Prólogo del libro Chilenos de oro Autor: Esteban Abarzúa Editorial: Don Bosco Santiago de Chile, 2005
Feliz elegido de la fama la palma de la victoria le honra y le designa a los clamores del estadio. Píndaro, Olímpicas
Vivir es recordar
Juan Reccius Ellwanger, saltador de triple que compitió en los Juegos Olímpicos de 1936, en Berlín, es el hombre más viejo con el que haya hablado en mi vida. Le faltaba un mes para cumplir noventa y cuatro años cuando lo entrevisté en Valdivia para Las Últimas Noticias. Aparte de su memoria casi fotográfica de aquellos días en la Alemania de Hitler, lo que más me impactó de él fue cómo cuidaba un certificado de su abuelo Adolfo, extendido por el Departamento de Guerra de la Unión en 1865 para acreditar su participación como voluntario en la Guerra Civil de Estados Unidos. El papel se encontraba en perfectas condiciones. Reccius no sólo sabía perfectamente quién era, sino que también de dónde venía y cómo se convirtió en el hombre que terminó siendo. Siempre me he preguntado desde entonces cómo recuerda un hombre de noventa y cuatro años, aún sano, cuando se pone a recordar su historia. Lo que había en Reccius no era dolor ni nostalgia. Era la tranquila dignidad de los últimos días y, a la vez, una lucha a muerte contra el olvido: entre la cercanía de la extinción y la seguridad más absoluta de que el certificado de su abuelo quedaría en manos de sus hijas en la hora del adiós. Los ciento ocho años que van desde Atenas 1896, los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, y las medallas de oro conseguidas por Nicolás Massú y Fernando González en Atenas 2004, las primeras conquistadas en el nombre de Chile, deben estar llenos de relatos como el de Juan Reccius. Historias que son parte de un patrimonio y que, sin embargo, se fueron quedando entre las sombras a medida que morían sus testigos y protagonistas. La secuencia parte con el nombre de Luis Subercaseaux Errázuriz, un adolescente de quince años que andaba de vacaciones en Grecia cuando su hermano Pedro lo convenció de correr los cien metros en el estadio Panateneo, sede de los juegos inaugurados por el barón Pierre de Coubertin. Siempre se supo que
un chileno había participado en 1896, pero el secreto tardó casi un siglo en revelarse: Ramón Subercaseaux, embajador de Chile en Francia y padre de Luis, se indignó con éste por haberse arrogado la representación del país y le exigió que no volviera a hablar del tema en su vida. La promesa estuvo a punto de ser cumplida, pero Luis ya mayor decidió contarle todo a su hijo José Luis antes de que éste emprendiera un viaje a España. “Por si no nos vemos más”, le advirtió. Y así fue, porque Luis Subercaseaux murió en 1973 y José Luis no pudo acudir a su funeral. Todo se hizo público recién en 1996, cuando el Comité Olímpico Internacional invitó a Chile para celebrar el centenario de los primero Juegos, como uno de los trece países que participaron en la versión inicial. Cien años debieron pasar para que la noticia fuera revelada. El primer medallista olímpico chileno fue Manuel Plaza, un nombre marcado por el mito. El maratonista ganó la presea de plata en los Juegos de Amsterdam 1928. ¿Realmente iba en primer lugar cuando se extravió en plena ruta, lo justo para terminar segundo? Sus descendientes aclaran que no, pero su historia es más que eso. La carta que le mandó a su hermano Luis, fechada el 22 de julio de 1928, catorce días antes de participar en la prueba de fondo, dice mucho del héroe: “En estos momentos en que te escribo estoy en vísperas de mi gran carrera y sólo espero de correr para ver si puedo darle a Chile algún puesto de honor. Sólo me cabe de encargarte que cuides de mi trabajo, lo desempeñes de la mejor forma posible, no contraríes a la Rosa hace lo que ella te diga, y vigila que los chiquillos se porten bien y no hagan pasar rabias a mi esposa”. Nacido en Lampa, el 17 de marzo de 1900, sus piernas de repartidor de diarios le dieron a Plaza el temple necesario para correr los cuarenta y dos kilómetros con ciento noventa y cinco metros del maratón. Le gustaba partir de los últimos, con un puñado de porotos en la mano que lanzaba uno por uno a medida que superaba a sus competidores. Era su forma de irlos contando y de saber cuántos le faltaban todavía por sobrepasar. El llamado “ídolo de los humildes” cumplió su primera proeza olímpica en París 1924, donde sí se perdió en el camino y finalizó sexto. En Amsterdam jamás pudo superar al argelino Boughera El Ouafi, quizás porque ese día corrió lesionado. Aun así llegó a veintiséis segundos del vencedor y, cuando éste recibía atención médica, postrado en una camilla, “el chileno de las piernas de acero” dio una vuelta de más al estadio. Después le preguntaron por qué no se retiró de la competencia, si le dolía tanto la rodilla. “Morir antes que abandonar un maratón”, respondió Plaza, que en su regreso a Chile fue
recibido por treinta mil personas en la Estación Mapocho y fue condecorado por Carlos Ibáñez del Campo, el Presidente de la República. Plaza le entregó a su país la primera de las nueve medallas previas a Atenas 2004. Fueron seis de plata y tres de bronce, compartidas por veintisiete deportistas. Del atletismo: Manuel Plaza y Marlene Ahrens. De la equitación: Oscar Cristi, César Mendoza y Ricardo Echeverría. Del boxeo: Ramón Tapia, Claudio Barrientos y Carlos Lucas. Del tiro al vuelo: Alfonso de Iruarrizaga. Y del fútbol: Nelson Tapia, Cristián Alvarez, Claudio Maldonado, Pablo Contreras, Pedro Reyes, David Pizarro, Iván Zamorano, Reinaldo Navia, Rodrigo Tello, Rafael Olarra, Patricio Ormazábal, David Henríquez, Sebastián González, Francisco Arrué, Rodrigo Núñez, Manuel Ibarra, Javier Di Gregorio y Mauricio Rojas. Cuando el país salió a las calles en agosto de 2004 para celebrar las hazañas de Massú y González hubo algunas voces críticas por el exceso de triunfalismo demostrado por las masas, sobre todo en su afán de querer compartir algo que –se suponetuvo el sello individual de quienes ganaron las medallas. Sin embargo, la tradición de los Juegos Olímpicos, los antiguos y los modernos, permite e incluso sublima el carácter nacional de estos logros. Cuando gana Nicolás Massú es Chile el que se sube al podio, de modo que no valen en este caso los reduccionismos. De aquellos días son las siguientes palabras de Alfredo Jocelyn-Holt, autor de Historia general de Chile, quien definió el sitial que les correspondería a los tenistas por el oro de Atenas. “Este país está pidiendo una forma de épica, héroes. Chile necesita que se le ofrezca algo que salga de la chatura complaciente que inunda toda nuestra realidad. El materialismo no sirve, no contenta al grueso de la población. Como que todos están anhelando algo que los eleve a una altura heroica. Y qué mejor ejemplo que estas figuras olímpicas. Lo que me parece interesante es lo que puede estar operando en un imaginario colectivo; una constatación de que los héroes y la heroicidad y la épica no las están dando los políticos, los líderes típicos, sino que estos jóvenes deportistas”, sostiene el historiador. El heroísmo se construye a través de ciertos actos heroicos, que en el caso de Massú y González estuvieron dados por sus partidos de tenis en Atenas: sus triunfos y la forma en que los consiguieron. Antes de conseguir la gloria olímpica era simples triunfadores, jóvenes a esa altura ya conocidos por sus títulos, pero después de sus preseas el tema es cómo este Chile que necesita
héroes es capaz de verificar en el día a día el respeto que ellos merecen. Más aún, la pregunta es cómo Chile puede darse valor agregado con estos ejemplos. ¿Podremos ser algún día todos los chilenos como Nicolás y Fernando? Hoy, por lo menos, su indocilidad en el campo de juego y su esfuerzo en la vida son patrimonio de todo un pueblo. Esto ha sido así desde siempre. Según el filólogo y helenista Iván Salas Pinilla, en los Juegos Olímpicos antiguos “para el griego era fundamental la inmortalidad, que su nombre permaneciera en el tiempo”, y el triunfo constituía un motivo de orgullo colectivo. “Las respectivas ciudades y los padres del competidor eran mencionados durante la premiación. A los ganadores se les recibía multitudinariamente en las ciudades e incluso se abría una puerta especial en los muros a su llegada. Se les entregaba una corona de olivo y se convertían en celebridades. Tenían alimento gratis para el resto de sus vidas, asiento reservado en primera fila en el teatro y quedaban libres de pagar impuestos”, explica Salas. El presente, fundamentalmente, pretende ser un texto de recuerdos y, en ese sentido, siempre me ha inquietado cómo la memoria va formando sus relatos en el terreno de la arbitrariedad, dándoles vitalidad a ciertos recuerdos y dejando otros detalles en el umbral del olvido. Hay un libro de Georges Perec, Je me souviens, compuesto por cuatrocientas ochenta anotaciones, cada una de las cuales empieza con las tres palabras del título. “Yo me acuerdo”. Son anotaciones que no superan las diez líneas, cuando mucho. “Yo me acuerdo de que mi tío tenía un CV11 con matrícula 7070RL”, por ejemplo, o “yo me acuerdo de Zatopek” o “yo me acuerdo de Xavier Cugat”. Muchas de las evocaciones son apenas el esqueleto de una historia, en la que se requiere la complicidad del lector para saber que Zatopek es un atleta checo, la Locomotora Humana, ganador de tres medallas de oro en las carreras de fondo en los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952: cinco mil y diez mil metros y maratón, o que Cugat era un músico catalán. A petición de Perec, todas las ediciones de Je me souviens agregan algunas páginas en blanco al final para que el lector escriba sus propios “yo me acuerdo”. Aunque la idea trascendió con el autor parisino, la idea es de Joe Brainard, un pintor nacido en Oklahoma que en 1970 publicó un libro de treinta y dos páginas, titulado I remember. “Yo me acuerdo de la primera vez que vi llorar a mi madre. Yo estaba comiendo pie de albaricoque”, dice Brainard, entre otras remembranzas.
Yo me acuerdo de la vez que subí un cerro con mi abuelo y de que pasamos la noche en la cima, cubiertos de hojas y mirando las estrellas. Me acuerdo también de la final olímpica de Massú y González contra los alemanes y de que mi abuelo murió un mes después. Todo esto viene del poder de ciertos acontecimientos que son capaces de marcar la memoria de una generación. Esta es la razón de que en el último capítulo se incluyan los recuerdos de algunos chilenos, vertidos en la prensa local y en diversos foros de internet, porque la manera en que Massú y González serán recordados en el tiempo tiene mucho que ver con la forma en que nos vemos a nosotros mismos.
Esteban Abarzúa Santiago, octubre de 2005