“El poder, el número y las armas, en Hannah Arendt” Lucas G. Martín
El objetivo de este trabajo es analizar las ambigüedades de la noción de poder en la obra de Hannah Arendt. Trataremos de determinar si ellas son propias de una ambigüedad conceptual en la argumentación de la autora o si, más allá, son ambigüedades que encuentran su fuente en la naturaleza misma del poder (o si se dan ambas cosas). No abordaremos, en cambio, la noción de acción, salvo cuando sea indispensable. Justifica esto no sólo la necesidad de acotar un problema sino la intuición según la cual esta estrategia analítica podrá librarnos del camino por tantos transitado que lleva de interpretaciones esquemáticas a críticas insustanciales que imputan a la autora cosas tales como anacronismo griego, elitismo o ingenuidad y cuya base de apoyo quizá esté en la ciertamente esquemática clasificación de la vita activa y, en particular, en la definición de la acción. Por cierto, las críticas no carecen de algún fundamento real: en las circunstancias de nuestro tiempo (y no es difícil animarse a decir de cualquier época) la posibilidad o la idea misma acción, en sentido arendtiano, parece irrisoria. Claro que Arendt ya reconocía esta dificultad cuando decía que habitualmente tendemos a creer que nada nuevo ocurrirá y que objetivamente “las posibilidades de que mañana sea como ayer siempre son abrumadoras.” (Arendt 1996b: 183). Por eso creo que seguir el camino inverso, aunque como veremos más problemático y menos sistemático, puede conducirnos a mejores resultados. En efecto, si nos atenemos a la comprensión habitual de estos asuntos, habremos de admitir que para actuar será necesario el poder, de modo tal que, cualquiera sea la concepción (la que coincide con la experiencia de la dominación de unos sobre otros o la que da cuenta de esa otra experiencia dada por la libertad política), acción y poder van juntos. Pero decir que van juntos, decir que son una misma cosa y decir que son dos caras de algo, son tres afirmaciones bien distintas.
En primer lugar, veremos una definición básica de poder según la establece Hannah Arendt y distinguiremos lo que creemos son sus tres características distintivas y que nos servirá de parámetro para analizar los problemas que se irán suscitando. Luego, en la segunda sección, nos detendremos en la oposición que hace Arendt entre poder y violencia y quedarán planteadas nuestras primeras perplejidades: la de la dependencia e independencia del poder respecto del número y la de una relativa independencia de la violencia respecto del número y el poder. Estos dos problemas serán tratados sucesivamente en las dos secciones que siguen.
De este modo, en la tercera sección introducimos una distinción conceptual entre el número y los números; pero surgirá también paralelamente un nuevo problema que es el del poder de los pocos que o bien parece carecer de ejemplo claro en los textos de Arendt con que tratamos confundiéndose con los casos de gobierno, o bien parece que el poder está en juego en un momento que es previo a la aparición de esos pocos. Finalmente, en la cuarto lugar, esta última cuestión confluirá con el segundo de los problemas planteados de modo tal que la violencia aparecerá demasiado cercana en términos conceptuales al poder y éste se mostrará según una esencia enigmática.
1. El poder en Arendt A pesar de que en toda su obra pueden rastrearse los esfuerzos que Hannah Arendt realizara con el fin de elaborar una definición clara y distinta del poder, dos son los textos en los cuales ella se detiene con mayor énfasis para elaborar una teoría del poder: La Condición Humana (principalmente, en el parágrafo 28 “El poder y el espacio de aparición” del capítulo V, dedicado a la acción) y Sobre la violencia. Si nos ceñimos exclusivamente a esos trabajos resulta evidente la continuidad y coherencia con que opone el poder a la dominación (entendida como relación de mando y obediencia) a la vez que vincula poder con libertad, en particular, a partir de su definición de acción como nuevo comienzo, sin precedente, en el que no hay ser detrás de ese hacer (Honig, 1993: 78).
En “Sobre la violencia” Arendt sostiene que la noción de poder “corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido.” (1999: 146). Años atrás, en La Condición Humana, ya había vinculado el poder al hecho “que los hombres se agrupan por el discurso y la acción” formando un espacio de aparición que es previo a la organización que luego puedan darse (forma de gobierno) y que dura mientras los hombres permanezcan reunidos por la acción y la palabra y hasta que los hombres se dispersen (Arendt 1996: 222-223). “El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan.” (Ibíd.: 223)
De esto pueden extraerse tres características definitorias, diferenciables sólo analíticamente:
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(i)
El carácter plural, es decir, que el poder es una capacidad colectiva, de muchos y no de uno, y que coincide con aquella pluralidad que Arendt entendía como condición (en el doble sentido de este término) de la acción cuando definía a esta última1. En este sentido, el poder parece ser el reverso de la acción, su otra cara coextensiva. Comparten así ciertas rasgos como el carácter ilimitado, la fragilidad, y la no instrumentalidad, y se completan en los aspectos en que se diferencian: la acción es un nuevo comienzo iniciado por un actor individual mientras que el poder constituye el espacio de aparición de la acción; la primera se despliega como distinción y unicidad del actor y el poder como la pluralidad compuesta por todos aquellos que comparten el paradójico denominador común de ser únicos (Arendt 1996: 200); en la acción reconocemos el actor de una acción cuyo autor es anónimo porque depende de los muchos.
(ii)
El carácter potencial que constituye el espacio de aparición para el actor, que coincide con la reunión del número y que, por lo tanto, se “actualiza” en su potencialidad, en la permanencia de la pluralidad. De este modo, la relación entre la potencialidad y la acción, entre el poder y el actor, no puede imaginarse según la idea de sucesión o secuencia (según la cual la potencia precede al acto y se actualiza con este) sino como un simultaneidad. Y esto es así por la misma razón por la que Arendt sostiene que “el poder es siempre un poder potencial” que se ‘actualiza’ como potencialidad y no se materializa ni se posee ni se acumula.
(iii)
El carácter antecedente del poder respecto de su organización en un régimen. Este aspecto que se deduce de los anteriores (sólo el poder genera poder) confirma la pretensión arendtiana que señalamos al principio de diferenciar el concepto de poder del de dominación (la dominación suele ser entendida como “efecto” de los arcana dominatis) y suele ser ilustrado por Arendt con su referencia a la frase de Madison según la cual “todos los gobiernos descansan en la opinión”.
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De esa pluralidad también dice Arendt: “El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo. Sólo donde los hombres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están siempre presentes, el poder puede permanecer con ellos” (1996: 224). Debe interpretarse la expresión “factor material” en términos metafóricos. Puesto que la potencialidad del poder tiene una realidad propia que no sea actualiza en un pasaje a un “acto”, esa frase debería ser tautológica: la única condición del vivir unido del pueblo es el poder.
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Estas tres caracterísiticas estarán en el centro de nuestras reflexiones en torno del concepto de poder2 en Hannah Arendt.
2. Lo opuesto de la violencia es el poder La distinción entre poder y violencia es tantas veces reiterada en la obra de Arendt que podría parecer innecesario hacer otra cosa que darla por supuesta. En efecto, si avizoraba ya en Los orígenes del totalitarismo (1951) la negación de la potencialidad humana por medio del terror y de la violencia muda de los campos, en La condición humana (1958) opondrá la acción en concierto como nuevo comienzo a la violencia de toda actividad instrumental (cuyo modelo es la fabricación) y en Sobre la revolución (1963) trabajará la distinción en las revoluciones, descubriendo en ellas, en medio del recuerdo de los hechos violentos (en particular, de la Revolución francesa) que habrían dado el ejemplo a seguir a los revolucionarios profesionales del siglo XX, experiencias singulares del “poder combinado de los muchos” (consejos, soviets y Räte y, sobre todo, la Revolución norteamericana y “la nueva experiencia americana y la nueva idea americana de poder” (1988: 170), ese “tesoro perdido” que habría sido aplastado por la centralización del Estado moderno, el afán de soberanía y la violencia y el Terror. Pero la permanencia de esta distinción en esos trabajos no parecía saldar del todo el asunto, que años después volvería a ser tema de sus reflexiones. No hace falta saber si fue parte de un proyecto propio, si respondía a críticas de sus contemporáneos o si era motivada por la reciente ‘situación revolucionaria’ en la Francia de fines de la década del 60 o por las guerras de liberación anti-coloniales y los escritos de Franz Fanon y Jean Paul Sartre: lo cierto es que en 1970 publica Sobre la violencia, en donde realiza un esfuerzo de diferenciación de conceptos como “fuerza”, “fortaleza”, “autoridad”, además de “poder” y “violencia”, que normalmente son asimilados de manera acrítica en el lenguaje académico. Allí se expresa con una claridad que no debiera dejar lugar a dudas: “El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro.” (1999: 158)
De este modo consecuente con la definición que adelantamos antes, las características del poder lo oponen a la instrumentalidad de la violencia. En primer lugar, la violencia carece de esencia propia en virtud de su dependencia respecto de un fin que habrá de ser externo a ella.
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Como el poder comparte las características de la acción, también es posible examinarlo según la irreversibilidad, el carácter impredecible e ilimitado y el anonimato de los autores, propios de la última (1996: 241).
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Por la misma razón, la violencia exige justificaciones como toda elección de un medio para la prosecución de un fin. El poder, en cambio, prescinde de este requisito porque es tanto el fin como el medio (o mejor: la condición, puesto que no es inteligible en el marco medios-fines), porque coincide con la existencia misma de la comunidad política. Consecuentemente, y en segundo lugar, la violencia no puede tener como fin la generación de poder porque su carácter instrumental deshace el vínculo que establece el actuar-con-otros propio del poder, porque “[s]ólo el poder como potencialidad –sólo la acción conjunta de los hombres– genera poder.” (Hilb, 2000: 81). En tercer y último lugar, poder y violencia se oponen en su relación con el número: mientras que el primero depende del número, la segunda, prescinde de él puesto que depende de los instrumentos materiales con los que puede multiplicar la fuerza de un solo individuo de manera que éste se imponga sobre un gran número (Arendt, 1999).
Llegados a esta instancia, es menester detenernos en una primera perplejidad en torno a la cuestión del número. Para eso debemos introducir dos extractos en los que dicha cuestión se vuelve problemática y cuya relevancia es de primer orden porque se trata de afirmaciones contenidas en las secciones en que más se detiene Hannah Arendt a definir y distinguir los conceptos de violencia y poder. Los fragmentos son dos. El cronológicamente primero lo encontramos en el parágrafo 28 de La Condición Humana y dice así: “el poder es en grado asombroso independiente de los factores materiales, ya sea números o medios.” (Arendt, 1996: 223, corregí la traducción). El segundo, lo leemos en Crisis de la República, en el ensayo “Sobre la violencia” donde, luego de recordarnos una dependencia del poder respecto del número que en un primer momento parece presentar ciertas dificultades vis-à-vis la afirmación recién citada, lo que antes era asignado al poder, es decir, la independencia del número, ahora es atribuido a la violencia: “mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos” (1999: 144, mis negritas) Se desprenden dos problemas. Uno, el más evidente, quizá sea el más fácil de resolver; es el de la aparente contradicción entre la dependencia y la independencia respecto del número que Arendt predica alternativamente respecto del poder. El otro es similar aunque más sutil y se refiere a la violencia: puesto que depende de los instrumentos o medios, “puede prescindir del número”, pero “hasta cierto punto”. En los apartados que siguen trataremos de manera sucesiva ambos problemas.
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3. El poder es independiente de medios y números (su carácter potencial)
En La Condición Humana Arendt señala el carácter potencial del poder reflejado en los términos utilizados para designarlo en las distintas lenguas (dynamis, puissance, potentia, Macht). El poder comparte con todo lo “posible” el hecho de que puede actualizarse pero nunca materializarse (1996: 223), es decir, se actualiza en tanto potencial y no en un supuesto paso de la potencia al acto material.
“El poder es siempre un poder potencial y no una incambiable, mensurable y confiable entidad como la fuerza [force] o la potencia [strength]. Mientras que la potencia es la cualidad natural de un individuo visto en aislamiento, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan. Debido a esta peculiaridad que el poder comparte con todas las potencialidades que pueden realizarse pero jamás materializarse plenamente, el poder es en grado asombroso independiente de los factores materiales, sea números o medios.”3 (1996: 223 [THC: 200])
Para entender este carácter potencial que permite al poder esa “asombrosa” independencia respecto de los números conviene detenernos en la distinción entre poder y potencia-fortaleza (strength) con que Etienne Tassin señala una paradoja visible en el cruce de los términos con que se denomina a ambas cosas en latín, a saber, potentia (poder) y potestas (potenciafortaleza). Mientras que el poder [power] es el “potencial” (potentia) de una comunidad, lo que ella misma es en tanto es “en potencia”, la potencia-fortaleza (strength), es aquello de lo que un individuo es capaz de hacer, lo que “puede” hacer, su potestas, y no lo que el mismo es como potencialidad. En este sentido, el poder no es una potencia que diríamos “impotente” porque no se actualiza en una potestas, del mismo modo que la potencia-fortaleza [strength] de un individuo no puede entenderse como la expresión o el “pasaje al acto” de una potentia que requeriría el “despliegue concreto de una fuerza violenta”. El poder es entonces poder 3
He modificado sensiblemente la errática traducción al español de Gil Novales editada por Paidós. En lo que hace a nuestro interés e incluido “potencia” [strength] como en el original en inglés (la traducción la suprime, o quizá reduzca “force” y “strength” a “fuerza”). Sin embargo, y a pesar que la opción de Hilb (2000) por el término “fortaleza” parece preferible, he mantenido la equívoca traducción de “strength” por “potencia” o el doble término de “potencia-fortaleza” porque creo que mantienen nuestra alerta ante la dificultad de traducción de ese término (los traductores de Arendt al francés han tenido similar inconveniente al traducirlo como “puissance” que remite tanto a lo que nosotros entendemos por “poder” como a lo que llamamos “potencia”) y exigirá también de nosotros una mayor distinción respecto del poder como potencia. La otra modificación importante es el restablecimiento del plural en “números”, puesto que la traducción al español citada lo reemplaza por el singular “número”. Entre corchetes señalo la numeración de página correspondiente a la edición en inglés.
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político porque se mantiene como potencialidad propia de la pluralidad reunida, mientras sea “un potencial de reunión [rassemblement] que califica a una comunidad y no una potenciafortaleza cuantificable que define una entidad. La fe en la política es una ‘fe en la dynamis’, no una asentimiento a la potestas.” (Tassin, 1994: 285-286).
Una vez aclarado el carácter potencial, veamos su relación con el número. Del párrafo citado se desprende, por un lado, que el poder coincide con la pluralidad y se opone a la singularidad y, por otro, que así como es independiente de los medios, prescinde de los números. La corrección de la traducción (la restitución del plural “números”) y la glosa de Tassin nos conducen naturalmente a eliminar nuestro primera problema puesto que habría dos modos de ser del número, uno cualitativo y plural, el otro, cuantitativo y singular. El “número”, en singular, designa un ser plural del mismo modo que lo hace el término “pueblo” (en su sentido de populus y no de plebs), y un modo de ser en el que el poder generado surge en el espacio que mantienen “entre” sí, uniendo y separando a la vez, los muchos de esa pluralidad e impidiendo que conformen una unidad homogénea. Es un número, si se quiere, incontable. Los “números”, en cambio, designan una cantidad de cosas o seres que pueden ser contados como son contadas las poblaciones de una ciudad, un país o un continente, porque la singularidad que conforman varía su medida según sean más o menos sus componentes. Estos números son contables y dependen de su cantidad; a diferencia del poder político, su “poder” (su potencia-fortaleza, su fuerza) depende de cuántos sean.
Para ejemplificar, baste la distinción clásica entre política interna y política externa: una nación poderosa en el concierto de las naciones es una nación rica en recursos y en población (claro que esto último es más relevante en la medida que vamos hacia atrás en la historia y nos alejamos de los desarrollos en la tecnología de la destrucción, es decir, de los medios de violencia que, como sabemos, es independiente “hasta cierto punto” del número). Una nación poderosa en su interior, es una nación libre e igualitaria, sean pocos o numerosos los que en ella habitan: la libertad política depende del tipo de relación y no de la cantidad de quienes se relacionan.
Ciertamente el problema encuentra su solución con esta aclaración elemental. Sin embargo, Arendt se decide por otro tipo de aclaración. Enseguida del párrafo citado leemos una frase con reminiscencias a una reiterada cita que Arendt hace de Mirabeau: “Un grupo de hombres comparativamente pequeño pero bien organizado puede gobernar [to « rule »] casi de manera 7
indefinida sobre grandes y populosos imperios” (1996: 223 [THC: 200]). La afirmación sucede al párrafo dedicado a explicar el carácter potencial del poder citado arriba y no a una aclaración como la que venimos de desarrollar. Es decir, esta frase, dada su ubicación, debería ejemplificar la independencia que el poder tiene respecto de los números, la posibilidad de los pocos de ser poderosos en el sentido de ser libres, la prescindencia que tienen del número entendido como “factor material” o entidad cuantitativa. Tenemos pues un nuevo problema: el aparente uso indistinto, o al menos la compatibilidad, de poder [power] y gobierno [to rule]. Si Arendt hubiera omitido la frase, quizá ningún problema habría surgido. En efecto, Arendt está explicando en esa parte del texto el carácter potencial del poder y señala consecuentemente la independencia que este último tiene respecto de los factores materiales (sean instrumentos o el número, “numbers or means”). En este sentido, se entiende sin dificultad, por un lado, la inmediatamente posterior evocación de la metáfora de David y Goliat para ilustrar el concepto de poder (aunque Arendt rechaza su validez para el caso de la fuerza –sea física o mental-, que es lo que está en juego originalmente en la leyenda), puesto que un número menor puede sobreponerse en términos de poder a un número mayor: “the power of a few can be greater than the power of many” [THC: 200]; y por otro, el hecho de que una revuelta popular que no apele a medios violentos pueda imponerse contra gobernantes materialmente fuertes (“materially strong rulers”). Mientras que el primer caso, evidentemente confirma la independencia del poder respecto del número (“numbers”), el segundo la confirma respecto de los medios o recursos materiales (“means”).
Ahora bien, la frase intercalada perturba nuestro entendimiento de lector porque introduce algo que no sirve para demostrar la potencialidad del poder y su independencia respecto de cualquier tipo de recurso material. Y no sólo es innecesaria su introducción sino que además parece contradictoria en la forma en que está expresada: un grupo reducido puede gobernar sobre [to rule over] grandes y populosos imperios. Esto parece ilustrar que o bien el gobierno es la prueba del poder y tiene necesariamente sus mismas características –al menos la potencialidad y la independencia o autogeneración–, o bien estamos frente a algún error conceptual puesto que el solo contenido de la frase nos remite a la violencia que, como sabemos, puede (“hasta cierto punto”) prescindir del número, siendo su expresión máxima el gobierno de Uno contra todos, la tiranía.
El problema podría ver limitada su importancia si adujéramos una ambigüedad propia del estilo la autora, la elección de una frase “infeliz”, o si nos resolviéramos a interpretarla por el 8
contexto (en cuyo caso, es decir, al primar el contexto, se dejan de lado los aspectos contradictorios y se elimina el problema4), o incluso si la remitiéramos a la cuestión de imponerse no al número sino a imperios de gran población (para esto podríamos apoyarnos en la frase siguiente que indica las experiencias históricas en que países pobres y pequeños han aventajado a naciones grandes y ricas), de modo que atribuyéramos la frase a un contexto mejor en el que estaría en cuestión no tanto la política (interna) como las cuestiones interestatales (política externa) y, atribuyendo así un equívoco a Arendt, siguiéramos guiándonos por los contextos.
Todas estas soluciones son, sin embargo, insuficientes, y esto por al menos tres razones. En primer lugar, una razón simple: las hipótesis anteriores atribuyen demasiado la culpa sobre la autora en lugar de exigir mayor trabajo por parte del lector. En segundo lugar, porque el ejemplo de David y Goliat (que, a diferencia del ejemplo de la resistencia pasiva, está ubicado entre paréntesis) que ilustra la sentencia que enuncia que el poder no descansa en los números (o el tamaño) y, consecuentemente, apoya la afirmación que lo precede –y que aquí discutimos- según la cual pocos pueden gobernar sobre muchos, en realidad debería ilustrar el caso inverso: cómo los pocos (o los pequeños) o los demunidos pueden resistir al gobierno que los grandes (o el mero número) ejercen sobre ellos, tal como lo sugiere la elección de esa leyenda y no de otra. Esto se confirma con la simetría que esta última debería tener respecto del ejemplo de la resistencia pasiva de los muchos frente al gobierno materialmente fuerte de los pocos. Sin duda, no deja de ser difícil resolver el dilema puesto que el ejemplo mismo de David y Goliat es el de un enfrentamiento entre dos fuerzas (la mental y la física) y no entre poderes. El problema que subsiste es la ausencia del ejemplo de unos pocos cuyo poder pudiera hacerlos sobreponerse a la fuerza o la violencia de los grandes y los números. Para decirlo en otros términos: no nos queda claro si es posible a los pocos ser libres de otra forma que no sea gobernando o por otros medios que no sean los de la violencia, es decir, si es posible que sean libres tout court (lo que nos devuelve al problema del número). En tercer lugar, porque esas respuestas dejan sin pensar la cuestión sugerida por el texto pero no desarrollada por su autora del enfrentamiento del poder contra el poder. La curiosa preferencia de Arendt por la ilustración de sus oposiciones conceptuales (poder potencial vs. recursos materiales) con enfrentamientos en que los conceptos encarnan en sujetos o grupos o
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Como cuando intentamos resolver ciertas contradicciones por medio de remitirse al contexto en la creencia que se trata de un error de traducción –y este tipo de problemas es muy común en las traducciones de las obras de H. Arendt.
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países es presa de una ambigüedad en la que la distinción tan cara a la autora entre política interna y política externa se desdibuja; y en la misma medida vemos que perdemos de vista el modo de ser distinto que ha de predicarse de las relaciones en que el poder, y no la mera violencia, está en juego. Puesto que, si ni ser pocos ni ser numerosos muchos asegura ser poderosos (a diferencia de la fuerza, en cuyo caso cien se impondrán siempre sobre uno), debe tratarse entonces de un modo de estar juntos también en el caso de ser “pocos” y sobre todo en una relación de exterioridad con unos “muchos” (de un modo de ser pocos o muchos) y, por lo tanto, hay más de una manera de leer la frase en cuestión.
Quizá la llave de la solución, o al menos de la clara conformación de un problema irresoluble, de una pregunta destinada a permanecer como pregunta, la encontremos si buceamos en la reiteración de la frase que Arendt hará años después en Sobre la revolución, cuando analice la manera en que el gobierno central aplasta los consejos comunales durante la Revolución francesa:
“En Francia probablemente nadie iba a olvidar las palabras de Mirabeau, según las cuales «diez hombres unidos para la acción pueden hacer temblar a cien mil.»” (1988: 255 [OR: 246])
De este modo, Arendt describe el aplastamiento del poder revolucionario por parte de unos pocos, es decir, la independencia que la violencia tiene respecto del número (y su capacidad para destruir el poder), con la misma frase con que años antes parecía ilustrar la independencia que el poder tiene respecto del número. Por supuesto, esta ambigüedad no implica una contradicción lógica puesto que, decir que algo no depende del número no prueba que ese algo descanse en su contrario (la minoría, la singularidad) ni niega que unos pocos (la violencia) puedan aplastarlo. El problema gira en torno al entendimiento de la noción de poder en Arendt, en particular su relación con “los pocos”, y se confirma como tal si nos detenemos en otra referencia que hace Arendt de la frase de Mirabeau en Sobre la revolución:
“Aunque sea patente la pérdida de autoridad, las revoluciones sólo pueden estallar y alcanzar la victoria cuando existe [además] un número suficiente de hombres que están preparados en el momento en que se produce el colapso y, al mismo tiempo, ansían asumir el poder, estando prestos para organizarse y actuar unidos para la consecución de un objetivo común. No es necesario que el número de tales hombres sea grande; como dijo Mirabeau bastarían diez
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hombres unidos para hacer temblar a cien mil desunidos.” (1988: 116; [OR: 116], mis negritas)
Descartemos de entrada cualquier interpretación de tipo “elitista”, “vanguardista” o “schumpeteriana”, de la supuesta indefectible representación del poder por unos pocos: la forma negativa “no es necesario” lleva implícita la afirmación de que es posible llegar al mismo resultado revolucionario por medio de la acción concertada de un gran número. Coincide esto con la independencia del poder respecto del número. Sin embargo, subsisten dos cuestiones. Por un lado, Arendt nos dice que hace falta “un número suficiente de hombres”, número que puede consistir en muchos o pocos, pero no menos que lo “suficiente”. Esto nos recuerda la independencia del poder respecto de los números y su coincidencia (ya que es menos exacto el término “dependencia” porque sugeriría que existen dos momentos) con el número, con su modo de ser plural, contrasta con el uso que Arendt hace de la frase más tarde en el mismo libro (citada arriba) y revela la persistencia de nuestro problema en torno al poder y los pocos. Por otro lado, tenemos que, antes de la aparición de ese “número suficiente”, de estos “diez hombres”, ya ha habido una transformación en la esfera del poder:
“Si siempre parece que las revoluciones se realizan con pasmosa facilidad en sus etapas iniciales, ello se debe a que los hombres que las ponen en marcha se limitan a tomar el poder de un régimen en plena desintegración; en realidad son las consecuencias, no las causas, de la ruina de la autoridad política.” (1988: 116 [OR: 116])
En el mismo sentido se expresa en “Sobre la violencia” cuando dice que “[d]onde el poder se ha desintegrado, las revoluciones se tornan posibles, si bien no necesariamente”. Luego agrega que “incluso cuando el poder está en la calle, se necesita un grupo de hombres preparados para tal eventualidad que recoja ese poder y asuma su responsabilidad.” (1999: 151). Y para dar cuenta de esto evoca el ejemplo del Mayo francés en que una “situación revolucionaria” no llegó a ser una revolución porque no había nadie preparado para esa eventualidad (salvo De Gaulle).
Por lo tanto, si la aparición de estos “pocos” revolucionarios sólo puede tener lugar una vez que un orden se ha desintegrado, si este “número suficiente” de hombres preparados, responsables, dispuestos a la acción, recogen un poder que los precede y del que son “consecuencia” y no causa, nuestras perplejidades en torno al poder y al número y los “pocos”
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renacen aumentadas por la multiplicación de nuestras preguntas frente a lo que venimos de leer. En efecto, ¿qué relación hay entre esos pocos actores y el poder? ¿qué significa “recoger” el poder si, como sabemos, el poder es algo “en potencia” que no puede ni materializarse ni almacenarse ni poseerse ni, por lo tanto, recogerse? ¿cómo es posible que basten pocos para que haya poder y cuando vemos un grupo reducido de revolucionarios decimos que son la consecuencia del poder y no quienes lo conforman y comparten –o simplemente hablamos de esos pocos supuestamente libres y poderosos en los mismos términos con que tratamos a quienes gobiernan sobre otros? ¿No se reestablece una relación de dependencia del poder no sólo respecto del número y la pluralidad sino además respecto de los números y la cantidad de manera tal que sólo una cantidad mayor puede asegurarse una base de estable que pueda sostener el poder (o poner freno a la violencia y el gobierno) y que se parece en mucho a la fuerza o a la misma violencia?
4. Gobierno y violencia dependen del poder: “las mismas armas cambian de manos” La confusa situación de esos pocos que parecen tener poder pero que en verdad son su consecuencia nos remite por su semejanza al segundo problema enunciado hacia el final de la segunda sección, a saber, el “punto” a partir del cual la violencia que bien pueden ejercer unos pocos comienza a depender del número (respecto del cual, recordemos, es “hasta cierto punto” independiente). Confluyen ambos problemas bajo el signo de “los pocos”. Si el poder de los pocos carece de ejemplos claros y parece depender de algún cambio previo que nos lleva a dudar de su independencia respecto de los números, tanto la “hasta cierto punto” independencia de la violencia respecto de los números y su oposición (y por tanto también independencia) respecto del número pierden su fundamento cuando nos enfrentamos con ese momento previo que nos remite a la tercera característica del poder señalada al comienzo de estas páginas y que también es compartida por la violencia. En otro fragmento Arendt se explica a propósito de esa “causa” previa:
“Donde las órdenes no son ya obedecidas, los medios de violencia ya no tienen ninguna utilidad; y la cuestión de esta obediencia no es decidida por la relación mando-obediencia sino por la opinión y, desde luego, por el número de quienes la comparten. Todo depende del poder que haya tras la violencia. (...) [L]a obediencia civil (...) no es más que la manifestación exterior de apoyo y asentimiento.” (1999: 151, mis bastardillas)
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Ese doble movimiento según el cual, por un lado, “[t]odo depende del poder que haya tras la violencia” y, por otro, el poder depende del número que comparte cierta opinión, nos lleva a concluir que la violencia depende del poder y, por lo tanto, del número en su modo de ser plural (y no en su ser numérico mensurable como factor material). Creo que esta debe ser la interpretación de ese párrafo en un texto tardío y conceptual como “Sobre la violencia”. Volver a entender ese número exclusivamente en términos cuantitativos sería dar un paso atrás y suponer una contradicción en la autora (no descartamos aun, claro, la posibilidad de una ambigüedad). Ahora bien, esto va evidentemente contra la afirmación anterior que oponía poder y violencia.
Creo que la interpretación correcta de esta aparente paradoja exige tener presente la distinción que hiciéramos entre los modos de ser del número (cuantitativo y cualitativo, material y simbólico, plural y singular) y requiere que introduzcamos circunstancialmente otro concepto que hasta aquí hemos dejado de lado: el de la fuerza [force], es decir, “la energía liberada por movimientos físicos o sociales”, la “force des choses” (Arendt, 1999: 147). En los términos que la entiende Arendt, la fuerza comparte con la violencia su carácter coactivo, pero no su modo de ser instrumental y externo. La fuerza es lo que hace que algo sea en tanto es aquello que es; nos remite a una necesariedad interna al ser de una cosa o una situación, propia del ser de las cosas. Como sabemos, la violencia, en virtud de su desdoblamiento medios-fines carece de una esencia propia, no es nada en sí, y todo lo que ella es depende del fin externo que la justifica. Podemos decir por eso que la violencia es la instrumentalización de una fuerza o la multiplicación instrumental de la fortaleza (strength) y que en su modo de ser implica una “violación” de del ser o la naturaleza de las cosas y las circunstancias (Tassin, 1994: 284285). El mismo carácter instrumental, además, hace que pueda prescindir del número cuantitativo del mismo modo que el movimiento de palanca logra que quien lo ejerza pueda ser mucho menor en fuerza que aquello que pretende desplazar; o para decirlo con otros términos, del mismo modo que un hombre armado puede sobreponerse a unos cuantos y unos pocos a varios muchos. La presencia meramente numérica de hombres constituye una fuerza más o menos potente que según el caso podrá ser dominada por un reducido número de violentos relativamente organizados y pertrechados con los instrumentos adecuados. De acuerdo con esto y con los argumentos que venimos desarrollando hasta aquí, del número (cuantitativo) entendido en estos términos prescinden tanto la violencia como el poder.
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Ahora bien, lo que permite que no se disipe nuestra perplejidad es que Arendt supo oponer violencia y poder por el criterio de la dependencia o no respecto del número y, si acordamos que coinciden en su independencia vis-à-vis su modo de ser cuantitativo, nos queda que para que no hubiere ni contradicción ni perplejidad violencia y poder deberían tener relaciones opuestas en torno al modo de ser plural del número. Ciertamente, sabemos que cualquier violencia que irrumpa en el espacio público destruye su carácter plural, su libertad y su poder. Sin embargo, sabemos que el poder depende del número y venimos de afirmar lo mismo en función de la violencia. Una posible aunque parcial solución al entuerto creo que surge naturalmente una vez que entendamos el término “depender” que quizá no sea el más adecuado, como sugerimos más arriba: mientras que para el caso de la violencia la explicación por la relación de “dependencia” es legítima porque se trata de dos experiencias y dos conceptos diferentes (poder y violencia), para el caso del poder el término no puede ser sino metafórico porque el poder y el número coinciden y son dos maneras de llamar a una misma experiencia. Por lo tanto, si decir que poder y número no tienen una existencia distinta nos permite concluir que la “dependencia” del poder respecto del número no es otra cosa que decir que el poder depende del poder y que, en consecuencia este es autónomo y autogenerado, decir que la violencia “depende” del poder implica decir que estamos frente a conceptos y experiencias diferentes y que la eficacia de la primera es heterónoma respecto de la presencia del segundo5.
Hasta aquí resolvimos la distinción pero no justificamos la oposición: ¿puede deducirse de lo anterior que la violencia es lo opuesto del poder? La respuesta sería positiva si sólo considerásemos las primeras definiciones, aun cuando admitiéramos que de hecho podemos ver que en la realidad conviven. En este sentido, Arendt reconoce la asiduidad con que poder y violencia aparecen ligados y tanto en Sobre la Revolución como en “Sobre la violencia” ella sostiene que las revoluciones comparten junto con las guerras el elemento de la violencia. También sostiene que esa convivencia fáctica resulta en lo que podríamos entender como una suerte de “suma cero”: en la misma medida en que el poder esté presente, la violencia estará ausente y viceversa. Esto lo demuestra por la intervención de la justificación en el campo de la violencia: la palabra ya es un triunfo de la política sobre una violencia cuya naturaleza pura es muda y sólo una glorificación de la violencia en sí es anti-política y pierde las
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También implica decir que la fuerza del poder (su potencialidad) es mayor que la fuerza propia de la violencia más terrible. Pero considerar este tema implica desplazarse hacia otros argumentos y examinar conceptos como el de “terror”, bajo el cual la violencia pierde su carácter instrumental y el poder parece estar ausente
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características de toda justificación (Arendt 1988: 19). Sin embargo, la respuesta será negativa si seguimos la argumentación de Arendt en torno al hecho que “las armas cambian de manos”. En su argumento aclara que las revoluciones iluminan sobre este asunto porque no es por ese aspecto “violento” que se distinguen de otros acontecimientos y que figuran nuevos comienzos en los albores de la modernidad. Efectivamente, la historia ha demostrado la falsedad de la creencia de “los teóricos de la revolución” del siglo XX según la cual las posibilidades de la revolución habían disminuido en la misma medida que el desarrollo de “la capacidad destructiva de las armas a disposición exclusiva de los gobiernos” había aumentado (Arendt 1999: 149). La desigualdad de los medios de violencia entre el Estado y un grupo insurgente ha sido siempre tan grande que ni el progreso técnico de las armas del Estado, ni los manuales de técnicas de revolución, podrían modificar el aserto, más aun si definimos el Estado en los términos en que lo hacía aquellos “teóricos” (y no sólo ellos), es decir, como monopolio de la violencia legítima. El error previo de los revolucionarios reside en creer que las revoluciones pueden ser “realizadas” (Ibíd.: 150), que la violencia puede crear un nuevo poder y que por eso la de las armas es la batalla definitiva, cuando es la verdad contraria la que se impone: “En un contexto de violencia contra violencia la superioridad del Gobierno ha sido siempre absoluta pero esta superioridad existe sólo mientras permanezca intacta la estructura de gobierno – es decir, mientras que las órdenes sean obedecidas y el Ejército o las fuerzas de policía estén dispuestos a emplear sus armas. Cuando ya no sucede así, la situación cambia de forma abrupta. No sólo la rebelión ya no es sofocada, sino que las mismas armas cambian de manos” (Arendt 1999: 150)
Para el caso de un gobierno totalitario, el poder necesario para sostenerse parece ser menor:
“Nunca ha existido un Gobierno exclusivamente basado en los medios de violencia. Incluso el dirigente totalitario, cuyo principal instrumento de dominio es la tortura, necesita un poder básico –la policía secreta y su red de informadores-.” (Ibíd.: 152).
De este modo Arendt se ocupa de lo que hemos distinguido como la tercera característica del poder inscribiéndose en una tradición menos sistemática y quizá menos constituida como tal que da preeminencia a lo que hoy día ya estamos habituados a llamar lo “simbólico” y que nos remite a esa esfera de la potencialidad y las cosas indeterminadas que es la política. Hasta
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donde hemos podido averiguar, hay una mayor presencia de los pensadores franceses en esta perspectiva y, en particular, en un punto que nos interesa y que es el “cambio”, ese momento enigmático y revolucionario en que metafóricamente podemos decir que “las armas cambian de manos”. Decimos que es una metáfora porque lo que en verdad ocurre es que (y ahora usamos una sinécdoque/metonimia) las manos cambian de opinión, los hombres pasan a la acción y es posible ver nuevos comienzos porque, como sabemos gracias a las reiteradas cita que Arendt hace de Madison, todos los gobiernos descansan en la opinión. Los ejemplos no faltan y son rescatados por los historiadores. Desde la Revolución francesa6 hasta por lo menos la caída del Muro de Berlín, pasando por las insurrecciones en Hungría y Polonia de 19567, la primavera de Praga y el Mayo francés de 1968 o los disturbios de mayo-junio de 1969 del “Parque del Pueblo” en Berkeley durante los cuales “algunos soldados de la Guardia Nacional fraternizaron abiertamente con sus «enemigos»” y uno de ellos al arrojar sus armas dijo un “no puedo resistirlo más” que parece como un eco de aquella primera negación a reprimir por parte de la guardia francesa en La Bastilla (Arendt, 1999: 135). En efecto, en los momentos revolucionarios es posible ver aquí y allá excepciones a las reglas, actores que no coinciden con los intereses de su grupo o clase, sujetos que parecen no estar atados a estructura alguna, en fin, a lo que sus contemporáneos dieron el nombre de fraternización (término sin embargo tan deplorado por Arendt, al menos en lo que significó su desarrollo posterior a los primeros momentos revolucionarios en Francia) y en la filosofía política actual Jacques Rancière denomina “desidentificación” y Lefort “configuración simbólica” (1994: VIII; o también “mise en forme”).
Pero si todos estos ejemplos (y el concepto de desidentificación) nos hablan de la naturaleza del poder en el momento en que este es más visible porque aparece en acciones que lo ponen de manifiesto, nuestro interés, que se dirige más hacia el reverso de la acción que es ese poder previo, ve renovada su perplejidad ante las referencias de Arendt a ese “poder básico”, ese grupo de obedientes, o mejor, de hombres que comparten la opinión del gobernante, sea o no
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Cuenta Jules Michelet que en la toma de la Bastilla la guardia francesa baja las armas no porque se creyeran vencidos (a su lado, la guardia suiza estaba produciendo una masacre sin riesgos para los propios) sino porque no estaban de acuerdo en seguir masacrando a franceses, y que las tropas del rey, que en otros tiempos eran sinónimo de protección, eran ahora lo que le generaban temor (Michelet, 1979: 154, 184). También Edgar Quinet relata la insurrección popular del 10 de agosto de 1792 cuando los guardias nacionales que debían proteger el Château de Tuileries de los insurrectos, se rebelan y se muestran dispuestos a disparar contra sus jefes: “ellos conocieron sus amigos; ellos no emprenderán el combate contra ellos”; los cañoneros vacían sus cañones; el pueblo insurrecto y la guardia nacional fraterniza (Quinet 1987: 308). 7 Pueden encontrarse los relatos interpretados en los términos con que aquí tratamos en Lefort 1994 y Arendt 1999: 150.
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un tirano. Si esto nos conforta en el entendimiento de la dependencia de la violencia respecto del poder (tan presente en las evocaciones que Arendt hace de el señalamiento de Montesquieu según el cual la tiranía contiene el germen de su propia destrucción porque no puede generar poder), también nos devuelve a la confusión suscitada por las ambiguas evocaciones de esa frase de Mirabeau que decía que unos pocos hombres organizados podían hacer temblar a cien mil.
5. A modo de conclusión La paradoja por la cual tanto la posibilidad de proeza de unos pocos revolucionarios como la violencia con que pocos pueden dominar sobre muchos dependen de algo previo, del poder. Al parecer esto constituye una insalvable ambigüedad en Hannah Arendt en su manera de tratar la ambigüedad propia del fenómeno del poder. Esto significa que, en alguna medida, en sus esfuerzos por diferenciar los conceptos y las experiencias no supo señalar el límite que tenemos para representarnos esa experiencia política fundamental que instituye los nuevos comienzos en la historia. En cambio, esto no significa que sus reflexiones no hayan tocado la esencia del asunto puesto que todas nuestras perplejidades prueban que sí supo hacerlo. Quizá sólo haya faltado reconocer la naturaleza del enigma del poder y quizá esto se deba a su obsesión por la libertad o a su negativa a admitir esa posibilidad contenida en la libertad misma de convertirse en su contrario. En este sentido, posiblemente tenga razón Miguel Abensour cuando en una crítica de Los Orígenes... afirma que en este punto Arendt recae en la perspectiva de los arcana dominatis y de la posibilidad de la dominación (y por lo tanto su precedencia) sobre la libertad sin considerar siquiera la posibilidad de que las víctimas sean sus propios verdugos, posibilidad sí descubierta mucho tiempo atrás por Etienne de La Boétie, y que no es sino otra manera de hablar de la indeterminación de la libertad y de la fragilidad de los asuntos humanos, argumentos tantas veces pregonados por ella misma (Abensour 1999: 38-39).
Preguntarnos por las razones por las cuales Arendt parece no haber dado ese paso puede llevarnos a conjeturas sin fin. Y probablemente estemos frente a un dilema cuyo destino es permanecer irresuelto porque de lo contrario estaríamos perdiendo de vista la naturaleza propia del poder y de la espera de los asuntos humanos. Quizá esté en el corazón mismo del modo de ser plural del número la posibilidad de su modo de ser singular y su figuración no sea otra que ese enfrentamiento “poder contra el poder” cuya ausencia en los trabajos de 17
Arendt sobre el poder sorprende porque todos sus elementos están a la vista. Quizá Arendt se limitó a probar que la libertad y sólo la libertad depende de los muchos porque quiso ser una pensadora de la libertad, y en este caso Arendt sí habría perdido de vista definitivamente la hipótesis de Etienne de La Boétie del deseo del pueblo de la servidumbre voluntaria, de la decisión de los poderosos (el pueblo) de ser dominados. Sería este el motivo por el cual existe una ambigüedad en torno de los pocos que, sean libres o tiranos, poderosos o soberanos, sea que actúen o dominen, dependen siempre de un poder previo, plural, de los muchos cuya libertad es tal que se vuelve frágil y cuya indeterminación es tanta que alcanza el punto en que puede transformarse en su contrario.
Lo cierto es que, aunque no lo explicite, Arendt brinda todos los elementos para este entendimiento del poder como enigma, para establecer su lugar en el pueblo y su precedencia respecto de la dominación. Por eso puede afirmar:
“Afirmar, como se hace a menudo, que una minoría pequeña y desarmada, ha logrado con éxito y por medio de la violencia –gritando o promoviendo el escándalo– interrumpir clases en donde una abrumadora mayoría se había decidido porque continuaran, es por eso desorientador. (...) Lo que sucede en realidad en tales casos es algo mucho más serio: la mayoría se niega claramente a emplear su poder y a imponerse a los que interrumpen; el proceso académico se rompe porque nadie desea alzar algo más que un dedo a favor del statu quo. (...) La mayoría simplemente observadora, divertida por el espectáculo de una pugna a gritos entre estudiantes y profesor, es ya en realidad un aliado latente de la minoría” (Arendt 1999: 144-145)
Septiembre de 2005
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Bibliografía
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