Mis dos Argentinas
Sábado por la noche. Como lo hacíamos habitualmente, esperábamos a mi padre para ir a cenar afuera. Era una noche gélida, y privilegiábamos la parrilla para disfrutar en familia. Era una de las pocas ocasiones, en que todos compartíamos un lugar en la mesa sin la tele ni discusiones por el mal desempeño del político de turno o el equipo de fútbol favorito.
Por cierto, mi nombre es Luzmila, tenía en esa oportunidad dieciséis años y mi hermano, Nahuel, catorce. Mi madre, contadora de un prestigioso banco privado, y mi padre perteneciente a un grupo de abogados especializado en la atención de casos penales, se reunían con nosotros pocas veces en la semana, atareados por sus ocupaciones. Sin embargo, aunque más no sea por un rato, antes de irnos a dormir teníamos sendas charlas con ellos, poniéndolos al tanto de cómo iban nuestros estudios, y en fin, de nuestras inquietudes sobre salidas de recreación juveniles y acordes a nuestra edad.
Sin más proemios, paso a relatarles lo sucedido aquella noche de invierno, que a mí personalmente me marcó, fue una señal a la que no había puesto atención, hasta ahora. Es que uno vive preso de sus emociones y no ve a veces lo que pasa a su alrededor…
Cuando estábamos ya ubicados en la mesa, como era de rigor elegida cerca de la entrada, se nos acercó una nena, la que estimo no tendría más de 7 años. Enseguida pensé que se trataba de una de tantas que andan hasta altas horas de la noche mendigando una moneda a cambio de estampitas o de un ramito de flores, según el caso. Mientras comenzó a repartir por cada mesa su pedacito de ilusión, yo la observaba. No podía olvidarme de su rostro, quería ver la reacción de la gente, su indiferencia, deseaba sentir lo que ella sentía, a lo que seguramente ya estaba acostumbrada. Se acercó a nuestra mesa y sin mirarnos, sus dos ojitos negros y pícaros, se posaron directamente sobre la fuente que el mozo recién había apoyado. Sentí una opresión en la boca del estómago y en el pecho que me quitó el apetito y creo que el aliento también. De pronto posó su mirada sobre mí suplicando con una voz tímida y apagada, apenas audible, un poco de comida. Tomé cuidadosamente una servilleta y le pedí que eligiera un corte de carne, a lo que agregué una porción de papas fritas que a todos los niños les encanta (en los que me incluyo).
La pequeña me regaló una sonrisa, se dio media vuelta y se fue. Ahí quedamos todos, sentados incólumes, vacíos de espíritu, llenos de prejuicios. Allá se iba ella, con esa migaja de mendicidad que provocó el rodar de una lágrima sobre mi mejilla ruborizada de vergüenza ajena.
Me trasladé en mis pensamientos retrospectivamente a mi infancia y no pude recordar más que buenos momentos, malcriada por mis abuelos, llena de cariño, de alegría, de algo que pensé que jamás terminaría, la felicidad.
Y luego, pensé que sería de ella: con qué jugaría, con qué se taparía a la noche con el frío, que esperaría del futuro o si lo esperaría. En fin, traté de imaginarla en él, y la vi prostituída, o inundada de hijos que mantener a los que mandaría a hacer lo que ella cuando niña. O a lo mejor, algún día, esas “hadas” en que una cree cuando transita por la niñez, hacen realidad sus sueños y la tocan con la varita mágica regalándole una vida mejor. A esta altura de mis presunciones ya las ganas de probar bocado habían llegado a mis talones y sólo tenía un sentimiento de culpa.
Creo que a veces necesitamos que la miseria se personifique para darnos cuenta de que no es bueno vivir en una burbuja, como todos deseamos, aislados de lo que le pase al otro. Nos olvidamos de todos. En ese "todos" hay un montón de niños, esparcidos como semillas, sin saber hacia dónde van. Y también hay lamentablemente, muchos pájaros ansiosos por comerse esas semillas.
Vuelvo a la escena de la mesa, ahí estábamos los cuatro, en familia, juntos. Y del otro lado estaban ellos, con los pies descalzos, con la ropa sucia, con una muñeca sin cabeza o una pelota desinflada. Volvimos a casa, una vivienda reconfortable, con el calor de una estufa. Por la calle iban ellos, a revolver contenedores de basura, al hall de algún edificio a taparse con diarios y a arrinconarse pegados para hacer frente a la helada.
Sin embargo, siento que hubo un punto de encuentro: el de la miseria. La nuestra fue la miseria del alma, la de dejar que estas cosas pasen, tapándonos la vista. Total, ojos que no ven… Abrimos el diario y a cada noticia sobre estas pobres criaturas nos quejamos del país, sin considerar que tanto ellas como nosotros, lo conformamos. Seguí con la vida de siempre, seguí estudiando, seguí siendo yo, un ser humano que sufrió la miseria como aquella pequeña.
Ya ha pasado aquel tiempo, y hoy vuelvo a ver esa mirada, con esos mismos ojos negros inundados de tristeza. Vienen a mi memoria los recuerdos del primer encuentro y mis reflexiones adolescentes. Estoy haciendo una pasantía, por mi carrera de abogada, en el Juzgado del Menor y la Familia de Lomas de Zamora. Ella madre muy temprano, acaba de perder al padre de su bebé de apenas dos meses y yo a mi hermano con tan solo veintiún años. La pareja de la menor lo tomó de rehén, en un asalto perpetrado a una joyería.
Lo utilizó para escapar del lugar del atraco, amenazándolo a punta de pistola para huir en su automóvil. Fueron interceptados por un móvil policial del que a quemarropa dispararon, matando a los dos indefensos. El ladrón tenía catorce años y su arma no tenía carga.
Fíjense que ironía. La suerte nos vuelve a enfrentar, pero sin embargo no forzamos nuestra unión. No negamos los contrastes. El lazo es tan claro como las grietas de dos vidas opuestas, dos realidades, dos Argentinas que viven paralelas hasta que el destino las cruza, incluso, a la fuerza. A María, así se llama la joven, le tambalea el coraje, y yo la respaldo. Estas pérdidas nos desestructuran totalmente y nos dan la posibilidad de construir el bien. La irrupción del dolor la compartimos todos los seres humanos, aún cuando cada uno lo viva a su manera. Los padecimientos nos atraviesan al principio o más tarde y tenemos que aprender a vivir con ellos, lo que implica superarlos si es que se puede, o tolerarlos y aceptarlos.
Si alguien cometió un delito debe ser detenido y recuperado para la sociedad, sobre todo cuando hablamos de jóvenes. Todos somos recuperables si hay voluntad. La vida es una sola. Los dos fueron víctimas. María me comentó que “su Rubén” no tenía nada de ladrón, solo sus malas amistades. Fue inducido y llevado a cometer ese robo que tuvo que pagar con su vida. A Nahuel le fue vedado su derecho de probar su inocencia.
Impulsadas a apoyar la sanción adecuada usando la ley, no la violencia ni la impunidad, seguimos dialogando unidas por el dolor, que en pocos días va a ser sentencia. Mucho antes que el Tribunal, pusimos en su lugar la palabra justicia.
La empatía, ese sentimiento que permite sentir que lo que le sucede al otro podría sucederle a uno, no alcanza sin embargo para resolver el enigma y la distancia que nos separan: nadie puede ponerse en el cuerpo del otro, ni sentir exactamente lo que siente. Pero estoy convencida de que puede aprenderse de la experiencia ajena, para poder orientarse mejor en momentos en los que la brújula parece no funcionar. Bellacrimosa