La filosofía al final de una era: modernidad, posmodernidad y post-posmodernidad Andoni Ibarra Llamar hoy, iniciado ya el siglo XXI, la atención sobre el cambio de dirección en la filosofía es remarcar una constatación bien asumida. Importa, sin embargo, precisar el sentido y alcance de esa dirección. A mediados del siglo pasado era también clara la percepción de una inflexión en el estilo del pensamiento filosófico. Ferrater Mora aludió a un "cambio de marcha en filosofía" y Rorty acuñó el celebrado "giro lingüístico" para referenciarlo (Ferrater Mora 1974, Rorty 1967). Ambos tenían como objetivo testimoniar la emergencia y consolidación de la filosofía analítica como hecho singular del siglo XX.
1. Las dos grandes corrientes filosóficas occidentales: filosofía analítica y filosofía continental
La filosofía analítica fija un estilo de hacer filosofía, no un programa filosófico o un conjunto de tesis sustantivas. Las figuras iniciadoras de la corriente analítica son Frege, Russell, el primer Wittgenstein y G.E. Moore. Otras figuras relevantes, a partir de los 40 o 50, son Carnap, Quine, Davidson, Kripke, Dummett o Strawson. La filosofía analítica procura claridad y precisión en el pensamiento, al modo como las procuran también las ciencias naturales y formales. En cierto sentido, la filosofía analítica proyecta un estilo de trabajo próximo al paradigma de la investigación en la ciencia natural: la búsqueda de pequeñas contribuciones locales que permitan ir avanzando en la solución de problemas reconocidos como tales por la comunidad de practicantes. Moulines ha denominado al principio que rige ese estilo de filosofar como "principio de las distinciones graduales": "son filosóficamente relevantes las distinciones conceptuales que atienden sólo a diferencias de grado y no a diferencias absolutas en el objeto o dominio de estudio" (Moulines 1982, 32).
El estilo analítico de filosofar, imperante en el ámbito anglosajón y, en menor medida, en el europeo, está estrechamente vinculado a los problemas filosóficos concernientes al lenguaje. Tres motivos explican esta vinculación esencial con el lenguaje:
(I) el hecho de que la lingüística y otras ciencias humanas y sociales lograran a principios del siglo XX el estatus de ciencia, alcanzando un prestigio comparable al de las ciencias de la naturaleza;
(II) el hecho de que los filósofos del siglo XX tomaran conciencia, de manera más acusada que en otras etapas históricas, de que su medio de expresión e instrumento de trabajo es el lenguaje, de tal forma que el análisis y la reflexión sobre el lenguaje se concibieran como las condiciones previas para un correcto planteamiento de los problemas filosóficos; y
(III) el auge de la filosofía del lenguaje y la filosofía de la ciencia, coetáneo al de la lógica simbólica y a la aparición de múltiples lenguajes artificiales, hizo necesaria la reflexión sobre el sentido, los límites y las condiciones de posibilidad del lenguaje.
La emergencia de la filosofía analítica resituó frente a ella a las corrientes tradicionales que, a falta de mejor designación, se las ha congregado bajo el rótulo de la "filosofía continental", predominante a lo largo del siglo pasado en el continente europeo. Este conglomerado filosófico agrupa a diversas corrientes -fundamentalmente sostenidas en filósofos franceses y alemanesque se sitúan en la herencia del idealismo alemán, en Schopenhauer, Marx, Nietzsche, la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica, la filosofía crítica de la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo francés o el enfoque posmoderno de Derrida y asociados. Esta filosofía es más literaria que analítica en su estilo, con frecuencia más oscura que la "precisa" filosofía analítica, y, sobre todo, más próxima a los temas políticos y culturales realmente presentes en cada momento, lo que le permite producir tesis sustantivas sobre el momento histórico en el que se desarrollan.
Hoy parece que, tras décadas de enfrentamiento profesional e institucional -que no en el ámbito de los problemas, en los que los propios de una corriente han pasado inadvertidos para la otra -, ambos estilos de trabajo filosófico podrían verse favorecidos por las virtudes asociadas a cada una de ellos. Esta situación está favorecida por dos condicionantes.
Una de carácter metafilosófico: en nuestros días la filosofía analítica, concebida en el sentido de un programa sustantivo de investigación, está casi totalmente superada. Han sido los propios analíticos quienes han sometido a una crítica severa las tesis que caracterizaron la emergencia de esa filosofía:
(a) la idea de que es posible distinguir de manera esencial el trabajo de los filósofos del de los científicos: por vía de consecuencia, la filosofía queda caracterizada como disciplina de segundo nivel (Moulines 1982 ofrece un ejemplo de esa caracterización);
(b) la convicción de que los filósofos tienen un método especial, a saber, el análisis conceptual "explicitación" o "elucidación"- para resolver problemas (1); y
(c) la tesis de que los problemas filosóficos son esencialmente resolubles a priori (para una crítica de esta tesis, véase Olivé 2000).
La otra condicionante está motivada por una actitud común a las dos corrientes mencionadas, bien que expresada en registros distintos: la revisión crítica del concepto de racionalidad asociado a la modernidad. El concepto moderno, cartesiano, de racionalidad, deriva de la dicotomización de Descartes de la filosofía en una filosofía teórica o abstracta y una filosofía práctica. La primera se ocupa de la racionalidad ideal; la segunda de las racionalidades contingentes concretas.
Este inflexión en la concepción prevaleciente de la racionalidad, aunque comienza a percibirse ahora de manera nítida, se enmarca en un contexto histórico que tiene su origen en la crítica que diversos autores y corrientes filosóficas (el pragmatismo americano, singularmente) dirigen a la racionalidad cartesiana a principios del siglo XX. Estos críticos comparten, de diversa manera, la idea de la inadecuación del programa cartesiano, esto es, del programa de búsqueda de un sistema comprehensivo de conocimiento, basado en sistemas permanentes y universales de principios generales. Por el contrario, lo que hoy observamos en el panorama filosófico son sistemas de creencias que, cada vez con mayor vigor, rehúyen de la dicotomía cartesiana fundamentadora de la modernidad. Sistemas que cuestionan los tópicos axiales de la modernidad: la afirmación de la existencia de un método genuino para la ciencia, la separación nítida entre verdad "objetiva" y verdad "subjetiva", la disociación neta entre hechos y valores (Putnam 1990). Esos sistemas han acabado con la filosofía moderna.
2. La filosofía moderna y el concepto cartesiano de racionalidad
La ambición de Descartes, como la de Galileo, y en general, la ambición que instaura la modernidad, tiene como paradigma cognitivo, por un lado, las rigurosas demostraciones geométricas presentadas por Platón como un ideal general de todo tipo de razonamiento, y por otro lado, la comprensión teórica (la episteme de los griegos) como estándar del conocimiento propio de la investigación.
Tres podrían ser los ejes principales que permitirían caracterizar la racionalidad moderna instaurada en el siglo XVII:
el fundacionismo no-falibilista, esto es, el postulado de que se puede construir un sistema general de creencias y de conocimiento (filosófico y científico) omniabarcante a partir de enunciados indubitablemente verdaderos. el deductivismo, es decir, la concepción regulativa del conocimiento como un sistema deductivo de enunciados cuya verdad está asegurada por pruebas. el transparentismo, o sea, la idea de que el sistema de conocimiento puede expresarse siempre en un lenguaje construido a partir de conceptos que expresan ideas claras y distintas.
De la asunción de estas tesis se infiere que el objetivo final de la investigación es la obtención de una especie de conocimiento filosófico y científico y de un sistema de creencias cuasidivino, esto es, eterno, completo, absoluto y perfecto. Por supuesto Descartes y los representantes de esta posición no pretenden estar en posesión de ese conocimiento, pero lo postulan, al menos, como objetivo perseguible "por el honor del espíritu humano" (Descartes 1637).
A este enfoque de la racionalidad pueden oponerse distintas líneas de crítica. De hecho, a lo largo del presente siglo, el blanco principal de los ataques ha sido el fundacionismo infalibilista. Pocos son hoy quienes, tras las tesis falibilistas de Popper (Popper 1959), asumen la infalibilidad del conocimiento, incluso en sus formas más elementales. Menos aún, por lo tanto, quienes la postulan en relación a las formas de conocimiento más complejas. Hoy es común la idea de que no existe nada que nos asegure que ninguna de nuestras creencias y piezas de conocimiento, teóricas, perceptuales o matemáticas está libre de error. Las formas pervivientes de fundacionismo han eliminado la componente infalibilista, a favor de un fundacionismo falible. Incluso un filósofo popperiano como W. W. Bartley propone reemplazar, en un registro muy próximo al posmodernista, el justificacionismo fundamentista característico de la modernidad por la crítica: nada puede ser justificado; todo puede ser criticado (Bartley 1984).
Otra crítica al racionalismo moderno de orientación cartesiana toma como blanco de su ataque al deductivismo. El desarrollo de la lógica y la matemática en el siglo XX ha tendido a considerar este elemento del programa cartesiano como un ideal cognitivo. De hecho, incluso en nuestros días, algunos enfoques filosóficos consideran que la actividad conceptualizadora en general debe establecerse según el paradigma de un sistema deductivo. Pero hoy parece claro que este requerimiento sólo puede establecerse de manera ideal. Otras formas no deductivistas de razonamiento han sido propuestas en las filas analíticas también como formas genuinas del razonamiento y de obtención de verdades, de suerte que no parece plausible una actitud monista en este aspecto. Sea como fuere, cada vez son más los filósofos que asumen la idea de que puede conservarse una noción de "verdad" concebida como "aquello que prevalece en una confrontación libre y abierta", en el decir del pragmatista Rorty, es decir, la idea de que la verdad es "nuestra verdad", de que no puede ser universal sino sólo local (Rorty 1997, pp. 35ss). Más aún, ya desde el "continental" Duhem a principios de siglo (Duhem 1906), diversos enfoques aceptan que incluso puedan coexistir temporalmente postulados contradictorios en un mismo sistema local de creencias.
Las dos componentes anteriores de la modernidad se acrisolan en torno a la tercera. El transparentismo es, en efecto, el elemento central de la racionalidad moderna, el que sostiene a los otros dos. No hay fundacionismo o deductivismo sin la posibilidad de construir un lenguaje claro y distinto. Por el contrario, podemos postular un lenguaje claro y distinto sin presuponer la deductividad de un sistema.
De ahí que el ataque más radical al racionalismo moderno cartesiano es el dirigido contra la idea de que el conocimiento y las creencias pueden formularse en un lenguaje cuyos términos expresen ideas claras y distintas. Según Descartes una idea es clara si y sólo si es captada de tal manera que se la reconozca en todas sus ocurrencias; una idea es distinta si no contiene nada que no sea claro. Esto es, una idea es percibida distintamente si podemos dar una definición precisa de ella. Como los pragmatistas mostraron ya a finales del siglo XIX, no es posible identificar esas ideas. El significado de un término no puede fijarse a menos que lo vinculemos con un dominio abierto de la práctica, lo que lo convierte, necesariamente en una entidad no-clara y no-distinta. Los términos son en general imprecisos y complejos (Peirce 1877).
Me adelanto a una posible línea de crítica. Alguien puede argumentar que existe hoy un buen arsenal de instrumentos teóricos para, justamente, eliminar o tratar al menos la vaguedad e indeterminación de los conceptos. El análisis lógico sería justamente uno de ellos. La aplicación del análisis lógico a términos vagos y oscuros nos permitiría entonces aproximar esos términos al ideal de las ideas claras y distintas, de suerte que podría considerárselos como una aproximación de un lenguaje formal ideal. La dificultad de este enfoque radica en que la imprecisión y vaguedad son esenciales a los términos. Los conceptos son imprecisos y vagos debido a su naturaleza característicamente orientada a la aplicación. (Más adelante explicitaré que entiendo por naturaleza orientada a la aplicación). Es decir, los conceptos son imprecisos porque están orientados hacia el mundo. Esta idea no es capturable por la racionalidad moderna cartesiana que distingue esencialmente entre el lenguaje preciso y su aplicación al mundo. De este modo, el enfoque cartesiano no alcanza a dar cuenta del conocimiento del lenguaje y de la aplicación de éste al mundo.
De la afirmación de las tres tesis constitutivas del racionalismo cartesiano se deriva un enfoque dicotómico valorativo del conocimiento y las creencias. El racionalismo moderno considera como esencialmente diferentes el conocimiento teórico y el práctico. Al primero es posible asociar, al menos en principio, las características atribuidas al conocimiento perfecto. El conocimiento práctico, sin embargo, se caracteriza por su carácter provisional. En los asuntos prácticos no podemos sino manejarnos de manera incompleta, heurística y estar preparados para aceptar métodos de razonamiento y argumentación preliminares e incluso defectuosos.
La filosofía moderna ha fijado una tradición centrada de manera axial en el conocimiento teórico y en sus aspectos epistémicos. Frente al conocimiento teórico el conocimiento "aplicado" resulta desvalorizado como objeto de estudio.
3. La filosofía posmoderna contra la primacía de la racionalidad teórica
La filosofía posmoderna invierte la primacía anteriormente establecida entre la racionalidad teórica y la práctica. Así, Rorty en su estrategia de exorcizar el peligro relativista, distingue entre (I) un relativismo generado por la concepción de la verdad como imagen especular; (II) un relativismo generado por una concepción equívoca de la verdad; y (III) un relativismo generado por la praxis del grupo, un relativismo antirelativista. Pues bien, Rorty pretende refutar el relativismo (I) reemplazando el conocimiento concebido como imagen especular por la praxis (2).
Nótese, sin embargo, que esta propuesta permanece prisionera de la dicotomía cartesiana entre la teoría y la práctica. El mismo Rorty podría explotar mejor las consecuencias del hecho de que las prácticas reales cognoscitivas y nuestras creencias involucran mecanismos más complejos e irreductibles a esa dicotomización. Así, por ejemplo, abre nuevas vías cuando acepta la versión (III) del relativismo que adopta la noción de verdad en una acepción débil: "verdad objetiva" es, nos dice Rorty, sinónimo de la "mejor idea" que poseemos sobre el modo de explicar lo que ocurre o es el caso.
Esta postura nos aproxima a Aristóteles. Aristóteles distinguía entre los juicios teóricos que son universales y atemporales y los juicios prácticos que son relevantes para un determinado momento y lugar. La teoría es el dominio de la episteme, es decir, de la comprensión teórica. La práctica descansa en la phrónesis, en la percepción local, no universal, de las situaciones. El conocimiento, la creencia, es siempre conocimiento de las circunstancias presentes en cada caso, de la combinación prudente entre las constricciones ideales y las condiciones concretas.
No existe, pues, un conocimiento aplicado. Más bien, todo conocimiento está orientado a la aplicación -porque no existe conocimiento sin phrónesis-, bien que de manera diversa. La diversidad de esta orientación no es esencialmente distinta. La cuestión entonces es que, en una determinada situación, nuestra capacidad cognitiva y argumentativa es limitada, y por lo tanto la creencia (la teoría o el conocimiento) que ha de fijar la base para nuestra acción aplicativa está determinada por una decisión -aquí es irrelevante si esa decisión es individual o comunitaria-.
La perspectiva que aquí se abre pretende tomar en serio el carácter situado de la actividad cognoscitiva en general. Esta produce no entidades teóricas o sistemas de creencias descontextualizadas o no-situadas, sino entidades situadas en diferentes formas de prácticas y actividades. El sentido de esas entidades y la relación entre ellas no es sólo materia formal para la la lógica, la epistemología o el análisis filosófico; importa también a la historia y la sociología y se traducen en cuestiones sustantivas que emergen en una situación concreta.
Este hecho es relevante para la filosofía actual. A diferencia de las propuestas posmodernas como la de Rorty, el problema central no se plantea en la reflexión sobre la praxis, esto es, en la determinación de la primacía del objeto de estudio filosófico en las prácticas, en establecer teorías
explícitas de esas prácticas. En tal caso se terminaría asumiendo la tradición moderna de subordinación de la práctica a la teoría. El planteamiento nuclear de la filosofía post-posmoderna, por el contrario, asume que en las prácticas cognoscitivas sustanciales la apelación a la teoría, a los valores que rigen fácticamente las prácticas, a los objetivos que éstas persiguen, etc. son, entre otras más, formas de razonamiento práctico, phronésico, en el sentido de Aristóteles. En consecuencia, la teoría, los valores y los fines toman su lugar en el mundo que las prácticas configuran (Toulmin 1997). La filosofía debe prestar atención a formas integrales, teóricoprácticas, de racionalidad.
4. Ecumenismo filosófico: el deseable encuentro de las filosofías analítica y continental
El posmodernismo es actualmente una de las expresiones más exitosas de la filosofía continental. El término "posmoderno" aparece en el campo de la crítica literaria y artística de los años 70 en los Estados Unidos y se aplica posteriormente, en el campo de la filosofía, en el título de la obra de Lyotard (Lyotard 1979), para caracterizar el rechazo de los fundamentos y la negación de la escatología. Muchos posmodernistas sostienen hoy un relativismo crudo basado en la idea de la inconmensurabilidad de las creencias y derivando de ello la imposibilidad de someterlas a comparación y discusión. A este relativismo se han opuesto muchas líneas de crítica y no entraremos aquí a detallarlas (Valdecantos 1999)
Pero la filosofía posmoderna actual ha incorporado aspectos interesantes al acervo filosófico general: el énfasis en la desustancialización de los conceptos y su sustitución por la relacionalidad, la relativización, la tolerancia y el reemplazo de la Razón por la actividad de dar razones. Por supuesto, otras corrientes filosóficas también asumen estos rasgos, pero en la filosofía posmoderna ellos se visualizan de manera prevaleciente y ofrecen un buen punto de partida para superar la dicotomía cartesiana entre la teoría y la práctica. ¿Cuáles son entonces las razones de tanta resistencia a asumir la postura posmoderna? Su contribución a la filosofía se encuentra reducida por planteamientos oscurantistas y la utilización, con frecuencia, de conceptos carentes de sentido (Bricmont y Sokal 1997).
La filosofía post-posmoderna, la del siglo recién iniciado, se establece en el riel de la Aufhebung del par teoría/práctica, de la esencial distinción entre cuestiones definicionales (abstractas y generales) y cuestiones sustantivas (concretas y locales). Las primeras han sido objeto preferente de las corrientes analíticas; las segundas lo son de la filosofía continental y, singularmente, de las corrientes posmodernistas. La filosofía post-posmoderna del siglo XXI comienza allí donde lo posmoderno se repliega y se clausura, para dar continuidad a una doble tradición: la tradición de Platón, Aristóteles, Hume y Kant de plantear cuestiones, clarificar el sentido, desarrollar y criticar argumentos, ideas y puntos de vista, revisando, discutiendo y matizando a otros filósofos, tradición que perdura en el estilo de trabajo de la filosofía analítica actual (Burge 1992, 51); y la tradición de la filosofía continental que dispone del arsenal de tesis sustantivas (sobre la cultura, la
política, la moral, el arte, etc.) de las que carece la corriente analítica y que tienen su mayor vigor en el posmodernismo. Son esas tesis sustantivas las que ofrecen "modos de ver las cosas" que procuran las formas de razonamiento phronésico necesario para conocer nuestro mundo, no al modo de las deducciones formales sino en sus situaciones concretas.
Referencias bibliográficas
Bartley III, W. W., 1984, The Retreat to Commitment, La Salle, Ill., Open Court, 2ª ed. Bricmont, J., Sokal, A., 1997, Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 1999. Burge, T., 1992, "Philosophy of Language and Mind: 1950-1999", Philosophical Review 101. Descartes, R., 1637, Discurso del método, Madrid, Espasa-Calpe, 1999. Duhem, P., 1906, La théorie physique - son objet, sa structure, Paris, Vrin, 1993, 2ª ed. Ferrater Mora, J., 1974, Cambio de marcha en filosofía, Madrid, Alianza. Ibarra, A., Mormann, T, 1992, "L’explication en tant que généralisation théorique", Dialectica 46, 151-168. Lyotard, J. F., 1979, La condition postmoderne: rapport sur le savoir, Paris, Les Editions de Minuit. Moulines, C. U., 1982, Exploraciones metacientíficas, Madrid, Alianza. Olivé, L., 2000, El bien, el mal y la razón, México, Paidós. Peirce, C. S., 1877, "Cómo hacer claras nuestras ideas", en J. Vericat (ed.), El hombre, un signo. El pragmatismo de Peirce, Barcelona, Crítica, 1988. Popper, K. R., 1959, La lógica de la investigación científica, Madrid, Tecnos, 1977. Putnam, H., 1990, Realism with a Human Face, Cambridge, Ma., Harvard University Press. Rorty, R. (ed,), 1967, El giro lingüístico: dificultades metafilosóficas de la filosofía lingüística, Barcelona, Paidós, 1990. Rorty, R., 1997, ¿Esperanza o conocimiento? Una introducción al pragmatismo, Buenos Aires, FCE. Toulmin, S., 1997, "The Primacy of Practice: Medicine and Postmodernism", en R. A. Carson, C. R. Burns (eds.), Philosophy of Medicine and Bioethics, Dordrecht, Kluwer, 41-53. Valdecantos, A., 1999, Contra el relativismo, Madrid, Visor.
(1) Sobre las distintas formas de concebir este análisis conceptual y las insuficiencias de la elucidación más estrictamente analítica ofrecida por Carnap, puede verse Ibarra/Mormann (1992). (VOLVER) (2) De hecho no existe el "conocimiento", según Rorty. "Existe", sencillamente, el proceso de justificar las creencias ante la audiencia" (Rorty 1997, p. 32). (VOLVER)