Partida De Mus

  • October 2019
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PARTIDA DE MUS

Estaban sentadas en torno a la mesa. Entre las tres y el mantel de fieltro verde ribeteado en forma de sierra se situaban las consumiciones, dos carajillos y una copa de pacharán tintada en rojo en su borde superior por los labios de Enriqueta. La baraja permanecía escondida en su caja al lado de un platillo que reunía tantos y amarrekos. Se abrió la puerta del bar y apareció, con cara de velocidad, María Luisa a quien Laura, Enriqueta y María Jesús esperaban para iniciar la partida. -¡Cojón, Marisa! -le espetó de entrada Laura- ¡Qué llevamos media hora esperándote! La recién llegada se excusó: -Ya podéis perdonar. Aitor, que no llegaba. Ya le he dicho, la próxima vez le dejo los críos solos. Y el pequeño tenía un pastel..., pero ahí se le ha quedado. -Has hecho bien. Eso son cosas de hombres -sentenció Mª Jesús que, dirigiéndose a la dueña del bar, gritó- ¡Amparo! Una jarrilla para esta chica que la tenemos atontolinada con su Aitorcito. -¿Sabes una cosa? -intervino entonces Enriqueta-. ¡Que la culpa la tienes tú! Y ¿sabes por qué? Por haberle permitido ponerse a trabajar. Para rato le dejo yo al mío. Y que os quede claro, en cuanto tienen independencia económica, se van con cualquiera y hacen lo que les da la real gana -sentenció. Con aire despistado y sin mirar a María Luisa, añadió-: Tampoco es para confiar demasiado, ¿no fue Aitor uno de los que pretendió vestirse de escopetero en el Alarde de Irún? María Luisa tuvo la sensación de recibir una puñalada. En aquel momento le hubiese gustado ser hombre, correr al baño y llorar, pero era mujer. Tragó saliva. Tampoco se trataba de romperle la cara, ¿o, sí?. Pretendió quitar importancia al asunto. -No te pases, tía, que los tiempos han cambiado -se limitó a decir. -Sí, ¡a peor! -respondió Enriqueta pendenciera. -¿Queréis dar cartas de una vez? -cortó Laura-. Yo he venido a jugar. -Eso, da cartas -concedió Enriqueta sin por ello abandonar la pelea-. Fíjate si han cambiado los tiempos que, cuando yo era chica, para cuando mi

madre llegaba de la taberna, mi padre ya nos tenía cenados y bañados para darle un beso y acostarnos. Y éramos siete. ¡Aquellos eran hombres! -Aquí tienes tu jarrilla, Marisa -dijo Amparo llevándole el cubata a la mesa. Luego sonriendo añadió-: No les hagas caso, que aquí hay mucho pico. -Tiene razón -afirmó Laura-. En realidad nosotras mandamos, pero hacemos lo que ellos quieren. Lo único que controlo de verdad es el mando de la tele y le acabo de poner a ella una pequeña. Mª Jesús, que había empezado a barajar, se fijó entonces en un muchacho de unos treinta que acababa de entrar. -¡Dios... qué pedazo macho! -exclamó. Enriqueta le desnudó con la vista, dio un trago al pacharán y, adelantando la mandíbula, sentenció: -Medio minuto y lo dejo con los calzoncillos en la mano, babeando y alucinando en colores. -¡Menos lobos, Caperucita! -le soltó entonces María Luisa. Enriqueta, consciente de que María Luisa se había molestado, pretendió cortar insistiendo en el juego: -¡Mariaje! ¿Das de una vez o no? -dijo a ésta. María Luisa, aún resentida, volvió a la carga: -Tú, al margen de tus secretarios que, como son eventuales, necesitan la pela y ya saben a qué van, los tienes a tu entera disposición, no te comes un churro -afirmó. Enriqueta, enrojeció de cólera, pero pensó que era más prudente tirar la toalla y se limitó a mirar cómo Mª Jesús que le acababa de dar a cortar, repartía cartas. María Jesús, sin dejar de mirar con descaro al muchacho que bebía un agua mineral, acodado en la barra, anunció: -¡A tres ochos! ¡El que corte el mus, mano! María Luisa recogió sus cartas. Un as, un caballo, otro caballo y ¡otro! ¡Medias y treintaiunas!, se dijo a sí misma, ya que, al ser la primera jugada, no podía pasar señas. Luego los caballos le evocaron a su maridito que en el dos caballos viejo estaría entonces cabalgando a través de la maraña de tráfico. No se atrevía a dejarle el G.T.I., aunque, para ser hombre, no se le daba mal el volante. Miró su rolex y pensó que ya habría dejado en kárate a la niña y al niño

en danza clásica y que justamente acabaría de volver a casa para bañar al peque y preparar la cena. Definitivamente, a pesar de lo que dijera la grosera de Enriqueta, su Aitor era un cielo. Javier Mina Publicado en IGANDEGIN 24 de agosto de 1997

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