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(Contraportada) EL VIA-CRUCIS DE TODOS LOS HOMBRES Cristianos, creyentes y ateos. Indiferentes y sectarios. Traidores y leales. Honrados y sinvergüenzas. Monárquicos y republicanos. Demócratas, ácratas y autócratas. Lobos y corderos. Palomas y serpientes. Víctimas y verdugos. Intrigantes, tramposos y ladrones. Pobres y ricos. Con suerte o sin ella. Ambiciosos, conformistas y rebeldes. De cualquier ideología, partido o sindicato. Vencedores y vencidos. Vendedores y vendidos. En favor, en contra, o al margen de la Iglesia. Con la mano abierta o el puño cerrado. En coche, en moto, o simples peatones. De todos los hombres.
Porque todos, a la corta o a la larga; por las buenas o por las malas; al principio, al medio o al fin; por más que neguemos su existencia, recorreremos en nuestra vida este inevitable camino del VIA CRUCIS
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RAMON CUE, S. J.
EL VIA-CRUCIS DE TODOS LOS HOMBRES
MADRID 1978
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Con las debidas licencias
CUBIERTA: MEMLING «La Piedad». Detalle. Capilla Real de Granada.
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ÍNDICE
Se inaugura el museo de la injusticia .......................................................... 6 1.a Estación: Jesús es condenado a muerte ................................................ 6 Cuatro millones de milímetros cúbicos de cruz ........................................ 24 2.a Estación: Jesús carga con la cruz ....................................................... 24 Todas las piedras tienen un nombre.......................................................... 36 3.a Estación: Jesús cae por primera vez ................................................... 36 La esquina en que aguardan las madres .................................................... 44 4.ª Estación: Jesús encuentra a su Madre ................................................ 44 Un catedrático en la ciencia de llevar la cruz ............................................ 52 5. Estación: El Cirineo carga con la cruz de Jesús .................................. 52 La mujer que le robó la cara a Dios ......................................................... 63 6.a Estación: La Verónica limpia el rostro de Jesús ................................. 63 Volvió a tropezar en la misma piedra ....................................................... 71 7.a Estación: Jesús cae por segunda vez ................................................... 71 Y seguirán llorando todas las mujeres del mundo ..................................... 78 8.a Estación: Jesús habla a las hijas de Jerusalén .................................... 78 Los ladrones, más fuertes, no cayeron nunca ............................................ 89 9.a Estación: Jesús cae por tercera vez .............................................. 89 La venda que defiende nuestros ojos ........................................................ 97 10.ª Estación: Jesús es despojado de sus vestidos .................................... 97 Cristo no cobró nunca sus derechos de autor .......................................... 108 11.ª Estación: Jesús es clavado en la cruz .............................................. 108 Partida legalizada de defunción .............................................................. 123 12.a Estación: Jesús muere en la Cruz.................................................... 123 El regreso a la madre con la vida rota ..................................................... 133 13.a Estación: Jesús es descolgado de la Cruz ....................................... 133 Un sepulcro prestado para tres días ........................................................ 146 14.a Estación: Jesús es enterrado en un sepulcro ................................... 146
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A MARIA DE NAZARET, Madre, Doctora y Guía del Vía-Crucis. A NUESTRAS MADRES CRISTIANAS, que de niños, nos enseñaron a besar la cruz; y, ya hombres, nos ayudaron a cargar con ella. A TANTAS MUJERES DEL MUNDO, anónimas y silenciosas, que acompañan y confortan a los hombres en su Vía Dolorosa.
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SE INAUGURA EL MUSEO DE LA INJUSTICIA
1.a Estación: Jesús es condenado a muerte
Un amigo arqueólogo me había asegurado bajo palabra y garantía profesional que se conservaba en Jerusalén el lugar exacto que sirvió de escenario histórico para la Primera Estación del Vía-Crucis. Es decir, el sitio auténtico en que el Gobernador Romano, Poncio Pilato, montó el aparato externo jurídico para condenar a muerte a Cristo. Que no se trataba solamente de una mera localización del edificio que albergara el tribunal, sino de la misma sala concreta en la que se sentó solemnemente el Gobernador para dictar la sentencia de muerte y lavarse las manos. Más todavía: afirmaba mi amigo arqueólogo que se había descubierto la pavimentación auténtica del Tribunal, las mismísimas losas romanas que sostuvieron la figura hierática y atropellada de Cristo, cuando Este oyó decir oficialmente al Gobernador Romano: «Reus es mortis» «Quedas condenado a muerte». De ser esto verdad —y la solvencia de mi amigo era incuestionable— la humanidad había rescatado y estaba en posesión de uno de los lu6
gares más sensacionales de la historia: la sala auténtica del Tribunal en la que se pronunció la sentencia más injusta de todos los tiempos. No pude descansar esa noche pensando en la visita que iba a realizar a la mañana siguiente. La noche entera transcurrió en una ininterrumpida sucesión de sueños y vigilias, en que se mezclaban, sin fronteras claramente delimitadas, las fantasías y los recuerdos, las vivencias y las pesadillas. Esa noche comprendí un poco mejor la alucinante novela «El Proceso», escrita —y vivida— por otro judío, Kafka, con retazos mal hilvanados de sueños, duerme-velas y realidades. Mi amigo arqueólogo no había querido adelantarme detalles concretos del descubrimiento sensacional. Insistió en que debía yo solo, sin prejuicios ni previas ambientaciones, enfrentarme con el hallazgo. Tan sólo me dio la localización: está en el interior del actual Convento de las Damas de Sión, en el arranque de la Vía Dolorosa, cerca de la explanada del Templo, sobre el viejo solar de la Torre Antonia. Y allá me dirigí la mañana siguiente, liberado ya de mi noche angustiosa. Pero iba disgustado porque llegaba con retraso. Yo hubiera querido hacer ese camino hacia el Pretorio a la misma hora en que lo recorrió Cristo: y pisar las losas romanas del Tribunal, a la hora —aproximada al menos— en que Cristo las pisó; es decir, «al alba», según el dato de San Juan en su Pasión; en nuestro horario, alrededor de las seis de la mañana. Y yo me había dormido. Después de una noche alborotada y sudorosa de sueños y pesadillas, caí, ya rendido, de madrugada; cuando había calculado precisamente salir para el Pretorio. Llevaba cuatro horas de retraso. Como siempre. Parece que es mi triste y vergonzoso sino llegar siempre tarde a las citas de Cristo. Mientras yo dormía, destrozada mi sensibilidad, Cristo había sido conducido ya ante el Gobernador Romano. A estas horas, las diez de la mañana, en que yo me apresuraba hacia el Pretorio, ya estaba muy adelantado el Proceso de Cristo. Por eso apreté el paso y traté de encontrar atajos a través de las callejuelas del Viejo Jerusalén. Pronto la fatiga me obligó a detenerme. Entonces comprendí que caminaba cuesta arriba. Y recordé un dato más de San Juan, que estaba yo reviviendo en mi acelerada respiración: el Pretorio en que Jesús fue juzga7
do y condenado, quedaba en uno de los puntos más elevados de la ciudad; y era designado vulgarmente por una palabra hebrea que recoge San Juan: «Gabbatha», es decir, cumbre o altura. No empezaba mal la verificación de los datos arqueológicos. Evidentemente yo estaba subiendo; la cuesta había frenado mis prisas; y en la breve pausa que me impuso, le di mentalmente las gracias a mi amigo arqueólogo por no haberme adelantado ningún dato. Es más sabroso irlos verificando y descubriendo personalmente. Cuando al fin remonté la cuesta eran las diez y cuarto de la mañana. Inmediatamente localicé, a mi izquierda, el Convento de las Damas de Sión, fundadas por dos judíos alsacianos convertidos; los Padres Alfonso y Teodoro de Ratisbona en 1842, para dedicarse en apostolado, oración y sacrificio a la conversión, de los judíos. Trece años más tarde el Padre Alfonso de Ratisbona empezó a comprar en Jerusalén unos viejísimos y abandonados solares; hacinamiento informe de escombros y basuras, encrespamiento de malezas y aullidos de gatos salvajes, que algunos sospechaban corresponder al posible emplazamiento de la Torre Antonia, cerca de la explanada del Templo. Terminado el Convento y su instalación sobre un solar presuntamente sagrado e histórico, las Damas de Sión, ayudadas y dirigidas por la prestigiosa Escuela de Arqueología de los Padres Dominicos de Jerusalén, presidida por el instinto histórico y místico del Padre Vincent, comenzaron las excavaciones en el subsuelo del Convento. La búsqueda más intensa y afortunada coincide con la etapa de 1927 a 1932. Fue entonces cuando apareció el Pretorio. Y yo quería verlo y verificarlo. Por eso estaba pulsando con impaciencia el timbre de la puerta; y porque a las diez y cuarto de la mañana, a finales de Marzo, el sol ya molesta en Jerusalén. Un sol, que sin consideración, caía sobre mí, fatigado ya y sudoroso. Por eso insistí apretando nuevamente el timbre. A mi segunda llamada se abrió la puerta. En la fresca penumbra apareció una religiosa, Dama de Sión, qué reaccionaba ante mi impaciente repiqueteo del timbre con una serena y natural sonrisa. 8
No tuve tiempo de formular mi deseo. Lo debía gritar en mis ojos. Por eso, adelantándose a mis palabras, me invitaba la religiosa en un inglés de acento internacional; —Pase, pase. Padre... Ya dentro del vestíbulo le expuse mi propósito; —Madre, quisiera visitar, si es posible, el Litóstrotos... Pero ella ya iba delante, abriendo camino y sirviéndome de guía: —Naturalmente, Padre; con mucho gusto. Sígame, por favor. Disculpe que pase la primera; así le enseño el camino... Y la seguí. No me preguntéis por dónde; ignoro si atravesamos salas, patios o corredores. Yo solamente atendía a seguirla; y ella también parecía tener prisa como yo. Hasta que abrió una puerta y se volvió para advertirme: —Cuidado ahora, Padre; vamos a bajar una escalera. Y encendiendo una luz eléctrica desapareció por el hueco. Indudablemente estábamos bajando al sótano del Convento. La escalera, empinada y estrecha, nos obligaba a descender con lentitud. Nos acercábamos, evidentemente, al Pretorio, al Tribunal en que Cristo fue condenado a muerte. Por eso, cuando pisamos ya el plano, yo miré a mi alrededor, escrutando los rincones y buscándolo con mis sentidos tensos, mientras oía que la Dama de Sión me reclamaba desde otro hueco que se abría en el sótano: —No, Padre; no está aquí; más abajo, más abajo... Y tuve que dirigirme al segundo hueco de escalera por el que ella había empezado ya a descender. —¿Más abajo? —preguntaba yo con extrañeza. —Sí; más abajo, más abajo —iba repitiendo ella delante de mí, mientras descendíamos, y ahora más lentamente, por una segunda escalera que perforaba atrevidamente el subsuelo de Jerusalén. —Más abajo, más abajo, más abajo... ¿Me lo seguía advirtiendo ella o me lo iba repitiendo yo? O era un eco en la resonancia misteriosa de la historia... No podría asegurarlo; pero sí, que aquel inesperado segundo tramo de escalera subterránea, me parecía interminable, angustioso, infinito. No en vano estábamos bajando dos mil años de historia. 9
Cada escalón equivalía a un descenso de medio siglo... Sobre todo, no en vano estábamos bajando hasta la cota máxima de la injusticia entre los hombres: condenar a muerte a la misma Inocencia y Justicia de Dios. Nosotros bajábamos escalón tras escalón, pausadamente. Pilato lo hizo de un solo golpe y con una sola frase: «Eres reo de muerte.» Me acordé de El Dante en su descenso al Infierno. Virgilio era su guía. A mí también me parecía estar bajando al abismo de otro misterioso Infierno: el de la Justicia humana que se atreve a condenar a Dios. Mi guía, esta vez, era una mujer, una virgen. Y una Dama. ¿Se llamaría Beatriz cómo la Dama que guio a El Dante en el Paraíso? Mi camino conciliaba entonces Infierno y Paraíso. Infierno de condena para Dios. Paraíso de liberación para los hombres. ¿Se llamará Beatriz? No pude preguntárselo. Habíamos llegado. La voz de mi guía me situó bruscamente en la realidad: —Padre, éste es el Pretorio. Aquí el Señor fue condenado a muerte... Hubo una breve pausa de silencio infinito. —Lo dejo. Padre. Preferirá quedarse solo en este sitio. Y sin esperar mi respuesta* la Dama de Sión desapareció de mi vista y comenzó a subir las escaleras. Sus pasos se fueron perdiendo y alejando, perceptibles primero hasta alcanzar el sótano; casi perdidos después al irse alejando, por el segundo tramo ascensional hacia el sol y el aire alegre de aquella mañana luminosa de Marzo... Hasta que se hizo el silencio absoluto. Entonces me sentí abandonado y solo en la profundidad abismal de mi descenso. *** Todo quería verlo y devorarlo con los ojos al mismo tiempo en un hambre de verificación histórica. Arriba, me cubría y abrumaba una bóveda demasiado baja. No me interesaba. Su misma curvatura, trazada pocos años hacía, para sostener el 10
sótano, me empujaba insistentemente a que mirara abajo, al pavimento que estaba pisando. Bajé los ojos, los paseé lentamente como una asombrada caricia por todo el enlosado y me quedé mudo de emoción. Era una superficie como de unos doscientos cincuenta metros cuadrados, cubierta toda ella por desmesuradas losas romanas. Luego me confirmaron exactamente mis cálculos: de metro, a metro y medio de largo. El espesor alcanzaba el medio metro. Estaban todas surcadas por unas estrías paralelas, como pequeños canales, para recoger el agua de la lluvia, ya que estas piedras correspondían al enlosado de un patio abierto a la intemperie. Y tenían grabadas en el granito unas figuras misteriosas; signos y señales de un juego en el que intervenían los dados y al que se dedicaban los soldados romanos entreteniendo sus ocios en los turnos de guardia. El juego consistía en un camino zigzagueante en forma de laberinto, por el que se llegaba a una corona real, meta del ganador y grabada con énfasis en el granito. Todas las curvas del camino estaban señalizadas con una palabra griega, misteriosamente repetida: «Basileus». «Rey». Esta vez el vencedor iba a ser Cristo, a quien los soldados romanos ceñirían una corona regia de espinas. Y el mismo gobernador redactaría la lápida conmemorativa, mandándola colocar sobre su cabeza: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos.» Tablero de juego, en tamaño natural, correspondiente al patio romano de la Torre Antonia y descrito por San Juan en la Pasión con otra palabra griega: «litóstrotos», que quiere decir «enlosado». Allí, en el Litóstrotos, como a las once de la mañana mandó montar Pilato un Tribunal, una tarima o tribuna en semicírculo y sobre ella, entronizada la silla curul. Hacía veinte siglos. De pronto me pareció que por encima de mi cabeza desaparecía la bóveda baja que me albergaba, con toda la edificación superpuesta del Convento, hasta que apareció, altísima, la bóveda del cielo. Una catarata de sol se estrelló contra el enlosado del Litóstrotos. Levanté más los ojos: arriba en los cuatro ángulos del patio se erguían, en el azul, las cuatro torres romanas que lo flanqueaban, como cuatro altísimos centuriones, romanos... Me envolvió un griterío invisible en un oleaje creciente y chillón que me desgarraba los oídos: —¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! 11
Bajé los ojos. En la silla curul sobre la tarima del Tribunal, estaba sentado el Gobernador Poncio Pilato. Se lavaba las manos solemnemente en una jofaina de plata. Sobre el frío enlosado del pavimento había unos pies desnudos. Los pies de un reo. Fui subiendo los ojos por ellos, lentamente, hasta llegar a los de Jesús, tristes y serenos, que me asaeteaban reclamando piedad y formulando reproches al mismo tiempo. Un eco trágico seguía repitiendo, como un trueno lejano y eterno, que nunca muere, la sentencia más injusta de la historia: —Eres reo de muerte. Caí de rodillas sobre el viejísimo pavimento romano hasta tocar con mi frente la superficie pulimentada del granito. —Eres reo de muerte —repetía la sentencia revolando a mi alrededor con locos aletazos, como un ciego y repugnante pájaro negro que gira y gira en el Litóstrotos desde hace dos mil años: —Eres reo de muerte. No sé cuánto tiempo estuve así de rodillas. En la eternidad del Litóstrotos se pierde toda nación de tiempo. Cuando al fin levanté la cabeza advertí unas gotas liquidas y transparentes que salpicaban el granito del suelo a mis pies. Sí; es verdad; podrían ser lágrimas de mis ojos. Habían llorado. O podrían ser salpicaduras del agua con que Pilato se lavó espectacularmente las manos. Terrible incógnita para el hombre que se interroga sobre la autenticidad de su llanto y de su amor a Dios. ¿Lágrimas de verdad o agua mentirosa de autojustificación? ¿Auténtico llanto del corazón? ¿O repetición del agua cobarde de Pilato? No lo sé. Lo sabe Dios. *** Me seguía impresionando aquel pavimento enlosado de poderosas y robustas piedras romanas.
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¿Cómo pudieron aguantar, sin pulverizarse, aquella Injusticia? La condenación oficial de la Inocencia Oficial. Si alguna vez existió en un hombre la inocencia absoluta fue entonces, en Cristo. Aguantaron las losas romanas; no en vano forman una costra impenetrable y acorazada de granito con medio metro de espesor. Aguantaron la farsa repugnante de aquel juicio: un reo que llega ya prejuzgado y condenado de antemano. Con falsas acusaciones y con testigos comprados. Un juicio sin abogado defensor. Sin una sola voz que se alce en su ayuda. Un juicio en que el fiscal adquiere presencia y voz multitudinaria de turba amotinada y ronca, borracha de odio. Un fiscal que es toda la humanidad entera. Un juicio en que el juez repite en público, obsesivamente, hasta el sarcasmo, que el reo es inocente, que no encuentra motivo de condena; y, sin embargo, termina condenándolo. Un juicio en que, al fin, un chantaje político decide y arranca la sentencia: «Si no lo condenas, no eres amigo del César». Y fue condenado. A muerte. ¿Cómo pudieron estas piedras, por duras que parezcan, aguantar tamaña Injusticia? Las miré, escrutándolas, una vez más. Y me dio la impresión de que ellas, a su vez, me miraban a mí, pidiéndome comprensión y piedad. En cada uno de los poros de su granito se abrió un ojo minúsculo, pero vivísimo, como una pupila de alfiler, y todo el enlosado romano me contemplaba con aquella mirada, desgarradora y muda de infinitas pupilas suplicantes... Me dio pena, inmensa pena, de aquellas losas romanas destinadas a aguantar en su piel tan humillante sentencia. Comprendí su color marfileño, de cutis sin sangre, amarillo de vergüenza, pálido en desmayo de una vida que se va... Y en ese instante adiviné el porqué de su ocultamiento durante veinte siglos. Fueron estas mismas losas, avergonzadas por la injusticia de los hombres, las que reclamaron su propia desaparición. Sentí el clamor que subía desde el granito humillado hasta las cuatro torres vigías que desde arriba se asomaban al Litóstrotos. Las losas del pavimento suplicaban a las piedras de las torres: —Caed sobre nosotras, sepultadnos bajo el peso de vuestros escombros. Escondednos de la vista de los hombres. Libradnos del sol y de la luz 13
que iluminan nuestro estigma. ¿Cómo podéis aguantar, torres erguidas, tanta ignominia? ¿Qué hacéis de pie en la altura, si la misma Justicia ha rodado por los suelos? Desplomaos sobre nosotras; aplastadnos, escondednos, sepultadnos. Y cayeron las Torres. Los mismos romanos, en la conquista de Jerusalén por las legiones de Tito, se encargaron de derrumbarlas cuarenta años después de la muerte de Cristo. «Y no quedó piedra sobre piedra.» Las guerras y los asedios, que cien veces asolaron a la ciudad sagrada de Jerusalén, fueron amontonando escombros sobre escombros. El grosor de las ruinas superpuestas llega a alcanzar los nueve y diez metros de altura. En la profundidad de su desaparición, aplastadas por toneladas y toneladas de ruinas y escombros, las piedras del Litóstrotos escondieron su vergüenza durante veinte siglos. *** Pero las piedras del Litóstrotos se engañaron en sus cálculos. Habían imaginado, y con razón, que después de la suprema injusticia que condenó a Cristo, ya no volvería a haber más injusticias sobre la tierra; que la condena de Cristo iba a traer la justicia al mundo; que en ningún lugar de la tierra se perpetraría ya el más mínimo atropello; y, por tanto, ellas solas iban a ser las únicas piedras injustas del universo, marcadas a fuego, en su carne viva, con el más vergonzoso estigma. Por eso habían podido desaparecer. Porque bastaba ya un solo condenado inocente, Cristo. Fue tan infinita esa injusticia que al pagar Dios ese precio, había comprado ya la justicia para todos los hombres. Y ya no habría tribunales arbitrarios, ni jueces vendidos, ni testigos comprados, ni chantajes, ni atropellos, ni condenas de los inocentes y de los débiles... Reinaría la Justicia en todas partes. Así lo pensaron las piedras del Litóstrotos. Y así lo había planeado también el Padre al entregar a su Hijo. Pero la maldad de los hombres hizo fracasar los planes de Dios. Dos mil años aguantaron las piedras avergonzadas del Litóstrotos su voluntario escondimiento, aplastadas y borradas de la geografía por ingen14
tes escombros. Dos mil años sin atreverse a levantar su frente humillada, esperando que se impusiera la justicia en la tierra. Hasta que se cansaron de esperar. Y reclamaron de nuevo su aparición para echar ahora en cara a los hombres todas sus cuotidianas injusticias y enfrentarlos a la condena de Cristo. Reclamaron a gritos su aparición. Y vinieron las Damas de Sión, los arqueólogos y los escrituristas, los técnicos excavadores y los obreros. Un lamento de siglos los llamaba y atraía misteriosamente desde las ciegas profundidades en el subsuelo de Jerusalén. Picos y palas, excavando amorosamente la tierra, seguían instintivamente la llamada subterránea que los guiaba. La justicia, aplastada y olvidada, imponía su voz inflexible atravesando millones de kilos de escombros, y dos mil años de olvido. Hasta que apareció el pavimento entero del Litóstrotos, como un inmenso pergamino desenrollado con una viejísima condena escrita en sus losas. Pero esta vez la sentencia condenatoria se volvía contra toda la Humanidad y en nombre de Cristo atropellado denunciaba valientemente la injusticia con que, unos a otros —grandes y pequeños, altos y bajos, pobres y ricos, débiles y poderosos—, nos condenamos mutuamente, todos los días, hermanos contra hermanos. Y yo estaba entonces contemplándolo, extendido a mis pies, el Litóstrotos de-Cristo, acusándome y acusándonos. Volvía a ser un tribunal que nos citaba en sus piedras a todos los hombres para pedirnos cuentas, en nombre de Cristo, de nuestras injusticias con los demás. Yo lo miraba y lo miraba, subyugado y despavorido al mismo tiempo. Porque ya no era solamente el tribunal concreto que el siglo primero condenó a un Hombre Dios, a Cristo, personaje de la historia. Era un tribunal eterno y universal, de todas las épocas, para todos los hombres, en la más sangrante actualidad.
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Ya no era una pura y venerable reliquia arqueológica de un pasado muerto, cotizable sólo como una pieza de museo. Era una pavorosa realidad de un presente vivo, en perenne exigencia condenatoria. Yo vi, con pasmo y con miedo, cómo iban desapareciendo a mi alrededor las paredes circundantes que encuadraban y ceñían el pavimento del Litóstrotos. Yo vi cómo, al mismo tiempo, huía la bóveda y se esfumaba el convento de las Damas de Sión, mientras simultáneamente las losas romanas iban subiendo y subiendo hasta emerger y situarse en el mismo nivel exterior de la actual ciudad de Jerusalén. Yo vi, con ojos desorbitados, cómo crecía y crecía el Litóstrotos a mi alrededor, ensanchándose simultáneamente por los cuatro puntos cardinales. Como si el Litóstrotos fuera un volcán en erupción y la lava irresistible y viva de sus losas romanas, avanzara y avanzara en todos los sentidos, recubriendo toda la superficie de la tierra; curvándose más y más hasta envolverla y enlosarla totalmente. Ya el Litóstrotos no era un pavimento de doscientos cincuenta metros cuadrados. Había crecido desmesuradamente: era ahora un pavimento que alcanzaba los quinientos diez millones de kilómetros cuadrados; igualaba, cubría y forraba con sus losas la superficie entera de la tierra. Nuestro planeta giraba en los espacios como un alucinante y gigantesco tribunal, en el que los hombres nos condenábamos injustamente, unos a otros; sin cansancio, sin reposo ni tregua; en la sucesión de los días y las noches, sin respetar el turno de las estaciones; acumulando año tras año, siglo sobre siglo, odios, injusticias, malquerencias y atropellos. En su vuelo estelar, entre el tiempo y el espacio, la tierra era un Litóstrotos volante, donde cada hombre, al mismo tiempo que se sentía condenado por los otros, condenaba él a su vez a los demás. No hay ni un solo palmo de tierra de este mezquino planeta donde un Pilato, siempre redivivo —cobarde, injusto, ambicioso, vengativo, cruel o aprovechado— no haya montado su tarima y entronizado su silla curul, para condenar a algún inocente. Cada uno nos erigimos en juez de los demás; y lo condenamos primero en el tribunal privado de nuestros pensamientos, para formular después públicamente la sentencia, en la conversación, la tertulia, el café... También las reuniones técnicas de consulta y asesoramiento se convierten muchas veces en tribunales donde se condena en falsos o exagerados testimonios, a un hermano ausente que conviene e interesa despresti16
giar y eliminar. Hay informadores, oficiales y oficiosos, que se dedican glotonamente a redactar actas de acusación. Hay corresponsales epistolares que todos los días, para poder conciliar el sueño, con la satisfacción de un deber cumplido, tienen que escribir una carta a las alturas correspondientes, con denuncias o condenas de algún prójimo. Y los hay, tan cobardes y repulsivos, que ni siquiera se atreven a dar la cara y escupen la envidia acusadora en una carta anónima que es un hijo sin padre, o mejor, una hija de mala madre... Y hay —colmo de la injusticia y la cobardía— quien desde la altura de su silla curul se atreve a condenar a un inferior por el testimonio mezquino de un anónimo. Aprovechamos todos los medios de comunicación a nuestro alcance para acusamos, juzgarnos y condenarnos: cartas, telegramas y teléfono; consultas y encuestas; prensa, televisión y radio. Repetimos, naturalmente, si es necesario —como en el juicio de Cristo—, el chantaje político: «no eres amigo del César». O en nombre de la religión nos rasgamos las vestiduras al mismo tiempo que hacemos trizas la honra de nuestro hermano: «es un blasfemo, ¿qué mayor testimonio queréis?». Así veía yo la tierra, convertida en un gigantesco Litóstrotos, en un vocinglero tribunal hirviente de odios y rencores, rodando pesada, torpe y triste, en los espacios, con su carga de tres mil millones de hombres, de condenados, unos a otros. *** Hasta que volví a la realidad y caí en la cuenta de que en ese momento me encontraba yo solo, completamente solo, en uno de los lugares más misteriosos y trágicos del universo. Giré la cabeza a mi alrededor: nadie. Vacío absoluto. La bóveda me producía ahogo. Situado en el subsótano del convento, me sentía como perdido en el centro de la tierra. Del exterior, lejano y hermético no me llegaba el más mínimo ruido. Ni un eco siquiera. No percibía ni el latido de la tierra cuyo seno me rodeaba. Como si se hubiera parado, sin latidos ya, el corazón del universo. Sentí la angustia de las cárceles. El aislamiento pavoroso de los presos en celdas de castigo, con paredes de corcho y locura de silencio. Me parecía vivir en una cámara de tortura; un reflector brutal me apuñaló la 17
cara: —«¡habla! ¡habla! ¡confiesa de una vez!»— me urgía, en las tinieblas, una voz sin rostro. —¡Habla, es inútil resistir! Aunque grites, pidiendo auxilio, nadie va a oírte. Nadie. Habla de una vez.
*** Cuando volví a abrir los ojos seguía arrodillado. En cuclillas. Y sudaba. No había nadie. Y sin embargo, Alguien estaba allí conmigo. Lo sentía. Escruté todos los rincones sin lograr localizarlo. Estaba en todas partes. Lo invadía todo. Pero el recinto permanecía vacío. Pavorosamente vacío. Y desolado. Como inútil. Sin destino. ¿Por qué no se le habría buscado una finalidad? El local ofrecía tentadoras posibilidades y sugerencias. Y empecé a redactar una imaginaria lista de destinos y aplicaciones. Aquí, en el Litóstrotos, se debía convocar un Congreso Internacional de Justicia, para ratificar, una vez más, los Derechos Humanos. Aquí, precisamente, donde la justicia humana había atropellado los Derechos Divinos. Pero, ¿es que se pueden respetar de verdad los Derechos Humanos si no se respetan, como clave y cimiento jurídico, los Derechos de Dios? Qué concentración, aquí, de todos los jueces de la tierra, con su colección completa de sentencias, cada uno, encuadernada, debajo del brazo. Qué asamblea de fiscales, con su habilidad maquiavélica de artimañas y su destreza de artilugios acusatorios. Qué reunión de abogados defensores, vendidos de antemano, antes de comenzar el pleito. Qué repugnante hormiguero de testigos falsos y comprados, con el hedor de su juramento en su boca podrida. Al día siguiente, cuando aún apeste el Litóstrotos, una reunión plenaria de todos los culpables y criminales que han sido absueltos solemnemente por la Justicia humana. Son tantos, que habría que organizar, días y días, turnos diversos. La última asamblea, después de desinfectar la sala del contagio y el olor de las anteriores muchedumbres, sería para convocar, presididos por Cristo, a todos los Inocentes condenados jurídica y solemnemente a lo largo de la historia por todos los tribunales civiles, militares, políticos, religiosos y eclesiásticos. ¿Cuántos turnos harían falta? 18
Sólo Dios lo sabe. Y, ¡claro que lo sabe! Afortunadamente. *** Todas estas sucesivas asambleas y concentraciones no obstan para instalar definitivamente en el Litóstrotos el Archivo completo de las injusticias humanas. La colección íntegra de todos los procesos falsos y mentirosos. Aunque tengamos más toneladas de papel y de injusticia que espacio donde archivarlas, todo cabría en el Litóstrotos: la técnica moderna reduce y aprieta todos los voluminosos legajos de un proceso en una breve cajita de microfilmes. Injusticia concentrada. Por más que ya todos estos procesos los tiene Cristo archivados en su cerebro, donde los conoce; y en su corazón, donde le duelen. En Cristo está la verdad y la justicia de todas las cosas; por mucho que los hombres las hayamos falsificado. El proceso del asesinato de John Kennedy dicen que está encerrado en una caja fuerte que sólo podrá abrirse a los setenta y cinco años de su muerte; cuando hayan desaparecido todos los posibles colaboradores de la generación asesina... Todos los procesos injustos de la humanidad, archivados en la Caja Fuerte del Litóstrotos, serán mostrados públicamente a la luz de la verdad, cuando hayan pasado todas las generaciones mentirosas de los hombres: cuando sea congregada la última asamblea total de la humanidad, en la que Cristo dirá la última y definitiva palabra. Mientras tanto, el Litóstrotos de Jerusalén sigue siendo: la Catedral de la Injusticia, el Archivo de las Falsificaciones, el Museo de Cera de los jueces vendidos, la Cámara blindada de las Torturas: aquí azotaron a Cristo y lo coronaron de espinas, la Celda de los Castigos, la Cheka subterránea, la Caja Fuerte de las Trampas y las Mentiras. El año 1933, al cumplirse los dos mil años de la sentencia injusta contra Cristo, un grupo de juristas judíos revisó en Jerusalén el proceso de Pilato, rectificó la sentencia y rehabilitó a Cristo. 19
Inútil, aunque digna, rehabilitación. Lo que quiere y exige Cristo es que dejemos ya de condenarnos los hombres, unos a otros, injustamente. Este es el sentido de la Condena Injusta que Cristo aceptó; reconciliarnos con su Padre para que nos reconciliáramos luego unos con otros. Esta es la Verdad que trae Cristo. Aquí Pilato interrumpió bruscamente el proceso para hacerle a Cristo la gran pregunta: Y, ¿qué es la Verdad? Pero —¿tuvo miedo a la respuesta?, ¿miedo a la verdad?— le volvió la espalda a Cristo que se quedó con la palabra en la boca. Aquí sigue, aleteando, en el Litóstrotos, la Verdad de su respuesta. *** Un ruido extraño vino bruscamente a romper mi meditación. Venía del exterior y se iba acercando gradualmente. Alguien bajaba con prisa el tramo superior de escalera. ¿Quién podría ser? Parecía una sola persona. Y mujer, por las pisadas breves, ligeras y menudas. Una mujer. Y me acordé entonces de que fue precisamente una voz femenina la única que se aventuró en favor de Cristo, en aquel preciso lugar, mientras lo estaban juzgando. Todos los hombres, hasta los pocos amigos con influencia en las alturas políticas, enmudecieron entonces y se agazaparon en las sombras. Como hoy. Como siempre. Sólo habló una mujer: Claudia Prócula, la esposa del Gobernador Poncio Pilato, quien mandó a su marido, mientras actuaba en el tribunal, un recado femenino, apresurado y urgente: No lo condenes; es un justo, un inocente. Lo supo en sueños. O lo intuyó. Para una mujer es casi lo mismo: sueño o intuición. Para Pilato, el juez, no sirvió de nada; precisamente por eso: sueños y visiones y corazonadas de mujeres. Fue lo único que se alzó en favor de Cristo. Sin valor ninguno jurídico. Y lo condenaron. 20
El recado le llegó a Pilato, interrumpiendo el juicio, con prisa femenina, como de puntillas. Igual que esa mujer, que bajaba ya, con pisadas cada vez más presentes, por la segunda escalera. Hasta que se hizo visible. Era la misma Dama de Sión que sirviéndome de guía me había conducido hasta el Litóstrotos. —Perdone. Padre, que le interrumpa —me dijo acercándose—, es que no me acordé de indicarle antes otro descubrimiento arqueológico muy interesante que está aquí mismo y que debe usted visitar. Venga conmigo. Y me encaminó a otro hueco de escalera que seguía ahondando y perforando el subsuelo de Jerusalén. A medida que descendíamos un ambiente, húmedo y fresco, que subía a nuestro encuentro, nos iba envolviendo. —No le extrañe. Padre —comentaba mi guía—, nos acercamos a las dos grandes piscinas subterráneas, situadas debajo del Litóstrotos. Se trata de los depósitos de reserva, que abastecían de agua a la fortaleza Antonia en caso de guerra o de asedio. Mírelos. Efectivamente, estábamos al borde de dos cisternas rectangulares y paralelas de idéntico tamaño, forma y construcción. —Son, como ve, obra romana, anterior a Cristo; dos cisternas con más de dos mil años de vida. Las incisiones paralelas, talladas arriba en el pavimento del Litóstrotos, patio abierto al aire libre, conducían, por sus minúsculos canales, el agua de la lluvia, que era luego recogida en estos depósitos de piedra, en donde desembocan también invisibles manantiales subterráneos. Milenarios depósitos; pero, como puede comprobar, están aún en uso. Un chapuzón en estas cisternas podría ser peligroso para quien no sepa nadar —sonrió la Dama de Sión—, el agua tiene dos metros de profundidad. Y además, está muy fría. Casi helada. Yo contemplaba en muda sorpresa aquellas dos líquidas superficies. Me ofrecían todo el misterio inmóvil de las aguas quietas en las piscinas subterráneas. La quietud estática y la sombra negra convertían sus pulimentados planos en dos viejísimos espejos, cuyo azoque, en muchas partes, parecía opaco y roto. De pronto contemplé mi propia imagen, solitaria, reflejada en el agua. Estaba otra vez solo. Volví la cabeza en busca de mi guía. La Dama de Sión había vuelto a esfumarse, discretamente, sin darme yo cuenta. 21
Empecé a sentir frío. Una humedad gélida me llegaba a los huesos. El hielo de la injusticia hace tiritar al hombre despojado y desnudo de sus más elementales derechos, en la más desolada de las intemperies. Y en las cisternas no había agua: estaban llenas de lágrimas. Llanto acumulado de siglos y generaciones. Por ocultos e invisibles canales, la humanidad, desde todos los rincones de la tierra, vertía aquí el llanto seco, y quemante que abrasa los ojos al sentirse víctima injusta de un atropello. La injusticia no arranca chorros de lágrimas. Se llora poco. Se sufre más. Cada lágrima es un río concentrado de llanto. Sin embargo, las dos cisternas estaban colmadas, hasta rebosar. Pobre humanidad. Miríadas de generaciones estrujadas. Me helaba. No podía más. Me sentía solitario e indefenso en medio de un glaciar. Y subí corriendo la escalera hacia el Litóstrotos. Necesitaba el calor de Cristo; esas brasas siempre encendidas que nos ofrece a todos los desvalidos el amor de su Divina Condena. Efectivamente, en el Litóstrotos, junto a Cristo, condenado injustamente, empecé a entrar en calor. Calor reconfortante que me desentumecía y alegraba los huesos helados y rotos. Y volví a caer de rodillas sobre el prodigio de aquellas asombrosas piedras redentoras. —Gracias. Señor, por tu Condena a muerte. Podías habernos redimido sin pasar por la humillación y vilipendio de los tribunales, con una muerte gloriosa y heroica, provocada por la violencia de un puñal, en un asesinato, una emboscada, un secuestro. Víctima de la violencia física que derramara tu sangre. Pero intacto tu prestigio y tu fama; sin la refinada violencia moral que te apuñaló jurídicamente en el nombre sacrosanto de la ley, declarándote culpable. Eres un reo vulgar. Gracias, Señor. La sentencia de Pilato, como exigía en estos casos el derecho romano, fue comunicada inmediatamente a Roma, donde quedó archivada para siempre en la Dirección General de Seguridad. —Gracias. Señor; has querido pasar para siempre a la historia con «antecedentes penales». En los archivos de la justicia humana tienes una ficha irredimible: reo de muerte. Tu peligrosidad social alcanzó el máximo nivel. Condenado a muerte con dos vulgares atracadores de caminos. 22
Y por esta ficha tuya, infamante e injusta, son quemadas para siempre nuestras justas fichas de merecida y culpable condenación; son destruidos los archivos de nuestras comprobadas injusticias personales y se nos concede un edicto plenario de absolución. De amor. Por tu condena a muerte. Gracias. Señor.
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CUATRO MILLONES DE MILÍMETROS CÚBICOS DE CRUZ
2.a Estación: Jesús carga con la cruz Todos los viernes, a las tres de la tarde, se celebra un Vía-Crucis público por las calles de Jerusalén. Es ésta una de las vivencias más entrañables que puede experimentar un cristiano. Pero nadie se ilusione imaginando que van a coincidir sus pies, pisada sobre pisada, en las mismísimas piedras que pisó Cristo cargado con la cruz, ya que este pavimento histórico y divino queda sepultado a diez o quince metros de profundidad, bajo sucesivos oleajes de escombros. Sin embargo, el camino del Vía-Crucis, arriba, avanza paralelo al itinerario enterrado abajo. Jerusalén se iba reconstruyendo sobre los mismos planos, conservando tenaz y fielmente el mismo viejísimo y milenario trazado de sus calles. Es como si el tronco, mil veces desmochado y enterrado, retoñara, más arriba, tozudamente, en el mismo sitio; porque las raíces —los primeros cimientos— imposible extirparlas, anudadas allá abajo, permanecen vivas e intactas. Tal vez sea Jerusalén el núcleo urbano con raíces más profundas, de diez a quince metros, en sentido vertical. El pavimento auténtico que pisó Cristo se conserva actualmente sólo en la primera y en las cinco últimas estaciones. El Litóstrotos y el Calvario. Con sólo unir estos dos extremos, siguiendo el laberinto tradicional de calles, esquinas, encrucijadas y cuestas, se reconstruye en el plano de la 24
actual Jerusalén, calcado y superpuesto al antiguo, el camino del VíaCrucis. El trozo medió, de la quinta a la séptima estación, se sigue llamando oficialmente «Calle de la Amargura». Los otros tramos tienen sus nombres peculiares, árabes o judíos. Pero, es igual; lo de menos son los nombres de las distintas calles. Todo el itinerario, de la primera a la última estación, de la condena a muerte hasta la cruz y el sepulcro, todo es calle de la Amargura, Camino del Calvario o Vía Dolorosa. El. Vía-Crucis no lo hacen los nombres de las calles, el Vía-Crucis lo hace un hombre que camina por las calles —las que sean— con la cruz a cuestas. Desde un Tribunal injusto que le carga el madero de la Cruz sobre los hombros, hasta un montículo, el Calvario, donde le clavan y le ponen a El sobre esa misma Cruz. Esquema simple; pero inevitable y eterno. No es cuestión de letreros. A pesar de los nombres escritos en sus esquinas —bellos, gloriosos, anecdóticos o pintorescos— todas las calles, de todos las ciudades del mundo tienen un nombre en común que las iguala y unifica: todas se llaman «Calle de la Amargura». La primera calle la roturaron los pies de Adán y Eva que abandonaban a sus espaldas un Paraíso Perdido. Y a los pocos metros, tras sus primeros pasos, en el primer árbol con que se cruzaron ya había un cartel señalizador, con una flecha que apuntaba hacia adelante y un letrero que anunciaba: «Calle de la Amargura». Calle madre y matriz de todas. Todas arrancan y parten de aquélla. Por ese primer hilo se llega al ovillo y a la madeja actual del laberinto urbano —calles, avenidas, paseos, bulevares, callejas y pasadizos de todos los pueblos, aldeas, villas y ciudades del universo. Cualquier anónimo camino que inaugure y estrene un hombre en el campo, el monte, la selva o el desierto, empieza a llamarse, y a ser, automáticamente, «Calle de la Amargura». Porque por todas estas rutas e itinerarios, desfilamos los hombres, tarde o temprano, al medio, al fin o a lo largo de toda la vida, con nuestra cruz a cuestas. En el tráfico de nuestros pueblos y ciudades, hay siempre un porcentaje inevitable, invisible, pero realísimo, de hombres que pasan y avanzan camino del Calvario. En los planos y en las guías turísticas se anuncian con nombres tentadores: Quinta Avenida, Campos Elíseos, Unter den Linden, Gran Vía, Sent Pauli de Hamburgo, el Ring de Viena... Escenografía y decorado de una farsa. En la realidad son y se llaman «Calle de la Amargura», «Camino del Calvario», «Vía Dolorosa». 25
Cristo en Jerusalén, con su Vía-Crucis, quiso transformar, glorificar y redimir, este itinerario y camino de dolores, hasta convertirlo en módulo y esquema, ungido por su Amor y divinizado por su Persona. Por eso, cuando se ha vivido, no se olvida jamás ese sencillo VíaCrucis de todos los viernes, a las tres de la tarde, por las calles de Jerusalén. *** Después de pronunciar Pilato la sentencia de muerte, Cristo queda transferido jurídicamente al poder y jurisdicción del Centurión romano, que llega así oficialmente a constituirse en dueño absoluto del cuerpo de Cristo hasta rematar en El la sentencia. El Centurión es el dueño y responsable de Cristo en esta etapa que se desarrolla desde la sentencia de Pilatos hasta la certificación legal de su muerte en la Cruz. María fue la primera dueña maternal del Cuerpo de Cristo. La Iglesia, a su ejemplo, la sucesora de María, dueña y depositaría amorosa del Cuerpo Eucarístico del Señor a través de los siglos. Entre María y la Iglesia, en una etapa excepcional de cuatro horas, un anónimo y afortunado Centurión pagano será su dueño y responsable legal. En la Cena del Jueves Cristo entregó a los Apóstoles el poder sobre su Cuerpo. Pero se les adelantará el Centurión, ejerciendo, el primero, este dominio. Y en contacto, el primero, con el Cuerpo sacrificado de Cristo, antes que la defunción, certificará, valientemente, el primero, la Divinidad del muerto: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.» Una de las primeras intervenciones del Centurión fue ordenar a los soldados que trajeran una cruz. En un trágico almacén de la Torre Antonia se amontonaban previsoramente cruces de todos los pesos y tamaños, a medida de los posibles reos. Y una vez muerta y desclavada la víctima, las cruces, cumplido su oficio, regresaban al almacén, en espera de otro servicio a otro condenado. Cristo no estrenó ninguna cruz. Es absurdo imaginar que acudieran entonces los soldados a un bosque próximo a escoger y talar un árbol con cuyo tronco prepararan una cruz nueva para Cristo. No había tiempo: era la víspera, ya avanzada, de la Pascua judía; urgía cumplir y rematar la sen26
tencia de muerte antes de ponerse el sol. No era hora de labrar cruces nuevas, sino de aprovechar las ya existentes y ya usadas y en servicio. Cruces que se limpiaron con poco esmero y escrúpulo después de la última ejecución; y que por eso vienen con restos de sangre seca del último crucificado, incrustada en las rugosidades de sus nudos. El nuevo reo, frente al hecho brutal de su crucifixión, no tiene ya margen de sensibilidad para hacer ascos y remilgos ante una cruz, ya usada ayer, por otros condenados. Precisamente eso buscaba Cristo: solidarizarse con las cruces, ya en uso, de sus hermanos los hombres. Incorporarse a la reata trágica de los condenados y ser uno más en la fila, para liberarnos a todos. No estrenó una cruz flamante para El. Un modelo especial. Quería nuestra cruz, ya usada por nosotros, para hacerla suya y así divinizarla. Quería una cruz transida y mojada por el sudor, la sangre y el llanto de otros hombres. Una cruz que se había estremecido ya en el aire con los estertores de los moribundos anteriores y así derrotar definitivamente entre sus brazos a la muerte. En su mismo terreno. Por eso, obedeciendo al Centurión, los soldados, después de medir a ojo la altura de Cristo, escogieron una cruz en el almacén. Y acertaron: le iba a Cristo a la medida. Se la cargaron sobre la espalda. *** Pero en realidad, la cruz que ahora aparece pública y solemnemente, sólo viene del almacén de la Torre Antonia en apariencia. La cruz ya estaba desde el principio en la vida de Cristo. Ahora adquiere presencia real, pública y tangible. Ya la llevaba a cuestas desde que nació. En Belén. Mejor dicho: antes: en la Encarnación. Cristo cargó con la cruz en el instante mismo en que aceptó y se cargó con la naturaleza humana. Esa es la cruz radical; fundamento de todos los dolores y de todas las cruces: ser hombre. Una naturaleza humana exquisitamente sensible y dotada para el sufrimiento; sobre la cual pesaban además todos los pecados del mundo de los que Cristo aceptó responsabilizarse voluntariamente con todas sus consecuencias.
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La naturaleza humana de Cristo.se convierte así en un auténtico almacén de cruces, infinitamente más surtido que el de la Torre Antonia. Todas las lleva dentro. Impresiona pensar que este almacén de cruces se lo da su Madre María; pues ella, en definitiva, es la que le hace partícipe, con el don de su carne y su sangre, de la naturaleza humana. Antes que el Centurión y los soldados fue María, la Madre, quien cargó sobre Dios el peso de la cruz. Y al mismo tiempo. María, en la Encarnación, cargaba también con la cruz del Hijo. María quedó embarazada de Dios; pero también de la Cruz y la Pasión. En sus entrañas llevaba un Hijo, que sería su cruz. Y su gloria. En el Calvario brotarán al exterior las lágrimas de sus ojos; pero ya las llevaba dentro; en la cruz radical que es ser Madre de Dios. Porque su Maternidad Divina es también para ella otro almacén de cruces. No nos engañemos: nacemos ya con la cruz; la tenemos dentro de nosotros mismos. En el misterio de nuestra pobre naturaleza humana, frágil, mezquina y pecadora. Habrá, es cierto, un Pilato que nos condene, un Sanedrín que nos acuse, un Centurión con un piquete de soldados —cada uno sabemos los nombres— que ejecuten en nosotros la sentencia. Parece que la cruz viene de fuera, del exterior; que irrumpe, ajena y extraña, como un atracador, en nuestro ámbito propio y personal de felicidad. No nos engañemos; la cruz es algo entrañable que todos llevamos dentro: es parte integrante de nuestro ser. Pero está solidarizada y redentoramente unida a la de Cristo. Por eso el Redentor no quiso hacer El solo, en solitario, su VíaCrucis, cargando con su cruz. Escogió a dos hombres, dos ladrones, condenados como El, para que le acompañaran todo el camino. Porque ni El, ni nosotros, caminamos, en solitario, por la Vía Dolorosa. Del almacén de la Torre Antonia los soldados trajeron tres cruces, para una simbólica trinidad eterna de condenados a muerte. Trío simbólico en el que se aprieta y condensa toda la humanidad. No fue un azar ni un capricho. Era necesaria la compañía de los dos ladrones. La Pasión no es un fenómeno exclusivo, hermético y centrado en la figura de Cristo. Afortunadamente, todos somos protagonistas en El y con El, en ese camino hacia el Calvario. 28
*** A los tres condenados les echaron su cruz encima. Sonó un clarinazo áspero y enérgico. El Centurión dio la orden de avanzar. Cristo, cargado con su cruz, caminaba sobre losas romanas. Y sin salir de ellas, pisando siempre la calzada, Cristo, primer Nazareno de la historia hubiera llegado a Roma y a las Galias; a Tarragona, Zaragoza, León, Mérida, Sevilla, Cádiz... Todas las calzadas romanas retransmitieron el eco, losa a losa, de las pisadas de Cristo. Todas las piedras romanas, al percibirlo —símbolo del Derecho— se avergonzaron ante la injusticia. Y todas se estremecieron ante el Nuevo Mensaje de Justicia y Libertad que traían para todo el Universo, aquellas pisadas, doloridas y vacilantes de aquel condenado a muerte. Años después, los Apóstoles, pisando también calzadas romanas, invadirían el Imperio de los Césares con el Mensaje de Cristo, instalándose en su misma metrópoli y ocupando sus provincias. Y en Roma moriría, en cruz también, el primer Papa. Ahora, se iniciaba en Jerusalén, sobre piedras de calzada romana que arrancaba del Litóstrotos, la Gran Marcha de Cristo; la más revolucionaria, tenaz y duradera de toda la Historia. Desde que Cristo, con la cruz a cuestas, avanzó su pie y marcó el primer paso, ya no hay quien la detenga ni la frene. Supera en duración, eficacia y universalidad a todas las grandes marchas de los hombres. Ni Alejandro llegando hasta el Indo; ni César atravesando el Rubicón, ni Aníbal invadiendo a Europa, ni Cortés penetrando hasta el corazón de Méjico, ni Napoleón en su campaña de Rusia... Todos son historia pasada. Las huellas de estas marchas se han borrado. La Marcha de Cristo sigue siendo realidad presente; está incrustada en el tiempo: el futuro nace ya con ella en sus entrañas. Este Hombre-Dios sigue irrefrenable, pisando el tiempo, contemporáneo de todas las generaciones, con su cruz a cuestas. Acompaña a todos los pueblos en sus marchas dolorosas. Buscadlo, porque lo encontraréis, entre las multitudes gregarias, conducidas a golpe de látigo, de los deportados, los desheredados, los desarraigados. 29
Camina, codo con codo, entre la tropa humillada y harapienta de los prisioneros de guerra. Lleva esposas en sus manos, uno más, en la reata, muda y encorvada de los presos y los cautivos. Fue esclavo entre los esclavos, cuando los cazaban en las selvas de Africa para venderlos en América. Era negro entre los negros, en sus marchas silenciosas, ríos hondos de negras espumas, pidiendo la igualdad y el amor. Lo han pisado y aplastado, carne de cañón, en las guerras y batallas de la humanidad, las pezuñas de los elefantes, las cuadrigas de los carros romanos, la caballería al ataque y los tanques de acero... Ha desaparecido entre el polvo de los desiertos, la explosión de la metralla, los escombros de los bombardeos; el incendio de bombas de azufre y de napalm; las irradiaciones de los explosivos atómicos... Cayó y desapareció, para volver a levantarse, redivivo siempre, e incorporarse una vez más, tenaz y solidariamente, a todas las marchas dolorosas y trágicas de sus hermanos los hombres... Y como la tierra nos resulta ya pequeña, hemos organizado las Marchas Espaciales a la luna, a Venus, a Marte... También la cruz toma parte en estos vuelos y gira por los espacios. A la vuelta de un viaje a la Luna, un astronauta ruso regresó a la tierra muerto en su cápsula. Dentro — invisible— había una cruz. Imposible eliminarla. Y Cristo andaba por allí... Desde que dio su primer paso sobre piedras romanas en Jerusalén con la cruz a cuestas no ha cesado, ni cesará, de caminar. Su marcha Redentora es irreversible. Son suyos —y la esperan— todos los caminos de los hombres. *** Aquel día —no lo olvidaré jamás— era viernes en Jerusalén y por eso estábamos repitiendo la marcha de Cristo, a las tres de la tarde, en aquel Vía-Crucis que recorría el tradicional itinerario de las Catorce Estaciones. Un cuarto de hora antes yo aguardaba ya en el lugar de la Primera Estación. Pero ya otras muchas personas se me habían adelantado. Por eso me quedé un poco rezagado, como al margen, para poder observar y reco30
ger los más mínimos detalles. Adivinaba que aquella concentración de fieles me iba a enseñar muchas cosas. Seguían llegando, presurosas, más y más personas. Cuando dio comienzo la Primera Estación yo calculo que seríamos, alrededor de trescientos. Avanzamos unos pasos para detenernos ante la puerta de una pequeña Capilla en la que se conmemora la Segunda Estación. «Jesús carga con la cruz.» Yo estudiaba el grupo desde mi próximo observatorio. No conocía a nadie. Todos éramos extraños unos para otros. Todos habíamos llegado de diversos países por distintos caminos. Había gente de todos los colores, y de todas las razas. En el leve murmullo de las oraciones se advertía el acento y la pronunciación de las más variadas lenguas. Estaban presentes todas las edades: niños y ancianos; jóvenes y adultos; vestidos con todos los atuendos: minifaldas, pantalones vaqueros, camisas deportivas, blusas ligeras, trajes completos, camisa y corbata... Collares y amuletos al cuello; bolsas y paquetes en las manos; gafas de sol, sombreros, alguna mantilla, máquinas fotográficas, prismáticos, radio-cassettes en bandolera... —Jesús carga con la Cruz —anunció en voz alta y en latín— un Padre Franciscano que guiaba el Vía-Crucis. En este momento, por la puerta abierta de la Capilla sacaron una cruz de madera de tamaño natural. Si hay alguna ciudad en la que sea lógica la aparición y la presencia de la Cruz, es, sin duda, Jerusalén. Su cuna y su patria. En otro sitio, y en distintas circunstancias, la aparición súbita de una cruz gigante, produce sin querer, instintivamente, un rechazo fulminante y automático. La presencia de la cruz asusta y repele. Provoca la espantada. Si se dibuja o se presiente en el horizonte de nuestra existencia, no podemos evitar un primer movimiento de huida. Y haremos lo imposible por alejarla y eliminarla. Por eso me sorprendió la reacción instintiva de aquellas trescientas personas al aparecer la cruz. Fue un movimiento unánime y masivo de acercamiento a ella. La multitud basculó, literalmente, en bloque, hacia la cruz.
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Desde esta Segunda Estación los fíeles que asisten al Vía-Crucis pueden ir portando la cruz a lo largo de la Vía Dolorosa. Pero no la carga en hombros una sola persona; se la transporta acostada horizontalmente mantenida en el aire por las manos y brazos de todo un grupo compacto, que apiñándose bajo ella la lleva en vilo. Cuando hay un Obispo presente se le concede el derecho y prerrogativa de acercarse el primero a la cruz. ¿Será el reconocimiento de que un Obispado es la cruz de mayor responsabilidad y la que más necesita el contacto y la fuerza de la Cruz de Cristo? Lo que me sorprendió fue que en aquella multitud, ecuánime, educada y devota, todos, al mismo tiempo querían apoderarse, los primeros, de la cruz. Y por tocar y llevar la cruz, la gente, descontrolada y tensa, perdía la educación, se empujaban unos a otros, y entre mutuos pisotones y codazos, luchaban por abrirse paso y situarse los primeros. Todo, por tocar y llevar una cruz, siendo así que en la realidad de sus vidas, toda aquella gente, habría reaccionado al revés, huyendo y escapando de su propia e individual cruz personal. Porque de pronto, desde mi discreto observatorio, yo pude comprobar cómo a cada una de aquellas trescientas personas le brotaba en el hombro derecho una cruz propia que a todos obligaba a bajar la cabeza y curvar la espalda. Aparecieron trescientas cruces. Y eran trescientos nazarenos que realizaban la Segunda Estación con su personal cruz a cuestas. —Jesús carga con la cruz —repetía el Padre Franciscano. Pero yo veía que todos, los trescientos, cargaban con la suya. La chica de la minifalda, el muchacho de la melena y el pantalón vaquero, el caballero de traje y corbata, la señora con mantilla, el hombre de camisa deportiva, y la jovencita de blusa calada y ligera... Todos. Sin excepción. La cruz era compatible con todo; con las gafas de sol, los collares llamativos, los amuletos de marfil, las máquinas fotográficas, los prismáticos y los radio-cassettes... Nada la eliminaba. Le iba a todo. Y con todo se avenía. No había nadie, nadie, sin su cruz. Hasta los niños; a su peso y medida. Trescientas cruces. Si cada uno poseía ya su propia e inalienable cruz, ¿por qué aquel incontrolado afán de tocar y llevar otra cruz? ¿No bastaba con la propia? 32
Que es la misma, exactamente la misma, de Cristo. *** Entonces comprendí también la absurda desproporción, fuera de toda lógica, con que los cristianos tratamos a las reliquias, que llamamos auténticas, de la cruz histórica de Cristo, y el trato que dedicamos a las cruces auténticas —y aquí sí que no falla la autenticidad— que llevamos todos en la vida. Si nuestras cruces de cristianos son la misma cruz de Cristo que se repite y se dobla en nosotros; si el valor de la muerte de Cristo tiene el poder de transformar nuestras cruces individuales en la suya propia, ¿por qué maldecimos las nuestras y veneramos la de Cristo? ¿Por qué a nuestra cruz la tratamos a patadas, mientras a un trocito minúsculo de la cruz de Cristo lo colocamos en un relicario de oro o de plata? ¿Por qué odiamos nuestra propia cruz al tiempo que besamos la de Cristo? Indudablemente porque no acabamos de creer, de verdad, que nuestra cruz personal, es la misma de Cristo, proyectada y repetida en nosotros. El mundo cristiano, como aquellos trescientos compañeros míos de Vía-Crucis en Jerusalén, se lanzó ávido y devastador sobre la madera de la cruz histórica de Cristo. Cuando fue descubierta y localizada en tiempo de Constantino y Santa Elena. Todo el mundo pedía y reclamaba un trocito de aquella madera milagrosa. Y eran tantas y tan poderosas las demandas, era tanto el amor con que se exigía, que no hubo más remedio que partir, y volver a partir miles de veces en minúsculos trocitos la cruz auténtica de Cristo, que quedó, de este modo, repartida por toda la geografía del universo. Cada trozo se colocó en un relicario, tan bello y suntuoso como lo permitían las posibilidades del afortunado poseedor. Porque el amor, sin medida, se volcaba sobre las reliquias en besos y adoraciones. El tamaño del trozo que podía conseguirse de la cruz, dependía, es natural, del tamaño y la categoría de la persona que lo solicitaba: Reyes, Cardenales, Príncipes, Obispos, Palacios, Catedrales, Monasterios, Abadías, Colegiatas... A mayor tamaño en la influencia y la nobleza, mayor pedazo en el trozo de reliquia. Absurdo reparto de la Cruz de Cristo.
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El mundo cristiano, como resultado de esta amorosa depredación está inundado de infinitos relicarios, donde se guarda y se venera —Lignum Crucis— la madera de la cruz. Y todos, naturalmente, proclaman y demuestran, con sellos y lacres, la autenticidad de su reliquia. *** Yo me había preguntado muchas veces, ¿cuánta madera auténtica de la cruz de Cristo habrá repartida por el mundo? Si se reunieran los trozos dispersos en un solo bloque, ¿qué volumen alcanzaría? Hasta que, cuando menos lo esperaba, me llegó una respuesta. Un solvente erudito se había dedicado a realizar el cálculo, y después de haber localizado las principales reliquias conocidas y registradas, llegaba a la conclusión de que había, repartidos por todo el mundo, más de cuatro millones de milímetros cúbicos de madera auténtica de la Cruz de Cristo. Salvo eminentes excepciones, la mayoría de los trozos controlados tienen que ser medidos por milímetros. Y yo me volvía a preguntar, ¿por qué ese afán de conseguir a toda costa, a cualquier precio, unos milímetros de madera auténtica de la cruz, cuando todos tenemos en nuestra vida una cruz entera y auténtica de tamaño natural? Tan grande, en madera, como la de Cristo; y tan auténtica como la suya, pues el valor de su sangre transfigura nuestras cruces. Y las cristifica a todas. ¿Por qué repudiar mi cruz, entonces? Si es la de Cristo en mí, ¿por qué no convertirme yo en auténtico relicario, que ostenta y porta, en mi cuerpo, con dolor y con gozo, la misma cruz de Cristo a lo largo de mi vida? Delante de mí estaba, en Jerusalén, a las tres de la tarde, la prueba palmaría: trescientos hombres caminaban lentamente por la Vía Dolorosa con su cruz a cuestas. Era la hora calurosa y pesada de la siesta. Las calles estaban vacías. 34
Al pasar, en la acera, a la puerta de una casa, tres árabes cómodamente sentados fumaban su pipa perfumada, el narguilé, en un refinado sibaritismo oriental. Ante ellos, indiferentes y lejanos, pasábamos nosotros, los trescientos, cargados con nuestra cruz. Pero al fijarme bien en los tres árabes pude advertir que también ellos tenían puesta su cruz al hombro. A pesar de la butaca y la pipa; el tabaco y el perfume... Estaban fumando, indolentes, su narguilé con su cruz a cuestas. Uno de ellos, con los ojos entornados, parecía dormir sabrosamente la siesta. También con su cruz. Los trescientos, cargando nuestra cruz, pasábamos ante ellos rezando cada uno, en su idioma correspondiente: «Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque con la santa Cruz redimiste al mundo.» Se mezclaban, al unísono, en la misma oración, todas las lenguas, idiomas y dialectos... Y pensé: ¿cómo se dirá «cruz» en chino, en ruso, en japonés, en hindú, en árabe, en malayo?... Igual. Porque la cruz es igual para todos. No tiene fronteras, no respeta razas, no pertenece a un solo idioma... La cruz es una realidad internacional que nos iguala y junta a todos. La cruz es el supremo valor humano —y divino— que podría, si quisiéramos, unirnos, pacificarnos, hermanarnos a todos los hombres. Dios así lo quiere; y éstos son sus planes. ¿Podrán coincidir algún día los planes de los hombres con los planes de Dios?
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TODAS LAS PIEDRAS TIENEN UN NOMBRE
3.a Estación: Jesús cae por primera vez Hemos avanzado unos metros solamente. No muchos más de sesenta; y ya nos detenemos de nuevo para conmemorar otra Estación, la Tercera: —Jesús cae en tierra por primera vez. Hemos descendido desde la altura de la Torre Antonia, cuesta abajo, hasta llegar a un típico cruce de calles. Juego de esquinas. El sitio tiene de todo: nudo de comunicaciones, reposo de desocupados y apostadero de curiosos. Se llama, en árabe, «Uad», el Valle; y en hebreo «Tiropeón», calle de «los Queseros». Pero su nombre radical es, ante todo, «Vía Dolorosa» porque aquí Cristo cayó en tierra por primera vez bajo el peso de la cruz. *** 36
Qué cosa, Cristo; te pasa exactamente igual que a nosotros. El primer efecto de una cruz, cuando se nos viene encima, es hacemos rodar por el suelo, tumbarnos, aplastarnos. Luego, ya nos iremos levantando y entonando poco a poco. Me consuela constatar que a Ti te pasa lo mismo. Te acaban de echar la Cruz encima, has comenzado a caminar y a los sesenta metros no puedes más y la cruz te tira al suelo. Como a nosotros. Y sin querer, uno pregunta: ¿cómo aguantaste tan poco? El Vía-Crucis tiene catorce estaciones; y a la tercera ya ruedas por la tierra. Es verdad que estás extenuado. Tu última noche ha batido el récord de todas las noches en insultos, interrogatorios, bofetadas, idas y venidas, azotes y torturas... Es verdad que tú ya tenías sobre tus hombros el peso de toda una infinita noche delirante y satánica. Y encima te han volcado sobre la espalda rajada a latigazos el madero de la cruz. Es verdad que has tenido que bajarlo por la calle en pendiente. Y cuesta abajo pesa más la carga, se nos viene más agresivamente encima; nos empuja, sin querer, hacia adelante, nos obliga a acelerar la marcha, que, al fin, no podemos frenar, con peligro de perder la estabilidad, dar un traspié y rodar por el suelo. Y así, justamente caíste al terminar la cuesta. En el cruce. Entre estas esquinas. De todos modos, para ser quien eres, qué poco aguantaste. Ni sesenta metros. *** En Jerusalén, sin embargo, le dan a uno otra versión diferente de esta primera caída: —Es verdad todo eso que usted dice de la debilidad del Señor, de la mala noche, de la calle cuesta abajo... Es verdad. Pero, mire usted, falta la razón principal de la caída; y es ésta: el Señor bajaba por la pendiente con un paso un poco acelerado, pero al llegar a este cruce, una piedra se interpuso, tropezaron en ella los pies del Señor y cayó al suelo. La culpable, en definitiva, es la piedra. Mírela. Está aquí. Compruébelo. Es ésta. Esta. 37
Y le enseñan a uno en Jerusalén la piedra culpable. Se la señalan a uno con el dedo extendido denunciándola y acusándola implacablemente: —Ahí la tiene usted. Piedra de verdad, pura piedra, sin corazón ni entrañas. No tuvo piedad de Cristo. Mírela. Al señalarla con el dedo los hombres transfieren a ella toda su culpabilidad y se quedan tan tranquilos sintiéndose inocentes porque la piedra, esa piedra, tuvo toda la culpa. *** Efectivamente allí hay un gran pedrusco, berroqueño y antipático, que la gente empieza mirando con ojos agresivos y acusadores; a la que sigue contemplando después más serenamente, para acabar, arrodillándose de pronto junto a la piedra, acariciándola amorosamente con la mano y besándola al fin como a una reliquia, porque en ella tropezaron los pies del Señor. A mí me daba pena de la piedra, perpetuamente acusada y delatada ante toda la humanidad peregrina en Jerusalén. Pálida de vergüenza. Impotente, en su pétrea mudez, para protestar y defenderse. Auténticamente petrificada en su infinita tristeza. Porque es mentira. Una grosera calumnia. Esa pobre piedra es absolutamente inocente. De haber existido hace veinte siglos, tal piedra despiadada que provocó voluntariamente la caída de Cristo, se hallaría allá abajo, en el subsuelo de Jerusalén, a diez o doce metros de profundidad, enterrada y aplastada por los escombros y las ruinas de una ciudad tantas veces destruida. Es mentira. Jamás existió tal piedra. Pero es igual. Los hombres la necesitamos; y sin más, la inventamos, la traemos de donde sea, y la plantamos en el sitio que nos conviene para descargar en ella nuestra culpabilidad. Allí está; en ese cruce de calles. La humanidad entera le ha transferido su culpa. Y nos lavamos las manos como Pilato. —A Cristo nadie le empujó. Ninguno tiene la culpa de nada. Nadie en absoluto. Fue esa piedra. Mírela. *** 38
Cristo sigue cayendo y cayendo en las calles de nuestra vida. En las esquinas, en las aceras, en los cruces, en las cunetas de nuestra existencia hay hermanos caídos en tierra y aplastados por su cruz. Ahí están. En el tráfico de nuestras ciudades. Aunque pasemos de largo, aunque miremos a otro lado, aunque apretemos el paso, aunque doblemos la esquina y cambiemos de acera para no encontrarnos con ellos. Ahí están. Pero todos nos lavamos las manos. Todos somos inocentes. Nadie, nadie tiene la culpa. ¡Fue una piedra! —Hermano, ¿por qué caíste? —Mira: yo tenía mi prestigio en la ciudad, en el círculo de amigos y conocidos en que yo me movía. Era estimado. Tenía un buen nombre, limpio y honrado. Pero, de pronto, alguien lanzó al viento una calumnia contra mí. La recogieron, la repitieron, la propalaron. Y aquí estoy, caído en tierra: derribado desde el prestigio de mi buen nombre hasta el barro de la vergüenza y la deshonra... —Diga usted que no. No fue así. No. Nadie le ha calumniado, ¿verdad que no? No. Yo no, ni yo, ni yo... Nadie. Es que tropezó en una piedra, sabe usted. Nadie lo quiere mal. Fue una piedra. Mala suerte. ¡La piedra! —Hermano, ¿por qué caíste? —Yo vivía con cierto desahogo en una buena situación económica familiar. A fuerza de trabajo; pero vivíamos holgadamente, sin angustias, ni apuros. De pronto un grupo de amigos y conocidos me animó a tomar parte en un negocio. Invertí en él todo lo que teníamos. Al principio todo iba muy bien. Luego, todo se complicó. Yo no lo he acabado de comprender nunca. Me vi envuelto en un sucio chantaje, único medio para recuperar lo invertido. Me resistí. No quise mancharme. Y aquí estoy. Caído. Arruinado. —No. No. No es eso —protestan los amigos, los conocidos, los banqueros, los consejeros, los socios capitalistas, los técnicos—... No. Nada de eso. Aquí nadie, ninguno de nosotros, tenemos la culpa. Fue una mala suerte que le tocó a él. Sin culpa de nadie. Una piedra. Tropezó en una piedra. Eso es todo. ¡La piedra! —Hermano, ¿por qué caíste? —Circunstancias incontrolables de mi vida me forzaron a ir a un pleito. Consulté antes con un abogado, amigo de mis amigos... Desde el 39
primer momento, al conocer mi caso, aseguró que mi asunto era clarísimo: yo llevaba toda la razón; no cabía la más pequeña duda. Lo mismo me repetían los ayudantes y pasantes que trabajaban en el despacho de mi abogado. Todos me animaban a coro: adelante. La causa es suya. Evidente. Usted tiene toda la razón. Pero, por lo visto, no basta tener toda la razón; además, al menos, en mi caso, hay que tener más dinero e influencias que el contrario. Y aquí estoy: con el pleito perdido y arruinado. Me quitaron toda la razón; y el poco dinero que tenía... —No le haga usted caso. Habla, es natural, afectado por el resultado del pleito —afirman los abogados, los pasantes, los ayudantes, los letrados, los jueces, los tribunales—; no se lo tome usted en cuenta. Tampoco nosotros lo hacemos. El resultado de un juicio, usted lo sabe, es siempre imprevisible. Nadie, nadie es culpable. Todo iba sobre ruedas; pero surgió una piedra, tropezó y cayó. Eso es todo. ¡La piedra! —Y tú, hermano, ¿por qué caíste? —Preparaba unas oposiciones. Lo dejé todo para estudiar y dominar bien los temas. Era mi última oportunidad. Todos me animaban. Fui aprobando los distintos ejercicios con el número uno. Quedamos dos opositores solamente para la última prueba. Todos me daban a entender discretamente que la plaza era mía. Que yo era el mejor preparado; con el más brillante expediente: número uno en todos los ejercicios. Pero a última hora llegó una recomendación desde las alturas —muy altas, claro— «imponiendo» al otro opositor, mi contrincante. Y aquí me tiene usted, caído en tierra, con mi brillante expediente y mis números «uno»... —No, señor, no. Estas cosas de las oposiciones son muy serias. Los opositores nunca pueden comprender sus delicadas implicaciones que pueden provocar desagradables sospechas —claman unánimes los honorables señores del tribunal—, lo sabemos por propia y vieja experiencia. Y sin culpa de nadie, naturalmente. También los número «uno» pueden dar, con mala suerte, un tropezón al final. Eso ha sido todo. Sencillamente: una piedra y un tropezón. ¡La piedra! *** Pero, ¿quién es la piedra? ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¿Quién la vio? ¿Cómo se llama? Porque parece una piedra fantasma. Invisible. Indetectable. Y por eso más peligrosa. Actúa, por lo visto, desde una cautelosa, pero eficacísima 40
clandestinidad, dejando en las calles sus víctimas derribadas, mientras escapa siempre a toda imposible identificación. Por suerte mía, una mañana, sin pretenderlo, yo di con la pista de esta misteriosa y fantasmal piedra. Fue en el Museo del Prado. Aprovechando, como tantas veces, un rato perdido, me metí en el Prado; pero no a la caza de fantasmas, sino en busca de descanso en la contemplación del arte. Pasaba de largo a través de las salas del Renacimiento Italiano en busca de Mantegna; quería sumergirme una vez más en ese éxtasis que es «El tránsito de la Virgen». Pero, no sé por qué, pues no suelo hacerlo, me detuve un momento en la sala dedicada a Rafael. Sin saber cómo, me encontré ante su «Pasmo de Sicilia», donde Rafael recoge precisamente el momento de Cristo caído en tierra, camino del Calvario. Frío y un poco escéptico, con lógica de raciocinio, más que con vibración estética, contemplaba y repasaba la escena, compuesta también fría, impecable y racionalmente; cuando, de pronto, en la parte baja del lienzo, en medio de la vía Dolorosa, junto a Cristo caído en tierra descubro la «piedra» de Jerusalén que hizo tropezar despiadadamente al Señor. De la frialdad pasé a la curiosidad, primero; al interés, después; para terminar en asombro, en pasmo y en emoción. Porque Rafael me descubría allí la clave de la piedra fantasma; tenía ya todos los datos para identificarla. No era ya una piedra anónima e impersonal que cargaba con las culpas ajenas. Era la piedra auténtica que hizo tropezar y caer a Cristo. Pero tenía nombre propio. Rafael, con sus pinceles, había firmado el cuadro, en la misma piedra: Rafael de Urbino. La piedra ya tenía nombre. Se llamaba Rafael. Mejor dicho: Rafael confesaba ser la piedra que hizo caer a Cristo. No transfería su culpa a la piedra, como hacemos nosotros, para sentirnos inocentes. Le transfería su nombre y su persona, aceptando su responsable y personal culpabilidad de piedra. Yo, Rafael, fui la piedra; por mi culpa cayó Cristo.
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Ya no salí aquella tarde de la Sala de Rafael en el Museo del Prado. Me senté ante el cuadro, para meditar y aprender de su valiente y sincera confesión. Las piedras en que tropiezan y caen los hombres no son anónimas. Todas las piedras de Jerusalén tienen nombre. Y todas las piedras de todas las calles, en todas las vías Dolorosas del universo. No vale tirar la piedra y esconder la mano. Es inútil. Cuando pongo calculadamente la piedra para que tropiece mi hermano, queda en ella escrito mi nombre. Aunque no se vea. La piedra queda ya firmada. Perfectamente identificable. La piedra soy yo. Yo: infinitamente más duro y cruel que la misma piedra. Hay «personas-piedras», cuyo trágico destino es obstaculizar los pasos de los demás para que tropiecen y caigan. Y se pasan la vida tumbando a la gente. Sus caminos están llenos de hermanos caídos y derrotados en las cunetas... *** También yo fui y soy piedra. Por eso quiero hacer constar mi confesión pública. Lo había ido madurando en Jerusalén, aquel viernes, a lo largo de toda la tarde. Decidí realizarlo ya de noche. Me hospedaba en la Casa Nova de los Padres Franciscanos. En Jerusalén anochece mucho más pronto. Casi no hay crepúsculo. Las sombras caen casi repentinamente sobre la ciudad. Todo un símbolo. Después de cenar busqué una oportunidad y salí solo de la Hospedería. No buscaba ni la publicidad ni el teatro. Siguiendo el laberinto de la ciudad vieja, me dirigí al «UadTiropeón» donde se conmemora la Tercera Estación. A esas horas, las calles ya solitarias de Jerusalén producían una sensación de angustia y desolación. Como si la ciudad, deshabitada, se hubiera quedado trágicamente vacía. En el quicio de una puerta dormía un niño acurrucado. ¿Dormido? ¿Muerto? 42
De un montón de basura revuelta, saltó huyendo un perro asustado que se perdió en las sombras. Cuando llegué a la Tercera Estación me dirigí en busca de la piedra. Allí estaba. Me pareció más triste, solitaria y culpable en la calle oscura y vacía. Miré a mi alrededor: nadie. Estaba yo solo. Me arrodillé junto a la piedra. La acaricié suavemente. Y me estremecí al comprobar que estaba tibia, con temperatura humana. A través de su piel me llegaba a mi mano como un leve y acompasado latido... Saqué un rotulador que llevaba preparado y lentamente escribí mi nombre sobre la piedra. Luego la besé. Y le pedí perdón. La piedra quedaba ya firmada en Jerusalén. Yo era quien había derribado en tierra hace veinte siglos a Cristo camino del Calvario. Yo soy el que sigue siendo piedra dura en los caminos de mis hermanos. Miré al cielo: no había salido aún ninguna estrella. La oscuridad era absoluta. No se había asomado aún la luna. Era temprano todavía. En Jerusalén la luna nace avanzada ya la noche. Saldrá dentro de unas horas, a escudriñar, celosa y enamorada, como todas las noches, rincón a rincón, todos los escondrijos y recovecos de Jerusalén, su ciudad predilecta entre todas las del universo. Notará algo extraño en esta piedra; y la bañará toda en su luz para reconocerla. Y entonces la luna de Jerusalén deletreará lentamente en la noche del viernes mi nombre escrito en la piedra. La punta altísima de un ciprés se estremecerá al filo de la madrugada fría. Y un gallo lejano cantará por primera vez...
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LA ESQUINA EN QUE AGUARDAN LAS MADRES
4.ª Estación: Jesús encuentra a su Madre Qué fácil es talar un árbol, por alto y robusto que se yerga, y derribarlo en tierra. Basta un hacha. Pero una vez caído en el suelo es inútil tratar de plantarlo otra vez y conseguir que retorne a vivir con frondas y pájaros. Qué fácil es talar a un hombre y desde la altura de su prestigio, su situación familiar y social derribarlo en tierra hasta el barro, el descrédito y la bancarrota. Aunque talado, el hombre puede, en absoluto, volver a ser plantado y llegar a retoñar y a crecer de nuevo, llenándose otra vez de frondas y de música. En absoluto, si puede. Pero en la realidad y en la práctica, qué difícil. Casi imposible. Del hombre caído, como de su hermano el árbol, todos hacen leña. Qué difícil, casi milagroso, encontrar una mano valiente y amiga que, arriesgándolo todo, se acerque a levantarlo cuando a su alrededor todos festejan y aplauden en corro su derribo. Así estaba Jesús, caído en plena calle, abarrotada de gente, a la luz descarada e implacable del sol, en pleno mediodía. 44
Caído y destronado desde la máxima popularidad y prestigio hasta verse convertido en un vulgar condenado a muerte que entre dos presos comunes es conducido al suplicio. Y el que multiplicó los panes y los peces, el que caminó sobre el oleaje enfebrecido, el que resucitó a los muertos y expulsó con el látigo a los mercaderes del Templo, no tiene ahora fuerzas ni para llevar, como un hombre, el peso de su cruz. Y ha rodado por el suelo aplastado por ella. Hoy pueden más los dos ladrones. Y son más fuertes. Jesús ya no puede rodar más bajo. Las turbas que ayer lo vitoreaban, hoy se pasman y se asombran, desconcertadas, ante su inconmensurable e inaudita caída. Es verdad que a su alrededor zumban en rechifla los insultos y los silbidos. Pero la masa calla aplastada por un mudo pavor. *** ¡Qué difícil, verdad hermano caído, tratar de levantarse un hombre en esas circunstancias, derribado y hundido en plena calle! No se trata del simple esfuerzo físico para tensar los músculos y buscando un apoyo, empezar a erguirse poco a poco. Se necesita —y esto es lo difícil— otro punto de apoyo en el exterior. No físico. Ni en la tierra. Hace falta un punto de apoyo humano, moral. Y por eso, hermano, levantas primero lentamente la cabeza y la mueves, cauta y precavidamente en derredor y buscas con tus ojos desconfiados otros ojos amigos y seguros en que apoyarte. Unos ojos fieles que aguanten tu mirada y en los que tú te apoyes fuerte y seguro. ¿Los encontrarás? Desde el suelo paseas tus ojos tristes de animal apaleado por la gente que te mira y te rodea. —Aquel es un conocido. Sí, pero ahora ya no te conoce. Ni siquiera te mira. Pasa de largo. —Aquel es un amigo; nos queremos desde niños. 45
Era un amigo. Ya no lo es. Observa cómo vuelve la cabeza para despistar ante un escaparate y escabullirse luego, sin mirarte, entre la gente. —Aquel es un pariente. Un primo. Un hermano. Lo era. Ahora se detiene al verte en el suelo, se acerca y te grita para que todos lo oigan: «Tú ya no eres de los nuestros; no queremos nada contigo, nos has deshonrado a todos; renegamos de ti.» —Ese es un rico con quien yo me trataba... Sí, pero ahora tú estás arruinado y no te necesita. Ni te conoce. —Ese es un personaje influyente, puede echarme una mano; me debe un favor. Sí, pero ahora tú ya no le sirves a él para nada. Al contrario, tu caída podría perjudicarle. Observa con qué naturalidad sigue indiferente su camino con la frente muy alta... Y cierras, hermano, los ojos defraudados y heridos. Esos ojos tuyos que rastreaban otros ojos, para agarrarse a ellos, buscando un punto de apoyo. Esos ojos tuyos que han sido rechazados violentamente por todos; obligados a resbalar por las personas abajo, hasta el suelo, para cerrarse desengañados después en la noche de su soledad y su abandono. Imposible levantarse, si nos faltan unos ojos, donde se agarren, seguros y firmes, los nuestros. *** Afortunadamente Tú si los tienes, Cristo. Míralos. Enfrente de ti. Cerca. En esa esquina. Ahí te esperan, bien abiertos, unos ojos a los que puedes asirte fuerte y agarrarte firme, para levantarte y ponerte de pie. Míralos: los ojos de María, tu Madre. Ahí la tienes, puntual; justo, después de tu caída. Es una cita a la que no fallan jamás las madres. Ellas se las arreglan para estar siempre junto a sus hijos derribados. Tal vez no asistieron, porque no se contó con ellas para celebrar los triunfos del hijo. No importa. Aunque nadie las llame, presienten la caída, adivinan el sitio y llegan a la hora exacta. Jamás fallan ni se equivocan. Ahí tienes a la tuya. Cristo. 46
Ahí está María: discreta y recatada, sin querer llamar la atención, amparándose un poco de la multitud en el resguardo de la esquina. Sin querer exhibirse a los demás; pero ofreciéndose toda para que tú la veas bien. Mírala: callada. Muda. Sin ataques histéricos, sin gestos teatrales. Ni un alarido, ni un grito, ni un movimiento descontrolado. Es la mujer y la madre fuerte. Sabe que Tú la necesitas serena y tranquila. Ahí la tienes. Se ha tragado, enérgica, el llanto y la saliva hasta el fondo de su ser. Se ha secado las lágrimas que rodaban caudalosas por sus mejillas. Ha erguido la cabeza. Ha compuesto su manto y su vestido. Ha cruzado, una en otra, sus manos firmes sobre su seno. Y ha tratado de abrir, más y más grandes para Ti, esos dos ojos enrojecidos y brillantes que te ofrece sin parpadeos, serenos y seguros. Mira, Cristo caído; levanta la cabeza. Qué suerte, la tuya, al contar con tales ojos. *** Cristo alzó la cabeza y miró a María. Sus ojos apaleados buscaron los de su Madre. Y se clavaron en ellos. María aguantó firme la mirada del Hijo. Los ojos de Cristo se agarraban más y más a los de su Madre, hasta quedar totalmente soldados unos con otros. Cuando María sintió seguros, en los suyos, los ojos del Hijo, fue tirando de Él, lenta, suavemente, poco a poco. Era un imán irresistible y dulce que lo iba levantando; y el cuerpo de Cristo caído, obediente al tirón de los ojos maternos, se iba alzando, levantándose, hasta quedar, al fin, en pie. No hubo una sola palabra. Ni un gesto siquiera. Todo lo decían y lo realizaban los ojos. Cristo escuchaba, sin palabras, el mensaje reconfortante de su Madre: —Adelante, Hijo, adelante. Aquí me tienes, más fiel a Ti que nunca. Todos te han abandonado, Hijo, pero yo no. Te han traicionado, vendido y negado; pero yo te quiero más que nunca. 47
Te han condenado pública y oficialmente; pero yo proclamo tu inocencia. Te han insultado, agotado y abofeteado; yo te beso y te beso, infinitamente, con mis ojos. Dicen que has fracasado, que te has hundido; y los tuyos, desengañados, te han vuelto la espalda, en cobarde desbandada. Pero, aquí está tu Madre: yo sigo creyendo en Ti, más y más, en tu palabra, en tu empresa, en tus milagros, en tu destino, en tu amor. Creo más fuerte que nunca. Hijo. Cuando yo tenía quince años le dije a tu Padre que yo era su esclava y que se cumpliera en mí su palabra. A ti te lo he repetido siempre, día a día. Tú lo sabes. Y más en esta hora, Hijo, aquí me tienes, fiel e incondicional para cuanto quieras; que se haga en mí tu palabra, Hijo; aunque sea de dolor, de lágrimas, de sangre... Adelante, Hijo, cuenta con tu Madre. Aquí me tienes. *** Mientras hablaban los ojos de María, Cristo fue alzándose, hasta quedar otra vez erguido sobre la Vía Dolorosa. Encajó otra vez la cruz sobre sus hombros, avanzó un paso hacia adelante, guardando en los suyos los ojos de su Madre, y continuó de nuevo su camino hacia el Calvario. *** Dichosos los hombres que en las caídas de su vida, por trágicas y aun culpables que sean, sienten a su lado, muy cerca de ellos, la presencia incondicional de una mujer —esposa o madre— decidida a levantarlos. Desgraciado el hombre que en su ruina, su fracaso, su derrumbamiento moral o económico, comprueba que su mujer desvía y le vuelve la cabeza, que no quiere mirarlo, que le esconde los ojos, para que no lea en ellos, lo que ella no puede ni quiere disimular y que allí está escrito: el desencanto, el desamor, la acusación y lo que es más doloroso, el desprecio. Desgraciado el hombre que hundido y aplastado por la vida — culpable o inocente—, siente que a su alrededor, dando vueltas y acosándolo como una víbora, su mujer le silva y escupe todo su veneno: —Si esto se veía venir. Esto yo ya lo había profetizado hace mucho tiempo. Y te lo había advertido. Esto lo presentían y adivinaban todos, has48
ta los tontos. Todos, menos tú, que no has querido hacer caso de tu mujer y has preferido seguir el consejo de tus amigos. Pues, anda con ellos, que ellos te echen ahora una mano. Porque si crees que a mí me vas a arrastrar contigo, te equivocas. Hasta allí podríamos llegar. Conmigo no cuentes. Ya lo sabes. Tú mismo te lo buscaste. Aguanta ahora las consecuencias. Y el hombre caído siente que le acaban de asestar la última patada, la más dolorosa; el empujón que faltaba, el definitivo, para rodar hasta la sima, sin fe ni esperanza, de trágicas e imprevisibles consecuencias. Yo le pido a Dios para todos los hombres —amigos o enemigos— que si un día se encuentran como Cristo derribados en la cuneta de su vida, sientan que una mujer se arrodilla amorosa a su lado para tratar de levantarlos, mientras les va diciendo suavemente: —Anda, soy yo, tu mujer; anda, ayúdame un poco con tu esfuerzo y verás como te levantas. Anda. Arriba. Esto le puede pasar a cualquiera. Aunque lo hayas perdido todo, aquí me tienes a mí. Anda, vamos a empezar otra vez. No te importe lo que digan los demás. Para mí eres el mismo. Y sigo creyendo en ti, en tus posibilidades, en tu esfuerzo. Y sobre todo, te amo; y ahora más que nunca. Un día —¿te acuerdas?— te juré, cuando nos casamos, que estaría siempre a tu lado, que podías contar conmigo: en el éxito y en el fracaso, en las penas y en las alegrías, en la vida y en la muerte. Pues aquí me tienes. Cuenta ahora conmigo. Anda. Apóyate en mí. Así. ¿Ves? Vamos otra vez, juntos los dos, a empezar de nuevo. ¡Anda, adelante! Dios conceda a todos los hombres una mujer así —madre, esposa, novia, hermana, hija—, en las esquinas dolorosas de su Vía-Crucis por la vida. Una mujer que se parezca a María, la Madre de Jesús. *** En el Vía-Crucis del Viernes Santo no era uno solo el hombre condenado a muerte, sino tres. Y los tres marchaban juntos con su cruz a cuestas. No podemos, ni debemos, separarlos nunca. Mutilaríamos fundamentalmente el esquema del Vía-Crucis. Y si hubo tres hombres, tres pobres desdichados, camino del patíbulo, no habría sólo una madre, María, en la calle; sino otras dos más, acom49
pañando a los hijos, entre la gente, y haciéndose a ellos presentes y visibles para ayudarlos y confortarlos. Aunque probablemente la presencia y compañía de las madres de los dos ladrones no provocaría en ellos precisamente la serenidad y el ánimo, sino la rebeldía y la protesta violenta. Estas dos pobres mujeres que irían juntas, puesto que sus hijos eran amigos y compinches, con sus gritos histéricos y enronquecidos, con sus gestos teatrales y desgarrados, con su llanto furioso y delirante, terminarían por quebrar y hacer estallar los nervios de aquellos infelices condenados, que contagiados por ellas, comenzaron ya entonces a blasfemar; y blasfemando fueron clavados en la cruz. Porque seguramente las dos mujeres encontraron su víctima, vengándose así de su desdicha, en Jesús y lo acusaron a gritos de ser el culpable, de haber adelantado, con la suya, la condena de sus hijos, que de otro modo hubieran podido beneficiarse en la cárcel, donde estaban seguros, de un posible indulto o amnistía. Pronto los localizó, desde su opuesta orilla de serenidad y silencio la Madre de Jesús. Había un abismo entre ellas. Y aunque aquellos insultos, blasfemias y acusaciones se dirigían a su Hijo, María empezó compadeciéndolas generosamente; luego, avanzado el camino, llegó a comprenderlas, al saberlas madre como ella, de hijos condenados, y cuando llegaron al Calvario María sabía que las amaba con todo su corazón. Arriba estaban los tres hijos juntos, muy cerca, en sus tres cruces, codo con codo; cruz con cruz. Abajo había dos grupos separados y distantes. El de María, Madre de Jesús, con Juan y las piadosas mujeres de Galilea. Y el de las madres de los dos ladrones, con su gente y sus amistades. Arriba, los dos ladrones, que empezaron blasfemando, pasaron de la blasfemia a la oración, y quedaron citados con Cristo para reunirse los tres, esa misma tarde, en su Reino. Sí, los tres. Abajo, las dos madres, ¿no irían también, poco a poco, al ritmo de los hijos, transformándose misteriosamente las dos? Miraban arriba los hijos y las cruces. Miraban abajo a María y su grupo, silencioso y sereno. 50
Todo las obligaba a cambiar. Necesitaban cambiar. Tenían hambre incansable de consuelo, de cariño, de amor. Insensiblemente, sin darse apenas cuenta, en un instinto irresistible, se fueron acercando, poco a poco, los dos grupos femeninos. Se atraían mutuamente. Ambos se necesitaban para completarse. Se encontraron al fin. Se fundieron en un solo grupo. Las madres de los dos ladrones terminaron en los brazos de María, la Madre de Jesús. Y en ese abrazo encontraron lo que necesitaban: la paz, el perdón, el amor. Arriba, en las cruces, había sólo tres cuerpos muertos e inmóviles. Los tres hijos, vivos, y juntos, entraban puntuales, codo con codo, por la puerta del Paraíso en el Reino del Padre. Y María empezaba ya a ejercer como Madre de la Iglesia.
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UN CATEDRÁTICO EN LA CIENCIA DE LLEVAR LA CRUZ
5. Estación: El Cirineo carga con la cruz de Jesús A decir verdad, fueron cuatro los hombres que llevaron la cruz a cuestas en el primer Vía-Crucis de la historia. Tres cruces; pero cuatro los cargadores. Cada ladrón, la suya. La de Cristo fue compartida por Simón el Cireneo. Nada de esto estaba previsto ni calculado. Todo fue surgiendo como al azar. Aprovechando la condena de Cristo, Pilato condenó también a dos presos comunes que estaban en capilla, en espera, más o menos larga, de cumplirse su castigo. Así Pilato se lavaba de nuevo las manos ante la forzada y arbitraria ejecución de Jesús, que ya no iba a ser la injusta condena de un inocente, sino la justa y legal de dos vulgares atracadores. Es la aplicación concreta a Dios de esa hipócrita receta de la política humana, con la que tantas veces se trata de equilibrar y disimular el atropello brutal e injusto de un inocente, con la condenación legal de dos culpa52
bles; para que aparezcan todos mezclados y revueltos en un mismo proceso. Con lo que aumenta y crece la injusticia para todos; una nueva y más refinada condena para el inocente; y una oportunista decisión que ejecuta a los culpables. Porque los dos ladrones no tenían nada que ver con el proceso de Jesús. Fue una determinación de Pilato al hilo de los acontecimientos. Necesitaba un crimen, ya que Jesús era inocente, y se acordó de los dos ladrones. Por eso iban renegando contra Pilato, contra Jesús, contra la justicia, contra la sociedad y contra la cruz que llevaban a cuestas. *** El cuarto cargador, Simón de Cirene, tampoco tenía vinculación alguna con Cristo. Las circunstancias que lo trajeron al Vía-Crucis fueron aún más caprichosas y absurdas que aquellas de los ladrones. Ellos, tarde o temprano, estaban condenados a acabar en la cruz. Simón de Cirene, honrado y trabajador a carta cabal, jamás había imaginado tener que llevar en su vida la cruz de un patíbulo a cuestas. Y sin embargo, allí estaba con ella sobre sus hombros. Los caminos de Dios son desconcertantes e impensables para nuestras cortas previsiones humanas. En la mañana de aquel Viernes Santo, y en la misma ciudad de Jerusalén, Cristo y el Cireneo, separados por unos dos kilómetros de distancia, estaban ocupados cada uno en lo suyo. Cristo, en el Litóstrotos, la mayor altura de la ciudad, en su proceso ante Pilato. El Cireneo, abajo, en una finca de las afueras de Jerusalén, en su labranza. Cada uno en sus cosas, como solemos los hombres organizar la vida: Dios, a lo suyo, allá arriba. Y yo, a lo mío, aquí abajo. Y que se respeten las distancias en un reparto adecuado de ocupaciones. Sin interferencias del cielo en la tierra. Efectivamente, el Cireneo, nada tenía que ver con Jesús de Nazaret. Tal vez ni lo conocía. Aunque supiese, de oídas, quién era. Él estaba muy ocupado en su finca y en su trabajo. Todo el tiempo era poco. Por eso 53
aquella mañana, mientras las turbas y los curiosos se movilizaban para asistir al Proceso en el Litóstrotos, él, como todos los días, se fue a lo suyo, a su trabajo, a su campo. El no disponía de tiempo para tirarlo callejeando y curioseando con los holgazanes y desocupados. Y en su finca llevaba ya trabajando varias horas. Simón de Cirene no tenía nada que ver con Jesús de Nazaret, pero Jesús sí tenía mucho que ver con el Cireneo, aunque éste ni lo sospechara siquiera. Como a las diez de la mañana, Pilato, sentado ritualmente en su silla curul promulgó contra Cristo la sentencia de muerte. A esa misma hora, más o menos, el Cireneo empezó a recoger sus aperos de labranza para guardarlos en la casa de la finca y subir tranquilo y despacio hacia su casa, pues era la víspera solemne de la Pascua y tenía que dejarlo todo preparado para su celebración antes de la puesta del sol. Poco tiempo después salía Jesús del Litóstrotos con la cruz a cuestas hacia las afueras de la ciudad, en dirección oeste, para ser crucificado del otro lado de la muralla. Y al mismo tiempo cerraba el Cireneo la puerta de la casa y de la finca y desde las afueras tomaba el camino hacia el este, y enfilaba el sendero que subía a la ciudad, para atravesar la muralla y recogerse en su casa. Dos caminos de dos hombres, en dirección contraria —cada cual a lo suyo—, que van a cruzarse en la mitad del itinerario. Simón de Cirene ni lo sabe ni lo sospecha. No tiene nada que ver con ese condenado. Pero Jesús si lo sabe y lo busca, porque tiene mucho que ver con Simón de Cirene. Caminos de Dios. Caminos del hombre. Que tantas veces se encuentran y se cruzan a pesar y en contra de nuestras previsiones. *** El Cireneo subía hacia Jerusalén haciendo sus cálculos. No imaginaba que todo le iba a salir al revés. Antes de atravesar la puerta de la muralla y sumergirse en el tráfico de la ciudad volvió la vista al campo desde la altura. Qué limpio, qué sano. Aquello era lo suyo. No regresaría a la finca hasta dentro de tres días, según lo exigía el descanso religioso de la Pascua. 54
Pero no imaginaba que iba a ser otro Simón de Cirene, completamente distinto y transformado, el que volvería a la finca. Se despidió de su campo con cariño y atravesó la muralla. Pronto comenzaron a fallarle sus cálculos y previsiones. Las calles estaban abarrotadas de gente que obstaculizaba sus pasos. A medida que se adentraba en la ciudad crecía el gentío. Hasta que de pronto se encontró frenado sin poder seguir adelante. La calle estaba cortada. Los soldados romanos impedían el acceso pues estaba desfilando por ella un cortejo oficial. Y allí quedó Simón de Cirene, entre las filas de los curiosos, asistiendo al desfile y esperando se desalojara la calle para proseguir su camino hacia su casa. Pronto supo de qué se trataba: Jesús de Nazaret era conducido con la cruz a cuestas para ser ejecutado en el Calvario. Ya se le podía distinguir: era aquel del medio... Cuando estuvo más cerca, Simón de Cirene lo miró más despacio: era la primera vez que lo veía. No se conocían. Al pasar Jesús a la altura precisamente del Cireneo, el cortejo se detuvo. Hubo consultas y cambio de impresiones entre el Centurión, los organizadores y los fariseos. El Cireneo esperaba que el desfile se pusiera de nuevo en marcha. Se estaban retrasando demasiado sus cálculos. Pero de pronto, sin saber cómo, alguien que lo había visto y localizado, se acercó a Simón, lo cogió de un brazo, lo obligó a salir a la calle, lo empujó hacia donde estaban los tres condenados y a pesar de todas sus protestas le echaron encima la cruz de Jesús y le forzaron a cargar con ella, detrás de Él, hasta el Calvario. *** ¿Qué es lo que realmente sucedió? Nunca lo sabremos a ciencia cierta. Los tres Evangelistas que trasmiten el hecho no dan más explicaciones. Todo queda, como tantas veces, en el Evangelio y en la vida, en el enigma de una misteriosa elección de Dios al escoger a un hombre para un bello y doloroso destino. 55
Y Dios nos deja abierto todo un margen de conjeturas y posibilidades para nuestra meditación y nuestro aprendizaje. Evidentemente Jesús estaba tan débil y desfallecido que de seguir con el travesaño horizontal de la cruz —cuarenta kilos de peso— sobre sus hombros, se corría el riesgo de que no llegara vivo al Calvario. Y esto había que evitarlo a toda costa. La sentencia de muerte tenía que cumplirse como lo ordenaba la ley romana: clavándolo vivo en la cruz donde debería morir. El Centurión estaba preocupado: toda la responsabilidad era suya. Y los jefes del Sanedrín, que vigilaban de cerca el cumplimiento exacto de la sentencia arrancada por ellos al gobernador romano, avisaron seriamente al Centurión del estado crítico del reo. Esto no puede seguir así. Hay que tomar una decisión. El Centurión formuló la única solución: liberar a Jesús de la cruz y que otro cargue con ella. ¿Otro? Pero, ¿quién? Ningún judío aceptaría espontáneamente tal oficio infamante. La cruz era un patíbulo; un instrumento pagano de suplicio; solamente con tocarlo, un judío quedaba contaminado legalmente; cuánto más si lo cargaba sobre su cuerpo hasta el Calvario. Y con mayor gravedad y consecuencias religiosas y morales en esta víspera solemne de la Pascua. Por eso la decisión del Centurión tuvo que ser impuesta a la fuerza. Y, ¿por qué precisamente el Cireneo que ni había asistido al proceso, ni venía entre los curiosos, sino que, como subraya literalmente San Marcos, «regresaba del campo y estaba de paso»? El Centurión no tenía autoridad para imponer su decisión a un judío. ¿Quién pudo intervenir entonces con tanta fuerza moral como para obligar a Simón de Cirene? ¿Sería el Cireneo criado o esclavo de algún personaje influyente conocido del Centurión; siervo de algún miembro del Sanedrín judío; o tal vez mejor, esclavo de algún amigo y admirador oculto de Cristo que ofreció la colaboración de su criado para cargar con la cruz? ¿Quién era entonces Simón de Cirene? ¿Un siervo greco-judío, proveniente de la Cirenaica, colonia griega en Africa? ¿O tal vez —y esta interpretación es irresistiblemente seductora—, un esclavo negro, importado de Cirene, en el continente africano? 56
Un hombre negro detrás de Cristo cargando con la cruz redentora; símbolo y presencia eterna de toda una raza que camina por la historia con la cruz de su color sobre su cuerpo, entre el desprecio y la marginación de tantos blancos... *** Jesús no dijo una sola palabra cuando le liberaron de la cruz. Pero Simón de Cirene, que aún se resistía y protestaba, vio que mientras le echaban violentamente la cruz encima, los ojos de Jesús se clavaban insistentes en él. Y ya no pudo olvidar jamás aquella mirada infinitamente triste y agradecida. Una vez colocado el Cireneo detrás de Jesús, el Centurión dio la orden de marcha y el cortejo se puso otra vez en movimiento. Para Simón de Cirene comenzaba un camino nuevo en su vida; un camino que iba a transformar radicalmente su existencia personal y la de su familia. Y para todos los hombres surgía un símbolo y un prototipo eterno. Simón de Cirene, detrás de Cristo, comenzaba el aprendizaje de cargar con la cruz, hasta llegar a doctorarse y graduarse en tan difícil ciencia. Simón de Cirene quedará para toda la Iglesia, en el primer VíaCrucis de la historia, como Catedrático y Maestro en el arte supremo de llevar la Cruz. *** Empezó como todos: oponiendo la máxima resistencia. Y cargando con ella porque literalmente se la echaron encima. No había escapatoria posible. La cruz llegó como siempre; fastidiándole todos sus planes. Caminaba como un animal rebelde y salvaje, domado y humillado por un yugo brutal que no podía sacudirse de encima. Pero había algo nuevo y definitivo; el sitio que le habían asignado: detrás de Cristo. Esta circunstancia iba a ser la clave de una asombrosa transformación.
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Ya Cristo había adelantado la fórmula: «El que quiera seguirme, que tome su cruz y venga detrás de mí.» Ni el Centurión que lo situó allí, ni Simón de Cirene conocían esta fórmula redentora del Maestro. Pero la cumplían sin saberlo. El Cireneo marchaba en el sitio exacto: detrás de Cristo. Que era, por otra parte, el más privilegiado observatorio para no perder detalle de cuanto pudiera acaecer. De haber podido situar una cámara móvil de televisión para captar y retrasmitir el Vía-Crucis, el sitio con más recursos y posibilidades era el del Cireneo. Sus ojos eran una auténtica cámara móvil, que detrás de Cristo no perdía ni uno solo de sus movimientos; y que girando a sus lados podía recoger en ambas orillas las imágenes y reacciones del gentío en la calle, las ventanas y las azoteas. El Cireneo, curioso, empezó efectivamente observando y recogiendo todas las reacciones —caras, gestos, gritos— de las escenas que se sucedían a sus lados. Pero llegó un momento en que ya sólo le interesó una cosa: ese reo misterioso que marchaba delante de él; aquella figura débil y vacilante que de vez en cuando se desplomaba sobre el pavimento de la calle para levantarse de nuevo y seguir adelante; aquel Jesús de Nazaret que trataba de erguir su espalda y caminar derecho, pero que impotente y extenuado acababa por inclinarse y doblarse; aquella silueta destrozada y consumida, centro de insultos y de silbidos, que a duras penas se tenía sobre sus pies, y que sin embargo acababa imponiéndose a todos por un irresistible señorío y majestad que emanaba de aquel cuerpo misterioso. Los ojos de Simón de Cirene, seducidos y presos, ya no pudieron desentenderse ni despegarse de aquel Jesús Nazareno que le precedía. Ahora ya sólo le interesaba recoger y filmar en sus ojos los primeros planos, a pocos metros, de Cristo. Y la cruz le empezó a pesar al Cireneo de un modo distinto. Como si la majestad y el señorío del reo se contagiaran también a la cruz de su suplicio. También aquel tronco, con sus cuarenta kilos de peso, se fue transformando. El peso era el mismo, no había disminuido: cuarenta kilos. Pero con ser cuarenta, pesaba distinto; se llevaba mejor, sabiendo que eran de 58
ese Jesús que marchaba delante y mirando su figura seductora e irresistible. Simón de Cirene tenía unas manos expertas en árboles que él injertaba y podaba en la finca. Sus manos sabían tocar y acariciar los troncos. Con sus dedos apretaba la superficie rugosa de la cruz; era un tronco distinto, un árbol diferente. Y todo, por la vinculación que tenía aquella cruz con Jesús, el hombre a quien seguía y lo transformaba todo y todo lo revolucionaba. Porque también Simón de Cirene estaba cambiando sin darse cuenta. Había dejado de rebelarse y protestar. De su interior surgía una aceptación serena; y —cosa absurda— hasta gustosa, que había eliminado aquel odio que al principio sintió contra los que le forzaron a cargar con aquel suplicio infame. ¿Infame? ¿Por qué? Ya no. Pertenecía al hombre que iba delante y por ser suyo participaba de su nobleza. Y ya ni le importaba el que hubiera deshecho sus planes; ya no le urgía regresar a su casa. Que esperara la celebración de la Pascua. Ahora le interesaba el final de aquella aventura en que se encontraba metido. Le interesaba, sobre todo, aquel Jesús de Nazaret. Y avanzaba tras él, con los ojos encandilados, colgados de su persona. ¿Cómo y por qué un condenado a muerte puede seducirle a uno, hasta olvidarse de que gravitan sobre la propia espalda los cuarenta kilos de su cruz? *** Se extrañó el Cireneo cuando la comitiva se detuvo definitivamente. Habían llegado al Calvario. ¿Tan pronto? Los que le forzaron a cargar con la cruz se la quitaron de encima. Jesús de Nazaret se había vuelto hacia Simón de Cirene y lo miraba.' Con sus ojos, sin palabras, le agradecía su ayuda. El Cireneo, inmóvil, también lo miraba. 59
Alguien le dio un empujón diciéndole: —Venga, ya puedes largarte, gracias. Pero él, clavado en el suelo, seguía mirando a Jesús, a quien los soldados empezaban a desnudar para crucificarlo. ¿Largarse? ¿A dónde? Ya no había fuerza humana capaz de arrancar al Cireneo del Calvario. Lo que iba a suceder allí era también cosa suya. Se sentía ya atado y vinculado para siempre con aquel Jesús. Sobre todo con su crucifixión y muerte. Aquella cruz que él había cargado a lo largo del Vía-Crucis le daba derecho a quedarse allí. No como un vulgar curioso, sino como un auténtico colaborador. Asistía a la tragedia suprema del Calvario no como un anónimo comparsa, sino con su nombre propio y su papel personalísimo. En el Calvario todo se iba a centrar en la cruz. —Y esa cruz es también mía, mía. Nadie de los que están aquí la ha tocado, acariciado y querido como yo. Nadie. Esa cruz es también mía. Y si Jesús va a dejar entre sus brazos su sangre, su agonía y su vida; antes he dejado yo en ese mismo tronco mi esfuerzo, mi fatiga y mi amor. Simón de Cirene presentía y adivinaba, sin poder formularlo, que en la crucifixión misteriosa y en la muerte de ese Jesús inocente, él ponía también algo suyo, que Jesús aceptaba e incorporaba a su sacrificio. Lo leyó en los ojos de Cristo por la manera indefinible en que lo había mirado. El sitio del Cireneo estaba en el Calvario. Y ya no se movió de allí. Los soldados izaron al fin la cruz que se proyectó contra un cielo tormentoso y agresivo. Y los ojos de Simón de Cirene se abrieron de nuevo frente a la cruz como una cámara filmadora, —esta vez fija y estática— que resistió las tres horas de Cristo clavado en la cruz. En su cruz. —Porque esa cruz es también mía, mía... *** Toda la familia del Cireneo se hizo cristiana.
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San Marcos, en su Evangelio dirigido a la Iglesia de Roma, nos habla de sus dos hijos, Alejandro y Rufo, que vivían ya en la capital del imperio cuando el Evangelista redactó su Evangelio. San Pablo, en su carta a los Romanos, manda saludos para Rufo, al que llama «elegido del Señor» y para la madre de Rufo, —esposa de Simón de Cirene— a la que San Pablo llama también cariñosamente «mi madre» que era ser también un poco madre de aquella primera Iglesia. Y empieza así a aparecer y a formularse ya esa especial maternidad que puede y debe ejercer la mujer y esposa cristiana desde su hogar en el de su respectiva comunidad eclesial. ¿Habría muerto ya para entonces Simón de Cirene, auténtico y privilegiado «elegido del Señor» que por la cruz llegó a Cristo con toda su familia? Probablemente. Pero por los textos citados sobrevivía su venerada memoria en aquella primitiva y entrañable primera Iglesia de Roma. Y uno se imagina en las reuniones de aquellos cristianos esta frase con la que eran presentados a los nuevos que llegaban los hijos del Cireneo: —Y estos dos son Alejandro y Rufo, cuyo padre cargó con la cruz del Señor camino del Calvario. Los nuevos en la reunión los abrazaban y besaban con envidia, mientras los dos hijos subrayaban gozosos y reconocidos: —Sí, nuestro padre llevó la cruz del Señor. Y proclamaban así públicamente sus más venerada y gloriosa herencia. *** Herencia incalculable. El legado de más valor que Simón de Cirene dejó a sus hijos. Y que a pesar de eso no figuraba en la testamentaria del padre. Si es que Simón hizo testamento, cosa muy improbable. Se trata de una herencia vital que se transmite de alma a alma, sin papeles ni notarios. Como padre murió sin testar. Y como catedrático eximio en la ciencia de llevar la cruz se nos fue sin dejarnos escrito un tratado, por breve que fuera, sobre esta difícil y necesaria especialidad. Cuánto daríamos por haberlo conocido personalmente para entrevistarlo y arrancarle unos consejos eficaces para la práctica de tan indómita 61
asignatura que no acabamos nunca ni siquiera de aprobar. Ante la imposibilidad de sus respuestas directas yo intuyo lo que él podría respondemos. Tal vez nos viniera a decir en sustancia, más o menos: —¿La ciencia de llevar la cruz? ¿Unos consejos para cargar con ella? El primero, que no te hagas ilusiones: la cruz no te gustará nunca. Siempre te provocará tensión y violencia. Jamás te harás a ella. En cuanto lo consiguieras, en cuanto empezara a gustarte de verdad, dejaría de ser cruz. Por eso, no te desanimes jamás. Cuenta siempre, sin sorpresas, con tu rechazo. Para empezar, para seguir, para terminar. Por eso es cruz. El segundo consejo. Ponte enseguida, cuanto antes, detrás de Cristo. Y no lo pierdas de vista. La clave es su Persona. No es que nos cambie ni que nos aligere la cruz; sigue intacta, pesa igual; seguimos sin comprenderla. Pero comprendemos a Cristo y lo amamos, y ese contacto personal con Cristo nos cambia a nosotros. No aceptamos la cruz por ser cruz; aceptamos a Cristo, y por El, la cruz. Ella no nos convence jamás. Pero sí la Persona de Cristo que nos seduce y nos conquista. No lo pierdas de vista. Siempre detrás. El tercer consejo es que si quieres llevar mejor tu cruz, cargues, al mismo tiempo con la de otro. Lo aprendí llevando, sobre la mía, la del Maestro. Tú puedes llevar la de un hermano tuyo. ¿No es otro Cristo? Y verás cómo cambia todo radicalmente. En la ciencia cristiana una cruz sola pesa más que dos. En el mundo cristiano de las cruces no valen vuestros sistemas de pesas y medidas; ni vuestras sumas y restas. En la cruz, si sumas cruces, restas peso. Si tratas de restar en tu egoísmo sumas y multiplicas tu propia cruz. Cuando encima de la tuya cargas con la de un hermano, la propia se aligera, se alegra, le nacen alas... Si te centras en tu cruz personal, tú solo, al margen de todo y de todos, te pesará más, hasta convertirse en una obsesión que te aplaste. ¿Por qué no te haces, como yo, Cireneo de tu hermano? Merece la pena. Sin perder jamás de vista a Cristo. Esa es la clave.
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LA MUJER QUE LE ROBÓ LA CARA A DIOS
6.a Estación: La Verónica limpia el rostro de Jesús Qué injusta, falsa y aburrida la tesis que trata de igualar al hombre y a la mujer. No los iguala: los recorta, los tala, los achata. A ambos. Afortunadamente, desmintiendo las tesis obsesivas y teóricas está la realidad palpitante de la mujer y el hombre en el espectáculo vivo y espontáneo de sus diferencias. Que ¿quién es mejor? Los dos son mejores. Los dos, hombre y mujer, disponen de una escala suprema y específica de valores que los diferencia, los complementa y los enriquece al mismo tiempo. Igualarlos es mutilarlos. A los dos a la vez. Son distintos para Dios. Son su obra maestra: así los hizo, así los quiere y así los juzga. Y fueron también distintos con Cristo, un hombre y una mujer, el Cireneo y la Verónica, que tomaron parte con El en el Vía-Crucis. El Cireneo es hombre y carga a lo largo del camino con la cruz. Tiene músculos, resistencia y maña para ello. La Verónica es mujer y con su chal enjuga el rostro desfigurado y sangrante de Cristo. Tiene un corazón sensible y unos dedos expertos para las heridas y las lágrimas. Y ¡qué bien distribuidos ambos papeles! 63
Claro que probablemente también la Verónica hubiera podido cargar, mejor o peor, con los cuarenta kilos de la cruz. Pero a nadie se le ocurrió siquiera echar mano de una mujer y obligarla a transportar el madero. En cuanto al chal, vamos a dejarlo definitivamente en las manos delicadas de su dueña. Porque al Cireneo, con chal entre sus manos lo pondríamos en un trance ridículo y comprometido que no nos perdonaría nunca. A cada cual lo suyo. Y si son específicamente distintos los servicios que prestan a Cristo y los instrumentos con que le sirven, es también radicalmente diferente el comportamiento con que lo realizan. Esta vez, como tantas, la diferencia se apunta a favor de la mujer. Y el que peor parado queda es el hombre. A Simón de Cirene hay que forzarlo violentamente, humillando y domando su rebeldía, a que cargue con la cruz. La Verónica, al contrario, espontáneamente, por su propia iniciativa, se lanza decidida, se abre paso entre la gente y los soldados, y se acerca a Jesús. Las mujeres que actúan en la Pasión de Cristo nos dejan a los hombres por los suelos. Mejor dicho, somos los hombres los que nos comportamos vergonzosamente con Cristo. Y tal vez la dominante que condiciona esta conducta sea la cobardía. Para mayor humillación de nuestro orgullo, porque alardeamos de valientes y a la hora de la verdad nos escabullimos y dejamos solo al Maestro. En la Pasión del Viernes Santo. Y en todos los viernes santos de la historia; que son casi todos los días de la semana. A los hombres nos pierde la chulería. Y somos cobardes. Las mujeres nos vencen en amor. Y son valientes. Los hombres razonamos más, a veces demasiado. Tanto, que enfriamos y apagamos el amor. Las mujeres aman más, hasta abrasar e incendiar sus razones. *** La Verónica amaba. Por eso no tuvo tiempo ni de pensarlo. 64
Si lo calcula, no lo hace. Obedeció inmediatamente al corazón. Si su marido hubiera estado a su lado, entre la gente, a buen seguro que la hubiera frenado, sujetándola por un brazo. Lo menos que iba a cometer era una imprudencia. Y una temeridad. Además de un riesgo. Que podría ser interpretado como una provocación y un desafío a la autoridad y al orden público controlado por los soldados romanos cuyas filas tenía que romper y atravesar para poder llegar hasta Jesús, que en aquellas circunstancias era un reo camino del suplicio, entregado al control exclusivo y legal del Centurión; e inaccesible por tanto, dentro de un ordenamiento jurídico, a cualquiera intromisión privada, por bien intencionada que fuera. Estos son razonamientos de hombres. Y para hombres. Mientras el marido de la Verónica definía y formulaba esta situación jurídica que aconsejaba, por tanto, abstenerse de toda intromisión, quedándose quieta y segura, sin arriesgarse, entre la gente, ya su mujer estaba arrodillada ante el Señor; y aprovechando una de sus caídas, le estaba limpiando el polvo, el sudor, el polvo y los salivazos que desfiguraban su rostro. Y se detenían sus manos amorosas en sus ojos, porque ella, mujer, sabía que el sudor y la sangre no le dejaban ver; y le limpiaba cuidadosamente los labios para que no se tragara el polvo, hecho costra, pegado en ellos. También lo sabía como mujer. Su análisis y estudio del rostro de Cristo iba por otros caminos. ¡Cuántas veces había limpiado las caras de sus niños, enrojecidas, sudorosas y polvorientas cuando regresaban a casa de jugar con los compañeros, después de haber rodado por el suelo! Y le limpió la cara a Cristo, como a un hijo grande, que rodaba también trágicamente por los caminos; maltrecho y malherido por sus hermanos caínes... Y tal vez, sin querer, mientras le limpiaba el rostro, sus labios repetían en voz baja esta amorosa lamentación irreprimible: —Pobre hijo. Pobre hijo. Pobre hijo. El Cireneo, muy cerca, asistía, complacido, a aquella escena de la Verónica, que consideraba como una actuación lógica y necesaria de una mujer. Y evocaba las manos de su madre limpiándole su cara siendo niño, mientras él protestaba y se rebullía entre sus brazos. ¿Por qué este violento y universal rechazo de los niños a que nos limpien el rostro? 65
Cristo en cambio, hombre ya, abandonaba el suyo, gustoso y agradecido a las manos compasivas de la Verónica. Todo había sido rápido, justo y calculado. Como instintivamente lo saben hacer las mujeres. Los soldados, que sorprendidos por su decisión y su ímpetu no tuvieron ni tiempo siquiera para pensar en frenarla y detenerla, la veían ahora, terminada ya su obra, tratando de levantarse del suelo para retornar a su sitio entre la gente. Pero nunca se hubieran atrevido a arrancarla violentamente de su compasiva actitud; son cosas de las mujeres y de las madres y todos los hijos las comprendemos y respetamos por muy soldados y guardadores del orden que nos sintamos. *** Cuando la Verónica, de regreso a su sitio entre la turba, trató de doblar un poco aquel chal que traía revuelto entre sus manos, se quedó muda e inmóvil de asombro al extenderlo en el aire. El chal estaba limpio, sin mancha ni huella alguna de sangre o de sudor, sin polvo ni saliva. Y en el centro del chal estaba impresa la cara del Señor, tal cual era cuando ella la había limpiado. Desde la tela los dos ojos de Cristo, infinitamente mansos y luminosos, la miraban agradecidos. Era el premio a su amor y a su valentía. Más, mucho más que el alivio físico sobre su rostro maltrecho y dolorido, Cristo quería agradecerle el desafío de su amor que tan generosamente se había arriesgado ante todos y contra todos. Frente a la desbandada total de los suyos, la Verónica era la única persona que se había atrevido públicamente a dar por Él la cara. Y en recompensa Cristo le daba también su cara impresa en su chal. Le dejaba, en recuerdo, su retrato. Mejor dicho, un autorretrato, realizado por El mismo con una técnica irrepetible: la impresión directa, por contacto, de su rostro a través del amor y de la sangre. La Verónica, loca de júbilo, no pudo ni quiso ocultar la dádiva. Asió elegantemente, con índice y pulgar de sus dos manos el milagroso chal, lo alzó airosamente cuanto pudo y lo hizo girar en derredor para que todos lo admiraran mientras pregonaba a voces el prodigio: —¡Mirad, mirad: el rostro de Jesús de Nazaret! ¡Milagro, milagro: me ha dejado su retrato en el chal: milagro! 66
El arte cristiano se enamoró de esta escena, la hizo suya y se gozó en repetirla y multiplicarla. Pero en su tratamiento ha habido un proceso de eliminación selectiva de elementos. Si al principio se retrató la escena fiel e íntegramente con toda la teatralidad del escenario y sus multitudinarios actores, poco a poco fueron desapareciendo detalles accesorios y espectaculares —edificios, árboles, turbas, caballos, soldados— para enfocar únicamente a Jesús y a la Verónica. Incluso llegó a desaparecer la figura de Cristo y quedar solamente la Verónica, sin paisaje ni época, eternamente consagrada en ese gesto suyo tan femenino, como asomándose al balcón dorado y suntuoso de las molduras en los cuadros, o a las logias renacentistas y barrocas de los retablos, para mostrar al mundo la cara de Cristo. Y parece repetir a la humanidad, pero ahora en proclama de amor, el mismo grito con que Pilato, como juez y gobernador romano, presentó a Jesús ante las turbas: «Ecce Homo. Este es el Hombre.» Para el Greco la Verónica es una figura entrañable y querida, a la que llega a españolizar, tocándole la cabeza con una sutil mantilla blanca. Así nos la encontramos en el Museo de Santa Cruz de Toledo. Visitando la Bretaña tropecé en un cruce de caminos campestres con la sorpresa de una Verónica de piedra sentada en la escalinata de un Crucero. En la lejanía llorosa y verde del paisaje se adivinan los pueblecitos cercanos. Allí la Verónica es una aldeana de aquellos alrededores que al pasar por el camino junto al crucero de piedra se sentó en sus escalones y alzó en alto su velo para mostrar a los que pasaban el rostro de Cristo. Y no se levantó ya más la Verónica; allí se quedó inmóvil en la piedra, inmovilizando también al paisaje en el éxtasis contemplativo, pregonera del rostro dolorido de Cristo ante los hombres. *** Por desgracia; y no precisamente creada por el arte, ha aparecido otra versión, diametralmente opuesta, de la Verónica. Verónica al revés. O Verónica negativa. Que encarnan y realizan en su vida muchas mujeres. Incontables. Demasiadas. 67
También van por los caminos de la vida buscando las caras maltrechas, sangrantes y desfiguradas de los hombres. Pero no para enjugar el llanto, restañar la sangre y limpiar el polvo y la saliva, devolviéndoles así un rostro sano, limpio y bello. Al revés. Se dedican a hurgar en todos los basureros de la sociedad, a revolver las aguas corrompidas de todas las cloacas y muladares, para entresacar con el gancho afilado de su curiosidad malsana, todos los chismes groseros, todos los cuentos denigrantes, todas las calumnias putrefactas. Andan a caza de los hermanos caídos en las cunetas de la vida para recoger sus rostros tal como están: con todo el escándalo, la suciedad y el pecado: y mostrarlos así, las manos en alto, a los cuatro vientos. Verónicas al revés, proclamando también en voz alta su pregón de feria: —Miren, miren todos. Ecce homo. Este es el hombre: fíjense bien. Miren qué cara tiene fulano. Contemplen, señores, el último retrato de mengano... Y sigue el recuento detallado, meticuloso y lacerante del último chisme, de la calumnia recién acuñada, del más sensacional e inaudito escándalo. Verónicas al revés, que aprovechan para su actividad difamante todos los medios modernos: el correo, los anónimos, el teléfono... Y si disponen de una pluma bien afilada, la prensa. Verónicas al revés, que muchas veces alardean de ser cristianas y que son capaces de despellejar al prójimo con los mismos labios con que ese día comulgaron el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Verónicas al revés, que afirman conmoverse y llorar ante el rostro sangrante de Cristo y que no tienen empacho en herir y ensangrentar la cara de Cristo en sus hermanos. *** Claro que hay también legiones incontables de Verónicas auténticas. En todas partes. Allí mismo, en Jerusalén, en el itinerario del Vía-Crucis, junto al sitio de esta Sexta Estación de la Verónica, tienen su modesta vivienda las Hermanas del Padre Foucauld. Jóvenes francesas en su mayoría, que han renunciado a las comodidades de su casa y familia; al disfrute tentador de la vida social; a la cultura, 68
al arte y los espectáculos, y se han venido a Jerusalén para aliviar el dolor de los hombres. Viven en la Sexta Estación. Físicamente, porque aquí han instalado su casa. Espiritualmente, porque su vida es perpetuar el amor de la Verónica. Ellas saben muy bien en qué calles están los hogares de los árabes que más las necesitan; y todas las mañanas se reparten y acuden a estas estaciones dolorosas del eterno Vía-Crucis de los hombres, para pasar allí el día lavando ropa, preparando la comida y cuidando a los niños, mientras llenan la soledad de los ancianos con su cariño y enseñan a sonreír a los enfermos... Precisamente cuando evocábamos en el Vía-Crucis de Jerusalén la Sexta Estación de la Verónica pasaron a nuestro lado, ágiles y juveniles, dos Hermanas del Padre Foucauld, con su evangélica túnica de dril azulado y su grácil velo blanco a la cabeza. Yo pensé: no hace falta evocar la figura de la Verónica. Aquí está presente. No hacen falta imágenes ni estatuas. Aquí viene la Verónica viva. *** El arte, que había concentrado el tema de la Verónica, eliminando muchedumbres y escenarios, hasta reducirlo a solo la mujer protagonista con el chal milagroso entre sus manos, siguió afinando más y más el proceso depurativo del tema, hasta conseguir su más pura expresividad en un solo elemento: la cara de Cristo. Ya no le hizo falta la Verónica. Desapareció del cuadro la mujer con sus brazos extendidos y sus manos —índice y pulgar exquisitamente unidos— sujetando el chal prodigioso. Y quedó el velo solo, suspendido, sin dedos, en el aire. Quedó solo el rostro de Cristo. La Santa Faz. Maravillosa búsqueda tras lo definitivo. Definitivo acierto de lo esencial: la cara de Cristo. ¿Existió alguna vez la Verónica? ¿Historia, tradición, leyenda, ilusión y sueño del amor cristiano? 69
Tres ciudades, al menos, afirman poseer el velo afortunado de la Verónica con el rostro del Señor: el Vaticano, Jaén en España y Lyon en Francia. ¿Tres rostros de Cristo como recuerdo y presencia en el mundo? ¿Sólo tres? La realidad evangélica lo niega, ampliando el número hasta el infinito. Donde haya un pobre, un triste, un hambriento, un enfermo, un encarcelado, allí está Cristo. Todos los débiles, todos los que sufren, tienen —y son— la cara de Cristo, No tres. Infinitos Cristos. Nos faltan Verónicas.
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VOLVIÓ A TROPEZAR EN LA MISMA PIEDRA
7.a Estación: Jesús cae por segunda vez Cristo, ¿otra vez por tierra? Y yo, que me ilusioné pensando que tú ibas a ser la excepción cualificada para desmentir esa regla humillante por la que se define al hombre como el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Pero comprendo que tú eres igual que todos nosotros. Y como nosotros, repites la caída. En tan poco tiempo. Y a tan corta distancia. Dicen que la primera vez caíste en tierra porque descendías por la calle cuesta abajo; y el peso de la cruz, acelerando la marcha, desequilibró tus pasos. Pero es que el camino ahora es cuesta arriba; con una subida muy llevadera y suave. No es como para caerse. Además, ahora caminas sin la carga de la cruz. No puedes echarle a ella la culpa. Detrás de ti la transporta el Cireneo. 71
¿Cómo puede justificarse tu recaída? Total, Cristo, que una vez por cuesta arriba y otra vez por cuesta abajo, Tú has tropezado —y caído— en la misma piedra. *** Y, ¿te extrañas de estas mis pequeñas caídas? ¿Te pasmas al verme ahora rodar por el suelo? Es que te has olvidado de mi gran caída. La Otra. La primera. Hace treinta y tres años. La caída radical de donde arrancan, como lógicos eslabones de una inevitable cadena, todas estas pequeñas caídas. Ahora doy con mi cabeza en el suelo desde una altura que no alcanza los dos metros, pues camino ya encorvado y vacilante. Es tanta mi debilidad, que Dios ya no puede mantener erguida ni siquiera la altura del cuerpo que me dio como hombre. Pero hace treinta y tres años caí sobre la tierra desde una distancia infinita. Desde la altura inaccesible de mi divinidad. Las medidas de que tú dispones no te capacitan ni para empezar a rastrear esa distancia. Es inútil que trates de calcularla. Es Dios, que cayó desde su eternidad feliz, sin tiempo y sin espacio, hasta encontrarse una noche, tiritando de frío en un pesebre. Esa sí que fue caída. No. No mires al cielo, ni preguntes a los astros, para imaginarla. Ese sol, que se esconde avergonzado entre las nubes para no verme en el suelo, lo tienes a unos centímetros de ti, si lo comparas con la altura infinita de Dios. Medida sin medida. Caí desde Dios hasta el hombre. Hace treinta y tres años. Y desde entonces sigo cayendo y cayendo sin dejar de rodar. ¿Te extraña esta segunda caída en el Vía-Crucis? No tiene importancia. Desde hace treinta y tres años mi vida es caer y caer... *** ¡Caer y despeñarse desde la altura de Dios! Jesucristo dice en el Evangelio de San Lucas, en una expresión fulgurante, que El «vio caer a Satanás desde el cielo como un rayo». 72
Nadie sabe más de la altura de estas caídas que el mismo Cristo, ya que puede, como Dios y como hombre al mismo tiempo, medirlas en su infinita sabiduría y experimentarlas en la flaqueza de su carne. No sería improbable que Milton, el poeta genesiaco de «El Paraíso Perdido», se hubiera podido inspirar en esta frase de Cristo para describir la caída de Satanás, cuando, derrotado en la batalla de los ángeles, fue despeñado hasta el abismo. Para subrayar la distancia, Milton recurre al factor tiempo, y afirma que Satanás estuvo cuarenta días con sus cuarenta noches atravesando en su caída el pavoroso vacío que separa el cielo del infierno. Y uno se imagina a Satanás cuarenta días y cuarenta noches, rodando por los espacios, entre auroras, crepúsculos, noches y mediodías; chocando con los astros, enredándose en la Vía Láctea; rasgándose las alas con las puntas afiladas y frías de las estrellas; de tumbo en tumbo, de galaxia en galaxia, atraído y rechazado al mismo tiempo por las fuerzas magnéticas del amor y del odio; despedido violentamente, como un maldito de Dios y de sus creaturas, de todas las constelaciones, hasta estrellarse, despeñado, en el fondo sin fondo, del odio, la muerte y la desdicha eterna. La caída del Angel de Milton dura cuarenta días y acaba en el abismo. Es la fantasía de un poeta. La caída del Verbo de Dios no termina en la Encarnación, al tomar la naturaleza humana, ni se acaba en Belén al tomar tierra. Cristo sigue cayendo a lo largo de sus treinta y tres años, con sus días y sus noches. Pero todo es consecuencia del misterio fundamental: la Encarnación. En esa infinita caída ya están anticipados inevitablemente todos los subsiguientes y necesarios tropiezos y resbalones. En la Encarnación se aprieta su germen y semilla. La Encarnación no sólo posibilita y explica, sino que exige un continuo rodar de Dios por los suelos. Cuando se cae de tan alto no acaba de caerse nunca. La roca desprendida desde la cumbre altísima de la Trinidad se precipita vertiginosamente por la ladera abajo, quebrándose, desgajándose y haciéndose añicos en infinitos trozos que multiplican en número infinito la caída... 73
*** ¿Por qué, pues, ese pasmo, ahora, al verme por el suelo? ¿No me viste rodar hasta el estiércol de un establo entre los animales? ¿No me contemplaste caído y humillado en el rito sangrante y primitivo de la Circuncisión? Me empujaron y rodé, desterrado y perseguido, hasta Egipto. Sentí cómo el Diablo trataba de empujarme también desde el pináculo del Templo. Me rozaron sus manos repugnantes. Quisieron despeñarme por un precipicio mis propios paisanos en Nazaret. En el Huerto de los Olivos sentí en mis mejillas y en mi boca, cómo sabe el polvo de la tierra, mezclado con sudor frío y con sangre empavorecida. Rodé doce veces en el Cenáculo hasta los pies de mis Apóstoles para lavárselos con mis manos. Me han atropellado en todos los tribunales; caí desde la Inocencia y la Justicia hasta la culpabilidad y la condena. ¿Pude caer más bajo, como Dios, cuando el Sanedrín judío me declaró oficialmente «blasfemo»? ¿Quieres que ruede más aún que las treinta monedas con que me vendieron y que ni la avaricia de los sacerdotes quiso aceptar para su Templo? Cuando las turbas, a gritos, prefirieron a Barrabás, yo sentí que me despeñaban por debajo de los atracadores que matan y roban por los caminos. Herodes me proclamó loco y me vistió como tal; era arrancarle a Dios la razón y recluirlo, entre loqueros, en un manicomio. Tanto y tan bajo rodé. Y lo que me resta aún en la cruz hasta que se desplome y caiga mi cabeza muerta sobre el pecho. Pero antes tendré que pasar por el misterioso rechazo de mi Padre y sentirme hundido hasta el alma en el abandono esencial sin saber por qué... ¿Te extraña ahora que vacilen mis pies y caiga por segunda vez en el Vía-Crucis? 74
*** No, Señor. Ya no me extraña. Comprendo ya el porqué de tus caídas, que radica en tu naturaleza humana. Caes, en definitiva, porque eres hombre. Y me alegro, por tanto, con todo mi ser, de tus caídas y de su causa; porque ahora Tú, a tu vez, también comprendes, y no te extrañas, de mis caídas. Yo también caigo porque soy hombre. Los dos llevamos en la debilidad esencial de nuestra naturaleza humana la semilla de nuestras caídas. No me extraña que ruedes por el suelo. Ni Tú te extrañas de mis revolcones. Los dos somos hombres. Y los dos nos comprendemos. *** Aunque hay una diferencia abismal entre tus caídas y las mías. Las tuyas se deben a una flaqueza física. Las mías son efecto de una debilidad moral. En las tuyas queda a salvo, sublimada, tu inocencia. En las mías se manifiesta, y me delata, mi culpabilidad. Pero si esta diferencia está contra mí y me condena, hay otra diferencia a mi favor que me salva. En mis caídas se desploma un pobre hombre. En las tuyas rueda por el suelo todo un Dios. Y es precisamente esa Divinidad caída la que compensa y equilibra las caídas de los hombres. La que perdona mi culpabilidad. La que me echa una mano y me pone de pie. La que se solidariza con mi debilidad y comparte mis fracasos. Porque en tus caídas, salvo la conciencia de culpa y de pecado, Tú quisiste experimentar todo lo que nosotros sentimos cuando caemos: la humillación de la impotencia, la vergüenza de la debilidad, la verificación íntima de la limitación personal, y la manifestación pública del fracaso. 75
Tú sabes lo que es pisar en falso, tropezar en lo imprevisto, calcular mal el paso, perder el equilibrio, buscar apoyo y no encontrarlo, vacilar en el abismo, cerrar los ojos, fallarle a uno las manos y dar de bruces, brutalmente, contra el suelo... Y esperar un momento, así desplomados, sin atreverse a movernos, a ver qué es lo que se me ha roto. O si me he partido el alma. Tú conoces el sabor del barro en tu boca, el escozor del polvo en tus ojos, la quemadura del roce y el restregón en tu piel; y el silbido de la burla y la rechifla en tus oídos. Y todo esto, misteriosamente, ha querido saberlo y vivirlo la Divinidad. *** Y en esta segunda caída has querido experimentar una especial y más refinada expresión de la debilidad humana: la de caer sin cruz, puesto que te la lleva el Cireneo; caer sin la razón y el peso de una carga visible; caer porque sí, sin justificación que haga razonable la caída, que es un modo muy triste de caer; y que a veces, más de lo que sospechan nuestros cálculos, experimentamos los hombres. Cuando los demás nos ven caer y rodar una y otra vez por el suelo, sin que aparezca una cruz visible que nos empuje; cuando parece, y así lo juzgan, que caemos por puro capricho, porque nos da la gana; porque no hacemos lo más mínimo por evitarlo; al contrario, afirman que disfrutamos ofreciendo a los demás, frívolamente, el espectáculo pintoresco de nuestros tropezones. Y Tú, Señor, que caíste sin la justificación de una cruz visible, sabes que hay otras cruces invisibles e interiores; ocultas y escondidas; inconfesadas e inconfesables; secretas y mudas, que pesan y duelen inmensamente más que las visibles, y que provocan unas caídas, sueltas o en cadena, que a veces son trágicamente dolorosas. ¿Verdad, Señor, que no se cae por puro capricho? ¿Ni por el gusto de caer? Gracias porque quisiste caer sin cruz. Y gracias, porque tú conoces y pesas nuestras cruces inconfesadas y secretas. *** 76
Lo más pavoroso y desolador en el hombre caído debe ser, Señor, sentirse y saberse solo en su caída; solo y desasistido en su debilidad; solo y abandonado en su culpabilidad. La más trágica soledad debe ser la del hombre y su pecado, en el desierto absoluto de su impotencia. Pero desde que Tú caíste, Señor, nadie puede sentirse solo en su caída y su pecado. Te adelantaste y caíste Tú primero. La sombra amorosa de tus caídas nos espera ya en todos los caminos: en todas las esquinas y los cruces; en todas las cunetas, las cuestas y los abismos. Tus caídas suavizan y ablandan nuestras piedras, alfombran nuestros caminos, acolchan cariñosamente nuestros golpes y tropezones. Nadie cae solo. Nadie peca solo. Ya estaba allí Cristo, caído en tierra, para amortiguar el golpe. Para recoger nuestra debilidad en su fortaleza. Para darnos su mano y ponernos de pie.
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Y SEGUIRÁN LLORANDO TODAS LAS MUJERES DEL MUNDO
8.a Estación: Jesús habla a las hijas de Jerusalén Otra vez la presencia femenina en el Vía-Crucis. Y en cada nueva y sucesiva actuación la mujer se va haciendo más visible, más multitudinaria, más valiente y más clamorosa. En esta marea femenina cada ola que avanza es más pujante e invasora. Fue primero un discreto recado que la esposa invisible de Pilato hace llegar a su marido tratando de evitar la condena a muerte. Luego, resguardada en la sombra de la esquina y en la penumbra de su manto, la mirada muda de María, que quisiera ser vista solamente por su Hijo; y a quien el Hijo prefiere contemplar El solo y para El sólo. 78
Después, la irrupción de la Verónica, desbordando la vigilancia de los soldados, hasta invadir la zona prohibida y entrar en contacto directo con el mismo reo. Y ahora, todo un grupo de mujeres, gesticulante y sonoro, que en primera fila, ni se ocultan ni se recatan, para golpearse el pecho, mientras prorrumpen, con lágrimas, en quejas y lamentaciones. De nuevo la mujer vuelve a dar la medida arriesgada y valiente de su amor. Y a ser distinta del hombre. Amigos de Jesús había muchos entre el gentío. Pero anónimos, escondidos y camuflados. Cada uno en solitario y por su cuenta. Tratando, mutuamente, de evitarse. Ignorándose todos. Con la consigna tácita de allí nadie conoce a nadie. Desviando a tiempo, no ya los saludos, sino las miradas; no sea que alguien —siempre hay alguien vigilando donde menos se piensa— trate de vincular y relacionar a uno con otro, en unas circunstancias en que todo grupo, aunque sea de solo dos, puede ser sospechoso y, por tanto, detenido. Los amigos de Jesús, cuando hay peligro, lo acompañamos desde lejos, sin unirnos, sin organizamos, sin comprometernos. Las mujeres, en cambio, a pesar del bullicio y el gentío, con un instinto certero, se adivinaron las que sentían igual, se fueron acercando y aproximando, hasta unirse y apretarse en un solo grupo; y juntas, proclamar públicamente su dolor y sus lágrimas. Porque es éste un grupo espontáneo que se improvisó y organizó entonces, en la misma calle, sobre la marcha, y que estaba formado exclusivamente por mujeres que vivían en Jerusalén. Es San Lucas quien así lo hace constar expresamente; para distinguirlo de otro grupo, también de mujeres, pero todas de Galilea, que desde su tierra se habían desplazado hasta Judea, siguiendo y acompañando a Cristo; y que fieles y valientes persistirán hasta el final en el Calvario, junto a la cruz del Maestro. Es todo un hecho sintomático y profético para la historia de la Iglesia esta arriesgada presencia de dos grupos organizados de mujeres en la Pasión de Cristo. Organizados por ellas mismas. Las mujeres son las únicas que se mantienen organizadas. En oposición a la cobarde desbandada de los hombres. Cristo, desde hacía tres años, había estructurado, El mismo, oficialmente, un grupo esco79
gido uno a uno, de doce, cuya lista documentada recoge varias veces el Evangelio. Grupo oficial, mimado, instituido y privilegiado por Cristo. Esta organización estructurada de los Doce se diluye en la Pasión. Junto a la lista oficial de sus nombres elegidos se puede enfrentar, a doble columna, la lista negra de sus traiciones, ventas, negaciones y abandonos. Los grupos femeninos, los que las mismas mujeres organizaron por su cuenta, un poco al margen, sin reconocimiento oficial, sin exigir nada de Cristo, conformándose con que tolerara junto a Él su presencia, aunque fuera a veces un poco alejada, discreta siempre, sin disfrutar de la intimidad constante y envidiada concedida a los Doce, estos grupos femeninos son los fieles y valientes que dan la cara por Cristo en la hora del riesgo y el peligro. Ahora, en esta Octava Estación, es el grupo espontáneo de las mujeres de Jerusalén. Las ha unido el mismo elemental e instintivo dolor de madres e hijas; se golpean el pecho y juntas improvisan y lanzan al aire sus lamentaciones desgarradas y populares, entre ayes y lágrimas, al paso del Señor. Madres, esposas y hermanas, que sobre aquel pobre reo, solo y desdichado, proyectan la visión dolorosa y trágica de su propio marido o hijo, y le dicen, espontáneas e irrefrenables a Cristo, lo que en iguales circunstancias, de verlo así arrastrado por la calle, le gritarían a un ser querido. Es el corazón quien grita. El corazón de Jerusalén. No la Jerusalén del Templo, la aristocracia o la cultura. Esa es la que condenó a Jesús por medio de sus sacerdotes, sus doctores y sus fariseos. Es el corazón femenino del pueblo, inculto y hasta analfabeto, pero limpio y sano, como para conservar viva su capacidad de compadecerse y de compartir en la calle el dolor de los demás. En los ayes de aquellas mujeres gritaban también las piedras de Jerusalén. Al clavárseme en los oídos este «¡ay!» agudo y afilado de Jerusalén que recoge San Lucas en el Vía-Crucis yo comprendo el porqué de esos «ayes» lacerantes con que rasgan el aire las Saetas de Sevilla. Es el mismo Jesús que pasa. Y es el mismo pueblo que llora. *** 80
Entonces sucedió lo inesperado e insólito. Al escuchar sus «ayes», Cristo se detiene; y con El, que es su eje, queda frenada toda la comitiva. Se vuelve entonces hacia el grupo de las mujeres y les dirige el más largo parlamento de-toda la Pasión. Tanto más elocuente, cuanto que Cristo, el Viernes Santo, aprieta sus labios y adopta una postura hermética y muda. Cuando hable será como forzado, a requerimiento de sus interpelantes, para contestar —y no siempre— a sus preguntas, con las palabras medidas y escuetas. Pilato, orgulloso, llega a perder los nervios y salta, molesto, ante su silencio: «Y a mí, ¿no me contestas?» Herodes no logrará ni siquiera saber cómo es el timbre de su voz. En cambio estas mujeres que no exigen ni esperan respuesta, que no preguntan nada, que lanzan sólo en vuelo los ayes de sus lamentaciones al aire libre de Jerusalén, consiguen, sin pretenderlo, que Cristo les dedique su más extensa intervención oral en la Pasión. Un solo texto en que se unificaran todas las respuestas que Pilato consiguió arrancarle, no alcanzaría la dimensión espontánea y fluida de este mensaje tremendo y trágico que Cristo dedica, de un solo aliento, a las compasivas mujeres de Jerusalén. Larga la intervención. Pero desconcertante el contenido. Porque cuando uno esperaba de Cristo dulces y sumisas expresiones de agradecimiento para el sincero coro de lamentaciones con que le lloran las mujeres, se queda uno herido y perturbado por el tono de Cristo, sin acabar de clasificarlo como réplica dura, como arisco desvío o como aviso y amonestación de un inevitable y merecido castigo que las espera. O las tres cosas al mismo tiempo. A los «ayes» compasivos de las mujeres, parecen replicar otros «ayes» amenazadores en Cristo. Dureza más hiriente y agresiva, si se toma en cuenta, la desolada situación del reo, que camina a tumbos, sin tenerse en pie; y que a pesar de todo, encuentra fuerzas para rechazar la compasión que le brindan, devolviéndosela a las mujeres en trágica amonestación. Nada más falso. Un análisis, situado en aquel preciso momento histórico de Jerusalén, con todas sus circunstancias, nos hace percibir el tono entrañable de voz 81
con que Cristo pronunció estas palabras y el infinito latido de fraternidad redentora que su mensaje encerraba. *** Hoy, esta Octava Estación, se conmemora en Jerusalén en medio de la más bulliciosa y pintoresca calle comercial de la ciudad vieja: el Zoco, cubierto y abovedado en toda su longitud. Había que descubrir la calle, desmontando sus bóvedas, devolviéndole el cielo al aire libre, para reconstruir el auténtico escenario histórico de esta Octava Estación. Y con él una clave para su interpretación. Porque Cristo caminaba entonces, cerca ya de la Puerta Judiciaria, por una calle paralela a la muralla de Jerusalén. A su derecha se recortaba, contra el azul intenso y radiante de un cielo a mediodía, la silueta horizontal y dentada de las almenas, en el recinto noroeste de la ciudad. La comitiva bordeaba en concreto el segundo muro. Detrás de él, al norte, no muy distante, se erguía, sobre un terreno más elevado, la tercera muralla, que a intervalos asomaba sus almenas entre las casas; y en la que se alzaban dos atrevidas y estratégicas torres militares. La más alta y conocida se llamaba «Psefino». Punto neurálgico y vital en la defensa de Jerusalén. Entre desafiantes torres y afiladas almenas arrastraba Cristo su encorvada figura, cuando llegó a sus oídos el llanto de las mujeres y sus desgarradas lamentaciones. Se detuvo. Trató de incorporarse un poco más para verlas, alzó la cabeza y contempló la escena que le rodeaba. Era un auténtico escenario militar. Un recinto amurallado. Los soldados romanos vigilaban y mantenían el orden. Las puntas de sus lanzas hervían al sol del mediodía. Un lejano clarín iba, a lo lejos, abriendo paso a la comitiva. El caballo del Centurión resbalaba, nervioso, en las pulimentadas piedras romanas. Lo cercaban gritos, chillidos, insultos, blasfemias. Por su frente abajo goteaban hilos de sangre... AI nordeste, la torre «Psefino» se perfilaba amenazadora. Y enfrente de Él un grupo apretado de mujeres — madres, esposas, hijas, hermanas— se golpeaban el pecho y prorrumpían en llantos y lamentaciones. ¿Para qué más? Aunque Cristo no los necesitaba como Dios, todos aquellos elementos bélicos que le rodeaban, provocaron en su visión y fantasía de hombre, 82
la evocación de esa tragedia inevitable que atormentaba siempre su sensibilidad y que amenazaba inexorable a Jerusalén. La destrucción de la ciudad por los romanos el año 70. No era la primera vez que la visión de las piedras de Jerusalén arrancaba lágrimas a los ojos de Cristo: «No quedará en ti piedra sobre piedra.» Pero estas piedras en concreto que ahora le ceñían y que El contemplaba, este recinto amurallado, estas torres próximas, iban a ser precisamente el escenario decisivo en que se jugaría el asalto decisivo a la ciudad. Desde esa Torre «Psefino» tomada previamente por los romanos se apoyaría toda la acción guerrera. Y en este muro se abriría la brecha por donde se desbordaría en la ciudad sitiada, inundándola y conquistándola, el torrente devastador de los sitiadores. El asedio primero, el asalto y la conquista después, iban a ensangrentar todas estas piedras. ¿Por quién lloraban, entonces, esas mujeres? ¿Por Cristo, por ellas mismas, por sus hijos, esposos y hermanos? La sabiduría de Dios y la visión profética de Cristo, superponían, como tantas veces, los planos y los escenarios, el presente y el futuro, la sangre de hoy y la de mañana. Para el Dios-Hombre, todo era presente en la perspectiva divina y profética; todo le dolía y lo padecía ya de antemano en su exquisita sensibilidad humana, misteriosamente unida a su divinidad. ¿Por quién lloraban, entonces, esas mujeres? ¿Por El? ¿Por ellas? Porque muchas de esas mismas madres, esposas, hijas y hermanas, iban a apretarse dentro de treinta y tantos años, en otro coro igual, sobre estas mismas piedras de Jerusalén, para llorar y lamentarse. Mientras oía sus lamentaciones, Cristo vivía ya anticipadamente, unida y vinculada a su Pasión, la destrucción de Jerusalén; y sus escenas trágicas, se proyectaban, como relámpagos, sobre aquellas piedras y aquella multitud que lo acompañaba al suplicio de la cruz. La guerra de Jerusalén duró tres años. Pero los últimos cinco meses de asedio, apretando y ahogando a la ciudad hasta estrangularla superaron las más sádicas fantasías. Las descripciones que el historiador Flavio Josefo nos dejó de aquellos cinco meses de asedio, las vivía ahora Cristo dolorosamente. 83
Los romanos crucificaban a todos los judíos que de una u otra manera caían en sus manos. Eran tantos los condenados a ser crucificados que ya no encontraban troncos donde clavarlos; todos los árboles de los alrededores de la ciudad habían sido ya talados para convertirlos en cruces. Habían agotado la madera. Dentro de poco en el Calvario se alzarán tres cruces. Cristo presidirá crucificado en medio. Pero en el año 70 Jerusalén estará cercada y ceñida por una muralla de hijos suyos crucificados por los romanos. Jerusalén tendrá una gigantesca corona viva de cruces hincada en su cabeza. ¿Por quién lloran, entonces, esas mujeres? Dentro de la ciudad, asediada implacablemente y reducida al espacio interior de sus murallas empezaron a amontonarse los cadáveres. Jerusalén ya no tenía ni tierra para enterrar a sus muertos, que amontonados en todas partes se convertían en auténticos enemigos mortales de los vivos que quedaban. Los muertos podían desencadenar otra guerra peor: la peste. Había que deshacerse de ellos. Y los judíos decidieron arrojarlos, al amparo de la noche, por las puertas de la ciudad que se abrían en alto sobre el campo. Flavio Josefo transcribe una cifra increíble: en menos de tres meses fueron arrojados fuera más de cien mil cadáveres... Los judíos muertos dentro de las murallas se pudrían así junto a los judíos que habían sido crucificados fuera de la ciudad. —¿Por quién lloran esas mujeres? Con el asedio apareció el hambre en la ciudad maldecida. Y con el hambre los robos y los crímenes. Para culminar en un hecho tan macabro y degenerado que desbordó, como noticia, las murallas de Jerusalén y llegó hasta los oídos atónitos del mismo emperador Tiberio. Afirma el historiador judío Flavio Josefo que un día unos soldados pasando de vigilancia por una calle de Jerusalén sitiada, percibieron a través de la puerta un insólito y apetitoso olor a carne asada que les sedujo y detuvo al instante. Llamaron insistentemente a la puerta y al ver que nadie quería abrirla, los soldados hambrientos la derribaron y le exigieron a la dueña de la casa, única moradora, que los convidara a aquel festín de carne asada. Cuando la dueña cedió a su violenta exigencia y les presentó la carne, los soldados, trastornados y despavoridos huyeron corriendo... La mujer acababa de asar a su hijito de un año y se lo estaba comiendo. Y la madre, puntualiza Flavio Josefo, se llamaba María... 84
¿No es lógico que esas mujeres se golpeen el pecho y que griten sus lamentaciones entre las piedras de Jerusalén? Esto es lo que veía Jesús en esta Octava Estación de su Vía-Crucis camino del Calvario. Con esta pavorosa visión profética en el corazón y en los ojos les habló a aquellas pobres mujeres que lloraban por El, inconscientes de su propia desgracia, sin sospechar siquiera el futuro trágico que las aguardaba: «No lloréis por mí. Llorad, mejor, por vosotras y por vuestros hijos.» Aquellas mujeres no entendían del todo lo que Cristo les quería decir; pero el tono de su voz; el misterio de sus palabras y el aspecto de su figura las fue impresionando de tal modo que se fueron apagando las lamentaciones en sus labios. Hasta quedar mudas y atónitas sin poder dejar de contemplarlo. Su figura oscilante y medio encorvada no podía tenerse en pie; su rostro parecía el de un boxeador vencido a quien su contrario se hartó de golpear a mansalva: un labio roto, los pómulos amoratados y sangrantes, los párpados tan hinchados que apenas podía abrir los ojos. Su mirada llegaba a las mujeres a través de dos rendijas desiguales y oblicuas. Su voz, enronquecida y velada salía arrastrándose, por su garganta reseca y polvorienta. Y decía: —No lloréis por mí. Llorad, mejor, por vosotras y por vuestros hijos. Sí: seguían compadeciéndolo. Pero empezaban a sentirse asustadas y amenazadas. No gritaba ni vociferaba como un energúmeno. En su infinita debilidad había una realeza y una majestad que las subyugaba. Su voz, que era un soplo casi inaudible, se les clavaba con la firmeza certera de un dardo. Y por las rendijas, con sangre y polvo de sus ojos, salía una luz que bañaba las conciencias e iluminaba el futuro: —Si en leño verde se hace esto; en el seco, ¿qué se hará? ¿Serian así los profetas? Él había afirmado cuando predicaba que Él era más que los profetas. Parecía verdad. Si no estuviera tan maltrecho y desfigurado podría empezarse a sospechar si pudiera ser tal vez el hijo de Dios. 85
*** El Centurión tenía prisa y urgió la marcha. Jesús miró agradecido a las mujeres de Jerusalén y continuó su camino. Pero ellas ya no podrían olvidar jamás los ojos dulces e irresistibles de aquel hombre, su voz inquietante y misteriosa. Treinta y tantos años más tarde empezaron a entender —aunque nunca del todo— sus palabras desconcertantes que a lo largo de esos años alojadas en su memoria y en sus corazones, habían ido preparando y fortaleciendo a aquellas madres, esposas e hijas, para el día inevitable de la tragedia. Cuando ésta llegó supieron agradecer el mensaje redentor que las dejó el Maestro cuando pasaba aquel Viernes camino del Calvario. *** Y también nosotros, Señor, te lo agradecemos hoy, después de dos mil años. Porque también entonces nos hablaste a nosotros. La Octava Estación fue la Estación de la Guerra. Para aquellas mujeres, su guerra en concreto, fue la de Jerusalén, el año 70, en la que no quedó piedra sobre piedra. Pero la guerra ha seguido, y seguirá, presente en el mundo. La visión de Jesús no se quedó estancada en el año 70. Su mirada, que barre toda la historia, tuvo también presentes y vivas, en aquella Estación todas las guerras de los hombres. Aquel grupo de mujeres iba cambiando vertiginosamente de cara, de atuendo, de época. Adquirieron sucesivamente los rostros, las facciones y los colores de todas las razas. Sus labios se lamentaban en todas las lenguas que hablan todos los hombres. Lo único que permanecía en ellas, idéntico siempre, era el llanto. Porque todas las mujeres del mundo lloran igual; con el mismo desgarrador desconsuelo, cuando la guerra les arranca a sus hombres —hijos, maridos, hermanos— brutalmente de sus brazos. Cristo lo sabía muy bien. Acababa de ver llorando desconsolada en el quicio de una esquina a su propia Madre al ver cómo arrastraban a su Hijo a la guerra más injusta y despiadada: la del odio substancial en el Calvario.
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Por eso Cristo supo juntar y hermanar en su visión y en sus palabras a todas las mujeres y a todas las guerras, junto con su propia Madre, María. En la Octava Estación del Vía-Crucis retumbaron, lejanas y presentes, todas las guerras de la historia. El suelo que pisaban los pies desnudos de Cristo se estremeció con el temblor de todos los bombardeos; y la trepidación se le subió cuerpo arriba hasta su cerebro. Escuadrillas ensordecedoras de aviones destructores ensombrecieron el aire de Jerusalén que quedó desgarrado en tiras incandescentes. Cristo sentía que le faltaba el oxígeno para seguir respirando. Se ahogaba. Miles de bombarderos dejaban caer bombas de azufre, de napalm, de gases asfixiantes y esterilizantes. Y un hongo gigantesco se alzó sobre Jerusalén y se abrió sobre ella como un anuncio profético de explosión y radiación atómica. Un eco lejano recordaba: «Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise cobijarte bajo mis alas como la gallina a sus polluelos; pero tú no quisiste», porque Jerusalén representaba para Cristo el amor que Él tenía a todos los hombres y todas las ciudades del mundo. Sopló un viento pestífero que barrió la visión del hongo atómico; su olor provocaba náuseas: olía a carne humana asada en los hornos crematorios... El odio de la guerra seguía devorando y consumiendo a los hombres. ¡Cómo no iban a llorar y lamentarse aquellas mujeres, y las del año 70 y las de todas las guerras en todos los tiempos! *** Cristo terminó su mensaje a la humanidad en la Estación de la Guerra, con una frase misteriosa, que es al mismo tiempo una teoría divina, una iluminación trascendente y una sublimación redentora. Y les dijo a las mujeres: —Porque si en el leño verde se hace esto, en el seco, ¿qué se hará? El tronco verde, jugoso de savia, refractario y rebelde al castigo del fuego, ya que no tiene pecado, es El. La leña seca, que cargada de pecados e injusticias, atrae y reclama la venganza de las llamas, somos los hombres. 87
Pero Cristo, el leño verde, quiso, voluntariamente, aunque con la protesta chirriante de su savia inocente, consumirse en un castigo que no le correspondía y ser pasto de un fuego injusto, para solidarizarse con nuestros pecados. Cristo arrimó su leño verde a nuestra leña seca. Hermanada, abrazada y junta, toda la leña, inocente y culpable, verde y seca. Dios ha aceptado una sola hoguera. En el centro está su Hijo. La leña seca lo envuelve y lo rodea. Todo arde, se quema y se abrasa. Cristo y los hombres. La inocencia y el pecado. El justo y los culpables. El fuego, que empezó siendo castigo, acaba convirtiéndose en purificación transformadora y purificante. Porque Cristo tiene el poder y la fuerza de convertir el fuego de castigo en llamas de amor. Este es el secreto de su redención: hacer que nuestros dolores participen también de su eficacia transformante. Octava Estación. Toma, Señor, nuestra leña seca, amontónala sobre tu tronco verde y que el fuego redentor de esa hoguera, ilumine, purifique y redima al mundo. Un día dijiste: —Yo he venido a traer fuego a la tierra. Y, ¿qué he de querer sino que arda? Aquí está nuestra leña seca. Préndele fuego. Y abrasa al mundo en tu amor.
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LOS LADRONES, MÁS FUERTES, NO CAYERON NUNCA
9.a Estación: Jesús cae por tercera vez Y con esta, Señor, ya van tres caídas. ¿No te bastaba con dos? Ya sé que Tú querías subrayar tu debilidad para acercarte más a nosotros y que te sintiéramos así, de verdad, hermano nuestro. Comprendo que el número dos, aunque en la repetición reitera la caída, no es tampoco demasiado elocuente, pues un segundo tropezón puede achacarse a una mala suerte o a una pura casualidad. El número tres, en cambio, ya es otra cosa; tres caídas ya son una afirmación rotunda y convincente. Caer tres veces no es una simple casualidad. Tres caídas son un testimonio evidente de tu debilidad que nos convence a todos. El número tres ya deja abierta y sin límite alguno la posibilidad de más caídas; que, por otra parte, no es necesario que se realicen. Bastan estas tres. 89
Te acercan a nosotros. Nos parecemos, Señor. Te suceden las cosas igual. A nosotros jamás nos viene una pena sola; en cadena. Ni sólo una desgracia o un fracaso; en serie. O en aluvión. Cuando se ponen las cosas mal hay que prepararse: todo se pone mal. Las calamidades nos caen encima por rachas; y siempre acompañadas. Por eso te agradecemos más esta Tercera Caída, en el umbral mismo del Calvario, a punto de llegar, cuando hubieras podido evitarla fácilmente con un poco de interés y de esfuerzo. Gracias, Señor, por el número tres de tus caídas. *** El esquema actual y definitivo del Vía-Crucis que ha llegado hasta nosotros, superando todos los vaivenes y modalidades de distintas épocas y tradiciones, conmemora sólo tres caídas, que es el número mínimo entre las diversas cifras, que de las caídas del Señor conmemoraban otros VíaCrucis. Había diferentes itinerarios, para todos los gustos y devociones, donde el número de caídas oscilaba desde tres hasta treinta y dos. En muchas tradiciones se insistía en siete caídas, buscando la apoyatura consagrada ya de la cifra bíblica. Tal vez con el número de treinta y dos, más que el recuento de las caídas de Cristo se pretendía que el cristiano se enfrentara con el número y el cómputo de sus innumerables —y olvidadas— caídas personales. Por desgracia, ¿quién puede dar la cifra exacta de sus pecados? ¿Quién se atreve a afirmar que no pasan de treinta y dos? De todos modos, para avergonzarnos —y para perdonarnos— basta una sola caída de Cristo. No importa el número. Nuestro actual Vía-Crucis demuestra, una vez más, que ha prevalecido el sentido sobrio, certero y sabio de ese número tres. *** En tu Vía-Crucis, Señor, hay un buscado y repetido ritmo ternario. Tres condenados a muerte. Tres cruces. Y tres caídas. 90
Lo lógico hubiera sido un reparto equitativo: una cruz y una caída para cada uno de los condenados. Pero Tú mismo eres el mal repartidor. Tu cruz la compartes —y se la cargas— a Simón de Cirene. Y en cambio Tú solo acaparas las tres caídas: la tuya propia, y las otras dos que debían distribuirse entre los dos ladrones. Por eso Tú eres el único que rueda vergonzosamente tres veces por el suelo, mientras tus dos compañeros de condena y de suplicio recorrieron firmes todo el trayecto desde el Litóstrotos hasta el Calvario. Con qué desprecio te mirarían a Ti, que no eras capaz de guardar el equilibrio. Les dabas motivos para que comentaran: —Y, ¿eres Tú el Profeta, el rey de los Judíos, el que puede reconstruir el Templo en tres días? ¡Tres días! Lo que si puedes de verdad es tropezar y caer de bruces tres veces en una sola tarde. Si de verdad eran auténticos tus milagros, ¿por qué ahora ni siquiera te aguantas de pie? Es más fácil que multiplicar los panes y peces, resucitar muertos, o caminar sobre el mar. Falsario, cuando no pisas seguro ni sobre tierra firme. Qué bravo y duro estuviste con las mujeres que se compadecieron de ti. Pero sólo de boca. Valentía de palabras. Los hombres de verdad lo demuestran con las obras. Y la primera es caminar derecho. Sin dar traspiés como un borracho. Y eso que has conseguido desentenderte de tu cruz y largársela a otro por las buenas... Y los dos ladrones sacaban más el pecho; y tratando de demostrar que su cruz para ellos no tenía importancia, caminaban erguidos y derechos, despreciando como a un señorito burgués y sin reaños a aquel pobre hombre que ya iba por la tercera caída. —Aquí los únicos fuertes somos nosotros dos. Mala suerte nos tocó con la compañía de este desgraciado que no aguanta derecho ni cuatro pasos seguidos. *** Y era verdad. Los hombres eran los fuertes. Dios era el que tropezaba y caía. La injusticia, la culpa y el pecado caminaban derechos. La inocencia y la justicia rodaban por el suelo. 91
Como tantas veces. Como siempre. Y los ladrones, reafirmándose en su fortaleza, se reían y burlaban orgullosos de Dios. —Nosotros no nos caemos. Somos más fuertes. En los caminos de la vida, mientras Dios sigue cayendo, es fácil cruzarse y caminar al paso, con hombres, que insuficientes y orgullosos, se atreven a repetir la misma desafiante afirmación: —Mire, usted: yo no tengo de qué arrepentirme. Y menos, de qué confesarme. Yo no tengo ningún pecado. Y se estiran más en su arrogante verticalidad, mientras desprecian, desde su altura, a los que reconocemos nuestros pecados. —Se lo repito. Yo no he caído nunca. Soy honrado. Justo. Yo no he robado ni matado a nadie. No hay peor pecado que el de soberbia. El más refinado. Ni más peligrosa caída que la del orgullo. La caída del soberbio no se ve; no cae hacia abajo, manchándose su carne, con polvo y barro. El soberbio cae hacia arriba, tratando de usurparle a Dios el sitio; y manchando su cerebro con los mentirosos resplandores de una robada impecabilidad. En la caída hacia abajo, por muy alta que sea, pronto se toca tierra, y se palpa en el choque, dolorosamente, la propia debilidad. En la caída hacia arriba, el abismo es tan profundo, que a veces no se toca fondo. Y se vive en perpetua caída pensando que se crece más; porque no ha llegado el choque todavía. En la caída hacia abajo, el golpe contra la tierra despierta nuestra humildad. Y estamos salvados. Abrimos los ojos. En la caída hacia arriba crece nuestro orgullo y se depura, refinada, nuestra soberbia, más ciega cada vez. El hombre cae hacia abajo, se descalabra; y humillado, puede volver a levantarse. Dios le echa una mano. Satanás cae hacia arriba, pensando siempre que sube, y en ese roce vertiginoso, su orgullo incandescente se abrasa y consume en su propia adoración. Su soberbia lo ha aislado. Está trágicamente solo. 92
Gracias, Señor, por nuestras caídas. Con polvo, con sangre, con roturas y descalabros. En ellos aprendemos nuestra medida exacta: la pequeñez y la debilidad, al medir, con nuestro pobre cuerpo, la tierra y el barro. Porque andaba alardeando en público —un poco como los dos ladrones— de que él era fuerte y no habría quien lo tumbara: —«Aunque todos, ¡yo no!» Y ya veía a los demás Apóstoles rodando por tierra, mientras él sólo se mantenía en pie. Con un Papa así, bravucón y un poco chulo —¡aunque todos yo no!— tu Iglesia no podía ir a ninguna parte. Y menos al Calvario, que es, a fin de cuentas, su destino. Pedro necesitaba medir el suelo. Y se vino abajo, a la primera. Tres veces seguidas. No lo tumbó ninguno de los Apóstoles, que él veía ya derrotados. Ni un soldado fornido. Ni siquiera un hombre. Para tumbar a Pedro bastó el simple empujón, ingenuo y sin malicia, de una criada. Y para colmo, como los cobardes y los bocazas, cayó echando juramentos. Pero Tú estabas al quite. Pasaste por donde Pedro estaba caído, lo miraste, y lo levantaste con los ojos. ¿No te levantó a Ti también de esa manera, con el imán de su mirada, tu Madre, María? Pedro, ya en pie, rompió a llorar. El hombre que llora como Pedro ya tiene en su llanto una garantía para no reincidir en su caída. El hombre que llora como Pedro, ya no desafía a los demás: «aunque todos, yo no». El que llora como Pedro se mezcla fraternalmente con sus hermanos y se solidariza con ellos: «Yo también.» Ese era el Papa que Tú necesitas y buscabas. Ya lo tienes: gracias a sus tres caídas. 93
Que quedaron equilibradas y compensadas con las tuyas. También tres. Luego, ya resucitado, acabarás con tres exigentes y dolorosos tirones hasta la altura del amor: —Pedro, ¿me amas más que éstos? Pero Pedro, escarmentado de sus desafortunados alardes ya no se atreve a hacer juramentos. Ni siquiera de amor. Desde sus huesos, todavía doloridos por los tres revolcones de sus caídas, le dicta su humildad esta auténtica formulación cristiana: —Señor. Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Ya que he de caer, enséñame esta ciencia, Señor. Quiero aprender de Pedro. Pongo en tus manos mis tropiezos y resbalones. Señor: porque Tú sabes y mides mis caídas, sabes también y mides lo que hay en mí de amor. *** La Iglesia nació en el amor y la humildad. Porque Cristo sabía que su Iglesia, igual que Pedro, su primer Papa, seguiría cayendo. Su historia es un camino. Como el del Calvario, donde se suceden las caídas. Cristo, que fue delante, cayó tres veces aquella tarde. La Iglesia, que lo sigue detrás, ha caído innumerables veces en los veinte siglos de su VíaCrucis. La Iglesia es Cristo, encarnado otra vez y presente, en ese organismo vivo que forman sus obispos, sus sacerdotes, sus fíeles, sus vírgenes... Hombres, todos: con todas las consecuencias y debilidades de nuestra limitada y vulnerable humanidad: equivocaciones, egoísmos, tanteos, traiciones y pecados. Por eso la historia de la Iglesia no es precisamente un desfile triunfal con palmas y aleluyas; sino un Vía-Crucis interminable, con tropezones y caídas. Y nadie puede quedarse indiferente, ya que es nuestra madre, al verla por el suelo. 94
Ante la Iglesia caída no cabe más que una reacción filial: la de acercarse a ella con infinito cariño y comprensión; y ayudarla amorosamente a levantarse. Sin embargo, hoy parece surgir en sus mismos hijos, otra reacción, triste y desconcertante. Son muchos, los que viéndola por el suelo se acercan a comprobar, medir y verificar, todos los detalles agravantes del resbalón y del descalabro. Y levantan acta, cuyas copias distribuyen, divulgan y publican. Se encaran con ella y llegan a acusarla y denigrarla. Justifican esta conducta, afirmando que lo único que pretenden es levantarla del suelo, alzarla en pie de nuevo, y ponerla en condiciones de realizar las exigencias evangélicas que le marcó Cristo. Absurda y desnaturalizada táctica en un hijo, tratar de levantar a su madre caída, entre insultos, críticas negativas, condenas y malos tratos. Cuando de rodillas, en pleno zoco de Jerusalén conmemorábamos la Tercera Caída de Cristo, acertó a pasar por la calle un árabe conduciendo un asno viejo que transportaba en dos serones una desmesurada carga de leña. Los que hacíamos el Vía-Crucis, nos apretamos de rodillas, juntándonos un poco más para dejar paso al asno. Yo no sé si el animal se asustó ante el rumor de la gente que rezaba; yo no sé si resbaló en aquellas piedras pulimentadas y gastadas por el uso; el caso es que el pobre asno se vino al suelo, con toda su carga de leña. Ante el animal caído, su dueño reaccionó furiosamente y comenzó a pegarle con una fusta en sus pobres ancas, despellejadas y secas, mientras prefería sonoras y malhumoradas interjecciones en árabe, que alternaba con golpes y puntapiés. El animal, pegado al suelo y aplastado por la carga, se estremecía de dolor y de miedo. Yo me acordé, inevitablemente, de Cristo. ¿Tratarían de levantarlo los soldados, igual que al asno, entre insultos, golpes y patadas? Y también me acordé de nuestra madre la Iglesia. Y me dolió en el alma, el que a muchos no les duela, cuando la insultan y golpean para que se levante. A tu Iglesia caída, Cristo, hay que tratarla con amor, igual que a Ti: porque Tú eres la Iglesia. 95
Y encarnado en tu Iglesia —en nosotros— tú sigues caminando por la historia en el eterno Vía-Crucis de la Vía Dolorosa.
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LA VENDA QUE DEFIENDE NUESTROS OJOS
10.ª Estación: Jesús es despojado de sus vestidos Jerusalén es una perpetua y desconcertante sorpresa. ¿Cómo iba yo a imaginarme nunca que la más adecuada preparación para meditar y comprender la Décima Estación del Vía-Crucis iba a ser un paseo previo a lo largo de la más bulliciosa calle comercial de Jerusalén, sumergido, y casi náufrago, entre tiendas, reclamos, gentío y escaparates? Así fue. Ya había sido una sorpresa el que nuestro Vía-Crucis, en las tres últimas Estaciones recorridas —siete, ocho y nueve— transcurriera en pleno «Bazar», en la calle Tarik el Amud. Nunca sospeché que un Bazar oriental pudiera convertirse en escenario para un Vía-Crucis. De todos modos, jamás, antes, se me hubiera ocurrido dar a nadie este consejo: si usted quiere vivir y comprender mejor la Décima Estación, dese primero un buen paseo, de tiendas y escaparates, por la Quinta Avenida, los Campos Elíseos, la Gran Vía madrileña... recorra antes la más tentadora calle comercial que tenga a mano. Después, reflexione, medite, y 97
abra los ojos para contemplar a Cristo desnudo, despojado de sus vestiduras. Será distinto. Así lo experimentamos en Jerusalén. Habríamos recorrido, como en un tercio de kilómetro, el Bazar de la ciudad vieja. Éramos un río lento, entre dos orillas de comercios. Nuestro caminar, pausado y procesional, era un moroso deambular entre tiendas y escaparates, como si fuéramos de compras. Con estratégicas paradas que permitían observar detenidamente tantos objetos tentadores como solicitaban nuestra atención. Esa marcha lenta ofrecía un fácil blanco a todos los reclamos — oídos, ojos, olfato—. En aquella calle abovedada se concentraban más agresivamente todos los característicos olores orientales, que en oleadas sucesivas o en una marea simultánea nos iban envolviendo: perfumes y esencias, fuertes y aceitosos: confites dulzones; café turco perfumado; nuez moscada, menta, clavo, azafrán, ajonjolí... Y aquella ráfaga, intensa y reconfortante, cuando una de nuestras paradas coincidió ante una carpintería en cuya interior penumbra estaban aserrando madera de cedro. Nunca imaginé que en la madera pudiera apretarse tal intensidad de perfume... Poseídos ya por la marea de los olores, nos cercaba simultáneamente, la invasión irresistible de los objetos, sobre todo los exóticos, que desde la inmovilidad de sus escaparates, ponían en movimiento nuestra curiosidad primero, nuestro deseo y ambición después: la plata, el marfil, el nácar y el jade con todas sus formas y volúmenes; las esmeraldas y los brillantes con sus guiños tentadores; los rasos y los brocados; las alfombras persas; las sedas y los damascos; las babuchas puntiagudas, los chales bordados... Evidentemente nosotros entonces ni comprábamos ni adquiríamos nada porque estábamos conmemorando religiosa y devotamente el VíaCrucis; nada nos llevábamos en las manos, no salíamos del Bazar con ningún paquete visible. Pero inconscientemente, en nuestros ojos se habían ido amontonando y almacenando tantos y tantos objetos tentadores, que salíamos con medio Bazar en nuestras pupilas; y el propósito de volver, en mejor oportunidad, para comprar determinados regalos. Sentíamos que una vez más se había despertado en nosotros, tensa y dolorosa, la ambición de tener, de comprar, de adquirir, de poseer, de coleccionar. Cosas, cosas, cosas...
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La ambición de las cosas, que como otra cruz, carga sobre nuestras espaldas, frenando y oprimiendo los vuelos del alma. Porque así regresamos siempre después de asomarnos a los escaparates: abrumados por la carga invisible de cosas que nuestra ambición ha colgado de todos nuestros sentidos. No podemos con tantas. Se nos van cayendo en el camino. Van chorreando las cosas desprendidas de nuestro cuerpo. Son tantas, que desaparecemos, en nuestra libertad y personalidad, envueltos y ocultos por las sucesivas cargas de cosas que nos echamos encima, esclavos de nuestra ambición. Cosas, cosas, cosas... *** Cuando llegamos al Calvario, en la Décima Estación, nos encontramos a Cristo, desnudo, sentado en una roca. Los soldados, cumpliendo las normas romanas que regulaban el suplicio de la crucifixión, habían despojado a Cristo de todos sus vestidos y desnudo esperaba pacientemente se ultimaran todos los preparativos para acostarse en la cruz y ser clavado en ella. Así lo encontramos, sentado en una piedra, desnudo a la intemperie, tiritando de fiebre y de vergüenza. A sus pies, en el suelo, yacían, en un leve montón, sus vestidos, que ya no eran de Él, pues pasaban a propiedad de los soldados que ejecutaban la sentencia. Así lo encontramos, desnudo, los que llegábamos cargados y abrumados de cosas y cosas, en los ojos, en los deseos, en los propósitos, en la ambición... Nos dio inmensa vergüenza. Él nos miraba con infinita pena y compasión. Y empezamos a tratar de despojarnos de todo lo que amontonábamos en nuestros deseos y ambiciones, para quedarnos, ante Cristo desnudo, solamente con lo que llevábamos puesto. Nos parecía que era la única manera, un poco digna, de comparecer ante Cristo: «Con lo puesto.» Sin más. 99
Comprendimos que esa frase podía servir para expresar la sencillez y disponibilidad cristiana que exige el Evangelio: «Vivir con lo puesto», frente a los cálculos insaciables, jamás satisfechos, de la ambición y el egoísmo. ¿Qué menos que presentarnos ante Cristo sólo con lo puesto, cuando a Él los soldados le habían quitado hasta lo puesto y sin nada ya que ponerse encima esperaba desnudo para ser puesto en la cruz? Así había llegado Cristo al despojo total. A lo largo de todo el proceso de la Pasión le han ido arrancando sus más elementales derechos, desnudándolo de sus más esenciales prerrogativas humanas y divinas. Despojado y desposeído en su persona, jurídica y divina, absolutamente de todo, solamente le quedaban unos pobres vestidos para cubrir su cuerpo. Y se los arrancaron también para consumar el expolio. Y esperaba, desnudo, que lo crucificaran. *** Te lo quitaron todo, Cristo. Y me acordé de los presos, que al ingresar en la cárcel son obligados a desnudarse y despojarse de todas sus pertenencias. Claro que a los presos les visten su traje carcelario y en una lista documentada consta todo lo que entregaron para devolvérselo en su día con la libertad. Tu despojo es infinitamente mayor y definitivo. Me acordé de una familia a quien la justicia humana había embargado todos sus bienes y arrojado de su casa. El matrimonio y tres hijos pequeños empujaban, calle adelante, en un carromato, unas camas y unos colchones. ¿A dónde irían? Tu embargo fue total: hasta los vestidos. Me acordé de aquella niña que lloraba sola junto al río desbordado sentada también en una piedra. Con su dedo trataba de señalarme un sitio, ya invisible, en el agua. Allí había estado su casa. La riada se lo había llevado todo. También a sus padres. No tenía nada, ni a nadie. Estaba sola. Y lloraba sentada en una piedra. Me acordé del arruinado, que todo lo perdió y está en la calle. Del jubilado, que desposeído de su trabajo, siente que le falta una razón para seguir viviendo. 100
Del anciano, que abandonado por sus hijos en un asilo, se sienta solo al sol, a ver si se le calienta un poco el alma que tirita de frío. Cristo desnudo, sentado en una roca, a la intemperie del Calvario. ¿Verdad que pensabas en todos ellos mientras temblabas de fiebre y de vergüenza? ¿Verdad que te sigues sentando, compañero invisible y fraternal, haciéndoles compañía, junto a todos los abandonados, los desposeídos y los despojados de la vida? *** Qué espectáculo, Cristo, si todos los que nos llamamos cristianos y nos enorgullecemos de serlo, tuviéramos que ir pasando, de uno en uno, por la explanada del Calvario para ir colocando, delante de Ti, desnudo en una roca, todas nuestras cosas: propiedades, riquezas, cosas... Qué vergüenza y acusadora humillación para muchos. Qué confortable consuelo para otros: muy pocos. Qué confusión y contraste para la mayoría. Casi todos. Porque la cima achatada del Calvario es una pequeña explanada donde cupieron las tres cruces y un sepulcro, recubierto hoy todo por una sola cúpula, en la Basílica circular del Santo Sepulcro. Muy pequeña tiene que ser una finca para que quepa en la explanada del Calvario sin desbordarla. Quien tenga varias fincas lo vence y supera cumplidamente. Los grandes terratenientes disponen de terreno para cubrir y recubrir innumerables veces el Calvario. Medimos las tierras por áreas, por kilómetros, por días de bueyes. Los cristianos podríamos arbitrar otra original unidad de medida: un Calvario. ¿Cuántos Calvarios miden tus fincas? ¿Cuántos Calvarios tienes en tierras, fincas y posesiones? Lo triste sería que encima alguna de esas fincas sirviera efectivamente de Calvario para alguien. Con crucifixión y muerte. Moral o económica. No nos caben las fincas, Cristo, en tu explanada. Ni las cosas, ni los pisos, ni los chalés de verano y vacaciones. Lo invadimos y ocupamos todo. 101
¿Dónde aparcamos entonces el coche en el Calvario? O los coches. Porque la esposa y los hijos disponen del suyo propio e independiente. Tendrás que apartarte de esa roca donde estás sentado en tu desnudez y buscarte otro sitio para dejar espacio a nuestra invasión de cosas y cosas. Ante tu despojo absoluto, desplegamos, Cristo, el alarde de nuestras vajillas extranjeras; el destello de nuestra plata —al sol del Calvario tal vez te hiera los ojos y el corazón—; el lujo de nuestras porcelanas y marfiles; la exhibición de nuestros cuadros; el capricho costoso de nuestras colecciones... Y las pieles. Y las joyas. Para poner ante Ti nuestro dinero en negocios y en efectivo, no hace falta sitio; basta un cheque con una cifra: un papel. Que ocupa muy poco sitio en el Calvario, pero que esclaviza y encadena nuestra vida y nuestro corazón. *** Confieso, Cristo, que en el Calvario le duelen a uno los ojos y el alma ante el desfile ofensivo y abrumador de nuestros lujos y derroches. Y que no puedo apartar la vista de ese pequeño montón que forman en el suelo, junto a Ti, tus vestidos. Dice San Juan que los soldados, a quienes ya pertenecían por ley, hicieron cuatro partes con ellos y se las repartieron; una para cada soldado. No acabo de entender cómo lo que Tú llevabas puesto podrá dar tanto de sí, como para formar cuatro lotes. ¿Daba tanto de sí la sobriedad de tus vestidos, en tu ambiente y en la época, como para que a cada soldado le tocara, al menos, una pieza entera? No es fácil. Por eso lo que debieron hacer fue partir, por ejemplo, en cuatro partes tu manto. Ya que iban a hacer lo mismo con tu túnica, como afirma San Juan, pero al comprobar que estaba tejida en una sola pieza, sin costura, decidieron rifarla, sin partirla. Fue un despojo total que se consumó dolorosamente ante tu vista, cuando lo poco que te habían quitado lo rasgaban y dividían en cuatro partes para repartírselo. Claro que a nosotros, Cristo, que ahora te compadecemos, nos espera el mismo final; el despojo absoluto.
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Todo eso que hemos colocado ante Ti en el Calvario, y lo que no pudimos poner porque ya no teníamos sitio, todo nos lo quitarán; como a Ti los vestidos. Ya la vida misma, al ir avanzando y adentrándonos en ella, se encarga de irnos desnudando, poco a poco, aunque cada vez más de prisa, y cada año que pasa con más descaro. Y somos como el árbol que un día se encuentra con que ya no da flores, y al otoño siguiente ya no tiene fruto. Mañana empiezan a caérsele las hojas y a perder la fronda. Pasado, se le van los pájaros dejando sin música las ramas. Hasta secarse un día y quedar como tú, desnudos, en la soledad y el desamparo. Y nos remata la muerte. No veremos, tal vez, el reparto de nuestras cosas, tan amorosa y ambiciosamente amontonadas en vida; pero nuestros descendientes harán también lotes con ellos para repartírselas. Y es preferible, Cristo, no asistir ni ver el reparto. Tú, en el fondo, tuviste suerte; los cuatro soldados se arreglaron entre ellos amistosamente, sin reñir, sin enfrentarse ni acudir en pleito a los tribunales. No llegaron a las manos. Ni siquiera se insultaron. Es preferible, Cristo, no asistir a nuestro reparto, para no ver como riñen los hermanos, como surgen los odios y las venganzas; y cómo, mientras parten la herencia, parten también y desgarran en jirones, la unidad fraternal de un hogar que había sido tejido por el amor en una sola pieza, sin costuras ni remiendos. Como tu túnica. Tú tuviste más suerte: los soldados no se atrevieron a rasgarla. ¿Desgarrarán nuestros hijos el abrazo fraternal del hogar? ¿O aprendieron ya, tal vez, de nosotros, sus padres, esta trágica lección, porque ya nosotros, como hijos, nos repartimos con odios y violencias la herencia de sus abuelos? Los cuatro soldados eran paganos. Pero supieron repartir las cosas sin desgarrar la convivencia y la fraternidad humana. Y aceptaron, sin protestas, la ciega decisión de los dados. Qué pena que los cristianos no sepamos compartir. Ni aceptar, sin pleitos ni revanchas, la decisión pensada y amorosamente calculada de unos padres en su testamento. Saber hacer lotes con las cosas, dejando intacto y sin partir el corazón. 103
Así te clavaron en la cruz: desnudo. Sin atenuar ni paliar en nada, ese misterio, tan doloroso para Ti, tan infinitamente consolador para nosotros, de tu desnudez absoluta. La exhibición desnuda del crucificado formaba parte, como castigo, del suplicio salvaje de la crucifixión. Si se trataba de una mujer, se le concedía, que por pudor, fuera crucificada de espalda al público, dando su cara al madero. Pero si era un hombre, que aguantara. ¿Qué pudor ni sensibilidad podía tener un facineroso que había violado sin pudor las leyes, hasta ser condenado al más infamante de los suplicios? ¿Que Tú eras distinto, Señor? De acuerdo. Infinitamente. Pero lo terrible y decisivo es que siendo distinto te habían igualado a los criminales. Más aún: te habían tratado peor que a ellos. Tu proceso es la suma de todos los atropellos, físicos y morales, divinos y humanos. Había una consigna tácita y diabólica de extremar contigo el cumplimiento de todas las prescripciones legales en la ejecución del suplicio. Es absurdo pensar que contigo, al llegar este momento, se tuviera una consideración o fueras objeto de un trato excepcional. De serlo, fue en Ti, de excepción, el mal trato, la crueldad y la injusticia. Si tuviste un privilegio fue el de pagar siempre tu deuda más allá del último centavo. Y si te libraron de cargar con la cruz, no fue un privilegio; era el único medio de conservarte vivo para poder crucificarte y arrancarte después a pedazos, esa vida que te prolongaban y regalaban. Erais tres los condenados a muerte. Menos posibilidades, por tanto, de excepciones. Iguales los tres; desnudos los tres; en la total exhibición que imponía el suplicio. El espectáculo de un crucificado era espantoso. Pero el desnudo, en aquella carne clavada y machacada, en aquel cuerpo convulsionado y retorcido en aquella piltrafa humana que era un gemido y un alarido enroscado a un palo, pasaba a segundo término. Dejaba ya de ser un desnudo ofensivo del pudor, para convertirse, entre los cla104
vos, las convulsiones y la sangre, en un tormento más, absorbido y centrado en aquel mapa repelente de torturas que era el cuerpo de un hombre clavado en una cruz. Ante un crucificado, los ojos, agotada y superada la sensibilidad por el espectáculo macabro de aquella carne, ensartada como la de un animal en cuatro ganchos, ya no tienen ni tiempo, ni capacidad, ni atención, para fijarse y detenerse en el pudor descubierto y profanado. Ante un crucificado, Señor, es tan intolerable la visión, que uno acaba apretando los ojos y tapándoselos con ambas manos, porque ya lo ha visto todo y ya no tolera ver más. Y es imposible, no hay resistencia para seguir mirando. Ante un crucificado, Señor, se hunde uno y naufraga en el abismo misterioso de su dolor. *** Pero cuando ese crucificado eres Tú, Cristo, entonces es diferente. Cuando eres Tú, los ojos no se cierran, ni se aprietan, ni se tapan con las manos. Cuando eres Tú, los ojos se abren más, y más y más, para verte mejor, para no perder detalle; para recorrerte, y explorarte y saberte todo; para que a fuerza de contemplarte, se nos queda grabado en la retina, en el corazón y en el alma tu cuerpo crucificado. Y mirándote. Señor, empieza uno a adivinar el misterio redentor de tu desnudez. Esa desnudez total, con la que quisiste proclamar, clara y valientemente, desde la cruz, la verdad maravillosa de tu Encarnación. ¡Verdaderamente, Señor, el Verbo se hizo Carne! Esa desnudez es la revelación diáfana, descorridos los velos, arrancados los vestidos, de tu Encarnación redentora. De verdad. Señor, tomaste nuestra humanidad con todas sus consecuencias; las más íntimas, las más secretas. Ahora también comprendo por qué quisiste pasar por la humillación de la circuncisión; para que no dudáramos y agradeciéramos, la realidad de tu carne. De verdad. Señor, aceptaste un cuerpo igual que el de los ladrones. Sin hacerle ascos. No hay diferencias. Está patente y claro. De verdad. Señor, tu cuerpo es como nuestro cuerpo. Como mi pobre cuerpo. 105
Gracias, Cristo, desnudo en la cruz. Cuando dentro de tres horas se desgarre y descorra el velo que cubre el Sancta Sanctorum del Templo, aparecerá que está desoladamente vacío. Pero al arrancarte tus vestidos y descorrerse el velo de tu desnudez, ha aparecido ante la historia la plenitud del amor divino en la verdad y el misterio de tu carne. *** La desnudez total fue sólo en el Calvario. Hoy, es lógico que a nuestros Cristos en cruz les ciñamos la cintura con un paño. Por respeto, por pudor, por cariño. Pero, sinceramente, ese paño se lo ponemos a Cristo, ¿por El o por nosotros? Es una pura ofrenda de amor a Cristo con la que tratamos de evitarle a Él una vergüenza o un sonrojo, ¿o es en el fondo una defensa egoísta con la que tratamos de evitar que sufran nuestros ojos y se perturbe nuestra sensibilidad? ¿Por Él sólo; o más bien por nosotros? Tal vez, si somos sinceros, por los dos. Por piedad, pensando en Él; por cómoda tranquilidad pensando en nosotros. Una vez más cumplimos el viejo refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente.» Lo peligroso. Señor, es que este viejísimo y egoísta recurso lo aplicamos continua y sistemáticamente en nuestra vida: no ver ni oír nada que pueda hacernos sufrir; nada que hiera nuestros ojos, ni comprometa nuestro corazón. Y así nos pasamos la vida poniendo paños y vendas sobre las penas, los dolores, las tristezas y las injusticias que padecen nuestros hermanos. Bastante penas tiene uno ya en su propia existencia, como para cargarse encima con los sufrimientos de los demás. Que cada palo aguante su vela. Y no es poco. Y seguimos tapando con paños los dolores ajenos, como cubrimos con velos tu cintura en tus imágenes. 106
El caso es no ver; no enterarse; no sufrir. Pero en este juego peligroso y egoísta de las vendas y los paños, hay cristianos que, calculadamente, van más a lo seguro todavía; y deciden ponerse la venda ellos mismos, sobre sus propios ojos, taponarse herméticamente sus oídos y acorazarse el corazón con una armadura blindada. Y ya pueden, así, avanzar tranquilos por la vida entre los hombres: ni ven, ni oyen, ni hay dolor alguno en sus hermanos que pueda hacer impacto en su corazón: lo llevan blindado a prueba de sufrimientos ajenos. Así se explica uno, Señor, que Tú les puedas reprochar al final de su vida, resumiendo y condenando su calculada y egoísta existencia: —Tuve hambre, sed, dolor, soledad... y no me hicisteis caso. Pasasteis insensibles e indiferentes ante Mí. —¿Cuándo, Señor, si no te vimos? —¡Cómo ibais a verme, si os habíais puesto una venda en los ojos para no ver a los pobres. En ellos estaba Yo. Los pobres son la cara visible de Dios. Colocadme un paño en la cintura. Lo acepto. Pero no os pongáis una venda en los ojos. Los condenáis a no verme ya más en este mundo. Ni en toda la eternidad.
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CRISTO NO COBRÓ NUNCA SUS DERECHOS DE AUTOR
11.ª Estación: Jesús es clavado en la cruz «Y lo crucificaron.» El Evangelio no añade más. Ni pinta la escena. Ni describe los detalles. La frase es todo un desafío a la sobriedad, a la exactitud y al laconismo. Basta un solo verbo: «crucificar». No hace falta más. Todo está dicho. Es imposible apretar más tortura en una sola palabra. Cuando la humanidad acuñó este verbo agotó la posibilidad de superarlo. Inútil tratar de enunciar muerte más bárbara. Al incorporarse este verbo al diccionario todas las palabras, en una instintiva reacción, se estremecieron despavoridas. Como si también a ellas las crucificaran. Y se abroquelaron todas, cerrando filas, para expulsar de sus listas este verbo inhumano y salvaje. Luego adivinaron y presintieron que a través de ese verbo «crucificar», todo el universo, y con él también las palabras, serían liberadas y redimidas. 108
Y el verbo «crucificar», fue admitido en el diccionario con todo su misterio de dolor y de gloria. Pero en el Calvario dejó de ser solo palabra, para convertirse en un hecho y realizarse, sin atenuantes ni limitaciones, en su máxima expresión de barbarie física en la persona de Cristo; porque todo El, carne y espíritu, fue crucificado. Y automáticamente, sobre ese Cristo izado en alto y colgado de un palo, cayó también, en su plenitud y sin atenuantes, una maldición divina que desde hacía siglos estaba promulgada por Moisés, legislador de Yahvé, en el libro del Deuteronomio: «Todo el que sea colgado de un palo será maldito de Dios.» San Pablo, experto conocedor de la Antigua Ley y del Misterio de Cristo, no dudó en confirmarlo valientemente en su Carta a los Gálatas: «Cristo en la cruz se convirtió a sí mismo, por nosotros, en una maldición.» Eso es un Cristo crucificado: un cúmulo de maldiciones divinas y humanas. La cruz se hace con dos travesaños que son dos maldiciones. El travesaño horizontal, paralelo a la tierra, realiza en el cuerpo de Cristo la maldición de los hombres con el más brutal de los castigos; por el travesaño vertical, que apunta en desafío al cielo, desciende fulminada, la maldición divina, que crucifica también el alma con el rechazo y el repudio de Dios. Y Cristo, en el cruce de las dos maldiciones. Sujeto a ellas con clavos. Hecho, todo El, maldición. *** Porque sobre Cristo gravitaban todos los crímenes y pecados de toda la humanidad; ya que Él había aceptado voluntariamente responsabilizarse de todos y cargarlos sobre su persona con todas sus consecuencias. Nunca, en ningún momento de la historia, ha habido ni habrá, tanto pecado ni tanto crimen junto, como aquel Viernes Santo en Jerusalén a las tres de la tarde. Cristo, misteriosamente, la había anunciado y calificado como la hora y el poder de las tinieblas. Así fue. No hay una hora con tanta presencia y hacinamiento de maldad. Habían sido citados todos los pecados. Y todos —pasados, presentes 109
y futuros— acudieron, sin faltar uno solo, desde sus más secretas y pestilentes madrigueras. Todos cayeron como una plaga de langosta sobre Cristo, envolviéndolo y desfigurándolo hasta ocultar su figura, y aparecer, colgado en la cruz, como un repugnante racimo y colmena de pecados e injusticias. No es extraño que la presencia de tanta maldad —toda la del universo— atrajera la maldición divina; y que Cristo, sintiéndose maldito, preguntara en un grito desgarrador y desconcertante: —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Esto es un Cristo en cruz: un maldito. Esto es crucificar a un hombre: convertirlo en maldición. Esto es lo que realizaron en Cristo los cuatro soldados romanos y lo que hacen constar los cuatro Evangelistas, cuando afirman, sin comentarios, lacónicamente, como en un parte telegráfico: «Fue crucificado.» *** Lo lógico y normal, Cristo, sería que al verte así crucificado, huyéramos de Ti, como de un apestado y un maldito; volviendo los ojos para no ver la carnicería intolerable de tu cuerpo; y resguardando el alma para evitar el contagio de esa maldición que irradia como una onda mortífera tu persona. Y sin embargo. Cristo, contigo sucede todo lo contrario. Crucificado y maldito, eres un imán irresistible. Y para toda la humanidad, de una o de otra manera, tu cruz se convierte en un polo ineludible de atracción que tira de nosotros hacia Ti. Porque Tú lo sabías y contabas con ello; y estabas tan seguro que te atreviste a anunciarlo en vida, en aquel desafío profético, arriesgado y rotundo: «Y yo, cuando sea levantado en alto, arrastraré hacia mí todas las cosas.» Tenías razón: desde que los cuatro soldados romanos te clavaron en la cruz, eres, izado en alto, el centro del universo; y así, clavado y maldito en la cruz, estás presente en todas partes y en todas presides la historia de los hombres. Si alguien, el Viernes Santo, en el Calvario, pidiendo un imposible minuto de silencio sobre el griterío de los insultos, las blasfemias y las carcajadas, se hubiera atrevido a pronosticar, señalando al crucificado del medio, que la copia de ese odiado Cristo, sangriento y repulsivo, se iba a 110
convertir para los hombres, a través de los siglos, en la imagen más querida y adorada, todos le hubieran tenido por irremediablemente loco. Y el Sanedrín de los Judíos, por blasfemo: merecedor, por tanto, de ser también, a su vez, crucificado. Aquella inconcebible locura es hoy una portentosa realidad. Y aquella blasfemia una presencia de Dios entre los hombres. Si un reportero actual, con su cámara fotográfica, presente, por un absurdo en el Calvario, hubiera podido filmar, no ya un reportaje completo, sino una sola fotografía de Cristo clavado en la cruz, habría conseguido la foto más solicitada, la mejor pagada; la foto infinita e incansablemente repetida y copiada; sin perder jamás actualidad, ni pasar nunca de moda, a través de los siglos. La foto de Cristo, clavado en la cruz, seguiría siendo, hoy y siempre, la foto Bestseller jamás imbatida; ni en el número, ni en el tiempo, ni en el espacio. Y menos, en el amor. No hubo fotógrafo en el Calvario. Ni hizo falta. El arte universal, sublimando el realismo del reportaje fotográfico, se ha convertido en el intérprete enamorado de Cristo clavado en la cruz. El primer Crucificado fue hecho a golpes de martillo y desgarro de carne por un piquete de verdugos en el Calvario. Y salió barato, cobraron poco: su paga consistió en repartirse los modestos vestidos de la víctima. Las copias y las interpretaciones posteriores, fueron realizadas por los pinceles, los cinceles y las gubias de los grandes maestros que con sus discípulos, en todas las épocas, convirtieron sus talleres en monte Calvario, donde la inspiración y el amor reproducían, siempre nueva, siempre eterna, la crucifixión de Cristo. El Viernes Santo en el Calvario no hubo fotógrafos. Pero en cambio estuvieron presentes todos los maestros y artesanos —pintores, tallistas, imagineros, escultores— del arte universal. Invisibles. Pero presentes. Visibles y presentes, sobre todo, para la sabiduría de Dios, que veía como los artistas cercaban su cruz, enamorados; como montaban caballetes, extendían y tensaban lienzos, afilaban cinceles, acariciaban mármoles, mezclaban colores y calculaban ritmos y volúmenes en maderas, esmaltes, marfiles y metales... Cristo, desde la cruz, reconoció sus caras, distinguió sus estilos y supo sus nombres; se llamaban Velázquez, El Greco, Fra Angélico, Miguel 111
Angel, Montañés, Zurbarán, Leonardo, Rubens, Mantegna, Murillo, Tiziano, Van der Wayden... Imposible contarlos. Superaban en número a los soldados de la comitiva y a los verdugos que lo crucificaron; a los sesenta y un miembros del Sanedrín que decretó su muerte, y a los escribas y fariseos que contemplaban satisfechos el éxito de su odio. Eran más, inmensamente más, los maestros y artesanos que lo glorificaban por medio del arte y del amor, que las turbas vociferantes que lo acorralaban con insultos, carcajadas y blasfemias. Los verdugos, abajo, se repartían sus vestidos. El arte, mientras tanto, acariciaba amorosamente su carne lacerada y desnuda; y copiaba y repetía incansablemente, para tornar a copiarla, en todas las épocas, con la expresión de todos los estilos, por medio de todos los materiales, su Imagen crucificada. Qué éxito, Cristo. Si desde el principio hubieras ido cobrando los derechos de autor que te corresponden en propiedad exclusiva, serías multimillonario. Qué cataratas de oro, tus liquidaciones. No existe un tema más copiado y repetido. Imposible controlar el número incalculable de ediciones; menos aún reducir a cifras la cantidad total de ejemplares. Has batido todos los records de éxito, ventas y publicidad. Una tarde, borracho de aplausos y de droga alucinógena, uno de los Beatles, John, se atrevió a proclamar solemnemente por televisión, ante todo el mundo, que ellos eran más populares que Jesucristo. Tú te habrás sonreído benévolo. Ni lo tomaste en cuenta. Tú sabes, mejor que nadie, adonde puede llegar el orgullo de los hombres; sobre todo en complicidad con la droga. Ni tuviste que repetirle al Padre tu fórmula perdonadora del Viernes Santo: «No saben lo que hacen.» Ya la pronunciaste, una vez por siempre, para todas nuestras equivocaciones, cegueras y pecados. *** Y con el arte universal, allí estaban también presentes en el Calvario, la teología y la historia; la filosofía, la medicina y la antropología; la sociología y la psicología; el saber y la cultura de toda la humanidad, que atraí112
dos por aquel abismo insondable de maldición y de amor, trataban de desvelarlo y comprenderlo. Su cruz bate todas las marcas mundiales de presencia y presidencia. Preside las ciudades y los pueblos desde la solemne preeminencia de las torres, los campanarios y las fachadas; preside las cascadas de oro policromado de los retablos, desde el coronamiento cimero de sus tímpanos y remates; preside, abajo, la Eucaristía, proyectando su sombra imprescindible sobre el ara del sacrificio; preside, junto a la Pila Bautismal el fluir perenne del manantial de la vida cristiana; preside y rubrica el juramento y contrato de amor de los esposos, que queda firmado por la cruz. Se mete en los hogares y preside como lección y urgencia de suprema entrega, el lecho conyugal de los padres; preside, desde la mesita de noche, la alcoba de los hijos. Preside, desde el testero principal los despachos de los abogados, y es concordia; las consultas de los médicos: se adelanta a los diagnósticos; los divanes de los psiquiatras, es supremo equilibrio; las salas de la Justicia: Él tiene la última palabra... Colgado al cuello de infinitos cristianos, apretado contra su pecho, carne con carne, preside todos los latidos de sus corazones, registrando en su contacto generosidades y pecados. Sobre su carne, día y noche, lleva el control amoroso de sus vidas. Preside, entre las manos de los moribundos, perpetuo agonizante, desde aquel Viernes Santo, todas las agonías de los cristianos. Y preside fielmente, en erguida alerta, a la cabecera de todas las tumbas, el sueño tranquilo de sus muertos. Mientras regresan los vivos a las exigencias implacables de la vida que sigue, Cristo, clavado en su cruz, perpetuo amigo y compañero, es el único que se queda en el cementerio, inmóvil e inamovible, junto a la tumba de los suyos. Tal vez, la formulación más breve y elocuente del éxito obtenido por Cristo clavado en la cruz sea afirmar rotundamente, sin exageración ni reservas, que el crucifijo es el objeto que ha recibido, en veinte siglos, más besos de la humanidad. El objeto más besado de la historia. Mejor dicho: el hombre más besado. Porque nuestros besos, no son para el objeto; por encima y a través de él, los besos de la humanidad apuntan y se destinan a la Persona misma de Cristo clavada en la Cruz. Y así el crucificado que se alza en el Calvario como suma de maldiciones, se convierte en signo de bendición, cita de besos y centro de amor. 113
Miles de crucificados, siglos antes, lo habían precedido en tan horroroso suplicio; y miles también, siglos después, fueron ejecutados como El. Pero uno solo entre tantos condenados, Cristo, ha conseguido —por qué— tan revolucionaria glorificación. *** ¿Cuál es tu secreto, Señor? ¿No podrías confiarme esa tu fórmula prodigiosa, capaz de transformar, invirtiéndolo radicalmente, de negativo en positivo, de fracaso en gloría, el suplicio de la cruz? Necesito esa fórmula, Cristo, porque la cruz me persigue; a mí y a todos los hombres, sin excepción alguna. El Emperador Constantino hace mil seiscientos años publicó una ley aboliendo para siempre el suplicio de la cruz. Nadie, nunca, por ninguna causa, en ningún lugar del Imperio romano podría en adelante ser crucificado. Fue un homenaje a tu Persona y un justo desagravio de la misma Roma, que cuatro siglos antes, te había ejecutado con el suplicio más infame. Pero el decreto de Constantino, a pesar de su buena voluntad y de la firma imperial que lo avalaba ha sido completamente inútil. La cruz no ha podido, ni podrá nunca, ser abolida. A todos nos busca y nos persigue. Y tarde o temprano, en todas partes, en vida o en muerte, todos acabamos crucificados. De una o de otra manera. Aunque no aparezcan al exterior los dos maderos cruzados del patíbulo. Pero, a la corta o a la larga, a todos nos aguarda la cruz. En nuestra vida todos repetimos esta Undécima Estación del Vía Crucis, todos conjugamos, en el dolor de nuestra carne y nuestro espíritu, este verbo maldito: ser crucificado. Todos. Por eso, Cristo, confíame tu secreto. Dame tu fórmula. Enséñame a conjugar ese verbo maldito, transformándolo en sonrisa y gloria entre mis labios, aunque sepan a hiel y a sangre. ¿Cuál es tu receta? —El amor. Volcar sobre la cruz todo el amor, hasta quedar con el corazón partido. 114
—El amor. Mejor dirás, Cristo, tu amor; que es un amor divino; con toda la carga y el peso de Dios en ese amor. Pudiste transformar la cruz en tu amor precisamente por ser Dios. Pero yo dispongo, Cristo, de un pequeñísimo amor humano. Limitado, cobarde, mezquino. Mi amor, de un simple y pobre hombre, es incapaz de transformar el suplicio de mi cruz. Esa empresa supera mis fuerzas. —De acuerdo. Pero para eso, y por eso, yo quise ser crucificado. Para que pudieras añadir a tu pequeño amor humano mi infinito amor divino. —Me suena todo, Cristo —perdona— a muy bellas palabras... —Lo sé. Nunca acabáis de fiaros de mí. Mis promesas exceden vuestra capacidad de ilusión. En mis ofrecimientos hay un sobrante que escapa a vuestros sueños. Y no me creéis. Por eso quise haceros una demostración pública el Viernes Santo, en esta Undécima Estación, delante de toda la multitud que pudo comprobarla. Y entonces ya os di mi fórmula, os enseñé su aplicación y os demostré mi eficacia. ¿Tampoco de esto te acuerdas? —Prefiero que Tú me lo recuerdes, Señor. —Bien. Para hacer esta demostración quise que otros dos hombres me acompañaran en el mismo suplicio. Por eso, éramos tres los crucificados. Yo estaba en el medio. Efectivamente, los dos ladrones, uno a cada lado, reaccionaron entonces, igual que vosotros ahora ante la cruz: se retorcían, blasfemaban, maldecían al unísono del cielo y de la tierra, rebelándose fieramente. Eran a mis lados como dos perros rabiosos atados a la cruz con la cadena de sus cuatro clavos, de la que tiraban salvajemente, rasgándose más y más la carne, mientras ladraban desafiantes contra mí y contra todos los que se acercaban. En el Calvario había un crucifijo, el primero, Yo, labrado por el amor, y dos hombres desesperados que en cada blasfemia acrecentaban más y más su propia maldición. Entonces, Yo, desde mi centro, comencé mi obra. Y empezó mi demostración. Primero con uno. Después vendría el otro... Traté, suave y silenciosamente, de comunicarle mi amor. Emanaba de mi ser como una invisible fuerza magnética que iba envolviéndolo y penetrándolo, hasta invadirlo totalmente. Lo acariciaba y al mismo tiempo lo hería. Era bálsamo, pero también cauterio doloroso. Era susurro imperceptible que acababa en grito exigente. Era mi amor divino y redentor compartido en él. No entenderás tal vez, el cómo; pero todos comprobaron la transformación: dejó de retorcerse, de maldecir y blasfemar. Dejaron de rasgarse las heridas, porque ya no tiraba de los clavos. Hasta se le suavizaron los rasgos de su cara, 115
se le iluminaron los ojos, volvió a Mí la cabeza y comenzó a rezar… todos lo oyeron; —Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu Reino. —Hoy estarás Conmigo en el Paraíso. ¡Ya había dos Crucifijos en el Calvario! Luego, más tarde, apareció el tercer crucifijo. Porque aunque no recojan los Evangelistas, también el otro ladrón terminó entregándose a la irresistible invasión transformante de mi amor. Y acabó también rezando. Aunque no en voz alta. No es necesario. Pero sí en el silencio misterioso del Calvario. Y Yo lo oí. Por eso cuando la muerte nos calló definitivamente a los tres, cuando se hizo en el Calvario el silencio más denso y abismal de la historia, en la cumbre del monte se alzaban tres crucifijos. Uno divino, y dos humanos. Éramos los tres, como un tríptico, con idéntico tema: el amor. Si prefieres, un tríptico de espejos. Los dos de los lados, reproducían y copiaban el modelo del medio. Fueron los tres primeros crucifijos de la cristiandad. El Calvario comenzó a las doce del mediodía, con un Cristo en cruz y dos ladrones blasfemos. Y acabó a las tres de la tarde con tres Cristos: el original, divino, en el centro: y dos copias, dos réplicas, a sus lados. Todo, por obra y arte de mi amor, comunicado y aceptado libremente por los hombres. Y todo, en tres horas. Para el amor no cuenta el tiempo. Esa es mi fórmula y mi receta. Muy sencilla; pero, lo reconozco, muy dolorosa. Yo fui por delante. Dos ladrones detrás. Síguelos. Merece la pena. *** Estas sí que fueron copias y réplicas auténticas de Cristo en cruz. Copias vivas, en el cañamazo tosco de la carne y en el lienzo sutilísimo del alma, que superan a todas las obras de arte de los maestros inmortales. Una sola de estas copias vivas, un hombre solo, que por el amor se transforma en pequeño cristo crucificado, vale infinitamente más que todos 116
los lienzos y estatuas de Cristo que el arte exhibe en sus museos y el culto venera en sus templos. Y su número, anónimo y oculto, catalogado en el corazón de Dios, supera infinitamente la cifra de las obras maestras del arte universal. Estos cristos crucificados, vivos hoy y sufrientes, no presiden ostentosamente la vida de los hombres, que evitarían mirarlos, volviendo la cabeza, porque su presencia es incómoda y su testimonio doloroso se convierte en una tácita repulsa o una intolerable condena. Sin embargo, estos cristos crucificados, invisibles y arrinconados, ocupan hoy una presencia privilegiada entre los hombres, y son para Dios una presidencia redentora que compensa y equilibra los pecados, las injusticias y las aberraciones de la humanidad. Confieso mi predilección por el tema de Cristo clavado en la cruz; mi obsesión por esta Undécima Estación del Vía Crucis. Es tan fuerte e instintiva que sin darme cuenta empecé a coleccionar Cristos crucificados. Y tengo dos colecciones. En una, la selección se hace por la calidad del arte. En la otra, por el testimonio doloroso de la vida. Una, colecciona imágenes —marfil o madera— del mundo artístico. La otra, cristos palpitantes, pedazos de vida. Hombres. Las dos colecciones van paralelas. Pero tienen muy distinta valoración. Mi colección de cristos artísticos no vale mucho, ya que mis posibilidades económicas nunca me permitieron adquirir buenas piezas. Sin embargo, en mi colección de cristos vivos clavados en cruz, tengo verdaderas obras maestras que no se compran con dinero —no hay oro para pagarlas— sino que se coleccionan en el pasmo y en el asombro del recuerdo, se instalan y se contemplan en el museo íntimo de la memoria, dando gracias a Dios por haber tenido la suerte de tropezar, sin buscarlos, en los caminos misteriosos de la vida, con estos auténticos cristos crucificados, vivos y dolientes. Quiero evocar aquí tres o cuatro nombres de mi largo y precioso catálogo, piezas maestras alojadas en el museo entrañable de mis recuerdos. Me atrevo a consignar su nombre auténtico, su santo y seña, porque ya sólo son memoria entre los hombres. Su presencia viva está ya en Dios. Eduardo; cuando nos conocimos, la felicidad desbordaba tus mismos cálculos. Tenías cuarenta y cuatro años, una esposa enamorada y siete hi117
jos que se miraban en ti. No podías pedir más ni a tus negocios, ni a tus amigos. A los tres años, cuando volvimos a vernos, te encontré en tu casa de Las Arenas, clavado en la cruz de un carro de ruedas. Parálisis progresiva irreversible. Me lo había adelantado tu mujer. Y que tú ya lo sabías también. Yo tenía miedo a esta visita. Temía enfrentarme con tu carro de ruedas. Y contigo en él. Tú mismo saliste a recibirme con alborozo, manipulando ágilmente con tus manos, aún hábiles, los mecanismos de tu cruz… Y sonreías como siempre, y charlabas efusivo como siempre, entre el bullicio de tus siete hijos, que se miraban más en ti y el ir y venir de tu esposa que me parecía más enamorada todavía. Todo era en tu casa igual que antes. El único que se sentía distinto era yo. Advertí que estabas espiando la oportunidad de un momento en que a solas pudieras confiarme algo. Y acerté. Cuando al fin llegó ese instante, breve como un relámpago, dijiste en voz baja, a toda prisa: —Padre, quiero decirte una cosa. Quiero que sepas que soy inmensamente feliz en este carro de ruedas. Alguien venía ya. Miraste a un crucifijo que presidía la sala, como dándome la clave de tu confidencia y volviste la cabeza a tu esposa que regresaba por el pasillo, con dos de tus hijos... Y me pareció que los mirabas casi como pidiéndoles perdón por tu felicidad, sabiendo que ellos —tu mujer sobre todo— sufrían tanto por ti. Yo no tuve tiempo de contestarte, Eduardo. Y fue mejor. ¿Qué te hubiera dicho, digno de tu confidencia? Tampoco volví a verte. Te fuiste al cielo en tu carro de ruedas. Y guardo en mi colección tu furtiva confidencia: una inédita Palabra de Cristo clavado en la cruz. Gracias, Eduardo. Tú, Lucio, tenías diecinueve años. Habías nacido y te habías criado en el barrio alegre y equívoco de Bilbao. Las chicas te rifaban. Tu simpatía y tu éxito eran arrolladores: tocabas la guitarra, cantabas, eras un bailarín incansable... Entonces no nos conocíamos. Luego, de pronto, apareció en tu cadera un cáncer de hueso. Cuando te enteraste del diagnóstico, te encaraste con «el Culpable» y le desafiaste: «Si te has creído que yo voy a aguantar esto, te equivocas. A mis diecinueve años. Primero me suicido.» Pasó un año. Y por tu alma pasaron muchas cosas. Entonces llegué yo a Bilbao a dar unas conferencias. Tú te enteraste, y por unos amigos me mandaste un recado: querías verme, porque me habías oído unas charlas por Televisión sobre Mi Cristo Roto. Acudí a la clínica y te encontré en la 118
cama de la cruz. Sólo tenías un clavo en tu carne: el cáncer de cadera que te devoraba a mordiscos tus huesos jóvenes en tu organismo rebosante de vida. Charlamos y charlamos. ¿Cómo habías conseguido enamorarte de ese modo de Cristo? ¿Quién te lo había presentado y revelado? ¿Cómo habías llegado a Él, desde tu barrio «alegre» de Bilbao? Coleccioné, entre muchas, tres confidencias tuyas: «Padre han tratado de llevarme a Lourdes y yo me he negado. Tengo miedo de que la Virgen me cure. Y yo no quiero curarme.» Y aquella otra: «Me han dicho que esto va para largo; entonces yo tengo que hacer un trato nuevo con Jesucristo; el trato que teníamos era más corto. Y yo solo, ya no aguanto...» La religiosa enfermera me contó cómo te resistías a que te aplicaran calmantes; tenía que intervenir y obligarte el médico. Y volvías a insistir: «Yo no le pido a Cristo que me cure. No quiero. No se lo pida usted tampoco. Pídale solamente que me dé fuerzas...» Entraban y salían tus amigos, las parejas de novios de tu barrio, que venían a visitarte. Y tú cogías tu guitarra y cantabas con ellos hasta que ya no podías más. Yo veía cómo ellos volvían la cabeza limpiándose una lágrima. O miraban al Cristo en cruz que presidía tu cama. Te visité varias veces en esos días. Siempre estaba tu habitación llena de gente joven. De tu barrio. Los atraías. Los transformabas. Meses después recibí el recordatorio de tu muerte. Lo tengo en mi museo de cristos crucificados en vida. Y tú sabes, Lucio, cuántas veces hablo contigo. Manuel Lozano Garrido. En Linares. Pero todos te llamábamos Lolo. Empecé a conocerte a través de tus libros que me impresionaron desde el primer momento. Pero cuando te conocí en persona, el autor desbancó a sus libros. Cada libro me daba algo tuyo, un pedacito de tu espíritu impreso en el papel. Pero tú eras la suma y el total, vivo y palpitante, de todo lo que habías escrito, y de lo que te llevaste dentro, sin poderlo escribir, porque no te dieron tiempo. Una ráfaga de metralla, incrustada en tu columna vertebral tuvo la culpa de todo. (¡Pero «Otro» había tenido la culpa de la ráfaga!) Una parálisis que avanzaba, implacable, milímetro a milímetro, iba inutilizando, poco a poco, casi imperceptiblemente, tu cuerpo. Qué lenta, pero segura, invasión destructora. Pero para ti, Lolo, era como una absurda marea de amor que inundaba tu ser. Tus primeros libros, dedicados todos al tema del dolor-amor, los escribiste con tu propia mano. Cuando la marea subió hasta tus dedos le dictabas tus pensamientos a Lucia, tu hermana, que era todo lo que tenías en la vida; y que era para ti hermana, madre, novia, enfermera... La última vez que te visité quedé anonadado. La marea se había apoderado de ti de tal modo que eras la realización exacta 119
de un título tuyo: «El árbol desnudo». Estabas despojado de casi todo. Y todavía quisiste dedicarme el último de tus libros. No te dabas jamás por vencido. Tuvo que acudir Lucía. Abrió el libro por la primera página y lo colocó delante de ti en tu mesa; arrimó tu brazo, que no podías mover, puso el bolígrafo entre tus dedos que apretó a su alrededor, y situó sobre la página tu mano... La guiaba el instinto, porque ya no veías siquiera. La marea había cegado tus ojos. Cuando Lucía me entregó el libro dedicado recuerdo que me advertiste: «Yo creo que no va a entender, Padre, la letra de mi dedicatoria.» La miré. Y te mentí. Y te afirmé que cómo no, que claro que la entendía. Tan sólo adivinaba alguna silaba. El libro se titula: «Bienvenido, amor». Todo un resumen de tu vida. Para ti, como para Cristo, dolor es equivalente de amor. Conservo, Lolo, tu libro dedicado, en mi museo de cristos vivos crucificados. Y cuando, de vez en cuando, repaso tu dedicatoria, pienso que si a Cristo le hubieran desclavado la mano derecha para dedicarme su Evangelio, tampoco hubiera entendido los garabatos de su letra, atormentada y mojada toda con su sangre. Porque tu dedicatoria, Lolo, es también una sucesión de garabatos. La clave para interpretarlos es el amor. El título de tu libro y de tu vida: «Bienvenido, amor». Tu fórmula y tu secreto. Felipe nació en la Rúa de San Pedro, por donde entraba, desde Labacolla, en Santiago de Compostela, el camino de las Peregrinaciones en busca de la Catedral y su sepulcro apostólico. De muy niño, una parálisis infantil le inmovilizó para siempre. Ni los medios terapéuticos de entonces, ni las posibilidades económicas de la familia, permitieron aplicarle a Felipe un adecuado tratamiento de rehabilitación. Su cruz quedó marcada sin remedio. Su vida consistía en ser trasladado por la mañana, desde su cama, a una silla colocada junto a una ventana que se abría sobre la Rúa de San Pedro. Esas eran sus ocupaciones, sus caminos, sus itinerarios. Todo su universo se redujo a un pequeño rectángulo, sobre el ir y venir de la gente en su trasiego diario por la calle. Así se hizo muchacho, adolescente, hombre maduro. Pasaron años y años. Todo el río de una existencia por el hueco de una ventana. Jamás había salido de su casa. No conocía más camino que el de su lecho a su silla. No había visto ni la catedral, ni el Pórtico de la Gloria, ni la Plaza del Obradoiro. Viviendo en ella, jamás había podido callejear por las rúas de una de las ciudades más bellas del universo. Pasaron los años. Mejoró la situación económica de los suyos. Y ya hombre, más que maduro, oyó que le iban a comprar un moderno carrito de ruedas. Lo rechazó instintivamente. No lo quería. De ninguna manera. 120
Lo animaban a porfía: —Verás, te llevaremos por las rúas, a la Plaza del Obradoiro, a la Catedral. ¡Pero si no has visto nunca el Pórtico de la Gloria! Anda, tienes que verlo. —No quiero verlo —respondió Felipe lacónico. Y añadió en voz más baja, como para sí mismo—: Prefiero ver el otro Pórtico de la Gloria, el de verdad, a la entrada del Paraíso... Tenía razón Felipe. Quería guardar y conservar intacto el tesoro de su sacrificio a lo largo de toda una vida. Merecía la pena reservar sus ojos sin la impresión de ningún monumento de aquí abajo, para estrenarlos en la visión del Pórtico auténtico, allá arriba. ¿Quién le enseñó a Felipe, crucificado en el rectángulo de una ventana junto a la Rúa de San Pedro, día a día, esta ciencia del amor? Entre tantas personas como se detenían en la calle, junto a su ventana, para charlar con él, ¿no se detendría también, de vez en cuando, un misterioso Personaje, que deambula eternamente por las rúas de la vida, con las llagas en sus manos y el corazón partido? *** He recordado cuatro ejemplares solamente de mi colección particular de cristos vivos clavados en su cruz. La colección completa la tiene Dios. Los busca, los mima y los guarda, con auténtica pasión de coleccionista divino. No se le escapa ni un solo ejemplar. Los tiene celosamente localizados en los sitios más inverosímiles e insospechados: cárceles, campos de concentración, chabolas, clínicas, buhardillas... En la soledad y el abandono del campo, el desierto o la selva. Sitios que escapan a la localización topológica de los hombres. Pero jamás al amor de Dios. Desde esta divina perspectiva el mundo se convierte en un insólito y maravilloso museo de auténticos cristos vivos de carne clavados en cruz. Por amor. Que son réplicas exactas de la Undécima Estación del VíaCrucis. —¿Tampoco cobras, Señor, derechos de autor por estas copias vivas? —Sí. En una liquidación exacta y puntual, cobro y recojo todos sus méritos, todo el sufrimiento y el amor paciente de estos crucificados. Los capitalizo en mis propios méritos divinos, en un solo tesoro infinito, que distribuyo generosamente entre los hombres, para compensar, con el amor y el sacrificio de unos, la maldad y el egoísmo de los otros. 121
Este es el secreto de mi economía: repartir acciones y valores de mi Pasión entre los hombres, convirtiéndolos así, con su propia y personal inversión de dolores, en accionistas de mi sacrificio Redentor. Yo transformo el fracaso y la bancarrota de la Cruz en la inversión más segura y rentable. Por el Amor.
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PARTIDA LEGALIZADA DE DEFUNCIÓN
12.a Estación: Jesús muere en la Cruz «Jesús muere en la Cruz». Así lo anuncia la Duodécima Estación. La frase está redactada como un titular perfecto para la primera plana a toda página, de un periódico. ¡Qué fabulosa noticia! ¡Qué suprema alegría! Jesús ha muerto. Y muerto de verdad. El júbilo me rebosa por todas partes, ya que se trata de la noticia más trascendental de mi vida. Sin la que yo no podría vivir. Porque yo necesito a Jesús muerto. Muerto de verdad. ¡Qué alegría! Estoy tan persuadido de mi propia muerte, la tengo tan incrustada en mi vida y la espero con tal temblor y tal pánico, que necesito a un muerto de la categoría de Cristo para poder enfrentar este problema radical de mi existencia.
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Los demás muertos no me valen para nada; al contrario, acrecientan y aumentan mi angustia. El único muerto que podría resolver mi conflicto vital es Cristo. Y, ¡ha muerto! ¡Qué alegría! No se trata de un confuso rumor mal confirmado. He acudido a las fuentes oficiales y los cuatro Evangelistas, esta vez en total acuerdo, confirman rotundamente el hecho. Para asegurarme más, he repasado detenidamente sus cuatro crónicas y verifico con satisfacción, que todos los detalles confirman, sin haberse apalabrado, uno tras otro, la certeza absoluta de esta muerte. Qué tranquilidad. Es curioso: las más ciertas y firmes confirmaciones de tan fantástica noticia me llegan, qué ironía, a través de las personas que me resultan más antipáticas y repulsivas, y a las que en el fondo tengo que estar agradecido por una segura e imparcial información, al margen de toda sospecha. Debería escribir una carta de agradecimiento a los miembros del Sanedrín que ha montado en el Calvario un servicio especial para comprobar el cumplimiento exacto de la pena de muerte; y otra carta semejante a los Escribas y Fariseos, que desde otro punto de mira, verificaban, con idéntico celo, el mismo resultado final. Mi agradecimiento a Pilato, el Gobernador, que no entrega alegremente el cuerpo del Señor al influyente personaje que lo reclama, hasta cerciorarse oficialmente de que está bien muerto, añadiéndose el detalle de la extrañeza del mismo Gobernador, de que haya muerto tan pronto, e insistiendo por ello, en su comprobación. Mi agradecimiento al Centurión romano, máxima autoridad en este asunto, que informa positivamente de esta muerte bajo su absoluta responsabilidad. Mi agradecimiento, especialísimo, al precavido y desconfiado soldado, que por si acaso, antes de entregar el cadáver de Jesús, le atraviesa el pecho de un lanzazo, hasta partirle el corazón. Con la solemne aseveración de un testigo presente que afirma, en acta notarial, haberlo visto; y cómo de la herida salió sangre y agua. El hecho es indiscutible: la muerte de Jesús no admite el más mínimo margen de duda. Todos los testimonios de estas cualificadas personas han ido redactando un Acta de Defunción, cuya firma y rúbrica es la brutal, pero oportuna, lanzada del soldado. El golpe de gracia. Puedo estar seguro: Jesús ha muerto. Tan de verdad, que la misma naturaleza reaccionó espectacularmente ante tan insólito acontecimiento: se hizo de noche a las tres de la tarde, se arrugó en temblores la piel erizada de la tierra, se quebraron como un leve 124
cristal las rocas inconmovibles y las manos atrevidas de los muertos empujaron huesudas las losas de sus tumbas. Era lógica tal demostración de la naturaleza. Y yo se la agradezco también. Así como la aseveración de la multitud allí presente, que al contemplar tan inauditos fenómenos abandonó en silencio el Calvario, dándose golpes de pecho. Y quedaron solamente los incondicionales rodeando el cadáver, todavía caliente, de Jesús. ¡Ya tengo el muerto que necesito para mi vida! Nada menos que Dios. *** Pero lo necesito muerto con una muerte que sea idéntica substancialmente, a la que a mí me amenaza y ante la que yo tiemblo. Sí su muerte es distinta de la mía, ya no me vale. Jesús no puede inventarse ni escoger para sí una muerte con categoría diferente, de privilegio y excepción. Su muerte tiene que ser tan pobre, tan desolada, tan fría y tan ciega como la que a mí me espera. Necesito que él sienta, en su carne y en su alma, lo mismo que yo voy a sentir. Necesito saber que tuvo miedo y pánico; que le quemó la fiebre y sudó frío; que pidió agua y le faltaba el aire; que estaba rodeado de gente y que se sabía, sin embargo, infinitamente solo. Solo, en la más individual de las aventuras, sin poder compartirla con nadie; sin que nadie pudiera echarle una mano. Necesito que Dios muera como yo. Como un pobre hombre. Y así ha muerto. Qué alegría. Los cuatro Evangelistas le dedican el mismo y único verbo: el más vulgar, pero el más completo que tenemos los hombres para enunciar este fenómeno; sencillamente: «murió». Sin comentarios, ni añadidos. Su muerte medida por el mismo trágico y rutinario rasero que la mía. Y San Juan, presente, hasta recoge este gesto característico y final de todos los moribundos: «inclinó la cabeza». 125
En nuestras películas basta y sobra esa caída, brusca o lenta, sin palabras, de la cabeza, para que todos comprendamos que se trata del fin. Y automáticamente una mano piadosa le cierra al muerto los ojos y le vela la cara con un lienzo. A Cristo nadie pudo cerrarle los ojos. La mano de su Madre no llegaba hasta la altura de su rostro, que quedó, sin cubrir, a la intemperie. En cambio, se rasgó, de arriba abajo, el velo del Templo que cubría el Sancta Sanctorum. Pero a mí lo que más me interesa es esa cabeza desplomada e inerte, como quedará la mía, expuesta a todas las miradas, al aire libre el Calvario. «Dobló la cabeza y dio el último suspiro.» Gracias, Juan, por los datos. La muerte de Dios y la mía serán biológicamente iguales. Este es el muerto que yo necesitaba. Gracias. *** Una muerte idéntica a la mía, menos en una cosa. Porque necesito que la suya se diferencie de mi muerte en que sea libre y voluntaria. Escogida y querida por Él. Más aún: pretendida, desde siempre, por Él. Que no sea un muerto como yo, esclavo incondicional de la muerte, nacido para morir, contra toda mi voluntad. ¿De qué me vale una muerte forzada e impuesta como la mía? Insisto: que no muera por azar, ni porque le fueron mal las cosas, ni por capricho o cobardía de los hombres, ni por odio y venganza de sus enemigos. No. Que muera porque Él así lo decidió; porque a Él le da su divina y real gana. Sabiendo yo, que podría, si quisiera, plantarse y rebelarse y gritarle a la muerte: «¡Lárgate y déjame en paz!». Y que la muerte le obedezca como un perro faldero. Como le obedeció la tormenta en el lago. Sabiendo que los hombres, los tribunales, los odios y las venganzas, actúan en su muerte como simples instrumentos, como meros comparsas, como eficaces ejecutores, manipulados y aprovechados por el misterio de su libre y personal elección. 126
Saber que Cristo se condenó Él, a sí mismo, libremente, a la muerte de cruz. Que Cristo firmó su propio veredicto condenatorio antes, mucho antes, que lo proclamara oficialmente, en voz alta, Pilato, el Gobernador romano. Que los acusadores y los jueces y los verdugos son simples y externos ejecutivos de otra anterior y radical sentencia. Que Él baja y dobla la cabeza cuando quiere. Que es Él, quien le da órdenes a la muerte: «Ahora.» Y es ella la que obedece. Que fue Él quien se atrevió a formular en pleno vigor de su existencia y consciente de sus consecuencias, este inaudito desafío: «Nadie me quita la vida; sino que yo la doy por mi propia voluntad. Y soy dueño de darla y de recobrarla» (Juan, 10, 18). Este es el muerto que yo necesito. Para esclavo de la muerte, basto yo. Necesito a Alguien libre, que, muriendo libremente, consiga también liberarme a mí. *** Por eso necesito a Cristo muerto. Porque esa muerte suya es también mía. El Viernes Santo en el Calvario, a las tres de la tarde, no murió Cristo solamente con una muerte individual y personal; también yo moría con Él a la misma hora, en su misma muerte. En su naturaleza humana estábamos presentes todos los hombres; sobre sus espaldas gravitaban todos nuestros pecados. Su Pasión era la consecuencia de haberse responsabilizado ante su Padre de todos nuestros delitos; por eso también en su muerte moríamos con Él todos los pecadores. Pecado y muerte están siempre inseparablemente soldados. Fue Dios quien los juntó como causa y efecto; tan apretadamente, que ni Dios mismo puede ya separarlos. Por eso tuvo que morir Cristo. Al cargar con nuestros pecados, cargó también con nuestra muerte. Por eso es mía la suya; y es suya la mía. Porque en Él murió mi muerte. Cuando tembló la cruz con el último estremecimiento de su agonía, temblaba también mi muerte en ella. 127
Cuando se desplomaba sobre el pecho su cabeza inerte y pesada, yo estaba en ella también, como un peso muerto que la empujaba. cuando salió su último aliento por sus labios, a él se unía también el último soplo de mi vida. Se abrazaron en la cruz nuestras muertes, la de Cristo y la mía. Murieron juntas. ¡Qué infinito consuelo! La noticia más transcendental de mi existencia. *** El rostro muerto de Cristo comenzó a transformarse lenta y suavemente. Relajada ya la crispación de su sistema nervioso, distendida la tirantez de sus músculos y sus tendones, eliminados los dolores y las angustias del salvaje suplicio, dormida ya la sensibilidad agudísima de su ser, sobre su rostro en paz fue apareciendo, como un alba transparente y silenciosa, el reposo y la serenidad, la armonía y la belleza. Los ojos de María, su Madre, no se cansaban de mirarlo. Ni sus manos maternales hubieran logrado ese efecto prodigioso con la caricia suave de sus dedos. Su belleza superaba todos los sueños del arte. Fue como si Dios mismo lo hubiera besado. Y era verdad: el Padre besaba a su Hijo en su rostro muerto; y en Él besaba a todos los hombres. Era el beso que sellaba la reconciliación del Padre con todos los hermanos. La liberación cósmica de toda la creación entera esclavizada por el pecado. Y Cristo, hermano mayor, muerto por todos, pareciera sonreír dormido en la cruz. El Centurión romano, que no podía apartar de Él sus asombrados ojos, seguía repitiendo su certificación pública, pero personal, de militar honrado y consecuente: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.» Por eso su rostro muerto era la síntesis suprema de la paz, el reposo y la belleza. *** 128
Ese rostro ya no es solo de Cristo, ni pertenece en exclusiva a su persona. Es nuestro. Nos pertenece a todos y a cada uno de los hombres. Se ha convertido ya en patrimonio y tesoro universal. Y a todos nos fue dado y repartido el Viernes Santo desde el Calvario. Fue como si en la cumbre del montículo, a la altura exacta de su rostro, se hubiera instalado un reflector gigante y potentísimo, rotatorio y circulante como el ojo certero de un faro omnipresente, cuya ráfaga luminosa, barriendo e inspeccionando la tierra en sus cuatro dimensiones, fuera proyectando y repartiendo sobre ella, la imagen viva y exacta de ese rostro bellísimo de Cristo muerto. Pero la ráfaga, luminosa y sabia, proyecta esa cara de Dios solamente sobre los hombres muertos. Va buscando, cuidadosa y calculadamente, mientras gira sobre la tierra, a los agonizantes, a los moribundos, a los muertos; se detiene sobre ellos, ilumina su pobre rostro humano en trance de agonía y proyecta sobre él, como un beso también, la imagen divina del rostro muerto de Cristo. Se superponen las dos caras, hasta fundirse en una sola; y al retirarse la ráfaga luminosa, todos los muertos del mundo se parecen a Cristo. Todos tienen su cara. El rostro de Dios. Como si Cristo muriera, y reposara muerto, otra vez, en todos. Todos duermen con el sosiego de sus rasgos. Bajo el beso de su paz. *** No importa que hayan pasado dos mil años; la ráfaga luminosa del Calvario sigue barriendo el mundo y repartiendo el rostro muerto de Cristo. Si hoy llega a nuestras pupilas el resplandor de una estrella que se encendió en la lejanía inconmensurable del espacio a la distancia abrumadora de millones de años de luz; a cada agonizante le llega, en su momento exacto, el rostro de Cristo, aunque su Imagen se encendiera en el Calvario hace veinte siglos. Para Dios no hay ni tiempo ni espacio. Sólo amor.
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Yo sé que hacia mí camina certera, siguiendo una ruta fijada eternamente, una estela luminosa, que se posará puntual —¿dónde?, ¿cuándo?— sobre mi rostro en agonía. Por otra ruta, también insobornable, viene hacia mí la muerte, a veces adivino sus pisadas y hasta me pisa los talones. Pero yo no vuelvo la cabeza, no miro hacia atrás. Mis ojos tensos hacia adelante, otean seguros el horizonte por donde llegará el alba, qué viene ya avanzando de puntillas a mi encuentro, hace veinte siglos, desde el Calvario. Por eso la noche trágica y ciega de la muerte que envuelve a la humanidad se ha convertido en una maravillosa noche transfigurada; sus tinieblas están acuchilladas continuamente por esos haces misteriosos de luz, que la surcan y atraviesan en todas direcciones, para llegar puntuales a la cita de un hombre, que en alguna parte, agoniza o muere. Esté donde esté: nadie muere solo. La ráfaga luminosa del Calvario, a nadie deja abandonado, por desconocido, anónimo, pobre, repulsivo y miserable que parezca. Brilla en su luz la sabiduría de Dios y conoce al segundo la hora cabal de todos los destinos. En su temblor palpita el corazón de Cristo; y acude con mayor ternura a los más solos y desamparados. Sube y sube, escalón tras escalón, la sucia y mísera escalera, barriendo sus tablas carcomidas y crujientes, para llegar a la altísima y olvidada buhardilla, donde alguien está muriendo abandonado. O baja hasta el sótano húmedo y maloliente, donde hasta el vivir es agonía, entre suelos y paredes que sudan siempre frío. Sabe el camino de la chabola; del hueco aprovechado bajo el puente; de la cueva sin aire, sin puertas ni ventanas; de la choza de paja. Ni médicos ni sacerdotes han pisado nunca estos umbrales, ni conocen siquiera su existencia. Pero ahí está puntual la ráfaga luminosa del Calvario, con el rostro muerto de Cristo, para un pobre agonizante amorosamente conocido por Dios. En el choque mortal de carretera, en el pavoroso accidente aéreo, en el incendio sin entrada ni salida, en el edificio que aplasta a sus desprevenidos moradores; hasta allí acude el reflector luminoso del Calvario, siempre el primero, antes aun que las ambulancias y los bomberos; metiendo su mano de luz entre los cascotes, atravesando el humo asfixiante y la cortina de fuego; colándose bajo las vigas y las paredes derrumbadas y poniendo el rostro muerto de Cristo sobre tantas caras rotas y desfiguradas, como un 130
beso de paz sobre un destino que parece ciego y cruel, pero previsto y amado por Dios. La ráfaga luminosa del Calvario no descansa jamás: conoce los caminos del crimen, del asesinato, del terrorismo, del secuestro sin piedad, del chantaje a muerte; porque ella es amor, corre más que el odio y llega junto a la víctima antes que el estallido de la bomba, antes que la ráfaga de la metralleta, antes que el filo helado del puñal. Por eso, ¿no habrán adivinado los asesinos, al asestar el golpe final, que sus víctimas los miraban con el rostro de Cristo muerto ya sobre su cara serena y tranquila? No existe para Dios un solo agonizante que pase desapercibido y muera solo sin su beso. Ni el picador, atrapado en el abismo de la mina por la explosión del grisú; ni el alpinista, sorprendido por la tormenta, en el silencio congelado de la ventisca; ni el náufrago flotando solo entre las olas o arrojado como un desperdicio inútil en la playa inhóspita... El rostro de Cristo muerto se adelantó al grisú, y ya estaba allí, esperando, en lo más hondo de la mina fue una tibia caricia, como una mano cálida, sobre la frente helada del alpinista; nadaba entre las olas, como la sombra de una gaviota blanca, sobre el rostro dormido del náufrago... Nadie, nunca, en ningún sitio, muere solo. A la muerte de cada uno de los hombres se junta y asocia siempre la muerte de Dios. *** Por eso yo necesitaba que Cristo muriera en la cruz. Porque en su muerte tenía que estar presente la mía. Porque desde que Cristo murió en la cruz ya la muerte es radicalmente distinta. Ya no le tengo pánico. Ni miedo, siquiera. Cuando la sienta llegar, abriré bien los ojos para verla y recibirla, porque sé que viene desde el Calvario, donde estuvo ya dentro de Cristo: y me trae su rostro divino, para colocarlo, como un beso de paz, sobre mi pobre cara, cansada y dolorida. ¡Qué alegría, Señor, saber que de verdad has muerto en la cruz! *** 131
Te necesito muerto; porque, en definitiva, lo que necesito es tu resurrección. Si no mueres, no resucitas. Si no resucitas, sigo encadenado a la esclavitud de la muerte. Si tu muerte es solamente una apariencia o una triste farsa, más trágica sería la farsa de tu supuesta resurrección. Por eso necesito la certeza absoluta de tu muerte, que garantiza, en tu resurrección, otra certeza absoluta. Mientras vivías en la tierra, solamente podías ofrecerme la posibilidad de resucitar. Es precisamente tu muerte la que reduce, a necesidad imperiosa esa posibilidad de tu vida. Tu muerte, por ser de Dios, urge y reclama, automáticamente, la exigencia de una inmediata resurrección. La resurrección está ya incluida —implícitamente— en tu muerte; la lleva dentro, como una semilla viva e irrefrenable en su proceso biológico. Por ser Dios, no puedes quedarte y permanecer muerto. Por ser Dios, desde la muerte tienes que dar el salto a la vida. Y en ese salto, me das a mí tu mano, y me levantas contigo. Aleluya. Aleluya. ¡Cristo ha muerto en la cruz!
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EL REGRESO A LA MADRE CON LA VIDA ROTA
13.a Estación: Jesús es descolgado de la Cruz La noticia de la muerte de Jesús voló instantáneamente por toda la ciudad desencadenando un torrente de reacciones diversas, contradictorias y absurdas. Todo el mundo la estaba esperando. Los acontecimientos no tenían otra salida. Era el único desenlace lógico. Y sin embargo muchos la recibieron con desilusión y desencanto. Precisamente por eso, por ser el resultado consecuente de unos hechos. No nos gusta la lógica de las noticias. Nos encanta la sorpresa inaudita y sensacional. Por eso muchísimos en Jerusalén quedaron decepcionados con aquel desenlace que ya estaba previsto; como si algo o Alguien los hubiera defraudado. En el subconsciente esperaban un final diferente. Tal vez un prodigio o un portento. Al menos algo nuevo, fuera de lo normal. Las noticias con lógica nunca tienen éxito. Por eso las reacciones fueron más bien frías y apagadas. El mismo gobernador, Pilato, comentó con extrañeza y desencanto: —Pero, cómo, ¿tan pronto ha muerto? 133
*** Los cuatro Evangelistas comentan con todo detalle la reacción inesperada de dos personajes: Nicodemo y José de Arimatea. Espectacular reacción que provoca esta Decimotercera Estación del Vía-Crucis. Al enterarse de su muerte solicitan oficialmente del gobernador les sea entregado el cadáver de Cristo para bajarlo de la cruz y darle sepultura. La salida a escena y la actuación en público de estos dos personajes es todo un símbolo. Superan lo individual de las personas para erigirse en tipos eternos que seguirán apareciendo y actuando, en paralelas circunstancias, al lado de Cristo, en la historia de la Iglesia. Para bien y para mal, por suerte y por desgracia, sobre todo por desgracia, abundan y sobran, ayer, hoy y siempre, los Nicodemos y Arimateas entre los cristianos. Pero, ¿quiénes eran, dónde estaban, y de dónde salen estos dos señores, a los que no les hemos visto hasta ahora, ni la cara siquiera, en todo el Evangelio? De Nicodemo conocíamos la existencia; pero nadie lo había visto nunca, nadie sabía que cara tenía, porque siempre andaba de noche y embozado, como un fantasma furtivo, amparándose en las sombras. San Juan afirma que visitaba a Jesús solamente de noche. Era un discípulo y amigo, pero «nocturno». José de Arimatea se asoma ahora por primera vez a escena. Pero ya andaba por lo visto entre bastidores, sin atreverse a salir en público. Por eso San Juan lo califica como amigo «oculto» de Jesús, «por miedo a los judíos». Coinciden los dos, Nicodemo y Arimatea, en ser los amigos cobardes de Cristo. Mezquina y pobre amistad que no se atreve a arriesgar nada. Porque resulta que los dos tienen demasiadas cosas en juego, que pudieran peligrar y que no quieren exponer. Los dos están muy bien situados, los dos pertenecen al organismo más cualificado y prestigioso, son miembros los dos, con voz y voto, del Sanedrín, la Asamblea de los Príncipes, o principales, entre los judíos. Y si Nicodemo, como doctor y maestro de la ley lleva puesta la venerable au134
reola de la sabiduría y la santidad oficiales; Arimatea, con su prestigio de hombre rico y poderoso, tiene abiertas todas las puertas. Que Pedro, Andrés, Santiago y Juan abandonen las barcas y las redes por seguir a Jesús, fácilmente se comprende: no es gran cosa lo que pierden y aventuran. Que Nicodemo y Arimatea se jueguen puesto, prestigio, riqueza, títulos, relaciones e influencias, a la carta peligrosa de su amistad con Jesús, es completamente distinto. Y optan los dos por una fórmula: conciliar la amistad de Cristo con la seguridad absoluta de sus riquezas y prebendas. Y surgió en el Evangelio —y en la Iglesia— el tipo eterno de los amigos cobardes de Jesús, a los que San Juan califica, despiadada y valientemente, de amigos «nocturnos» y «ocultos», por miedo a los judíos. Los dos amparan y defienden su cobarde amistad en las tinieblas. Nicodemo, en la oscuridad física de la noche; Arimatea, en las sombras de la ocultación y el anonimato. Los dos tienen miedo. Pero, ¿pueden ser amigos, los cobardes? *** Y, ¿por qué salen ahora a la luz y dan la cara? Es muy triste decirlo; sencillamente, porque Jesús ha muerto, y ya no hay peligro. No. No estaban los dos en el Calvario asistiendo a la Pasión. Es absurdo y contrarío a su conducta habitual imaginarles presentes en la hora más peligrosa y conflictiva de Cristo. Demasiado conocidos, para dejarse ver en aquel hervidero de violencias, riesgos, tensiones y malentendidos. En cualquier rostro, que distraído los mirara, hubieran creído adivinar los ojos de un espía. Imposible estar en el Calvario. Tampoco los Apóstoles se hallaban presentes. El miedo fue la constante de los amigos y discípulos de Jesús. Los dos seguirían los acontecimientos, como siempre, desde las tinieblas y sombras de una segura y discreta lejanía. Pero con enlaces, muy discretos también, que les mantenían informados, minuto a minuto, del desarrollo de los hechos. Iban y venían, a lo largo de las tres horas del Calvario, los bien aleccionados correveidiles, con los recados y las noticias. Has135
ta que a las tres de la tarde, el último mensajero les comunicó, a los dos emboscados, el último y definitivo parte: —Acaba de morir. Hace cinco minutos. —¿Cómo? ¿Qué dices? —Que ya ha muerto. —Pero, ¿muerto de verdad? ¿Estás seguro? ¿Tú lo has visto? O te lo contaron. ¿Está comprobado? ¿Muerto de verdad? *** Sí, Nicodemo. Si, José de Arimatea: muerto de verdad. Podéis estar seguros. Y tranquilos. Es absolutamente cierto. Jesús acaba de morir. Ya no hay peligro. Se acabó el riesgo. Fuera el miedo. Podéis respirar ya a gusto. Y hasta salir a la calle. Incluso podéis presentaros en el Calvario y quedar bien con María, su Madre, dándole personalmente el pésame por la muerte del Hijo. —¿Al Calvario? ¡Imposible! —¿Por qué? Si ya no hay nadie. Quedan cuatro curiosos inofensivos: los de siempre y en todas partes. Porque los elementos más radicales y peligrosos, representantes del Sanedrín, de los escribas y fariseos, ya se han marchado todos, los primeros. En cuanto Jesús dobló la cabeza. Las turbas, amedrentadas por el temblor de tierra, están regresando a la ciudad y penetran ahora por sus puertas. El Calvario está vacío. Queda un grupo de mujeres acompañando a María. Nada hay que temer de ellas. Lloran y lloran desoladas... Ha muerto Jesús. Y con Él ha muerto también el riesgo, el conflicto y el compromiso. Es la hora de los cobardes, de los miedosos, de los indefinidos y de los ambiguos. Podéis abandonar la madriguera y el escondrijo. Podéis dejar las tinieblas, las sombras y la ocultación para salir a la luz. Tranquilos: Jesús ha muerto. ¡No hay peligro! *** 136
Nicodemo y José de Arimatea, cada cual por su camino, se aventuraron hasta asomarse al Calvario. Efectivamente: todo estaba trágicamente tranquilo. Como un campo de batalla, liquidada la lucha y alejados los ejércitos. Sólo quedaban los muertos. Y éstos ya no son peligrosos. Se decidieron y se acercaron a María, la Madre, y a las fieles mujeres que en estrujado racimo lloraban junto a la cruz. Y, qué cosa; cuando ya no había riesgo, aquellos dos cobardes se sintieron valientes y empezaron a actuar. Poseídos los dos por una acuciante fiebre de acción, trataban de tributarle al muerto lo que habían negado al vivo. Se sentían tan valientes y seguros que hasta daban órdenes. Se convirtieron en los organizadores y protagonistas del último homenaje a Jesús muerto. Tenían iniciativas, tomaban decisiones, resultaban eficaces. Para el muerto. A buenas horas. Tarde. Demasiado tarde. Nicodemo y Arimatea. Me da pena calificar vuestra actuación. Pero, ¿sabéis lo que sois y representáis en el Calvario? La Empresa Funeraria. Nada más. Os habéis hecho cargo de las Pompas Fúnebres. Desairado y triste papel. Después de haber abandonado cobardemente al vivo, os deshacéis en atenciones con el muerto. Demasiado tarde. Ahora dais la cara y os presentáis delante del gobernador reclamando el cadáver de Jesús. Esto debíais haberlo hecho antes, cuando Pilato lo estaba juzgando, para que no lo condenara a muerte. Ahora traéis una sábana para su cuerpo y un lienzo para su rostro. ¿Por qué no impedisteis que le arrancaran sus vestidos y lo dejaran desnudo? Tres horas estuvo su cuerpo en desnudez absoluta colgado de la cruz. Para traerle un lienzo a Cristo vivo hacía falta un valiente. Por eso le traéis, cobardes, una sábana a Cristo muerto. Nicodemo ha mandado comprar treinta y dos kilos de mirra y de áloe para ungir el cuerpo de Cristo antes de enterrarlo. Lástima de despilfarro, porque ya llegáis tarde para la unción. Ya está ungido. Y con nardo. Lo hizo una mujer valiente cuando aún estaba vivo y lo buscaban. Y Cristo, 137
aceptando el perfume y el amor profetizó en voz alta: «Esta mujer me está ungiendo ya para mi sepultura.» Se os han adelantado, como siempre, en el amor, las mujeres. Tan sólo llegáis puntuales para el sepulcro. Triste regalo, Arimatea. Aunque sea un sepulcro de rico, excavado en la roca y no estrenado por nadie. ¡Qué pena regalarle a Jesús un sepulcro para enterrarlo muerto, sin haber querido mover ni el meñique siquiera para dejarlo vivo! Ese es el final lógico, pero lamentable, de los discípulos y amigos cobardes. El miedo a los judíos os robó lo más maravilloso: la entrega y el amor a Cristo vivo. Y al fin sólo servís para hacer de Empresa Funeraria; pues sólo os queda ya un Cristo muerto. *** Hoy los discípulos y amigos de Cristo ya no tenemos miedo al Sanedrín judío, ni a los escribas y fariseos. Hoy son otros los condicionamientos —sociales, económicos, políticos, religiosos— con los que no nos atrevemos a enfrentarnos porque les tenemos miedo; y nos convierten en discípulos cobardes, nocturnos, indefinidos, ambiguos. Hoy son distintos los miedos. Pero es igual: nos pueden estos miedos. Y tenemos peligro de servir a un Cristo muerto. Por miedo. Hay ideologías en boga —teológicas, exegéticas, sociales, políticas— que se han erigido en auténticas dictaduras sobre las inteligencias; hay que abrazarlas, aunque no nos convenzan, pues nos exponemos a ser tenidos y marcados como retrógrados; nos invade el miedo, y esclavos del miedo, las acatamos. Nuestro Cristo vivo e interior, tal vez no responde al contenido de esas ideologías. Pero puede más el miedo. Negamos en público al Cristo vivo y eterno que escondemos en nuestra intimidad, para servir, por miedo, a otra ideología cristológica que resulta un Cristo muerto. Tenemos miedo de perder, dentro de la Iglesia y sus estructuras, un cargo, un puesto, una prebenda; para conservarla o adquirirla no tenemos más remedio que aplaudir y corear incondicionalmente los estilos, los criterios, y los gustos de los poderes y las autoridades de quienes depende el cargo o la prebenda. Sus estilos y gustos no están de acuerdo con el Cristo vivo de nuestra conciencia, pero por miedo a perder el cargo o el puesto, negamos ese Cristo vivo de nuestra intimidad, para aplaudir y corear, por 138
miedo, lo que le contradice. Y, ¿no servimos cobardemente a un Cristo muerto? Cuántos, infinitos, discípulos de Cristo, invadidos hoy por los miedos inconfesados a las minorías que gritan; por los miedos a las dictaduras ideológicas que nos dominan; por los miedos a las consignas «oficiosas» que nadie se atreve a contradecir; y de las que nadie «oficialmente» quiere responsabilizarse; por los miedos a las sonrisas, los silencios y las marginaciones. Y callamos, enmudecemos, nos plegamos cobarde y servilmente sin atrevernos a dar la cara por Cristo vivo... Luego vendrán las lamentaciones. Demasiado tarde. Cuando tratemos de reaccionar y de actuar, será ya para asistir a la celebración del funeral: del entierro de Cristo. Al que hemos ido matando todos, poco a poco, día tras día, con nuestros miedos y traiciones. Como Nicodemo y José de Arimatea. *** El primer rito del homenaje funerario organizado por los dos discípulos «nocturnos» consistió en desenclavar el cuerpo de Cristo y bajarlo de la cruz. Arrimaron las escaleras y procedieron al Descendimiento. Es sintomático cómo desde que aparece en el Calvario el primer crucifijo de la cristiandad, simultáneamente surge una fuerza misteriosa, alguien, que trata de deshacerlo, bajando a Cristo de la cruz. Quienes primero lo intentaron fueron los dos ladrones crucificados a sus lados. Los dos le acosaban con el mismo grito exigente: «¡Bájate de la cruz y creeremos en ti!» ¿Qué poder misterioso les ponía a los dos ladrones esta frase tentadora en sus labios? Su formulación recuerda y es un eco de las tres frases con que Satanás tentó a Cristo en el desierto. Vencido entonces el Diablo, se aleja de Cristo; pero —lo advierte el Evangelista— «hasta otra oportunidad». ¿Sería esta la última tentativa de Satanás, formulada ahora por los dos ladrones? ¡Bájate de la Cruz!
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La estrategia de la tentación apuntaba a la raíz misma de la Redención: de la Empresa liberadora de Cristo: un Redentor que deserta y abandona su destino. Cristo vuelve a vencer al tentador. Y ahora, radical y definitivamente. Aguanta en la cruz, sin bajarse de ella, hasta morir. Crucificado, da el último suspiro. Por eso el crucifijo se convierte, para los cristianos, en el santo y seña de la victoria. Y en el símbolo supremo de la entrega y el servicio de Cristo. Murió de pie, en la brecha, sin jubilarse ni del dolor ni del amor a su cruz. Si ahora lo desenclavan y lo bajan sus discípulos, es porque ya está muerto y pueden hacer de Él lo que quieran. Pero esta vez, amigos y enemigos, coinciden todos en el mismo objetivo: bajarlo de la cruz. El gobernador recibe, con breve intervalo de tiempo, dos diferentes comisiones, con la misma petición. El Sanedrín por un lado; Nicodemo y Arimatea por el suyo, solicitan idéntico permiso; el Sanedrín, para evitar que el cadáver de un ajusticiado contamine desde la cruz, con su maldición, la legalidad pascual de la gran fiesta judía; los dos discípulos nocturnos, por piedad al Maestro; para que los buitres que desde hace tiempo merodean por los alrededores y vuelan ciñendo la cruz en círculos cada vez más bajos y apretados, no devoren el cuerpo de Cristo durante la noche. Pero todos coinciden en el mismo propósito: bajarlo de la cruz. Al Sanedrín, además, le resultaba molesto ya e intolerable aquel crucificado. Siempre la presencia de Jesús les había resultado, cuando menos, incómoda. Pero ahora, clavado y muerto en la cruz, no podían resistirlo. Había que hacerlo desaparecer. Y los que antes, con un chantaje político forzaron al gobernador romano a que lo subiera a la cruz, ahora, por imperativos religiosos, consiguen del mismo gobernador que lo baje. Iba ya irguiéndose y tomando cuerpo esa tenebrosa fuerza, que a lo largo de toda la historia, abierta o solapadamente, se enfrentará con Cristo clavado en la cruz. Con la Imagen entrañable del Crucifijo cristiano. Signo de contradicción y piedra de escándalo. Nicodemo y Arimatea desenclavaron a Cristo, lo bajaron de la Cruz; y de este modo, con un rito de compasión y de cariño, deshicieron sin saberlo, el primer crucificado. 140
Sólo tres días estuvo la primera Iglesia con la cruz vacía, sin crucifijo. Porque en la madrugada del domingo, al levantarse Cristo de un sepulcro con las cinco llagas de su Pasión en su cuerpo resucitado, resucitó también la cruz, transformándola de ignominia en gloria; y se volvió a subir a ella, transfigurándola, para no abandonarla ya nunca, ni consentir que nadie jamás lo baje de ella, porque la cruz gloriosa de Cristo resucitado es la bandera y el símbolo de su empresa. Cristo resucitado, clavado en la cruz, es la síntesis de la teología donde Dios se nos revela; es la fórmula de la filosofía cristiana que ilumina el dolor y el fracaso; es la única clave antropológica que descifra el problema insoluble de la muerte; y es la firma y el sello de la reconciliación y del amor. No hay fuerza alguna, ni en el cielo ni en la tierra, capaz de desclavar a Cristo y bajarlo de la cruz. La gloria de la Resurrección es la nueva vinculación que los junta y los abraza; y es el poder divino el que guarda y defiende esta unión. Si Nicodemo y Arimatea lo bajaron de la cruz es porque ya estaba muerto. Eso fue antes de su segunda subida a la cruz, en la gloria de su Resurrección. *** La piedad cristiana siempre ha envidiado la oportunidad que tuvieron estos dos discípulos, de demostrar su cariño a Cristo, tan directa y tan físicamente, en su cuerpo y su persona. Nadie, ni los Apóstoles, tuvieron un contacto tan entrañable con el cuerpo del Señor como Nicodemo y Arimatea, a lo largo del rito lento y meticuloso del Descendimiento. La manipulación de aquel cuerpo tan destrozado y tan querido, exigía los límites extremos de la suavidad, la delicadeza y el cálculo; al mismo tiempo que la energía, la seguridad y la fuerza. Los dos cumplieron maravillosamente. Tanto más, cuanto que tenían la oportunidad única de compensar y superar sus cobardías del pasado, con su cariño presente.
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El cuerpo del Señor, insensible e inerte, se plegaba a todo y se dejaba hacer como un niño desnudo. Esta dolorosa pasividad de Cristo hacía más suave el tacto, más firmes las manos, más medidos los cálculos, más doloridas y cálidas las caricias. Ellos sí que pudieron medir las llagas, verificar las magulladuras, contar las heridas, y certificar, centímetro a centímetro la geografía sangrienta y amada de aquel mapa universal de todos los dolores, con arroyos de sangre y colinas tumefactas de músculos inflamados. Las manos de Nicodemo y José de Arimatea se han encarnado en las gubias y los pinceles de todos los tiempos para seguir eternamente bajando a Cristo de la cruz con el cariño y las caricias del arte universal. Pero Nicodemo y Arimatea no pueden ni deben convertirse para los cristianos en el modelo y el ideal de nuestra relación y contacto con Cristo. Y tenemos peligro de hacerlo, porque en el fondo halaga y satisface a nuestro cariño, cómodo y fácil, centrado en un Cristo pasivo que se deja hacer y se pliega a todas nuestras manipulaciones. Nuestro contacto y nuestra relación no es con un Cristo muerto e inerte, sino con un Cristo vivo y exigente. Nuestro Cristo no es un objeto, ni una simple imagen insensible, ciega, sorda y muda, que todo lo recibe, todo lo agradece y todo lo bendice en su pasiva receptividad. Nuestro Cristo está vivo. Un Cristo que ve, que habla, que oye. Un Cristo exigente que juzga, mide, valora y critica. Más: un Cristo rebelde, que no se pliega ni se contenta con nuestros cariños mezquinos y egoístas. Nuestra piedad cristiana no puede centrarse en ponerle flores y encenderle luces a la Imagen de un crucificado que en su silencio parece aprobarlo todo. El cristiano tiene que tratar y habérselas con un Cristo vivo, cuya sola mirada nos atraviesa como una espada; cuyas palabras denuncian nuestra cobardía y ambigüedad; cuya rebeldía rechaza nuestras flores y nuestras luces, si todo se queda en luces y en flores, sin sentir en nuestra carne el dolor, las llagas y la injusticia que clava en la cruz a nuestros hermanos. Solamente cuando estuvo muerto se dejó Cristo manipular. Pero está vivo, ha resucitado; y tratar con Él es aceptar sus continuas exigencias de entrega y de amor. Es plegarnos nosotros a sus radicales iniciativas. Y vivir la tensión del trato y contacto con un hombre vivo, que cada día nos pide más. 142
En una palabra: no es la compasión devota de bajarlo entre caricias, a Él, de la cruz. Es la aceptación y decisión valiente de subirnos nosotros, a su Cruz, con Él. *** Las últimas caricias fueron las de María. Una vez bajado de la cruz y antes de ser colocado en el sepulcro, el cuerpo muerto del Hijo reposó en el regazo de su Madre. Nadie podía negarle tal derecho a tal mujer. Dios había querido que el corazón de Cristo ensayara su primer latido en el seno virginal de María. A Ella le tocaba, también en su regazo verificar que ese corazón se había parado. La humanidad se apretó en María para darle a Dios su bienvenida a la tierra; en el Calvario volvía a apretarse en María para despedirlo. Retornó el Hijo al regazo de la Madre. Ella nos lo había entregado a los hombres hacía sólo tres años, lleno de vigor, de gracia y de hermosura. Treinta años de cuidados maternales, de amorosa vigilancia, de consagración sin regateos, para darnos «el más bello de los hijos de los hombres». En tres años lo habíamos consumido y estrujado. Nos bastaron tres horas para acabar con Él, rompiéndolo y desfigurándolo. María lo miraba atónita y no acababa de identificarlo; —Lo que yo les entregué; y lo que ahora me devuelven. El regreso del Hijo a la Madre. Su regazo se abría como una playa acogedora para recibir en ella los restos de un naufragio; todo lo poco que quedaba tras la galerna de la Pasión, y que el mar depositaba en la playa de María. Las manos de la Madre se dedicaron a la dulce y dolorosa tarea de recomponer en lo posible las roturas de aquel hijo hecho pedazos. Le cerró un poco más los ojos entreabiertos para que pudiera dormir mejor. Le restañó las heridas. Le alisó y ordenó la barba; y trató de componer un poco la revuelta maraña de sus cabellos. Al fin se detuvo en una de las heridas; la del costado. 143
No podía separar de ella, ni sus ojos húmedos, ni sus manos temblorosas. Las yemas pasmadas de sus dedos, iban y venían, suavemente, paralelas a sus bordes sangrientos, dibujando una vez más, sin cansarse, aquella hendidura misteriosa. Bajó de pronto su cabeza y sus labios se posaron sobre los de la herida. Estaba besando el corazón del Hijo. Se detuvo un momento para escuchar su latido. Inútil. El corazón se había parado. Volvió a besar aquel misterio, mientras repetía todo lo que Ella sabía, lo que había dicho siempre, lo que constituía la definición de su vida: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí, según su palabra.» Porque Ella también sabía que aunque los labios y el corazón del Hijo estaban mudos, su Palabra seguía viva. *** Señora de la Piedad, por tu Hijo muerto, concédeles a todas las madres, ser siempre playas abiertas, para recibir a sus hijos, vengan como vengan, después de las tormentas y los naufragios de su vida. Y anima, Señora, a los hijos, estén como estén, a regresar a la playa de la madre. En ese regazo pueden recomponerse todas las roturas. Y si a los hijos, destrozados o malditos por la vida, nos fallara el regazo de nuestra madre por falta de comprensión o por ausencia irremediable, recuérdanos, Señora, que Tú eres siempre madre y que tu regazo es la playa siempre abierta para los restos de nuestro naufragio, por podridos y culpables que sean. No en vano estrenaste, Señora, y ensayaste para todos los hombres la playa de tu regazo acogiendo el cadáver de tu Hijo fracasado y muerto. Tu regazo es playa, Madre, pero también es astillero, donde se recomponen los barcos y los navíos, maltrechos por los temporales. Hoy quiero traer a tu astillero la barca de tu Hijo, la nave de su Iglesia. Calafatea su casco, endereza el timón, pon en norte la brújula, planta bien los palos y recose las velas. Ya lo has hecho mil veces. Que sea otra vez más. Ayer, por tu Hijo. Hoy, por tu Iglesia. 144
¿No son lo mismo? Y Tú siempre, la Piedad, con tu regazo abierto.
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UN SEPULCRO PRESTADO PARA TRES DÍAS
14.a Estación: Jesús es enterrado en un sepulcro El verbo «morir» es el último que conjuga el hombre. Su postrera actividad, exclusivamente personal e inmanente, con la que se clausura su vida y se corta todo contacto e interrelación con los demás. Conjugado este verbo «morir», se cierra para el hombre el diccionario. Ya no le quedan verbos ni substantivos. Con este verbo agotó todas sus posibilidades. Esto, por lo que respecta al muerto. Porque los vivos, los que quedan, disponen todavía de otro verbo que viene a completar la muerte del difunto: el verbo «enterrar». Enterrar es una actividad de los vivos, que realiza en los muertos, lo que ellos ya no pueden cumplir. Enterrar, es reafirmar, social y familiarmente, la muerte de un hombre. Es como la rúbrica definitiva; es darle la razón al muerto; y aceptar los hechos consumados. Y por eso se le sepulta, se le echa tierra encima y se le cubre con una losa. Mientras el muerto está presente, mientras no se realiza el entierro, parece como que no se acaba de creer ni de aceptar que esté del todo muer146
to; como si se le concediera al difunto, en ese plazo de espera, la posibilidad de una reviviscencia. Como si inconscientemente alentáramos la secreta ilusión de que vuelva a abrir los ojos e incorporarse. Mientras no se le entierra, la persona muerta está y sigue vigente en la vida familiar y en los círculos de sus relaciones sociales. Preside su casa desde un puesto privilegiado que tal vez no ocupó en vida, y se convierte en el centro del cariño, las nostalgias, los reconocimientos, los homenajes y los recuerdos. Un muerto ocupa y llena toda la casa. Junto a un muerto se evocan y se reviven todos los hechos capitales de su existencia en una apretada síntesis, vivida y fulgurante, como la última poderosa llamarada de una hoguera que va a apagarse para siempre. Un muerto sin enterrar, no está del todo muerto. La muerte de verdad se percibe al regresar del entierro, cuando se le echa encima la tierra y se le cubre con una losa. Y entonces es cuando se impone la certeza de que alguien se ha ido definitivamente y sin retorno. Entonces se siente en la boca el sabor del fracaso y del acabamiento; de la humillación y de la derrota que es la muerte para el hombre. *** Por eso quiso Cristo ser también enterrado. Y que se completara, la verdad auténtica de su muerte, con la consecuencia lógica de su sepulcro. Igual que nosotros. Que no sólo se comentara por todo Jerusalén, Judea y Galilea: «Jesús ha muerto»; sino también: «Y ya lo enterraron.» Con tierra encima y una losa. El murió. Los hombres lo enterraron. Todo se acabó. No queda nada. Muerto y sepultado. *** Un muerto es un fracasado radical. Por eso en cada sepulcro se entierra un fracaso. 147
Su condenación y muerte constituyó a Cristo en rey, por excelencia, de los fracasados. Su símbolo más espectacular y estrepitoso. Jamás un hombre soñó tanto, prometió tanto y se atribuyó tantas prerrogativas en desafío público y provocador frente a los poderes constituidos: la Ley, el Templo, el Sanedrín, los Escribas y Fariseos. Y jamás un hombre cayó más bajo. Esos mismos poderes que Él retó, demostraron su mentira, condenándolo a muerte y ejecutándolo precisamente en nombre del Templo y de la Ley. Por eso en el sepulcro de Cristo se enterró el máximo fracaso de la historia. Nunca se enterró tanto en un sepulcro. Nunca ha habido una tumba más llena y repleta. Se pasma uno de que pudiera caber tanto en tan breve hueco. Y sin embargo, al mismo tiempo, podemos afirmar que nunca, en una tumba, se enterró menos. Que jamás un sepulcro estuvo tan vacío. Paradojas desconcertantes del misterio de Cristo. *** Yo no sé. Señor, si al ungir y preparar tu cuerpo para enterrarlo Nicodemo y Arimatea tendrían serenidad para comprender todo el sentido de lo que estaban realizando. No enterraban solamente un cadáver; con él y en él sepultaban un hombre con su destino, su empresa, sus ilusiones, su actividad y su fracaso. Todo iba dentro de aquel pesado y alargado bulto cadavérico envuelto en una sábana. Y mientras ceñían y apretaban los miembros de tu cuerpo, envolviéndolos con tiras y vendas impregnadas de mirra y de áloe, quedaban apretados también entre las vendas, tu destino frustrado, tu empresa hundida, tu actividad inútil y estéril. No eras Tú solo, ni te enterraban a Ti solo. Habías comprometido a muchos, los habías arrastrado a la locura de tu apostolado, los habías enardecido e ilusionado con refulgentes promesas, se habían fiado de Ti y creído en tus palabras. Eras y pertenecías a todos. Por eso contigo se enterraba también algo de todos. 148
Entre las bandas que apretaban tu cadáver iban, camino del sepulcro, tus Bienaventuranzas. Los pobres, los pacíficos, los perseguidos, los hambrientos, los explotados, sentían que les enterraban algo suyo, un sueño vano del que Tú eras culpable. Se enterraban contigo tus Parábolas; y ya no habrá ni Reinos, ni Bodas, ni Banquetes. Se apagaban las lámparas. Eran falsas las perlas. Estéril la semilla. Y el hijo pródigo no tenía padre, ni pastor la oveja perdida. Te llevabas a la tumba todas tus Palabras. Y como no dejabas escrito ningún libro, se enterraba todo lo que dijiste y predicaste. Decían que nadie había hablado nunca como Tú; y, ¿de qué te valió? Palabras, palabras que se lleva el viento. Palabras a las que hoy también se daba tierra. Se sepultaban contigo todas las controversias y diatribas que mantuviste con escribas y fariseos. Qué temibles tus ataques. Qué aceradas tus respuestas. Qué valientes tus denuncias. Todos tus adversarios mordían en las disputas el polvo de la derrota. Pero al final, ganaron ellos; y en la última controversia, la de tu Pasión, Proceso y Muerte, te derrotaron pública y definitivamente. Hoy, muerto, muerdes Tú el polvo del sepulcro y en él se sepultan también tus controversias. ¿Habrá sitio en tu tumba para tus Milagros? Ocupan mucho. Pero no hay más remedio que enterrarlos. Todo fue una farsa. Sugestión colectiva de gentes sin cultura. Histeria de multitudes primarias y fanáticas. Fuegos fatuos. Tenían razón los que te argumentaban en el Calvario; cómo ibas a salvar y curar a los demás, si a Ti mismo no pudiste librarte de la cruz. Tierra y sepulcro para tus Milagros. Y para tus Promesas. Te pasaste la vida prometiendo cosas imposibles y maravillosas; justicia, amor, fraternidad, libertad... Prometiste un Reino utópico; un Padre ideal para todos; enseñarnos un camino nuevo; descubrirnos la verdad; pacificar el universo. Una revolución de amor. Yo os daré, decías. Yo incendiaré, yo reconstruiré, yo uniré; yo os iluminaré, os confortaré, os aliviaré... Tú lo ibas a hacer todo. Todo nos lo ibas a dar Tú. Y ahora te lo quitaron a Ti, todo. Hasta la vida. Sólo te queda el entierro. Para Ti y para tus Promesas. Enterraron el Camino, la Verdad y la Vida. La Luz que ilumina a todo hombre y el Agua que salta hasta la vida eterna. Enterraron tu oración del «Padre Nuestro»; esa loca utopía con que nos ilusionaste y enardeciste. Y los hombres volvemos a ser huérfanos, hijos de un destino ciego, cruel y caprichoso. 149
Enterraron el Cáliz de tu Última Cena. Llévatelo contigo; es preferible. Fracasaste. Qué pena nos daría verlo rodar por el mundo, inútil y vacío, cuando tú prometiste y profetizaste que se seguiría llenando todos los días, en memoria tuya, con tu sangre caliente, hasta la consumación de los siglos. Enterraron la Estrella de Belén. Ahí queda en un rincón oscuro de tu sepulcro, como un imposible y avergonzado juguete. Qué mentida fantasía, desinflada hoy y vacía como un globo pinchado. Y con la Estrella, tu falsa Noche de Reyes; el incienso, el oro y la mirra. Y aunque nos duela por tu Madre, ahí queda enterrada la Virginidad de María. Y lo que es más: tu Divinidad. Tu fracaso es absoluto. Y a todos los que comprometiste, los arrastras ahora contigo en tu caída. Y, ¿cómo puede caber todo en un sepulcro? Nunca se enterró tanto. Jamás una tumba estuvo tan llena. *** Hay entierros, Señor, que son un verdadero éxito. Y que se orquestan como un auténtico triunfo y homenaje, compensando de este modo, un poco, el fracaso que es ya en sí la muerte: multitudes, coches, coronas, representaciones, discursos... Hasta esto te falló. Tu entierro fue otro vergonzoso fracaso. Todo improvisado y sobre la marcha; aprisa y corriendo, porque no se dispone ni de tiempo. Se echa encima la solemnidad de la Pascua, que es más importante, claro, que Tú. En silencio. Furtivamente. Como a escondidas y pudiendo disculpas. En la intimidad vergonzante y desairada de tres amigos y cuatro mujeres... Tantos discípulos, admiradores, oyentes, conocidos y colaboradores. Y todos lejos, en desbandada; sin aparecer, siquiera por compromiso, a la hora del entierro. Pero todos, en la lejanía de su miedo cobarde siguen los acontecimientos. Todos saben, Señor, que a estas horas te están enterrando. Y to150
dos saben y sienten que contigo les están enterrando a ellos algo que también es suyo. Pedro sabe que en el sepulcro le entierran en Ti al Hijo de Dios que él confesó y proclamó en Cesárea de Filipo. A Juan le entierran en Ti el Verbo eterno y la Palabra hecha carne. A Santiago, el instaurador de un Reino del que él iba a ser ministro. A Marta y a María, el Amigo ideal. A la Samaritana, el Mesías que le pidió de beber. A María Magdalena, el Maestro del Amor. A Zaqueo, el Seductor irresistible que cambió el rumbo de su vida. A la mujer adúltera, su Abogado defensor. A los novios de Caná, el mejor Invitado para una boda. A la viuda de Naín, el Poderoso que le devolvió su hijo. A los dos de Emaús, el Profeta que esperaban los judíos. A Felipe, el Prometido, de quien hablaron Moisés y los Profetas. A Natanael, el Rey de Israel. A los Doce, el Maestro que les había escogido entre todos, con su nombre propio; y por quien ellos lo habían dejado todo. A cada uno le entierran «su» Jesús; su vivencia personal y su relación específica con Cristo. Un trozo del Maestro en una interpretación individual y entrañable. La suma total, el Jesús completo, es el que Nicodemo y Arimatea dejan amortajado, con mirra y áloe, envuelto en una sábana, en la oquedad inhóspita y fría de un sepulcro no estrenado. Y cuando todos salieron, terminado el rito, hicieron girar en su ranura la piedra redonda que cerró herméticamente la entrada del sepulcro. Nunca se enterró tanto. Jamás una tumba estuvo tan llena. *** Se cerraba el sepulcro. Y se hundía el sol en el ocaso. Comenzaba para los judíos el solemne descanso de la Pascua; que coincidía ahora con el descanso y el reposo del cuerpo de Cristo, tras el trabajo de su vida y el dolor de su muerte. Cayó la noche sobre Jerusalén. Noche absoluta. 151
Nunca una noche fue tan negra. Había pavor por todas las esquinas. Hasta las tinieblas tenían miedo de la oscuridad y huían atemorizadas de sí mismas. Y suplicaban a la luna de Nisán que adelantara su salida. Su luz fue como una caricia que trató de serenar los nervios crispados de la noche y devolver a la ciudad el reposo y la paz. Pero fue inútil. Nadie; ni los hombres, ni las casas; ni los animales, ni los árboles, ni siquiera las piedras y las rocas consiguieron conciliar el sueño esa noche. Todos los ojos mantenían sus pupilas dolorosamente abiertas, iluminadas por la luna. Y de muchos ojos rodaban, grandes y calientes, lágrimas irrestañables. Aquella noche un rocío insólito, tibio y amargo, cubrió todo el universo: la creación lloraba por el fracaso y el entierro de Dios. Lloraban los leprosos, los ciegos, los paralíticos. ¿Quién los curará? Les habían enterrado su salud. Lloraban los pecadores, los publicanos y las prostitutas. ¿Quién los perdonará? Nadie podrá llenar el hueco que quedaba vacío en su mesa, a la que se sentaba para comer con ellos. Lloraban los esclavos: la libertad tenía sepulcro. Y los débiles: la mano que les alzaba yacía impotente y rota. Y los pobres —pobres ya sin remedio— les acababan de secuestrar, enterrándolo, el Reino de los Cielos. Lloraban los novios: ahora sí que va a faltar el vino de las Bodas. *** Lloraba el Lago de Tiberiades. ¿Será mentira que caminó sobre el cristal del agua? ¿Mentira que le gritó a la tormenta y ella le obedeció? ¿Mentira que multiplicó en su orilla los panes y los peces? ¿Mentira? Yo lo vi. Yo lo vi. Lloraba el Monte Tabor: le arrancaban un nimbo de resplandores que desde aquel día coronaba gloriosamente su cumbre. Lloraba el río Jordán: le rompían a pedradas el espejo de su remanso donde él seguía contemplando el vuelo estático de una Paloma blanca. Lloraba el Pozo de Jacob. Su llanto, hondísimo, subía en borbotones desde su corazón y desbordaba el brocal donde Él estuvo sentado sediento y sudoroso. 152
Lloraba el nardo. Le han partido los pies que yo besé. Lloraban el vino y el pan. Ya no seremos nunca más su carne y su sangre. Lloraba la mostaza. Seré siempre minúscula; yo que iba a crecer hasta tocar el cielo con mis ramas. Lloraba la dracma perdida. Perdida para siempre. Murió el que podía encender la luz y encontrarla. Y lloraban los lirios que no hilan; y los pájaros que no siembran; y la levadura, y el celemín; el vinagre y la sal... Y los niños que El besó y acarició no podían dormir esa noche y también lloraban. ¿Qué te duele, hijo? No lo sé, mamá; me duele todo... *** Y mientras lloraba el universo, dos grupos diferentes y dispersos de personas, los enfermos a quienes curó de sus enfermedades y los pecadores a los que perdonó sus pecados, se atormentaban, sin poder dormir, con lacerantes preguntas sin respuesta, que atacando personalísimas y entrañables vivencias, desmantelaban de pronto todo un pasado, para entregarlos, abandonados, a un futuro sin salida. Se preguntaban los enfermos: mi curación, ¿fue entonces sólo una farsa? ¿Me dejé sugestionar y creí que me había curado? ¿Fue una alucinación? Y. ¿cómo ha podido durar tanto el engaño y la mentira? Y los paralíticos curados saltaban una vez más de un brinco y dejaban el lecho donde no podían dormir y se dirigían a la ventana mientras repetían: yo sigo caminando, yo puedo andar. Los que habían sido ciegos, hasta de nacimiento, volvían a abrir los ojos y desde su ventana, de par en par, contemplaban la ciudad, los árboles y el campo envueltos en la plata de la luna, porque, aunque era de noche, no había ya noche en sus ojos curados: ¡Yo veo, veo, yo sigo viendo! Y los que habían tenido su carne mordida por la lepra, le enseñaban, por la ventana abierta, su cara, sus manos, su piel a la luna de Nisán y le preguntaban: ¿Verdad que estoy curado? ¿Verdad que mi carne está limpia? ¿Verdad, tú lo ves, que yo no soy un leproso? Y acariciaban sonrientes y temerosos su piel milagrosamente rejuvenecida. Y todos, confortados, volvían a sus lechos, seguros, esta vez, de conciliar el sueño. 153
Imposible. Cuando iban ya a conseguirlo les sobresaltaba una más terrible y angustiosa pregunta: ¿Y si mañana, cuando despierte, me levanto otra vez enfermo? ¿Volveré mañana a ser leproso? ¿Despertaré otra vez ciego? ¿O ya no podré levantarme jamás, paralítico de nuevo para siempre? Porque han matado a Jesús de Nazaret. Terminaron con Él. Pudieron más que Él. Acabaron con su poder milagroso. ¿Era ya todo mentira? ¿Fue sólo un sueño? Y está enterrado. Jesús de Nazaret, no te lleves contigo a tu tumba la seguridad de mi curación. No me dejes a mí enterrado también en el miedo y la duda. *** A los pecadores perdonados los desvelaba aquella noche una acuciante pregunta paralela: ¿Y mis pecados? ¿Qué ha sido de ellos? El aseguró que me quedaban perdonados, que viviera en paz... Pero, ¿tenía poder para perdonar? Yo creí que era más que hombre. Y resulta que lo han rematado y enterrado como a un hombre cualquiera. Igual que a los dos ladrones. Sin embargo, la pregunta de los pecadores encontraba una respuesta y a ella se aferraba. Era una pregunta infinitamente más vital y profunda que la de los enfermos curados. No partía ni se centraba en la superficie de la piel, ni en la elasticidad y vigor de los músculos y de los nervios, ni en el núcleo esencial de las células. Arrancaba de la misma conciencia del hombre. Y desde esa misma conciencia, último reducto y suprema apelación, surgía también firme la respuesta: Aunque te hayan enterrado, sea como sea, yo sé, Jesús, que ya no existen mis pecados. Sé y siento y saboreo que estoy perdonado. Que no es mentira. Ni sugestión. Aunque no sé cómo. Mis pecados los siento infinitamente lejos de mí. Aniquilados para siempre. En un imposible retorno. Enterrados en una tumba más profunda que la tuya. Los pecadores perdonados llegaron a vislumbrar y presentir en la vigilia sin sueño de aquella noche desvelada, que tal vez el misterio de su perdón estaba vinculado precisamente, no sabían cómo, con el fracaso, la muerte y el sepulcro de Cristo. 154
*** En Betania, un hombre que se llamaba Lázaro, tenía en su insólita supervivencia la clave de una respuesta para aquella tumba interrogante y muda de Cristo. Sus dos hermanas, Marta y María, no cesaban de mirarlo y de interrogarlo, mudas y asombradas, en la noche. Él podía y debía decir algo. Él estuvo cuatro días enterrado, ya apestaba su cadáver, y había regresado de la muerte y de la tumba ante la voz irresistible e imperiosa del Maestro. Las dos hermanas lo miraban y miraban interrogantes. Pero Lázaro callaba. Tenía en su propia existencia singular, la clave de una respuesta; pero no acertaba a formularla. Se le escapaban los cabos cuando iba ya a anudarlos. El mismo, en su vida, era una respuesta. Pero él mismo no se entendía. Y mudo, constataba con pasmo y desconcierto la certeza de su existencia en los latidos acelerados de su corazón y de sus pulsos y en el volcán desbocado de sus pensamientos. Ante su silencio sus hermanas lo seguían escrutando con miradas mudas de asombro y recriminación; ¿Y tú puedes seguir vivo, cuando Él que te resucitó permanece enterrado? Habla. Explícate. Lázaro no contestaba. Adivinaba; pero desde muy lejos. Parecía intuir; eran sólo relámpagos. Se le escapaba la respuesta. *** Sólo había una persona en Jerusalén que pudiera responder rotunda y firmemente. Y era una mujer. Se llamaba María de Nazaret. La Madre de Jesús. Estaba en el Cenáculo, haciendo maternal compañía a los apóstoles y los discípulos, que derrumbados física y moralmente, se apretaban, buscándose y necesitándose unos a otros, en aquella pequeña sala que era cárcel y refugio al mismo tiempo. Se buscaban para el mutuo consuelo. Se repelían por la vergüenza y la desconfianza. En medio de todos estaba María. Nadie hablaba. Nadie sabía formular ninguna pregunta. Pero todos la miraban. Nadie podía dormir. Y Ella, menos. Tenía que mantenerse en vela, porque sabía que todos la necesitaban despierta. Les bastaba con mirarla. 155
Y poder constatar continuamente que seguía con ellos. Se sentían más tranquilos y seguros. María ya no lloraba. Había en su rostro una indefinible serenidad; una paz segura y firme. Y a veces, tras el sutil velo pálido de su silenciosa tristeza, hasta parecía transparentarse el esbozo de una lejana e inaprensible sonrisa... Como quien sabe y posee un maravilloso secreto y está seguro de él. La miraban. Y los miraba. Nunca hubo ni habrá en la tierra, tanta y tan firme esperanza, como la que se concentraba, apretándose, esa noche de fracaso, en el corazón de aquella silenciosa mujer, María. Era una auténtica lámpara en vela. La única luz de fe y de esperanza en la noche más larga y más oscura de la humanidad. Ella si sabía la respuesta y poseía el secreto. Era la única persona que creía y esperaba la Resurrección de su Hijo. Por eso a veces a los apóstoles se les antojaba como que sonreía. Pero enseguida se restregaban los ojos hinchados y soñolientos, como si aquella absurda visión formara parte de sus alucinantes pesadillas. Parecía como una burla del diablo. María seguía guardando su respuesta en el secreto de su corazón. *** María no podía adelantarse. No debía hablar hasta que lo hiciera su Hijo. ¡Él sí que era la respuesta única y definitiva! Pero yacía, muda e inmóvil, apretada y comprimida con vendas y ligaduras en la oquedad, sin palabras, de un sepulcro sellado. Jamás hubo en el universo tanta inmovilidad como en aquellos tres días no completos, en que un sepulcro, pasmado y sin aliento, contenía el cadáver de Dios. Todo parecía contagiarse de su letal reposo. El mundo estaba paralizado. Y más aún Jerusalén, ovillada en sí misma por el remordimiento; y forzada a no moverse por la quietud que le imponía la ley de aquel Sábado de Pascua inmovilizando a todos los judíos. 156
También Jesús permanecía inmóvil. Y no faltaría alguien —sacerdote, escriba o fariseo— que en la penumbra sagrada de su casa sonriera irónicamente al caer en la cuenta de que aquel Jesús de Nazaret que se había atrevido un día a enfrentarse con el Sábado, era precisamente en aquel momento, el judío más observante, el que mejor estaba cumpliendo el reposo sabático en la perfecta y absoluta inmovilidad cadavérica de su sepulcro. ¿No era el castigo evidente para el blasfemo? Estrenaba él reposo forzado y eterno de su tumba, cuando se iniciaba el descanso legal de aquel solemne Sábado. Y acababa el sacerdote, escriba o fariseo dando gracias al Dios de Israel que así velaba por la Ley, vengándose de los blasfemos. *** Jesús, el Hijo de Dios, callaba en su tumba, sin replicar esta vez a sacerdotes, escribas o fariseos. Era la hora del silencio mortal. Muy pronto —ya se acercaba— iba a sonar el momento de su respuesta definitiva a todas las controversias. Al amanecer del Domingo. Mientras tanto, aparentemente, yacía inmóvil y mudo en el reposo del sepulcro. Pero eran sólo apariencias. En realidad, Jesús andaba muy atareado llevando su respuesta a un mundo trágico que desde hacía siglos, desde el primer hombre muerto en la tierra, se había quedado sin palabras y aguardaba una respuesta, que nadie jamás había osado ni había logrado dársela: el mundo de los muertos. Fue entonces cuando Cristo, aparentemente inmóvil, realizó esa visita misteriosa que confesamos en nuestro Credo cuando proclamamos: «descendió a los infiernos». No se alude aquí al lugar maldito de los condenados para siempre; «infierno» es aquí una vieja y arcaica expresión que trata de localizar ese lugar, profundo e insondable —por eso infierno, inferior, en lo más bajo e inaccesible— donde se supone iba reuniéndose y apretándose, generación tras generación, esa innumerable y trágica asamblea de todos los muertos. Cristo muerto descendió hasta esas profundidades inferiores para visitar a esos seres inaccesibles e inimaginables. 157
Descendió, no a un lugar concreto, ni a una localización material y tangible, y menos geográfica, en donde se reúnen y concentran los muertos. No existe tal sitio. No es un lugar. Es un estado; un modo de ser y estar; indefinible para los que aún vivimos condicionados siempre a un pedazo de tierra donde necesariamente nos situamos y donde se nos localiza. Las distintas culturas lo han ido describiendo según los elementos de su ideología religiosa y social como un abismo insondable, un pozo sin fondo, un túnel sin salida, un valle sombrío entre perpetuas y pegajosas nieblas: un lago sin orillas, sin barca y sin barquero... Un lugar sin aire, sin luz y sin sonido, donde vagan, sin roces, los fantasmas, puros gestos, sin voces ni palabras. Con estas localizaciones se ha querido aludir y materializar el destino último; el final de ese viaje que se inicia al morir; ese «más allá», misterioso, que queda del otro lado de la tumba y en donde se dan cita los muertos. Esa cita que nos espera a todos los hombres como un destino ineludible y ciego; al que no podemos enviar y de donde no nos llega respuesta alguna. Cristo fue esa, para nosotros, imposible respuesta; hizo también ese último viaje, aceptó también ese destino ciego y fatídico, atravesó voluntariamente esa frontera y pasó al otro lado; y muerto, visitó a los muertos, para solidarizarse con su muerte y su destino y para llevarles la respuesta de su liberación. Cuando Cristo muerto visitó a los muertos, se abrió la cárcel, se derrumbó el muro, desapareció el abismo; les llevó la libertad, la palabra, la luz. Era un muerto que había vencido a la muerte y que visitaba a los muertos para llevarles su victoria, que era de todos y para todos. La inmovilidad en aquel sepulcro era aparente. Nadie sospechaba en Jerusalén, y menos los escribas y fariseos, que Jesús, mientras tanto visitaba a los muertos para entonar con ellos un himno, sin réplica, a la Liberación y a la Vida. Una visita de Jesús que no ha terminado. Una visita que se perpetúa desde entonces. Una presencia que no se apaga ni se eclipsa.
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Por eso, cuando pasemos al otro lado, al final de nuestro último viaje, nos encontraremos con Jesús, que allí espera, desde entonces, la llegada de todos los muertos. *** No. No había una pétrea y mineral quietud en el sepulcro. Los cien kilos de mirra y de áloe con que Nicodemo y Arimatea, entre vendas y ligaduras, envolvieron el cuerpo de Cristo, seguían desarrollando su lento y silencioso, pero irrefrenable proceso de actividad invasora. Los aceites perfumados, después de atravesar gasas y vendas, llegaban en su avance hasta la misma piel del cuerpo muerto, suavizaban y abrían, poro a poro, todos los accesos, hasta penetrar después por los infinitos y minúsculos canales abiertos invadiendo todo el cuerpo de Cristo con la caricia suave y perfumada de su unción. Esta actividad callada que ungía el cuerpo de Cristo era además el símbolo de otra unción. Porque simultáneamente, Cristo mismo, inmerso en su sepulcro, ungía y consagraba, con su divino contacto a toda la tierra y a todo el universo. Las cien libras de mirra y áloe, en su cifra generosa de cariñoso y póstumo despilfarro eran así también otro símbolo. La unción de Cristo, con cifras elevadas al infinito, superaba los números de los hombres. La misma incalculable Divinidad era el aceite perfumado que por la muerte, la sangre, el dolor y el fracaso de Cristo ungía y consagraba la tierra y el cosmos. Desde el sepulcro, la unción callada de Cristo iba penetrando también, irresistible, poro a poro, en toda la tierra, hasta invadirla totalmente, ungiéndola y cristificándola. Porque el valor redentor de Cristo se aplicaba también a la materia, liberándola de la esclavitud con que la sojuzgaba y prostituía la injusticia y el pecado de los hombres. El pecado de los hombres es la polución letal que envenena y mata la naturaleza. La muerte de Cristo es el óleo con que se ungen y se curan sus heridas.
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La unción de aquel Sábado iba calladamente preparando a la naturaleza y a la materia toda, para el alba jubilosa y liberadora del Domingo. *** El sepulcro de Cristo no se reducía a aquella oquedad excavada en la roca viva de Jerusalén en el Calvario. Era un muerto infinito para un hueco tan pequeño y limitado. Era un muerto cuyas dimensiones colosales superaban el tamaño de aquel sepulcro construido para encerrar simples hombres. Era un muerto que necesitaba, como tumba, todo el planeta de la tierra. Y así era en verdad. La puerta y la entrada del sepulcro se abría en Jerusalén; pero la muerte de Cristo henchía y colmaba la tierra entera que se sentía llena y ocupada toda por aquel muerto infinito; y que rodaba en el silencio de los espacios asombrados, ante el pasmo de los astros, como el sepulcro colosal de Dios. Toda la tierra fue su tumba. Su muerte ocupó e invadió todos los huecos. Cristo quiso adelantarse y ocupar el primero todos los sitios. Por eso, en cualquier sitio de la tierra en que se cave el hoyo de una tumba se abre un hueco donde ya reposó Cristo. Por eso, cuando me entierren, me bajarán a un sepulcro que ya estuvo ocupado por Cristo. No hay tumbas heladas ni frías: ya Cristo las calentó a todas con el calor de su presencia. No hay sepulcros nuevos: nadie estrena tumba. Todas las tumbas fueron ya estrenadas y benditas por Cristo. La compañía de su muerte redentora se adelantó a esperarnos. Nadie duerme solo en su tumba. *** La Décima Cuarta Estación es la más larga del Vía-Crucis. Duró tres fechas incompletas: de Viernes a Domingo. Un sepulcro para sólo tres días. 160
Los hombres, los cristianos también, queremos alargar más, inmensamente más la última estación de nuestro Vía-Crucis y nos instalamos en suntuosos sepulcros, con mármoles y bronces, como si nuestra tumba fuera eterna, para siempre. Y compramos el terreno para asegurar la posesión con escritura legal de propiedad. Cuando afortunadamente nuestro sepulcro es también sólo para tres días. Un sepulcro prestado, como el de Cristo; aunque lo hayamos comprado y pagado. Pobres de nosotros si nuestra tumba fuera de verdad una propiedad inalienable, una posesión eterna. Gracias a Dios vendrá a despojarnos de esa absurda y mentida propiedad la mano liberadora de la Resurrección. Como a Cristo. Y por su gracia. *** Porque el Vía-Crucis de Cristo no termina en un sepulcro lleno, sino en una tumba vacía. Y esa boca abierta, de un sepulcro sin nada, es la que nos da la respuesta a todas las preguntas del Vía-crucis. Y a todas las preguntas de nuestra vida. Responde la boca del sepulcro vacío: ¡Ha resucitado! Si el sepulcro de Cristo continuara lleno nadie recorrería su VíaCrucis, ya que seguiría siendo el más estrepitoso fracaso de la historia, sin solución y sin respuesta. Porque el sepulcro está vacío recorremos y repetimos su Vía Crucis y lo copiamos en nuestra vida, ya que al final nos espera la gloria de la Resurrección. Nunca ha habido un sepulcro más lleno: lo henchía todo el fracaso de Dios. Y nunca ha habido un sepulcro más vacío: todo, con Él, ha resucitado: sus Palabras, sus Promesas, sus Parábolas, sus Milagros, sus Bienaventuranzas. Ya tienen respuesta los pecadores, los enfermos, los pobres, los oprimidos, los pacíficos, los misericordiosos, los muertos. Todo ha resucitado con Cristo. 161
Y también su Vía-Crucis con sus Catorce Estaciones; que solamente se comprenden y se aceptan cuando se las contempla desde la altura del Calvario, junto al sepulcro vacío, transfiguradas con la luz nueva del alba que se quiebra con temblores Pascuales en la mañana de la Resurrección.
FIN
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