OSCURIDAD P.J. RUIZ 2009
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Acógeme, María. No puedo más. ¡Por Dios, Darío! ¿Qué te ha pasado? Todo… me ha pasado todo. Déjame entrar, por favor. Tengo frío, pero te contaré cuando deje de tiritar. - Se le veía demacrado, sucio. Los vaqueros estaban llenos de manchas que no se atrevía a clasificar, y la camisa estaba desgarrada, muy rota, cubriendo moratones y cortes. Pasa y pon la estufa. Te prepararé algo caliente. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hora es? Serán las seis o así. Esta noche salí de casa a las diez. me entretuve en la taberna de Santiago, ya sabes. Estaba bien… todo el mundo reía, pero a eso de las tres mi cabeza daba vueltas. Un tipo alto, uno menos borracho que yo me dio un par de mamporros y tuve que irme casi a gatas de allí. Nadie me ayudó, María. Nadie. Nadie ayuda a pordioseros y borrachos, Darío, Ya sabes como es el mundo, y tu llevas una vida muy desordenada. ¿A dónde fuiste? Salí por la calle principal, pero estaba muy mal, y me metí en el callejón que hay detrás de la farmacia. No había un alma. ¡Claro! ¡A esas horas! Pero yo no era consciente de nada, tan sólo de mis ganas de vomitar cuanto antes. Sí, ya imagino. Con semejante paliza no se cómo pudiste llegar tan siquiera allí. Deja que te vea las heridas. No, no me toques… ¡Pero Darío! ¿Por qué no? ¡No me como a nadie! No, tu no, desde luego… pero no me toques, María. Aún no he terminado de contarte lo que allí sucedió, y quizás no debas hacerlo. ¿Lo que…allí sucedió? ¿después de la paliza aun hay más? ¿La paliza? Ja, ja ,ja…. La paliza no es nada, mujer. Escúchame y mira a mis ojos, porque lo que te voy a contar es fuerte. Bien… escucho. Cuando llegué al callejón me abalancé sobre un contenedor, y allí mismo, arrodillándome, eché todo lo que tenía. Dolía, porque mi estómago estaba mal por los golpes de ese hijo de perra, pero nada que no pudiese soportar. Más duros son los que da la vida. Bebe, anda. Aprovecha que está caliente. – le dijo tendiéndole un vaso de cacao bien cargado. Sabía que le gustaba. María…. No lo vi llegar. ¡Te juro que no lo sentí! Pero estaba allí, a mi lado. ¿Quién, Darío? ¿Quién estaba a tu lado? No se quien era, y eso es raro, porque recuerdo perfectamente que me dijo su nombre. Fue muy amable. Ya se me había pasado lo peor de la borrachera, y me encontraba jodido pero lúcido. Era un caballero distinguido, vestido muy a la antigua usanza… casi como salido de un cuento antiguo. Con estilo. Yo estaba mal, pero no soy tonto, y después de echarlo todo comenzaba a pensar de nuevo, así que me fijé en sus ropas, sus zapatos… brillantes, lustrosos. El pantalón era negro… y…. ¿Qué, qué te pasa? ¿Qué recuerdas? Sus ojos, María. Sus ojos me miraban desde aquel rostro atractivo, con el pelo pulcramente engominado y estirado hacia atrás. Estaban clavados en mí con lo que aparentaba indiferencia, pero no era así en absoluto. Era como ser observado por una alimaña, y aquello me puso los pelos de punta hasta hacerme caer de culo. Entonces el hombre me tendió la mano con amabilidad, y yo pensé que quizás me había dejado llevar por la situación en exceso. ¿Qué hiciste?
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Naturalmente, llevado por el sentido común cogí su mano, María. Y te juro que fue como tocar un trozo de hielo… ¡y los ojos fijos como teas encendidas! ¿Qué paso después? Eso es lo malo… eso es lo que me atormenta…. ¿El qué? ¡Que no lo sé! ¿Cómo que no lo sabes? No recuerdo nada a partir de ahí…. ¡Nada! ¡Estarías muy borracho, hombre! No…no. ¡Qué va! Hace una hora o así me desperté en el callejón con la cabeza dándome vueltas, si, pero no era por la borrachera. Tenía la camisa rota. Como ves, con los botones arrancados, y el pecho estaba totalmente descubierto… ¡Yo no hice eso, María! ¡Ni el tipo de la paliza! No recuerdas nada, hombre. Seguro que si te lo hiciste. Y ese horrible tatuaje del pecho ya podías taparlo. No es horrible. Mujer. Es….. ¿Ha sonado el timbre? Si. Voy a ver. ¡No! ¡No lo hagas! ¡Eh, estate tranquilo, hombre! No pasa nada, ¿de acuerdo? Se cuidarme muy bien. Dame sólo un momento. Ten mucho cuidado…. Lo tendré.
Puso la cadenilla y abrió la puerta con decisión, sin duda alguna. -
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Buenas noches, señora. Disculpe por molestarla a estas horas, pero creo que temporalmente se aloja aquí un amigo común, y vengo a llevarlo a casa. – El hombre estaba en la penumbra, pero se adivinaba su estatura elevada. Iba trajeado elegantemente, y lo poco que se distinguía de sus rasgos resultaba atractivo. Le sonaba claramente. ¿Un amigo común? ¿A quién se refiere? – conocía la respuesta, pero quería ver a donde llevaba todo. Se llama Darío. Me llamó hace rato para decirme que lo recogiese. Si es tan amable de invitarme a entrar todo acabará en un momento y podré llevármelo antes de que amanezca. ¿Entrar? Bueno, verá… Entenderá que desconfíe de usted. No le conozco, ni sabía de su llegada. Si, es normal, señora. Nuestro amigo está bebido, e igual no recuerda ni haber hecho esa llamada. Si me invita a… ¡No! Espere aquí. Yo averiguaré qué está pasando. Disculpe que deje la puerta cerrada. A su derecha tiene el pulsador de la luz si lo necesita. No se preocupe, señora. No necesito mucha luz para ver. ¡Vaya! ¿Qué?!! Esos cuadros. Tiene usted unos angelitos preciosos en la entrada. Si… bueno…… Espere, por favor.
María cierra la puerta sin remordimientos y se dirige al salón. -
¿Quién es, María? Tengo un mal presentimiento. Por favor, dime que lo conoces, que es algún amigo…
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Calma, Darío. Dime, ¿recuerdas haber llamado a alguien para que te recogiese? No. Venga, dímelo… no pasa nada. María, no. Yo creo que si, y está en la puerta. Sabe tu nombre. ¡Maldita sea, no lo entiendes? ¿Qué no entiendo? ¡Yo no tengo teléfono! ¿Para qué lo iba a tener? ¿Con qué lo iba a pagar? Habrás llamado desde una cabina. Lo dejé todo en el bar. Bastante tenía con mantenerme en pie. Esto es muy extraño. Espera. ¿Qué vas a hacer? Voy a averiguar qué está pasando aquí. No te muevas de ahí. No vayas a esa puerta, mujer. Darío. Esta es mi casa y voy a aclarar esto ahora mismo. Sea lo que sea.
María abre la puerta, siempre con la cadena de seguridad, y a través del hueco observa con cierto desagrado por la situación al desconocido en el exterior. Todo sigue muy oscuro. -
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Señor, mi amigo no ha llamado a nadie, así que por favor explíqueme quién es y lo que quiere. – hubo un silencio tenso. ¿Lo que quiero? – mas silencio - ¿De verdad quieres saberlo? Tengo el teléfono de la policía bajo mi dedo.- le mostró el inalámbrico - Nada más tengo que apretar para marcar, por tanto si, le ruego que me lo aclare todo de inmediato. – la voz del hombre cambió de amable a imperiosa, emitiendo una serie de ruidos horribles con olor a cieno que traspasó el umbral. Después gritó ante la sorpresa de la mujer. Déjame entrar, puta. ¡Es mío! – los ojos se encendieron, y por un instante la mujer se vio obligada a abrir la puerta y ofrecer la entrada, pero un último aliento la hizo empujar hasta hacerla crujir de nuevo. Estaba bien cerrada y ella tremendamente confundida. Se oía la voz a través de la madera. ¿Crees que podrás salvarlo? ¿Acaso piensa ese don nadie que por un simple garabato en el pecho podrá escapar a mi hambre? – graznaba suave a través de la madera, con la boca muy cerca. – Escucha mujer, toma tu decisión. Tu amigo está muerto ya. Si me lo entregas ahora te perdonaré tu miserable vida, pero si te sigues comportando como una zorra vendré mañana mismo a por ti y ni siquiera tus angelitos podrán evitar que te destroce. – María temblaba al otro lado ante la amenaza. Había marcado el número de la policía, pero no se encontraba consigo misma para hacerse hablar. – Pero antes de eso perseguiré a tu familia y os traeré la muerte hasta que no quede nadie. Tú decides, mujer…. Darío…. ¿Qué haces aquí? Lo he oído todo, y no puedo consentirlo. Voy a salir. ¡Si, puta! ¡Deja que salga! Dario… No. He de hacerlo, amiga. Hice mal en venir aquí. Dios santo… ¿Qué has traído a mi casa?
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Mi destino, María. Me encontré con mi destino y lo he arrastrado hasta tu puerta por culpa de este tatuaje. Todo debió terminar en aquel callejón, porque cada minuto que he vivido desde entonces se lo he robado a eso de ahí fuera.
La mujer miró una vez más aquel Cristo crucificado viejo y arrugado como la maltratada piel que lo portaba. El teléfono seguía marcando, pero ella no prestaba atención. En ese instante, desde lo más profundo de su alma confusa, fue consciente de que era la última vez que veía a Darío Vargas. Se apartó para dejar pasar al hombre, se dio la vuelta para no ver nada más, la puerta se abrió y una mezcla de pasos se perdió por la escalera. Agachó la cabeza y colgó el teléfono. La elección había sido tomada.