Próximo Episodio

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Próximo episodio Hubert Aquin (Traducción de Sandra Strikovsky)

Capítulos 1 y 2

Cuba se hunde en llamas en medio del lago Leman mientras yo desciendo al fondo de las cosas. Encajonado en mis frases, me deslizo, fantasma, en las aguas neuróticas del río y descubro, en mi deriva, el fondo de las superficies y la imagen invertida de los Alpes. Entre el aniversario de la revolución cubana y la fecha de mi proceso, tengo tiempo para divagar en paz, para desplegar con minuciosidad mi libro inédito y para exponer en este papel las palabras clave que no me liberarán. Escribo sobre una mesa de juego, cerca de una ventana que me descubre un parque ceñido por una reja tajante que marca la frontera entre lo imprevisible y lo encerrado. No saldré de aquí antes de plazo. Eso está escrito en varias copias certificadas y decretado conforme a leyes válidas y por un magistrado real irrefutable. Ninguna distracción puede pues sustituirse a la relojería de mi obsesión, ni hacer que me desvíe de mi recorrido escrito. En el fondo, un solo problema me preocupa de verdad, es el siguiente: ¿de qué manera debo arreglármelas para escribir una novela de espionaje? Eso se complica por el hecho de que sueño con ser original en un género que implica un gran número de reglas y de leyes no escritas. Muy felizmente, cierta pereza me inclina rápido a renunciar de entrada a renovar el género del espionaje. Siento una gran seguridad, hay que confesarlo, de acurrucarme blandamente en el crisol de un género literario tan bien definido. Sin tardar más, decido pues insertar la novela que viene en el sentido mayor de la tradición de la novela de espionaje. Y como me gustaría, por añadidura, situar la acción en Lausana, ya es asunto concluido. Elimino a toda marcha comportamientos que sobrevaloran al héroe agente secreto: ni Esfinge, ni Tarzán extra lúcido, ni Dios, ni Espíritu Santo, mi espía no debe ser lógico hasta donde la intriga esté dispensada de serlo, ni tan lúcido que yo pueda, en compensación, enmarañar todo lo 2

demás y fabricar una historia sin pies ni cabeza que, en resumidas cuentas, sólo la entendería un papanatas armado que no le comunica sus pensamientos a nadie. Y si introdujera un agente secreto wolof... Todo el mundo sabe que los wolof no son legión en la Suiza francófona y que están bastante mal representados en los servicios secretos. Desde luego, doy la impresión de pasarme un poco de la raya y darle prioridad al bloque afroasiático, someterme al lobby de la Unión Africana y Malgache. ¡Y qué! si Hamidou Diop es de mi agrado, no depende más que de mí conferirle la investidura de agente secreto, asignarlo a la M.V.D. sección África y confiarle una misión de contraespionaje en Lausana, sin otra razón que la de alejarlo de Ginebra donde el aire es menos saludable. Desde ahora, puedo reservar para Hamidou una suite en el Lausanne-Palace, proveerlo de cheques de viajero del Banco Cantonal de Vaud y constituirlo como Enviado Especial (pero falso) de la República de Senegal ante grandes compañías suizas que tienden a hacer inversiones mobiliarias en el desierto. Una vez que Hamidou esté bien protegido por su falsa identidad e instalado en el Lausanne-Palace, ya sólo tengo que hacer entrar en acción a los agentes de la C.I.A. y del M.I.5. Y ya estuvo. Mediante la adición de algunos espías deseables y la factura algebraica del hilo de la intriga, controlo mi asunto. Hamidou se impacienta, lo siento listo para hacer locuras: en resumidas cuentas, ya está lanzado. Mi futura novela ya está en órbita, de hecho tanto que ya no puedo recuperarla. Me quedo aquí cuajado, bien plantado en mi alfabeto que me encadena; y me hago preguntas. Escribir una novela de espionaje como uno la lee no es leal: de hecho es imposible. Escribir una historia no es nada, si eso no se convierte en la puntuación cotidiana y detallada de mi inmovilidad interminable y de mi caída que se vuelve lenta en este foso líquido. El aburrimiento me acecha si no le hago la vida estrictamente imposible a mi personaje. Para poblar mi vacío voy a amontonar los cadáveres en su camino, multiplicar los atentados contra su vida, 3

enloquecerlo con llamadas anónimas y puñales clavados en la puerta de su habitación; mataré a todos aquellos a los que él haya dirigido la palabra, hasta al cajero del hotel, tan educado después de todo. Hamidou se las verá negras, si no ya no tendré el valor de seguir viviendo. Pondré bombas a su alrededor y, para complicarlo irremediablemente todo, le pondré a los chinos hasta en la sopa, muchos chinos pero todos iguales: en todas las calles de Lausana habrá chinos, hordas de chinos sonrientes que mirarán a Hamidou a los ojos. La ingestión de una tableta de Stellazin me distrajo, por un instante, de la carrera del pobre Hamidou. Dentro de quince minutos la comida se habrá enfriado y, de interrupción en interrupción, llegaré así hasta que me acueste, edificando sin continuidad planes de novela, multiplicando las incógnitas de una ecuación ficticia e imaginando, en resumidas cuentas, cualquier cosa con tal de que esta inversión desordenada me sirva de fortificación contra la tristeza y las olas criminales que vienen a romperme estrepitosamente, silabeando el nombre de la mujer a la que amo. Un día de invierno, al final de la tarde, rondamos en la campiña de Acton Vale. Los círculos de nieve dispersos en las colinas nos recordaban la nieve embelesada que había envuelto nuestro primer abrazo en el departamento anónimo de Côte-des-Neiges. En este camino solitario que va de Saint-Liboire a Upton luego a Acton Vale, de Acton Vale a Durham-sud, de Durham-sud a Melbourne, a Richmond, a Danville, a Chénier que antaño se llamaba Tingwick, nos hablamos mi amor. Por primera vez, entremezclamos nuestras dos vidas en un río de inspiración que aún corre en mí esta tarde, entre las playas estalladas del lago Leman. Alrededor de este lago invisible sitúo mi intriga y en el agua misma del Ródano ensanchado me sumerjo incansablemente en busca de mi cadáver. El camino apacible que va de Acton Vale a Durham-sud es el fin del mundo. Despistado, desciendo en mí mismo pero soy incapaz de orientarme, Oriente. Encarcelado en un submarino clínico, 4

me sumo sin tropiezo en la incertidumbre mortuoria. Ya no hay nada cierto sino tu nombre secreto, no hay otra cosa sino tu boca cálida y húmeda, y tu cuerpo maravilloso que reinvento, a cada instante, con menos precisión y más furor. Hago el recuento de los días que llevo viviendo sin ti y de las posibilidades de volver a encontrarte cuando haya perdido todo este tiempo: ¿cómo le hago para no dudar? ¿Cómo le hago para no bendecir el suicidio antes que este desgaste atroz? Todo se desmorona en el pasado. Pierdo la noción del tiempo enamorado y la conciencia misma de mi huída lenta, pues no tengo punto de referencia que me permita medir mi rapidez. Nada se coagula ante mi escaparate: los personajes y los recuerdos se hacen líquidos en el esplendor inútil del lago alpestre en el que busco mis palabras. Ya pasé veintidós días lejos de tu cuerpo flameante. Todavía me quedan sesenta días de residencia submarina antes de recobrar nuestro abrazo interrumpido o de volver a tomar el camino a la prisión. Hasta entonces, estoy sentado a la mesa en el fondo del lago Leman, sumergido en su movimiento fluido que hace las veces de mi subconsciente, mezclando mi depresión con la depresión lánguida del Ródano címbrico, mi encarcelamiento con el ensanchamiento de sus orillas. Asisto a mi disolución. Inspecciono los remolinos, vigilo todo lo que sucede aquí; escucho en las puertas del Lausanne-Palace y desconfío de los Alpes. La otra noche en Vevey, me detuve para tomar un bock de cerveza en el Café Vaudois. Al hojear por casualidad la Sección de Anuncios, me encontré con un entrefilete que me tomé la molestia de recortar disimuladamente. Helo aquí: «El martes 1º de agosto, el profesor H. de Heutz, de la universidad de Basilea, impartirá una conferencia sobre “César y los helvecios” bajo los auspicios de la Sociedad de Historia de la Suiza francófona, calle Jacques-Dalcroze 7, Ginebra. Poco antes del equinoccio de la primavera del 58, los helvecios se habían reunido al norte del lago Leman, con miras a un éxodo masivo en el oeste de la Galia melenuda. Esta concentración efectuada a algunas 5

millas de Genaba (Ginebra) con intención de atravesar el Ródano por el puente de esa ciudad y de infringir así la integridad de la Galia transalpina, determinó la conducta de César. Sobre esta guerra, que enfrentó a César y a los valientes helvecios, hablará el eminente profesor H. de Heutz». Embaucado en cierto modo por esa conferencia y por la correlación sutil que descubrí entre ese capítulo de la historia helvética y algunos elementos de mi propia historia, me metí el pequeño anuncio a mi monedero y me prometí no olvidarme, el 1º de agosto, de ir a matar el tiempo a Ginebra matando a algunos millares de helvecios a jalonazos, sólo para entrenarme un rato.

El día empieza a declinar. Los grandes árboles que bordean el parque del Instituto están irradiados de luz. Nunca me parecieron con tanta crueldad, tampoco nunca me sentí encarcelado a este grado. Desconcertado también por lo que escribo, siento una gran lasitud y tengo el antojo de someterme a la inercia como se somete uno a la fascinación. ¿Para qué seguir escribiendo y además qué? ¿Para qué trazar curvas en el papel cuando me muero por salir, por caminar al azar, por correr hacia la mujer a la que amo, por abolirme en ella y por arrastrarla conmigo en mi resurrección hacia la muerte? No, ya no sé para qué estoy redactando un rompecabezas, mientras que sufro y que el torno hídrico se estrecha en mis sienes hasta triturar mis pocos recuerdos. Algo amenaza con estallar dentro de mí. Los crujidos se multiplican, anunciadores de un sismo que mis ocupaciones desgranadas ya no pueden conjurar. Dos o tres novelas censuradas no pueden distraerme del mundo libre que percibo desde mi ventana, y del cual estoy excluido. El tomo IX de las obras completas de Balzac me desalienta particularmente. «Había bajo el Imperio y en París trece hombres igualmente aquejados con el mismo sentimiento, dotados todos de una energía bastante grande como para ser fieles al mismo pensamiento, bastante políticos como para disimular 6

los vínculos sagrados que los unían...» Aquí me detengo. Esta frase inaugural de la Historia de los Trece me mata; este inicio brillante me da ganas de acabar de una vez con mi prosa acumulativa, por mucho que me recuerde los vínculos sagrados –ahora rotos por el aislamiento– que me unían a mis hermanos revolucionarios. Ya no tengo nada que ganar al seguir escribiendo, no obstante sigo a pesar de todo, escribo hasta perder. Pero miento, pues desde hace unos minutos sé bien que algo gano en este juego, gano tiempo: un tiempo muerto que cubro con tachaduras y fonemas, que lleno con sílabas y aullidos, que cargo a fondo con todos mis átomos confesados, múltiplos de una totalidad que no igualarán nunca. Escribo con una escritura abiertamente automática y durante todo el tiempo que paso deletreándome, evito la lucidez homicida. Me dejo engañar con las falsas apariencias de las palabras. Y voy a la deriva con otro tanto más de complacencia que en esta maniobra gano en minutos lo que proporcionalmente pierdo en desesperación. Relleno la página de picadillo mental, me pongo a deshacer la sintaxis, ametrallo el papel desnudo, poco falta si no escribo con las dos manos a la vez para pensar menos. Y de repente, me salgo con la mía, sano y salvo, más vacío que nunca, cansado como un enfermo después de su crisis. Ahora que la jugarreta está hecha, Balzac eliminado, evitado el mal de desear en vano y de amar locamente a la mujer a la que amo, ahora que despedacé mi furor en nociones devaluadas, he descansado y puedo aspirar al paisaje devorado, contar los árboles que ya no veo y acordarme de los nombres de las calles de Lausana. Puedo incluso, sin turbación alguna, recordar el olor a pintura fresca de mi celda en la Prisión de Montreal y los olores repugnantes de las celdas de la Policía Municipal. Ahora que me siento liberado, dejo de nuevo que la incoherencia se apodere de mí; me rindo a este raudal improvisado, renunciando más por pereza que por principio a la división premeditada de una verdadera novela. Las verdaderas novelas se las dejo a los verdaderos novelistas. Por mi parte, me 7

niego en el acto a introducir el álgebra en mi invención. Condenado a cierta incoherencia ontológica, me resigno a ello. Hago incluso un sistema cuya aplicación inmediata decreto. Infinito, lo seré a mi manera y en el sentido propio. Ya no me saldré de un sistema que elaboro con el único fin de no salir nunca de él. De hecho, no salgo de ningún lugar, ni siquiera de aquí. Estoy atrapado, arrinconado en una cabina hermética y con cristales. A través de mi cristal penitenciario, veo una camioneta roja —sospechosa, según yo— que me recuerda a otra camioneta roja estacionada una mañana en la avenida de Pins, delante de la puerta cochera de los Fusileros de Mont-Royal. Pero resulta que esta mancha roja se pone en movimiento y desaparece en la negrura, privándome así de un recuerdo tonificante. Bye bye Fusileros de Mont-Royal. ¡Adiós a las armas! Este calambur inesperado me desalienta: tengo ganas de fundirme en lágrimas, no sé bien por qué. ¡Todas esas armas robadas al enemigo, escondidas luego descubiertas una por una en la tristeza, todas esas armas! ¡Y yo que estoy aquí desarmado por haber tenido un arma, desarmado también ante el sol disminuido que se desploma silenciosamente en la Isla Jesús! Si me someto todavía más al crepúsculo, no podré mantenerme por mucho tiempo en mi puesto, ni maniobrar serenamente en las aguas muertas de la ficción. Si miro una vez más el sol desvanecido, ya no tendré fuerzas para soportar el tiempo que corre entre tú y yo, entre nuestros dos cuerpos extendidos en el calendario de la primavera y del verano, luego rotos súbitamente al inicio del cáncer. Cerrar los ojos, apretar los dedos en el bolígrafo, no rendirse al mal, no creer en los milagros, ni en las letanías que profiero cada noche debajo de la sábana, no invocar tu nombre, mi amor. No decirlo en voz alta, no escribirlo en este papel, no cantarlo, ni gritarlo: ¡callarlo, y que mi corazón estalle!

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Respiro mediante pulmones de acero. Lo que me llega de afuera está filtrado, cortado con oxígeno y con nada, de tal modo que con este régimen mi fragilidad se acrecienta. Estoy sometido a un dictamen psiquiátrico antes de que me envíen a mi proceso. Pero sé que este dictamen mismo contiene un postulado no formulado que le confiere legitimidad al régimen que combato y una connotación patológica a mi empresa. La psiquiatría es la ciencia del desequilibrio individual enmarcado en una sociedad impecable. Valoriza al conformista, al que se integra y no al que niega; glorifica todos los comportamientos de obediencia civil y de aceptación. No es únicamente la soledad lo que combato aquí, sino este encarcelamiento clínico que impugna mi validez revolucionaria. ¡Releer a Balzac vendría a ser lo mismo! Quiero identificarme con Ferragus, vivir mágicamente la historia de un hombre condenado por la sociedad y sin embargo capaz, por sí solo, de hacer frente al asedio policíaco y de conjurar toda captura por medio de sus mimetismos, sus desdoblamientos y sus desplazamientos continuos. Yo también he soñado con eso, huir cada día a un departamento diferente, vestirme con la ropa de mis anfitriones, disimular mis huidas en un ritual de desfiles y de puestas en escena. Por haberme arropado inconscientemente con el traje ocelado de Ferragus, me encuentro hoy en una clínica vigilada, después de una estancia sin gloria en la Prisión de Montreal. Todo eso se parece a un formidable ardid, inclusive el daño que siento al confesarlo. Cuanto más avanzo en el desencanto, más descubro el suelo árido sobre el cual, durante años, creí ver brotar una vegetación mítica, verdadero desenfreno alucinante, inflorescencia de mentira y de estilo para ocultar la llanura rasa, aterrada, quemada viva por el sol de la lucidez y del tedio: ¡yo! La verdad ya no tolera en lo sucesivo que yo la siembre de un bosque de cálices. Develado de una vez por todas, mi rostro me aterroriza. Habiendo entrado aquí como prisionero, me siento enfermar día con día. Ya nada alimenta mi alma: ninguna noche estrellada viene a 9

transmutar mi desierto en un manto de sombra y de misterio. Ya nada me propone distracción, ni me ofrece alguna euforia de sustitución. Todo me abandona a la velocidad de la luz, todas las membranas se rompen dejando salir para siempre la preciosa sangre.

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Entre el 26 de julio de 1960 y el 4 de agosto de 1792, a medio camino entre dos liberaciones y mientras me introduzco, cubierto de aleación ligera, en una novela que se escribe en Lausana, busco ávidamente a un hombre que salió del Lausanne-Palace después de haber estrechado la mano de Hamidou Diop. Me colé en el hall del hotel sin llamar la atención de Hamidou. Al ejecutar un pasodoble, en una fracción de segundo me encontré delante del hotel, justo a tiempo para ver un 300SL alejarse en dirección a la plaza SaintFrançois. Algo me dijo que esa silueta fugaz no surgió del sahel senegalés y que, en este asunto, Hamidou está jugando doble. Es inútil en todo caso cuestionarlo sobre la identidad de su interlocutor y darle a conocer mis intuiciones temerarias. Este bello africano es más astuto que un chino. Con su locuacidad desbordante y su negritud deportiva, esconde demasiado bien sus artimañas y su inteligencia temible. Mientras hacía estas consideraciones sobre la duplicidad de mi héroe, caminaba lentamente subiendo hacia la calle de Bourg; y entré al cine de la plaza Benjamin-Constant para volver a ver Orfeu Negro. Al escuchar Felicidade, me puse a llorar. No sé por qué esta canción de dicha me habla de melancolía, ni por qué esta alegría frágil se traduce en mí por acordes fúnebres. En tal caso, ya nada me impide llamar a mi negra Eurídice, buscarla en la noche interminable, sombra entre las sombras de un sombrío carnaval, noche más negra que la noche saturnal, noche más dulce que la noche que pasamos juntos en algún lugar bajo el trópico natal cierto 24 de junio. Eurídice, estoy bajando. Heme aquí al fin. De tanto escribirte, voy a tocarte sombra negra, negra magia, amor. El cine Benjamin-Constant es para mí caída libre. Esta noche misma, a unas leguas del Hotel de la Paix, sede social del F.L.N., a unos pasos de la Prisión de Montreal, sede oscura del F.L.Q., rozo tu cuerpo 11

ardiente y lo pierdo enseguida, te rehago pero me faltan las palabras. La noche histórica parece secretar la tinta china en la que distingo demasiadas formas huidizas que se parecen a ti y nunca lo son. Al término de mi decadencia líquida, tocaré el país bajo, nuestra cama de caricias y de convulsiones. Mi amor... Tengo vértigo. Acabo teniendo miedo de cada silueta, de mis vecinos en el cine, de este extranjero que me esconde el perfil mulato de Eurídice, de esta gente que espera en la acera a la salida del cine. Me precipité a través de todo ese gentío aglutinado y atravesé la plaza BenjaminConstant. Y mientras caminaba a lo largo de la fachada iluminada del Hotel de la Paix, miré en la otra dirección, el contorno dentellado de los Alpes de Saboya y el manto marmolado del lago. Eran la once y cuarto. Había perdido mi día. Ya no tenía nada qué hacer, nadie con quién encontrarme, ninguna esperanza de volver a toparme con el hombre a quien Hamidou estrechó la mano en el hall del Lausanne-Palace. Indolentemente entré al hotel. Me entregaron la llave de mi habitación y un papel azul sellado. Lo abrí rápidamente y, no entendiendo nada de lo que estaba escrito, lo puse en mi bolsillo para no llamar la atención del muchacho del elevador. Tan pronto como estuve encerrado en mi habitación, me acosté en mi cama y releí este cúmulo informe de letras mayúsculas escritas sin espacios: CINBEUPERFLEUDIARUNCOBESCUBEREBESCUAZURANOCTIVAGUS. Ante este criptograma monofraseado, permanecí perplejo unos minutos, luego decidí proceder primero a una estadística alfabética, por orden de recurrencia, la cual me dio: E 7 veces; U 7; R 5; B, A y C 4 veces; S 3; I 3; O 2; G 2; P, F, L, V y Z una sola vez. La predominancia innegable de la vocal U es para sentirse embaucado. No conozco ninguna lengua en la que la epifanía de esta vocal sea tan numerosa. Ni siquiera en portugués y en rumano, donde abundan las U, detectamos con semejante predominancia la U sobre las otras vocales. 12

El criptograma del Hotel de la Paix no deja de fascinarme, no sólo por su origen misterioso (que no tiene nada que ver con la Oficina de la que me sé de memoria todas las cifras e inclusive sus variantes), sino también por la intención que presidió el envío de este mensaje. Al tropezar en esta ecuación con múltiples incógnitas que debo resolver antes de adentrarme más en mi relato, tengo la sensación de encontrarme ante el misterio impenetrable por excelencia. Cuanto más lo rodeo y lo examino, más crece al otro lado de mi opresión, decuplicando mi propio enigma aun cuando multiplico los esfuerzos por comprenderlo. No consigo reinventar el código de este mensaje; y por no traducirlo en mi lenguaje, escribo con la esperanza insensata de que de tanto parafrasear lo innombrable, termine por nombrarlo. Sin embargo, por más que cubro con palabras el jeroglífico, se me escapa y me quedo en la otra orilla, en la imprecisión y el anhelo. Arrinconado en mi esfera cerrada, desciendo, comprimido, al fondo del lago Leman y no llego a ubicarme fuera de la temática fluida que constituye el hilo de la intriga. Me he encerrado en un sistema constelado que me encarcela en un plan estrictamente literario, de hecho a tal grado que este secuestro estilístico parece confirmarme la validez del simbolismo que he utilizado desde el principio: la inmersión. Encajonado en mi barca funeraria y en mi repertorio de imágenes, sólo me queda continuar con mi ahogamiento escrito. Descender es mi porvenir, sumergir mi gestuario único y mi profesión. Me ahogo. Me ofelizo en el Ródano. Mi larga cabellera manuscrita se mezcla con las plantas acuátiles y con los adverbios invariables, mientras me deslizo, variable, entre las dos orillas escotadas del río cisalpino. Así, enjaulado como es debido en mi concepto metálico, seguro de no salir de ahí pero incierto de seguir viviendo ahí por mucho tiempo, sólo me queda una cosa por hacer: abrir los ojos, ver locamente este mundo derramado, perseguir hasta el final a aquel que busco, y matarlo.

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¡Matar! Qué ley más espléndida con la cual a veces es grato conformarse. Durante meses, me preparé interiormente para matar, lo más fríamente posible y con el máximo de precisión. Ese domingo por la mañana en el que llovía, me preparaba secretamente para dar el golpe. Mi corazón latía con regularidad, mi mente estaba clara, ágil, precisa como debe estarlo un arma de fuego. Los meses y los meses que habían precedido verdaderamente me habían transformado. Y es con un sentimiento agudo de la gravedad de mi atentado y con reflejos perfectamente domesticados como inauguraba ese día de nupcias negras. Súbitamente a eso de las diez y media se produjo la ruptura. Detención, esposas, interrogatorio, desarme. Contratiempo total, este accidente trivial que me valió estar encarcelado es un acontecimiento antidialéctico y la contradicción innegable del proyecto no confesado de que yo iba a ejecutar con el arma empuñada y en la euforia purificadora del fanatismo. Matar le confiere un estilo a la existencia. Es este posible continuamente presente, por su inserción inconfesable en la vida corriente, el que le inyecta a ésta el vigor sin el cual se resume a una reptación asténica y a la interminable experimentación del aburrimiento. Después de mi proceso y de mi liberación, no puedo imaginar mi vida fuera del eje homicida. Desde ya, me devora la impaciencia al pensar en el atentado múltiple, gesto puro y estrepitoso que me devolverá las ganas de vivir y me entronizará terrorista, en la más estricta intimidad. Que la violencia instaure de nuevo en mi vida el orden vital, pues me parece que, desde hace treinta y cuatro años, no he vivido sino como la hierba. Si hiciera la cuenta, por un cómputo rápido, de los besos dados, de mis grandes emociones, de mis noches de embelesamiento, de mis días luminosos, de las horas privilegiadas y de lo que me queda de los grandes descubrimientos; y si sumara, en una infinidad de postales perforadas, las ciudades que he atravesado, los hoteles en los que me he detenido por una buena comida o por una noche de amor, el número de mis amigos y de las mujeres a las que 14

he traicionado, ¿a qué sombrío inventario me conducirían todas estas operaciones arritmales? La curva sinusoidal de lo vivido no traduce la antigua esperanza. Desvié sin cesar mi línea de vida, para obtener, por una acumulación de indignidades, menos felicidad, lo cual me llevó a regresar casi nada de ella. Ante esta estadística infusa que me persigue de pronto con acompañamiento de lasitud, no me imagino nada mejor que seguir escribiendo en esta hoja y sumergirme sin esperanza en el lago fantasma que me inunda. Descender palabra por palabra en mi foso de recuerdos, tratar de reconocer ahí algunos antiguos rostros heridos, inventar otros compañeros que ya me preocupan, que me arrastran en un nudo de pistas falsas y que acabarán exiliándome, de una vez por todas, fuera de mi país arruinado. Entre cierto 26 de julio y la noche amazónica del 4 de agosto, en algún lugar entre la Prisión de Montreal y mi punto de caída, declino silenciosamente en la residencia vigilada y bajo la protección de la psiquiatría vienesa; me deprimo y acabo por admitir que esta postración es mi manera de ser. Durante años, he vivido aplastado con furor. He acostumbrado a mis amigos a un voltaje insostenible, a un despilfarro de chispas y de cortos circuitos. Escupir al fuego, burlar a la muerte, resucitar cien veces, correr la milla en menos de cuatro minutos, introducir el lanzallamas en dialéctica y la conducta suicida en política, he ahí como he fijado mi estilo. Acuñé mi moneda en el jaleo a la imagen del superhombre molido. Pirata desencadenado en un estanque brumoso, cubierto con Colts 38 e inyectado de subcutáneas embriagadoras, ¡soy el encarcelado, el terrorista, el revolucionario anárquico e indiscutiblemente acabado! ¡Con el arma en el costado, siempre listo para desenvainar ante un fantasma, con el gesto relámpago, con la mano muerta y la muerte en el alma, yo soy el héroe, el desintoxicado! ¡Jefe nacional de un pueblo inédito! Soy el símbolo fracturado de la revolución de Quebec, pero también su reflejo desordenado 15

y su encarnación suicida. Desde la edad de quince años, no he dejado de querer un buen suicidio: ¡bajo el hielo nevado del lago del Diablo, en el agua boreal del estuario del San Lorenzo, en una habitación del hotel Windsor con una mujer a la que haya amado, en el coche triturado el otro invierno, en el frasco de Beta-Chlor 500 mg, en el lecho del Tótem, en los barrancos de la Grande-Casse y del Tour d’Aï, en mi celda CG19, en mis palabras aprendidas en la escuela, en mi garganta conmovida, en mi yugular sin agarrar y que brota sangre! Suicidarme por todas partes y sin tregua, ésa es mi misión. En mí, deprimido explosivo, toda una nación se aplasta históricamente y relata su infancia perdida, mediante bocanadas de palabras tartamudeadas y delirios escriturarios y, bajo el shock negro de la lucidez, se pone a llorar repentinamente ante la inmensidad del desastre y de la envergadura cuasisublime de su fracaso. Llega un momento, después de dos siglos de conquistas y 34 años de tristeza confusional, en el que ya no se tiene fuerzas para ir más allá de la abominable visión. Encastrado en los muros del Instituto y provisto de un expediente de terrorista con periodos maníaco-espectrales, me someto al vértigo de escribir mis memorias y me propongo levantar un acta precisa y minuciosa de un suicidio que nunca termina. Vienen tiempos en los que el cansancio pulveriza los proyectos a pesar de todo irreductibles y en los que la novela que empezó uno a escribir sin sistema se diluye en el equanitrate. El salario del guerrero deshecho es la depresión. El salario de la depresión nacional es mi fracaso; es mi infancia en una banquisa, son también los años de hibernación en París y mi caída en esquí en el fondo del Tótem en cuatro brazos sucesivos. El salario de mi neurosis étnica es el impacto del chasis y de las hojas de acero lanzadas contra una tonelada inquebrantable de obstáculos. Desde ahora, estoy dispensado de actuar coherentemente y exento, de una vez por todas, de hacer de mi vida un éxito. Podría, por poco que consienta en ello, acabar mis días en el entorpecimiento sigiloso de un instituto ahistórico, sentarme 16

indefinidamente ante diez ventanas que desplieguen ante mis ojos diez porciones ecuaniles de un país conquistado y esperar el juicio final en el que, dado el dictamen psiquiátrico y las circunstancias atenuantes, seguramente me absolverán. Así, provisto de un expediente judicial con apéndice psiquiátrico, puedo consagrarme a escribir página por página palabras abolidas, dispuestas sin cesar según armonías que siempre es agradable experimentar, aun cuando eso, en última instancia, puede parecerse a un trabajo. Pero este esfuerzo miligramado con cuidado no es nocivo, ni está contraindicado, desde luego siempre y cuando los periodos de escritura sean breves y estén seguidos de periodos de reposo. Nada le impide al deprimido político conferir una coloración estética a esta secreción verbosa; nada le prohíbe transferir a esta obra improvisada el significado del que está desprovista su existencia y que está ausente en el porvenir de su país. Sin embargo, esta inversión en fondo perdido tiene algo de desesperado. Es terrible y no puedo escondérmelo más: estoy desesperado. No me habían dicho que al volverme patriota, sería así arrojado en el desamparo y que de tanto querer la libertad, me hallaría encerrado. ¿Cuántos segundos de angustia y siglos de abandono tendré que vivir para merecer el abrazo final de la sábana blanca? Ya nada me hace creer que una vida nueva y maravillosa reemplazará a ésta. Condenado a la negrura, me doy golpes en las paredes de un calabozo donde al fin, después de 34 años de mentiras, habito plenamente y en toda humillación. Estoy encarcelado en mi locura, amurallado en mi impotencia vigilada, en cuclillas sin entusiasmo sobre un papel blanco como la sábana con la que uno se ahorca.

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