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Cuba, entre la historia y la leyenda
Ay, ¡pero qué romántico! La puerta del salón de belleza se abrió de par en par y la clienta entró como un ciclón, un tremendo lazote rojo cayéndosele por el hombro izquierdo y el sombrebro panameño
por
el
derecho.
“¡Titico,
amor
mío!
¡Encontraron la tumba de Lolita!” Y automáticamente se arregló el jipijapa y el lazote. En ese preciso momento, Titico, conocido en sociedad como Robertico de la Cerda del Corral, dejó caer la tijeras, se puso aquellas palmas rosaditas sobre las mejillas, y dio un gritico de pito de flauta como nunca antes se había oído en el “Salón de Belleza de Titico, para Señoras de Toda Alcurnia, Fundado en 1863”, o sea, el salón de belleza y centro de chismes más importante de Camagüey. En cuanto pegó el gritico en el Cielo, Titico dejó de trabajarle a la otra clienta, una señora muy “retobada” que venía de La Habana.
Titico exclamó, “¡No! ¡No lo
creo! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Están seguros que está muerta? Después de todo, estamos en Camagüey y a veces es difícil decir si …”
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“Te lo repito, Titico, ¡que la encontraron!
O, con más
precisión, el manisero se la encontró.” “¿El manisero encontró una tumba perdida? Ay, m’hijita, ¡a ti ya se te aflojaron las tuercas!
Nada más ni nada
menos que la tumba de Lolita. De todos los muertos en Camagüey el manisero fue y encontró la única tumba que todo el mundo ha estado buscando. ¡Nana-nina!” “Titico, te lo juro, el manisero
fue hoy a echarse una
fumadita como hace todas las mañanas después de por fin acabar ya con toda esa cantaleta de que ‘¡Se va, se va, el manisero ya se va!’ Pues bien, resulta que hoy por la mañana sí que se fue. Al cementerio. Y allí, entre toda esa gente muerta, del tamaño de un cartelón, se ¡encuentra una señal!” “¡Una señal de Diosito!” boqueó Titico. “Bueno, no precisamente,” le rectificó la mensajera. “Lo más probable es que fuera de algún tipo u otro al que ella plantó durante su ‘larga carrera’ antes de que le diera viruelas …” especuló con desdén la enviada especial.
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“E pluribus unum …’Entre muchos, uno’,” con gran solemnidad declaró Titico, el cual se daba ínfulas de ser un cosmetólogo latín-hablante y el cual nunca se perdía la Misa Mayor en la Iglesia de las Mercedes, donde todas las señoras de la alta sociedad escuchaban Misa y de donde le venía la mayoría de las clientas. Al peluquero no le importaba ni un comino que su erudito E pluribus unum no figure en ninguna parte de la Misa. Para entonces, la clienta cuya melena Titico estaba rizando irguió su aristocrática frente y observó, “Una muerta, una señal, E pluribus unum, sin mencionar al manisero y las viruelas … Titico, no me has presentado a esta interesantísima señorita tan rebosante de noticias …” “¡Mil disculpas, condesa!” y el peluquero casi le besó los pies a la señora que ocupaba el sillón de la peluquería como la reina Isabel en el trono. “Condesa, permítame que le presente a la Srta. Agustina Perpetua Angustias Dolores de Cangas de Lamar y Torreón de Arteaga y Ponce del Carraszo y Lazo de la Vega del Tejar y del
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Pozo,” apenas logrando desembuchar todo aquello antes de perder al final hasta el último aliento. “¡Pero en el Casino Español todos me llaman Bon-Bón!” indicó
con
mucha
risita
la
bella
camagüeyanita,
mandándole a la otra dama una de sus sonrisas más alegres y con más dientes. (“Qué alivio, a Dios gracias …” susurró la condesa para sí.) “¿Y yo tendría el placer de dirigirle la palabra a …?” agregó Bon-Bón, los párpados ya cerrándosele con altivez.
Al ver esto, Titico inmediatamente intervino de
manera
ya
experimentada
y,
respirando
aún
más
profundo que la primera vez, proclamó que la señora que ocupaba el trono de la peluquería era una clienta nueva, una fina dama de gran distinción procedente de La Habana, la cual acababa de contraer nupcias con un conde camagüeyano.
Titico se sentía por eso muy
orgulloso de presentarle a Bon-Bón a la Sra. Caridad de las Mercedes del Carmen del Boniato y Peñalver de Cárdenas del Calzado y Agravida de Los Lazos, Condesa
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de (y aquí Titico sí que tuvo que respirar otra vez bien profundo) las Cabezas del Regino y Orbachea de Izarregui y Sarriegui, apenas consiguiendo proclamar
estos
últimos títulos antes de casi desmayarse de la asfixia. “Pero en el Club, todos me llaman Kikí,” indicó la hermosa habanera, la recién revelada condesa Kikí. (“Alabado sea el Señor …” dijo bien bajito Bon-Bón, volteándose de lado.) Y entonces, entrando de nuevo en materia, Titico se tornó hacia Bon-Bón y le preguntó con gran insistencia, “Pero dime, corazón, lo de Lolita, ¿cómo diablos se la encontró el manisero?” “Pues es así, el manisero conocía este terrenito en el cementerio que él por años había pensado que estaba vacío. Por eso, en los últimos veinte años más o menos se ha ido allí todas las mañanas para acostarse un poquito y fumarse un tabaquito después de su ronda. Pero hoy por la mañana se va al susodicho terrenito y— ¡pun!
Se topa con una señal, un cartelito pintado todo
de un blanco de muerto, y con letras negras de funeraria
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por todas partes, y con el nombre y apellido de Lolita, ¡y hasta un poema escrito en la señal!” concluyó Bon-Bón. “¡Un poema para los muertos!” exclamó la condesa Kikí. “¡Ahora sí que me siento que estoy viviendo en Camagüey!
¿Y qué decía este poema, Srta. Bon-Bón?
¡Sepa usted que yo soy una grandísima amante de la literatura! Sobre todo cuando se la escriben a la gente muerta …” Al oír esta inocente pregunta de Kikí, Bon-Bón se alegró como un San Juan camagüeyano. Éste era el momento esperado, el momento que deseaba desde que entró como ciclón por las puertas del templo de belleza de Titico. Con gran ceremonia, Bon-Bon se dirigió al centro del salón de belleza; estaca;
al llegar allí, se paró como una
entonces enlazó las manos por debajo de su
generoso busto; y por fin elevó la sien como si estuviera dedicándole el siguiente acto al Palco Real en el Teatro Principal. Fue entonces que comenzó a recitar con poco talento pero con gran pomposidad el poema que se había cerciorado de aprenderse de memoria antes de soltar al manisero allá en el cementerio y antes de poner pie en
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polvorosa para llegar como bólido al salón de Titico y su central de chismes. “Aquí Dolores Rondón Finalizó su carrera.” Y Bon-Bón comenzó su poema, fingiendo un falso acento español y produciendo un montón de sonidos que a nadie se le ocurriría hacer cuando se habla en “cubano”: “Ven, mortal, y considera” (mirando muy severa a su público) “Las grandezas cuáles son: “El orgullo y presunción” (levanta un índice, y luego el otro) “La opulencia y el poder,” (igual que antes) Al oír esto, Titico y Kikí se miraron con mucha sabiduría y en silencio manifestaron su acuerdo con el poema. BonBón siguió con su declamación,
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“Todo llega a fenecer, Pues sólo se inmortaliza El mal que se economiza Y el bien que se puede hacer.” Bon-Bón entonces con toda presteza concluyó su oratoria con un ligero pasito hacia atrás y una reverencia hacia el público.
De ahí, adoptó una postura triste y trágica,
reflexionando ahora sobre las verdades que acababa de profetizar y sosteniéndose en pie al descansar una de sus bien cuidadas manitas sobre un gavetero lleno de rizadores. De inmediato, felicitationes y vítores de su público de dos.
Titico hasta se hincó de rodillas ante esta
Melpómene de provincia y le ofreció un ramo de rosas en la forma de un plumero de salón. “¡Qué maravilla! ¡Qué encanto!” exclamó en éxtasis la condesa Kikí. “¡La locura del amor! ¡La tragedia de la pasión! ¡Un amor tan arrollador que vence no sólo a la separación, sino también a la muerte—sin decir nada de las viruelas!
¡Mi proprio seno podría latir con un amor
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asi! Pero, por Dios, no se lo cuenten a mi marido porque entonces sólo se aprovecharía de mí …” “¡También yo!
¡También yo!”
aquella vocecita suya.
gritaba Bon-Bón con
“¡Estoy convencidísima que yo
también podría ser amada por un hombre de igual pasión! Pero primero, siendo todavía solterita, tengo que encontrarme a uno …” “¡Señoras! ¡Señoras!
Demás esta decir que nosotros
todos podemos sentir e inspirar igual pasión—¿o acaso no somos cubanos?”
indicó Titico, muy nacionalista.
Y
entonces les susurró en un tono sumamente enigmático, “En esta isla, los trópicos tejen su hechizo mágico …” y dejó el resto en silencio, con muchísimo misterio, pero sin explicar jamás cómo exactamente los trópicos tejían ese hechizo o lo que ése, ya una vez tejido,
podría hacer
para los cubanos y su vida amorosa. De súbito, y a propósito de nada, pero forzándolos a todos a regresar a la realidad, salta esta observación por parte de Kikí, “Oigan, pero tiene que haber sino todo un tremendo cartelón, ¿no les parece?
Porque, ay, Santa
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Juana de Guanabacoa, ¡cuántas palabritas!”
dedujo la
so-grandísima amante de las bellas letras. “Y estoy seguro que la pobrecita se merecía cuantas le escribieron,” mujeres
señaló con gran diplomacia Titico.
profesaron
estar
de
acuerdo—pero
Las luego
apretaron los labios, pero que bien apretaditos. Fue entonces que la habanera, la “extrajera”, blasfemó, “Pero, a fin de cuentas, ¿qué importa? ¿Quién fue esta tal Dolores Rondón?” Titico y Bon-Bón se quedaron pasmados, estupefactos. “¡Ay, condesa! ¡En su época Lolita Rondón fue una de las bellezas de Camagüey!” le instruyó Bon-Bón, todavía muy impactada. “¿Y habrá muchas de ésas?” preguntó con algo de sorna la condesa capitalina. “Una que otra,”
le lanzó Bon-Bón como un cañonazo,
echándole puñales por los ojos.
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Titico, viendo que les venía encima una guerra civil entre la Capital y las provincias, decidió intervenir y, fingiendo una tocesita, explicó cómo, “En su juventud, Lolita Rondón no tenía rival alguna como la mujer más bella en todo Camagüey, una tierra bien conocida ya por sus bellas mujeres,” Bón.
lanzándole con esto una “flor” a Bon-
“Tenía un tremendo cuerpazo y unos bellos ojos
verdes, un cabello negro muy largo y muy recto, lo cual siempre me sorprendió porque, como se sabe … la Lolita tenía un toquecito del carbón, si me entienden …” observó el peluquero, el cual era un mulatico claro. “Cuando Lolita estaba en su apogeo y era clienta mía, les aseguro que ese cabello era recto de nacimiento, derechito-derechito como el de la Emperatriz de China.” “¡Sangre india!” le contestaron Kikí y Bon-Bón en coro. “Pero,” Titico prosiguió, “hacia el final de sus días fue a parar al Hospital del Carmen, la última parada de la ‘guagua’ para los que no tienen ni un ‘kilo’,” observó el peluquero, explicándole la historia a la habanera. “Y ahí fue donde la pobrecita le dio la patada al ahorcado.”
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“El quedirán cuenta que la enterraron en una sepultura de pobres de solemnidad.
Hasta se la llevaron al
cememterio en el Carretón de la Lechuza,” susurró BonBón
de
modo
muy
conspiratorio,
echándose
hacia
delante, como si este detalle de la muerte y entierro de Lolita Rondón era demasiado bochornoso para que se dijera en voz alta. “¿El Carretón de la Lechuza?”
inquirió Kikí, ahora más
perpleja que nunca, como lo habría estado cualquier “extranjero” que visitara Camagüey. “Por San Ambrosio del Vedado, díganme ya, ¿pero qué cosa es eso?” “¡Es probablemente lo peor que te pueda pasar en Camagüey!”
dijo Titico, suspirando y recordando su
propia niñez vivida debajo del Puente de La Caridad, con la mirada ahora muy triste y melancólica mientras le sacaba las canas a un cepillo negro lleno de caspa. “Es para los más pobres de los pobres. Es un carro fúnebre muy viejo que lo hala una yegua tan vieja que la pobrecita también ya está por dar la última patada. Así fue cómo enterraron a la pobre Lolita Rondón, o por lo
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menos eso es lo que se cuenta,”
y concluyó con una
vocecita muy tristona, de niñito perdido y afligido. “Pues, eso puede que sea verdad pero no todo le fue mal,”
aclaró Bon-Bón, tratando de darle un poco de
ánimo a lo que se estaba convirtiendo ya en un velorio. “Por lo menos logró toparse con un antiguo admirador hacia el final, ¿o no fue así?” “¿Y se topó con él en el Carretón de la Lechuza o ya cuando la dejaron en el cementerio?”
preguntó Kikí,
ahora sí más confundida que nunca. “¡No, hombre!
En el hospital para gente pobre, ¡en El
Carmen!” le rectificó Titico, haciéndole una aclaración sin gran diferencia. “¡En un pabellón de hospital! ¡Qué sueño! ¡Como en ‘La dama de las camelias’!” notó Kikí, totalmente embrujada por el romanticismo pero también demostrándoles a todos su gran pasión por el teatro.
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“Fue decreto del Destino,” aquí venía con la filosofía Titico, “que un antiguo admirador, un tal Juan Francisco de
Moya
y
Escobar,
barbero
y
flebótomo,
estaba
ganándose unos pesitos más chupándoles la sangre a los del Carmen, cuando un día, mientras hacía sus rondas, llega inocentemente a Enfermedades Contagiosas con un pomo lleno de sanguijuelas africanas en las manos y— ¡pin-pan-pún! ¡Con quién creen que se topa si no es con la Rondón!
Pero, claro, a ella ya le había cambiado
mucho el semblante.” “¡Por supuesto!” de nuevo exclamaron a la vez Bon-Bón y la condesa y de ahí las dos se miraron en el espejo fileteado de oro y se arreglaron el peinado en perfecto sincronismo. “Pues bien,” Bon-Bón agarró ahora el hilo del cuento, “Moya había estado enamorado de Lolita desde siempre. Algunos afirman que seguía enamorado de ella aun después de las viruelas, lo cual, según dicen ciertas lenguas, es lo que la mandó de cabeza para el hospital.”
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“¡Ay, sí, las viruelas! ¡El doctor Finlay! ¡La vacuna! ¡Las vacas! Déjenme que les cuente que allá en La Habana, nosotros …”
y la condesa trató de empezarles otro de
sus interminables cuentos de ensueño acerca de su juventud.
El hecho de que las investigaciones del Dr.
Finlay habían sido sobre la fiebre amarilla y no sobre las viruelas para ella no ofrecía ningún impedimento.
El
nuevo cuento, sin embargo, fue algo que de inmediato les causó a Titico y a Bon-Bón un agudo e inevitable ataque de toz convulsiva, un desesperado atentado por pararle el cuento a la condesa, una toz tal que se habría sospechado que a los dos había que meterlos en El Carmen. Pero tenían que hacer lo que fuera por tal de que la habanera no empezara otra vez a contarles el novelón que había sido su dichosa juventud. “Moya conocía a la Rondón de toda la vida,”
explicó
Titico, ansioso por que regresaran a la conversación del día.
Bon-Bón le señaló su acuerdo.
“De jóvenes—pero
antes de que le sonriera la Fortuna y se hiciera clienta mía—Lolita vivía en la calle Céspedes y Moya tenía una barbería por ahí, al doblar de la esquina.
Yo, como
peluquero, y Moya, como barbero, nos conocíamos pero
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muy de afuera-afuera. Resulta también que el padre de Lolita tenía una tienda en aquella calle y allí vendía telas, or cuerdas, o algo que le vendía al Ejército español. Para el padre, Lolita lo era todo pero aunque la tenía echada a perder, y en grande, nunca la reconoció como suya. No obstante, eso no importaba porque a Lolita la querían mucho por todo el vecindario, sobre todo cuando se ponía a cantar y—ay, San Virgilio de Vertientes—¡cómo le gustaba cantar!
Moya, con la barbería no muy lejos,
dejaba lo que estuviera haciendo, ya fuera en su capacidad oficial de barbero o de flebótomo, y venía corriendo por la esquina para oír a Lolita cantar y allí se sentaba el pobre, embrujado por aquel canto de sirena.” “¡Ay! ¡El Encomio al Amor! Déjenme que les cuente que de joven, yo, allá en La Habana …”
y la condesa de
nuevo estaba dándole a la misma “matraquilla”.
Sin
embargo, otra vez tuvo que hundirse en el silencio pues Bon-Bón volvió a sufrir otro de sus ataques de toz crónica e incurable.
Evidentemente ésta era una enfermedad
contagiosa que a Bon-Bón se le había pegado de Titico.
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Agarrándole el hilo a la narrativa del cosmetólogo, BonBón continuó, “Y no fue más que una sirena con el pobre Moya.
El pobrecito le mandaba cartas de amor;
enviaba ramos de flores; nana-nina.
le
le obsequiaba regalitos; pero
La Lolita estaba tan fría como una jarra de
guarapo, esperando que le cayera algo más grande en el saco.” “Y, ay, San Jorge de La Vigía, ¡lo que le vino a caer!” Titico ahora se apoderó del cuento, pues ésta era su parte preferida. presente
en
una
Para la habanera era como estar sala
de
operaciones
ante
dos
prominentes galenos, viéndolos cómo se turnaban para hacerle la autopsia a la vida de la pobre Lolita. día le cayó una lluvia de oro!”
“Sí, ¡un
Titico estaba tan
emocionado por esta parte del cuento que ya había empezado a dar saltitos y palmaditas.
“El hombre que
por fin conoció era un sueño, ¡un sueño!”
Las dos
mujeres bajaron la cabeza y se miraron con una de esas miradas de reojo.
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From the “Caprichos” by Francisco de Goya (18th c.)/ De los “Caprichos” de Francisco de Goya (s. 18)
Pero a Titico no había quien le parara el caballo. Prosiguió extasiado, “¡Era apuesto, y rico, y oficial del Ejército, y blanco! ¡Cándela! ¡A Lolita la vida le cambió por completo!
Ahora estaba casada con un oficial
español y se le iban los días en las fiestas, y en los bailes, y con la alta sociedad, y en el Casino Español, y en los desfiles, ¡y hasta con aquellas celebraciones que hicieron para festejar la restauración del rey en España!
¡Qué
vida, Santa Rosa de Nuevitas, qué vida!” Y con eso Titico por fin aterrizó. Las dos mujeres estaban que no podían
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decir ni esta boca es mía.
Simplemente lo estaban
mirando fijamente, cierta frialdad ahora cubriéndoles los ojos como un velo. Al notar eso, Titico y su cuento recobraron algo de sobriedad. “Claro está, no todo fue una felicidad infinita con aquel hombre … claro está. Un día, marido y mujer decidieron hacer un viaje de regreso a España, de donde era el marido, pues acababan de hacerlo capitán. Bueno, durante lo que ellos esperaban que iba a ser el viaje ideal, ¡el capitán se le muere a la pobre Lolita! aquello no fue lo peor:
Pero
aquel Príncipe Azul la había
dejado sin un ‘kilo’, ¡arruinada! ¡Se había gastado toda la fortuna en aquellas noches de juego en el Casino Español! ¡Lo que son los hombres!” Estos recuerdos ya eran demasiado para el pobre peluquero.
Titico agarró
una palangana llena de agua sucia y, con una expresión de asco, echó el agua por el lavabo. De ahí, se sentó y volvió a suspirar, esta vez bien profundo, recordando … cómo pueden ser los hombres. Bon-Bón aprovechó este tiempo flojo y volvió a entrar en escena. “Fue entonces que Lolita regresó a Cuba, ahora
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como viuda sin recursos.
Con el tiempo,
vino a rodar
otra vez por Camagüey. A partir de entonces empezaron lo que llaman ‘Los Años Perdidos de Lolita Rondón’ porque, y esto es increíble en un pueblo tan chico, nadie ha logrado saber a ciencia cierta lo que le pasó entre el regreso a Camagüey y cuando le dio la viruela que la enterró en El Carmen.
Algunas malas lenguas dicen
(pero, ¡claro que nosotros no!) que durante esos años Lolita tuvo que aceptarles ‘favorcitos’ a muchísimos admiradores …” “Pues en ese caso, m’hijita, lo que la metió en El Carmen no fueron las viruelas,” observó ácidamente Titico desde un mundo de experiencia, escondiendo por palangana.
fin la
“Sea como fuere, al finalizar su carrera,”
continuó Bon-Bón, “allí estaba y con Moya de remolque, loco de amor como siempre y sin perderle ni pie ni pisada. ¡Fiel hasta el final!” “¡Ay, los hombres camagüeyanos pueden ser tan, pero tan románticos!” suspiró la muy sensible habanera, casada ahora con un conde camagüeyano.
“¿Por qué
supone usted que sea así, Bon-Bón?” “Personalmente, yo
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creo que resulta de beber tanta agua de lluvia de los tinajones,” especuló la soltera Srta. Bon-Bón.
A lo cual
Titico le respondió, “Personalmente, yo creo que resulta de llevar pantalones tan estrechos que les aprietan los …”
“Titico!
¡Cállate, niño!”
Y Bon-Bón trató de
disciplinar al malcriado peluquero dándole golpecitos de abanico, entre risita y risita. Bon-Bón entonces les anunció, “Bueno, tengo que irme. ¡Titico, te adoro!” Y luego a Kikí, “Condesa, me ha dado mucho placer y ha sido un honor para mí el haberla conocido.
Ya la buscaré en el Casino Español.
Y
bienvenida a nuestro Camagüey, ¡con todos sus vicios y virtudes! El amor, la muerte, las tumbas, y los poemas. Y ahora Dolores Rondón. ¡Estoy segurísima que va a ser legendaria!
Quién sabe si tal vez hasta fuera Moya
mismo el que le escribió esa señal, ¿no les parece?” Titico estaba de acuerdo, “Se ve que fue alguien que la conoció y que también la quiso—con todos sus vicios y virtudes.”
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“¡Abur, abur!”
exclamó Bon-Bón antes de salir por la
puerta del salón de belleza (y centro de chismes) como el perro que tumbó la lata, corriendo para cruzar la calle Avellaneda, tratando de alcazar a algún conocido con quien empezar de nuevo todo aquel asunto de Dolores Rondón.
Hasta se le había olvidado por completo que
había tenido cita en lo de Titico para arreglarse el cabello. Antes de irse, sin embargo, le echó una última miradita a Titico, de ahí otra a la condesa, y de nuevo otra a Titico. El peluquero de señoras compredió perfectamente.
La
próxima vez, Bon-Bón quería que él le contara vida y milagro de la tal condesa Kikí. Titico le guiñó el ojo. “Qué jovencita tan encantadora …” mencionó Kikí, como el que no dice nada, pero levantando los ojos y mirando a Titico en el espejo mientras éste le terminaba el último ricito, como si le estuviera pidiendo algo a él.
Titico le tomó la
medida en un pestañear: consideró que probablemente sería una clienta que pagaría bien y que, después de todo, de ahora en adelante viviría en Camagüey. Por esas razones decidió “iniciarla”.
Muy calladito, Titico se le
aproximó de manera muy confidencial y le silbó como una serpiente, “Sí, muy encantadora, claro está … y no obstante, será cuestión de unos diez años atrás, corrían
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Cuba, entre la historia y la leyenda
ciertos rumores por Camagüey de que …” y así de rápido —¡así de rápido!—se les había pasado ya todo aquello de la vida de Dolores Rondón. Epílogo En 1933, un cenotafio de mármol, aunque de modestas dimensiones, fue edificado a costo del Ayuntamiento de Camagüey a fin de reemplazar la antigua señal pintada a mano que había aparecido por vez primera en 1887 y que proclamaba el epitafio de la Rondón. No obstante, antes de eso, siempre que la señal había requerido un toquecito, la reparación se había hecho de noche, misteriosamente,
y
por
manos
nunca
vistas.
El
monumento de mármol aún puede visitarse hoy día en el cementerio principal de Camagüey.
A la víspera de la
revolución comunista en 1959, prácticamente todos los camagüeyanos se sabían el poema de memoria—y les encantaba. Algunos, entre los más mayores, hasta hoy día lo recuerdan a la perfección.
Para ellos, Dolores
Rondón y su trágica historia de pasión encarnaban el espíritu de Camagüey.
Bon-Bón resultó ser una muy
certera profetiza, aun sin quererlo, cuando predijo que Lolita se haría legendaria.
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Cuba, entre la historia y la leyenda
Notas Aviso al lector: el autor de esta colección es camagüeyano de nacimiento. He aquí pues cierta ayuda con lo local: en cuanto a la Iglesia de las Mercedes, ver “Lo más duro” en esta colección; las calles Céspedes y Avellaneda figuran entre las calles principales en el centro histórico de Camagüey; acerca del Hospital del Carmen, ver “Don del Cielo” en esta colección; el Teatro Principal figuraba entre los teatros más importantes de Camagüey, donde las grandes actuaciones de ópera, etc., y ciertos eventos municipales se presentaban. Los tinajones son grandes tinajas de barro, anchas y redondas pero de estrecha boca, en las que se recogía el agua de lluvia para el uso doméstico; ya que esto se hacía exclusivamente en Camagüey, los tinajones se convirtieron con el tiempo en el símbolo por excelencia de Camagüey. “¡Abur, abur!” significa “¡Hasta luego!” en “camagüeyano”. El tema de este celebérrimo poema camagüeyano es uno muy antiguo y de gran abolengo: es el “vanitas vanitatis et omnia vanitas” de la antigüedad clásica, el cual se remonta por lo menos al Antiguo Testamento y el Libro de Eclesiastés. En la literatura castellana, todos los grandes poetas sintieron el deber de rendirle homenaje. Entre ellos figuran dos de los favoritos de este autor: Pedro Calderón de la Barca (“Éstas que fueron pompa y alegría/Despertando al albor de la mañana/A la tarde serán lástima vana/Durmiendo en brazos de la noche fría...”) y Luis de Góngora y Argote (“Aprended, Flores, de mí/Lo que va de ayer a hoy:/Que ayer maravilla fui,/Y hoy sombra mía aun no soy…”), ambos poetas astros de primera magnitud en el firmamento de la literatura del Siglo de Oro español. El padre de Lolita era un español de nombre Vicente Rams. El nombre de la madre de Lolita se ha perdido en la Historia y sólo existen especulaciones acerca de quién fuera. Puesto que Lolita no llevaba el apellido del padre, se supone que era hija ilegítima. El Casino Español y la política colonial: un club sumamente exclusivo en Camagüey el cual durante los 1800 era frecuentado sobre todo por los simpatizantes del continuo dominio español en Cuba. Sus socios, por eso, eran mayormente partidarios de la Corona y no nacionalistas cubanos a favor de la independencia. En política, Dolores Rondón posiblemente estuviera de parte del continuo dominio español en Cuba y no a favor de la independencia cubana. Su padre era de origen español y tenía frecuente trato comercial con el Ejército español, uno de sus clientes. Además, Lolita misma se había casado con un oficial español (la leyenda lo llama “capitán”). Finalmente, Lolita como fiel súbdita de la Corona, supuestamente celebró la restauración de la monarquía española bajo Amadeo I de Saboya en 1870. A pesar de todo eso, para los cubanos del período republicano (1902 hasta
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1959) la política de la Rondón ciertamente era de segunda importancia comparada con su drámatica vida de pasión y de muerte. La Historia señala que en 1863 Camagüey sufrió de una epidemia de viruelas. Sería por entonces que se supone que a Lolita se la vio en El Carmen. Esto le presenta un problema de cronología al historiador. ¿Cómo puede ser que estuviera gozando de sus mejores días en 1870 cuando participó en las celebraciones de la coronación del Rey Amadeo al igual que de la restauración de la monarquía española pero siete años antes estuviera falleciendo, viuda sin recursos, en un hospital camagüeyano? Sea como fuere, para la leyenda esta aparente contradicción no presenta problema alguno. Existen varios sitios en el Internet con más información (y algo de especulación) acerca de Dolores Rondón y su leyenda. Una buena fuente por donde comenzar sería el ensayo del Dr. Abel Marrero Camponioni en www.camagueycuba.org. *
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