semi inconsciente Antti Kanerva, quién dijo que él era el gran conde Baltazar Realm, real heredero de las tierras de Syvyss y su primo, que lograron bajar las sospechas de ser un posible ladrón. El pobre conde fue brutalmente golpeado por ese guardia y ahora está en cuidados intensivos por las heridas que tuvo. Mejor era no decir una palabra de lo que pasó aquel día en la mansión de los Kanerva, pensé para mis adentros. Mis vecinas, cuando se emocionaban por un hombre, era difícil hacerles entrar en razón. Si les contaba que yo era aquel guardia de seguridad que lo dejó brutalmente herido, seguramente empezarían a darme un sermón de que era alguien importante, y que en vez de pegarle debería estar pensando seriamente en casarme con él. Y lo último que quería escuchar era la parte de “casarme con él”. Después de un par de exámenes para verificar que estuviera sin heridas mayores, me dieron el alta en el hospital. Mi jefe había recuperado mi auto y lo había dejado en el estacionamiento del hospital para que pudiera manejar hasta la casa. Dejé a mis vecinas en sus respectivas casas y yo llegué a la mía, más cansada que nunca. Al entrar, todo estaba tal y como lo había dejado: el plato donde me había servido la sopa seguía en el fregadero y la manta que estaba tejiendo me esperaba en el sofá. En el hospital me dieron tres días de licencia para que me mejorara por completo, así que tenía tiempo suficiente para terminar la manta. Mientras tejía, no podía quitarme de la cabeza la cara de ese tal Baltazar Realm. Luego de bastante tiempo de paz y tranquilidad en mi vida, tenía un nuevo torbellino en mi cabeza. Cuando pisé la ciudad de Syvyss, me había jurado a mi misma que nunca más iba a tener sentimientos por alguien, en especial por un hombre. Pero ahí estaba él en mis pensamientos, con su perfecto pelo y sus
perfectos ojos mirándome fijamente en el banco. Bueno, no me miraba exactamente a mí sino a la cámara de seguridad, pero eso no quitaba el efecto misterioso que tenía su mirada. Para mi sorpresa, me acordaba haber peleado con él en la mansión de los Kanerva, pero no lograba acordarme de su cara cuando lo vi en persona. Probablemente haya sido por la adrenalina de aquel momento, y el hecho de que en aquellos momentos mi objetivo no era acordarme de su cara sino de atraparlo. Pero más sorpresa me llevé cuando me di cuenta de que lamentaba el no poder acordarme de su cara en la mansión, sintiendo como si me hubiera olvidado de algo importante. Eso me mantenía preocupada, no por lo que olvidé, sino porque estaba desestabilizando mi armadura supuestamente indestructible de chica dura sin sentimientos. Al día siguiente había logrado terminar de tejer mi manta, y estaba pensando en hacerme algún sweater negro cuando alguien tocó la puerta de mi casa. Pensando que era alguna de mis vecinas, abrí la puerta sin preguntar quién era. Para mi sorpresa no era ninguna de mis vecinas, o mi jefe en el caso más bizarro, sino que era Baltazar Realm, dueño de la casa que arrendaba y persona que brutalmente herí cuatro días atrás. Buenos días, señorita Parker. Era extraño no escucharlo decirme pequeñaja. Era raro verlo en un abrigo que no fuera negro. Era realmente bizarro tenerlo cara a cara, a las diez de la mañana, frente a la puerta de mi casa. Buenos días, señor Realm. Oh, ¿sabe quién soy yo? Por supuesto, señor Realm, todo el pueblo sabe quién es usted, ahora. Traté de que la palabra “ahora” sonara más fuerte que las demás palabras, para hacer énfasis en el hecho de que, cuando peleamos, no sabía quién era. Si él era un hombre vengativo, estaba en serios problemas. Bueno, es un pueblo pequeño. Supongo que ahora todo el mundo sabe quién soy. Sep, era un hombre vengativo. Si señor, ahora todo el mundo sabe quién es usted. ¿A qué ha venido, señor? Si seguíamos con esa pequeña batalla de ahoras no íbamos a terminar nunca, y la idea de hacerme un sweater negro era cada vez más tentadora. Cualquier cosa con tal de sacar de mi vista esos ojos verdes con amarillo. Si, verás… la familia Kanerva está organizando una fiesta para darme la bienvenida al pueblo, y al parecer es tradición que el invitado vaya casa por casa en el pueblo invitando a la gente. Es pasado mañana a las diez de la noche, ¿puedo confirmar su asistencia? ¿En serio era costumbre que el invitado de honor vaya casa por casa invitando a la gente? Eso era ridículo, bastaba solamente con publicar un anuncio en el periódico del pueblo para que todo el mundo se enterara de la fiesta de los Kanerva. Dentro de mi cabeza empezó a titilar la alarma de alerta de que algo malo se traía ese tipo, algo con sabor a venganza por la paliza que le propiné hacía cuatro días atrás. Lo siento mucho, señor Realm, pero creo que declinaré la propues… POR SUPUESTO QUE IRÁ.
El grito me tomó tal sorpresa que instintivamente retrocedí un par de pasos. Baltazar Realm, igual de sorprendido, se giró para saber quién había aceptado la invitación por mí. Yo ya me hacía una idea. Detrás de él estaba mi vecina más cercana, la señora Mielikki Saarinen. Tenía el peinado de una reina: extravagante, pero de alguna manera no ridículo. La señora Saarinen tenía el pelo rojo violento, y tenía los ojos de un azul eléctrico. Era muy alta y siempre vestía con ropas negras para venerar a su difunto marido, que por lo que me comentaba era marinero. Nunca tuvieron hijos ya que ella no podía fecundar, por lo que cuando llegué al pueblo, ella vertió todo su instinto maternal en mí. Ha sido la madre que Sandra nunca fue. No se preocupe, señor Realm, mi Achie irá sin dudas a su fiesta, por favor considérela entre los invitados. Ella solamente está preocupada por sus heridas, ya que no fueron menores, pero con mi ayuda ella se curará y podrá ir a la fiesta. Por cierto, quiero decirle que se le ve excelente el pelo largo, aquí es algo extraño, ya usted sabe. En los pueblos las costumbres se mantienen igual de intactas que la miel, aunque mi Tauno siempre usaba el pelo un poco más largo que lo normal, según él para que la radiación que se filtraba entre las nubes no le quemara la nuca. Sus compañeros lo llamaban loco porque, como podrá darse cuenta, en este rincón del mundo el sol no es pan de cada día, pero luego llegaban a sus casas con ampollas en las nucas y sin saber como diablos se las hicieron. ¡Ay!, señor Realm, usted debe estar muy ocupado ya que tiene que ir a invitar a las demás personas. Pero quiero que tenga en mente que incluso si invita a la hija de los Korhonen, que dicen que es la criatura más hermosa de todo Syvyss, mi Achie será el centro de atención de toda la fiesta. Ahora que lo pienso, tengo que ir a casa de los Korhonen para que le hagan un vestido a mi Achie, así que mejor será que vayamos juntos para así conversar más. Achie, mi amor, en mi casa te dejé un brebaje de hierbas para que se te pase el dolor de tu carita. Te lo tomas y luego bajas al pueblo para comprar cosméticos, y no quiero un no como respuesta, jovencita, o no te doy más de mi jarabe de arándano. Esa era Mielikki Saarinen, la mujer que sabía que el jarabe de arándano era mi debilidad y la única en todo el pueblo que me llama Achie. Baltazar Realm ni siquiera tuvo tiempo de despedirse, ya que fue arrastrado loma abajo por la señora Saarinen mientras conversaban de lo difícil que era llegar a la mansión de los Kanerva, pero que era muy hermosa y antigua… ya no podía escuchar la conversación. Entré a la casa de la señora Saarinen y, como ella había dicho, me esperaba un gran tazón de hierbas, el cual seguía humeante. Por un momento mastiqué la posibilidad de negarme a ir a la fiesta de los Kanerva, de todas formas, podía sobrevivir sin jarabe de arándano. La verdad era que estaba aterrada. Hacia cuatro años que no me divertía, que no me arreglaba para salir de mi casa y que no estaba interesada en ningún chico. Había creado una burbuja de protección para evitar tener algún tipo de contacto físico y verme involucrada sentimentalmente con otro ser humano, y la verdad era que estaba tan cómoda y acostumbrada a ello que no quería cambiar por nada mi situación. Pero también estaba preocupada por la reacción que mi cuerpo tuvo al conocer a Baltazar Realm. Ese hombre era peligroso, y mi sexto sentido lo sabía. Y ya estaba harta de juntarme con personas peligrosas. Pero, si lo pensaba fríamente, era mí decisión involucrarme o no con alguien, y tenía el poder de evitar tener contacto con alguien más allá que una relación común y corriente. Si podía controlar lo que pasaba en mi vida, podía ir a una fiesta y seguir teniendo la vida tranquila que llevaba hasta el momento.
Al final terminé de beber el brebaje para el dolor de las heridas de la cara -que recién después de unos cuantos días descubrí que tenía- y bajé en el auto hacia el pueblo para comprarme algunos cosméticos. Cuando llegué al centro del pueblo, donde estaban las principales tiendas, me encontré con casi el pueblo entero comprando cosas para la fiesta de bienvenida. La tienda de cosméticos estaba tan llena que apenas podía dar dos pasos para entrar. Las chicas empezaron un tipo de competencia para ver quién se quedaba con el corazón del señor Realm, y probaban diferentes tipos de combinaciones de colores, sombras y labiales para impresionar al recién llegado. Estaba cien por ciento segura que la meta que tenían todas las mujeres solteras de Syvyss era no dejar que Baltazar Realm saliera del pueblo soltero. Luego de luchar por mi vida un par de veces, di con todo lo necesario para maquillarme perfectamente y no andar por ahí con cara de gánster de una película estadounidense. Lo único que no alcancé a comprar fue un labial normal, ya que ese era el principal producto que todas las chicas buscaban para su cometido. Entre lo que quedaba, encontré un labial negro que nadie tocó siquiera. El pobre estaba en un rincón del mesón, esperando a ser tomado por alguien. Bueno, ese alguien fui yo. Cuando salí de la tienda de cosméticos, ya eran las ocho de la noche. El cielo estaba completamente oscuro, pero el pueblo estaba iluminado con cientos de faroles, lámparas y luces amarillas que resplandecían en la oscuridad como luciérnagas. El viento soplaba constantemente, congelando las mejillas de las personas que seguían en la calle. La paz y tranquilidad que busqué desesperadamente hacía cuatro años atrás la había conseguido en ese lugar. Llegué a mi casa y preparé una cena con carne de reno, col, algunas hierbas y arroz que compré en el pueblo. Luego me di un baño para sacarme los parches que me habían puesto en el hospital y los reemplacé por parches limpios. Mi día estaba llegando a su fin. Me quedaba secarme el pelo e ir a acostarme para descansar y empezar el siguiente día. Pero había algo. Mientras me secaba el cuerpo sentía una extraña presencia que oscilaba por toda la casa. El constante sentimiento de estar el peligro no me dejaba en ningún momento. Mis oídos captaban un tipo de pitido casi inaudible que revoloteaba alrededor mío como si se tratara de una mosca. Mis pelos estaban erizados. Mi mente estaba en alerta. Al salir del baño, vi que había dejado encendida la luz del comedor, a pesar de que estaba segura de que la había apagado. Sin dejar de sentirme en peligro, avancé hasta el comedor con la intención de apagar las luces, pero algo llamó inmediatamente mi atención. Al centro de la mesa había una caja negra con un listón rojo. Entremedio del listón había una carta negra, perfectamente doblada, en donde estaba escrito mi nombre. No muy segura si debía abrir la caja, miré a mi alrededor para asegurarme de que realmente estaba sola. Mágicamente el sentimiento de estar en peligro desapareció bruscamente, y por un momento solamente estaba yo y el silencio, mi compañero durante estos cuatro años. Lentamente, con la extraña sensación de que dentro de la caja había una bomba, retiré el listón rojo y tomé la carta con mi nombre. La letra estaba escrita con una tinta dorada, y la caligrafía era cursiva y perfecta. Inhalé un poco de aire y abrí la carta. “Te esperaré en la fiesta, si es que quieres saber por qué fui a tu casa hoy”. Diablos, pensé que Baltazar Realm era vengativo, pero nunca me imaginé que tan vengativo era. No muy segura de abrir la caja, dejé la carta a un lado y quité la tapa. Lo primero que mis ojos vieron fue un par de zapatos de taco de color negro. Eran esos zapatos que uno miraba en la vitrina de la tienda, miraba el precio y le daba un pequeño paro cardíaco. Saqué los zapatos, casi temiendo que
pudiera hacerles algo, y lo segundo que vi fue un gran vestido rojo con detalles negros. Los detalles, cuando miré más de cerca, eran pequeños encajes que formaban una extraña flor. Cuando estiré el vestido logré ver que la flor era un gladiolo, un diseño muy extraño para un vestido, ya que la mayoría de las veces ponían rosas o pétalos de cerezos para decorar las telas. El vestido terminaba en un encaje negro que dejaba ver un poco las piernas. Dejé el vestido en una silla y lo miré por segunda vez: simplemente no lograba imaginarme dentro de aquel vestido. Mi mano viajó hacia la caja para volver todo a su lugar, pero había algo dentro de ella que no había notado hasta ese momento. Al final de todo había una máscara, de esas que se usaban en el carnaval de Venecia. Era una máscara roja con detalles negros y dorados. En la parte de arriba tenía un detalle típico de los bufones de la corte del rey: diseños con forma de media luna que terminan en un cascabel. El detalle de la máscara me pareció algo ofensivo, si lo que quería transmitir Baltazar era que me veía nada más que una entretención. La máscara era una forma de decir que era una parte más de su corte, una ciudadana de sus territorios. Hacía mucho tiempo que la sangre no me hervía de rabia, y la verdad era que no extrañaba esa sensación. Ese tipo escogió meterse con la pueblerina equivocada. Capítulo seis: fiestas y bibliotecas El día de la fiesta de bienvenida llegó algo tormentoso. Por una parte, mi estado de ánimo era tormentoso gracias al “regalo” que, según la señora Saarinen, me hizo Baltazar Realm. Él personalmente había pedido que la fiesta se hiciera con máscaras para así hacer más entretenida la velada. Las señoritas del pueblo se sintieron algo decepcionadas, ya que habían planeado por dos días el maquillaje que iban a hacerse para la fiesta, pero luego se repusieron y buscaron como locas tiendas de costurería para crearse las máscaras más originales y llamativas posibles. Él tenía, por razones que desconozco, esa máscara de arlequín entre sus cosas. Por otra parte, el clima decidió ponerles las cosas difíciles a los pueblerinos de Syvyss, ya que una tormenta se desató a eso de las cinco de la tarde, cuando todo el mundo estaba descansando para estar frescos y listos para la velada de la noche. La señora Saarinen llegó a mi casa alrededor de las siete y media de la tarde para arreglarme el pelo. De alguna manera que no lograba entender, me había puesto el vestido y los zapatos, y me había maquillado sin ningún problema. Tenía el corazón acelerado por mil ya que hacía tiempo que no iba a una fiesta. Cuando era joven y feliz, iba a fiestas semana por medio, y no participaba de cualquier fiesta, sino de las brutales, esas cuya caña al día siguiente nunca en la vida se te iba a olvidar. Ahora había olvidado incluso cómo ligar. Mi niña, aquí tienes tu máscara. La señora Saarinen me extendía la máscara de arlequín como si me extendiera mi boleto hacia el infierno. Sabía que al ponerme la máscara estaba aceptando el atrevimiento de Baltazar Realm. Pero me había mentalizado para encarar cualquier brutalidad que pudiera salir en la fiesta. No iba a dejar que se saliera con la suya. Eran las nueve y media de la noche. Usualmente a esta hora la gente de Syvyss se estaba preparando para dormir, pero ahora, si escuchabas atentamente, lograbas escuchar a la gente salir de sus casas, preparadas para ir a la mansión de los Kanerva. Yo había ofrecido mi auto para llevar a mis vecinas, pero ninguna quiso ir a la fiesta. La señora Saarinen me comentó que era un plan que entre ellas habían hecho para que yo no me sintiera presionada en la fiesta. Intenté persuadirlas de lo
contrario, que me iban a hacer mucha falta ya que solamente las conocía a ellas, pero la señora Lavander, otra de mis vecinas, me dijo que ya era hora de que conociera a chicas de mi edad y dejara de relacionarme con viejas momias. Todas me dieron mil y un comentarios acerca de cómo tenia que comportarme, de quiénes tenía que fiarme y de quiénes no, de cuánto era lo que podía comer y qué bailes tenía que aceptar o no. En resumen, solamente había dos hombres que tenía que aceptar un baile: o el señor Baltazar Realm, o Antti Kanerva. Me subí al auto y prendí el motor. En el asiento del copiloto se encontraba la máscara de arlequín, esperando a ser usada. Por un momento dudé de lo que estaba haciendo. Tenía que pensar muy bien mis movimientos, ya que la paz y tranquilidad que había elegido para vivir el resto de mi vida estaba en juego. Era obvio que había elegido ir al baile, sino ni siquiera me hubiera puesto el vestido que me mandó a hacer la señora Saarinen. Inhalé y exhalé tres veces para concentrarme en lo que iba a hacer en la fiesta. 1. Tenía que hablar con Realm para exigir una explicación de todo lo que había hecho, porque estaba segurísima de que fue él quién había entrado en mi casa y había dejado la caja en mi mesa. 2. Tenía que conocer a alguien de mi edad, aunque fuera hombre o mujer. 3. Definitivamente no iba a bailar. Con esos tres objetivos en mente, arranqué el auto y me dirigí a la mansión de los Kanerva. La intensidad de la tormenta había disminuido, pero aún así era difícil manejar entre el viento y la nieve que caía como lluvia. Lo complicado de las tormentas era la visibilidad, la cual disminuía a causa de la nieve. A lo lejos apenas lograba ver las luces de la mansión donde, días atrás, le había dado una gran paliza al dueño de todo el pueblo de Syvyss. Pensar en eso me daba mala espina, como si por el hecho de hacer mi trabajo tuviera que ir presa. Cuando estacioné el auto, logré ver que las grandes puertas de la mansión estaban decoradas con máscaras y detalles dorados que parecían brillar bajo las luces amarillentas. Por un momento pensé que había retrocedido en el tiempo, ya que el ambiente parecía una fiesta del siglo XVIII. De repente los autos no lo parecían, sino que eran grandes carruajes de color caoba. Incluso la música que se lograba escuchar desde fuera de la mansión parecía de otra época, daba la sensación de que dentro había una orquesta profesional en vez de grandes parlantes modernos. Tragué saliva mientras me ponía la máscara y me arreglaba el abrigo negro que me prestó la señora Saarinen. Mirando a mi alrededor, noté que todas las personas llevaban máscaras, y no me sentí tan ridiculizada con la que supuestamente me había regalado Baltazar Realm. Uno podía notar que algunas chicas se esmeraron mucho en sus máscaras, mientras que otras… se esmeraron un poquito más de la cuenta. Lo bueno de estar enmascaradas era que nadie iba a saber quién eras, por supuesto si no decías tu nombre. Apagué el motor del auto y me mentalicé en sacar mi trasero de el, y de verdad estaba a punto de hacerlo, pero una extraña imagen llamó mi atención. En el umbral de la puerta había un hombre altísimo, tan alto que las puertas parecían la entrada de la casa de Bilbo Baggins. A su lado había otro hombre, pero la presencia y el porte del hombre alto hacía del otro pobre hombre una hormiga al lado de un elefante. Le daban la bienvenida a los invitados que entraban a la mansión. A pesar de que la nieve no me dejaba ver su cara sabía que era él. Obvio que era él. Su ondeado pelo estaba peinado hacia un lado, dejando caer su pelo de forma natural. Llevaba una máscara negra con
destellos amarillos y verdes, haciendo resaltar su mirada de los mismos colores. Vestía un traje negro con pequeños detalles rojos que no lograba saber que eran desde el auto. Por un momento me olvidé del por qué estaba ahí. La verdad fue que en ese momento me olvidé hasta de mi nombre. Baltazar Realm era así de peligroso. Volví a tragar saliva y finalmente me decidí a bajar del auto. No podía permitir que ese tipo tuviera tal efecto en mí. Debía componerme. Enderecé mi postura y caminé por la nieve tan decidida como aterrada. Al llegar a la puerta, luché con todas mis fuerzas para no mirar por mucho tiempo a Baltazar Realm. Buenas noches, señorita. Por favor, deje su abrigo en la habitación a la derecha y disfrute de la velada. Por la voz pude deducir que el pobre tipo que parecía hormiga era Antti Kanerva. Llevaba una máscara azul con unos detalles de lágrimas en cada mejilla y vestía un traje azul marino con pequeños detalles dorados. Y a su lado estaba el gigante señor Realm. Sin hablar, me incliné levemente a modo de saludo y pasé al vestíbulo. Gracias a Dios que tenía puesto el abrigo para ocultar mis manos temblorosas. La habitación de al lado estaba llena de percheros y abrigos. Dejé el mío al costado de un abrigo tan grande que cabían cinco personas dentro sin que ninguno pasara frío. Justo a la salida de aquel lugar había un gran espejo que parecía más una reliquia que un espejo: en los bordes tenía un marco de madera negra que terminaba en pequeños dragones con el hocico abierto, seguramente listos para escupir fuego. Viendo los dragones no me fijé en la figura que se reflejaba en el espejo. La mujer que se reflejaba arrebozaba de elegancia y confianza. Los hombros caídos del vestido daban un pequeño vistazo a unas prominentes clavículas, mientras que las mangas apenas dejaban ver parte de los brazos. La máscara ocultaba la mitad de la cara, dejando solamente a la vista los grandes labios negros. El pelo, que siempre lo veía en un pompón o suelto, parecía un racimo de flores exóticas, entre ondas y rulos frenéticos. Era una mujer que no conocía, pero que por alguna razón estaba dentro de su cuerpo. Podía haber seguido contemplando aquella desconocida, pero un alborotado grupo de chicas entraron a la sala de los abrigos y me sacaron del trance en el que estaba. Una de ellas se paró para mirarme, luego se me acercó y me tomó de un brazo. Tu debes ser la guardia de seguridad del banco. Su voz, al igual que sus ojos y su vestimenta, era angelical. Su pelo rubio estaba perfectamente ordenado en un complicado peinado con flores blancas. Su máscara era de un rosa pálido, que hacía perfecto juego con sus labios y el vestido. Ya sabía quién era. Si, lo soy. Tú debes ser Josette Korhonen, ¿no? La chica sonrió con la más encantadora sonrisa que solamente un bebé podía hacer. Al parecer los rumores no exageraban. Ven con nosotras, al parecer va a haber un vals esta noche. Sin siquiera dejarme aceptar o negar la oferta, Josette me arrastró junto a su grupo de amigas, y luego de una breve presentación de cada una de ellas nos dirigimos a la sala de donde provenía la música. El lugar era tan alto como extravagante. Del medio del techo colgaba una lámpara de millones de lágrimas que reflejaban una tenue luz amarilla, dándole un toque mágico a la velada. Al
final de la estancia había, para mi sorpresa, una orquesta que tocaba la música que escuchábamos. Cada músico llevaba una máscara negra con detalles dorados, al igual que los invitados. La música era un tipo de estilo elegante, gótico y delicado, que daba una atmósfera antigua al aire. La gente estaba conversando entre sí alrededor de un gran banquete. El grupo de Josette me arrastró hasta allí, y cada quién empezó a conversar con diferentes personas. En un momento de soledad, logré comerme un par de bocadillos y tomar un sorbo de sidra. Luego Josette llegaba con alguien que no lograba identificar por la máscara y me los presentaba. Tenía la sensación de que había cumplido por mucho el segundo objetivo de la velada. El primer objetivo ni siquiera podía pensar en realizarlo ya que no veía en ninguna parte a Baltazar Realm. En un momento pensé que quizás seguía en la entrada junto a Antti Kanerva, pero deseché la idea de inmediato al identificar la máscara azul de Kanerva entre la gente. Al parecer, Josette también la identificó, porque inmediatamente fue hacia esa dirección y regresó tomada del brazo de Antti Kanerva, más sonriente de lo habitual. Acacia, él es Antti Kanerva. Antti, ella es Acacia Parker. Sí, nos conocimos hace un par de días, en el incidente del supuesto robo de la joya del banco. ¿En serio? Debió ser todo un espectáculo, ¿no es así, Acacia? Entre Antti y Josette me habían puesto en una incómoda situación, y mi cerebro rápidamente pensó en una respuesta para desviar la atención en algo más. O en alguien más. De hecho, lo fue. La llegada del señor Realm al pueblo no puede describirse más que espectacular. Por cierto, no he visto al señor Realm entre la gente. Dijo que iría a refrescarse un poco al baño, y que estaba de vuelta cuando empezara el vals. La oportunidad que tanto estaba buscando llegó a mi como unas ansiadas ganas de retocarme el maquillaje. Si no es tanta molestia, ¿podría mostrarme el baño? Elegí un difícil color de labios para llevar, y temo por que se haya corrido y parezca un payaso borracho. Al pequeño chiste Antti y Josette se rieron con ganas, ambos sonando como ángeles celestiales, o mejor dicho, como imagino yo que deben sonar los ángeles celestiales. No es ninguna molestia, señorita Parker. Solamente tiene que subir las escaleras y doblar a la derecha. Muchas gracias, señor Kanerva. Si me disculpan. Tratando de no parecer desesperada o ansiosa, subí las escaleras y, como Antti Kanerva dijo, doblé hacia la derecha. Los baños, al igual que el resto de la casa, estaba diseñado con madera oscura y un pequeño diseño en los pomos. Podría decir que toda la mansión era una gran obra de arte arquitectónica. Estaba a punto de entrar, pero el mismo pitido que escuché en mi casa volvió a repetirse en ese instante. Sabía que alguien estaba detrás de mí, los vellos de mi nuca me lo advertían. Entrar a la casa de una señorita cuando se está bañando no es de caballeros, señor. Yo no diría que seas una señorita, exactamente.
Su ronca voz chocó con mi pelo como una pequeña brisa de primavera. Su perfume me rodeó completamente. Si no estuviera empecinada en estar sola, utilizaría todos mis encantos para conquistarlo. Pero, obviamente no era el caso.
Entonces, ¿no niega haber entrado en mi casa? No lo niego. ¿Acaso no sabe lo que significa la privacidad? Lo sé, pero no iba a esperar que terminaras de salir del baño para tocar la puerta y entregarte la caja. La hubiera dejado afuera, señor. Se hubiera ensuciado tu hermoso vestido. Muchas gracias por su preocupación, señor. De nada, señorita.
La situación se volvió algo extraña. Mi cuerpo se había puesto en pausa mientras conversaba con Baltazar Realm, como si al moverme estuviera rompiendo la conversación. Tenía que evitar que la presencia de aquel hombre me influenciara de esa manera. Alcé la mirada, tratando de ser desafiante, y me giré para mirarlo cara a cara. ¿Eso es todo, señor? Su pelo estaba algo alborotado por haber estado fuera recibiendo a la gente, pero aún así el desgraciado se veía bien. De más cerca logré ver que se estaba dejando crecer la barba. Eso seguramente iba a ganar puntos extra en las pueblerinas de Syvyss. El esbozó una media sonrisa, no sabía si para desafiarme o porque la situación le parecía chistosa. Creo que merezco una disculpa. ¿Qué? ¿Todo ese teatro para recibir unas disculpas mías? Solamente estaba haciendo mi trabajo, señor. Si mal no recuerdo, tu trabajo es ser guardia de seguridad del banco, no ir detrás de un supuesto criminal. De eso se encarga la policía. Fue una petición personal de mi jefe, si tiene algún problema, háblelo con él. Ya hablé con él, pero no es suficiente. Quiero unas disculpas que vengan de tu boca. Algo en mi cabeza me decía qué si seguía con esa situación, íbamos a llegar a un callejón sin salida. Por suerte que no soy orgullosa. Pues, me disculpo mucho señor. Siento haberle golpeado en la cabeza y haberlo esposado. De verdad, lo lamento. A pesar de que no era mi intención, la disculpa sonó más irónica que verídica, y al parecer Baltazar lo tomó como ironía. Fíjate que no me convence tu disculpa. No es mi problema.
Es tu problema. Quiero algo a cambio de lo que me hiciste. ¿O qué?