Hubert Aquin, El Agente Doble

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CCC-IFAL

Diplomado de traducción profesional

Tesina que para obtener el diploma de traducción presenta

Sandra Strikovsky

a partir de la novela

Prochain épisode de Hubert Aquin

27 de junio de 2002

Índice

Presentación crítica: “A través del espejo” __________________________________

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Bibliografía

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Proyecto de traducción: “Próximo episodio” _________________________________

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Comentarios de traducción

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Bibliografía

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A través del espejo

He who wonders discovers that is in itself a wonder. M.C. Escher

Reste à savoir lequel des deux habite le rêve de l’autre. Jean-Paul Sartre

Una literatura en busca de sí misma Al mismo tiempo que en los años sesenta se dio una transformación de la sociedad quebequesa, aparecieron muchas novelas en las que la forma tradicional del relato sufrió mutaciones. Si la sociedad quebequesa cambió, lo que quizá se transformó mucho más profundamente fue la percepción que el canadiense francés tenía de sí mismo en su literatura: la conciencia que en ella expresaba sobre su situación colectiva, sobre su realidad o sobre la imagen que proyectaba. De ahí que toda esta transformación haya ido de la mano con la incesante búsqueda de una identidad nacional y de un destino colectivo en Quebec. Hasta antes de esa época, hablar de una literatura quebequesa como tal habría sido mucho pedir, pues, como lo señala Jacques Allard, “la historia de esta literatura demuestra que tuvo, y aún tiene, una triple figura. Primero fue francesa, luego se quiso canadiense, para finalmente pretenderse quebequesa” (Allard 1 , 1991: 5). Esta triple figura ha sido, después de todo, testigo de su compleja relación con el mundo, con la lengua y con la historia. De entrada, la colectividad quebequesa y su expresión son producto del Renacimiento francés, de su curiosidad y de su audacia, de su lenguaje y de sus sueños. No de balde la primera narración francesa de América fundó la literatura quebequesa, y el 1

Todas las citas que originalmente no están en lengua española fueron traducidas por la autora de esta tesina.

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conjunto de textos que se produjeron en la Nueva Francia, entre 1534 y 1763, tienen un importante papel histórico de fundación y de formación del imaginario colectivo quebequés. La segunda faceta de esta literatura, la “canadiense”, se constituyó a principios del siglo

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a partir de un doble rechazo: a la Francia revolucionaria, anticatólica o

simplemente contemporánea, y a la Inglaterra protestante, políticamente victoriosa. A partir de su afirmación criolla (desde tiempos de la Nueva Francia), el principal problema que la expresión quebequesa ha querido superar es el de la originalidad. Así, en 1904 el clérigo Camille Roy concibió a la literatura francesa como el enemigo número uno, pues amenazaba con borrar, bajo el torrente siempre renovado de sus desbordamientos, el sello de originalidad que debía marcar a la literatura quebequesa. Por ello, en lugar de imitar a los parisinos como ciertos escritores belgas, había que seguir en todo caso el ejemplo de la Alemania del siglo XVIII, cuando se propuso crear una literatura nacional. Había que fundar una estética propia en el conjunto de las cualidades, de las virtudes y de las aspiraciones que distinguían a la “raza” quebequesa. De este modo, la expresión “francés” o “francés de América” supone relaciones distanciadas con la madre patria hasta conformar hoy en día el país de los primos y de los amigos. Los vínculos estarán por lo demás constantemente distendidos, pero legalmente articulados con el poder “extranjero”, constitucional, de los ingleses. La situación no cambiará mucho aun cuando hayan acuñado el concepto de la “condición canadiense”, promovida primero por los antiguos franceses de América. Ya lo decía Hector Fabre en 1866: “El papel de nuestra literatura es fijar y reflejar lo que tenemos de particular, lo que nos distingue a la vez de la raza de la que provenimos y de la que nos rodea, lo que nos hace parecer un viejo pueblo exiliado en un paisaje nuevo y que rejuvenece poco a poco” (citado en Allard, 1991: 15). Después de las denominaciones “francesa” y “canadiense” vino, en el orden cronológico de la historia, la de “quebequesa”, que apareció junto con los años sesenta y se asoció con los valores de la laicidad y de la modernidad explorados desde principios del siglo XX, aunque todavía rechazados por el conservadurismo dominante en la época. El periodo en el que Hubert Aquin escribió sus novelas corresponde a los años de la llamada Revolución Tranquila que, iniciada durante los años cincuenta, estalló con la

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muerte del primer ministro quebequés Maurice Duplessis en 1959. Esta revolución vino acompañada de profundos cambios en todos los sectores –económico, político, religioso, educativo–, que además se vivían simultáneamente en todo el mundo debido a los trastornos engendrados por la Segunda Guerra Mundial. En este contexto de profundas reformas sociales y culturales surgieron diversos grupos independentistas (con los cuales Aquin tenía vínculos), particularmente los de las revistas Liberté y Parti pris, y los de los movimientos políticos del Rassemblement pour l’independence nationale (RIN) y del Frente de Liberación de Quebec (FLQ). Una de las influencias más importantes sobre la concepción de la revolución que preconizaban estos grupos provenía de los movimientos de liberación de los países colonizados, especialmente el de Argelia en 1962. Las novelas quebequesas publicadas entre 1960 y 1970 tienen en común que expresan, bajo nuevas formas, un malestar en el que se distinguen tres componentes principales: insatisfacción, incertidumbre y violencia. Señala Roland Bourneuf que “el autoanálisis y el autorretrato parecen haberse convertido en la sustancia misma de la novela quebequesa de esos últimos años” (Bourneuf, 1970: 265). Y es que según Bourneuf, la palabra écoeuré (que podría significar asqueado, aunque quizá también hastiado) parecía haberse convertido en un término clave dentro del vocabulario de los personajes de la novela quebequesa. Asco y hastío de la pobreza económica, de la soledad, de la indigencia moral y de la humillación del colonizado de la que estos personajes responsabilizan a los canadienses ingleses, a ellos mismos, a la Iglesia, a la fatalidad, al colonialismo, a Dios. Así, el écoeuré se relata, se habla a sí mismo, y en esta empresa siente todo el impedimento de su pobreza cultural, de la miseria de su lenguaje. Son muchas las novelas de esa época escritas en primera persona, a manera de diarios íntimos, memorias libres o autobiografías más o menos disfrazadas, en las que uno puede encontrar un esquema constante: el narrador evoca su infancia, hace la crónica de la familia numerosa de la que proviene, describe la personalidad del padre, de la madre, de los hijos, su dispersión, sus fortunas diversas, los sueños logrados o frustrados, hasta un viaje al extranjero que le permite sin embargo empezar de cero.

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Así, el personaje principal de Le Libraire de Gérard Besset escribe su diario para “matar el tiempo” y el narrador de Salut Galarneau de Jacques Godbout vende hot dogs y trata de escribir un libro que es también su diario, trata de vivir y escribir al mismo tiempo: “vescrivir” (vécrire) (Bourneuf, 1970: 266). Como veremos más adelante, el narrador de Prochain épisode, condenado a un tratamiento psiquiátrico, también escribirá una novela para compensar la inmovilidad y su impotencia.

Hubert Aquin, el agente doble Hubert Aquin vivió intensamente su vida, a la que insertó el sentido dramático que posteriormente plasmaría en su obra. Nacido en Montreal en 1929, en el seno de una familia modesta, Aquin vio siempre en su padre a un colonizado, que además trabajaba como esclavo, partiendo cada día desde muy temprano para regresar a casa en la noche. “En esa época, su padre jugaba golf los fines de semana con los patrones y los grandes clientes. Y como los anglófonos controlaban los negocios, Jean Aquin se llamaba John Aquin... Eso era una humillación” (Barbance 1998). Es muy probable que la voluntad de independencia de Quebec, que Aquin promovía, haya sido desencadenada por esa percepción del padre colonizado. Después de todo, la generación que se rebeló lo hizo porque vio a sus padres y a sus abuelos sumisos, resignados y pudiendo valorarse a sí mismos sólo asimilando a su dominador. Aquin estudió filosofía en la Universidad de Montreal y continuó sus estudios en París, donde obtuvo un doctorado en estética en 1954. A su regreso a Montreal, se convirtió en realizador y animador de TV para Radio Canada y, a partir de 1959, para el Office National du Film. Esos proyectos le permitieron viajar: en noviembre de 1961 visitó Dakar, el Reino de Dahomey y Abidján (lugares mencionados en su novela Trou de mémoire) y se trasladó a Francia el 11 de junio de 1962, donde consiguió entrevistas con Albert Memmi, autor de uno de los textos teóricos más importantes sobre el movimiento de descolonización (Portrait du colonisé), y con Olympe Bhêly-Quénum, escritor de Dahomey, cuyo nombre le servirá posteriormente de inspiración para el del personaje africano de su novela Trou de mémoire.

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La década de los sesenta empieza para Aquin con el inicio de su carrera política. Mientras trabajaba en la Bolsa de Montreal empezó a militar en el RIN, llegando a ser en 1963 su vicepresidente. Paralelamente, lo nombran en 1961 director de la revista Liberté, la cual padece por ello una creciente politización, al grado que en noviembre de ese año Aquin anuncia en un editorial: “La revista Liberté puede considerarse como una agresión” (Paterson y Randall, 1993: xii). Sus principales blancos fueron los sistemas religioso, político y educativo de Quebec. Como muchos otros jóvenes nacionalistas de la época, Aquin también fue seducido por el terrorismo. En junio de 1964 publicó en Le Devoir un “llamado a las armas” revolucionario, anunciando su decisión de entrar en clandestinidad como agente de la “Organización especial”. Esta acción clandestina desembocó, el 5 de julio de 1964, en su arresto mientras conducía un automóvil robado. Sin embargo, no se le consideró como a un criminal ordinario y se le impuso un tratamiento psiquiátrico mientras esperaba el juicio que concluiría con su absolución en 1965. Del 15 de julio al 22 de septiembre de 1964, Aquin estuvo interno en el instituto psiquiátrico Albert Prévost, en Montreal, donde escribió Prochain épisode. Los años que siguieron vieron a un Aquin cada vez más incapaz de adaptarse a las estructuras político sociales. En mayo de 1966 se exilió en Suiza con su compañera Andrée Yanacopoulo. El proyecto de exilio estuvo motivado por la decisión de separarse legalmente de su mujer y por la necesidad de retomar su escritura sin las trabas de los efectos que había tenido el juicio en él. Después de todo, su exilio no es casual: él creía que la clave del éxito de su pueblo se encontraba precisamente fuera de éste. Sin embargo, a los pocos meses fue expulsado del país, aparentemente a causa de las presiones que ejerció la Gendarmería Real de Canadá al gobierno suizo. A su regreso a Montreal, sus actividades con el RIN prosiguieron hasta 1968, año en que rompió lazos con éste debido a la unión del movimiento con el Mouvement souveraineté-association de René Lévesque, unión que parió al Partido Quebequés y que sería vista por Aquin como “una forma de suicidio colectivo: la muerte a largo plazo de la idea de independencia en Quebec” (Daigneault 1998). Entonces obtiene un puesto de enseñanza en el Collège Sainte-Marie y se convierte en profesor de tiempo completo en

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marzo de 1968. En 1976, después de ser director literario de Editions La Presse, renunció estrepitosamente acusando a su director de ser un agente colonizador de Quebec. Hubert Aquin era, por decirlo así, de temperamento suicida. Era un hombre que se levantaba cada mañana con el sentimiento de que debía renovar su contrato con la vida. Según cuenta Andrée Yanacopoulo, “un día, cuando era niño, al regresar de la escuela, no encontró a su madre para recibirlo como de costumbre. La buscó por toda la casa y nada. Y bien, lo primero que pensó fue que su madre se había suicidado –¡una explicación poco trivial para un niño!” (Barbance 1998). A lo largo de su vida hubo varios intentos de suicido, entre los más evidentes está un accidente automovilístico del que salió con una fractura de cadera. El automóvil era para él un instrumento perfecto para provocar a la muerte. Así, quien no buscó en la vida otra cosa sino morir, Hubert Aquin se quitó la vida el 15 de marzo de 1977, “dejando una nota en la que afirmaba haber vivido intensamente y que ahora todo está terminado” (Daigneault 1998).

Cierta dificultad de ser Gran parte del pensamiento filosófico y político de Hubert Aquin, que además se verá plasmado en su obra literaria, parece haber sido influido por su reflexión sobre la declaración de Lord Durham, gobernador general de Canadá en 1839, de que los canadienses franceses eran un pueblo sin literatura y sin historia. Así, en “La fatigue culturelle du Canada français” 2 , Aquin dice que la historia obviamente les pertenecía a los canadienses ingleses y que lo único que podían hacer ellos, los canadienses franceses, era tomarla como se toma un tren. Para Hubert Aquin, el Canadá francés no tiene historia porque sufre de una incapacidad crónica para contar su propia historia, y aunque algunas veces los canadienses franceses desempeñan el papel principal, lo será siempre en una historia que ellos no escribieron. 2

“La fatigue culturelle du Canada français” fue publicado en Liberté en mayo de 1962. Ese ensayo constituyó una réplica a un artículo de Pierre Elliot Trudeau (quien posteriormente, en 1968, se convertirá en primer ministro de Canadá), “La nouvelle trahison des clercs”, publicado un año antes en la revista Cité libre. El ensayo de Aquin es considerado como uno de los más importantes, sino es que el más, de sus escritos políticos.

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La misma distinción entre causas históricas y remedios políticos subraya el uso consistente que durante este periodo hace Aquin de los términos Canadá francés y canadiense francés, un uso que hoy podría parecer sorprendente, ya que estamos acostumbrados a escuchar los términos Quebec y quebequés en un contexto nacionalista. Pero este uso es deliberado y de ninguna forma compromete su postura separatista; por el contrario, es el término que mejor evoca la realidad ambigua y la dualidad psicológica de su pueblo. Así, observando las secuelas psicológicas que el ser una minoría había dejado en su pueblo (autocastigo, masoquismo, autodevaluación, depresión, falta de entusiasmo y vigor), Aquin llega a la conclusión de que los canadienses franceses se hallan en un estado de “cansancio cultural”: “El problema no es escribir historias que ocurran en Canadá, sino asumir plena y dolorosamente toda la dificultad de su identidad. El Canadá francés, como Fontenelle en su lecho de muerte, experimenta ‘cierta dificultad de ser’” (Aquin, 1998: 109). A principios de los sesenta, Aquin experimenta un rechazo hacia la escritura, porque como artista sentía que estaba desempeñando un papel que le habían asignado: el de un subordinado talentoso. De este modo, al rechazar su talento, no sólo rechazaba todo lo que tenía que ver con su dominación, sino también la condición compensatoria y hasta “terapéutica” de la literatura en una situación social que él definía como colonial y paternalista: Siempre pensé que había cierta ambigüedad en la aplicación de esta noción a la literatura puesto que postula que la producción literaria es una actividad compensatoria en nuestra sociedad y que el escritor sería, de cierta forma, un loco ideal que se dedicaría a sus elucubraciones mientras que todo el mundo está ocupado produciendo ‘seriamente’ (Aquin, 1998c: 149).

El problema de la identidad individual y nacional es fundamental en las tres novelas de Hubert Aquin, quizás hasta el grado de constituir el foco mismo de ellas. No obstante, para Aquin, esta búsqueda de identidad no implica, como para muchos de sus contemporáneos, el uso del joual en la literatura quebequesa. El joual, habla popular de los canadienses franceses, muy contaminada de anglicismos, se convirtió para muchos escritores de la época en un símbolo de la identidad quebequesa. Su uso hacía referencia a

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la cuestión de ser originales que tanto buscaban desde el siglo XIX, cosa que para Aquin no iba por ese camino: “(…) un pueblo puede expresarse de forma bien original aunque use, para ello, una lengua de la que no tenga la exclusividad” (Aquin, 1998b: 165). La literatura joual es, desde su óptica, “la literatura de la incomunicación” (Aquin, 1998c: 155). Después de todo, quienes usan esa lengua corrompida lo hacen para expresar un monólogo interior; y, para Aquin, “la verdadera dialéctica es diálogo y no paralelismo de dos monólogos” (Aquin, 1998a: 74). Incomprendido, Aquin fue un extranjero en su propio país. Fue el anticlérigo por excelencia, el más alejado, el único que podía estigmatizar de una manera definitiva su cansancio extremo. Quebec lo conoció y lo leyó, pero no lo reconoció. Hoy en día está confinado al terreno de los especialistas y de los teóricos de la literatura. Con motivo de los veinte años de su muerte, Lamberto Tassinari escribió:

Aquin es el escritor que más y mejor ha sentido, vivido y representado la dificultad de ser moderno y quebequés. Aquel que encarnó el drama de la modernidad huidiza y fuera de alcance conjugando, en su escritura, su propio destino individual con el porvenir histórico de la sociedad quebequesa. Su obra es el lugar donde se juega trágicamente la búsqueda de sentido existencial y político de toda minoría, de toda la humanidad... Pero Quebec no quiere leerse (Tassinari 1997).

Prochain épisode, la novela espejo Prochain épisode es una novela dentro de una novela. Al leerla, se tiene la impresión de estar ante una de esas muñecas rusas que contienen en su interior una más pequeña que, a su vez, contiene otra más pequeña, y así sucesivamente. Como ya lo mencioné, Hubert Aquin la escribió en una clínica psiquiátrica de Montreal, donde estuvo encerrado en espera de un proceso judicial por portación de armas. El narrador de Prochain épisode, joven revolucionario encarcelado en un instituto psiquiátrico que decide escribir una novela de espionaje, es sobre todas las cosas el doble y la imagen en el espejo de Aquin escribiendo. Y es que a lo largo de toda la novela, sentimos la presencia del autor detrás de su narrador, cuestionando la validez de sus afirmaciones.

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Bajo la lógica del pensamiento aquiniano, la situación del narrador de la novela serviría como una especie de analogía para la condición del nacionalista quebequés dentro de la sociedad canadiense; sus políticas serían meros síntomas de una adolescencia perturbada, de un periodo difícil que, con un poco de ayuda, se podrían negociar con éxito. De ahí que necesita terapia y alguna actividad compensatoria para canalizar su energía destructiva. No obstante, su pereza, o acaso su “cansancio cultural”, lo lleva a renunciar a cualquier pretensión de originalidad, cualquier deseo de innovación. Decide escribir una novela de espionaje de acuerdo con los cánones establecidos. Su novela, como la historia del pueblo quebequés, está escrita por adelantado; las reglas del género no permiten improvisación y el narrador-autor descubre rápidamente que está preso dentro de los confines de una estructura que nunca inventó. Este proyecto narrativo, sin embargo, es “la crónica de un fracaso anunciado”. El héroe de la novela de espionaje termina asimilándose al narrador y la narrativa que se proyectaba en tercera persona abre paso al relato en primera persona. Pero no sólo el proyecto narrativo está condenado al fracaso, lo está también el proyecto revolucionario de su narrador-héroe, debido a la imposibilidad de asesinar a un profesor suizo de historia romana y así de cumplir con la misión que se le encomendó. El joven revolucionario se queda paralizado por la contemplación de la superioridad aplastante de su adversario, superioridad que entonces toma alusiones místicas. El narrador será eternamente incapaz de matarlo, pero además tampoco debe hacerlo porque sería como destruir la otra mitad de sí mismo. A pesar de las tres confrontaciones entre el narrador y su adversario, el asesinato se quedará inconcluso, en una especie de impasse del autor-narrador-héroe, de todos ellos juntos que, como el pueblo quebequés, se hallan sumergidos en un combate ritualizado. De ahí que el lector también se queda en espera del “próximo episodio”.

Dice Anthony Purdy que Prochain épisode “es un texto difícil y frecuentemente frustrante” (Purdy, 1990: 84), y en cierto modo tiene razón: está lleno de metáforas y simbolismos que obligan al lector a un ejercicio que va más allá de la lectura por mero placer. Pero al mismo tiempo, creo que al conocer lo que se esconde detrás de estas metáforas, la lectura acaba siendo para el lector como descubrir los escondites y los pasadizos secretos de un laberinto paginado.

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Para Aquin, la manifestación literaria más perfecta de las novelas teóricas del conocimiento es el Ulises de Joyce, cuyas interpretaciones han demostrado que “la proliferación de signos es una técnica de composición o, si se prefiere, una manera decorativa de presentar una historia” (Aquin, 1998c: 151). En Prochain épisode, Aquin utiliza técnicas similares a las de Joyce (juego de perspectivas, presencia de muchos niveles de significación, alusiones literarias e históricas) para ilustrar las relaciones entre el proceso histórico y la creación artística, ambos asumiendo su sentido en la perspectiva de la realidad del Quebec contemporáneo. Nada es casualidad en Aquin. Su novela está tejida en una compleja red de alusiones históricas y literarias que no sólo encarnan las ideas del autor, sino las ambigüedades y oposiciones que son la esencia misma de la novela. Así, gran parte de la novela se desarrolla en Suiza, y no está de más decir que ese país es un crisol lingüístico y cultural. Tampoco sobra decir que Suiza es un símbolo del exilio, lugar donde posteriormente se exiliará Aquin, y donde también se exiliaron Byron y Joyce. Luego está la serie de alusiones a César y los helvecios. El narrador descubre la “correlación sutil entre la historia de los helvecios y su propia historia”, lo cual a primera vista sugiere una relación analógica entre la situación de Quebec y la de las naciones conquistadas por César. Pero un segundo vistazo nos conduce al hecho de que los descendientes de las víctimas del emperador romano, los galos y los helvecios, representan una de las fuerzas colonizadoras contra las cuales Quebec busca afirmar su propia identidad, y, como señala Patricia Smart, “cuando se piensa en las implicaciones federalistas de la alusión a la historia helvética, uno se halla perdido en un laberinto de significados contradictorios” (Smart 1973: 36). Por otro lado, los ecos literarios del texto evocan las identificaciones del autor, pero sobre todo las de su narrador revolucionario que se haya encerrado. En la novela hay alusiones a Balzac, siempre asociado con Ferragus, el personaje de su novela Histoire des Treize 3 ; a Byron, asociadas con la noche en la que escribió el poema narrativo El prisionero de Chillon; más adelante, Aquin alude también a Mazzini, Chernychevski y Bakunin, escritores al mismo tiempo que militantes exiliados y encarcelados. Todos esos

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Esta novela balzaciana de espionaje está traducida al español como Historia de los trece y publicada en Aymá, Madrid, 1941. Sin embargo, es difícil de conseguir.

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héroes literarios e históricos tienen en común que, de una u otra forma, se relacionaron con el movimiento romántico del siglo diecinueve. Quizás influenciado por Nabokov, a partir de la lectura de Pale Fire, cuya forma, según Aquin, “está constituida por diversas formas de relato: poema, ensayos, recuerdos, análisis filosóficos, etcétera” (citado en Paterson y Randall, 1993: xxxviii), la novela está escrita en una alternancia de estilos: poesía y prosa. Por un lado, observamos un lirismo puro, hasta sobrado, que traduce los principales temas de la novela (el encarcelamiento, el suicidio, la revolución) en una serie de metáforas y figuras retóricas relacionadas con la inmersión, la ascensión a las cimas y una letanía evocadora de espacios geográficos de los dos países donde se desarrolla la acción. También está presente la fuerte identificación de la mujer (K) con el país (Kebec). Pero por otro lado, paralelamente a este lirismo, el lector no puede pasar por alto los efectos de una prosa absoluta y neutra. Esta oscilación entre estilos es fundamental para la forma que Hubert Aquin pretende darle a su novela: contradictoria y tramposa. Está escrita en trompe l’oeil. Además esto le permite distanciarse de su propio drama, subordinando el contenido a la búsqueda formal: “En ‘Prochain épisode’, aun cuando la haya escrito en condiciones particulares, me preocupó más la forma que el contenido, puesto que el mismo contenido podría haber encontrado otra forma” (citado en Smart, 1973: 27). Todo esto nos conduce a los elementos barrocos del texto. El barroco literario apasionaba a Hubert Aquin (de hecho impartió cursos de ello en la Universidad de Quebec en Montreal). En el pensamiento de Umberto Eco descubre el concepto de apertura, esencialmente barroco, que compromete la participación del lector en la creación de sentidos múltiples (Paterson y Randall, 1993: xxxix). En sus novelas, Aquin retomó los principales rasgos barrocos, como los enigmas construidos por el artífice y la disimulación, el trompe-l’oeil, lo inacabado, la fluidez, la incertidumbre y los puntos de vista múltiples. La misma forma como la novela está escrita es fascinante, pues nos obliga a los lectores a identificarnos con el desconcierto y la confusión del narrador. La oscilación entre estilos opuestos, entre alusiones históricas y literarias que se presentan como pistas desconcertantes hacen que uno como lector, al igual que el narrador, acabe sintiéndose extraviado.

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El terrorismo estilístico del autor y la contraestrategia de la traductora El compromiso de Hubert Aquin como escritor, más que un asunto político, era una cuestión ontológica y de identidad tanto personal como colectiva. Para él no era fácil ser quebequés y eso tenía que traducirlo en términos literarios. No olvidemos que para el escritor quebequés de los sesenta el ¿quién soy yo? se traducía “más concretamente por ¿cómo escribir un libro?” (Bourneuf, 1970: 267). Aquin, en tanto escritor quebequés, se compromete a serlo verdaderamente y crea su propio estilo, al que describe como el malheur d’expression. En la literatura Aquin también se enfrentó con sus propios impulsos destructivos, y el primer blanco de su terrorismo estilístico fue su propio lenguaje. La sintaxis, la forma, el significado de las palabras, todo lo que conforma el arte de escribir será víctima de constantes atentados estilísticos:

La novela ya empezó a estallar como una vieja barraca a la que se hubiera aplicado la bomba H. Ya no hay narración, ni estructura narrativa, ni lógica cronológica, ni historia. A los novelistas se les paga por saber que deben presentar sus novelas fuera de toda tradición narrativa y de acuerdo con varios cuentos que son característicos de lo que se escribe y de los tiempos en que vivimos (Aquin, 1998c: 152).

Un elemento formal muy típico de Hubert Aquin que contribuye al efecto de incoherencia en sus novelas es lo que él mismo llama verbigeración. En psiquiatría, la verbigeración es una alteración específica del curso del pensamiento que se manifiesta mediante discursos incoherentes con repeticiones, alteraciones de palabras y numerosos neologismos, que hacen algunos enfermos aquejados con demencia. Magnant, el personaje principal de Trou de mémoire, se dice afectado por esta enfermedad, afligido por una verdadera graforrea: un discurso descosido que a menudo se parece al delirio, caracterizado por una tasa elevada de neologismos. Descritas en Trou de mémoire, estas “alteraciones del lenguaje” de origen psicopático parecen inspirar el estilo de Hubert Aquin. “El uso de un léxico docto produce indiscutiblemente un efecto de ‘verbigeración’: apilamiento de palabras en apariencia grecolatinas que apenas se distinguen, para el simple lector, de los neologismos. He ahí un aspecto difícil de la prosa aquiniana y que algunos encuentran irritante” (Paterson y Randall, 1993: XXX).

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Así, en Prochain épisode, los neologismos acuñados por Aquin se construyen a partir de reglas morfológicas normales, como la verbalización o la adjetivación de sustantivos. Por ejemplo, Equanil, que es la marca de un tranquilizante, se convierte en équanile (p. 36). Además no podemos pasar por alto el hecho de que la novela la escribió Aquin mientras estaba internado en un instituto psiquiátrico. Es muy probable que el autor estuviera bajo los efectos de fuertes medicamentos como antidepresivos y ansiolíticos. De hecho, el narrador hace referencia a algunas de esas “drogas”. Y eso es importante para entender por qué muchos párrafos de la narración pueden sonar tan alucinados. Una segunda estrategia consiste en inventar una palabra a partir de morfemas cuyo sentido es claro o accesible y que, por lo tanto, no le salta tanto al lector. El uso de raíces, prefijos y sufijos grecolatinos les da a esas palabras una apariencia científica, de forma que a menudo casi no se distinguen de las verdaderas palabras técnicas. Ejemplo de ello pueden ser las palabras arytmale en vez de arytmique (p. 34), o aquatile en vez de aquatique (p. 32), aunque curiosamente en español sí existe el adjetivo acuátil.

Decir que ante semejante subversión estilística la traductora se vio en la necesidad de llevar a cabo una contraestrategia, en ningún momento debe leerse como un intento por “poner orden” en el texto. La contraestrategia a la que me refiero tiene que ver más con el tipo de lectura que tuve que hacer para poder traducirlo. Traducir es una forma de leer, pero también de entender. Y es que la traducción no es tarea fácil: requiere de un acercamiento al texto distinto al de los otros lectores, pero, al mismo tiempo, requiere también de un alejamiento que le permita al traductor concebir el texto como una estructura independiente de la cual no puede —y no debe— apropiarse. Prochain épisode no es un texto fácil. Para traducirlo tuve que enfrentarme con un estilo alternado, oraciones tramposas, palabras inventadas, alusiones históricas, ecos literarios, figuras retóricas, metáforas y licencias poéticas, así como con todo un repertorio de referencias geográficas. Si en el lector común este tipo de escritura tiene un efecto, ni se diga de lo que provoca en el lector-traductor. Es en ese sentido que hablo de una contraestrategia: en el sentido de perder el miedo frente a un texto que impone. Esa contraestrategia implicó también llevar a cabo una lectura más avispada, con miras a poder pasarlo después a mi propia lengua.

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Ya en lo que respecta a la traducción en sí misma, es decir al paso de una lengua a otra, mi estrategia fue igual de subversiva que la del autor y, en la medida de lo posible, procuré apegarme al original, respetando así “su estilo terrorista”. Intenté que en la traducción se vieran las mismas repeticiones, los mismos excesos, las mismas aliteraciones (cuando las hubo) y las mismas licencias literarias que se leen en el original. Después de todo, si para Aquin la literatura era una especie de formalismo en el que el contenido era secundario, lo menos que puedo hacer, si pretendo ser leal, es apegarme a esa intención. A la hora de traducir este fragmento de la novela, me di cuenta de que hay algunas frases que inclusive en francés suenan extrañas, o que en el nivel léxico hay palabras que el autor utiliza con cierta intención, aun cuando no sean las que uno mismo utilizaría. Todo eso lo traté de respetar, resistiendo toda tentación de “normalizar” el texto —y de “hacerlo mío”. Si en algún momento me vi en la necesidad de modular alguna palabra, lo hice cuando por prevalencia de uso me pareció conveniente. La misma estrategia utilicé con las expresiones o frases hechas, que no traduje literalmente, y para las cuales sí busqué su equivalente en español. Otra tentación que evité fue la de hacer una “traducción didáctica”. Al escribir Prochain épisode, y sus otras novelas, Hubert Aquin asumió que su lector poseería ciertos conocimientos y que, por ende, podría distinguir donde hay algo implícito o entender las alusiones hipertextuales. Aunque también podría ser que no lo asumió y que no le importó si el lector llegaba o no a captarlo. De cualquier modo, Aquin no es un autor didáctico y no le explica nada a su lector. Esa es la razón por la cual no veo la necesidad de poner notas de traductor (que por lo demás me parecen salidas fáciles) ni glosarios. Hacerlo implicaría atentar contra la voluntad de estilo de un autor que, finalmente, pretendió obligar a su lector a un ejercicio de interpretación. En el fragmento que traduje, cuya elección dependió únicamente del orden cronológico de los capítulos, se mencionan los nombres de tres medicamentos tranquilizantes, que creo que por el contexto el lector podría asumir de lo que se trata. Hay una sola mención que no es tan “universal” y es la que se hace sobre Clarence Gagnon (p. 38), pintor y grabador quebequés que vivió de 1881 a 1942. Fuera de eso, estoy segura de que el lector puede arreglárselas. Después de todo, la capacidad de disfrutar una obra de arte no radica tanto en su entendimiento absoluto, pues ése ni el propio artista lo tiene, está

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más bien en el dejarse llevar por las cualidades de la obra. Y creo que en la literatura la mejor forma de leer es sumergiéndose en las páginas del libro.

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Bibliografía Libros y artículos Allard, Jacques (1991). “Elle est française, canadienne et québécoise: problématique d'une littérature nouvelle”, en Surfaces, Revue électronique publiée par Les Presses de l'Université de Montréal, Vol. I Aquin, Hubert (1992). Prochain épisode, (texte établi par Jacques Allard), Montreal: Leméac Aquin, Hubert (1993). Trou de mémoire, édition critique établie par Janet M. Paterson et Marilyn Randall, Montreal : Bibliothèque Québécoise Aquin, Hubert (1998a). “La fatigue culturelle du Canada français”, en Blocs érratiques, Textes (1948-1977) rassemblés par René Lapierre, Québec: Éditions Typo Aquin, Hubert (1998b). “Le joual-refuge”, en Blocs érratiques, Textes (1948-1977) rassemblés par René Lapierre, Québec: Éditions Typo Aquin, Hubert (1998c). “Littérature et aliénation”, en Blocs érratiques, Textes (1948-1977) rassemblés par René Lapierre, Québec: Éditions Typo Barbance, Maryse (1998). “Hubert Aquin, une fulguration entre deux néants”. Entrevue avec Andrée Yanacopoulo réalisée, en Nuit Blanche, no 70 Beaudet, Marie-Andrée (1991). Langue et littérature au Québec 1895-1914, Montreal : Essais Littéraires l’Hexagone Bourneuf, Roland (1970). “Formes littéraires et réalités sociales dans le roman québécois”, en Livres et auteurs québécois, Montreal : Jumonville Cardinal, Jacques (1993). “L’oblitération du nom. Considérations sur le romanesque Aquinien et sur le sujet-nation québécois”, en Surfaces, Revue électronique publiée par Les Presses de l'Université de Montréal, Vol. III Daigneault, Armand (1998). “Hubert Aquin. Notice biographique”, recuperado en http://felix.cyberscol.qc.ca/lq/auteurA/aquin_hu/aquin_h.html (Fecha de consulta: mayo de 2002) Imbert, Patrick (1983). Roman québécois contemporain et clichés, Cahiers du Centre de Recherche en Civilisation Canadienne-Française No. 21, Ottawa: Éditions de l’Université d’Ottawa

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Paterson M., Janet (1993). Moments posmodernes dans le roman québécois, édition augmentée, Ottawa: Les Presses de l’Université d’Ottawa Paterson, Janet & Marilyn Randall (1993). Trou de mémoire, édition critique établie par Janet M. Paterson et Marilyn Randall, Montreal : Bibliothèque Québécoise Purdy, Anthony (1990). A certain difficulty of being. Essays on the Quebec Novel, Montreal: McGill-Queen’s University Press Smart, Patricia (1973). Hubert Aquin, agent double : la dialectique de l'art et du pays dans Prochain épisode et Trou de mémoire, Montreal : Université de Montréal Tassinari, Lamberto (1997). “Oublier Hubert Aquin ?”, en Le Devoir.

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http://felix.cyberscol.qc.ca/lq/accueil.html

http://www.pum.umontreal.ca

http://www.nuitblanche.com

http://www.geocities.com/hubertaquin/

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Próximo episodio Hubert Aquin

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Cuba se hunde en llamas en medio del lago Leman mientras yo desciendo al fondo de las cosas. Encajonado en mis frases, me deslizo, fantasma, en las aguas neuróticas del río y descubro, en mi deriva, el fondo de las superficies y la imagen invertida de los Alpes. Entre el aniversario de la revolución cubana y la fecha de mi proceso, tengo tiempo para divagar en paz, para desplegar con minuciosidad mi libro inédito y para exponer en este papel las palabras clave que no me liberarán. Escribo sobre una mesa de juego, cerca de una ventana que me descubre un parque ceñido por una reja tajante que marca la frontera entre lo imprevisible y lo encerrado. No saldré de aquí antes de plazo. Eso está escrito en varias copias certificadas y decretado conforme a leyes válidas y por un magistrado real irrefutable. Ninguna distracción puede pues sustituirse a la relojería de mi obsesión, ni hacer que me desvíe de mi recorrido escrito. En el fondo, un solo problema me preocupa de verdad, es el siguiente: ¿de qué manera debo arreglármelas para escribir una novela de espionaje? Eso se complica por el hecho de que sueño con ser original en un género que implica un gran número de reglas y de leyes no escritas. Muy felizmente, cierta pereza me inclina rápido a renunciar de entrada a renovar el género del espionaje. Siento una gran seguridad, hay que confesarlo, de acurrucarme blandamente en el crisol de un género literario tan bien definido. Sin tardar más, decido pues insertar la novela que viene en el sentido mayor de la tradición de la novela de espionaje. Y como me gustaría, por añadidura, situar la acción en Lausana, ya es asunto concluido. Elimino a toda marcha comportamientos que sobrevaloran al héroe agente secreto: ni Esfinge, ni Tarzán extra lúcido, ni Dios, ni Espíritu Santo, mi espía no debe ser lógico hasta donde la intriga esté dispensada de serlo, ni tan lúcido que yo pueda, en compensación, enmarañar todo lo 20

demás y fabricar una historia sin pies ni cabeza que, en resumidas cuentas, sólo la entendería un papanatas armado que no le comunica sus pensamientos a nadie. Y si introdujera un agente secreto wolof... Todo el mundo sabe que los wolof no son legión en la Suiza francófona y que están bastante mal representados en los servicios secretos. Desde luego, doy la impresión de pasarme un poco de la raya y darle prioridad al bloque afroasiático, someterme al lobby de la Unión Africana y Malgache. ¡Y qué! si Hamidou Diop es de mi agrado, no depende más que de mí conferirle la investidura de agente secreto, asignarlo a la M.V.D. sección África y confiarle una misión de contraespionaje en Lausana, sin otra razón que la de alejarlo de Ginebra donde el aire es menos saludable. Desde ahora, puedo reservar para Hamidou una suite en el Lausanne-Palace, proveerlo de cheques de viajero del Banco Cantonal de Vaud y constituirlo como Enviado Especial (pero falso) de la República de Senegal ante grandes compañías suizas que tienden a hacer inversiones mobiliarias en el desierto. Una vez que Hamidou esté bien protegido por su falsa identidad e instalado en el Lausanne-Palace, ya sólo tengo que hacer entrar en acción a los agentes de la C.I.A. y del M.I.5. Y ya estuvo. Mediante la adición de algunos espías deseables y la factura algebraica del hilo de la intriga, controlo mi asunto. Hamidou se impacienta, lo siento listo para hacer locuras: en resumidas cuentas, ya está lanzado. Mi futura novela ya está en órbita, de hecho tanto que ya no puedo recuperarla. Me quedo aquí cuajado, bien plantado en mi alfabeto que me encadena; y me hago preguntas. Escribir una novela de espionaje como uno la lee no es leal: de hecho es imposible. Escribir una historia no es nada, si eso no se convierte en la puntuación cotidiana y detallada de mi inmovilidad interminable y de mi caída que se vuelve lenta a en este foso líquido. El aburrimiento me acecha si no le hago la vida estrictamente imposible a mi personaje. Para poblar mi vacío voy a amontonar los cadáveres en su camino, multiplicar los atentados contra su vida, 21

enloquecerlo con llamadas anónimas y puñales clavados en la puerta de su habitación; mataré a todos aquellos a los que él haya dirigido la palabra, hasta al cajero del hotel, tan educado después de todo. Hamidou se las verá negras, si no ya no tendré el valor de seguir viviendo. Pondré bombas a su alrededor y, para complicarlo irremediablemente todo, le pondré a los chinos hasta en la sopa, muchos chinos pero todos iguales: en todas las calles de Lausana habrá chinos, hordas de chinos sonrientes que mirarán a Hamidou a los ojos. La ingestión de una tableta de Stellazin me distrajo, por un instante, de la carrera del pobre Hamidou. Dentro de quince minutos la comida se habrá enfriado y, de interrupción en interrupción, llegaré así hasta que me acueste, edificando sin continuidad planes de novela, multiplicando las incógnitas de una ecuación ficticia e imaginando, en resumidas cuentas, cualquier cosa con tal de que esta inversión desordenada me sirva de fortificación contra la tristeza y las olas criminales que vienen a romperme estrepitosamente, silabeando el nombre de la mujer a la que amo. Un día de invierno, al final de la tarde, rondamos en la campiña de Acton Vale. Los círculos de nieve dispersos en las colinas nos recordaban la nieve embelesada que había envuelto nuestro primer abrazo en el departamento anónimo de Côte-des-Neiges. En este camino solitario que va de Saint-Liboire a Upton luego a Acton Vale, de Acton Vale a Durham-sud, de Durham-sud a Melbourne, a Richmond, a Danville, a Chénier que antaño se llamaba Tingwick, nos hablamos mi amor. Por primera vez, entremezclamos nuestras dos vidas en un río de inspiración que aún corre en mí esta tarde, entre las playas estalladas del lago Leman. Alrededor de este lago invisible sitúo mi intriga y en el agua misma del Ródano ensanchado me sumerjo incansablemente en busca de mi cadáver. El camino apacible que va de Acton Vale a Durham-sud es el fin del mundo. Despistado, desciendo en mí mismo pero soy incapaz de orientarme, Oriente. Encarcelado en un submarino clínico, 22

me sumo sin tropiezo en la incertidumbre mortuoria. Ya no hay nada cierto sino tu nombre secreto, no hay otra cosa sino tu boca cálida y húmeda, y tu cuerpo maravilloso que reinvento, a cada instante, con menos precisión y más furor. Hago el recuento de los días que llevo viviendo sin ti y de las posibilidades de volver a encontrarte cuando haya perdido todo este tiempo: ¿cómo le hago para no dudar? ¿Cómo le hago para no bendecir el suicidio antes que este desgaste atroz? Todo se desmorona en el pasado. Pierdo la noción del tiempo enamorado y la conciencia misma de mi huída lenta, pues no tengo punto de referencia que me permita medir mi rapidez. Nada se coagula ante mi escaparate: los personajes y los recuerdos se hacen líquidos en el esplendor inútil del lago alpestre en el que busco mis palabras. Ya pasé veintidós días lejos de tu cuerpo flameante. Todavía me quedan sesenta días de residencia submarina antes de recobrar nuestro abrazo interrumpido o de volver a tomar el camino a la prisión. Hasta entonces, estoy sentado a la mesa en el fondo del lago Leman, sumergido en su movimiento fluido que hace las veces de mi subconsciente, mezclando mi depresión con la depresión lánguida del Ródano címbrico, mi encarcelamiento con el ensanchamiento de sus orillas. Asisto a mi disolución. Inspecciono los remolinos, vigilo todo lo que sucede aquí; escucho en las puertas del Lausanne-Palace y desconfío de los Alpes. La otra noche en Vevey, me detuve para tomar un bock de cerveza en el Café Vaudois. Al hojear por casualidad la Sección de Anuncios, me encontré con un entrefilete que me tomé la molestia de recortar disimuladamente. Helo aquí: «El martes 1º de agosto, el profesor H. de Heutz, de la universidad de Basilea, impartirá una conferencia sobre “César y los helvecios” bajo los auspicios de la Sociedad de Historia de la Suiza francófona, calle Jacques-Dalcroze 7, Ginebra. Poco antes del equinoccio de la primavera del 58, los helvecios se habían reunido al norte del lago Leman, con miras a un éxodo masivo en el oeste de la Galia melenuda. Esta concentración efectuada a algunas 23

millas de Genaba (Ginebra) con intención de atravesar el Ródano por el puente de esa ciudad y de infringir así la integridad de la Galia transalpina, determinó la conducta de César. Sobre esta guerra, que enfrentó a César y a los valientes helvecios, hablará el eminente profesor H. de Heutz». Embaucado en cierto modo por esa conferencia y por la correlación sutil que descubrí entre ese capítulo de la historia helvética y algunos elementos de mi propia historia, me metí el pequeño anuncio a mi monedero y me prometí no olvidarme, el 1º de agosto, de ir a matar el tiempo a Ginebra matando a algunos millares de helvecios a jalonazos, sólo para entrenarme un rato.

El día empieza a declinar. Los grandes árboles que bordean el parque del Instituto están irradiados de luz. Nunca me parecieron con tanta crueldad, tampoco nunca me sentí encarcelado a este grado. Desconcertado también por lo que escribo, siento una gran lasitud y tengo el antojo de someterme a la inercia como se somete uno a la fascinación. ¿Para qué seguir escribiendo y además qué? ¿Para qué trazar curvas en el papel cuando me muero por salir, por caminar al azar, por correr hacia la mujer a la que amo, por abolirme en ella y por arrastrarla conmigo en mi resurrección hacia la muerte? No, ya no sé para qué estoy redactando un rompecabezas, mientras que sufro y que el torno hídrico se estrecha en mis sienes hasta triturar mis pocos recuerdos. Algo amenaza con estallar dentro de mí. Los crujidos se multiplican, anunciadores de un sismo que mis ocupaciones desgranadas ya no pueden conjurar. Dos o tres novelas censuradas no pueden distraerme del mundo libre que percibo desde mi ventana, y del cual estoy excluido. El tomo IX de las obras completas de Balzac me desalienta particularmente. «Había bajo el Imperio y en París trece hombres igualmente aquejados con el mismo sentimiento, dotados todos de una energía bastante grande como para ser fieles al mismo pensamiento, bastante políticos como para disimular 24

los vínculos sagrados que los unían...» Aquí me detengo. Esta frase inaugural de la Historia de los Trece me mata; este inicio brillante me da ganas de acabar de una vez con mi prosa acumulativa, por mucho que me recuerde los vínculos sagrados c –ahora rotos por el aislamiento– que me unían a mis hermanos revolucionarios. Ya no tengo nada que ganar al seguir escribiendo, no obstante sigo a pesar de todo, escribo hasta perder. Pero miento, pues desde hace unos minutos sé bien que algo gano en este juego, gano tiempo: un tiempo muerto que cubro con tachaduras y fonemas, que lleno con sílabas y aullidos, que cargo a fondo con todos mis átomos confesados, múltiplos de una totalidad que no igualarán nunca. Escribo con una escritura abiertamente automática y durante todo el tiempo que paso deletreándome, evito la lucidez homicida. Me dejo engañar con las falsas apariencias de las palabras. Y voy a la deriva con otro tanto más de complacencia que en esta maniobra gano en minutos lo que proporcionalmente pierdo en desesperación. Relleno la página de picadillo mental, me pongo a deshacer la sintaxis, ametrallo el papel desnudo, poco falta si no escribo con las dos manos a la vez para pensar menos. Y de repente, me salgo con la mía, sano y salvo, más vacío que nunca, cansado como un enfermo después de su crisis. Ahora que la jugarreta está hecha, Balzac eliminado, evitado el mal de desear en vano y de amar locamente a la mujer a la que amo, ahora que despedacé mi furor en nociones devaluadas, he descansado y puedo aspirar al paisaje devorado, contar los árboles que ya no veo y acordarme de los nombres de las calles de Lausana. Puedo incluso, sin turbación alguna, recordar el olor a pintura fresca de mi celda en la Prisión de Montreal y los olores repugnantes de las celdas de la Policía Municipal. Ahora que me siento liberado, dejo de nuevo que la incoherencia se apodere de mí; me rindo a este raudal improvisado, renunciando más por pereza que por principio a la división premeditada de una verdadera novela. Las verdaderas novelas se las dejo a los verdaderos novelistas. Por mi parte, me 25

niego en el acto a introducir el álgebra en mi invención. Condenado a cierta incoherencia ontológica, me resigno a ello. Hago incluso un sistema cuya aplicación inmediata decreto. Infinito, lo seré a mi manera y en el sentido propio. Ya no me saldré de un sistema que elaboro con el único fin de no salir nunca de él. De hecho, no salgo de ningún lugar, ni siquiera de aquí. Estoy atrapado, arrinconado en una cabina hermética y con cristales. A través de mi cristal penitenciario, veo una camioneta roja —sospechosa, según yo— que me recuerda a otra camioneta roja estacionada una mañana en la avenida de Pins, delante de la puerta cochera de los Fusileros de Mont-Royal. Pero resulta que esta mancha roja se pone en movimiento y desaparece en la negrura, privándome así de un recuerdo tonificante. Bye bye Fusileros de Mont-Royal. ¡Adiós a las armas! Este calambur inesperado me desalienta: tengo ganas de fundirme en lágrimas, no sé bien por qué. ¡Todas esas armas robadas al enemigo, escondidas luego descubiertas una por una en la tristeza, todas esas armas! ¡Y yo que estoy aquí desarmado por haber tenido un arma, desarmado también ante el sol disminuido que se desploma silenciosamente en la Isla Jesús! Si me someto todavía más al crepúsculo, no podré mantenerme por mucho tiempo en mi puesto, ni maniobrar serenamente en las aguas muertas de la ficción. Si miro una vez más el sol desvanecido, ya no tendré fuerzas para soportar el tiempo que corre entre tú y yo, entre nuestros dos cuerpos extendidos en el calendario de la primavera y del verano, luego rotos súbitamente al inicio del cáncer. Cerrar los ojos, apretar los dedos en el bolígrafo, no rendirse al mal, no creer en los milagros, ni en las letanías que profiero cada noche debajo de la sábana, no invocar tu nombre, mi amor. No decirlo en voz alta, no escribirlo en este papel, no cantarlo, ni gritarlo: ¡callarlo, y que mi corazón estalle!

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Respiro mediante pulmones de acero. Lo que me llega de afuera está filtrado, cortado con oxígeno y con nada, de tal modo que con este régimen mi fragilidad se acrecienta. Estoy sometido a un dictamen psiquiátrico antes de que me envíen a mi proceso. Pero sé que este dictamen mismo contiene un postulado no formulado que le confiere legitimidad al régimen que combato y una connotación patológica a mi empresa. La psiquiatría es la ciencia del desequilibrio individual enmarcado en una sociedad impecable. Valoriza al conformista, al que se integra y no al que niega; glorifica todos los comportamientos de obediencia civil y de aceptación. No es únicamente la soledad lo que combato aquí, sino este encarcelamiento clínico que impugna mi validez revolucionaria. ¡Releer a Balzac vendría a ser lo mismo! Quiero identificarme con Ferragus, vivir mágicamente la historia de un hombre condenado por la sociedad y sin embargo capaz, por sí solo, de hacer frente al asedio policiaco y de conjurar toda captura por medio de sus mimetismos, sus desdoblamientos y sus desplazamientos continuos. Yo también he soñado con eso, huir cada día a un departamento diferente, vestirme con la ropa de mis anfitriones, disimular mis huidas en un ritual de desfiles y de puestas en escena. Por haberme arropado inconscientemente con el traje ocelado de Ferragus, me encuentro hoy en una clínica vigilada, después de una estancia sin gloria en la Prisión de Montreal. Todo eso se parece a un formidable ardid, inclusive el daño que siento al confesarlo. Cuanto más avanzo en el desencanto, más descubro el suelo árido sobre el cual, durante años, creí ver brotar una vegetación mítica, verdadero desenfreno alucinante, inflorescencia de mentira y de estilo para ocultar la llanura rasa, aterrada, quemada viva por el sol de la lucidez y del tedio: ¡yo! La verdad ya no tolera en lo sucesivo que yo la siembre de un bosque de cálices. Develado de una vez por todas, mi rostro me aterroriza. Habiendo entrado aquí como prisionero, me siento enfermar día con día. Ya nada alimenta mi alma: ninguna noche estrellada viene a 27

transmutar mi desierto en un manto de sombra y de misterio. Ya nada me propone distracción, ni me ofrece alguna euforia de sustitución. Todo me abandona a la velocidad de la luz, todas las membranas se rompen dejando salir para siempre la preciosa sangre.

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Entre el 26 de julio de 1960 y el 4 de agosto de 1792, a medio camino entre dos liberaciones y mientras me introduzco, cubierto de aleación ligera, en una novela que se escribe en Lausana, busco ávidamente a un hombre que salió del Lausanne-Palace después de haber estrechado la mano de Hamidou Diop. Me colé en el hall del hotel sin llamar la atención de Hamidou. Al ejecutar un pasodoble, en una fracción de segundo me encontré delante del hotel, justo a tiempo para ver un 300SL alejarse en dirección a la plaza SaintFrançois. Algo me dijo que esa silueta fugaz no surgió del sahel senegalés y que, en este asunto, Hamidou está jugando doble. Es inútil en todo caso cuestionarlo sobre la identidad de su interlocutor y darle a conocer mis intuiciones temerarias. Este bello africano es más astuto que un chino. Con su locuacidad desbordante y su negritud deportiva, esconde demasiado bien sus artimañas y su inteligencia temible. Mientras hacía estas consideraciones sobre la duplicidad de mi héroe, caminaba lentamente subiendo hacia la calle de Bourg; y entré al cine de la plaza Benjamin-Constant para volver a ver Orfeu Negro. Al escuchar Felicidade, me puse a llorar. No sé por qué esta canción de dicha me habla de melancolía, ni por qué esta alegría frágil se traduce en mí por acordes fúnebres. En tal caso, ya nada me impide llamar a mi negra Eurídice, buscarla en la noche interminable, sombra entre las sombras de un sombrío carnaval, noche más negra que la noche saturnal, noche más dulce que la noche que pasamos juntos en algún lugar bajo el trópico natal cierto 24 de junio. Eurídice, estoy bajando. Heme aquí al fin. De tanto escribirte, voy a tocarte sombra negra, negra magia, amor. El cine Benjamin-Constant es para mí caída libre. Esta noche misma, a unas leguas del Hotel de la Paix, sede social del F.L.N., a unos pasos de la Prisión de Montreal, sede oscura del F.L.Q., rozo tu cuerpo 29

ardiente y lo pierdo enseguida, te rehago pero me faltan las palabras. La noche histórica parece secretar la tinta china en la que distingo demasiadas formas huidizas que se parecen a ti y nunca lo son. Al término de mi decadencia líquida, tocaré el país bajo, nuestra cama de caricias y de convulsiones. Mi amor... Tengo vértigo. Acabo teniendo miedo de cada silueta, de mis vecinos en el cine, de este extranjero que me esconde el perfil mulato de Eurídice, de esta gente que espera en la acera a la salida del cine. Me precipité a través de todo ese gentío aglutinado y atravesé la plaza BenjaminConstant. Y mientras caminaba a lo largo de la fachada iluminada del Hotel de la Paix, miré en la otra dirección, el contorno dentellado de los Alpes de Saboya y el manto marmolado del lago. Eran la once y cuarto. Había perdido mi día. Ya no tenía nada qué hacer, nadie con quién encontrarme, ninguna esperanza de volver a toparme con el hombre a quien Hamidou estrechó la mano en el hall del Lausanne-Palace. Indolentemente entré al hotel. Me entregaron la llave de mi habitación y un papel azul sellado. Lo abrí rápidamente y, no entendiendo nada de lo que estaba escrito, lo puse en mi bolsillo para no llamar la atención del muchacho del elevador. Tan pronto como estuve encerrado en mi habitación, me acosté en mi cama y releí este cúmulo informe de letras mayúsculas escritas sin espacios: CINBEUPERFLEUDIARUNCOBESCUBEREBESCUAZURANOCTIVAGUS. Ante este criptograma monofraseado, permanecí perplejo unos minutos, luego decidí proceder primero a una estadística alfabética, por orden de recurrencia, la cual me dio: E 7 veces; U 7; R 5; B, A y C 4 veces; S 3; I 3; O 2; G 2; P, F, L, V y Z una sola vez. La predominancia innegable de la vocal U es para sentirse embaucado. No conozco ninguna lengua en la que la epifanía de esta vocal sea tan numerosa. Ni siquiera en portugués y en rumano, donde abundan las U, detectamos con semejante predominancia la U sobre las otras vocales. 30

El criptograma del Hotel de la Paix no deja de fascinarme, no sólo por su origen misterioso (que no tiene nada que ver con la Oficina de la que me sé de memoria todas las cifras e inclusive sus variantes), sino también por la intención que presidió el envío de este mensaje. Al tropezar en esta ecuación con múltiples incógnitas que debo resolver antes de adentrarme más en mi relato, tengo la sensación de encontrarme ante el misterio impenetrable por excelencia. Cuanto más lo rodeo y lo examino, más crece al otro lado de mi opresión, decuplicando mi propio enigma aun cuando multiplico los esfuerzos por comprenderlo. No consigo reinventar el código de este mensaje; y por no traducirlo en mi lenguaje, escribo con la esperanza insensata de que de tanto parafrasear lo innombrable, termine por nombrarlo. Sin embargo, por más que cubro con palabras el jeroglífico, se me escapa y me quedo en la otra orilla, en la imprecisión y el anhelo. Arrinconado en mi esfera cerrada, desciendo, comprimido, al fondo del lago Leman y no llego a ubicarme fuera de la temática fluida que constituye el hilo de la intriga. Me he encerrado en un sistema constelado que me encarcela en un plan estrictamente literario, de hecho a tal grado que este secuestro estilístico parece confirmarme la validez del simbolismo que he utilizado desde el principio: la inmersión. Encajonado en mi barca funeraria y en mi repertorio de imágenes, sólo me queda continuar con mi ahogamiento escrito. Descender es mi porvenir, sumergir mi gestuario único y mi profesión. Me ahogo. Me ofelizo e en el Ródano. Mi larga cabellera manuscrita se mezcla con las plantas acuátiles y con los adverbios invariables, mientras me deslizo, variable, entre las dos orillas escotadas del río cisalpino. Así, enjaulado como es debido en mi concepto metálico, seguro de no salir de ahí pero incierto de seguir viviendo ahí por mucho tiempo, sólo me queda una cosa por hacer: abrir los ojos, ver locamente este mundo derramado, perseguir hasta el final a aquel que busco, y matarlo.

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¡Matar! Qué ley más espléndida con la cual a veces es grato conformarse. Durante meses, me preparé interiormente para matar, lo más fríamente posible y con el máximo de precisión. Ese domingo por la mañana en el que llovía, me preparaba secretamente para dar el golpe. Mi corazón latía con regularidad, mi mente estaba clara, ágil, precisa como debe estarlo un arma de fuego. Los meses y los meses que habían precedido verdaderamente me habían transformado. Y es con un sentimiento agudo de la gravedad de mi atentado y con reflejos perfectamente domesticados como inauguraba ese día de nupcias negras. Súbitamente a eso de las diez y media se produjo la ruptura. Detención, esposas, interrogatorio, desarme. Contratiempo total, este accidente trivial que me valió estar encarcelado es un acontecimiento antidialéctico y la contradicción innegable del proyecto no confesado de que yo iba a ejecutar con el arma empuñada y en la euforia purificadora del fanatismo. Matar le confiere un estilo a la existencia. Es este posible continuamente presente, por su inserción inconfesable en la vida corriente, el que le inyecta a ésta el vigor sin el cual se resume a una reptación asténica y a la interminable experimentación del aburrimiento. Después de mi proceso y de mi liberación, no puedo imaginar mi vida fuera del eje homicida. Desde ya, me devora la impaciencia al pensar en el atentado múltiple, gesto puro y estrepitoso que me devolverá las ganas de vivir y me entronizará terrorista, en la más estricta intimidad. Que la violencia instaure de nuevo en mi vida el orden vital, pues me parece que, desde hace treinta y cuatro años, no he vivido sino como la hierba. Si hiciera la cuenta, por un cómputo rápido, de los besos dados, de mis grandes emociones, de mis noches de embelesamiento, de mis días luminosos, de las horas privilegiadas y de lo que me queda de los grandes descubrimientos; y si sumara, en una infinidad de postales perforadas, las ciudades que he atravesado, los hoteles en los que me he detenido por una buena comida o por una noche de amor, el número de mis amigos y de las mujeres a las que 32

he traicionado, ¿a qué sombrío inventario me conducirían todas estas operaciones arritmales? La curva sinusoidal de lo vivido no traduce la antigua esperanza. Desvié sin cesar mi línea de vida, para obtener, por una acumulación de indignidades, menos felicidad, lo cual me llevó a regresar casi nada de ella. Ante esta estadística infusa que me persigue de pronto con acompañamiento de lasitud, no me imagino nada mejor que seguir escribiendo en esta hoja y sumergirme sin esperanza en el lago fantasma que me inunda. Descender palabra por palabra en mi foso de recuerdos, tratar de reconocer ahí algunos antiguos rostros heridos, inventar otros compañeros que ya me preocupan, que me arrastran en un nudo de pistas falsas y que acabarán exiliándome, de una vez por todas, fuera de mi país arruinado. Entre cierto 26 de julio y la noche amazónica del 4 de agosto, en algún lugar entre la Prisión de Montreal y mi punto de caída, declino silenciosamente en la residencia vigilada y bajo la protección de la psiquiatría vienesa; me deprimo y acabo por admitir que esta postración es mi manera de ser. Durante años, he vivido aplastado con furor. He acostumbrado a mis amigos a un voltaje insostenible, a un despilfarro de chispas y de cortos circuitos. Escupir al fuego, burlar a la muerte, resucitar cien veces, correr la milla en menos de cuatro minutos, introducir el lanzallamas en dialéctica, y la conducta suicida en política, he ahí como he fijado mi estilo. Acuñé mi moneda en el jaleo a la imagen del superhombre molido. Pirata desencadenado en un estanque brumoso, cubierto con Colts 38 e inyectado de subcutáneas embriagadoras, ¡soy el encarcelado, el terrorista, el revolucionario anárquico e indiscutiblemente acabado! ¡Con el arma en el costado, siempre listo para desenvainar ante un fantasma, con el gesto relámpago, con la mano muerta y la muerte en el alma, yo soy el héroe, el desintoxicado! ¡Jefe nacional de un pueblo inédito! Soy el símbolo fracturado de la revolución de Quebec, pero también su reflejo desordenado 33

y su encarnación suicida. Desde la edad de quince años, no he dejado de querer un buen suicidio: ¡bajo el hielo nevado del lago del Diablo, en el agua boreal del estuario del San Lorenzo, en una habitación del hotel Windsor con una mujer a la que haya amado d , en el coche triturado el otro invierno, en el frasco de Beta-Chlor 500 mg, en el lecho del Tótem, en los barrancos de la Grande-Casse y del Tour d’Aï, en mi celda CG19, en mis palabras aprendidas en la escuela, en mi garganta conmovida, en mi yugular sin agarrar y que brota sangre! Suicidarme por todas partes y sin tregua, ésa es mi misión. En mí, deprimido explosivo, toda una nación se aplasta históricamente y relata su infancia perdida, mediante bocanadas de palabras tartamudeadas y delirios escriturarios y, bajo el shock negro de la lucidez, se pone a llorar repentinamente ante la inmensidad del desastre y de la envergadura cuasisublime de su fracaso. Llega un momento, después de dos siglos de conquistas y 34 años de tristeza confusional, en el que ya no se tiene fuerzas para ir más allá de la abominable visión. Encastrado en los muros del Instituto y provisto de un expediente de terrorista con periodos maníaco-espectrales, me someto al vértigo de escribir mis memorias y me propongo levantar un acta precisa y minuciosa de un suicidio que nunca termina. Vienen tiempos en los que el cansancio pulveriza los proyectos a pesar de todo irreductibles y en los que la novela que empezó uno a escribir sin sistema se diluye en el equanitrate. El salario del guerrero deshecho es la depresión. El salario de la depresión nacional es mi fracaso; es mi infancia en una banquisa, son también los años de hibernación en París y mi caída en esquí en el fondo del Tótem en cuatro brazos sucesivos. El salario de mi neurosis étnica es el impacto del chasis b y de las hojas de acero lanzadas contra una tonelada inquebrantable de obstáculos. Desde ahora, estoy dispensado de actuar coherentemente y exento, de una vez por todas, de hacer de mi vida un éxito. Podría, por poco que consienta en ello, acabar mis días en el entorpecimiento sigiloso de un instituto ahistórico, sentarme 34

indefinidamente ante diez ventanas que desplieguen ante mis ojos diez porciones equaniles de un país conquistado y esperar el juicio final en el que, dado el dictamen psiquiátrico y las circunstancias atenuantes, seguramente me absolverán. Así, provisto de un expediente judicial con apéndice psiquiátrico, puedo consagrarme a escribir página por página palabras abolidas, dispuestas sin cesar según armonías que siempre es agradable experimentar, aun cuando eso, en última instancia, puede parecerse a un trabajo. Pero este esfuerzo miligramado con cuidado no es nocivo, ni está contraindicado, desde luego siempre y cuando los periodos de escritura sean breves y les sigan periodos de reposo. Nada le impide al deprimido político conferir una coloración estética a esta secreción verbosa; nada le prohíbe transferir a esta obra improvisada el significado del que está desprovista su existencia y que está ausente en el porvenir de su país. Sin embargo, esta inversión en fondo perdido tiene algo de desesperado. Es terrible y no puedo escondérmelo más: estoy desesperado. No me habían dicho que al volverme patriota, sería así arrojado en el desamparo y que de tanto querer la libertad, me hallaría encerrado. ¿Cuántos segundos de angustia y siglos de abandono tendré que vivir para merecer el abrazo final de la sábana blanca? Ya nada me hace creer que una vida nueva y maravillosa reemplazará a ésta. Condenado a la negrura, me doy golpes en las paredes de un calabozo donde al fin, después de 34 años de mentiras, habito plenamente y en toda humillación. Estoy encarcelado en mi locura, amurallado en mi impotencia vigilada, en cuclillas sin entusiasmo sobre un papel blanco como la sábana con la que uno se ahorca.

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Entre el 26 de julio cubano y la noche lírica del 4 de agosto, entre la plaza de la Riponne y la pizzería de la plaza del Hotel-de-Ville, en Lausana, me encontré a una mujer rubia cuyo modo de andar majestuoso reconocí instantáneamente. La dicha que sentí en ese instante todavía resuena en mí al mismo tiempo que, sentado en esta pizzería lausanesa, lugar de encuentro de los masones del Tesino, me dejo llevar por la tristeza que me aletarga progresivamente desde que volví a salir de mi hotel donde sólo pasé unos minutos estériles después de haber ido al cine Benjamin-Constant. Es en esta pizzería donde fui a parar.

Y cuando la rocola tocó por tercera vez los primeros acordes de Desafinado, ya no podía más de nostalgia. Me retiré de la barra al ritmo de las guitarras afrobrasileñas y pagué mi cuenta en la caja. Y heme aquí de nuevo en esta noche anterior, estrangulado una vez más en el torno de la calle de las Escaleras del Mercado que vuelvo a subir como si esa desnivelación tuviera la virtud de compensar mi caída interior. A unos pasos de la plaza de la Riponne y al dirigirme hacia ella, divisé la cabellera leonina de K. Apretando el paso, pronto me encontré a su lado, muy cerca de su rostro volteado. Como temía ahuyentarla por lo súbito de mi acercamiento, me apresuré a conjurar un malentendido y pronuncié su nombre, con una inflexión que ella debía reconocer. Fue entonces cuando el acontecimiento maravilloso, nuestro reencuentro, se produjo, al mismo tiempo que nos acercábamos ambos a la gran explanada de la Plaza de la Riponne. Doblamos a nuestra izquierda, después de haber descubierto la columnata sombría de la universidad y la dicha deslumbradora de volvernos a encontrar. Ya no recuerdo el itinerario que seguimos después, ni qué calles sombrías recorrimos lentamente, K y yo, antes de detenernos un momento en el Gran 36

Puente, justo por encima de la Gaceta de Lausana y frente a la mole sombría del Gobierno cantonal que nos ocultaba el lago Leman y el espectro de los Alpes. Doce meses de separación, de malentendidos y de censura se acababan mágicamente por esta casualidad: algunas palabras aprendidas otra vez, el roce de nuestros dos cuerpos y su nueva espera. Doce meses de amor perdido y de languideces se abolieron en el delirio fundamental de este reencuentro inesperado y de nuestro amor loco, llevado de nuevo hacia el alto valle del Nilo, en una deriva voluptuosa entre Montreal y Toronto, entre el camino de la Reina María y el cementerio de los judíos portugueses, desde nuestras recámaras líricas del Politécnico hasta nuestros encuentros fugaces en Pointe-Claire, en algún lugar entre un 26 de julio violento y un 4 de agosto fúnebre, aniversario doble de una doble revolución: aquella que empezó peligrosamente y la otra, secreta, que nació en nuestros besos y por medio de nuestros sacrilegios. Nuestra vida ya cupo en algunos juramentos voluptuosos y tristes intercambiados en un auto estacionado en la isla Santa Elena, cerca de los cuarteles, por una tarde de lluvia. Antes de encontrarte, nunca terminaba de escribir un poema largo. Luego un día, me estremecí de saberte desnuda bajo tu ropa; hablabas, pero me acuerdo de tu boca solamente. Tú hablabas esperando y yo esperaba. Estábamos de pie, tus cabellos se enmarañaban en el agua fuerte de Venecia por Clarence Gagnon. Es así como vi Venecia, por encima de tu hombro, sumergida en tus ojos cafés, y estrechándote contra mí. No necesito ir a Venecia para saber que esa ciudad se parece a tu cabeza echada hacia atrás en la pared del salón, mientras yo te besaba. Tu languidez me conduce a nuestro abrazo prohibido, tus grandes ojos sombríos a tus manos húmedas que buscan mi verdad. ¿Quién eres tú, si no la mujer acabada que se contonea según las estrofas del deseo y mis caricias veladas? En nuestro placer apostatado, germinaban todos nuestros proyectos revolucionarios. Y he ahí que por 37

una noche de pleno verano, en algún lugar entre la vieja Lausana y su puerto medieval, en la línea mediana que separa dos días y dos cuerpos, recobramos nuestra antigua razón de vivir y de haber deseado mil veces morir en vez de afrontar la separación cruel cuya terminación súbita nos inundó de alegría.

Esa noche caminamos por mucho tiempo, hasta que el valle todo entero del Ródano se colmara de sol y que, poco a poco, en el antiguo puerto de Ouchy resonara el ruido de los motores y del trabajo, y que los muchachos dispusieran las sillas en la terraza del Hotel d’Anglaterre donde Byron, en una sola noche en el bello verano de 1816, escribió El prisionero de Chillon. Nos sentamos a la mesa en la terraza del Hotel d’Anglaterre para desayunar y guardar silencio a la altura del espejo líquido disimulado todavía por un hálito brumoso. Después de doce meses de separación y doce medidas de imposibilidad para vivir un mes más, después de una noche de caminata desde la Plaza de la Riponne hasta el nivel del lago antiguo y hasta la primera hora del alba, subimos a una habitación del Hotel d’Anglaterre, quizás aquella donde Byron le cantó a Bonnivard que antaño se había sumido en una celda del castillo de Chillon. K y yo, inundados de la misma tristeza inundante, nos extendimos bajo las sábanas frescas, desnudos, aniquilados voluptuosamente uno a otro, en el esplendor puntual de nuestro poema y del alba. Nuestro abrazo deslumbrador y el choque mágico de nuestros dos cuerpos me fulminan aún esta tarde, en tanto que al término de este amanecer incendiado me encuentro acostado solo sobre una página blanca en la que ya no respiro el aliento cálido de mi rubia desconocida, en la que ya no siento su peso que me atrae según un sistema copernicano y en la que ya no veo su piel ambarina, ni sus labios incansables, ni sus ojos silvestres, ni el canto puro de su placer. Desde ahora solo en mi

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cama paginada, me siento mal y me acuerdo de ese tiempo perdido recobrado, pasado desnudo en la plenitud oculta de la voluptuosidad. Los ritmos contoneados de Desafinado que estallan por sorpresa en el Multivox me alzan al nivel del lago amargo en el que recobré el alba de tu cuerpo, en un solo abrazo trastornador, y me vuelven a llevar a tu ribera membranada donde habría sido mejor morir entonces, pues me estoy muriendo ahora. Aquella mañana era el buen tiempo, el de la juntura exaltada de dos días y de nuestros dos cuerpos. Sí, era el alba absoluta, entre un 26 de julio que se evaporaba por encima del lago y la noche inmanente de la revolución. Las palabras que se atestan en mí no impiden que el arroyo claro del tiempo huido huya en cascadas hasta el lago. El tiempo pasado vuelve a pasar aún más rápido de lo que había pasado esa mañana, en nuestra habitación del Hotel d’Anglaterre con vista al glaciar desaparecido de Galenstock que descendía un día sobre la terraza del hotel en el sitio mismo donde K y yo nos habíamos sentado hasta el alba. Glaciar huido, amor huido, alba fugaz e interglaciar, besar fugado muy lejos en la otra orilla y lejos también del cristal empañado de mi batiscafo que se sumerge a pique bajo la ventana de la habitación donde Byron lloró en las estancias a Bonnivard y yo en la cabellera dorada de la mujer a la que amo.

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Comentarios de traducción Aspecto léxico

A.

O: “...ma chute ralentie...” T: “...mi caída que se vuelve lenta...” C: Modulación. Según el Petit Robert, el verbo ralentir significa hacer o hacerse algo más lento (rendre plus lent; diminuer; aller moins vite; réduire sa vitesse), cualquiera que sea su dictum (transitivo, intransitivo o pronominal). Este verbo, en el que está implícita la disminución de velocidad, no tiene equivalente exacto en español. En esta oración, el verbo se presenta en su forma participial con función de adjetivo adyacente al sustantivo caída (chute). Dado que en español no existe un equivalente al verbo, y por lo tanto tampoco al participio, decidí modularlo por una oración subordinada adjetiva especificativa, que no deja de determinar al sustantivo y mantiene así su función de adjetivo. Al traducir ralentie por lenta, se perdía el aspecto gradual del participio; y traduciéndolo por disminuida o aminorada, se perdía el carácter de lentitud implícito en el verbo. Por ello, creo que con esta solución logré rescatar ambas cosas.

B.

O: “...l’impacte de la monocoque...” T: “...el impacto del chasis...” C: Modulación. Una de las acepciones ofrecidas por el Petit Robert para monocoque es la que tiene que ver con automóviles (2. Adj. Sans châssis, dont la coque assure à elle seule la rigidité. Voiture monocoque). En ese contexto coque se refiere al armazón que reemplaza el chasis y la carrocería de un auto (3. Bâti rigide qui remplace le châssis et la carrosserie). Lo que nos da la pista de que el autor hace referencia a esa estructura del coche es el contexto, pues en ese mismo párrafo, un poco antes, habla de un suicidio en un auto triturado. Además no hay que olvidar esa obsesión de Aquin por los coches como instrumentos para provocar a la muerte.

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Pero, por si queda alguna duda, lo que confirma que se trata de eso es que está puesto en femenino (la monocoque), lo cual implica que se refiere a la voiture y no al sustantivo masculino monocoque que significa “avión de fuselaje” o “barco con un solo casco”. En este caso, el adjetivo está sustantivado y funciona como una sinécdoque: la parte por el todo. Ahora bien, en español no se usa monocasco, y casco en ese sentido se refiere más bien al “cuerpo del barco”. La modulación por chasis (según el DUE: “armazón de forma más o menos cuadrada que sostiene algo, particularmente, la que sostiene la carrocería de un vagón, un automóvil, etcétera”.) me pareció una buena solución, pues el hispanohablante sí relaciona esa palabra con el coche, y así pude mantener la sinécdoque.

Aspecto morfosintáctico

C.

O: “...ce début fulgurant me donne le goût d’en finir avec ma prose cumulative, autant qu’il me rappelle des liens sacrés...” T: “...este inicio brillante me da ganas de acabar de una vez con mi prosa acumulativa, por mucho que me recuerde los vínculos sagrados...” C: Según Maurice Grevisse, la expresión autant que puede llegar a ser una proposición adverbial de concesión que expresa un hecho variable. Grevisse otorga muchos ejemplos en los que se puede observar el uso del modo subjuntivo en el verbo de la oración subordinada. En esta frase no es posible saber exactamente si el verbo está en indicativo o en subjuntivo, dado que los verbos del primer grupo en tercera persona se conjugan igual en cualquiera de los dos modos. No obstante, es el contexto y la lógica misma del texto la que me dice que entre las dos oraciones hay una relación de concesión y no de comparación. Para traducir la frase al español, utilicé la construcción por mucho que, que según Alarcos Llorach es sinónima de otras estructuras concesivas como aunque o aun cuando. A pesar de que Alarcos pone ejemplos de uso tanto en indicativo como en subjuntivo, decidí conjugar el verbo recordar en presente del subjuntivo, a fin de mantener la perspectiva variable e hipotética de la frase.

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D.

O: “...avec une femme que j’ai aimée...” T: “con una mujer a la que haya amado...” C: Modulación. Aunque en el original el verbo está conjugado en pasado compuesto del modo indicativo, decidí traducirlo en antepresente o pretérito perfecto del subjuntivo. Mi decisión responde al hecho de que se trata, desde la perspectiva del enunciador, de una situación hipotética deseada; en palabras de Alarcos Llorach es: “un hecho ficticio, cuya eventualidad se ignora o cuya irrealidad se juzga evidente (hechos que se imaginan, se desean, se sospechan, etcétera)”. Además, el carácter hipotético de la oración está marcado por el uso del artículo indefinido una, el cual implica que el narrador no está haciendo referencia a ninguna mujer en particular.

Aspecto metalingüístico E.

O: “Je m’ophélise dans le Rhône” T: “Me ofelizo en el Ródano” C: Como mencioné en la presentación crítica de esta tesina, los textos de Hubert Aquin están cargados de alusiones históricas, literarias y culturales. Desde mi punto de vista, en esta oración Aquin está aludiendo a la Ofelia de Shakespeare, la novia de Hamlet que se vuelve loca y muere ahogada en el río. Se trata, pues, de un neologismo que acuña Aquin a partir de la alusión al personaje de la tragedia shakesperiana, y podría ser una especie de sinénfasis o alusión que, según Helena Beristáin, obliga al lector a “efectuar un trabajo de interpretación”, al poner a prueba su información. En la poesía barroca se usaban mucho este tipo de figuras retóricas, que incluían las alusiones mitológicas (mitologismos) y que exigían lectores eruditos. Al parecer Aquin formó un nuevo verbo a partir del nombre propio Ophélie; y puedo deducir, por como lo conjugó, que el verbo en infinitivo sería s’ophéliser, parecido en su conjugación a valoriser. Es por ello que, en este ejercicio lúdico al que me orilló el autor, acuñé en español el neologismo ofelizar(se), que se conjuga como valorizar.

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Bibliografía utilizada para la traducción y los comentarios

Alarcos Llorach, Emilio (1999). Gramática de la lengua española, Madrid: Espasa Calpe

Beristáin, Helena (2000). Diccionario de Retórica y Poética, octava edición, México: Porrúa

Bescherelle. La conjugaison pour tous, Hatier, Paris, 1997

Diccionario de la Real Academia española, vigésima primera edición, Espasa Calpe, Madrid, 1992

García-Pelayo, Ramón (1998). Gran diccionario bilingüe, París: Larousse

Grevisse, Maurice (1993). Le bon usage, grammaire française, treizième édition revue, París: Duculot

Le Petit Robert, Le Robert, Paris, 2000

Le Robert de poche. Langue française & noms propres, Le Robert, 1995

Moliner, María (1998). Diccionario de uso del español, Madrid: Gredos

Rey, Alain y Sophie Chantreau (1997). Dictionnaire des expressions et locutions, París: Le Robert

Seco, Manuel (2000). Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, 10ª edición, Madrid: Espasa Calpe

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Fuentes multimedia Atlas Mundial Encarta, 1999

Dictionnaire de l’Académie Française , première édition, 1694, Formulaire de recherche par mot-vedette http://hera.inalf.cnrs.fr/dictionnaires/ACADEMIE/PREMIERE/search.form.html

Enciclopedia Encarta, 1998

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