Benito P�rez Gald�s
MARIANELA
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Texto de dominio p�blico.
Este texto digital es de DOMINIO P�BLICO en Argentina por cumplirse m�s de 30 a�os de la muerte de su autor (Ley 11.723 de Propiedad Intelectual). Sin embargo, no todas las leyes de Propiedad Intelectual son iguales en los diferentes pa�ses del mundo. Inf�rmese de la situaci�n de su pa�s antes de la distribuci�n p�blica de este texto.
- I Perdido Se puso el sol. Tras el breve crep�sculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los �ltimos rumores de la tierra so�olienta, y el viajero sigui� adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta vereda, de esas que sobre el c�sped traza el constante pisar de hombres y brutos, y sub�a sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos (1), hayas y robles. (Ya se ve que estamos en el Norte de Espa�a.) Era un hombre de mediana edad, de complexi�n [6] recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (d�gase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se le mirara. Vest�a el traje propio de los se�ores acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una correa, y grueso bast�n que, entre paso y paso, le serv�a para apalear las zarzas cuando extend�an sus ramas llenas de afiladas u�as para atraparle la ropa. Det�vose, y mirando a todo el c�rculo del horizonte, parec�a impaciente y desasosegado. Sin duda no ten�a gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de alg�n aldeano que le diese buenos informes topogr�ficos para llegar pronto y derechamente a su destino. -No puedo equivocarme -murmur�-. Me dijeron que atravesara el r�o por la pasadera... as� lo hice. Despu�s que marchara adelante, siempre adelante. En efecto, all�, detr�s de m� queda esa apreciable villa, a quien yo llamar�a Villafangosa por el buen surtido de lodos que hay en sus calles y caminos... De modo que [7] por aqu�, adelante, siempre adelante... (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondr�a otra divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes. Despu�s de andar largo trecho, a�adi�: -Me he perdido, no hay duda de que me he perdido... Aqu� tienes, Teodoro Golf�n, el resultado de tu adelante, siempre adelante. Estos palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de ti, o ellos mismos ignoran d�nde est�n las minas de Socartes. Un gran establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido de arrastres, resoplido de hornos,
relincho de caballos, trepidaci�n de m�quinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada... Parece que estoy en un desierto... �qu� soledad! Si yo creyera en brujas, pensar�a que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a ellas... �Demonio!, �pero no hay gente en estos lugares?... A�n falta media hora para la salida de la luna. �Ah!, bribona, t� tienes la culpa de mi extrav�o... Si al menos pudiera conocer el sitio donde me encuentro... �Pero qu� m�s da? (Al decir esto, hizo un gesto propio del hombre esforzado que desprecia los peligros). Golf�n, t� que has dado la vuelta al mundo, �te acobardar�s ahora?... �Ah!, los aldeanos ten�an raz�n: adelante, [8] siempre adelante. La ley universal de la locomoci�n no puede fallar en este momento. Y puesta denodadamente en ejecuci�n aquella osada ley, recorri� un kil�metro, siguiendo a capricho las veredas que le sal�an al paso y se cruzaban y se quebraban en �ngulos mil, cual si quisiesen enga�arle y confundirle m�s. Por grande que fuera su resoluci�n e intrepidez, al fin tuvo que pararse. Las veredas, que al principio sub�an, luego empezaron a bajar, enlaz�ndose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallose en un talud, por el cual s�lo habr�a podido descender ech�ndose a rodar. -�Bonita situaci�n! -exclam� sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa contrariedad-. �En d�nde est�s, querido Golf�n? Esto parece un abismo. �Ves algo all� abajo? Nada, absolutamente nada... pero el c�sped ha desaparecido, el terreno est� removido. Todo es aqu� pedruscos y tierra sin vegetaci�n, te�ida por el �xido de hierro... Sin duda estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre... �Qu� har�?, hay por aqu� una vereda que vuelve a subir. �Seguirela? �Desandar� lo andado?... �Retroceder! �Qu� absurdo! [9] O yo dejo de ser quien soy, o llegar� esta noche a las famosas minas de Socartes y abrazar� a mi querido hermano. Adelante, siempre adelante. Dio un paso y hundiose en la fr�gil tierra movediza. -�Esas tenemos, se�or planeta?... �Con que quiere usted tragarme?... Si ese holgaz�n sat�lite quisiera alumbrar un poco, ya nos ver�amos las caras usted y yo... Y a fe que por aqu� abajo no hemos de ir a ning�n para�so. Parece esto el cr�ter de un volc�n apagado... Hay que andar suavemente por tan delicioso precipicio. �Qu� es esto? �Ah! Una piedra; magn�fico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna. El discreto Golf�n se sent� tranquilamente como podr�a haberlo hecho en el banco de un paseo; y ya se dispon�a a fumar, cuando sinti� una voz... s�,
indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido pat�tico, mejor dicho, melanc�lico canto, formado de una sola frase, cuya �ltima cadencia se prolongaba apian�ndose en la forma que los m�sicos llamaban morendo, y que se apagaba al fin en el pl�cido silencio de la noche, sin que el o�do pudiera apreciar su vibraci�n postrera. [10] -Vamos -dijo el viajero lleno de gozo-, humanidad tenemos. Ese es el canto de una muchacha; s�, es voz de mujer, y voz precios�sima. Me gusta la m�sica popular de este pa�s... Ahora calla... Oigamos, que pronto ha de volver a empezar... Ya, ya suena otra vez. �Qu� voz tan bella, qu� melod�a tan conmovedora! Creer�ase que sale de las profundidades de la tierra y que el se�or de Golf�n, el hombre m�s serio y menos supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos, ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la casa... Pero, si no me enga�a el o�do, la voz se aleja... La graciosa cantora se va... �Eh! Muchacha, aguarda, det�n el paso. La voz, que durante breve rato hab�a regalado con encantadora m�sica el o�do del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golf�n, el canto extinguiose por completo. Sin duda la misteriosa entidad gn�mica, que entreten�a su soledad subterr�nea cantando tristes amores, se hab�a asustado de la brusca interrupci�n del hombre, huyendo a las m�s hondas entra�as de la tierra, donde moran, avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas. -Esta es una situaci�n divina -murmur� Golf�n, considerando que no pod�a hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro-. No hay mal que cien a�os dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habr� llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las ventajas del adelante, siempre adelante.� Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro crey� sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante s� ten�a. Puso atenci�n y no tard� en adquirir la certeza de que alguien andaba por all�. Levant�ndose, grit�: -Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, �se puede ir por aqu� a las minas de Socartes? No hab�a concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y despu�s una voz de hombre, que dijo: -Choto, Choto, ven aqu�. -�Eh! -grit� el viajero-. Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de paz!
-�Choto, Choto! Golf�n vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal, despu�s de gru�ir junto a �l, retrocedi� llamado por su [12] amo. En tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que inm�vil y sin expresi�n, cual mu�eco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez varas m�s abajo de �l, en una vereda trasversal que aparec�a irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura detenida en �l llamaron vivamente la atenci�n de Golf�n, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclam�: -�Gracias a Dios!, al fin sali� esa loca. Ya podemos saber d�nde estamos. No sospechaba yo que tan cerca de m� existiera esta senda... Pero si es un camino... �Hola!, amiguito, �puede usted decirme si estoy en las minas de Socartes? -S�, se�or, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco lejos del establecimiento. La voz que esto dec�a era juvenil y agradable, y resonaba con las simp�ticas inflexiones que indican una disposici�n a prestar servicios con buena voluntad y cortes�a. Mucho gust� al doctor o�rla, y m�s a�n observar la dulce claridad que, difundi�ndose por los espacios antes oscuros, hac�a revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada. -Fiat lux -dijo descendiendo-. Me parece [13] que acabo de salir del caos primitivo. Ya estamos en la realidad... Bien, amiguito, doy a usted gracias por las noticias que me ha dado y las que a�n ha de darme... Sal� de Villamojada al ponerse el sol. Dij�ronme que adelante, siempre adelante... -�Va usted al establecimiento? -pregunt� el misterioso joven, permaneciendo inm�vil y r�gido, sin mirar al doctor, que ya estaba cerca. -S�, se�or; pero sin duda equivoqu� el camino. -Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de Rabagones, donde est� el camino y el ferro-carril en construcci�n. Por all� hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aqu� tardaremos m�s, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos en la �ltima zona de explotaci�n, y hemos de atravesar algunas galer�as y t�neles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde est�n los talleres, los hornos, las m�quinas, el laboratorio y las oficinas. -Pues a fe m�a que ha sido floja mi equivocaci�n -dijo Golf�n riendo. [14] -Yo le guiar� a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios perfectamente.
Golf�n, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aqu� y bailoteando m�s all�, toc� al fin el ben�fico suelo de la vereda, y su primera acci�n fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor dominado por la sorpresa. -Usted... -murmur�. -Soy ciego, s�, se�or -a�adi� el joven-; pero sin vista s� recorrer de un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompa�a, cuando no lo hace la Nela, que es mi lazarillo. Con que s�game usted y d�jese llevar. [15]
- II Guiado -�Ciego de nacimiento? -dijo Golf�n con vivo inter�s que no era s�lo inspirado por la compasi�n. -S�, se�or, de nacimiento -repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo m�s que por el pensamiento, el tacto y el o�do. He podido comprender que la parte m�s maravillosa del universo es esa que me est� vedada. Yo s� que los ojos de los dem�s no son como estos m�os, sino que por s� conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo. -Qui�n sabe... -manifest� Teodoro- �pero qu� es esto que veo, amigo m�o, qu� sorprendente espect�culo es este? El viajero, que hab�a andado algunos pasos junto a su gu�a, se detuvo asombrado de la fant�stica perspectiva que se ofrec�a ante sus [16] ojos. Hall�base en un lugar hondo, semejante al cr�ter de un volc�n, de suelo irregular, de paredes m�s irregulares a�n. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el enga�oso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperez�ndose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parec�a la petrificaci�n de una org�a de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas hab�an quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que
llenaba el �mbito del supuesto cr�ter era un silencio que daba miedo. Creer�ase que mil voces y aullidos hab�an quedado tambi�n hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos. -�En d�nde estamos, buen amigo? -dijo Golf�n-. Esto es una pesadilla. -Esta zona de la mina se llama la Terrible -repuso el ciego indiferente al estupor de su compa�ero de camino-. Ha estado en explotaci�n [17] hasta que hace dos a�os se agot� el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay m�s arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cret�cea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado despu�s de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo. -Espect�culo asombroso, s� -dijo el forastero deteni�ndose en contemplarlo-, pero que a m� antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. �Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violent�sima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefal�lgico, confundi�ndose con los terror�ficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre. -�Choto, Choto, aqu�! -dijo el ciego-. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galer�a. En efecto, Golf�n vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirig�a hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas. El perro entr� primero olfateando la negra [18] cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detr�s, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursi�n bajo la tierra. -Es pasmoso -dijo- que usted entre y salga por aqu� sin tropiezo. -Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aqu� se siente fr�o; abr�guese usted si tiene con qu�. No tardaremos mucho en salir. Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Despu�s dijo: -Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aqu� se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. �Tiene usted fr�o? -Diga usted, buen amigo -interrog� el doctor festivamente-. �Est� usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un es�fago. Somos pobres bichos que hemos ca�do en el est�mago de un gran insect�voro. �Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
-Mucho paseo por aqu� a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte m�s seca. Esto es arena [19] pura... Ahora vuelve la piedra... Aqu� hay filtraciones de agua sulfurosa; por aqu� una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra... Tambi�n hay capas de pizarra: esto llaman esquistos... �Oye usted c�mo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. All� se pone ese holgaz�n todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada. -�Qui�n, el sapo? -S�, se�or. Ya nos acercamos al fin. -En efecto; all� veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca. Cuando salieron, el primer accidente que hiri� los sentidos del doctor, fue el canto melanc�lico que hab�a o�do antes. Oyolo tambi�n el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo: -�La oye usted? -Antes o� esa voz y me agrad� sobremanera. �Qui�n es la que canta?... En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, grit�: -�Nela!... �Nela! Ecos sonorosos, pr�ximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre. El ciego, poni�ndose las manos en la boca en forma de bocina, grit�: [20] -No vengas, que voy all�. �Esp�rame en la herrer�a... en la herrer�a! Despu�s, volvi�ndose al doctor, le dijo: -La Nela es una muchacha que me acompa�a; es mi lazarillo. Al anochecer volv�amos juntos del prado grande... hac�a un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la caba�a de Romolinos, y la Nela corri� a mi casa a buscarme el gab�n. Al poco rato de estar en la caba�a, acordeme de que un amigo hab�a quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y sal� con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontr� a usted... Pronto llegaremos a la herrer�a. All� nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompa�ar� a usted hasta las oficinas. -Muchas gracias, amigo m�o. El t�nel les hab�a conducido a un segundo espacio m�s singular que el anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero no hab�a sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azad�n del minero. Parec�a el interior de un gran
buque n�ufrago, tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la [21] mitad, dobl�ndole en un �ngulo obtuso. Hasta se pod�an ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la concavidad panzuda distingu�anse grandes piedras, como restos de carga maltratados por las olas; y era tal la fuerza pict�rica del claro-oscuro de la luna, que Golf�n crey� ver, entre mil despojos de cosas n�uticas, cad�veres medio devorados por los peces, momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semidescompuesto y profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo morara en la inmensa sepultura del mar. La ilusi�n fue completa cuando sinti� rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una pe�a o azotan el esqueleto de un buque n�ufrago. -Por aqu� hay agua -dijo a su compa�ero. -Ese ruido que usted siente -replic� el ciego deteni�ndose- y que parece... �c�mo lo dir�? �no es verdad que parece ruido de g�rgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta? -Exactamente. �Y d�nde est� ese buche de agua? �Es alg�n arroyo que pasa? -No, se�or. Aqu�, a la izquierda, hay una loma. Detr�s de ella se abre una gran boca, [22] una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Fic�briga. Otros dicen que por el fondo de �l corre un r�o que est� siempre dando vueltas y m�s vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que ser� como un molino. Algunos dicen que hay all� abajo un resoplido de aire que sale de las entra�as de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a re�ir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que o�mos de fuera. -�Y nadie ha bajado a esa sima? -No se puede bajar sino de una manera. -�C�mo? -Arroj�ndose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es l�stima, porque nos hubieran dicho qu� pasaba all� dentro. La boca de esa caverna h�llase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos a�os los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la pe�a, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galer�as de all� dentro, donde est� el resoplido que sube y el chorro que baja. De d�a podr� usted verla perfectamente, pues basta trepar [23] un poco por
las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un c�modo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos all� muy a menudo a o�r c�mo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, se�or, parece que nos hablan al o�do. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he o�do palabras; pero s� un murmullo como soliloquio o meditaci�n, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces col�rico, a veces burl�n. -Pues yo no oigo sino ruido de g�rgaras -dijo el doctor riendo. -As� parece desde aqu�... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prep�rese usted a pasar otra galer�a. -�Otra? -S�, se�or. Y �sta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay despu�s un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galer�as que despu�s quedaron abandonadas, y aquello est� como Dios quiere. Choto, adelante. Choto se meti� por un agujero, como hur�n que persigue al conejo, y sigui�ronle el doctor y su gu�a, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y l�brego camino. Nunca el sentido del tacto hab�a tenido m�s delicadeza [24] y finura, prolong�ndose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, despu�s �ngulos y m�s �ngulos, siempre entre las dos paredes de tablones h�medos y medio podridos. -�Sabe usted a lo que me parece esto? -dijo el doctor, conociendo que los s�miles agradaban a su gu�a-. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuici�n del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad. Crey� Golf�n que se hab�a expresado en lenguaje poco inteligible para el ciego; mas �ste probole lo contrario, diciendo: -Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galer�as deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aqu� cierta conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aqu� como usted por la calle m�s ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire y otras la humedad excesiva, preferir�a estos lugares subterr�neos a todos los dem�s lugares que conozco. -Esto es la idea de la meditaci�n. -Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por donde voy, y por [25] �l corren mis ideas desarroll�ndose magn�ficamente. -�Oh! �cu�n lamentable cosa es no haber visto nunca la b�veda azul del cielo en pleno d�a! -exclam� el doctor con espontaneidad suma-. D�game usted, �este
conducto donde las ideas de usted se desarrollan magn�ficamente, no se acaba nunca? -Ya, ya pronto estaremos fuera... �Dice usted que la b�veda del cielo...? �Ah! Ya me figuro que ser� una concavidad armoniosa, a la cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente. Al decir esto, salieron; Golf�n, respirando con placer y fuerza, como el que acaba de soltar un gran peso, exclam� mirando al cielo: -Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca me hab�is parecido m�s lindas que en este instante. -Al pasar -dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra- he cogido este pedazo de caliza cristalizada; �sostendr� usted que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a m� me lo parece. Dici�ndolo, desmenuzaba los cristales. -Amigo querido -dijo Golf�n con emoci�n [26] y l�stima- es verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco (2) no merece la atenci�n del hombre, mientras est� suspendido sobre nuestras cabezas el infinito reba�o de maravillosas luces que llenan la b�veda del cielo. El ciego volvi� su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza: -�Es verdad que exist�s, estrellas? -Dios es inmensamente grande y misericordioso -observ� Golf�n, poniendo su mano sobre el hombro de su acompa�ante-. Qui�n sabe, qui�n sabe, amigo m�o... Se han visto, se ven todos los d�as casos muy raros. Mientras esto dec�a, le miraba de cerca, tratando de examinar a la escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el ciego volv�a sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor. -No tengo esperanza -murmur�. Hab�an salido a un sitio despejado. La luna, m�s clara a cada rato, iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parec�an las escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la vertiente. -Aqu� a la izquierda -dijo el ciego- est� [27] mi casa. All� arriba... �sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de Suso: lo dem�s ha sido expropiado en diversos a�os para beneficiar el terreno; todo aqu� debajo es calamina. Nuestros padres viv�an sobre miles de millones sin saberlo.
Esto dec�a, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una ni�a, una chicuela, de liger�simos pies y menguada estatura. -Nela, Nela -dijo el ciego-. �Me traes el abrigo? -Aqu� est� -repuso la muchacha poni�ndole un capote sobre los hombros. -��sta es la que cantaba?... �Sabes que tienes una preciosa voz? -�Oh! -exclam� el ciego con candoroso acento de encomio -canta admirablemente-. Ahora, Mariquilla, vas a acompa�ar a este caballero hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre que baja a buscarme. Me re�ir� de seguro... �All� voy, all� voy! -Ret�rese usted pronto, amigo -dijo Golf�n estrech�ndole la mano-. El aire es fresco y puede hacerle da�o. Muchas gracias por la compa��a. Espero que seremos amigos, porque estar� aqu� alg�n tiempo... Yo soy hermano de Carlos Golf�n, el ingeniero de estas minas. -�Ah!... ya... D. Carlos es muy amigo de [28] mi padre y m�o: le espera a usted desde ayer. -Llegu� esta tarde a la estaci�n de Villamojada... dij�ronme que Socartes estaba cerca y que pod�a venirme a pie. Como me gusta ver el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, ech� a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted c�mo me perd�... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido a usted y seremos amigos, quiz�s muy amigos... Vaya, adi�s; a casa pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta se�ora Nela tendr� la bondad de acompa�arme. -De aqu� a las oficinas no hay m�s que un cuarto de hora de camino... poca cosa... Cuidado no tropiece usted en los rails (3); cuidado al bajar el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la v�a... y con la humedad, la tierra est� como jab�n... Adi�s, caballero y amigo m�o. Buenas noches. Subi� por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos pelda�os estaban reforzados con vigas. Golf�n sigui� adelante, guiado por la Nela. Lo que hablaron �merecer� cap�tulo aparte? Por si acaso, se lo daremos. [29]
- III Un di�logo que servir� de exposici�n -Aguarda, hija, no vayas tan a prisa -dijo Golf�n deteni�ndose- d�jame encender un cigarro.
Estaba tan serena la noche, que no necesit� emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acerc� la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad: -A ver, ens��ame tu cara. Mir�bale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que dur� la luz del f�sforo. Era como una ni�a, pues su estatura deb�a contarse entre las m�s peque�as, correspondiendo a su talle delgad�simo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no ten�an el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba [30] la madurez de un organismo en que ha entrado o debido entrar el juicio. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su peque�a cabeza remataba con cierta gallard�a el miserable cuerpecillo. Alguien dec�a que era una mujer mirada con vidrio de disminuci�n; alguno que era una ni�a con ojos y expresi�n de adolescente. No conoci�ndola, se dudaba si era un asombroso progreso o un deplorable atraso. -�Qu� edad tienes t�? -preguntole Golf�n sacudiendo los dedos para arrojar el f�sforo, que empezaba a quemarle. -Dicen que tengo diez y seis a�os -replic� la Nela, examinando a su vez al doctor. -�Diez y seis a�os! Atrasadilla est�s, hija. Tu cuerpo es de doce, a lo sumo. -�Madre de Dios! Si dicen que yo soy como un fen�meno -manifest� ella en tono de l�stima de s� misma. -�Un fen�meno! -repiti� Golf�n poniendo su mano sobre los cabellos de la chica. Podr� ser. Vamos, gu�ame. La Nela comenz� a andar resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compa��a. Iba descalza: sus pies, �giles y peque�os [31] denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vest�a una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atav�o, as� como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia m�s propia del salvaje que del mendigo. Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Golf�n por lo recatadas y humildes, dando indicios de un car�cter formal y reflexivo. Resonaba su voz con simp�tico acento de cortes�a, que no pod�a ser hijo de la educaci�n, y sus miradas eran fugaces y moment�neas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo.
-Dime -le pregunt� Golf�n- �t� vives en las minas? �Eres hija de alg�n empleado de esta posesi�n? -Dicen que no tengo madre ni padre. -�Pobrecita! T� trabajar�s en las minas... -No, se�or. Yo no sirvo para nada -replic� sin alzar del suelo los ojos. -Pues a fe que tienes modestia. Teodoro se inclin� para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas manchitas parduzcas (4). Ten�a peque�a la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos; pero com�nmente [32] brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello dorado-oscuro hab�a perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposici�n al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se ve�an de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, est�ticamente hablando, era desabrida, fea; pero quiz�s pod�a merecer elogios, aplic�ndole el verso de Polo de Medina: �es tan linda su boca que no pide�. En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el h�bito degradante de la mendicidad callejera. Golf�n le acarici� el rostro con su mano, tom�ndolo por la barba y abarc�ndolo casi todo entre sus gruesos dedos. -�Pobrecita! -exclam�-. Dios no ha sido generoso contigo. �Con qui�n vives? -Con el se�or Centeno, capataz de ganado en las minas. -Me parece que t� no habr�s nacido en la abundancia. �De qui�n eres hija? -Dicen que mi madre vend�a pimientos en el mercado de Villamojada. Era soltera. Me tuvo un d�a de Difuntos, y despu�s se fue a criar a Madrid. [33] -�Vaya con la buena se�ora! -murmur� Teodoro con malicia-. Quiz�s no tenga nadie noticia de qui�n fue tu pap�. -S�, se�or -replic� la Nela con cierto orgullo-. Mi padre fue el primero que encendi� las luces en Villamojada. -�C�spita! -Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez faroles en las calles -dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de la historia-, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era tambi�n soltera, seg�n dicen. Mi padre hab�a re�ido con ella... Dicen que viv�an juntos... todos viv�an juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la
aceitera... Un d�a dicen que subi� a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el antepecho, yo me sal� fuera y ca�me al r�o. -�Y te ahogaste! -No, se�or; porque ca� sobre piedras. �Divina Madre de Dios! Dicen que antes de eso era yo muy bonita. -S�; indudablemente eras muy bonita -afirm� el forastero con el alma inundada de bondad-. Y todav�a lo eres... Pero dime otra [34] cosa. �Hace mucho tiempo que vives en las minas? -Dicen que hace tres a�os. Dicen que mi madre me recogi� despu�s de la ca�da. Mi padre cay� enfermo, y como mi madre no le quiso asistir, porque era malo, �l fue al hospital donde dicen que se muri�. Entonces vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un d�a la despidi� el jefe porque hab�a bebido mucho aguardiente... -Y tu madre se fue... Vamos, ya me interesa esa se�ora. Se fue... -Se fue a un agujero muy grande que hay all� arriba -dijo Nela, deteni�ndose ante el doctor y dando a su voz el tono m�s pat�tico- y se meti� dentro. -�Canario! �Vaya un fin lamentable! Supongo que no habr� vuelto a salir. -No, se�or -replic� la Nela con naturalidad-. All� dentro est�. -Despu�s de esa cat�strofe, pobre criatura -dijo Golf�n con cari�o-, has quedado trabajando aqu�. Es un trabajo muy penoso el de la miner�a. T� est�s te�ida del color del mineral; est�s raqu�tica y mal alimentada. Esta vida destruye las naturalezas m�s robustas. -No, se�or, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para nada. -Quita all�, tonta, t� eres una alhaja. [35] -Que no se�or -dijo Nela insistiendo con energ�a-. Si no puedo trabajar. En cuanto cargo un peso peque�o, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer alguna cosa dif�cil en seguida me desmayo. -Todo sea por Dios... Vamos, que si cayeras t� en manos de personas que te supieran manejar, ya trabajar�as bien. -No, se�or -repiti� la Nela con tanto �nfasis como si se elogiara-; si yo no sirvo m�s que de estorbo. -�De modo que eres una vagabunda? -No, se�or, porque acompa�o a Pablo. -�Y qui�n es Pablo?
-Ese se�orito ciego, a quien usted encontr� en la Terrible. Yo soy su lazarillo desde hace a�o y medio. Le llevo a todas partes; nos vamos por esos campos paseando. -Parece buen muchacho ese Pablo. La Nela se detuvo otra vez mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, exclam�: -�Madre de Dios! Es lo mejor que hay en el mundo. �Pobre amito m�o! Sin vista tiene �l m�s talento que todos los que ven. -Me gusta tu amo. �Es de este pa�s? -S�, se�or, es hijo �nico de D. Francisco Pen�guilas, un caballero muy bueno y [36] muy rico que vive en las casas de Aldeacorba. -Dime �y a ti por qu� te llaman la Nela? �Qu� quiere decir eso? La muchacha alz� los hombros. Despu�s de una pausa, repuso: -Mi madre se llamaba la se�� Mar�a Canela; pero le dec�an Nela. Dicen que este es nombre de perra. Yo me llamo Mar�a. -Mariquita. -Mar�a Nela me llaman y tambi�n La Hija de la Canela. Unos me dicen Marianela, y otros nada m�s que la Nela. -�Y tu amo, te quiere mucho? -S�, se�or, es muy bueno. �l dice que ve con mis ojos, porque como le llevo a todas partes y le digo c�mo son todas las cosas... -Todas las cosas que no puede ver. El forastero parec�a muy gustoso de aquel coloquio. -S�, se�or; yo le digo todo. �l me pregunta c�mo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo hablando, que para �l es lo mismito que si la viera. Yo le explico todo, c�mo son las yerbas, las nubes, el cielo, el agua y los rel�mpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la cara de las personas y de los animales. Yo le digo lo que es feo y lo que es bonito, y as� se va enterando de todo. [37] -Veo que no es flojo tu trabajo. �Lo feo y lo bonito! Ah� es nada... �Te ocupas de eso?... Dime, �sabes leer? -No, se�or. Si yo no sirvo para nada. Dec�a esto en el tono m�s convincente, y el gesto de que acompa�aba su firme protesta parec�a a�adir: �Es usted un majadero en suponer que yo sirvo para algo.� -�No ver�as con gusto que tu amito recib�a (5) de Dios el don de la vista?
La muchacha no contest� nada. Despu�s de una pausa, dijo: -�Divino Dios! Eso es imposible. -Imposible no, aunque dif�cil. -El ingeniero director de las minas ha dado esperanzas al padre de mi amo. -�D. Carlos Golf�n? -S�, se�or. D. Carlos tiene un hermano m�dico que cura los ojos, y, seg�n dicen, da vista a los ciegos, arregla a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos. -�Qu� hombre m�s h�bil! -S�, se�or; y como ahora el m�dico anunci� a su hermano que iba a venir, su hermano le escribi� dici�ndole que trajera las herramientas para ver si le pod�a dar vista a Pablo. -�Y ha venido ya ese buen hombre? -No, se�or: como anda siempre all� por las [38] Am�ricas y las Inglaterras, parece que tardar� en venir. Pero Pablo se r�e de esto y dice que no le dar� ese hombre lo que la Virgen Sant�sima le neg� desde el nacer. -Quiz�s tenga raz�n... Pero dime, �estamos ya cerca?... porque veo chimeneas que arrojan un humo m�s negro que el del infierno, y veo tambi�n una claridad que parece de fragua. -S�, se�or, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinaci�n, que arden d�a y noche. Aqu� enfrente est�n las m�quinas de lavado, que no trabajan sino de d�a; a mano derecha est� el taller de composturas y all� abajo, a lo �ltimo de todo, las oficinas. En efecto; el lugar aparec�a a los ojos de Golf�n como lo describ�a Marianela. Esparci�ndose el humo por falta de aire, envolv�a en una como gasa oscura y sucia todos los edificios, cuyas masas negras se�al�banse confusa y fant�sticamente sobre el cielo iluminado por la luna. -M�s hermoso es esto para verlo una vez que para vivir aqu� -indic� Golf�n apresurando el paso-. La nube de humo lo envuelve todo, y las luces forman un disco borroso, como el de la luna en noches de bochorno. �En d�nde est�n las oficinas? [39] -All�: ya pronto llegamos. Despu�s de pasar por delante de los hornos, cuyo calor obligole a apretar el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los dem�s. Verlo y sentir los gratos sonidos de un piano teclado con verdadero frenes� musical, fue todo uno.
-M�sica tenemos. Conozco las manos de mi cu�ada. -Es la se�orita Sof�a, que toca -afirm� Mar�a. Claridad de alegres habitaciones luc�a en los huecos, y el balc�n principal estaba abierto. Ve�ase en �l una peque�a ascua: era la lumbre de un cigarro. Antes que el doctor llegase, aquella ascua cay�, describiendo una perpendicular y dividi�ndose en menudas y saltonas chispas; era que el fumador hab�a arrojado la colilla. -All� est� el fumador sempiterno -grit� el doctor con acento del m�s vivo cari�o-. �Carlos, Carlos! -�Teodoro! -contest� una voz en el balc�n. Call� el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. El doctor dio una moneda de plata a su gu�a y corri� hacia la puerta. [41]
- IV La familia de piedra Menudeando el paso y saltando sobre los obst�culos que hallaba en su camino, la Nela se dirigi� a la casa que est� detr�s de los talleres de maquinaria y junto a las cuadras donde rumiaban pausada y gravemente las sesenta mulas del establecimiento. Era la morada del se�or Centeno de moderna construcci�n, si bien nada elegante ni aun c�moda. Baja de techo, peque�a para albergar en sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al gato de los esposos Centeno, y, por a�adidura, a la Nela, la casa, no obstante, figuraba en los planos de vitela de aquel gran establecimiento ostentando orgullosa, como otras muchas, este letrero: Vivienda de capataces. En lo interior el edificio serv�a para probar pr�cticamente un aforismo que ya conocemos, [42] por haberlo visto enunciado por la misma Marianela; es, a saber, que ella, Marianela, no serv�a m�s que de estorbo. En efecto; all� hab�a sitio para todo: para los esposos Centeno, para las herramientas de sus hijos, para mil cachivaches de cuya utilidad no hay pruebas inconcusas, para el gato, para el plato en que com�a el gato, para la guitarra de Tanasio, para los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas), para media docena de colleras viejas de mulas, para la jaula del mirlo, para los dos peroles in�tiles, para un altar en que la de Centeno pon�a a la Divinidad ofrenda de flores de trapo y unas velas
seculares, colonizadas por las moscas; para todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. Frecuentemente se o�a: -�Que no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada Nela!... Tambi�n se o�a esto: -Vete a tu rinc�n... �Qu� criatura! Ni hace ni deja hacer a los dem�s. La casa constaba de tres piezas y un desv�n. Era la primera, a m�s de comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dorm�an las dos se�oritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina. Tanasio, el primog�nito, se agasajaba en el [43] desv�n, y Celip�n, que era el m�s peque�o de la familia y frisaba en los doce a�os, ten�a su dormitorio en la cocina, la pieza m�s interna, m�s remota, m�s crepuscular, m�s ahumada y m�s inhabitable de las tres que compon�an la morada Centenil. La Nela, durante los largos a�os de su residencia all�, hab�a ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo exig�a la instalaci�n de mil objetos que no serv�an sino para robar a los seres vivos su �ltimo pedazo de suelo habitable. En cierta ocasi�n (no conocemos la fecha con exactitud), Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas como de ingenio, y se hab�a dedicado a la construcci�n de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, hasta media docena de aquellos ventrudos ejemplares de su industria. Entonces la de la Canela volvi� tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde albergarse; pero la misma contrariedad sugiriole repentina y felic�sima idea, que al instante puso en ejecuci�n. Metiose bonitamente en una cesta, y as� pas� la noche en f�cil y tranquilo sue�o. Indudablemente aquello era bueno y c�modo: cuando ten�a fr�o, tap�base con otra cesta. Desde entonces, siempre que hab�a garrotes grandes, no careci� de estuche en [44] que encerrarse. Por eso dec�an en la casa: �Duerme como una alhaja�. Durante la comida, y entre la algazara de una conversaci�n animada sobre el trabajo de la ma�ana, o�ase una voz que bruscamente dec�a: �Toma�. La Nela recog�a una escudilla de manos de cualquier Centeno grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente. Tambi�n sol�a o�rse al fin de la comida la voz �spera y becerril del se�or Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvenci�n: �Mujer, que no has dado nada a la pobre Nela�. A veces acontec�a que la Se�ana (este nombre se hab�a formado de se�ora Ana) moviera la cabeza para buscar con los ojos, por entre los cuerpos de sus hijos, alg�n objeto peque�o y lejano, y que al mismo tiempo dijera: �Pues qu�, �estaba ah�? Yo pens� que tambi�n hoy se hab�a quedado en Aldeacorba�.
Por las noches, despu�s de cenar, rezaban el rosario. Tambale�ndose como sacerdotisas de Baco, y revolviendo sus apretados pu�os en el hueco de los ojos, la Mariuca y la Pepina se iban a sus lechos, que eran c�modos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. Poco despu�s o�ase un roncante d�o de contraltos aletargados que duraba sin interrupci�n hasta el amanecer. [45] Tanasio sub�a al alto aposento y Celip�n se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las cestas donde desaparec�a la Nela. Acomodados as� los hijos, los padres permanec�an un rato en la pieza principal, y mientras Centeno, sent�ndose estiradamente junto a la mesilla y tomando un peri�dico, hac�a mil muecas y visajes que indicaban el atrevido intento de leerlo, la Se�ana sacaba del arca una media repleta de dinero, y despu�s de contado y de a�adir o quitar algunas piezas, lo volv�a a poner cuidadosamente en su sitio. Sacaba despu�s diferentes l�os de papel que conten�an monedas de oro, y trasegaba algunas piezas de uno en otro apartadijo. Entonces sol�an o�rse frases sueltas como �stas: -He tomado treinta y dos reales para el refajo de la Mariuca... A Tanasio le he puesto los seis reales que se le quitaron... S�lo nos faltan once duros para los quinientos... O como estas: -�Se�ores diputados que dijeron s�...� �Ayer celebr� una conferencia�, etc. Los dedos de Se�ana sumaban, y el de Sinforoso Centeno segu�a tembloroso y vacilante los renglones, para poder guiar su esp�ritu por aquel laberinto de letras. Aquellas frases iban poco a poco resolvi�ndose [46] en palabras sueltas, despu�s en monos�labos; o�ase un bostezo, otro, y al fin todo quedaba en pl�cido silencio, despu�s de extinguida la luz, a cuyo resplandor hab�a enriquecido sus conocimientos el capataz de mulas. Una noche, despu�s que todo call�, dejose o�r ruido de cestas en la cocina. Como all� hab�a alguna claridad, porque jam�s se cerraba la madera del ventanillo, Cilip�n Centeno, que no dorm�a a�n, vio que las dos cestas m�s altas, colocadas una contra otra, se separaban abri�ndose como las conchas de un bivalvo. Por el hueco aparecieron la narizilla (6) y los negros ojos de la Nela. -Celip�n, Celipinillo -dijo esta, sacando tambi�n su mano-. �Est�s dormido? -No, despierto estoy. Nela, pareces una almeja. �Qu� quieres? -Toma, toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de D. Carlos... �Cu�nto has juntado ya?... Este s� que es regalo. Nunca te hab�a dado m�s que cuartos.
-Dame ac�; muchas gracias Nela -dijo el muchacho incorpor�ndose para tomar la moneda-. Cuarto a cuarto, ya me has dado al pie de treinta y dos reales... Aqu� lo tengo en el seno, muy bien guardadito en el saco que me diste. �Eres una real moza! [47] -Yo no quiero para nada el dinero. Gu�rdalo bien, porque si la Se�ana te lo descubre, creer� que es para vicios y te pegar� con el palo grande. -No, no es para vicios, no es para vicios -dijo el chico con energ�a, oprimi�ndose el seno con una mano, mientras sosten�a su cabeza en la otra- es para hacerme hombre de provecho, Nela, para hacerme hombre de pesquis, como muchos que conozco. El domingo, si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, ya que aqu� no quieren ense�arme. �C�rcholis! Aprender� solo. �Ay!, Nela, dicen que D. Carlos era hijo de uno que barr�a las calles en Madrid. �l solo, solito �l, con la ayuda de Dios, aprendi� todo lo que sabe. -Puede que pienses t� hacer lo mismo, bobo. -�C�rcholis! Puesto que mis padres no quieren sacarme de estas condenadas minas, yo me buscar� otro camino; s�, ya ver�s qui�n es Celip�n. Yo no sirvo para esto, Nela. Deja t� que tenga reunida una buena cantidad, y ver�s, ver�s, c�mo me planto en la villa y all� o tomo el tren para irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas de all� lejos, o me meto a servir con tal que me dejen estudiar. -�Madre de Dios divino! �Qu� calladas ten�as [48] esas picard�as! -dijo la Nela abriendo m�s las conchas de su estuche y echando fuera toda la cabeza. -�Pero t� as�, yo me las manos, ti sola te lo
me tienes por bobo?... �Ay! Nelilla, estoy rabiando. Yo no puedo vivir muero en las minas. �C�rcholis! Paso las noches llorando, y me muerdo y... no te asustes, Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte: a digo.
-�Qu�? -Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer. -Ea, pues si haces eso, no te vuelvo a dar un real. Celip�n, por amor de Dios, piensa bien lo que dices. -No lo puedo remediar. Ya ves c�mo nos tienen aqu�. �C�rcholis! No somos gente, sino animales. A veces se me pone en la cabeza que somos menos que las mulas, y yo me pregunto si me diferencio en algo de un borrico... Coger una cesta llena de mineral y echarla en un vag�n; empujar el vag�n hasta los hornos; revolver con un palo el mineral que se est� lavando. �Ay!... (al decir esto los sollozos cortaban la voz del infeliz muchacho). �C�r... c�rcholis!, el que pase
muchos a�os en este trabajo, al fin se ha de volver malo, y sus sesos ser�n de calamina... No, Celip�n no sirve para esto... Les [49] digo a mis padres que me saquen de aqu� y me pongan a estudiar, y responden que son pobres y que yo tengo mucha fantes�a. Nada, nada, no somos m�s que bestias que ganamos un jornal... �Pero t� no me dices nada? La Nela no respondi�... Quiz�s comparaba la triste condici�n de su compa�ero con la suya propia, hallando esta infinitamente m�s aflictiva. -�Qu� quieres t� que yo te diga? -replic� al fin-. Como yo no puedo ser nunca nada, como yo no soy persona, nada te puedo decir... Pero no pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus padres. -T� lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo raz�n... y me parece que est�s llorando. -Yo no. -S�; t� est�s llorando. -Cada uno tiene sus cositas que llorar -repuso Mar�a con voz sofocada-. Pero es muy tarde, Celipe, y es preciso dormir. -Todav�a no... �c�rcholis! -S�, hijito. Du�rmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches. Cerr�ronse las conchas de almeja y todo qued� en silencio. [50] Se ha declamado mucho contra el positivismo de las ciudades, plaga que entre las galas y el esplendor de la cultura, corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una plaga m�s terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica millones de seres, matando en ellos toda ambici�n noble y encerr�ndoles en el c�rculo de una existencia mec�nica, brutal y tenebrosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulaci�n, el agio, la metalizaci�n del hombre culto, el negocio; pero sobre �stos descuella un monstruo que a la callada destroza m�s que ninguno: es la codicia del aldeano. Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religi�n, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y c�lculos groseros, formando un todo inexplicable. Bajo el hip�crita candor, se esconde una aritm�tica parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matem�ticos m�s expertos. Un aldeano que toma el gusto a los ochavos y sue�a con trocarlos en plata para convertir despu�s la plata en oro, es la bestia m�s innoble que puede imaginarse; porque tiene todas las malicias y sutilezas del hombre y una sequedad de sentimientos que espanta. Su alma se va condensando, hasta no [51] ser m�s que un graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir
completan esta abominable pieza, quit�ndole todos los medios de disimular su descarnado interior. Contando por los dedos, es capaz de reducir a n�meros todo el orden moral, la conciencia y el alma toda. La Se�ana y el se�or Centeno, que hab�an hallado al fin, despu�s de mil angustias, su pedazo de pan en las minas de Socartes, reun�an, con el trabajo de sus cuatro hijos un jornal que les habr�a parecido fortuna de pr�ncipes en los tiempos en que andaban de feria en feria vendiendo pucheros. Debe decirse, tocante a las facultades intelectuales del se�or Centeno, que su cabeza, en opini�n de muchos, rivalizaba en dureza con el martillo-pil�n montado en los talleres; no as� tocante a las de Se�ana, que parec�a mujer de much�simo caletre y trastienda, y gobernaba toda la casa como gobernar�a el m�s sabio pr�ncipe sus Estados. Ella apandaba bonitamente el jornal de su marido y de sus hijos, que era una hermosa suma, y cada vez que hab�a cobranza, parec�ale que entraba por las puertas de su casa el mismo Jes�s Sacramentado; tal era el gusto que la vista de las monedas le produc�a. [52] La Se�ana daba muy pocas comodidades a sus hijos en cambio de la hacienda que con las manos de ellos iba formando; pero como no se quejaban de la degradante miseria en que viv�an; como no mostraban nunca pujos de emancipaci�n ni anhelo de otra vida mejor y m�s digna de seres inteligentes, la Se�ana dejaba correr los d�as. Muchos pasaron antes que sus hijas durmieran en camas; much�simos antes que cubrieran sus lozanas carnes con vestidos decentes. D�bales de comer sobria y met�dicamente, haci�ndose partidaria en esto de los preceptos higi�nicos m�s en boga; pero la comida en su casa era triste, como un pienso dado a seres humanos. En cuanto al pasto intelectual, la Se�ana cre�a firmemente que con la erudici�n de su esposo el se�or Centeno, adquirida en copiosas lecturas, ten�a bastante la familia para merecer el dictado de sapient�sima, por lo cual no trat� de atiborrar el esp�ritu de sus hijos con las rancias ense�anzas que se dan en la escuela. Si los mayores asistieron a ella, el m�s peque�o viose libre de maestros, y engolfado viv�a durante doce horas diarias en el embrutecedor trabajo de las minas, con lo cual toda la familia navegaba ancha y holgadamente por el inmenso pi�lago de la estupidez. [53] Las dos hembras, Mariuca y Pepina no carec�an de encantos, siendo los principales su juventud y su robustez. Una de ellas le�a de corrido; la otra no, y en cuanto a conocimientos del mundo, f�cilmente se comprende que no carecer�a de algunos rudimentos quien viv�a entre risue�o coro de ninfas de distintas edades y
procedencias, ocupadas en un trabajo mec�nico y con boca libre. Mariuca y Pepina eran muy apechugadas, muy derechas, fuertes y erguidas como amazonas. Vest�an falda corta, mostrando media pantorrilla y el carnoso pie descalzo, y sus rudas cabezas habr�an lucido mucho sosteniendo un arquitrabe como las mujeres de la Caria. El polvillo de la calamina que las te��a de pies a cabeza, como a los dem�s trabajadores de las minas, d�bales aire de colosales figuras de barro crudo. Tanasio era un hombre ap�tico. Su falta de car�cter y de ambici�n rayaban en el idiotismo. Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda contrariedad, de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya hab�a nacido dispuesto a ser m�quina, se convirti� poco a poco en la herramienta m�s grosera. El d�a en que semejante ser tuviera una idea propia, se cambiar�a el orden admirable de todas las cosas, [54] por el cual ninguna piedra puede pensar. Las relaciones de esta prole con su madre, que era la gobernadora de toda la familia, eran las de una docilidad absoluta por parte de los hijos y de un dominio soberano por parte de la Se�ana. El �nico que sol�a mostrar indicios de rebeli�n era el chiquit�n. La Se�ana, en sus cortos alcances, no comprend�a aquella aspiraci�n diab�lica a dejar de ser piedra. �Por ventura hab�a existencia m�s feliz y ejemplar que la de los pe�ascos? No admit�a, no, que fuera cambiada, ni aun por la de canto rodado. Y Se�ana amaba a sus hijos; �pero hay tantas maneras de amar! Ella les pon�a por encima de todas las cosas, siempre que se avinieran a trabajar perpetuamente en las minas, a amasar en una sola artesa todos sus jornales, a obedecerla ciegamente y a no tener aspiraciones locas, ni af�n de lucir galas, ni de casarse antes de tiempo, ni de aprender diabluras, ni de meterse en sabidur�as, porque los pobres -dec�a- siempre hab�an de ser pobres y como pobres portarse, y no querer parlanchinear como los ricos y gente de la ciudad, que estaba toda comida de vicios y podrida de pecados. Hemos descrito el trato que ten�an en casa [55] de Centeno los hijos para que se comprenda el que tendr�a la Nela, criatura abandonada, sola, in�til, incapaz de ganar jornal, sin pasado, sin porvenir, sin abolengo, sin esperanza, sin personalidad, sin derecho a nada m�s que al sustento. Se�ana se lo daba, creyendo firmemente que su generosidad rayaba en hero�smo. Repetidas veces dijo para s� al llenar la escudilla de la Nela: -�Qu� bien me gano mi puestecico en el cielo! Y lo cre�a como el Evangelio. En su cerrada mollera no entraban ni pod�an entrar otras luces sobre el santo ejercicio de la caridad; no comprend�a que una
palabra cari�osa, un halago, un trato delicado y amante que hicieran olvidar al peque�o su peque�ez, al miserable su miseria, son hero�smos de m�s precio que el bodrio sobrante de una mala comida. �Por ventura no se daba lo mismo al gato? Y este al menos o�a las voces m�s tiernas. Jam�s oy� la Nela que se la llamara michita, monita, ni que le dijeran re-preciosa, ni otros vocablos melosos y conmovedores con que era obsequiado el gato. Jam�s se le dio a entender a la Nela que hab�a nacido de criatura humana, como los dem�s habitantes de la casa. Nunca fue castigada; pero ella entendi� que este privilegio se fundaba [56] en la desde�osa l�stima que inspiraba su menguada constituci�n f�sica, y de ning�n modo en el aprecio de su persona. Nunca se le dio a entender que ten�a un alma pronta a dar ricos frutos si se la cultivaba con esmero, ni que llevaba en s�, como los dem�s mortales, ese destello del eterno saber que se nombra inteligencia humana, y que de aquel destello pod�an salir infinitas luces y lumbre bienhechora. Nunca se le dio a entender que en su peque�ez fenomenal llevaba en s� el germen de todos los sentimientos nobles y delicados, y que aquellos menudos brotes pod�an ser flores hermos�simas y lozanas, sin m�s cultivo que una simple mirada de vez en cuando. Nunca se le dio a entender que ten�a derecho, por el mismo rigor de la Naturaleza al criarla, a ciertas atenciones de que pueden estar exentos los robustos, los sanos, los que tienen padres y casa propia; pero que corresponden por jurisprudencia cristiana al inv�lido, al pobre, al hu�rfano y al desheredado. Por el contrario, todo le demostraba su semejanza con un canto rodado, el cual ni siquiera tiene forma propia, sino aquella que le dan las aguas que lo arrastran y el puntapi� del hombre que lo desprecia. Todo le demostraba que su jerarqu�a dentro de la casa era [57] inferior a la del gato, cuyo lomo recib�a las m�s finas caricias, y a la del mirlo que saltaba en su jaula. Al menos, de estos no se dijo nunca con cruel compasi�n: �Pobrecita, mejor cuenta le hubiera tenido morirse�. [59]
- V Trabajo. Paisaje. Figura El humo de los hornos que durante toda la noche velaban respirando con bronco resoplido se plate� vagamente en sus espirales m�s remotas; apareci� risue�a claridad por los lejanos t�rminos y detr�s de los montes, y poco a poco
fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. La campana del establecimiento grit� con aguda voz: �Al trabajo�, y cien y cien hombres so�olientos salieron de las casas, caba�as, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las puertas; de las cuadras sal�an pausadamente las mulas, dirigi�ndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba una mansi�n f�nebre alumbrada por la claridad infernal de los hornos, se animaba moviendo sus miles de brazos. [60] El vapor principi� a zumbar en las calderas del gran autom�vil, que hac�a funcionar a un tiempo los aparatos de los talleres y el aparato de lavado. El agua, que tan principal papel desempe�aba en esta operaci�n, comenz� a correr por las altas ca�er�as, de donde deb�a saltar sobre los cilindros. Risotadas de mujeres y ladridos de hombres que ven�an de tomar la ma�ana, precedieron a la faena; y al fin empezaron a girar las cribas cil�ndricas con infernal chillido; el agua corr�a de una en otra, pulveriz�ndose, y la tierra sucia se atormentaba con vertiginoso voltear, rodando y cayendo de rueda en rueda, hasta convertirse en fino polvo achocolatado. Sonaba aquello como mil mand�bulas de dientes flojos que mascaran arena; parec�a molino por el movimiento mareante; kaleidoscopio (7), por los juegos de la luz, del agua y de la tierra; enorme sonajero, de inn�meros cachivaches compuesto, por el ruido. No se pod�a fijar la atenci�n, sin sentir v�rtigo, en aquel voltear incesante de una infinita madeja de hilos de agua, ora claros y transparentes, ora te�idos de rojo por la arcilla ferruginosa; ni cabeza humana que no estuviera hecha a tal espect�culo, podr�a presenciar el feroz combate de mil ruedas dentadas que sin cesar se mord�an [61] unas a otras, y de ganchos que se cruzaban roy�ndose, y de tornillos que, al girar, clamaban con lastimero quejido pidiendo aceite. El lavado estaba al aire libre. Las correas de transmisi�n ven�an zumbando desde el departamento de la m�quina. Otras correas se pusieron en movimiento, y entonces oyose un estampido r�tmico, un horr�sono comp�s, a la manera de gigantescos pasos o de un violento latido interior de la madre tierra. Era el gran martillo-pil�n del taller, que hab�a empezado a funcionar. Su formidable golpe machacaba el hierro como blanda pasta, y esas formas de ruedas, ejes y ra�les, que nos parecen eternas por lo duras, empezaban a desfigurarse, torci�ndose y haciendo muecas, como rostros afligidos. El martillo, dando porrazos uniformes, creaba formas nuevas tan duras como las geol�gicas, que son obra laboriosa de los siglos. Se parecen mucho, s�, las obras de la fuerza a las de la paciencia.
Hombres negros, que parec�an el carb�n humanado, se reun�an en torno a los objetos de fuego que sal�an de las fraguas, y cogi�ndolos con aquella prolongaci�n incandescente de los dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. �Extra�a escultura la que tiene por genio al fuego y por cincel al martillo! Las [62] ruedas y ejes de los millares de vagonetes, las piezas estropeadas del aparato de lavado, recib�an all� compostura y eran construidos los picos, azadas y carretillas. En el fondo del taller las sierras hac�an chillar la madera, y aquel mismo hierro, educado en el trabajo por el fuego, destrozaba las generosas fibras del �rbol arrancado a la tierra. Tambi�n afuera las mulas hab�an sido enganchadas a los largos trenes de vagonetes. Ve�aselas pasar arrastrando tierra in�til para verterla en los taludes, o mineral para conducirlo al lavadero. Cruz�banse unos con otros aquellos largos reptiles, sin chocar nunca. Entraban por la boca de las galer�as, siendo entonces perfecta su semejanza con los resbaladizos habitantes de las h�medas grietas, y cuando en las oscuridades del t�nel relinchaba la ind�cil mula, creer�ase que los saurios disputaban chillando. All� en lo �ltimo, en las m�s remotas ca�adas, centenares de hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle, pedazo a pedazo, su tesoro. Eran los escultores de aquellas caprichosas e ingentes figuras que permanec�an en pie, atentas, con gravedad silenciosa, a la invasi�n del hombre en las misteriosas esferas geol�gicas. Los mineros derrumbaban aqu�, horadaban all�, cavaban [63] m�s lejos, rasgu�aban en otra parte, romp�an la roca cret�cea, desbarataban las graciosas l�minas de pizarra samnita (8) y esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita y el oligisto, destrozaban la preciosa dolom�a, revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de zinc, esa plata de Europa, que, no por ser la materia de que se hacen las cacerolas, deja de ser grandiosa fuente de bienestar y civilizaci�n. Sobre ella ha alzado Bergia el estandarte de su grandeza moral y pol�tica. �Oh! La hojalata tiene tambi�n su epopeya. El cielo estaba despejado; el sol derramaba libremente sus rayos, y la vasta pertenencia de Socartes resplandec�a con s�bito tono rojo. Rojas eran las pe�as esculturales, rojo el mineral precioso, roja la tierra in�til acumulada en los largos taludes, semejantes a babil�nicas murallas; rojo el suelo, rojos los carriles y los vagones, roja toda la maquinaria, roja el agua, rojos los hombres y las mujeres que trabajaban en toda la extensi�n de Socartes. El color subido de ladrillo era uniforme, con ligeros cambiantes, y general en todo; en la tierra y las casas, en el hierro y en los vestidos. Las mujeres ocupadas en lavar parec�an una pl�yade de
equ�vocas ninfas de barro ferruginoso [64] crudo. Por la ca�ada abajo, en direcci�n al r�o, corr�a un arroyo de agua encarnada. Creer�ase que era el sudor de aquel gran trabajo de hombres y m�quinas, del hierro y de los m�sculos. La Nela sali� de su casa. Tambi�n ella, a pesar de no trabajar en las minas, estaba te�ida ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calamin�fera no perdona a nadie. Llevaba en la mano un mendrugo de pan que le hab�a dado la Se�ana para desayunarse, y, comi�ndoselo, marchaba aprisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. No tard� en pasar m�s all� de los edificios, y despu�s de subir el plano inclinado, subi� la escalera labrada en la tierra, hasta llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba. La primera que se encontraba era una primorosa vivienda infanzona, grande, s�lida, alegre, restaurada y pintada recientemente, con cortafuegos de piedra, aleros labrados y ancho escudo circundado de follaje gran�tico. Antes faltara en ella el escudo que la parra, cuyos sarmientos cargados de hoja parec�an un bigote que aquella ten�a en el lugar correspondiente de su cara, siendo las dos ventanas los ojos, el escudo la nariz y el largo balc�n la boca, siempre riendo. Para que la personificaci�n fuera completa, sal�a del [65] balc�n una viga destinada a sujetar la cuerda de tender ropa, y con tal accesorio la casa con rostro estaba fum�ndose un cigarro puro. Su tejado era en figura de gorra de cuartel y ten�a una ventana de bohardilla que parec�a una borla. La chimenea no pod�a ser m�s que una oreja. No era preciso ser fisonomista para comprender que aquella casa respiraba paz, bienestar y una conciencia tranquila. D�bale acceso un patiecillo circundado de tapias y al costado derecho ten�a una hermosa huerta. Cuando la Nela entr�, sal�an las vacas que iban a la pradera. Despu�s de cambiar algunas palabras con el ga��n, que era un mocet�n formidable... as� como de tres cuartas de alto y de diez a�os de edad... dirigiose a un se�or obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simp�tico rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareci� en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos. Antes que la muchacha hablara, el se�or de los tirantes volviose adentro y dijo: -Hijo m�o, aqu� tienes a la Nela. Sali� de la casa un joven, estatua del m�s excelso barro humano, grave, derecho, con la cabeza inm�vil y los ojos clavados y fijos en sus �rbitas, como lentes expuestos en un muestrario. [66] Su cara parec�a de marfil, contorneada con exquisita finura; mas teniendo su tez la suavidad de la de una doncella, era varonil en gran manera, y no hab�a en sus facciones parte alguna ni rasgo que no
tuviese aquella perfecci�n soberana con que fue expresado hace miles de a�os el pensamiento hel�nico. Aun sus ojos, puramente escult�ricos porque carec�an de vista, eran hermos�simos, grandes y rasgados. Desvirtu�balos su fijeza y la idea de que tras aquella fijeza estaba la noche. Falto del don que constituye el n�cleo de la expresi�n humana, aquel rostro de Antinoo ciego pose�a la fr�a serenidad del m�rmol, convertido por el genio y el cincel en estatua y por la fuerza vital en persona. Un soplo, un rayo de luz, una sensaci�n bastar�an para animar la hermosa piedra, que teniendo ya todas las galas de la forma, carec�a tan s�lo de la conciencia de su propia belleza, la cual emana de la facultad de conocer la belleza exterior. Parec�a tener veinte a�os, y su cuerpo s�lido y airoso, con admirables proporciones construido, era digno en todo de la sin igual cabeza que sustentaba. Jam�s se vio incorrecci�n m�s lastimosa de la Naturaleza, que la que tan acabado tipo de la humana forma representaba, recibiendo por una parte admirables dones [67] y siendo privado por otra de la facultad que m�s comunica al hombre con sus semejantes y con el maravilloso conjunto de todo lo creado. Era tal la incorrecci�n, que aquellos prodigiosos dones quedaban como in�tiles, del mismo modo que si al ser creadas todas las cosas hubi�ralas dejado el Hacedor a oscuras, para que no pudieran recrearse en sus propios encantos. Para que la imperfecci�n �ira de Dios! Fuese m�s manifiesta, hab�a recibido el joven portentosa luz interior, un entendimiento de primer orden. Esto y carecer de la facultad de percibir la idea visible, que es la forma, siendo al mismo tiempo divino como un �ngel, hermoso como un hombre y ciego como un vegetal, era fuerte cosa ciertamente. No comprendemos �ay!, el secreto de estas horrendas incorrecciones. Si lo comprendi�ramos, se abrir�an para nosotros las puertas que ocultan primordiales misterios del orden moral y del orden f�sico; comprender�amos el inmenso misterio de la desgracia, del mal, de la muerte, y podr�amos medir la perpetua sombra que sin cesar sigue al bien y a la vida. Don Francisco Pen�guilas, padre del joven, era un hombre m�s que bueno, era inmejorable, superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y magn�nimo, no falto de [68] instrucci�n. Nadie le aborreci� jam�s; era el m�s respetado de todos los labradores ricos del pa�s, y m�s de una cuesti�n se arregl� por la mediaci�n, siempre inteligente, del se�or de Aldeacorba de Suso. La casa en que le hemos visto fue su cuna. Hab�a estado de joven en Am�rica, y al regresar a Espa�a sin fortuna, hab�a entrado a servir en la Guardia civil. Retirado a su pueblo
natal, donde se dedicaba a la labranza y a la ganader�a, hered� regular hacienda, y en la �poca de nuestra historia acababa de heredar otra muy grande. Su esposa, que era andaluza, hab�a muerto en edad muy temprana, dej�ndole un solo hijo, que desde el nacer demostr� hallarse privado en absoluto del m�s precioso de los sentidos. Esto fue la pena m�s aguda que amarg� los d�as del buen padre. �Qu� le importaba allegar riqueza y ver que la fortuna favorec�a sus intereses y sonre�a en su casa? �Para qui�n era esto? Para quien no pod�a ver ni las gordas vacas, ni las praderas risue�as, ni las repletas trojes, ni la huerta cargada de frutas. D. Francisco hubiera dado sus ojos a su hijo, qued�ndose �l ciego el resto de sus d�as, si esta especie de generosidades fuesen practicables en el mundo que conocemos; pero como no lo son, no pod�a D. Francisco dar [69] realidad al noble sentimiento de su coraz�n, sino proporcionando al desgraciado joven todo cuanto pudiera hacerle agradable la oscuridad en que viv�a. Para �l eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo secreto pertenece a las madres, y algunas veces a los padres, cuando faltan aquellas. Jam�s contrariaba a su hijo en nada que fuera para su consuelo y entretenimiento en los l�mites de lo honesto y moral. Divert�ale con cuentos y lecturas; trat�bale con sol�cito esmero, atendiendo a su salud, a sus goces leg�timos, a su instrucci�n y a su educaci�n cristiana, porque el se�or de Pen�guilas, que era un si es no es severo de principios, dec�a: �No quiero que mi hijo sea ciego dos veces�. Vi�ndole salir, y que la Nela le acompa�aba fuera, d�joles cari�osamente: -No os alej�is hoy mucho. No corr�is... Adi�s. Miroles desde la portalada hasta que dieron vuelta a la tapia de la huerta. Despu�s entr�, porque ten�a que hacer varias cosas; escribir una esquela a su hermano Manuel, orde�ar una vaca, podar un �rbol y ver si hab�a puesto la gallina pintada. [71]
- VI Tonter�as Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos de Choto, que iba y volv�a gozoso y salt�n, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre su amo y el lazarillo de su amo. -Nela -dijo Pablo-, hoy est� el d�a muy hermoso. El aire que corre es suave y fresco, y el sol calienta sin quemar. �A d�nde vamos?
-Echaremos por estos prados adelante -replic� la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo-. �A ver qu� me has tra�do hoy? -Busca bien y encontrar�s algo -dijo Pablo riendo. -�Ah, Madre de Dios! Chocolate crudo... �y poco que me gusta el chocolate crudo!... nueces... una cosa envuelta en un papel... �qu� es? �Ah! �Madre de Dios!, un dulce... �Dios Divino!, [72] �pues a fe que me gusta poco el dulce! �Qu� rico est�! En mi casa no se ven nunca estas comidas ricas, Pablo. Nosotros no gastamos lujo en el comer. Verdad que no lo gastamos tampoco en el vestir. Total, no lo gastamos en nada. -�A d�nde vamos hoy? -repiti� el ciego. -A donde quieras, ni�o de mi coraz�n -repuso la Nela, comi�ndose el dulce y arrojando el papel que lo envolv�a-. Pide por esa boca, rey del mundo. Los negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla graciosa y vivaracha multiplicaba sus medios de expresi�n, movi�ndose sin cesar. Mir�ndola se cre�a ver un relampagueo de reflejos temblorosos, como los que produce la luz sobre la superficie del agua agitada. Aquella d�bil criatura, en la cual parec�a que el alma estaba como prensada y constre�ida dentro de un cuerpo miserable, se ensanchaba y crec�a maravillosamente al hallarse sola con su amo y amigo. Junto a �l ten�a espontaneidad, agudeza, sensibilidad, gracia, donosura, fantas�a. Al separarse, parece que se cerraban sobre ella las negras puertas de una prisi�n. -Pues yo digo que iremos a donde t� quieras -observ� el ciego-. Me gusta obedecerte. [73] Si te parece bien, iremos al bosque que est� m�s all� de Saldeoro. Esto, si te parece bien. -Bueno, bueno, iremos al bosque -exclam� la Nela, batiendo palmas-. Pero como no hay prisa, nos sentaremos cuando estemos cansados. -Y que no es poco agradable aquel sitio donde est� la fuente �sabes, Nela?, y donde hay unos troncos muy grandes, que parecen puestos all� para que nos sentemos nosotros, y donde se oyen cantar tantos, tant�simos p�jaros, que es aquello la gloria. -Pasaremos por donde est� el molino de quien t� dices que habla, mascullando las palabras como un borracho. �Ay, qu� hermoso d�a y qu� contenta estoy! -�Brilla mucho el sol, Nela? Aunque me digas que s�, no lo entender�, porque no s� lo que es brillar.
-Brilla mucho, s�, se�orito m�o. Y a ti �qu� te importa eso? El sol es muy feo. No se le puede mirar a la cara. -�Por qu�? -Por que duele. -�Qu� duele? -La vista. �Qu� sientes t� cuando est�s alegre? -�Cu�ndo estoy libre, contigo, solos los dos en el campo? [74] -S�. -Pues siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce... -�Ah� te quiero ver! �Madre de Dios! Pues ya sabes c�mo brilla el sol. -Con frescura. -No, tonto. -�Pues con qu�? -Con eso. -Con eso; �y qu� es eso? -Eso -afirm� nuevamente la Nela, con acento de la m�s firme convicci�n. -Ya veo que esas cosas no se pueden explicar. Antes me formaba yo idea del d�a y de la noche. �C�mo? Ver�s: era de d�a, cuando hablaba la gente; era de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Ahora no hago las mismas comparaciones. Es de d�a, cuando estamos juntos t� y yo; es de noche, cuando nos separamos. -�Ay, divina Madre de Dios! -exclam� la Nela, ech�ndose atr�s las guedejas que le ca�an sobre la frente-. A m�, que tengo ojos, me parece lo mismo. -Voy a pedirle a mi padre que te deje vivir en mi casa, para que no te separes de m�. -Bien, bien -dijo Mar�a batiendo palmas otra vez. [75] Y dici�ndolo, se adelant� saltando algunos pasos y recogiendo con extrema gracia sus faldas, empez� a bailar. -�Qu� haces, Nela? -�Ah!, ni�o m�o, estoy bailando. Mi contento es tan grande, que me han entrado ganas de bailar. Pero fue preciso saltar una peque�a cerca, y la Nela ofreci� su mano al ciego. Despu�s de pasar aquel obst�culo, siguieron por una calleja tapizada en sus dos r�sticas paredes de lozanas hiedras y espinos. La Nela apartaba las ramas
para que no picaran el rostro de su amigo, y al fin, despu�s de bajar gran trecho,
subieron una cuesta por entre frondosos casta�os y nogales. Al llegar arriba, Pablo dijo a su compa�era: -Si no te parece mal, sent�monos aqu�. Siento pasos de gente. -Son los aldeanos que vuelven del mercado de Homedes. Hoy es mi�rcoles. El camino real est� delante de nosotros. Sent�monos aqu� antes de entrar en el camino real. -Es lo mejor que podemos hacer. Choto, ven aqu�. Los tres se sentaron. -Si est� esto lleno de flores... -dijo la Nela-. �Madre!, �qu� guapas! [76] -C�geme un ramo. Aunque no las veo, me gusta tenerlas en mi mano. Se me figura que las oigo. -Eso s� que es gracioso. -Par�ceme que teni�ndolas en mi mano me dan a entender... no puedo decirte c�mo... que son bonitas. Dentro de m� hay una cosa, no puedo decirte qu�, una cosa que responde a ellas. �Ay! Nela, se me figura que por dentro yo veo algo. -�Oh!, s�, lo entiendo... como que todo los tenemos dentro. El sol, las yerbas, la luna y el cielo grande y azul, lleno siempre de estrellas; todo, todo lo tenemos dentro; quiero decir que adem�s de las cosas divinas que hay fuera, nosotros llevamos otras dentro. Y nada m�s... Aqu� tienes una flor, otra, otra, seis: todas son distintas. �A que no sabes t� lo que son las flores? -Pues las flores -dijo el ciego, algo confuso, acerc�ndolas a su rostro- son... unas como sonrisillas que echa la tierra... La verdad, no s� mucho del reino vegetal. -Madre Divin�sima, �qu� poca ciencia! -exclam� Mar�a, acariciando las manos de su amigo-. Las flores son las estrellas de la tierra. -Vaya un disparate. �Y las estrellas, qu� son? [77] -Las estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo. -Entonces las flores... -Son las miradas de los que se han muerto y no han ido todav�a al cielo -afirm� la Nela, con la convicci�n y el aplomo de un doctor-. Los muertos son enterrados en la tierra. Como all� abajo no pueden estar sin echar una miradilla a la tierra, echan de s� una cosa que sube en forma y manera de flor. Cuando en un prado hay muchas flores es porque all�... en tiempos de atr�s, enterraron en �l muchos difuntos. -No, no -replic� Pablo con seriedad-. No creas desatinos. Nuestra religi�n nos ense�a que el esp�ritu se separa de la carne y que la vida mortal se acaba. Lo que
se entierra, Nela, no es m�s que un despojo, un barro inservible que no puede pensar, ni sentir, ni tampoco ver. -Eso lo dir�n los libros, que seg�n dice la Se�ana, est�n llenos de mentiras. -Eso lo dicen la fe y la raz�n, querida Nela. Tu imaginaci�n te hace creer mil errores. Poco a poco yo los ir� destruyendo, y tendr�s ideas buenas sobre todas las cosas de este mundo y del otro. -�Ay, ay, con el doctorcillo de tres por un cuarto!... Ya... cuando has querido hacerme [78] creer que el sol est� quieto y que la tierra da vueltas a la redonda!... �C�mo se conoce que no lo ves! �Madre del Se�or! Que me muera en este momento, si la tierra no se est� m�s quieta que un pe��n, y el sol va corre que corre. Se�orito m�o, no se la eche de tan sabio, que yo he pasado muchas horas de noche y de d�a mirando al cielo, y s� c�mo est� gobernada toda esa m�quina... La tierra est� abajo, toda llena de islitas grandes y chicas. El sol sale por all� y se esconde por all�. Es el palacio de Dios. -�Qu� tonta! -�Y por qu� no ha de ser as�? �Ay! T� no has visto el cielo en un d�a claro: hijito, parece que llueven bendiciones... Yo no creo que pueda haber malos, no, no los puede haber, si vuelven la cara hacia arriba y ven aquel ojazo que nos est� mirando. -Tu religiosidad, querida Nelilla, est� llena de supersticiones. Yo te ense�ar� ideas mejores. -No me han ense�ado nada -dijo Mar�a con inocencia- pero yo, cavila que cavilar�s, he ido sacando de mi cabeza muchas cosas que me consuelan, y as� cuando me ocurre una buena idea, digo: �esto debe de ser as�, y no de otra manera�. Por las noches, cuando me voy sola a mi casa, voy pensando en lo que ser� de nosotros [79] cuando nos muramos, y en lo mucho que nos quiere a todos la Virgen Sant�sima. -Nuestra madre amorosa. -�Nuestra madre querida! Yo miro al cielo y la siento encima de m� como cuando nos acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su respiraci�n. Ella nos mira de noche y de d�a por medio de... no te r�as... por medio de todas las cosas hermosas que hay en el mundo. -�Y esas cosas hermosas...? -Son sus ojos, tonto. Bien lo comprender�as si tuvieras los tuyos. Quien no ha visto una nube blanca, un �rbol, una flor, el agua corriendo, un ni�o, el roc�o, un
corderito, la luna pase�ndose tan maja por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han muerto... -Mal podr�n ir all� arriba si se quedan debajo de tierra echando flores. -�Miren el sabihondo! Abajo se est�n mientras se van limpiando de pecados; que despu�s suben volando arriba. La Virgen les espera. S�, cr�elo, tonto. Las estrellas, �qu� pueden ser sino las almas de los que ya est�n salvos? �Y no sabes t� que las estrellas (9) bajan? Pues yo, yo misma las he visto caer as�, as�, haciendo una raya. S�, se�or, las estrellas bajan cuando tienen que decirnos alguna cosa. [80] -�Ay, Nela! -exclam� Pablo vivamente-. Tus disparates, con serlo tan grandes, me cautivan y embelesan, porque revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantas�a. Todos esos errores responden a una disposici�n muy grande para conocer la verdad, a una poderosa facultad tuya, que ser�a primorosa si estuvieras auxiliada por la raz�n y la educaci�n... Es preciso que t� adquieras un don precioso de que yo estoy privado; es preciso que aprendas a leer. -�A leer!... �Y qui�n me ha de ense�ar? -Mi padre. Yo le rogar� a mi padre que te ense�e. Ya sabes que �l no me niega nada. �Qu� l�stima tan grande que vivas as�! Tu alma est� llena de preciosos tesoros. Tienes bondad sin igual y fantas�a seductora. De todo lo que Dios tiene en su esencia absoluta te dio a ti parte muy grande. Bien lo conozco; no veo lo de fuera, pero veo lo de dentro, y todas las maravillas de tu alma se me han revelado desde que eres mi lazarillo... �Hace a�o y medio! Parece que fue ayer cuando empezaron nuestros paseos... No, hace miles de a�os que te conozco. �Porque hay una relaci�n tan grande entre lo que t� sientes y lo que yo siento!... Has dicho ahora mil disparates, y yo, que conozco algo de la verdad acerca del [81] mundo y de la religi�n, me he sentido conmovido y entusiasmado al o�rte. Se me antoja que hablas dentro de m�. -�Madre de Dios! -exclam� la Nela, cruzando las manos-. �Tendr� eso algo que ver con lo que yo siento? -�Qu�? -Que estoy en el mundo para ser tu lazarillo, y que mis ojos no servir�an para nada si no sirvieran para guiarte y decirte c�mo son todas las hermosuras de la tierra. El ciego irgui� su cuello repentina y viv�simamente, y extendiendo sus manos hasta tocar el cuerpecillo de su amiga, exclam� con af�n: -Dime, Nela, �y c�mo eres t�?
La Nela no dijo nada. Hab�a recibido una pu�alada. [83]
- VII M�s tonter�as Hab�an descansado. Siguieron adelante, hasta llegar a la entrada del bosque que hay m�s all� de Saldeoro. Detuvi�ronse entre un grupo de viejos nogales, cuyos troncos y ra�ces formaban en el suelo una serie de escalones, con musgosos huecos y recortes tan apropiados para sentarse, que el arte no los hiciera mejor. Desde lo alto del bosque corr�a un hilo de agua, saltando de piedra en piedra, hasta dar con su fatigado cuerpo en un estanquillo que serv�a de dep�sito para alimentar el chorro de que se abastec�an los vecinos. Enfrente el suelo se deprim�a poco a poco, ofreciendo grandioso panorama de verdes colinas pobladas de bosques y caser�os, de praderas llanas donde pastaban con tranquilidad vagabunda centenares de reses. En el �ltimo t�rmino dos lejanos y orgullosos cerros que [84] eran l�mite de la tierra, dejaban ver en un largo segmento azul pur�simo del mar. Era un paisaje cuya contemplaci�n revelaba al alma sus excelsas relaciones con lo infinito. Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descend�an hasta tocar su frente, por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol. -�Qu� haces, Nela? -dijo el muchacho despu�s de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiraci�n de su compa�era-. �Qu� haces? �D�nde est�s? -Aqu� -replic� la Nela, toc�ndole el hombro-. Estaba mirando el mar. -�Ah! �Est� muy lejos? -All� se ve por los cerros de Fic�briga. -Grande, grand�simo, tan grande, que se estar� mirando todo un d�a sin acabarlo de ver, �no es eso? -No se ve sino un pedazo como el que coges dentro de la boca cuando le pegas una mordida a un pan. -Ya, ya comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en �l... Oye, Nela, lo que voy a decirte... �Pero qu� haces? [85]
La Nela, agarrando con ambas manos la rama del nogal, se suspend�a y balanceaba graciosamente. -Aqu� estoy, se�orito m�o. Estaba pensando que por qu� no nos dar�a Dios a nosotras las personas alas para volar como los p�jaros. �Qu� cosa m�s bonita que hacer zas, y remontarnos y ponernos de un vuelo en aquel pico que est� all� entre Fic�briga y el mar!... -Si Dios no nos ha dado alas; en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela m�s que todos los p�jaros, porque llega hasta el mismo Dios... Dime t�, �para qu� querr�a yo alas de p�jaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento? -Pues a m� me gustar�a tener las dos cosas. Y si tuviera alas, te coger�a en mi piquito para llevarte por esos mundos y subirte a lo m�s alto de las nubes. El ciego alarg� su mano hasta tocar la cabeza de la Nela. -Si�ntate junto a m�. �No est�s cansada? -Un poquit�n -replic� ella, sent�ndose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo. -Respiras fuerte, Nelilla; t� est�s muy cansada. Es de tanto volar... Pues lo que te [86] iba a decir, es esto: Hablando del mar me hiciste recordar una cosa que mi padre me ley� anoche. Ya sabes que desde la edad en que tuve uso de raz�n, acostumbra mi padre leerme todas las noches distintos libros de ciencia y de historia, de artes y de entretenimiento. Esas lecturas y estos paseos se puede decir que son mi vida toda. Diome el Se�or, para compensarme de la ceguera, una memoria feliz, y gracias a ella he sacado alg�n provecho de las lecturas; pues aunque �stas han sido sin m�todo, yo al fin y al cabo he logrado poner alg�n orden en las ideas que iban entrando en mi entendimiento. �Qu� delicias tan grandes las m�as al entender el orden admirable del Universo, el concertado rodar de los astros, el giro de los �tomos peque�itos, y despu�s las leyes, m�s admirable a�n, que gobiernan nuestra alma! Tambi�n me ha recreado mucho la historia, que es un cuento verdadero de todo lo que los hombres han hecho antes de ahora; resultando, hija m�a, que siempre han hecho las mismas maldades y las mismas tonter�as, aunque no han cesado de mejorarse, acerc�ndose todo lo posible, mas sin llegar nunca, a las perfecciones que s�lo posee Dios. Por �ltimo, me ha le�do mi padre cosas sutiles y un poco hondas para ser penetradas [87] de pronto; pero que suspenden y enamoran cuando se medita en ellas. Es lectura que a �l no le agrada, por no comprenderla, y que a m� me ha cansado tambi�n unas veces, deleit�ndome otras. Pero no hay duda que cuando se da con un autor que sepa hablar con claridad, esas materias son preciosas. Contienen ideas sobre
las causas y los efectos, sobre la raz�n de todo lo que pensamos y el modo como lo pensamos, y ense�an la esencia de todas las cosas. La Nela parec�a no comprender ni una sola palabra de lo que su amigo dec�a; pero atend�a profundamente abriendo la boca. Para apoderarse de aquellas esencias y causas de que su amo le hablaba, abr�a el pico como el p�jaro que acecha el vuelo de la mosca que quiere cazar. -Pues bien -a�adi� �l- anoche ley� mi padre unas p�ginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y dec�a que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien tra�dos y pensados, que daba gusto o�rlos. -Ese libro -dijo la Nela queriendo demostrar suficiencia- no ser� como uno que tiene padre Centeno, que llaman... Las mil y no s� cu�ntas noches. [88] -No es eso, tontuela; habla de la belleza en absoluto... �no entender�s esto de la belleza ideal?... tampoco lo entiendes... porque has de saber que hay una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ning�n sentido. -Como, por ejemplo, la Virgen Mar�a -interrumpi� la Nela- a quien no vemos ni tocamos, porque las im�genes no son ella misma, sino su retrato. -Est�s en lo cierto: as� es. Pensando en esto, mi padre cerr� el libro, y �l dec�a una cosa y yo otra. Hablamos de la forma y mi padre me dijo: �Desgraciadamente t� no puedes comprenderla�. Yo sostuve que s�; dije que no hab�a m�s que una sola belleza y que esa hab�a de servir para todo. La Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, hab�a cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus risue�os colores. -Yo ten�a una idea sobre esto -a�adi� el ciego con mucha energ�a- una idea con la cual estoy encari�ado desde hace algunos meses. S�, lo sostengo, lo sostengo... No, no me hacen falta los ojos para esto. Yo le dije a mi padre: �Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la Nela�. Mi padre se ech� a re�r y me dijo que s�. [89] La Nela se puso como amapola y no supo responder nada. Durante un breve instante de terror y ansiedad, crey� que el ciego la estaba mirando. -S�, t� eres la belleza m�s acabada que puede imaginarse -a�adi� Pablo con calor-. �C�mo podr�a suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginaci�n, tu alma celestial y cari�osa que ha sido capaz de alegrar mis tristes d�as; c�mo podr�a suceder, c�mo, que no estuviese representada en la misma hermosura?... Nela, Nela -a�adi� balbuciente y con af�n-. �No es verdad que eres muy bonita?
La Nela call�. Instintivamente se hab�a llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que hab�a cogido antes en la pradera. -�No respondes?... Es verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no ser�as tan repreciosa como eres. Faltar�a la l�gica de las bellezas, y eso no puede ser. �No respondes?... -Yo... -murmur� la Nela con timidez, sin dejar de la mano su tocado- no s�... dicen que cuando ni�a era muy bonita... Ahora... -Y ahora tambi�n. Mar�a, en su extraordinaria confusi�n, pudo hablar as�: [90] -Ahora... ya sabes t� que las personas dicen muchas tonter�as... se equivocan tambi�n... a veces el que tiene m�s ojos ve menos. -�Oh! �Qu� bien dicho! Ven ac�: dame un abrazo. La Nela no pudo acudir pronto, porque habiendo conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de florecillas, sinti� vivos deseos de observar el efecto de aquel atav�o en el claro cristal del agua. Por primera vez desde que viv�a se sinti� presumida. Apoy�ndose en sus manos, asomose al estanque. -�Qu� haces, Mariquilla? -Me estoy mirando en el agua, que es como un espejo -replic� con la mayor inocencia, delatando su presunci�n. -T� no necesitas mirarte. Eres hermosa como los �ngeles que rodean el trono de Dios. El alma del ciego llen�base de entusiasmo y fervor. -El agua se ha puesto a temblar -dijo la Nela- y no me veo bien, se�orito. Ella tiembla como yo. Ya est� m�s tranquila, ya no se mueve... Me estoy mirando... ahora. -�Qu� linda eres! Ven ac�, ni�a m�a -a�adi� el ciego, extendiendo sus brazos. -�Linda yo! -dijo ella llena de confusi�n y ansiedad-. Pues esa que veo en el estanque [91] no es tan fea como dicen. Es que hay tambi�n muchos que no saben ver. -S�, muchos. -�Si yo me vistiese como se visten otras!... -exclam� la Nela con orgullo. -Te vestir�s. -�Y ese libro dice que yo soy bonita? -pregunt� la Nela apelando a todos los recursos de convicci�n.
-Lo digo yo, que poseo una verdad inmutable -exclam� el ciego, llevado de su ardiente fantas�a. -Puede ser -observ� la Nela, apart�ndose de su espejo pensativa y no muy satisfecha- que los hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son. -La humanidad est� sujeta a mil errores. -As� lo creo -dijo Mariquilla, recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo-. �Por qu� han de re�rse de m�? -�Oh!, miserable condici�n de los hombres -exclam� el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante entendimiento-. El don de la vista puede causar grandes extrav�os... aparta a los hombres de la posesi�n de la verdad absoluta... y la verdad absoluta dice que t� eres hermosa, hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y les [92] desmentir�... V�yanse ellos a paseo con sus formas. No... la forma no puede ser la m�scara de Satan�s puesta ante la faz de Dios. �Ah!, �menguados!, �a cu�ntos desvar�os os conducen vuestros ojos! Nela, Nela, ven ac�, quiero tenerte junto a m� y abrazar tu preciosa cabeza. Mar�a corri� a arrojarse en los brazos de su amigo. -Chiquilla bonita -exclam� este, estrech�ndola de un modo delirante contra su pecho- �te quiero con toda mi alma! La Nela no dijo nada. En su coraz�n lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos m�s hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abraz� m�s fuerte dici�ndole al o�do: -Te quiero m�s que a mi vida. �ngel de Dios, qui�reme o me muero. Mar�a se solt� de los brazos de Pablo, y este cay� en profunda meditaci�n. A la fenomenal mujer una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Desliz�ndose suavemente lleg� al borde, y vio all� sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonom�a de p�jaro. [93] Alarg� su cuerpo sobre el agua para verse el busto, y lo hall� deplorablemente desairado. Las flores que ten�a en la cabeza se cayeron al agua, haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sinti� como si arrancaran su coraz�n de ra�z, y cay� hacia atr�s murmurando: -�Madre de Dios!, �qu� fe�sima soy! -�Qu� dices, Nela? Me parece que he o�do tu voz. -No dec�a nada, ni�o m�o... Estaba pensando... s�, pensaba que ya es hora de volver a tu casa. Pronto ser� hora de comer.
-S�, vamos, comer�s conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no quiero que te separes de m�. Cuando llegaron a la casa, D. Francisco Pen�guilas estaba en el patio, acompa�ado de dos caballeros. Marianela reconoci� al ingeniero de las minas y al individuo que se hab�a extraviado en la Terrible la noche anterior. -Aqu� est�n -dijo- el se�or ingeniero y su hermano, el caballero de anoche. Miraban los tres hombres con visible inter�s al ciego que se acercaba. -Hace rato que te estamos esperando, hijo m�o -dijo el padre tomando a su hijo de la mano y present�ndole al doctor. -Entremos -dijo el ingeniero. -�Benditos sean los hombres sabios y caritativos! -exclam� el padre, mirando a Teodoro-. Pasen ustedes, se�ores. Que sea bendito el instante en que ustedes entran en mi casa. -Veamos este caso -murmur� Golf�n. Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, D. Francisco se volvi� hacia Mariquilla, que se hab�a quedado en medio del patio inm�vil y asombrada, y le dijo con bondad: -Mira, Nela, m�s vale que te vayas. Mi hijo no puede salir esta tarde. Y luego, como viese que no se marchaba, a�adi�: -Puedes pasar a la cocina. Dorotea te dar� alguna chucher�a. [95]
- VIII Prosiguen las tonter�as Al d�a siguiente, Pablo y su gu�a salieron de la casa a la misma hora del anterior; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera largo. Atravesando el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el gran talud de las minas por Poniente con intenci�n de bajar a las excavaciones. -Nela, tengo que hablarte de una cosa que te har� saltar de alegr�a -dijo el ciego, cuando estuvieron lejos de la casa-. �Nela, yo siento en mi coraz�n un alborozo!... Me parece que el Universo, las ciencias todas, la historia, la filosof�a, la Naturaleza, todo eso que he aprendido, se me ha metido dentro y se est� paseando por m�... es como una procesi�n. Ya viste aquellos caballeros que me esperaban ayer... [96]
-D. Carlos y su hermano, el que encontramos anoche. -El cual es un famoso sabio, que ha corrido por toda la Am�rica, haciendo maravillosas curas... Ha venido a visitar a su hermano... Como D. Carlos es tan buen amigo de mi padre, le ha rogado que me examine... �Qu� cari�oso y qu� bueno es! Primero estuvo hablando conmigo; preguntome varias cosas y me cont� otras muy chuscas y divertidas. Despu�s d�jome que me estuviese quieto: sent� sus dedos en mis p�rpados... Al cabo de un gran rato dijo unas palabras que no entend�: eran palabras de medicina. Mi padre no me ha le�do nunca nada de Medicina. Acerc�ronme despu�s a una ventana. Mientras me observaba con no s� qu� instrumento, �hab�a en la sala un silencio!... El doctor dijo despu�s a mi padre: �Lo intentaremos�. Dec�an otras cosas en voz muy baja para que no pudiera yo entenderlas, y creo que tambi�n hablaban por se�as. Cuando se retiraron mi padre me dijo: �Hijo de mi alma, no puedo ocultarte la alegr�a que hay dentro de m�. Ese hombre, ese �ngel de Dios, me ha dado esperanza, muy poca esperanza; pero la esperanza parece que se agarra m�s, cuando m�s chica es. Quiero echarla de m� dici�ndome que es imposible, no, no, casi imposible, y ella... pegada [97] como una lapa...� As� me habl� mi padre. Por su voz conoc� que lloraba... �Qu� haces, Nela, est�s bailando? -No, estoy aqu� a tu lado. -Como otras veces te pones a bailar desde que te digo una cosa alegre... �Pero hacia d�nde vamos hoy? -El d�a est� feo. V�monos hacia la Trascava, que es sitio abrigado, y despu�s bajaremos al Barco y a la Terrible. -Bien, como t� quieras... �Ay! Nela, compa�era m�a, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de m� y me concediera el placer de verte... Aunque s�lo durara un d�a mi vista, aunque volviera a cegar al siguiente, �cu�nto se lo agradecer�a! La Nela no dec�a nada. Despu�s de mostrar exaltada alegr�a, meditaba con los ojos fijos en el suelo. -Se ven en el mundo cosas muy extra�as -a�adi� Pablo- y la misericordia de Dios tiene as�... ciertos exabruptos, lo mismo que su c�lera. Vienen de improviso, despu�s de largos tormentos y castigos, lo mismo que aparece la ira despu�s de felicidades que parec�an seguras y eternas, �no te parece? -S�, lo que t� esperas ser� -dijo la Nela con aplomo. [98] -�Por qu� lo sabes? -Me lo dice mi coraz�n.
-�Te lo dice tu coraz�n! �Y por qu� no han de ser ciertos estos avisos? manifest� Pablo con ardor-. S�, las almas escogidas pueden en casos dados presentir un suceso. Yo lo he observado en m�, pues como el ver no me distrae del examen de m� mismo, he notado que mi esp�ritu me susurraba cosas incomprensibles. Despu�s ha venido un acontecimiento cualquiera, y he dicho con asombro: �Yo sab�a algo de esto�. -A m� me pasa lo mismo -repuso la Nela-. Ayer me dijiste t� que me quer�as mucho. Cuando fui a mi casa, iba diciendo para m�: �Es cosa rara, pero yo sab�a algo de esto�. -Es maravilloso, chiquilla m�a -c�mo est�n acordadas nuestras almas. Unidas por la voluntad, no les falta m�s que un lazo. Ese lazo lo tendr�n si yo adquiero el precioso sentido que me falta. La idea de ver no se determina en mi pensamiento si antes no acaricio en �l la idea de quererte m�s. La adquisici�n de este sentido no significa para m� otra cosa m�s que el don de admirar de un modo nuevo lo que ya me causa tanta admiraci�n como amor... Pero se me figura que est�s triste hoy. -S� que lo estoy... y si he de decirte la [99] verdad, no s� por qu�... Estoy muy alegre y muy triste, las dos cosas a un tiempo. Hoy est� tan feo el d�a... Valiera m�s que no hubiese d�a, y que fuera noche siempre. -No, no, d�jalo como est�. Noche y d�a, si Dios quiere que yo sepa al fin diferenciaros, �cu�n feliz ser�!... �Por qu� nos detenemos? -Estamos en un lugar peligroso. Apart�monos a un lado para tomar la vereda. -�Ah!, la Trascava. Este c�sped resbaladizo va bajando hasta perderse en la gruta. El que cae en ella no puede volver a salir. Apart�monos, Nela; no me gusta este sitio. -Tonto, de aqu� a la entrada de la cueva hay mucho que andar. �Y qu� bonita est� hoy! La Nela, deteni�ndose y deteniendo a su compa�ero por el brazo, observaba la boca de la sima que se abr�a en el terreno en forma parecida a la de un embudo. Fin�simo c�sped cubr�a las vertientes de aquel peque�o cr�ter c�ncavo y profundo. En lo m�s hondo, una gran pe�a oblonga se extend�a sobre el c�sped entre malezas, hinojos, zarzas, juncos y cantidad inmensa de pintadas florecillas. Parec�a una gran lengua. Junto a ella se adivinaba, m�s bien que se ve�a, un hueco, un tragadero, oculto por espesas yerbas, como las que tuvo [100] que cortar D. Quijote cuando se descolg� dentro de la cueva de Montesinos. La Nela no se cansaba de mirar.
-�Por qu� dices que est� bonita esa horrenda Trascava? -le pregunt� su amigo. -Porque hay en ella muchas flores. La semana pasada estaban todas secas; pero han vuelto a nacer, y est� aquello que da gozo verlo. �Madre de Dios! Hay muchos p�jaros posados all� y much�simas mariposas que est�n cogiendo miel en las flores... Choto, Choto, ven aqu�, no espantes a los pobres pajaritos. El perro, que hab�a bajado, volvi� gozoso llamado por la Nela, y la pac�fica rep�blica de pajarillos volvi� a tomar posesi�n de sus estados. -A m� me causa horror este sitio -dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha-. Y ahora �vamos hacia las minas? S�, ya conozco este camino. Estoy en mi terreno. Por aqu� vamos derechos al Barco... Choto, anda delante; no te enredes en mis piernas. Descend�an por una vereda escalonada. Pronto llegaron a la concavidad formada por la explotaci�n minera. Dejando la verde zona vegetal, hab�an entrado bruscamente en la zona geol�gica, zanja enorme, cuyas paredes, labradas por el barreno y el pico, mostraban [101] una interesante estratificaci�n, cuyas diversas capas ofrec�an en el corte los m�s variados tonos y los materiales m�s diversos. Era aquel el sitio que a Teodoro Golf�n le hab�a parecido el interior de un gran buque n�ufrago, comido de las olas, y su nombre vulgar justificaba esta semejanza. Pero de d�a se admiraban principalmente las superpuestas cortezas de la estratificaci�n, con sus vetas sulfurosas y carbonatadas, sus sedimentos negros, sus lignitos, donde yace el negro azabache, sus capas de tierra ferruginosa que parece amasada con sangre, sus grandes y regulares l�minas de roca, quebradas en mil puntos por el arte humano, y erizadas de picos, cortaduras y desgarrones. Era aquello como una herida abierta en el tejido org�nico y vista con microscopio. El arroyo de aguas saturadas de �xido de hierro que corr�a por el centro, parec�a un chorro de sangre. �En d�nde est� nuestro asiento? -pregunt� el se�orito de Pen�guilas-. Vamos a �l. All� no nos molestar� el aire. Desde el fondo de la gran zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de enorme pe�a agrietada, que presentaba en su centro una larga hendija. [102] M�s bien eran dos pe�as, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos gastadas mand�bulas que se esfuerzan en morder.
-�Qu� bien se est� aqu�! -dijo Pablo-. A veces suele salir una corriente de aire por esa gruta; pero hoy no siento nada. Lo que se siente es el gorgoteo (10) del agua all� dentro en las entra�as de la Trascava. -Calladita est� hoy -observ� la Nela-. �Quieres echarte? -Pues mira que has tenido una buena idea. Anoche no he dormido, pensando en lo que mi padre me dijo, en el m�dico, en mis ojos... Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis ojos y abr�a en ellos una puerta cerrada y mohosa. Diciendo esto sentose sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el regazo de la Nela. -Aquella puerta -prosigui�- que estaba all� en lo m�s �ntimo de mi sentido, abriose, como te he dicho, dando paso a una estancia donde estaba encerrada la idea que me persigue. �Ay, Nela de mi coraz�n, chiquilla idolatrada, si Dios quisiera darme ese don que me falta!... Con �l me creer�a el m�s feliz de los hombres, yo, que casi lo soy ya s�lo con tenerte por amiga y compa�era de mi vida. Para que los dos seamos uno solo, me falta muy [103] poco; s�lo me falta verte y recrearme en tu belleza, con ese placer de la vista que no puedo comprender a�n, pero que concibo de una manera vaga. Tengo la curiosidad del esp�ritu, pero la de los ojos me falta. Sup�ngola como una nueva manera del amor que te tengo. Yo estoy lleno de tu belleza; pero hay algo en ella que no me pertenece todav�a. -�No oyes? -dijo la Nela de improviso, demostrando inter�s por cosa muy distinta de lo que su amigo dec�a. -�Qu�? -Aqu� dentro... �La Trascava!... est� hablando. �Supersticiosa! El agua no habla, querida Nela. �Qu� lenguaje ha de saber un chorro de agua? S�lo hay dos cosas que hablan, chiquilla m�a; esas dos cosas son la lengua y la conciencia. -Y la Trascava -observ� la Nela, palideciendo- es un murmullo, un s�, s�, s�... A ratos oigo la voz de mi madre, que dice clarito: �Hija m�a, �qu� bien se est� aqu�!� -Es tu imaginaci�n. Tambi�n la imaginaci�n habla; me olvid� de decirlo. La m�a a veces se pone tan parlanchina, que tengo que mandarla callar. Su voz es chillona, atropellada, inaguantable; as� como la de la conciencia [104] es grave, reposada, convincente; y lo que dice no tiene refutaci�n. -Ahora parece que llora... Se va poquito a poco perdiendo la voz -dijo la Nela, atenta a lo que o�a.
De pronto sali� por la gruta una ligera r�faga de aire. -�No has notado que ha echado un gran suspiro?... Ahora se vuelve a o�r la voz: habla bajo, y me dice al o�do muy bajito, muy bajito... -�Qu� te dice? -Nada -replic� bruscamente Mar�a, despu�s de una pausa-. T� dices que son tonter�as. Tendr�s raz�n. -Ya te quitar� yo de la cabeza esos pensamientos absurdos -dijo el ciego, tom�ndole la mano-. Hemos de vivir juntos toda la vida. �Oh, Dios m�o! Si no he de adquirir la facultad de que me privaste al nacer, �para qu� me has dado esperanzas? Infeliz de m� si no nazco de nuevo en manos del doctor Golf�n. Porque esta ser� nacer otra vez. �Y qu� nacimiento! �Qu� nueva vida! Chiquilla m�a, juro por la idea de Dios que tengo dentro de m�, clara, patente, inmutable, que t� y yo no nos separaremos jam�s por mi voluntad. Yo tendr� ojos, Nela, tendr� ojos para poder recrearme [105] en tu celestial hermosura, y entonces me casar� contigo. �Ser�s mi esposa querida... ser�s la vida de mi vida, el recreo y el orgullo de mi alma! �No dices nada a esto? La Nela oprimi� contra s� la hermosa cabeza del joven. Quiso hablar, pero su emoci�n no se lo permit�a. -Y si Dios no quiere otorgarme ese don -a�adi� el ciego- tampoco te separar�s de m�, tambi�n ser�s mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla m�a, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrar�s hombres de m�rito que te amar�n y que podr�n hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu seductora belleza, que ha de cautivar los corazones y encender el m�s puro amor en cuantos te traten, aseg�rante un porvenir risue�o. Yo te juro que te querr� mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. �No me dices nada? -S�; que te quiero mucho, much�simo -dijo la Nela, acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quiz�s no sea yo tan guapa como t� crees. Diciendo esto, la Nela hab�a rebuscado en su faltriquera y sacado un pedazo de cristal [106] azogado, resto in�til y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Se�ana la semana anterior. Mirose en �l; mas por causa de la peque�ez del vidrio, �rale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, despu�s la frente. Alej�ndolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. �Ay! �Cu�n triste fue el resultado de sus investigaciones! Guard� el espejillo, y gruesas l�grimas brotaron de sus ojos.
-Nela, sobre mi frente ha ca�do una gota. �Acaso llueve? -S�, ni�o m�o, parece que llueve -dijo la Nela sollozando. -No, es que lloras. Pues has de saber que me lo dec�a el coraz�n. T� eres la misma bondad; tu alma y la m�a est�n unidas por un lazo misterioso y divino: no se pueden separar, �verdad? Son dos partes de una misma cosa, �verdad? -Verdad. -Tus l�grimas me responden m�s claramente que cuanto pudieras decir. �No es verdad que me querr�s mucho lo mismo si me dan vista que si contin�o privado de ella? -Lo mismo, s�, lo mismo -dijo la Nela con vehemencia y turbaci�n. -�Y me acompa�ar�s?... [107] -Siempre, siempre. -Oye t� -exclam� el ciego con amoroso arranque- si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero... -Prefieres no ver... �Oh! �Madre de Dios divino, qu� alegr�a tengo dentro de m�! -Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque yo la veo dentro de m� clara como la verdad que proclamo interiormente. Aqu� dentro est�s, y tu persona me seduce y enamora m�s que todas las cosas. -S�, s�, s� -afirm� la Nela con desvar�o- yo soy hermosa, soy muy hermosa. -Oye t� -exclam� el ciego con amoroso arranque- tengo un presentimiento... s�, un presentimiento. Dentro de m� parece que est� Dios habl�ndome y dici�ndome que tendr� ojos, que te ver�, que seremos felices... �No sientes t� lo mismo? -Yo... El coraz�n me dice que me ver�s... pero me lo dice parti�ndoseme. -Ver� tu hermosura �qu� felicidad! -exclam� el ciego con la expresi�n delirante que era propia de �l en ciertos momentos-. Pero si ya la veo; si la veo dentro de m�, clara como la verdad que proclamo y que me llena todo... -S�, s�, s�... -repiti� la Nela con desvar�o, [108] espantados los ojos, tr�mulos los labios-. Yo soy hermosa, soy muy hermosa. -Bendita seas t�... -�Y t�! -a�adi� ella bes�ndole en la frente-. �Tienes sue�o? -S�, principio a tener sue�o. No he dormido anoche. Estoy tan bien aqu�... -Du�rmete, ni�o... Principi� a cantar como se canta a los ni�os para que se duerman. Poco despu�s Pablo dorm�a. La Nela oy� de nuevo la voz de la Trascava, dici�ndole: -Hija m�a... aqu�, aqu�. [109]
- IX Los Golfines Teodoro Golf�n no se aburr�a en Socartes. El primer d�a despu�s de su llegada pas� largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorri� de un cabo a otro las minas, examinando y admirando las distintas cosas que all� hab�a, que ya pasmaban por la grandeza de las fuerzas naturales, ya por el poder y br�o del arte de los hombres. Por las noches, cuando todo callaba en el industrioso Socartes, quedando s�lo en actividad los bullidores hornos, el buen doctor que era muy entusiasta m�sico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cu�ada Sof�a, esposa de Carlos Golf�n y madre de varios chiquillos que se hab�an muerto. Los dos hermanos se profesaban el m�s vivo cari�o. Nacidos en la clase m�s humilde, hab�an luchado solos en edad temprana por salir [110] de la ignorancia y de la pobreza, vi�ndose a punto de sucumbir diferentes veces; mas tanto pudo en ellos el impulso de una voluntad heroica, que al fin llegaron jadeantes a la ansiada orilla, dejando atr�s las turbias olas en que se agita en constante estado de naufragio el grosero vulgo. Teodoro, que era el mayor, fue m�dico antes que Carlos ingeniero. Ayud� a �ste con todas sus fuerzas mientras el joven lo necesitara, y cuando le vio en camino, tom� el que anhelaba su coraz�n aventurero, y�ndose a Am�rica. All� trabaj� juntamente con otros afamados m�dicos europeos, adquiriendo bien pronto fama y dinero. Hizo un viaje a Espa�a, torn� al Nuevo Mundo, vino m�s tarde para regresar al poco tiempo. En cada una de estas excursiones daba la vuelta a Europa para apropiarse los progresos de la ciencia oft�lmica que cultivaba. Era un hombre de facciones bastas, moreno, de fisonom�a tan inteligente como sensual, labios gruesos, pelo negro y erizado, mirar centelleante, naturaleza incansable, constituci�n fuerte, si bien algo gastada por el clima americano. Su cara grande y redonda, su frente huesuda, su melena rebelde, aunque corta, el fuego de sus ojos, sus gruesas manos, [111] hab�an sido motivo para que dijeran de �l: �es un le�n negro�. En efecto parec�a un le�n, y como el rey de los animales, no dejaba de manifestar a cada momento la estimaci�n en que a s� mismo se ten�a. Pero la vanidad de aquel hombre insigne era la m�s disculpable de todas las vanidades, pues consist�a en sacar a relucir dos t�tulos de gloria, a
saber: su pasi�n por la cirug�a y la humildad de su origen. Hablaba por lo general incorrectamente, por ser incapaz de construir con gracia y elegancia las oraciones. Eran sus frases r�pidas y entrecortadas conforme a la emisi�n de su pensamiento, que era una especie de emisi�n el�ctrica. Muchas veces Sof�a, al pedirle su opini�n sobre cualquier cosa, dec�a: �A ver lo que piensa de esto la Agencia Havas�. -Nosotros -sol�a decir Teodoro- aunque descendemos de las yerbas del campo, que es el m�s bajo linaje que se conoce, nos hemos hecho �rboles corpulentos... �Viva el trabajo y la iniciativa del hombre!... Yo creo que los Golfines, aunque aparentemente venimos de maragatos, tenemos sangre inglesa en nuestras venas... Hasta nuestro apellido parece que es de pura casta sajona. Yo lo descompondr�a de este modo: Gold, oro... to find, hallar... Es, como si dij�ramos, buscador de oro... He aqu� que mientras [112] mi hermano lo busca en las entra�as de la tierra, yo lo busco en el interior maravilloso de ese universo en abreviatura que se llama el ojo humano. En la �poca de esta veraz historia ven�a de Am�rica por la v�a de New-York Liverpool, y seg�n dec�a, su expatriaci�n hab�a cesado definitivamente; pero no le cre�an, por haber dicho lo mismo en otras ocasiones y haber hecho todo lo contrario. Su hermano Carlos era un bendito, hombre muy pac�fico, estudioso, esclavo de su deber, apasionado por la mineralog�a y la metalurgia hasta poner a estas dos mancebas cien codos m�s altas que su mujer. Por lo dem�s, ambos c�nyuges viv�an en conformidad completa, o como dec�a Teodoro, en estado isom�rfico, porque cristalizaban en un mismo sistema. En cuanto a �l, siempre que se hablaba de matrimonio, dec�a riendo: -El matrimonio ser�a para m� una Epigenesis o cristal pseudom�rfico; es decir, un sistema de cristalizaci�n que no me corresponde. Sof�a era una excelente se�ora de regular belleza, cada d�a reducida a menor expresi�n, por una tendencia lamentable a la obesidad. Le hab�an dicho que la atm�sfera de carb�n de piedra enflaquec�a, y por eso hab�a ido a [113] vivir a las minas, con prop�sito de pasar en ellas todo el a�o. Por lo dem�s, aquella atm�sfera saturada de polvo de calamina y de humo caus�bale no poco disgusto. No ten�a hijos vivos, y su principal ocupaci�n consist�a en tocar el piano y en organizar asociaciones ben�ficas de se�oras para socorros domiciliarios y sostenimiento de hospitales y escuelas. En Madrid, y durante buena porci�n de a�os, su actividad hab�a hecho prodigios, ofreciendo ejemplos dignos de imitaci�n
a todas las almas aficionadas a la caridad. Ella, ayudada de dos o tres se�oras de alto linaje, igualmente amantes del pr�jimo, hab�a logrado celebrar m�s de veinte funciones dram�ticas, otros tantos bailes de m�scaras, seis corridas de toros y dos de gallos, todo en beneficio de los pobres. En el n�mero de sus vehemencias, que sol�an ser pasajeras, cont�base una que quiz�s no sea tan recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y consist�a en rodearse de perros y gatos, poniendo en estos animales un afecto que al mismo amor se parec�a. �ltimamente, y cuando resid�a en el establecimiento de Socartes, ten�a un toy terrier que por encargo le hab�a tra�do de Inglaterra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. Era un galguito fino y elegante, delicado [114] y mimoso como un ni�o. Se llamaba Lili, y hab�a costado en Londres doscientos duros. Los Golfines paseaban en los d�as buenos; en los malos tocaban el piano o cantaban, pues Sof�a ten�a cierto chillido que pod�a pasar por canto en Socartes. El ingeniero segundo ten�a voz de bajo profundo, Teodoro tambi�n era bajo profundo, Carlos all� se iba; de modo que armaban una especie de coro de sacerdotes, en el cual descollaba la voz de Sof�a como una sacerdotisa a quien van a llevar al sacrificio. Todas las piezas que se cantaban eran, o si no lo eran lo parec�an, de sacerdotes sacrificadores y sacerdotisa sacrificada. En los d�as de paseo sol�an merendar en el campo. Una tarde (a �ltimos de Setiembre y seis d�as despu�s de la llegada de Teodoro a las minas) volv�an de su excursi�n en el orden siguiente: Lili, Sof�a, Teodoro, Carlos. La estrechez del sendero no les permit�a caminar de dos en dos. Lili llevaba su manta o gabancito azul con las iniciales de su ama. Sof�a apoyaba en su hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en la misma postura su bast�n, con el sombrero en la punta. Gustaba mucho de pasear con la deforme cabeza al aire. Pasaban al borde de la Trascava, cuando Lili, desvi�ndose del sendero con la el�stica ligereza [115] de sus patillas como alambres, ech� a correr c�sped abajo por la vertiente del embudo. Primero corr�a, despu�s resbalaba. Sof�a dio un grito de terror. Su primer movimiento, dictado por un afecto que parec�a materno, fue correr detr�s del animal, tan cercano al peligro; pero su esposo la contuvo, diciendo: -Deja que se lleve el demonio a Lili, mujer; �l volver�. No se puede bajar, porque este c�sped es muy resbaladizo. -�Lili, Lili!...-gritaba Sof�a, esperando que sus amantes ayes detendr�an al animal en su camino de perdici�n, tray�ndole al de la virtud.
Las voces m�s tiernas no hicieron efecto en el revoltoso �nimo de Lili, que segu�a bajando. A veces miraba a su ama, y con sus expresivos ojuelos negros parec�a decirle: �Se�ora, por el amor de Dios, no sea usted tan tonta�. Lili se detuvo en la gran pe�a blanquecina, agujereada, muzgosa, que en la boca misma del abismo estaba, como encubri�ndola. Fij�ronse all� todos los ojos, y al punto observaron que se mov�a un objeto. Creyeron de pronto ver un animal da�ino que se ocultaba detr�s de la pe�a, pero Sof�a lanz� un nuevo grito, el [116] cual antes era de asombro que de terror, y dijo: -Si es la Nela... Nela, �qu� haces ah�? Al o�r su nombre, la muchacha se mostr� toda turbada y ruborosa. -�Qu� haces ah�, loca? -repiti� la dama-. Coge a Lili y tr�emelo... �V�lgame Dios, lo que inventa esta criatura! Miren d�nde se ha ido a meter. T� tienes la culpa de que Lili haya bajado... �Qu� cosas le ense�as al animalito! Por tu causa es tan mal criado y tan antojadizo. -Esa muchacha es de la piel de Barrab�s -dijo D. Carlos a su hermano-. Mira d�nde se ha ido a poner. Mientras esto se dec�a en el borde de la Trascava, la Nela hab�a emprendido all� abajo la persecuci�n de Lili, el cual, m�s travieso y calavera en aquel d�a que en ning�n otro de su mon�tona existencia, hu�a de las manos de la chicuela. Grit�bale la dama, exhort�ndole a ser juicioso y formal; pero �l, poniendo en olvido las m�s vulgares nociones del deber, empez� a dar brincos y a mirar con descaro a su ama, como dici�ndole: �Se�ora, �quiere usted irse a paseo y dejarme en paz?� Al final Lili dio con su elegante cuerpo en medio de las zarzas que cubr�an la boca de la [117] cueva, y all� la mantita de que iba vestido fuele de grand�simo estorbo. El animal, vi�ndose imposibilitado de salir de entre la maleza, empez� a ladrar pidiendo socorro. -�Que se me pierde, que se me mata! -exclam� gimiendo Sof�a-. Nela, Nela, si me lo sacas, te doy un perro grande; s�calo... ve con cuidado... Ag�rrate bien. La Nela se desliz� intr�pidamente, poniendo su pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el abismo; y sosteni�ndose con una mano en las asperezas de la pe�a, alarg� la otra hasta pillar el rabo de Lili, con lo cual le sac� del aprieto en que estaba. Acariciando al animal, subi� triunfante a los bordes del embudo. -T�, t�, t� tienes la culpa -d�jole Sof�a de mal talante, aplic�ndole tres suaves coscorrones- porque si no te hubieras metido all�... Ya sabes que va tras de ti donde quiera que te encuentra... �Qu� buena pieza!
Y luego, besando al descarriado animal y administr�ndole dos nalgadas, despu�s de cerciorarse de que no hab�a padecido nada de fundamento en su estimable persona, le arregl� la mantita, que se le hab�a puesto por montera, y lo entreg� a Nela, dici�ndole: -Toma, ll�valo en brazos, porque estar� [118] cansado, y estas largas caminatas pueden hacerle da�o. Cuidado... Anda delante de nosotros... Cuidado, te repito... Mira que voy detr�s observando lo que haces. P�sose de nuevo en marcha la familia, precedida por la Nela. Lili miraba a su ama por encima del hombro de la Nela, y parec�a decirle: ��Ay, se�ora; pero qu� boba es usted!� Teodoro Golf�n no hab�a dicho nada durante el conmovedor peligro del hermoso Lili, pero cuando se pusieron en marcha por la gran pradera, donde los tres pod�an ir al lado uno de otro sin molestarse, el doctor dijo a la mujer de su hermano: -Estoy pensando, querida Sof�a, que ese animal te ocupa demasiado. Es verdad que un perro que cuesta doscientos duros no es un perro como otro cualquiera. Yo me pregunto por qu� has empleado el tiempo y el dinero en hacerle un gab�n a ese se�orito canino, y no se te ha ocurrido comprarle unos zapatos a la Nela. -�Zapatos a la Nela! -exclam� Sof�a riendo-. Y yo pregunto: �para qu� los quiere?... Tardar�a dos d�as en romperlos. Podr�s re�rte de m� todo lo que quieras... bien, yo comprendo que cuidar mucho a Lili es una extravagancia... pero no podr�s acusarme de falta de caridad... [119] Alto ah�... eso s� que no te lo permito (al decir esto tomaba un tono muy serio con evidente expresi�n de orgullo). Y en lo de saber practicar la caridad con prudencia y tino, tampoco creo que me eche el pie adelante persona alguna... No consiste, no, la caridad en dar sin ton ni son, cuando no existe la seguridad de que la limosna ha de ser bien empleada. �Si querr�s darme lecciones!... Mira, Teodoro, que en eso s� tanto como t� en el tratado de los ojos. -S�, ya s�, ya s�, querida, que has hecho maravillas. No me cuentes otra vez lo de las funciones dram�ticas, bailes y corridas de toros organizadas por tu ingenio para alivio de los pobres, ni lo de las rifas, que poniendo en juego grandes sumas, han servido en primer lugar para dar de comer a unos cuantos holgazanes, quedando s�lo para los enfermos un resto de poca monta. Todo eso s�lo me prueba las singulares costumbres de una sociedad que no sabe ser caritativa sino bailando, toreando y jugando a la loter�a... No hablemos de eso: ya conozco estas
heroicidades y las admiro: tambi�n eso tiene su m�rito, y no poco. Pero t� y tus amigas rara vez os acerc�is a un pobre para saber de su misma boca la causa de su miseria... ni para observar qu� clase de [120] miseria le aqueja, pues hay algunas tan extraordinarias, que no se alivian con la f�cil limosna del ochavo... ni tampoco con el mendrugo de pan... -Ya tenemos a nuestro fil�sofo en campa�a -dijo Sof�a con mal humor-. �Qu� sabes t� lo que yo he hecho ni lo que he dejado de hacer? -No te enfades, querida -replic� Golf�n-; todos mis argumentos van a parar a un punto, y es que deb�as haberle comprado zapatos a la Nela. -Pues mira, ma�ana mismo se los he de comprar. -No, porque esta misma noche se los comprar� yo. No se meta usted en mis dominios, se�ora. -�Eh!... Nela -grit� Sof�a, viendo que la muchacha estaba a larga distancia-. No te alejes mucho; que te vea yo para saber lo que haces. -�Pobre criatura! -dijo Carlos-. �Qui�n ha de decir que eso tiene diez y seis a�os! -Atrasadilla est�. �Qu� desgracia! -exclam� Sof�a-. Y yo me pregunto, �para qu� permite Dios que tales criaturas vivan?... Y me pregunto tambi�n, �qu� es lo que se puede hacer por ella? Nada, nada m�s que darle de comer, [121] vestirla hasta cierto punto... Ya se ve... rompe todo lo que le ponen encima. Ella no puede trabajar, porque se desmaya; ella no tiene fuerzas para nada. Saltando de piedra en piedra, subi�ndose a los �rboles y jugando y enredando todo el d�a y cantando como los p�jaros, cuanto se le pone encima convi�rtese pronto en jirones... -Pues yo he observado en la Nela -dijo Carlos- algo de inteligencia y agudeza de ingenio bajo aquella corteza de candor y salvaje rusticidad. No, se�or, la Nela no es tonta ni mucho menos. Si alguien se hubiera tomado el trabajo de ense�arle alguna cosa, habr�a aprendido mejor quiz�s que la mayor�a de los chicos. �Qu� creen ustedes? La Nela tiene imaginaci�n; por tenerla y carecer hasta de la ense�anza m�s rudimentaria, es sentimental y supersticiosa. -Eso es, se halla en la situaci�n de los pueblos primitivos -dijo Teodoro-. Est� en la �poca del pastoreo. -Ayer precisamente -a�adi� Carlos- pasaba yo por la Trascava y la vi en el mismo sitio donde la hemos hallado hoy. La llam�, h�cela salir, le pregunt� qu� hac�a en aquel sitio, y con la mayor sencillez del mundo me contest� que estaba hablando con su madre... T� [122] no sabes que la madre de la Nela se arroj� por esa sima.
-Es decir, que se suicid� -dijo Sof�a-. Era una mujer de mala vida y peores ideas, seg�n he o�do contar. Carlos no estaba aqu� todav�a; pero nos han dicho que se embriagaba como un fogonero. Y yo me pregunto: �Esos seres tan envilecidos que terminan una vida de cr�menes con el mayor de todos, que es el suicidio, merecen la compasi�n del g�nero humano? Hay cosas que horripilan; hay personas que no debieran haber nacido, no se�or, y Teodoro podr� decir todas las sutilezas que quiera, pero yo me pregunto... -No, no te preguntes nada, hermana querida -dijo vivamente Teodoro-. Yo te responder� que el suicida merece la m�s viva, la m�s cordial compasi�n. En cuanto a vituperio, �chesele encima todo el que haya disponible, pero al mismo tiempo... bueno ser� indagar qu� causas le llevaron a tan horrible extremo de desesperaci�n... yo observar�a si la sociedad no le ha dejado abierta, desampar�ndole en absoluto, la puerta de ese abismo horrendo que le llama... -�Desamparado de la sociedad! Hay algunos que lo est�n... -dijo Sof�a con impertinencia-. La sociedad no puede amparar a todos. [123] Mira la estad�stica, Teodoro; m�rala y ver�s la cifra de pobres... Pero si la sociedad desampara a alguien, �para qu� sirve la religi�n? -Refi�rome al miserable desesperado que re�ne a todas las miserias la miseria mayor, que es la ignorancia... El ignorante envilecido y supersticioso s�lo posee nociones vagas y absurdas de la divinidad... Lo desconocido, lejos de detenerle, le impulsa m�s a cometer su crimen... Rara vez har� beneficios la idea religiosa al que vegeta en est�pida ignorancia. A �l no se acerca amigo inteligente, ni maestro, ni sacerdote. No se le acerca sino el juez que ha de mandarle a presidio... Es singular el rigor con que conden�is vuestra propia obra -a�adi� con vehemencia, enarbolando el palo en cuya punta ten�a su sombrero-. Est�is viendo delante de vosotros, al pie mismo de vuestras c�modas casas, a una multitud de seres abandonados, faltos de todo lo que es necesario a la ni�ez, desde los padres hasta los juguetes... les est�is viendo, s�... nunca se os ocurre infundirles un poco de dignidad, haci�ndoles saber que son seres humanos, d�ndoles las ideas de que carecen; no se os ocurre ennoblecerles, haci�ndoles pasar del bestial trabajo mec�nico al trabajo de la inteligencia; [124] les veis viviendo en habitaciones inmundas, mal alimentados, perfeccion�ndose cada d�a en su salvaje rusticidad, y no se os ocurre extender un poco hasta ellos las comodidades de que est�is rodeados... �Toda la energ�a la guard�is luego para declamar contra los homicidios, los robos y el suicidio, sin reparar que sosten�is escuela permanente de estos tres cr�menes!
-No s� para qu� est�n ah� los asilos de beneficencia -dijo agriamente Sof�a-. Lee la estad�stica, Teodoro, l�ela, y ver�s el n�mero de desdichados... Lee la estad�stica... -Yo no leo la estad�stica, querida hermana, ni me hace falta para nada tu estad�stica. Buenos son los asilos; pero no, no bastan para resolver el gran problema que ofrece la orfandad. El miserable hu�rfano, perdido en las calles y en los campos, desamparado de todo cari�o personal y amparado s�lo por las corporaciones, rara vez llena el vac�o que forma en su alma la carencia de familia... �oh!, vac�o donde deb�an estar, y rara vez est�n, la nobleza, la dignidad y la estimaci�n de s� mismo. Sobre este tema tengo una idea, es una idea m�a; quiz�s os parezca un disparate. -D�nosla. -El problema de la orfandad y de la miseria infantil no se resolver� nunca en absoluto, [125] como no se resolver�n tampoco sus compa�eros los dem�s problemas sociales; pero habr� un alivio a mal tan grande cuando las costumbres, apoyadas por las leyes... por las leyes; ya veis que esto no es cosa de juego, establezcan que todo hu�rfano, cualquiera que sea su origen... no re�rse... tenga derecho a entrar en calidad de hijo adoptivo en la casa de un matrimonio acomodado que carezca de hijos. Ya se arreglar�an las cosas de modo que no hubiera padres sin hijos, ni hijos sin padres. -Con tu sistema -dijo Sof�a- ya se arreglar�an las cosas de modo que nosotros fu�semos padres de la Nela. -�Por qu� no? -repuso Teodoro- Entonces no gastar�amos doscientos duros en comprar un perro, ni estar�amos todo el santo d�a haciendo mimos al se�orito Lili. -�Y por qu� han de estar exentos de esa graciosa ley los solteros ricos? �Por qu� no han de cargar ellos tambi�n con su hu�rfano, como cada hijo de vecino? -No me opongo -dijo el doctor, mirando al suelo-. �Pero qu� es esto?... �sangre! Todos miraron al suelo, donde se ve�an de trecho en trecho peque�as manchas de sangre. -�Jes�s!... -exclam� Sof�a, apartando los [126] ojos-. Si es la Nela. Mira c�mo se ha puesto los pies. -Ya se ve... Como tuvo que meterse entre las zarzas para coger a tu dichoso Lili. Nela, ven ac�. La Nela, cuyo pie derecho estaba ensangrentado, se acerc� cojeando.
-Dame al pobre Lili -dijo Sof�a, tomando el canino de manos de la vagabunda-. No vayas a hacerle da�o. �Te duele mucho? �Pobrecita! Eso no es nada. �Oh, cu�nta sangre!... No puedo ver eso. Sensible y nerviosa, Sof�a se volvi� de espaldas, acariciando a Lili. -A ver, a ver qu� es eso -dijo Teodoro, tomando a la Nela en sus brazos y sent�ndola en una piedra de la cerca inmediata. Poni�ndose sus lentes, le examin� el pie. -Es poca cosa; dos o tres rasgu�os... Me parece que tienes una espina dentro... �Te duele?... S�, aqu� est� la p�cara... Aguarda un momento. Sof�a, echa a andar, si te molesta ver una operaci�n quir�rgica. Mientras Sof�a daba algunos pasos para poner su precioso sistema nervioso a cubierto de toda alteraci�n, Teodoro Golf�n sac� su estuche, del estuche unas pinzas, y en un santiam�n extrajo la espina. [127] -�Bien por la mujer valiente! -dijo, observando la serenidad de la Nela-. Ahora vendemos el pie. Con su pa�uelo vend� el pie herido. Marianela trat� de andar. Carlos le daba la mano. -No, no; ven ac� -dijo Teodoro, tomando a Marianela por los brazos. Con r�pido movimiento levantola en el aire y la sent� sobre su hombro derecho. -Si no est�s segura, ag�rrate a mis cabellos; son fuertes. Ahora, lleva t� el palo con el sombrero. -�Qu� facha! -exclam� Sof�a, muerta de risa al verlos venir-. Teodoro con la Nela al hombro, y luego el palo con el sombrero de Gessler... [128]
- X Historia de dos hijos del pueblo -Aqu� tienes, querida Sof�a -dijo Teodoro- un hombre que sirve para todo. Este es el resultado de nuestra educaci�n, �verdad, Carlos? Como no hemos sido criados con mimos; como desde nuestra m�s tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no hab�a nadie inferior a nosotros... Los hombres que se forman solos, como nosotros nos formamos; los que, sin ayuda de nadie, ni m�s amparo que su voluntad y noble ambici�n, han logrado salir triunfantes en la lucha por la existencia... s� �demonio!, estos son los �nicos que saben c�mo se ha de tratar a
un menesteroso. No te cuento diversos hechos de mi vida, ata�ederos a esto del pr�jimo como a ti mismo, por no caer en el feo pecado de la propia alabanza y por temor de causar envidia a tus rifas y a tus bailoteos filantr�picos. Qu�dese esto aqu�. [130] -Cu�ntalos, cu�ntalos otra vez, Teodoro. -No, no... todo eso debe callarse; as� lo manda la modestia. Confieso que no poseo en alto grado esta virtud preciosa; yo no carezco de vanidades, y entre ellas tengo la vanidad de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito Carlos y dormir con �l en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Yo no s� qu� extraordinario rayo de energ�a y de voluntad vibr� dentro de m�. Tuve una inspiraci�n. Comprend� que delante de nuestros pasos se abr�an dos sendas: la del presidio, la de la gloria. Cargu� en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy cargo a la Nela, y dije: �Padre nuestro que est�s en los cielos, s�lvanos�... Ello es que nos salvamos. Yo aprend� a leer y ense�� a leer a mi hermano. Yo serv� a diversos amos, que me daban de comer y me permit�an ir a la escuela. Yo guardaba mis propinas; yo compr� una hucha... Yo reun� para comprar libros... Yo no s� c�mo entr� en los Escolapios; pero ello es que entr�, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de ultramarinos... -�Qu� cosas tienes! -exclam� Sof�a muy desazonada, porque no gustaba de o�r aquel [131] tema-. Y yo me pregunto: �a qu� viene el recordar tales ni�er�as? Adem�s, t� las exageras mucho. -No exagero nada -dijo Teodoro, con br�o-. Se�ora, oiga usted y calle... Voy a poner c�tedra de esto... O�ganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los ni�os perdidos... Yo entr� en los Escolapios como Dios quiso; yo aprend� como Dios quiso... Un bendito padre diome buenos consejos y me ayud� con sus limosnas... Sent� afici�n a la medicina... �C�mo estudiarla sin dejar de trabajar para comer? �Problema terrible!... Querido Carlos, �te acuerdas de cuando entramos los dos a pedir trabajo en una barber�a de la antigua calle de Cofreros?... Nunca hab�amos cogido una navaja en la mano; pero era preciso ganarse el pan afeitando... Al principio ayud�bamos... �te acuerdas, Carlos?... Despu�s empu�amos aquellos nobles instrumentos... La flebotom�a fue nuestra salvaci�n. Yo empec� a estudiar la anatom�a. �Ciencia admirable, divina! Tanto era el trabajo escol�stico, que tuve que abandonar la barber�a de aquel famoso maestro Cayetano... El d�a en que me desped�, �l lloraba... Diome dos duros y su
mujer me obsequi� con unos pantalones viejos de su esposo... Entr� a servir de ayuda de c�mara. [132] Dios me proteg�a d�ndome siempre buenos amos. Mi afici�n al estudio interes� a aquellos benditos se�ores, que me dejaban libre todo el tiempo que pod�an. Yo velaba estudiando. Yo estudiaba durmiendo. Yo deliraba, y limpiando la ropa repasaba en la memoria las piezas del esqueleto humano... Me acuerdo que el cepillar la ropa de mi amo me serv�a para estudiar la miolog�a... Limpiando una manga, dec�a: �m�sculo deltoides, b�ceps, gran supinador, cubital�, y en los pantalones: �m�sculos gl�teos, psoas, gemelos, tibial, etc...� En aquella casa d�banme sobras de comida, que yo llevaba a mi hermano, habitante en casa de unos dignos ropavejeros. �Te acuerdas, Carlos? -Me acuerdo -dijo Carlos con emoci�n-. Y gracias que encontr� quien me diera casa por un peque�o servicio de llevar cuentas. Luego tuve la dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que me ense�� las matem�ticas elementales. -Bueno: no hay gui�apo que no saquen ustedes hoy a la calle -observ� Sof�a. -Mi hermano me ped�a pan -a�adi� Teodoro- y yo le respond�a: ��Pan has dicho?, toma matem�ticas...� Un d�a mi amo me dio entradas para el teatro de la Cruz; llev� a mi hermano y nos divertimos mucho; pero Carlos [133] cogi� una pulmon�a... �Obst�culo terrible, inmenso! Esto era recibir un balazo al principio de la acci�n... Pero no, �qui�n desmaya?, adelante... a curarle se ha dicho. Un profesor de la Facultad, que me hab�a tomado gran cari�o, se prest� a curarle. -Fue milagro de Dios que me salvara en aquel cuchitril inmundo, almac�n de trapo viejo, de hierro viejo y de cuero viejo. -Dios estaba con nosotros... bien claro se ve�a... Hab�ase puesto de nuestra parte... �Oh, bien sab�a yo a qui�n me arrimaba! -prosigui� Teodoro, con aquella elocuencia nerviosa, r�pida, ardiente, que era tan suya como las melenas negras y la cabeza de le�n-. Para que mi hermano tuviera medicinas fue preciso que yo me quedara sin ropa. No pueden andar juntas la farmacopea y la indumentaria. Receta tras receta, el enfermo consumi� mi capa, despu�s mi levita... mis calzones se convirtieron en p�ldoras... Pero mis amos no me abandonaban... volv� a tener ropa y mi hermano sali� a la calle. El m�dico me dijo: �que vaya a convalecer al campo...� Yo medit�... �Campo dijiste? Que vaya a la escuela de Minas. Mi hermano era gran matem�tico. Yo le ense�� la qu�mica... pronto se aficion� a los pedruscos, y antes de entrar en la escuela, ya [134] sal�a al campo de San Isidro a recoger guijarros... Yo segu�a adelante en mi navegaci�n por entre olas y huracanes... Cada d�a era m�s m�dico. Un famoso operador me tom� por ayudante; dej� de ser criado... Empec� a servir a la ciencia... mi amo cay�
enfermo; asistile como una hermana de la Caridad... Muri�, dej�ndome un legado... �cosa graciosa! Consist�a en un bast�n, una m�quina para hacer cigarrillos, un cuerno de caza y cuatro mil reales en dinero. �Una fortuna!... Mi hermano tuvo libros, yo ropa, y cuando me vest� de gente, empec� a tener enfermos. Parece que la humanidad perd�a la salud s�lo por darme trabajo... �Adelante, siempre adelante!... Pasaron a�os, a�os... al fin vi desde lejos el puerto de refugio despu�s de grandes tormentas... Mi hermano y yo bog�bamos sin gran trabajo... ya no est�bamos tristes... Dios sonre�a dentro de nosotros. �Bien por los Golfines!... Dios les hab�a dado la mano. Yo empec� a estudiar los ojos y en poco tiempo domin� la catarata; pero yo quer�a m�s... Gan� alg�n dinero; pero mi hermano consum�a bastante... Al fin Carlos sali� de la escuela... �Vivan los hombres valientes!... Despu�s de dejarle colocado en Riotinto, con un buen sueldo, me march� a Am�rica. Yo hab�a sido una especie de Col�n, el [135] Col�n del trabajo; y una especie de Hern�n Cort�s; yo hab�a descubierto en m� un Nuevo Mundo, y despu�s de descubrirlo, lo hab�a conquistado. -Al�bate, pandero -dijo Sof�a riendo. -Si hay h�roes en el mundo, t� eres uno de ellos -afirm� Carlos, demostrando gran admiraci�n por su hermano. -Prep�rese usted ahora, se�or semi-Dios -dijo Sof�a- a coronar todas sus haza�as haciendo un milagro, que milagro ser� dar la vista a un ciego de nacimiento... Mira, all� sale D. Francisco a recibirnos. Avanzando por lo alto del cerro que limita las minas del lado de Poniente, hab�an llegado a Aldeacorba y a la casa del se�or de Pen�guilas, que ech�ndose el chaquet�n a toda prisa, sali� al encuentro de sus amigos. Ca�a la tarde.
- XI El patriarca de Aldeacorba -Ya la est�n orde�ando -dijo antes de saludarles-. Supongo que todos tomar�n leche. �C�mo va ese valor, do�a Sof�a?... �Y usted, D. Teodoro?... �Buena carga se ha echado a cuestas! �Qu� tiene Mar�a Canela?... una patita mala. �De cu�ndo ac� gastamos esos mimos? Entraron todos en el patio de la casa. O�anse los graves mugidos de las vacas que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato aroma
campesino del heno que los mozos sub�an al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el �nimo. El m�dico sent� a la Nela en un banco de piedra en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, no se atrev�a a hacer movimiento alguno y miraba a su bienhechor con asombro. -�En d�nde est� Pablo? -pregunt� el ingeniero. [138] -Acaba de bajar a la huerta -replic� el se�or de Pen�guilas, ofreciendo una r�stica silla a Sof�a-. Mira, Nela, ve y acomp��ale. -No, no quiero que ande todav�a -objet� Teodoro, deteni�ndola-. Adem�s va a tomar leche con nosotros. -�No quiere usted ver a mi hijo esta tarde? -pregunt� el se�or de Pen�guilas. -Con el examen de ayer me basta -replic� Golf�n-. Puede hacerse la operaci�n. -�Con �xito? -�Ah! �Con �xito!... eso no se puede decir. �Cu�n gran placer ser�a para m� dar la vista a quien tanto la merece! Su hijo de usted posee una inteligencia de primer orden, una fantas�a superior, una bondad exquisita. Su absoluto desconocimiento del mundo visible hace resaltar m�s aquellas grandiosas cualidades... se nos presentan solas, admirablemente sencillas, con todo el candor y el encanto de las grandes creaciones de la Naturaleza, donde no ha entrado el arte de los hombres. En �l todo es idealismo, un idealismo grandioso, enormemente bello. Es como un yacimiento colosal, como el m�rmol en las canteras... No conoce la realidad... vive la vida interior, la vida de ilusi�n pura... �Oh! �Si pudi�ramos darle vista!... A veces me digo: �si al darle [139] la vista le convertiremos de �ngel en hombre...� Problema y duda tenemos aqu�... Pero hag�mosle hombre; ese es el deber de la ciencia; traig�mosle del mundo de las ilusiones a la esfera de la realidad, y entonces, dado su poderoso pensar, ser� verdaderamente inteligente y discreto; entonces sus ideas ser�n exactas y tendr� el don precioso de apreciar en su verdadero valor todas las cosas. Sacaron los vasos de leche blanca, espumosa, tibia, rebosando de los bordes con hirviente oleada. Ofreci� Pen�guilas el primero a Sof�a, y los caballeros se apoderaron de los otros dos. Teodoro Golf�n dio el suyo a la Nela, que abrumada de verg�enza se negaba a tomarlo. -Vamos, mujer -dijo Sof�a- no seas mal criada: toma lo que te dan. -Otro vaso para el Sr. D. Teodoro -dijo D. Francisco al criado. Oyose enseguida el rumorcillo de los menudos chorros que sal�an de la estrujada ubre.
-Y tendr� la apreciaci�n justa de todas las cosas -dijo D. Francisco, repitiendo esta frase del doctor, la cual hab�a hecho no poca impresi�n en su esp�ritu-. Ha dicho usted, se�or D. Teodoro, una cosa admirable. Y ya que de esto hablamos, quiero confiarle las inquietudes que hace d�as tengo. Sentareme tambi�n. [140] Acomodose D. Francisco en un banco que a la mano ten�a. Teodoro, Carlos y Sof�a se hab�an sentado en sillas tra�das de la casa, y la Nela continuaba en el banco de piedra. La leche que acababa de tomar le hab�a dejado un bigotillo blanco en su labio superior. -Pues dec�a, Sr. D. Teodoro, que hace d�as me tiene inquieto el estado de exaltaci�n en que se halla mi hijo: yo lo atribuyo a la esperanza que le hemos dado... Pero hay m�s, hay m�s. Ya sabe usted que acostumbro leerle diversos libros. Creo que ha enardecido demasiado su pensamiento con mis lecturas, y que se ha desarrollado en �l una cantidad de ideas superior a la capacidad del cerebro de un hombre que no ve. No s� si me explico bien. -Perfectamente. -Sus cavilaciones no acaban nunca. Yo me asombro de o�rle y del meollo y agudeza de sus discursos. Creo que su sabidur�a est� llena de mil errores por la falta de m�todo y por el desconocimiento del mundo visible. -No puede ser de otra manera. -Pero lo m�s raro es que, arrastrado por su imaginaci�n potente, la cual es como un H�rcules atado con cadenas dentro de un calabozo y que forcejea por romper hierros y muros... [141] -Muy bien, muy bien dicho. -Su imaginaci�n, digo, no puede contenerse en la oscuridad de sus sentidos, y viene a este nuestro mundo de luz y quiere suplir con sus atrevidas creaciones la falta de sentido de la vista. Pablo posee un esp�ritu de indagaci�n asombroso; pero este esp�ritu de investigaci�n es un valiente p�jaro con las alas rotas. Hace d�as que est� delirante, no duerme, y su af�n de saber raya en locura. Quiere que a todas horas le lea libros nuevos, y a cada pausa hace las observaciones m�s agudas con una mezcla de candor que me hace re�r. Afirma y sostiene grandes absurdos, y vaya usted a contradecirle... Temo mucho que se me vuelva mani�tico; que se desquicie su cerebro... �Si viera usted cu�n triste y caviloso se me pone a veces!... Y coge un tema, y dale que le dar�s, no lo suelta en una semana. Hace d�as que no sale de un tema tan gracioso como original. Ha dado en sostener que la Nela es bonita. Oy�ronse risas, y la Nela se qued� como p�rpura.
-�Que la Nela es bonita! -exclam� Teodoro cari�osamente-. Pues s� que lo es. -Ya lo creo, y ahora que tiene su bigote blanco -dijo Sof�a. -Pues s� que es guapa -repiti� Teodoro, tom�ndole [142] la cara-. Sof�a, dame tu pa�uelo... Vamos, fuera ese bigote. Teodoro devolvi� a Sof�a su pa�uelo despu�s de afeitar a la Nela. D�jole a esta D. Francisco que fuese a acompa�ar al ciego, y cojeando entr� en la casa. -Y cuando le contradigo -a�adi� el se�or de Aldeacorba- mi hijo me contesta que el don de la vista quiz�s altere en m� �qu� disparate m�s gracioso!, la verdad de las cosas. -No le contradiga usted y suspenda por ahora absolutamente las lecturas. Durante algunos d�as ha de adoptar un r�gimen de tranquilidad absoluta. Hay que tratar al cerebro con grandes miramientos antes de emprender una operaci�n de esta clase. -Si Dios quiere que mi hijo vea -dijo el se�or de Pen�guilas con fervor- le tendr� a usted por el m�s grande, por el m�s ben�fico de los hombres. La oscuridad de sus ojos es la oscuridad de mi vida: esa sombra negra ha hecho tristes mis d�as, entenebreci�ndome el bienestar material que poseo. Soy rico: �de qu� me sirven mis riquezas? Nada de lo que �l no pueda ver es agradable para m�. Hace un mes he recibido la noticia de haber heredado una gran fortuna... ya sabe usted, Sr. D. Carlos, que mi primo Faustino ha muerto en Matamoros. [143] No tiene hijos; le heredamos mi hermano Manuel y yo... Esto es echar margaritas a puercos, y no lo digo por mi hermano, que tiene una hija preciosa ya casadera; d�golo por este miserable que no puede hacer disfrutar a su �nico hijo las delicias honradas de una buena posici�n. Sigui� a estas palabras un largo silencio, s�lo interrumpido por el cari�oso mugido de las vacas en el cercano establo. -Para �l -a�adi� el patriarca de Aldeacorba con profunda tristeza- no existe el goce del trabajo, que es el primero de todos los goces. No conociendo las bellezas de la Naturaleza, �qu� significan para �l la amenidad del campo ni las delicias de la agricultura? Yo no s� c�mo Dios ha podido privar a un ser humano de admirar una res gorda, un �rbol cuajado de peras, un prado verde, y de ver apilados los frutos de la tierra y de repartir su jornal a los trabajadores y de leer en el cielo el tiempo que ha de venir. Para �l no existe m�s vida que una cavilaci�n febril. Su vida solitaria ni aun tendr� el consuelo de la familia, porque cuando yo me muera �qu� familia tendr� el pobre ciego? Ni �l querr� casarse, ni habr� mujer de punto que con �l se despose, a pesar de sus riquezas, ni yo le aconsejar� tampoco [144]
que tome estado. As� es que cuando el se�or D. Teodoro me ha dado esperanza... he visto el cielo abierto; he visto una especie de Para�so en la tierra... he visto un joven y alegre y sencillo matrimonio; he visto �ngeles, nietecillos alrededor de m�; he visto mi sepultura embellecida con las flores de la infancia, con las tiernas caricias que aun despu�s de mi �ltima hora subsistir�n acompa��ndome debajo de la tierra... Ustedes no comprenden esto; no saben que mi hermano Manuel, que es m�s bueno que el buen pan, luego que ha tenido noticia de mis esperanzas, ha empezado a hacer c�lculos y m�s c�lculos... Vean ustedes lo que me dice... (Sac� varias cartas que revolvi� breve rato sin dar con la que buscaba)... En resumidas cuentas, �l est� loco de contento, y me ha dicho: �Casar� a mi Florentina con tu Pablito, y aqu� tienes colocado a inter�s compuesto el medio mill�n de pesos del primo Faustino...� Me parece que veo a Manolo frot�ndose las manos y dando zancajos como es su costumbre cuando tiene una idea feliz. Les espero a �l y a su hija de un momento a otro: vienen a pasar conmigo el 4 de octubre y a ver en qu� para esta tentativa de dar luz a mi hijo... Iba avanzando mansamente la noche y los [145] cuatro personajes rode�banse de una sombra apacible. La casa empezaba a humear, anunciando la grata cena de aldea. El patriarca, que parec�a la expresi�n humana de aquella tranquilidad melanc�lica, volvi� a tomar la palabra, diciendo: -La felicidad de mi hermano y la m�a dependen de que yo tenga un hijo que ofrecer por esposo a Florentina, que es tan guapa como la Madre de Dios, como la Virgen Mar�a Inmaculada seg�n la pintan cuando viene el �ngel a decirle: �el Se�or es contigo...� Mi ciego no servir� para el caso... pero mi hijo Pablo con vista ser� la realidad de todos mis sue�os y la bendici�n de Dios entrando en mi casa. Callaron todos, hondamente impresionados por la relaci�n tan pat�tica como sencilla del bondadoso padre. Este llev� a sus ojos la mano basta y ruda, endurecida por el arado, y se limpi� una l�grima: -�Qu� dices t� a eso, Teodoro? -pregunt� Carlos a su hermano. -No digo m�s sino que he examinado a conciencia este caso, y que no encuentro motivos suficientes para decir: �no tiene cura�, como han dicho los m�dicos famosos a quienes ha consultado nuestro amigo. Yo no aseguro la [146] curaci�n; pero no la creo imposible. El examen cat�ptrico que hice ayer no me indica lesi�n retiniana ni alteraci�n de los nervios de la visi�n. Si la retina est� bien, todo se reduce a quitar de en medio un tabique importuno... El cristalino, volvi�ndose opaco y a veces duro como piedra, es el que nos hace estas
picard�as. Si todos los �rganos desempe�aran su papel como les est� mandado... Pero all�, en esa rep�blica del ojo, hay muchos holgazanes que se atrofian... -De modo que todo queda reducido a una simple catarata cong�nita -dijo el patriarca con af�n. -�Oh, no, se�or; si fuera eso s�lo, ser�amos felices! Bastaba decretar la cesant�a de ese funcionario que tan mal cumple su obligaci�n... Le mandan que d� paso a la luz, y en vez de hacerlo, se congestiona, se altera, se endurece, se vuelve opaco como una pared. Hay algo m�s, Sr. D. Francisco. El iris tiene fisura. La pupila necesita que pongamos la mano en ella. Pero de todo eso me r�o yo, si cuando tome posesi�n de ese ojo por tanto tiempo dormido, entro en �l y encuentro la coroides y la retina en buen estado. Si por el contrario despu�s que aparte el cristalino, entro con la luz en mi nuevo palacio reci�n conquistado, y [147] me encuentro con una amaurosis total... Si fuera incompleta, habr�amos ganado mucho; pero si es general... Contra la muerte del aparato nervioso de la visi�n no podemos nada. Nos est� prohibido meternos en las honduras de la vida... �Qu� hemos de hacer? Paciencia. El caso presente ha llamado extraordinariamente mi atenci�n: hay s�ntomas de que los aposentos interiores no est�n mal. Su Majestad la retina se halla quiz�s dispuesta a recibir los rayos lum�nicos que se le quieran presentar. Su Alteza el humor v�treo probablemente no tendr� novedad. Si la largu�sima falta de ejercicio en sus funciones le ha producido algo de glaucoma... una especie de tristeza... ya trataremos de arreglarle. Todo estar� muy bien all� en la c�mara regia... Pero pienso otra cosa. La fisura y la catarata permiten com�nmente que entre un poco de claridad, y nuestro ciego no percibe claridad alguna. Esto me ha hecho cavilar... Verdad es que las capas corticales est�n muy opacas... los obst�culos que halla la luz son muy fuertes... All� veremos, D. Francisco. �Tiene usted valor? -�Valor? �Que si tengo valor! -exclam� don Francisco con cierto �nfasis. -Se necesita mucho valor para afrontar el caso siguiente... [148] -�Cu�l? -Que su hijo de usted sufra una operaci�n dolorosa, y despu�s se quede tan ciego como antes... Yo dije a usted: �La imposibilidad no est� demostrada, �hago la operaci�n?� -Y yo respond�, y ahora respondo: �H�gase la operaci�n, y c�mplase la voluntad de Dios. Adelante.� -�Adelante! Ha pronunciado usted mi palabra.
Levantose D. Francisco y estrech� entre sus dos manos la de Teodoro, tan parecida a la zarpa de un le�n. -En este clima la operaci�n puede hacerse en los primeros d�as de Octubre dijo Golf�n-. Ma�ana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse el paciente... Y nos vamos, que se siente fresco en estas alturas. Pen�guilas ofreci� a sus amigos casa y cena, mas no quisieron estos aceptar. Salieron todos, juntamente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar consigo, y tambi�n sali� D. Francisco para hacerles compa��a hasta el establecimiento. Convidados del silencio y belleza de la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables; unas relativas al rendimiento de las minas, otras a las cosechas del pa�s. Cuando los [149] Golfines entraron en su casa, volviose a la suya don Francisco solo y triste, andando despacio y con la vista fija en el suelo. Pensaba en los terribles d�as de ansiedad y de esperanza, de sobresalto y dudas que iban a venir. Por el camino encontr� a Choto y ambos subieron lentamente la escalera de palo. La luna alumbraba bastante, y la sombra del patriarca sub�a delante de �l quebr�ndose en los pelda�os y haciendo como unos dobleces que saltaban de escal�n en escal�n. El perro iba a su lado. No teniendo D. Francisco otro ser a quien fiar los pensamientos que abrumaban su cerebro, dijo as�: -Choto, �qu� suceder�? - XII El doctor Celip�n El se�or Centeno, despu�s de recrear su esp�ritu en las borrosas columnas del Diario, y la Se�ana, despu�s de gustar el m�s embriagador deleite sopesando lo contenido en el calcet�n, se acostaron. Hab�an marchado tambi�n los hijos a reposar sobre sus respectivos colchones. Oyose en la sala una retah�la que parec�a oraci�n o romance de ciego; oy�ronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el perezoso dedo... La familia de piedra dorm�a. Cuando la casa fue el mismo Limbo, oyose en la cocina rumorcillo como de alima�as que salen de sus agujeros para buscarse la vida. Las cestas se abrieron y Celip�n oy� estas palabras: -Celip�n, esta noche s� que te traigo un buen regalo; mira. Celip�n no pod�a distinguir nada; pero alargando [152] su mano tom� de la de Mar�a dos duros como dos soles, de cuya autenticidad se cercior� por el tacto, ya que por la vista dif�cilmente pod�a hacerlo, qued�ndose pasmado y mudo. -Me los dio D. Teodoro -a�adi� la Nela- para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y as� pronto juntar�s aquello.
-�C�rcholis!, �que eres m�s buena que Mar�a Sant�sima!... Ya poco me falta, Nela, y en cuanto apande media docena de reales... ya ver�n qui�n es Celip�n. -Mira, hijito, el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era ni�o, y despu�s... -�C�rcholis! �Qui�n lo hab�a de decir!... D. Teodoro... �Y ahora tiene m�s dinero!... Dicen que lo que tiene no lo cargan seis mulas. -Y dorm�a en las calles y serv�a de criado y no ten�a calzones... en fin, que era m�s pobre que las ratas. Su hermano D. Carlos viv�a en una casa de trapo viejo. -�Jes�s! �C�rcholis! Y qu� cosas se ven por esas tierras... Yo tambi�n me buscar� una casa de trapo viejo. -Y despu�s tuvo que ser barbero para ganarse la vida y poder estudiar. [153] -Mi� t�... yo tengo pensado irme derecho a una barber�a... Yo me pinto solo para rapar... �Pues soy yo poco listo en gracia de Dios! Desde que yo llegue a Madrid, por un lado rapando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la ciencia. Mi� t�, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para m�dico... S�, m�dico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo. -D. Teodoro -dijo la Nela- ten�a menos que t�, porque t� vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. Aqu� de los hombres guapos. Don Teodoro y D. Carlos eran como los p�jaros que andan solos por el mundo. Ellos con su buen gobierno se volvieron sabios. D. Teodoro le�a en los muertos y D. Carlos le�a en las piedras, y as� los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. Por eso es D. Teodoro tan amigo de los pobres. Celip�n, si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al hombro... Despu�s me dio un vaso de leche y me echaba unas miradas (11) como las que se echan a las se�oras. -Todos los hombres listos somos de ese modo -observ� Celip�n con petulancia. Ver�s t� qu� fino y gal�n voy a ser yo cuando [154] me ponga mi levita y mi sombrero de una tercia de alto. Y tambi�n me calzar� las manos con eso que llaman guantes, que no pienso quitarme nunca como no sea sino para tomar el pulso... Tendr� un bast�n con una porra dorada y me vestir�... eso s�, en mis carnes no se pone sino pa�o fino... �C�rcholis! Te vas a re�r cuando me veas. -No pienses todav�a en esas cosas de remontarte mucho, que eres m�s pelado que un huevo -le dijo ella-. Vete poquito a poquito; hoy me aprendo esto, ma�ana lo otro. Yo te aconsejo que antes de aprender eso de curar a los enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre pidi�ndole perd�n y
dici�ndole que te has ido de tu casa para afinarte, hacerte como D. Teodoro y ser un m�dico muy cabal. -Calla, mujer... �Pues qu� cre�as que la escritura no es lo primero?... Deja t� que yo coja una pluma en la mano y ver�s qu� rasgueos de letras y qu� perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Pen�guilas... �Escribir!, a m� con esas... a los cuatro d�as ver�s qu� cartas pongo... Ya las oir�s leer y ver�s qu� conc�itos los m�os y qu� modo aquel de echar ret�licas que os dejen bobos a todos. �C�rcholis! Nela, t� no sabes [155] que yo tengo mucho talento. Lo siento aqu� dentro de mi cabeza, haci�ndome burumbum, burumbum, como el agua de la caldera de vapor... Como que no me deja dormir, y pienso que es que todas las ciencias se me entran aqu�, y andan dentro volando a tientas como los murci�lagos y dici�ndome que las estudie. Todas, todas las ciencias las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar... Ver�s t�... -Pues debe de haber muchas. Pablo Pen�guilas que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola. -R�ete t� de eso... Ya me ver�s a m�... -Y la m�s bonita de todas es la de D. Carlos... Porque mira t� que eso de coger una piedra y hacer con ella lat�n. Otros dicen que hacen plata y tambi�n oro. Apl�cate a eso, Celipillo. -Deseng��ate, no hay saber como ese de cogerle a uno la mu�eca y mirarle la lengua, y decir al momento en qu� hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el cual ve como si fuera ojo nacido... Mi� t� que eso de ver un hombre que se est� muriendo, y con mandarle tomar, [156] pongo el caso, media docena de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella que se llame Juana, dejarle bueno y sano, es mucho aquel... Ya ver�s, ya ver�s c�mo se porta D. Celip�n el de Socartes. Te digo que se ha de hablar de m� hasta en la Habana. -Bien, bien -dijo la Nela con alegr�a-: pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren ense�arte es porque ellos no tienen talento, y pues t� lo tienes, p�dele por ellos a la Sant�sima Virgen y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a ganar. -Eso s� lo har�. Mi� t�, aunque me voy de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y ya ver�s como dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estaci�n cargado que se revienta con unos grandes paquetes; y �qu� ser�? Pues refajos
para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande tambi�n un par de pendientes. -Muy pronto regalas -dijo la Nela sofocando la risa-. �Pendientes para m�!... -Pero ahora se me est� ocurriendo una cosa. �Quieres que te la diga? Pues es que t� deb�as venir conmigo, y siendo dos, nos ayudar�amos [157] a ganar y a aprender. T� tambi�n tienes talento, que eso del pesquis a m� no se me escapa, y bien pod�as llegar a ser se�ora, como yo caballero. �Qu� me hab�a de re�r si te viera tocando el piano como do�a Sof�a! -�Qu� bobo eres! Yo no sirvo para nada. Si fuera contigo ser�a un estorbo para ti. -Ahora dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando �l tenga vista nada tienes t� que hacer en Socartes. �Qu� te parece mi idea?... �No respondes? Pas� alg�n tiempo sin que la Nela contestara nada. Pregunt� de nuevo Celip�n, sin obtener respuesta. -Du�rmete, Celip�n -dijo al fin la de las cestas-. Yo tengo mucho sue�o. -Como mi talento me deje dormir, a la buena de Dios. Un minuto despu�s se ve�a a s� mismo en figura semejante a la de D. Teodoro Golf�n, poniendo ojos nuevos en �rbitas viejas, claveteando piernas rotas y arrancando criaturas a la muerte, mediante copiosas tomas de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella. Viose cubierto de riqu�simos pa�os, con las manos aprisionadas en guantes olorosos y arrastrado en coche, del [158] cual tiraban cisnes, que no caballos, y llamado por reyes o solicitado de reinas, por honestas damas requerido, alabado de magnates y llevado en triunfo por los pueblos todos de la tierra. [159]
- XIII Entre dos cestas La Nela cerr� sus conchas para estar m�s sola. Sig�mosla; penetremos en su pensamiento. Pero antes conviene hacer algo de historia. Habiendo carecido absolutamente de instrucci�n en su edad primera; habiendo carecido tambi�n de las sugestiones cari�osas que enderezan el esp�ritu de un modo seguro al conocimiento de ciertas verdades, hab�ase formado Marianela en su imaginaci�n poderosa un orden de ideas muy singular, una teogon�a extravagante y un modo rar�simo de apreciar las causas y los efectos de las
cosas. La idea de Teodoro Golf�n era exacta al comparar el esp�ritu de Nela con los pueblos primitivos. Como en �stos, dominaba en ella el sentimiento y la fascinaci�n de lo maravilloso; cre�a en poderes sobrenaturales, distintos del �nico y grandioso Dios, y ve�a en los objetos de la Naturaleza [160] personalidades vagas que no carec�an de modos de comunicaci�n con los hombres. A pesar de esto, la Nela no ignoraba completamente el Evangelio. Jam�s le fue bien ense�ado; pero hab�a o�do hablar de �l. Ve�a que la gente iba a una ceremonia que llamaban misa, ten�a idea de un sacrificio sublime; mas sus nociones no pasaban de aqu�. Hab�ase acostumbrado a respetar, en virtud de un sentimentalismo contagioso, al Dios crucificado; sab�a que aquello deb�a besarse; sab�a adem�s algunas oraciones aprendidas de rutina; sab�a que todo aquello que no se pose�a deb�a pedirse a Dios; pero nada m�s. El horrible abandono en que hab�a estado su inteligencia hasta el tiempo de su amistad con el se�orito de Pen�guilas era causa de esto. Y la amistad con aquel ser extraordinario, que desde su oscuridad exploraba con el valiente ojo de su pensamiento infatigable los problemas de la vida, hab�a llegado tarde. En el esp�ritu de la Nela estaba ya petrificado lo que podremos llamar su filosof�a, hechura de ella misma, un no s� qu� de paganismo y de sentimentalismo, mezclados y confundidos. Debemos a�adir que Mar�a, a pesar de vivir tan fuera del elemento com�n en que todos vivimos, mostraba casi siempre buen sentido y sab�a apreciar sesudamente [161] las cosas de la vida, como se ha visto en los consejos que daba a Celip�n. La grand�sima val�a de su alma explica esto. La m�s notable tendencia de su esp�ritu era la que la impulsaba con secreta pasi�n a amar la hermosura f�sica, donde quiera que se encontrase. No hay nada m�s natural, trat�ndose de un ser criado en soledad profunda bajo el punto de vista de la sociedad y de la ciencia, y en comunicaci�n abierta y constante, en trato familiar, dig�moslo as�, con la Naturaleza, poblada de bellezas imponentes o graciosas, llena de luz y colores, de murmullos elocuentes y de formas diversas. Pero Marianela hab�a mezclado con su admiraci�n el culto, y siguiendo una ley, propia tambi�n del estado primitivo, hab�a personificado todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma humana. Esta belleza era la Virgen Mar�a, adquisici�n hecha por ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente pose�a. La Virgen Mar�a no habr�a sido para ella el ideal m�s querido, si a sus perfecciones morales no reuniera todas las hermosuras, guapezas y donaires del orden f�sico, si no tuviera una cara noblemente hechicera y seductora, un semblante humano y divino al mismo tiempo, que a ella le parec�a resumen y cifra
de [162] toda la luz del mundo, de toda la melancol�a y paz sabrosa de la noche, de la m�sica de los arroyos, de la gracia y elegancia de todas las flores, de la frescura del roc�o, de los suaves quejidos del viento, de la inmaculada nieve de las monta�as, del cari�oso mirar de las estrellas y de la pomposa majestad de las nubes cuando gravemente discurren por la inmensidad del cielo. La persona de Dios represent�basele terrible y ce�uda, m�s propia para infundir respeto que cari�o. Todo lo bueno ven�a de la Virgen Mar�a, y a la Virgen deb�a pedirse todo lo que han menester las criaturas. Dios re��a y ella sonre�a. Dios castigaba y ella perdonaba. No es esta �ltima idea tan rara para que llame la atenci�n. Casi rige en absoluto a las clases menesterosas y rurales de nuestro pa�s. Tambi�n es com�n en �stas, cuando se junta un gran abandono a una gran fantas�a, la fusi�n que hac�a la Nela entre las bellezas de la Naturaleza y aquella figura encantadora que resume en s� casi todos los elementos est�ticos de la idea cristiana. Si a la soledad en que viv�a la Nela hubieran llegado menos nociones cristianas de las que llegaron; si su apartamiento del foco de ideas hubiera sido absoluto, su paganismo habr�a sido entonces [163] completo habr�a adorado la Luna, los bosques, el fuego, los arroyos, el sol. Esta era la Nela que se cri� en Socartes, y as� lleg� a los quince a�os. Desde esta fecha su amistad con Pablo y sus frecuentes coloquios con quien pose�a tantas y tan buenas nociones, modificaron algo su modo de pensar; pero la base de sus ideas no sufri� alteraci�n. Continuaba dando a la hermosura f�sica cierta soberan�a augusta; segu�a llena de supersticiones y adorando en la Sant�sima Virgen como un compendio de todas las bellezas naturales; haciendo de esta persona la ley moral, y rematando su sistema con las m�s extra�as ideas respecto a la muerte y la vida futura. Encerr�ndose en sus conchas, Marianela habl� as�: -Madre de Dios y m�a, �por qu� no me hiciste hermosa? �Por qu� cuando mi madre me tuvo no me miraste desde arriba?... Mientras m�s me miro m�s fea me encuentro. �Para qu� estoy yo en el mundo?, �para qu� sirvo?, �a qui�n puedo interesar?, a uno solo, Se�ora y madre m�a, a uno solo que me quiere porque no me ve. �Qu� ser� de m� cuando me vea y deje de quererme?... porque �c�mo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta [164] figurilla de p�jaro, esta tez pecosa, esta boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona m�a que no sirve sino para que todo el mundo le d� con el pie. �Qui�n es la Nela? Nadie. La Nela s�lo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los
vuelve a m� y me ve, caigo muerta... �l es el �nico para quien la Nela no es menos que los gatos y los perros. Me quiere como quieren los novios a sus novias, como Dios manda que se quieran las personas... Se�ora madre m�a, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a m� o m�tame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no soy nada ni nadie m�s que para uno solo... �Siento yo que recobre la vista? No, eso no, eso no. Yo quiero que vea. Dar� mis ojos porque �l vea con los suyos; dar� mi vida toda. Yo quiero que D. Teodoro haga el milagro que dicen. �Benditos sean los hombres sabios! Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, �Madre m�a!, me enterrar� viva; me arrojar� al r�o... S�, s�; que se trague la tierra mi fealdad. Yo no deb�a haber nacido... Y luego, dando una vuelta en la cesta, prosegu�a: -Mi coraz�n es todo para �l. Este cieguito que ha tenido el antojo de quererme mucho, [165] es para m� lo primero del mundo despu�s de la Virgen Mar�a. �Oh! �Si yo fuese grande y hermosa; si tuviera el talle, la cara y el tama�o... sobre todo el tama�o de otras mujeres; si yo pudiese llegar a ser se�ora y componerme!... �Ay!, entonces mi mayor delicia ser�a que sus ojos se recrearan en m�... Si yo fuera como las dem�s, siquiera como Mariuca... �qu� pronto buscar�a el modo de instruirme, de afinarme, de ser una se�ora!... �Oh! �Madre y reina m�a, lo �nico que tengo me lo vas a quitar!... �Para qu� permitiste que le quisiera yo y que �l me quisiera a m�? Esto no debi� ser as�: Y derramando l�grimas y cruzando los brazos, a�adi� medio vencida por el sue�o: -�Ay! �Cu�nto te quiero, ni�o de mi alma! Qui�reme mucho, a la Nela, a la pobre Nela que no es nada... Qui�reme mucho... D�jame darte un beso en tu precios�sima cabeza... pero no abras los ojos, no me mires... ci�rralos, as�, as�. [167]
- XIV De c�mo la Virgen Mar�a se apareci� a la Nela Los pensamientos que huyen cuando somos vencidos por el sue�o, suelen quedarse en acecho para volver a ocuparnos bruscamente cuando despertamos. As� ocurri� a Mariquilla, que habi�ndose quedado dormida con los pensamientos m�s raros acerca de la Virgen Mar�a, del ciego, y de su propia fealdad, que ella
deseaba ver trocada en pasmosa hermosura, con ellos mismos despert� cuando los gritos de la Se�ana la arrancaron de entre sus cestas. Desde que abri� los ojos, la Nela hizo su oraci�n de costumbre a la Virgen Mar�a; pero aquel d�a la oraci�n fue una retah�la compuesta de la retah�la ordinaria de las oraciones y de algunas piezas de su propia invenci�n, resultando un discurso que si se escribiera habr�a de ser curioso. Entre otras cosas, la Nela dijo: [168] Anoche te me has aparecido en sue�os, Se�ora, y me prometiste que hoy me consolar�as. Estoy despierta y me parece que todav�a te estoy mirando y que tengo delante tu cara, m�s linda que todas las cosas guapas y hermosas que hay en el mundo. Al decir esto, la Nela revolv�a sus ojos con desvar�o en derredor de s�... Observ�ndose a s� misma de la manera vaga que pod�a hacerlo, pens� de este modo: -A m� me pasa algo. -�Qu� tienes, Nela?, �qu� te pasa, chiquilla? -le dijo la Se�ana, notando que la muchacha miraba con at�nitos ojos a un punto fijo del espacio-. �Est�s viendo visiones, marmota? La Nela no respondi� porque estaba su esp�ritu ocupado en platicar consigo mismo, dici�ndose: -�Qu� es lo que yo tengo?... No puede ser maleficio, porque lo que tengo dentro de m� no es la figura fe�sima y negra del demonio malo, sino una cosa celestial, una cara, una sonrisa y un modo de mirar que, o yo estoy tonta, o son de la misma Virgen Mar�a en persona. Se�ora y madre m�a, �ser� verdad que hoy vas a consolarme?... �Y c�mo me vas a consolar? �Qu� te he pedido anoche? -�Eh!... chiquilla -grit� la Se�ana con voz [169] desapacible, como el m�s destemplado sonido que puede o�rse en el mundo-. Ven a lavarte esa cara de perro. La Nela corri�. Hab�a sentido en su esp�ritu un sacudimiento como el que produce la repentina invasi�n de una gran esperanza. Mirose en la tr�mula superficie del agua, y al instante sinti� que su coraz�n se oprim�a. -Nada... -murmur�- tan fe�ta como siempre. La misma figura de ni�a con alma y a�os de mujer. Despu�s de lavarse, sobrecogi�ronla las mismas extra�as sensaciones que hab�a experimentado antes, al modo de congojas placenteras. Marianela, a pesar de su escasa experiencia, tuvo tino para clasificar aquellas sensaciones en el orden de los presentimientos.
-Pablo y yo -pens�- hemos hablado de lo que se siente cuando va a venir una cosa alegre o triste. Pablo me ha dicho tambi�n que poco antes de los temblores de tierra se siente una cosa particular, y las personas sienten una cosa particular... y los animales sienten tambi�n una cosa particular... �Ir� a temblar la tierra? Arrodill�ndose tent� el suelo. -No s�... pero algo va a pasar. Que es una cosa buena no puedo dudarlo... La Virgen me [170] dijo anoche que hoy me consolar�a... �Qu� es lo que tengo?... �Esa Se�ora celestial anda alrededor de m�? No la veo, pero la siento, est� detr�s, est� delante. Pas� por junto a las m�quinas de lavado en direcci�n al plano inclinado y miraba con despavoridos ojos a todas partes. No ve�a m�s que las figuras de barro crudo que se agitaban con gresca infernal en medio del �spero bullicio de las cribas cil�ndricas, pulverizando el agua y humedeciendo el polvo. M�s adelante, cuando se vio sola, se detuvo, y poni�ndose el dedo en la frente y clavando los ojos en el suelo con la vaguedad que imprime a aquel sentido la duda, se hizo esta pregunta: -�Pero yo estoy alegre o estoy triste?� Mir� despu�s al cielo, admir�ndose de hallarlo lo mismo que todos los d�as (y era aqu�l de los m�s hermosos) y aviv� el paso para llegar pronto a Aldeacorba de Suso. En vez de seguir la ca�ada de las minas para subir por la escalera de palo, se apart� de la hondonada por el regato que hay junto al plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar despu�s derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era m�s bonito y por eso lo prefer�a casi siempre. Hab�a callejas pobladas de graciosas y arom�ticas flores, en [171] cuya multitud pastaban reba�os de abejas y mariposas; hab�a grandes zarzales llenos del negro fruto que tanto apetecen los chicos; hab�a grupos de guinderos, en cuyos troncos se columpiaban las madreselvas, y hab�a tambi�n corpulentas encinas, grandes, anchas, redondas, hermosas, oscuras, que parece se recreaban contemplando su propia sombra. La Nela segu�a andando despacio, inquieta de lo que en s� misma pasaba y de la angustia deliciosa que la embargaba. Su imaginaci�n fecunda supo al fin hallar la f�rmula m�s propia para expresar aquella obsesi�n, y recordando haber o�do decir: Fulano o Zutano tiene los demonios en el cuerpo, ella dijo: -�Yo tengo los �ngeles en el cuerpo... Virgen Mar�a, t� est�s hoy conmigo. Esto que siento son las carcajadas de tus �ngeles que juegan dentro de m�. T� no est�s lejos, te veo y no te veo, como cuando vemos con los ojos cerrados�.
La Nela cerraba los ojos y los volv�a a abrir. Habiendo pasado junto a un bosque, dobl� el �ngulo del camino para llegar a un sitio donde se extend�a un gran bardo de zarzas, las m�s frondosas, las m�s bonitas y crecidas de todo aquel pa�s. Tambi�n se ve�an lozanos helechos, madreselvas, parras v�rgenes y otras [172] plantas de arrimo, que se sosten�an unas a otras por no haber all� grandes troncos. La Nela sinti� que las ramas se agitaban a su derecha; mir�... �Cielos divinos! All� estaba dentro de un marco de verdura la Virgen Mar�a Inmaculada, con su propia cara, sus propios ojos, que al mirar pon�an en s� mismos toda la hermosura del cielo. La Nela se qued� muda, petrificada, y con una sensaci�n que era al mismo tiempo el fervor y el espanto. No pudo dar un paso, ni gritar, ni moverse, ni respirar, ni apartar sus ojos de aquella aparici�n maravillosa. Hab�a aparecido entre el follaje, mostrando completamente todo su busto y cara. Era, s�, la aut�ntica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfecci�n moral han tratado de expresar por medio de la forma pict�rica los artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas hasta los contempor�neos. La humanidad ha visto esta sacra persona con distintos ojos, ora con los de Alberto D�rer (12), ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick (13) o Bartolom� Murillo. Aquella que a la Nela se apareci� era seg�n el modo Rafaelesco, que es el m�s sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfecci�n de la belleza humana se acerca m�s que ning�n otro recurso [173] art�stico a la expresi�n de la divinidad. El �valo de su cara era menos angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo it�lico. Sus ojos de admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armon�a, con un mirar tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas eran delicada hechura del m�s fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no se conceb�an el ce�o del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos, dejaban ver al sonre�r los m�s preciosos dientes que han mordido manzana del Para�so. Sin querer hemos ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos est� la que dio el triunfo a la serpiente de la que aplast� su cabeza; pero la consideraci�n de las distintas maneras de la belleza humana conduce a estos y a otros m�s lamentables contrasentidos. Para concluir el imperfecto retrato de aquella visi�n divina que dej� desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o m�s bien moreno encendido que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas im�genes, ante las cuales se extas�an lo mismo los siglos devotos que los imp�os. [174]
Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, caus�ndole gran confusi�n, fue que la bella Virgen ten�a una corbata azul en su garganta, adorno que ella no hab�a visto jam�s en las V�rgenes so�adas ni en las pintadas. Inmediatamente observ� tambi�n que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubr�an con un vestido, en el cual todo era semejante a los que usan las mujeres del d�a. Pero lo que m�s turb� y desconcert� a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza... y comi�ndoselas. Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasi�n esta extra�a conducta de la Virgen, cuando oy� una voz varonil y chillona que dec�a: -�Florentina, Florentina! -Aqu� estoy, pap�; aqu� estoy comiendo moras silvestres. -�Dale!... �Y qu� gusto le encuentras a las moras silvestres?... �Caprichosa!... �no te he dicho que eso es m�s propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una se�orita criada en la buena sociedad?... criada en la buena sociedad? La Nela vio acercarse con grave paso al que esto dec�a. Era un hombre de edad madura, [175] mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parec�a echar de s� rayos de satisfacci�n como el sol los echa de luz; peque�o de piernas, un poco largo de nariz, y magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de reloj y un fino sombrero de fieltro de alas anchas. -Vamos, mujer -dijo cari�osamente el se�or D. Manuel Pen�guilas, pues no era otro-, las personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. �Ves?, te has estropeado el vestido... no lo digo por el vestido, que as� como se te compr� ese, se te comprar� otro... d�golo porque la gente que te vea podr� creer que no tienes m�s ropa que la puesta. La Nela, que comenzaba a ver claro, observ� los vestidos de la se�orita de Pen�guilas. Eran buenos y ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transici�n no muy lenta del estado de aldeana al de se�orita rica. Todo su atav�o, desde el calzado a la peineta, era de se�orita de pueblo en d�a del santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos naturales de Florentina, que ning�n accidente comprendido en las convencionales reglas de la elegancia pod�a oscurecerlos. No [176] pod�a negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba pidiendo a gritos una r�stica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas, un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el
pudor y el instinto de presunci�n hubieran ideado por s�, sin mezcla de ninguna invenci�n cortesana. Cuando la se�orita se apartaba del zarzal, D. Manuel acert� a ver a la Nela a punto que esta hab�a ca�do completamente de su burro, y dirigi�ndose a ella, grit�: -�Oh!... �aqu� est�s t�?... Mira, Florentina, esta es la Nela... recordar�s que te habl� de ella. Es la que acompa�a a tu primito... a tu primito. �Y qu� tal te va por estos barrios?... -Bien, Sr. D. Manuel. �Y usted, c�mo est�? -repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de Florentina. -Yo tan campante, ya ves t�. Esta es mi hija. �Qu� te parece? Florentina corr�a detr�s de una mariposa. -Hija m�a, �a d�nde vas?, �qu� es eso? -dijo el padre, visiblemente contrariado-. �Te parece bien que corras de ese modo detr�s de un insecto como los chiquillos vagabundos?... Mucha formalidad, hija m�a. Las se�oritas criadas (14) [177] entre la buena sociedad no hacen eso... no hacen eso... D. Manuel ten�a la costumbre de repetir la �ltima frase de sus p�rrafos o discursos. -No se enfade usted, pap� -repiti� la joven, regresando despu�s de su expedici�n infructuosa hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno-. Ya sabe usted que me gusta mucho el campo y que me vuelvo loca cuando veo �rboles, flores, praderas. Como en aquella triste tierra de Camp� donde vivimos no hay nada de esto... -�Oh! No hables mal de Santa Irene de Camp�, una villa ilustrada, donde se encuentran hoy muchas comodidades y una sociedad distinguida. Tambi�n han llegado all� los adelantos de la civilizaci�n... de la civilizaci�n. Andando a mi lado juiciosamente puedes admirar la Naturaleza; yo tambi�n la admiro sin hacer cabriolas como los volatineros. A las personas educadas entre una sociedad escogida se las conoce s�lo por el modo de andar y por el modo de contemplar los objetos todos. Eso de estar diciendo a cada instante: ��ah!, �oh!... �qu� bonito!... �Mire usted, pap�!�, se�alando a un helecho, a un roble, a una piedra, a un espino, a un chorro de agua, no es cosa de muy buen gusto... Creer�n que te has [178] criado en alg�n desierto... Con que anda a mi lado... La Nela nos dir� por d�nde volveremos a casa, porque a la verdad, yo no s� d�nde estamos. -Tirando a la izquierda por detr�s de aquella casa vieja -dijo la Nela- se llega muy pronto... Pero aqu� viene el Sr. D. Francisco. En efecto, apareci� D. Francisco gritando:
-Que se enfr�a el chocolate... -Qu� quieres, hombre... Mi hija estaba tan deseosa de retozar por el campo, que no ha querido esperar, y aqu� nos tienes de mata en mata como cabritillos... de mata en mata como cabritillos. -A casa, a casa. Ven t� tambi�n, Nela, para que tomes chocolate -dijo Pen�guilas, poniendo su mano sobre la cabeza de la vagabunda-. �Qu� te parece mi sobrina?... Vaya que es guapa... Florentina, despu�s que tom�is chocolate, la Nela os llevar� a pasear a entrambos, a Pablo y a ti, y ver�s todas las hermosuras del pa�s, las minas, el bosque, el r�o... Florentina dirigi� una mirada cari�osa a la infeliz criatura, que a su lado parec�a hecha expresamente por la Naturaleza para hacer resaltar m�s la perfecci�n y magistral belleza de algunas de sus obras. [179] Al llegar a la casa esper�balos la mesa con las j�caras donde a�n herv�a el espeso licor guayaquile�o y un montoncillo de rebanadas de pan. Tambi�n estaba en expectativa la mantequilla, puesta entre hojas de helechos, sin que faltaran algunas pastas y golosinas. Los vasos transparente y fresca agua reproduc�an en su convexo cristal estas bellezas gastron�micas, agrand�ndolas. -Hagamos algo por la vida -dijo D. Francisco, sent�ndose. -Nela -indic� Pablo- t� tambi�n tomar�s chocolate. No lo hab�a dicho, cuando Florentina ofreci� a Marianela el jicar�n con todo lo dem�s que en la mesa hab�a. Resist�ase a aceptar el convite; mas con tanta bondad y con tan graciosa llaneza insisti� la se�orita de Pen�guilas, que no hubo m�s que decir. Miraba de reojo D. Manuel a su hija, cual si no se hallara completamente satisfecho de los progresos de ella en el arte de la buena educaci�n, porque una de las partes principales de esta consist�a, seg�n �l, en una fina apreciaci�n de los grados de urbanidad con que deb�a obsequiarse a las diferentes personas seg�n su posici�n, no dando a ninguna ni m�s ni menos de lo que le correspond�a con arreglo al fuero social; [180] y de este modo quedaban todos en su lugar y la propia dignidad se sublimaba, conserv�ndose en el justo medio de la cortes�a, el cual estriba en no ensoberbecerse demasiado delante de los ricos, ni humillarse demasiado delante de los pobres... ni humillarse demasiado delante de los pobres... Luego que fue tomado el chocolate, don Francisco dijo: -V�yase fuera toda la gente menuda. Hijo m�o, hoy es el �ltimo d�a que D. Teodoro te permite salir fuera de casa. Los tres pueden ir a paseo, mientras mi hermano y yo vamos a echar un vistazo al ganado... P�jaros, a volar.
No necesitaron que se les rogara mucho. Convidados de la hermosura del d�a, volaron los j�venes al campo. [181]
- XV Los tres Estaba la se�orita de pueblo muy gozosa en medio de las risue�as praderas sin la enojosa traba de las pragm�ticas sociales de su se�or padre, y as�, en cuanto se vio a regular distancia de la casa, empez� a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los �rboles que a su alcance estaban, para balancearse ligeramente en ellas. Tocaba con las yemas de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cog�a tres, una para cada boca. -Esta para ti, primito -dec�a poni�ndosela en la boca- y esta para ti, Nela. Dejar� para m� la m�s chica. Al ver cruzar los p�jaros a su lado no pod�a resistir movimientos semejantes a una graciosa pretensi�n de volar, y dec�a: ��A d�nde ir�n ahora esos bribones?� De todos los [182] robles cog�a una rama y abriendo la bellota para ver lo que hab�a dentro, la mord�a, y al sentir su amargor, arroj�bala lejos. Un bot�nico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado con tanto af�n como ella todas las flores bonitas que le sal�an al paso, d�ndole la bienvenida desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adorn� todos los ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por �ltimo, sus propios cabellos. -A la primita -dijo Pablo- le gustar� ver las minas. Nela, �no te parece que bajemos? -S�, bajemos... Por aqu�, se�orita. -Pero no me hagan pasar por t�neles, que me da mucho miedo. Eso s� que no lo consiento -dijo Florentina, sigui�ndoles-. Primo, �t� y la Nela pase�is mucho por aqu�?... Esto es precioso. Aqu� vivir�a yo toda mi vida... �Bendito sea el hombre que te va a dar la facultad de gozar de todas estas preciosidades! -�Dios lo quiera! Mucho m�s hermosas me parecer�n a m�, que jam�s las he visto, que a vosotras que est�is saciadas de verlas... No creas t�, Florentina, que yo no comprendo las bellezas; las siento en m� de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista. [183]
-Eso s� que es admirable... Por m�s que digas -replic� Florentina- siempre te resultar�n algunos buenos chascos cuando abras los ojos. -Podr� ser -dijo el ciego, que aquel d�a estaba muy lac�nico. La Nela no estaba lac�nica sino muda. Cuando se acercaron a la concavidad de la Terrible, Florentina admir� el espect�culo sorprendente que ofrec�an las rocas cret�ceas, subsistentes en medio del terreno despu�s de arrancado el mineral. Comparolo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el az�car; despu�s de mirarlo mucho por segunda vez, comparolo a una gran escultura de perros y gatos que se hab�an quedado convertidos en piedra en el momento m�s cr�tico de una encarnizada reyerta. -Sent�monos en esta ladera -dijo- y veremos pasar los trenes con mineral, y adem�s veremos esto que es muy curioso. Aquella piedra grande que est� en medio tiene su gran boca, �no la ves, Nela?, y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que se ha nacido sola. Parece que se r�e mir�ndonos, porque tambi�n tiene ojos; y m�s all� hay una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que se est�n tirando de los pelos, y una que bosteza, y otra [184] que duerme la mona, y otra que est� boca abajo sosteniendo con los pies una catedral, y otra que empieza en guitarra y acaba en cabeza de perro, con una cafetera por gorro. -Todo eso que dices, primita -observ� el ciego- me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese �rgano tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfiguradas, cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no hay confituras, ni gatos, ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cret�ceas y masas de tierra caliza embadurnadas con �xido de hierro. De la cosa m�s sencilla hacen tus ojos un berenjenal. -Tienes raz�n, primo. Por eso digo yo que nuestra imaginaci�n es la que ve y no los ojos. Sin embargo, �stos sirven para enterarnos de algunas cositas que los pobres no tienen y que nosotros podemos darles. Diciendo esto tocaba el vestido de la Nela. -�Por qu� esta bendita Nela no tiene un traje mejor? -a�adi� la se�orita de Pen�guilas-. Yo tengo varios y le voy a dar uno, y adem�s otro, que ser� nuevo. [185] Avergonzada y confusa, Marianela no alzaba los ojos.
-Es cosa que no comprendo... �que algunos tengan tanto y otros tan poco!... Me enfado con pap� cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por igual todo lo que hay en el mundo. �C�mo se llaman esos tipos, Pablo? -Esos ser�n los socialistas, los comunistas -replic� el joven sonriendo. -Pues esa es mi gente. Soy partidaria de que haya reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de sobra... �Por qu� esta pobre hu�rfana ha de estar descalza y yo no?... Ni aun se debe permitir que est�n desamparados los malos, cuanto m�s los buenos... Yo s� que la Nela es muy buena, me lo has dicho t� anoche, me lo ha dicho tambi�n tu padre... No tiene familia, no tiene quien mire por ella. �C�mo se consiente que haya tanta y tanta desgracia? A m� me quema el pan la boca cuando pienso que hay muchos que no lo prueban. �Pobre Mariquita, tan buena y tan abandonada!... �Es posible que hasta ahora no la haya querido nadie, ni nadie le haya dado un beso, ni nadie le haya hablado como se habla a las criaturas!... Se me parte el coraz�n de pensarlo. [186] Marianela estaba at�nita y petrificada de asombro, lo mismo que en el primer instante de la aparici�n. Antes hab�a visto a la Virgen Sant�sima, ahora la escuchaba. -Mira t�, huerfanilla -a�adi� la Inmaculada- y t�, Pablo, �yeme bien: yo quiero socorrer a la Nela, no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino, sino como se socorrer�a a un hermano que nos hall�ramos de manos a boca... �No dices t� que ella ha sido tu mejor compa�era, tu lazarillo, tu gu�a en las tinieblas? �No dices que has visto con sus ojos y has andado con sus pasos? Pues la Nela me pertenece; yo me entiendo con ella. Yo me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita para vivir decentemente, y le ense�ar� mil cosas para que sea �til en una casa. Mi padre dice que quiz�s, quiz�s me tenga que quedar a vivir aqu� para siempre. Si es as�, la Nela vivir� conmigo; conmigo aprender� a leer, a rezar, a coser, a guisar; aprender� tantas cosas, que ser� como yo misma. �Qu� pens�is?, pues s�, y entonces no ser� la Nela, sino una se�orita. En esto no me contrariar� mi padre. Adem�s, anoche me ha dicho: �Florentinilla, quiz�s, quiz�s dentro de poco, no mandar� yo en ti; obedecer�s a otro due�o...� Sea lo que Dios quiera, tomo a [187] la Nela por mi amiga. �Me querr�s mucho?... Como has estado tan desamparada, como vives lo mismo que las flores de los campos, tal vez no sepas ni siquiera agradecer; pero yo te lo he de ense�ar... �te he de ense�ar tantas cosas!...
Marianela, que mientras o�a tan nobles palabras hab�a estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y despu�s de hacer pucheros durante un minuto, rompi� en l�grimas. El ciego, profundamente pensativo, callaba. -Florentina -dijo al fin- tu lenguaje no se parece al de la mayor�a de las personas. Tu bondad es enorme y entusiasta como la que ha llenado de m�rtires la tierra y poblado de santos el cielo. -�Qu� exageraci�n! -dijo Florentina riendo. Poco despu�s de esto la se�orita se levant� para coger una flor que desde lejos hab�a llamado su atenci�n. -�Se fue? -pregunt� Pablo. -S� -replic� la Nela, enjugando sus l�grimas. -�Sabes una cosa, Nela?... Se me figura que mi prima ha de ser algo bonita. Cuando lleg� anoche a las diez... sent� hacia ella grand�sima [188] antipat�a... No puedes figurarte cu�nto me repugnaba. Ahora se me antoja, s�, se me antoja que debe ser algo bonita. La Nela volvi� a llorar. -�Es como los �ngeles! -exclam� entre un mar de l�grimas-. Es como si acabara de bajar del cielo. En ella cuerpo y alma son como los de la Sant�sima Virgen Mar�a. -�Oh!, no exageres -dijo Pablo con inquietud-. No puede ser tan hermosa como dices... �Crees que yo, sin ojos, no comprendo d�nde est� la hermosura y d�nde no? -No, no; no puedes comprender... �qu� equivocado est�s! -S�, s�... no puede ser tan hermosa -manifest� el ciego, poni�ndose p�lido y revelando la mayor angustia-. Nela, amiga de mi coraz�n; �no sabes lo que mi padre me ha dicho anoche?... Que si recobro la vista me casar� con Florentina. La Nela no respondi� nada. Sus l�grimas silenciosas corr�an sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. Pero ni aun por su amargo llanto pod�an conocerse las dimensiones de su dolor. S�lo ella sab�a que era infinito. -Ya s� por qu� lloras tanto -dijo el ciego estrechando las manos de su compa�era-. [189] Mi padre no se empe�ar� en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. Para m� no hay m�s mujer que t� en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habr� para ellos otra hermosura m�s que la tuya celestial; todo lo dem�s ser� sombras y cosas lejanas que no fijar�n mi atenci�n. �C�mo es el
semblante humano, Dios m�o? �De qu� modo se retrata el alma en las caras? Si la luz no sirve para ense�arnos lo real de nuestro pensamiento, �para qu� sirve? Lo que es y lo que se siente, �no son una misma cosa? La forma y la idea �no son como el calor y el fuego? �Pueden separarse? �Puedes dejar t� de ser para m� el m�s hermoso, el m�s amado de todos los seres de la tierra cuando yo me haga due�o de los inmensos dominios de la forma? Florentina volvi�. Hablaron algo m�s; pero despu�s de lo que hemos escrito, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector. [191]
- XVI La promesa En los siguientes d�as no pas� nada; mas vino uno en el cual ocurri� un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golf�n, aquel art�fice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, hab�a emprendido la correcci�n de una delicada hechura de la Naturaleza. Intr�pido y sereno, hab�a entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcci�n es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los m�s grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que imped�an a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible. Para esto hab�a que trabajar con �nimo resuelto, rompiendo uno de los m�s delicados organismos, la c�rnea; apoderarse del cristalino [192] y echarlo fuera, respetando la hialoides y tratando con la mayor consideraci�n al humor v�treo; ensanchar por medio de un corte las dimensiones de la pupila, y examinar por inducci�n o por medio de la cat�ptrica el estado de la c�mara posterior. Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedici�n por el interior de un mundo microsc�pico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrecci�n de un muerto o la creaci�n de un mundo no se est� de otro modo. Pero Golf�n no dec�a nada concreto, sus palabras eran: -Contractibilidad de la pupila... retina sensible... algo de estado pigmentario... nervios llenos de vida.
Pero el fen�meno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visi�n, �d�nde estaba? -A su tiempo se sabr� -dijo Teodoro, empezando la delicada operaci�n del vendaje-. Paciencia. Y su fisonom�a de le�n no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia hab�a hecho todo lo que sab�a. Era un simulacro de creaci�n, como [193] otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada. El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. S�lo su padre le asist�a. Ninguno de la familia pod�a verle. Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando all� hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La se�orita, despu�s de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, sol�a pasear un poco con ella. Un d�a quiso Florentina que Marianela le ense�ara su casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior caus� no poco disgusto y repugnancia a la se�orita, mayormente cuando vio las cestas que a la hu�rfana serv�an de cama. -Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo -dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella caverna-, y entonces tendr� una cama como la m�a y vestir� y comer� lo mismo que yo. Absorta se qued� al o�r estas palabras la se�ora de Centeno, as� como la Mariuca y la [194] Pepina, y no les ocurri� sino que a la miserable hu�rfana abandonada le hab�a salido alg�n padre rey o pr�ncipe, como se contaba en los cuentos y romances. Cuando estuvieron solas Florentina dijo a Mar�a: -Ru�gale a Dios de d�a y de noche que conceda a mi querido primo ese don que nosotros poseemos y de que �l ha carecido. �En qu� ansiedad tan grande vivimos! Con su vista vendr�n mil felicidades y se remediar�n muchos males. Yo he hecho a la Virgen una promesa sagrada: he prometido que si da la vista a mi primo he de recoger al pobre m�s pobre que encuentre, d�ndole todo lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza, haci�ndole enteramente igual a m� por las comodidades y el bienestar de la vida. Para esto no basta vestir a una persona, ni sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso ofrecerle tambi�n aquella limosna que vale m�s que todos los mendrugos y que todos los trapos imaginables, y es la consideraci�n, la dignidad, el nombre. Yo
dar� a mi pobre estas cosas, infundi�ndole el respeto y la estimaci�n de s� mismo. Ya he escogido a mi pobre, Mar�a; mi pobre eres t�. Con todas las voces de mi alma le he dicho a la Sant�sima Virgen que si [195] devuelve la vista a mi primo, har� de ti una hermana: ser�s en mi casa lo mismo que soy yo, ser�s mi hermana. Diciendo esto la Virgen estrech� con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso en la frente. Es absolutamente imposible describir los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante hora de su vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba, horror con el cual se confund�a la imagen de la se�orita de Pen�guilas, como las figuras que se nos presentan en una pesadilla; y al mismo tiempo sent�a nacer en su alma admiraci�n y simpat�a considerables hacia aquella misma persona... A veces cre�a con pueril inocencia que era la Virgen Mar�a en esencia y presencia. De tal modo comprend�a su bondad que cre�a estar viendo, como el interior de un hermoso para�so abierto, el alma de Florentina, llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y consoladores. La Nela ten�a la rectitud suficiente para adoptar y asimilarse al punto la idea de que no podr�a aborrecer a su improvisada hermana. �C�mo aborrecerla, si se sent�a impulsada espont�neamente a amarla con todas las energ�as de su coraz�n? La aversi�n, la repulsi�n eran como un sedimento que al fin de [196] la lucha deb�a quedar en el fondo para descomponerse al cabo y desaparecer, sirviendo sus elementos para alimentar la admiraci�n y el respeto hacia la misma amiga bienhechora. Pero si desaparec�a la aversi�n, no as� el sentimiento que la hab�a causado, el cual, no pudiendo florecer por s� ni manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condici�n propia de tales afectos, prod�jole un aplanamiento moral que trajo consigo la m�s amarga tristeza. En casa de Centeno observaron que la Nela no com�a, que parec�a m�s parada que de costumbre, que permanec�a en silencio y sin movimiento como una estatua largu�simos ratos, que hac�a mucho tiempo que no cantaba de noche ni de d�a. Su incapacidad para todo hab�a llegado a ser absoluta, y habi�ndola mandado Tanasio por tabaco a la Primera de Socartes, sentose en el camino y all� se estuvo todo el d�a. Una ma�ana, cuando hab�an pasado ocho d�as despu�s de la operaci�n, fue a casa del ingeniero jefe, y Sof�a le dijo: -�Albricias, Nela! �No sabes las noticias que corren? Hoy han levantado la venda a Pablo... Dicen que ve algo, que ya tiene vista... Ulises, el jefe de taller, lo acaba de decir... Teodoro no ha venido a�n, pero Carlos ha ido all�; pronto sabremos si es verdad. [197]
Quedose la Nela al o�r esto m�s muerta que viva, y cruzando las manos exclam� as�: -�Bendita sea la Virgen Sant�sima, que es quien lo ha hecho!... Ella, ella sola es quien lo ha hecho. -�Te alegras?... Ya lo creo: ahora la se�orita Florentina cumplir� su promesa dijo Sof�a en tono de mofa-. Mil enhorabuenas a la se�ora do�a Nela... Ah� tienes t� como cuando menos se piensa se acuerda Dios de los pobres. Esto es como una loter�a... �qu� premio gordo, Nelilla!... Y puede que no seas agradecida... no, no lo ser�s... No he conocido a ning�n pobre que tenga agradecimiento. Son soberbios, y mientras m�s se les da, m�s quieren... Ya es cosa hecha que Pablo se casar� con su prima: es buena pareja; los dos son guapos chicos; y ella no parece tonta... y tiene una cara preciosa, �qu� l�stima de cara y de cuerpo con aquellos vestidos tan horribles!... No, no, si necesito vestirme, no me traigan ac� a la modista de Santa Irene de Camp�. Esto dec�a cuando entr� Carlos. Su rostro resplandec�a de j�bilo. -�Triunfo completo! -grit� desde la puerta-. Despu�s de Dios, mi hermano Teodoro. -�Es cierto?... [198] -Como la luz del d�a... Yo no lo cre�... �Pero qu� triunfo Sof�a! �Qu� triunfo! No hay para m� gozo mayor que ser hermano de mi hermano... Es el rey de los hombres... Si es lo que digo: despu�s de Dios, Teodoro. [199]
- XVII Fugitiva y meditabunda La estupenda y grat�sima nueva corri� por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las m�quinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entra�as de la tierra. A�ad�anse interesantes comentarios: que en Aldeacorba se crey� por un momento que don Francisco Pen�guilas hab�a perdido la raz�n; que D. Manuel Pen�guilas pensaba celebrar el regocijado suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D. Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las ni�as de sus ojos.
La Nela no se atrev�a a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de ella. Anduvo vagando todo el d�a [200] por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la casa de Pen�guilas, que le parec�a transformada. En su alma se juntaba a un gozo extraordinario una como verg�enza de s� misma; a la exaltaci�n de un afecto noble la insoportable comez�n, dig�moslo as�, del amor propio m�s susceptible. Hall� una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto hab�a contribuido a la formaci�n de su car�cter, y en la contemplaci�n de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicaci�n de su pensamiento con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hac�an en su esp�ritu efecto igual al que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas de sutiles conceptos m�sticos. En la soledad del campo pensaba ella y dec�a mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones. Mirando a Aldeacorba, dec�a: -No volver� m�s all�... Ya acab� todo para m�... Ahora, �de qu� sirvo yo? En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma proven�a de no poder aborrecer a nadie. Por el contrario, �rale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo, [201] y as� como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una m�rtir cristiana, la Nela ve�a que sus celos y su despecho se convert�an graciosamente en admiraci�n y gratitud. Lo que no sufr�a metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos verg�enza de s� misma, y que la impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en Aldeacorba. Era aquello como un aspecto singular del mismo sentimiento que en los seres educados y civilizados se llama amor propio, por m�s que en ella revistiera los caracteres del desprecio de s� misma; pero la filiaci�n de aquel sentimiento con el que tan grande parte tiene en las acciones del hombre culto, se reconoc�a en que estaba basado como �ste en la dignidad m�s puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habr�a dicho: -Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillaci�n, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en �l. No pudiendo expresarse as�, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo: [202]
-No vuelvo m�s a Aldeacorba... No consentir� que me vea... Huir� con Celip�n, o me ir� con mi madre. Ahora yo no sirvo para nada. Pero mientras esto dec�a, parec�ale muy desconsolador renunciar al divino amparo de aquella celestial Virgen que se le hab�a aparecido en lo m�s negro de su vida extendiendo su manto para abrigarla. �Ver realizado lo que tantas veces hab�a visto en sue�os palpitando de gozo, y tener que renunciar a ello!... �Sentirse llamada por una voz cari�osa, que le ofrec�a amor fraternal, hermosa vivienda, consideraci�n, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de gratitud!... �Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradaci�n y miseria para hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarqu�a de los animales dom�sticos a la de los seres m�s respetados y queridos!... -�Ay! -exclam� clav�ndose los dedos como garras en el pecho-. No puedo, no puedo... Por nada del mundo me presentar� en Aldeacorba. �Virgen de mi alma, amp�rame... Madre m�a, ven por m�!... Al anochecer march� a su casa. Por el camino encontr� a Celip�n con un palito en la mano y en la punta del palo la gorra. [203] -Nelilla -le dijo el chico- �no es verdad que as� se pone el Sr. D. Teodoro? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me mir� en el agua. �C�rcholis!, me qued� pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golf�n... Cualquier d�a de esta semanita nos vamos a ser m�dicos y hombres de provecho... Ya tengo juntado lo que quer�a. Ver�s como nadie se r�e del se�or Celip�n. Tres d�as m�s estuvo la Nela fugitiva, vagando por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del r�o por sus escabrosas riberas o intern�ndose en el sosegado apartamiento del bosque de Saldeoro. Las noches pas�balas entre sus cestas sin dormir. Una noche dijo t�midamente a su compa�ero de vivienda: -�Cu�ndo, Celip�n? Y Celip�n contest� con la gravedad de un expedicionario formal: -Ma�ana. Los dos aventureros levant�ronse al rayar el d�a y cada cual fue por su lado: Celip�n a su trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio Se�ana para la criada del ingeniero. Al volver encontr� dentro de la casa a la se�orita Florentina que la esperaba. Quedose Mar�a al verla sobrecogida y temerosa, porque [204] adivin� con su instintiva perspicacia, o m�s bien con lo que el vulgo llama corazonada, el objeto de aquella visita.
-Nela, querida hermana -dijo la se�orita con elocuente cari�o-. �Qu� conducta es la tuya?... �Por qu� no has parecido por all� en todos estos d�as?... Ven, Pablo desea verte... �No sabes que ya puede decir �quiero ver tal cosa�? �No sabes que ya mi primo no es ciego? -Ya lo s� -dijo Nela, tomando la mano que la se�orita le ofrec�a y cubri�ndola de besos. -Vamos all�, vamos al momento. No hace m�s que preguntar por la se�ora Nela. Hoy es preciso que est�s all� cuando D. Teodoro le levante la venda... Es la cuarta vez... El d�a de la primera prueba... �qu� d�a!, cuando comprendimos que mi primo hab�a nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. La primera (15) cara que vio fue la m�a... Vamos. Mar�a solt� la mano de la Virgen Sant�sima. -�Te has olvidado de mi promesa sagrada -a�adi� �sta- o cre�as que era broma? �Ay!, todo me parece poco para demostrar a la Madre de Dios el gran favor que nos ha hecho... Yo quisiera que en estos d�as nadie estuviera triste en todo lo que abarca el Universo; [205] quisiera poder repartir mi alegr�a, ech�ndola a todos lados, como echan los labradores el grano cuando siembran; quisiera poder entrar en todas las habitaciones miserables y decir: �ya se acabaron vuestras penas; aqu� traigo yo remedio para todos�. Esto no es posible, esto s�lo puede hacerlo Dios. Ya que mis fuerzas no pueden igualar a mi voluntad, hagamos bien lo poco que podemos hacer... y se acabaron las palabras, Nela. Ahora desp�dete de esta choza, di adi�s a todas las cosas que han acompa�ado a tu miseria y a tu soledad. Tambi�n se tiene cari�o a la miseria, hija. Marianela no dijo adi�s a nada, y como en la casa no estaba a la saz�n ninguno de sus simp�ticos habitantes, no fue preciso detenerse por ellos. Florentina sali� llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fervor hab�an puesto a su lado en el orden de la familia, y la Nela se dejaba llevar sinti�ndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba ella que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un �ngel trasportan al cielo. Aquel d�a tomaron el camino de Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a [206] Florentina por primera vez. Al entrar en la calleja la se�orita dijo a su amiga: -�Por qu� no has ido a casa? Mi t�o dec�a que tienes modestia y una delicadeza natural que es l�stima no haya sido cultivada. �Tu delicadeza te imped�a venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios hab�as ganado? No
hay m�s sino que tiene raz�n mi t�o... �C�mo estaba aquel d�a el pobre se�or!... dec�a que ya no le importaba nada morirse... �Ves t�?, todav�a tengo los ojos encarnados de tanto llorar. Es que anoche mi t�o, mi padre y yo no dormimos; estuvimos formando proyectos de familia y haciendo castillos en el aire toda la noche... �Por qu� callas?, �por qu� no dices nada?... �No est�s t� tambi�n alegre como yo? La Nela mir� a la se�orita, oponiendo d�bil resistencia a la dulce mano que la conduc�a. -Sigue... �qu� tienes? Me miras de un modo particular, Nela. As� era, en efecto; los ojos de la abandonada, vagando con extrav�o de uno en otro objeto, ten�an al fijarse en la Virgen Sant�sima el resplandor del espanto. -�Por qu� tiembla tu mano? -pregunt� la se�orita-, �est�s enferma? Te has puesto m�s p�lida que una muerta y das diente con [207] diente. Si est�s enferma yo te curar�, yo misma. Desde hoy tienes quien se interese por ti y te mime y te haga cari�os... No ser� yo sola, pues Pablo te estima... me lo ha dicho. Los dos te querremos mucho, porque �l y yo seremos como uno solo... Desea verte. Fig�rate si tendr� curiosidad quien nunca ha visto... pero no creas... como tiene tanto entendimiento y una imaginaci�n que, seg�n parece, le ha anticipado ciertas ideas que no poseen com�nmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. Un pedazo de lacre encarnado le agrad� mucho y un pedazo de carb�n le pareci� horrible. Admir� la hermosura del cielo y se estremeci� con repugnancia al ver una rana. Todo lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio: todo lo que es feo le causa horror y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Yo no deb� parecerle mal, porque exclam� al verme: ��Ay, prima m�a, qu� hermosa eres! �Bendito sea Dios que me ha dado esta luz con que ahora te siento!� La Nela tir� suavemente de la mano de Florentina y soltola despu�s, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde s�bitamente la vida. Inclinose sobre ella la se�orita, y con cari�osa voz le dijo: [208] -�Qu� tienes?... �Por qu� me miras as�? Clavaba la hu�rfana sus ojos con terrible fijeza en el rostro de la Virgen Sant�sima; pero no brillaban, no, con expresi�n de rencor, sino con una como congoja suplicante, a la manera de la postrer mirada del moribundo que con los ojos pide misericordia a la imagen de Dios, crey�ndola Dios mismo. -Se�ora -murmur� la Nela- yo no la aborrezco a usted, no... no la aborrezco... Al contrario, la quiero mucho, la adoro.
Dici�ndolo, tom� el borde del vestido de Florentina, y llev�ndolo a sus secos labios lo bes� ardientemente. -�Y qui�n puede creer que me aborreces? -dijo la de Pen�guilas llena de confusi�n-. Ya s� que me quieres. Pero me das miedo... lev�ntate. -Yo la quiero a usted mucho, la adoro -repiti� Marianela besando los pies de la se�orita- pero no puedo, no puedo... -�Qu� no puedes?... Lev�ntate, por amor de Dios. Florentina extendi� sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela levatose de un salto, y poni�ndose r�pidamente a bastante distancia, exclam� ba�ada en l�grimas: [209] -No puedo, se�orita m�a, no puedo. -�Qu�?... �por Dios y la Virgen!... �qu� te pasa? -No puedo ir all�. Y se�al� la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se ve�a a lo lejos entre los �rboles. -�Por qu�? -La Virgen Sant�sima lo sabe -replic� la Nela con cierta decisi�n-. Que la Virgen Sant�sima la bendiga a usted. Haciendo una cruz con los dedos se los bes�. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. Mar�a comprendiendo aquel movimiento de cari�o, corri� velozmente hacia la se�orita, y apoyando su cabeza en el seno de ella, murmur� entre gemidos: -�Por Dios!... �d�me usted un abrazo! Florentina la abraz� tiernamente. Entonces, apart�ndose con un movimiento, o mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o ni�a salvaje subi� a un matorral cercano. La yerba parec�a que se apartaba para darle paso. -Nela, hermana m�a -grit� con angustia Florentina. -Adi�s, ni�a de mis ojos -dijo la Nela mir�ndola por �ltima vez. Y desapareci� entre el ramaje. Florentina [210] sinti� el ruido de la yerba, atendiendo a �l como atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; despu�s todo qued� en silencio y no se o�a sino el sordo mon�logo de la naturaleza campestre en mitad del d�a, un rumor que parece el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea. Florentina estaba absorta, paralizada, muda, afligid�sima, como el que ve desvanecerse la m�s risue�a ilusi�n de su vida. No sab�a qu� pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba frecuentemente su discernimiento, pod�a explic�rselo.
Largo rato despu�s hall�base en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acert� a pasar Teodoro Golf�n, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso ven�a. Grande fue el asombro del doctor al ver a la se�orita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de mermar su belleza, la acrecentaba. -�Qu� tiene la ni�a? -exclam� con inter�s muy vivo-. �Qu� es eso, Florentina? -Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro -replic� la se�orita de Pen�guilas, secando sus l�grimas-. Estoy pensando, estoy considerando qu� cosas tan malas hay en el mundo. [211] -�Y cu�les son esas cosas malas, se�orita?... Donde est� usted, �puede haber alguna? -Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la m�s perversa de todas. -�Cu�l? -La ingratitud, Sr. Golf�n. Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo: -Por all� se ha escapado. Subi� a lo m�s elevado del terreno para alcanzar a ver m�s lejos. -No la distingo por ninguna parte. -Ni yo -exclam� riendo el m�dico-. El se�or D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. Efectivamente esas p�caras son muy ingratas al no dejarse coger por usted. -No es eso... Contar� a usted si va hacia Aldeacorba. -No voy, sino que vengo, preciosa se�orita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volver� con mucho gusto. Volvamos a Aldeacorba: ya soy todo o�dos. [213]
- XVIII La Nela se decide a partir La Nela estuvo vagando sola todo el d�a, y por la noche rond� la casa de Aldeacorba, acerc�ndose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sent�a rumor de pasos alej�base prontamente como un ladr�n. Baj� a la hondonada de la Terrible, cuyo pavoroso aspecto de cr�ter le agradaba en aquella ocasi�n, y despu�s de discurrir por el fondo contemplando
los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban como personajes congregados en un circo, trep� a uno de ellos para descubrir las luces de Aldeacorba. All� estaban, brillando en el borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra. Despu�s de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, sali� de la Terrible y subi� hacia la Trascava. Antes de llegar a ella sinti� pasos, det�vose, y al poco [214] rato vio que por el sendero adelante ven�a con resuelto andar el se�or de Celip�n. Tra�a un peque�o l�o pendiente de un palo puesto al hombro, y su marcha como su adem�n demostraban firme resoluci�n de no parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra. -Celipe... �a d�nde vas? -le pregunt� la Nela, deteni�ndole. -Nela... �t� por estos barrios?... Cre�amos que estabas en casa de la se�orita Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucarillos. �Qu� haces aqu�? -�Y t�, a d�nde vas? -�Ahora salimos con eso? �Para qu� me lo preguntas si lo sabes? -replic� el chico, requiriendo el palo y el l�o-. Bien sabes que voy a aprender mucho y a ganar dinero... �No te dije que esta noche?... pues aqu� me tienes, m�s contento que unas Pascuas, aunque algo triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar... Mira, Nela, la Virgen Sant�sima nos ha favorecido esta noche, porque padre y madre empezaron a roncar m�s pronto que otras veces, y yo, que ya ten�a hecho el l�o, me sub� al ventanillo, y por el ventanillo me ech� fuera... �Vienes t� o no vienes? [215] -Yo tambi�n voy -dijo la Nela con un movimiento repentino, asiendo el brazo del intr�pido viajero. -Tomaremos el tren, y en el tren iremos hasta donde podamos -dijo Celip�n con generoso entusiasmo-. Y despu�s pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del Rey de Espa�a; y una vez que estemos en los Madriles del Rey de Espa�a, t� te pondr�s a servir en una casa de marqueses y condeses y yo en otra, y as� mientras yo estudie t� podr�s aprender muchas finuras. �C�rcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te ir� ense�ando a ti un poquillo, un poquillo nada m�s, porque las mujeres no necesitan tantas sabidur�as como nosotros los se�ores m�dicos. Antes de que Celip�n acabara de hablar, los dos se hab�an puesto en camino, andando tan a prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de Espa�a.
-Salg�monos del sendero -dijo Celip�n, dando pruebas en aquella ocasi�n de un gran talento pr�ctico- porque si nos ven nos echar�n mano y nos dar�n un buen pie de paliza. Pero la Nela solt� la mano de su compa�ero de aventuras, y sent�ndose en una piedra, murmur� tristemente: [216] -Yo no voy. -Nela... �qu� tonta eres! T� no tienes como yo un coraz�n del tama�o de esas pe�as de la Terrible -dijo Celip�n con fanfarroner�a-. �Rec�rcholis!, �a qu� tienes miedo? �Por qu� no vienes? -Yo... �para qu�? -�No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aqu� nos volvemos piedras?... Yo no quiero ser una piedra, yo no. -Yo... �para qu� voy? -dijo la Nela con amargo desconsuelo-. Para ti es tiempo, para m� es tarde. La Nela dej� caer la cabeza sobre su pecho y por largo rato permaneci� insensible a la seductora verbosidad del futuro Hip�crates. Al ver que iba a franquear el lindero de aquella tierra donde hab�a vivido y donde dorm�a su madre el eterno sue�o, se sinti� arrancada de su suelo natural. La hermosura del pa�s, con cuyos accidentes se sent�a unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que hab�a gustado en �l, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiraci�n o de simpat�a, de amor o de gratitud que hab�an florecido en su alma en presencia de aquellas [217] mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos �rboles frondosos, de aquellas pe�as rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas ra�ces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, produc�ala viv�simo dolor. -Yo no me voy -repiti�. Y Celip�n hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pin�culo de su carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear. -�Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan in�til como la de aquellos centros oficiales del saber. -No. -�Vas a la casa de Aldeacorba? -Tampoco. -Entonces �te vas al pueblo de la se�orita Florentina?
-No, tampoco. -Pues entonces �c�rcholis, rec�rcholis!, �a d�nde vas? La Nela no contest� nada: segu�a mirando con espanto al suelo, como si en �l estuvieran los pedazos de la cosa m�s bella y m�s rica del mundo, que se acababa de caer y romperse. [218] -Pues entonces, Nela -dijo Celip�n, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme... �Quieres que te d� una peseta, por si se te ofrece algo esta noche? -No, Celip�n, no quiero nada... Vete, t� ser�s hombre de provecho... P�rtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres. El viajero sinti� una cosa impropia de var�n tan formal y respetable, sinti� que le ven�an ganas de llorar; mas sofocando aquella emoci�n importuna, dijo: -�C�mo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba m�s... No me olvidar� de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto... Adi�s, Nelilla... Siento pasos. Celip�n enarbol� su palo con una decisi�n que probaba cu�n templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que ven�a. -Es Choto -dijo Nela temblando. -Agur -murmur� Celip�n, poni�ndose en marcha. Desapareci� entre las sombras de la noche. La geolog�a hab�a perdido una piedra y la sociedad hab�a ganado un hombre. [219] La Nela sinti� escalofr�os al verse acariciada por Choto. El generoso animal, despu�s de saltar alrededor de ella, gru�endo con tanta expresi�n que faltaba muy poco para que sus gru�idos fuesen palabras, ech� a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creer�ase que corr�a tras una pieza de caza; pero al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba. A la misma hora Teodoro Golf�n sal�a de la casa de Pen�guilas. Llegose a �l Choto y le dijo atropelladamente no sabemos qu�. Era como una brusca interpelaci�n pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. Golf�n, que sab�a muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. Pero Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de �l, soltando de su espumante boca, unos al modo de insultos que despu�s parec�an voces cari�osas y despu�s amenazas. Teodoro se detuvo entonces prestando atenci�n al cuadr�pedo. Viendo Choto que se hab�a hecho entender un poco, ech� a correr
en direcci�n contraria a la que llevaba Golfin. Este le sigui� murmurando: -Pues vamos all�. Choto regres� corriendo como para cerciorarse de que era seguido, y despu�s volvi� a [220] alejarse. Como a cien metros de Aldeacorba Golf�n crey� sentir una voz humana, que dijo: -�Qu� quieres, Choto? Al punto sospech� que era la Nela quien hablaba. Detuvo el paso, prest� atenci�n coloc�ndose a la sombra de una haya, y no tard� en descubrir una figura que, apart�ndose de la pared de piedra, andaba despacio. La sombra de las zarzas no permit�a descubrirla bien. Despacito siguiola a bastante distancia, apart�ndose de la senda y andando sobre el c�sped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conociola perfectamente cuando entr� en terreno claro, donde no oscurec�an el suelo �rboles ni zarzas. La Nela avanz� despu�s m�s r�pidamente. Al fin corr�a. Golf�n corri� tambi�n. Despu�s de un rato de esta desigual marcha, la Nela se sent� en una piedra. A sus pies se abr�a el c�ncavo hueco de la Trascava, sombr�o y espantoso en la oscuridad de la noche. Golf�n esper� y con paso muy quedo acercose m�s. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras, y mir�ndola como una esfinge. La Nela miraba hacia abajo... De pronto empez� a descender r�pidamente, m�s bien resbalando que corriendo. Como un le�n se abalanz� Teodoro [221] a la sima, gritando con voz de gigante: -�Nela! �Nela! Mir� y no vio nada en la negra boca. O�a, s�, los gru�idos de Choto que corr�a por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un l�quido tragado por la espantosa sima. Trat� de bajar Teodoro y dio algunos pasos cautelosamente. Volvi� a gritar, y una voz le contest� desde abajo: -Se�or... -Sube al momento. No recibi� contestaci�n. -�Que subas! Al poco rato dibujose la figura de la vagabunda en lo m�s hondo que se pod�a ver del horrible embudo. Choto, despu�s de husmear el tragadero de la Trascava, sub�a describiendo las mismas espirales. La Nela sub�a tambi�n, pero muy despacio. Det�vose, y entonces se oy� su voz que dec�a d�bilmente: -�Se�or?... -Que subas te digo... �Qu� haces ah�? La Nela subi� otro poco. -Sube pronto... tengo que decirte una cosa.
-�Una cosa?... -Una cosa, s�; una cosa tengo que decirte. La Nela subi� y Teodoro no se crey� triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo. [222]
- XIX Domesticaci�n Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golf�n, con ser sabio, discreto y locuaz, sent�ase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lac�nica por costumbre. Segu�ale sin hacer resistencia, y �l acomodaba su paso al de la mujer-ni�a, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde hab�a tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parec�an huesos de gigantescos animales, el doctor se sent�, y poniendo delante de s� en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo: -�Qu� ibas a hacer all�? -�Yo... d�nde? -All�. Bien comprendes lo que quiero decirte. [223] Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre. -Yo no tengo padre -replic� la Nela con ligero acento de rebeld�a. -Es verdad; pero fig�rate que lo soy yo, y responde. �Qu� ibas a hacer all�? -All� est� mi madre -le fue respondido de una manera hosca. -Tu madre ha muerto. �T� no sabes que los que se han muerto est�n en el otro mundo o no est�n en ninguna parte? -Est� all� -afirm� la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado. -Y t� pensabas ir con ella, �no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida. -S�, se�or; eso mismo. -�Y t� no sabes que tu madre cometi� un gran crimen al darse la muerte y que t� cometer�as otro igual imit�ndola? �A ti no te han ense�ado esto? -No me acuerdo de si me han ense�ado tal cosa. Si yo me quiero matar �qui�n me lo puede impedir?
-Pero t� misma, sin auxilio de nadie, �no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la vida?... �Pobre criatura abandonada a tus
sentimientos naturales sin [224] instrucci�n, ni religi�n, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te gu�e!... �Qu� ideas tienes de Dios, de la otra vida, del morir?... �De d�nde has sacado que tu madre est� all�?... �A unos cuantos huesos sin vida, llamas tu madre?... �Crees que ella sigue viviendo, pensando y am�ndote dentro de esa caverna? �Nadie te ha dicho que las almas una vez que sueltan su cuerpo jam�s vuelven a �l? �Ignoras que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran m�s que polvo, descomposici�n y miseria?... �C�mo te figuras t� a Dios? �Como un se�or muy serio que est� all� arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en lugar suyo pongamos esp�ritus, duendes y fantasmas que nosotros mismos hacemos?... Tu amo, que es tan discreto, �no te ha dicho jam�s estas cosas? -S� me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir... -Pero como ya no te las ha de decir �atentas a tu vida? Dime, tonta, arroj�ndote a ese agujero �qu� bien pensabas t� alcanzar?, �pensabas estar mejor? -S�, se�or. -�C�mo? -No sintiendo nada de lo que ahora siento, [225] sino otras cosas mejores, y junt�ndome con mi madre. -Veo que eres m�s tonta que hecha de encargo -dijo Golf�n riendo-. Ahora vas a ser franca conmigo. �T� me quieres mal? -No, se�or, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo. -Bien: pero eso no basta: yo no s�lo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en m�, y me conf�es tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Ver�s como no te pesa; ver�s como soy un buen confesor. La Nela sonri� con tristeza. Despu�s baj� la cabeza, y dobl�ndose sus piernas, cay� de rodillas. -No, tonta, as� est�s mal. Si�ntate junto a m�; ven ac� -dijo Golf�n cari�osamente sent�ndola a su lado-. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. �No es verdad? �Y no hallabas ninguna! Efectivamente est�s demasiado sola en el mundo... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, �por qu�... pon mucha atenci�n... por qu� se te puso en la cabeza quitarte la vida?
La Nela no contest� nada. [226] -Yo te conoc� gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos d�as. �Por qu� de la noche a la ma�ana te has vuelto loca?... -Quer�a ir con mi madre -repuso la Nela, despu�s de vacilar un instante-. No quer�a vivir m�s. Yo no sirvo para nada. �De qu� sirvo yo? �No vale m�s que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me morir� yo misma por mi misma voluntad. -Esa idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, �infeliz criatura! �Maldito sea el que te la inculc� o los que te la inculcaron, porque son muchos!... Todos son igualmente responsables del abandono, de la soledad y de la ignorancia en que has vivido. �Que no sirves para nada! �Sabe Dios lo que hubieras sido t� en otras manos! Eres una personilla delicada, muy delicada, quiz�s de inmenso valor; pero �qu� demonio!, pon un arpa en manos toscas... �qu� har�n?, romperla... Porque tu constituci�n d�bil no te permita romper piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se llaman Mariuca y Pepina, �se ha de afirmar que no sirves para nada? �Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?... �No tendr�s t� inteligencia, no tendr�s t� sensibilidad, no tendr�s mil dotes preciosas que nadie ha sabido [227] cultivar? No: t� sirves para algo, a�n podr�s servir para mucho si encuentras una mano h�bil que te sepa manejar. La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendi� por intuici�n, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golf�n. Asombro y reconocimiento llenaban su alma. -Pero en ti no hay un misterio solo -a�adi� el le�n negro-. Ahora se te ha presentado la ocasi�n m�s preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un �ngel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas... �y t� qu� has hecho?... huir de ella como una salvaje... �Es esto ingratitud o alg�n otro sentimiento que no comprendemos? -No, no, no -replic� la Nela con aflicci�n- yo no soy ingrata. Yo adoro a la se�orita Florentina... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla... -Pues, hija, eso podr� ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata. -No, no soy ingrata -exclam� la Nela, ahogada por los sollozos-. Bien me lo tem�a [228] yo... s�, me lo tem�a... yo sospechaba que me creer�an ingrata, y esto
es lo �nico que me pon�a triste cuando me iba a matar... Como soy tan bruta, no supe pedir perd�n a la se�orita por mi fuga, ni supe explicarle nada... -Yo te reconciliar� con la se�orita... yo, si t� no quieres verla m�s, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora desc�breme tu coraz�n y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperaci�n. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla. -S�, se�or, eso mismo pienso yo. -�Y t� la aborreces?... Nela estuvo callada un momento. Despu�s cruzando los brazos, dijo con vehemencia: -No, se�or, yo no la aborrezco, sino que la deseo. -�A buena parte ibas a buscarla! -Yo creo que despu�s que uno se muere tiene todo lo que aqu� no puede conseguir... Si no, �por qu� nos est� llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sue�os, y so�ando veo felices y contentos a todos los que se han muerto. -�T� crees en lo que sue�as? [229] -S�, se�or. Y miro los �rboles y las pe�as que estoy acostumbrada a ver desde que nac�, y en su cara... -�Hola, hola!... �tambi�n los �rboles y las pe�as tienen cara?... -S�, se�or... Para m� todas las cosas hermosas ven y hablan... Por eso cuando todas me han dicho: �ven con nosotras; mu�rete y vivir�s sin pena�... �Qu� l�stima de fantas�a! -murmur� Golf�n-. Alma enteramente pagana. Y luego a�adi� en voz alta: -Si deseas la vida, �por qu� no aceptaste lo que Florentina te ofrec�a? Vuelvo al mismo tema. -Porque... porque... porque la se�orita Florentina no me ofrec�a sino la muerte dijo la Nela con energ�a. -�Qu� mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. T� te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos m�s dulces de una familia. �Has sido t� feliz en esta vida? -Empezaba a serlo... -�Y cu�ndo dejaste de serlo? [230] Despu�s de larga pausa, la Nela contest�:
-Cuando usted vino. -�Yo!... �Qu� males he tra�do? -Ninguno: no ha tra�do sino grandes bienes. -Yo he devuelto la vista a tu amo -dijo Golf�n, observando con atenci�n de fisi�logo el semblante de la Nela-. �No me agradeces esto? -Mucho, s�, se�or; mucho -replic� ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de l�grimas. Golf�n sin dejar de observarla, ni perder el m�s ligero s�ntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-ni�a, habl� as�: -Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que despu�s que tiene vista, no ha hecho m�s que preguntar por la Nela. Se conoce que para �l todo el Universo est� ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela. -�Para ver a la Nela!, �pues no ver� a la Nela!... �la Nela no se dejar� ver! exclam� ella con br�o. -�Y por qu�? -Porque es muy fea... Se puede querer a [231] la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la se�orita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela. -Qui�n sabe... -No puede ser... No puede ser -afirm� la vagabunda con la mayor energ�a. -Eso es un capricho tuyo... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevar� a la casa... -�No quiero, que no quiero!, grit� ella levant�ndose de un salto, y poni�ndose frente a Teodoro, que se qued� absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, se�ales ambas cosas de un car�cter decidido. -Tranquil�zate, ven ac� -le dijo con dulzura-. Hablaremos... Es verdad que no eres muy bonita... pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer. Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunci� solemnemente esta sentencia: -No debe haber cosas feas... Ninguna cosa fea debe vivir. -Pues mira, hijita, si todos los feos tuvi�ramos la obligaci�n de quitarnos de en medio, [232] �cu�n despoblado se quedar�a el mundo! �Pobre y desgraciada tontuela! Esa idea que me has dicho no es nueva. Tuvi�ronla personas que vivieron hace siglos, personas de fantas�a como t�, que viv�an en la Naturaleza
como t�, y que como t� carec�an de cierta luz que a ti te falta por tu ignorancia y abandono, y a ellas porque a�n esa luz no hab�a venido al mundo... Es preciso que te cures de esa man�a; es preciso que te hagas cargo de que hay una porci�n de dones m�s estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el tiempo, ni est�n sujetos al capricho de los ojos. B�scalos en tu alma y los encontrar�s. No te pasar� lo que con tu hermosura, que por mucho que en el espejo la busques, jam�s la hallar�s. Busca aquellos dones preciosos, cult�valos, y cuando los veas bien grandes y florecidos, no temas; ese af�n que sientes se calmar�. Entonces te sobrepondr�s f�cilmente a la situaci�n desairada en que te ves, y elev�ndote tendr�s una hermosura que no admirar�n quiz�s los ojos, pero que a ti misma te servir� de recreo y orgullo. Estas sensatas palabras o no fueron entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocult�ndose otra vez junto a Golf�n, le miraba atentamente. Sus ojos peque�itos, que a los [233] m�s hermosos ganaban en elocuencia, parec�an decir: -�Pero a qu� viene todas esas sabidur�as, se�or pedante? -Aqu� -continu� Golf�n, gozando extremadamente con aquel asunto, y d�ndole a pesar suyo un tono de tesis psicol�gica- hay una cuesti�n principal y es... La Nela le hab�a adivinado y se cubri� el rostro con las manos. -No tiene nada de extra�o; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y po�tica de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. �l es discreto hasta no m�s, y guapo como una estatua... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Adem�s su bondad y la grandeza de su coraz�n cautivan y enamoran. No es extra�o que te haya cautivado a ti, que eres ni�a casi mujer, o una mujer que parece ni�a. �Le quieres mucho, le quieres m�s que a todas las cosas de este mundo?... -S�, s�, se�or -repuso la chicuela sollozando. -�No puedes soportar la idea de que te deje de querer? -No, no, se�or. [234] -�l te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos... -�Oh!, s�, s�, se�or. Me dijo que yo ser�a su compa�era por toda la vida, y yo lo cre�... -�Por qu� no ha de ser verdad?... -Me dijo que no podr�a vivir sin m�, y que aunque tuviera vista me querr�a mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi peque�ez y mi facha rid�cula
no me importaban, porque �l no pod�a verme, y all� en sus tinieblas me ten�a por bonita... Pero despu�s... -Despu�s... -murmur� Golf�n traspasado de compasi�n-. Ya veo que yo tengo la culpa de todo. -La culpa no... porque usted ha hecho una buena obra. Usted es muy bueno... Es un bien que �l haya sanado de sus ojos... Yo me digo a m� misma que es un bien... pero despu�s de esto, yo debo quitarme de en medio... porque �l ver� a la se�orita Florentina y la comparar� conmigo... y la se�orita Florentina es como los �ngeles, y yo... compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... �Para qu� sirvo yo? Yo so�� que no deb�a haber nacido, �para qu� nac�?... �Dios se equivoc�!, h�zome una cara fea, un cuerpecillo chico y un coraz�n muy grande, �de qu� me sirve este coraz�n muy grande? De tormento [235] nada m�s. �Ay!, si yo no le sujetara, �l se empe�ar�a en aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no me gusta, yo no s� aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi coraz�n para que no me atormente m�s. -Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. �Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protecci�n de la se�orita Florentina �qu� sentimientos ha despertado en ti?... -�Miedo!... �verg�enza! -exclam� la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos-. �Vivir con ellos, vi�ndoles a todas horas... porque se casar�n, el coraz�n me ha dicho que se casar�n; yo he so�ado que se casar�n!... -Pero Florentina es muy buena, te amar�a mucho... -Yo la quiero tambi�n; pero no en Aldeacorba -dijo la de la Canela con exaltaci�n y desvar�o-. Ha venido a quitarme lo que es m�o... porque era m�o, s�, se�or... Florentina es como la Virgen Mar�a... yo le rezar�a, s�, se�or, le rezar�a; pero no quiero que me quite lo que es m�o... y me lo quitar�, ya me lo ha quitado... �A d�nde voy yo ahora, qu� soy, ni [236] de qu� valgo? Todo lo perd�, todo, y quiero irme con mi madre. La Nela dio algunos pasos; pero Golf�n, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la mu�eca. Haciendo esto observ� el agitado pulso de la vagabunda. -Ven ac� -le dijo-. Desde este momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres m�a y no has de hacer sino lo que yo te mande. �Pobre criatura, formada de sensibilidad ardiente, de imaginaci�n viva, de candidez y de superstici�n, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno; pero
desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el abandono y la falta de instrucci�n, pues careces hasta de la m�s elemental! �En qu� donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser precios�simo!... Ven ac�, que no has de separar de m�; te tomo, te cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de educaci�n... Veremos si s� tallar este hermoso diamante... �Ah!, �cu�ntas cosas ignoras! Yo te descubrir� un nuevo mundo en tu alma, te har� ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has conocido, aunque de todas ellas has de tener [237] t� una idea confusa, una idea vaga. �No sientes en tu pobre alma?... �c�mo te lo dir�?, el brotecillo, el pimpollo de una virtud que es la m�s preciosa y la madre de todas, la humildad, una virtud por la cual gozamos extraordinariamente �mira t� qu� cosa tan rara!, al vernos inferiores a los dem�s? Gozamos, s�, al ver que otros est�n por encima de nosotros. �No sientes tambi�n la abnegaci�n, por la cual nos complacemos en sacrificarnos por los dem�s y hacernos peque�itos para que los dem�s sean grandes? T� aprender�s esto, aprender�s a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con serenidad y alegr�a los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran coraz�n tuyo, someti�ndolo por completo, para que jam�s vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado da�o. �Entonces ser�s lo que debes ser por tu natural condici�n y por las cualidades que posees desde el nacer. �Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo po�tico, s�, esa es la palabra y te la digo aunque no la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas [238] queda memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses m�s queridos. Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimaci�n del esp�ritu. Y esta sociedad ego�sta que ha permitido tal abandono, �qu� nombre merece? Te ha dejado crecer en la soledad de unas minas, sin ense�arte una letra, sin hacerte conocer las conquistas m�s preciosas de la inteligencia, las verdades m�s elementales que hoy gobiernan al mundo; ni siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada; ni siquiera te ha dado la imperfect�sima instrucci�n religiosa de que ella se envanece. Apenas has visto una iglesia m�s que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes recitar una oraci�n que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni
de Dios, ni del alma... Pero todo lo sabr�s; t� ser�s otra, dejar�s de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una se�orita de m�rito, una mujer de bien.� No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golf�n con tal vehemencia y br�o que olvid� un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda sent�a una fascinaci�n extra�a, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente [239] en su alma hallando f�cil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recost� su cabeza sobre el hombro de Teodoro. -Vamos all� -dijo este s�bitamente. La Nela tembl� toda. Golf�n observ� el sudor de su frente, el glacial fr�o de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia f�sica, afirmose m�s en ella, repitiendo: -Vamos, vamos; aqu� hace fr�o. Tom� de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejerc�a era ya tan grande, que la muchacha se levant� tras �l y dieron juntos algunos pasos. Despu�s la Nela se detuvo y cay� de rodillas. -�Oh!, se�or -exclam� con espanto- no me lleve usted. Estaba p�lida y descompuesta con se�ales de una espantosa alteraci�n f�sica y moral. Golf�n le tir� del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de �l como de un cuerpo muerto. Hace d�as -dijo Golf�n- que en este mismo sitio te llev� sobre mis hombros porque [240] no pod�as andar. Esta noche ser� lo mismo. Y la levant� en sus brazos. La ardiente respiraci�n de la mujer-ni�a le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en �l las ra�ces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golf�n sinti� que su carga se hac�a menos pesada. La Nela ergu�a su cuello, elevaba las manos con adem�n de desesperaci�n; pero callaba. Entr�. Todo estaba en silencio. Una criada sali� a recibirle, y a instancias de Teodoro cond�jole sin hacer ruido a la habitaci�n de la se�orita Florentina. Hall�base esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitaci�n, y a su fugaz alarma sucedi� el asombro, observando la carga que Golf�n sobre sus robustos hombros tra�a.
La sorpresa no permiti� a la se�orita de Pen�guilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sof�, le dijo: -Aqu� la traigo... �qu� tal?, �soy buen cazador de mariposas? [241]
- XX El nuevo mundo Retrocedamos algunos d�as. Cuando Teodoro Golf�n levant� por primera vez el vendaje de Pablo Pen�guilas, este dio un grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extend�a las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para �l como un inmenso abismo en el cual se supon�a pr�ximo a caer. El instinto de conservaci�n oblig�bale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los dem�s de la casa, que sent�an la ansiedad m�s honda, mir� de nuevo; pero el temor no disminu�a. Las im�genes entraban, dig�moslo as�, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que �l cre�a chocar contra los objetos. Las monta�as lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su [242] mano, y los objetos y personas que le rodeaban los ve�a cual si r�pidamente cayeran sobre sus ojos. Teodoro Golf�n observaba estos fen�menos con la m�s viva curiosidad, porque era aqu�l el segundo caso de curaci�n de ceguera cong�nita que hab�a presenciado. Los dem�s no se atrev�an a manifestar alegr�a; de tal modo les confund�a y pasmaba la perturbada inauguraci�n de las funciones �pticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegr�a delirante. Sus nervios y su fantas�a hall�banse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzg� prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo: -Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay tambi�n mucho dolor. M�s tarde el joven mostr� deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consinti� en abrirle un resquicio del mundo visible. -Mi interior -dijo Pablo, explicando su impresi�n primera- est� inundado de hermosura, de una hermosura que antes no conoc�a. �Qu� cosas fueron las que entraron en [243] m� llen�ndome de terror? La idea del tama�o, que yo no
conceb�a sino de una manera imperfecta, se me present� clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas m�s altas a los abismos m�s profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas esas sensaciones sublimes. Aquella extensi�n de hermosura que contempl� me ha dejado anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia m� como para recibirme. Yo ve�a el Universo entero corriendo hacia m� y estaba sobrecogido y temeroso... El cielo era un gran vac�o atento, no lo expreso bien... era el aspecto de conjunto de cielo y severo en su gran �en d�nde est� la
una cosa extraordinariamente dotada de expresi�n. Todo aquel y monta�as me observaba y hacia m� corr�a... pero todo era fr�o majestad. Ens��enme una cosa delicada y cari�osa... la Nela, Nela?
Al decir esto, Golf�n, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxili�ndoles con anteojos h�bilmente graduados, le pon�a en comunicaci�n con la belleza visible. -�Oh! Dios m�o... �esto que veo es la Nela? -exclam� Pablo con entusiasta admiraci�n. -Es tu prima Florentina. [244] -�Ah! -dijo el joven lleno de confusi�n-. Es mi prima... Yo no ten�a idea de una hermosura semejante... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima m�a, eres como una m�sica deliciosa, eso que veo me parece la expresi�n m�s clara de la armon�a... �Y la Nela d�nde est�? -Tiempo tendr�s de verla -dijo D. Francisco lleno de gozo-. Sosi�gate ahora. -�Florentina, Florentina! -repiti� el ciego con desvar�o-. �Qu� tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Est�s en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos... al fin puedo tener idea de c�mo son los �ngeles... y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostr�ndome ideas precios�simas... �qu� es esto? -Principia a hacerse cargo de los colores -murmur� Golf�n-. Quiz�s vea los objetos rodeados con los colores del iris. A�n no posee bien la adaptaci�n a las distancias. -Te veo dentro de mis propios ojos -a�adi� Pablo-. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona visible es para m� como un recuerdo. �Un recuerdo de qu�? Yo no he visto nada hasta ahora... �Habr� vivido antes de esta vida? No lo s�; pero yo ten�a noticias de esos [245] tus ojos. Y t�, padre, �d�nde est�s? �Ah!, ya te veo. Eres t�... se me representa contigo el amor que te tengo... �Pues y mi t�o?... Ambos os parec�is mucho... �En d�nde est� el bendito Golf�n?
-Aqu�... en la presencia de su enfermo -dijo Teodoro present�ndose-. Aqu� estoy m�s feo que Picio... Como usted no ha visto a�n leones ni perros de Terranova, no tendr� idea de mi belleza... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales. -Todos son buenas personas -dijo Pablo con gran candor-; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja... �Y la Nela?, por Dios, �no traen a la Nela? Dij�ronle que su lazarillo no parec�a por la casa, ni pod�an ellos ocuparse en buscarla (16), lo que le caus� grand�sima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incit�ndole a dormir. Al d�a siguiente era grande su postraci�n, pero de todo triunf� su naturaleza en�rgica. Pidi� que le ense�aran un vaso de agua y al verlo dijo: -Parece que estoy bebiendo el agua s�lo con verla. Del mismo modo se expres� con respecto a otros objetos, los cuales hac�an viva impresi�n [246] en su fantas�a. Golf�n despu�s de tratar de remediar la aberraci�n de esfericidad por medio de lentes, que fue probando uno tras otro, principi� a ejercitarle en la distinci�n y combinaci�n de los colores; pero el vigoroso entendimiento del joven propend�a siempre a distinguir la fealdad de la hermosura. Distingu�a estas dos ideas en absoluto, sin que influyera nada en �l ni la idea de utilidad, ni aun la de bondad. Pareciole encantadora una mariposa que extraviada entr� en su cuarto. Un tintero le parec�a horrible, a pesar de que su t�o le demostr� con ingeniosos argumentos, que serv�a para poner la tinta de escribir... la tinta de escribir. Entre una estampa del Crucificado y otra de Galatea navegando sobre una concha con escolta de tritones y ninfas, prefiri� esta �ltima, lo que hizo mal efecto en Florentina, que prometi� ense�arle a poner las cosas sagradas cien codos por encima de las profanas. Observaba las caras con la m�s viva atenci�n, y la maravillosa concordancia de los accidentes faciales con el lenguaje le pasmaba en extremo. Viendo a las criadas y a otras mujeres de Aldeacorba, manifest� el m�s vivo desagrado, porque eran o feas o insignificantes; y es que la hermosura de su prima convert�a en adefesios a todas las dem�s mujeres. [247] A pesar de esto, deseaba verlas a todas. Su curiosidad era una fiebre intensa que de ning�n modo pod�a calmarse. Cada vez era mayor su desconsuelo por no ver a la Nela; pero en tanto rogaba a Florentina que no dejase de acompa�arle un momento. El tercer d�a le dijo Golf�n: -Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.
Trajeron un espejo y Pablo se mir� en �l. -Este soy yo... -dijo con loca admiraci�n-. Trabajo me cuesta el creerlo... �Y c�mo estoy dentro de esta agua dura y quieta? �Qu� cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atm�sfera de piedra... Por vida m�a que no soy feo... �no es verdad, prima? �Y t�, cuando te miras aqu�, sales tan guapa como eres? No puede ser. M�rate en el cielo trasparente y all� ver�s tu imagen. Creer�s que ves a los �ngeles cuando te veas a ti misma. A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le dec�a: -Prima m�a, mi padre me ha le�do aquel pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Crist�bal Col�n descubri� el Mundo [248] Nuevo, jam�s visto por hombre alguno de Europa. Aquel navegante abri� los ojos del mundo conocido para que viera otro m�s hermoso. No puedo figur�rmelo a �l sino como a un Teodoro Golf�n, y a la Europa como a un gran ciego para quien la Am�rica y sus maravillas fueron la luz. Yo tambi�n he descubierto un Nuevo Mundo. T� eres mi Am�rica, t� eres aquella primera isla hermosa donde puso su pie el navegante. Faltole ver el continente con sus inmensos bosques y r�os. A m� tambi�n me quedar� por ver quiz�s lo m�s hermoso... Despu�s cay� en profunda meditaci�n, y al cabo de ella pregunt�: -�En d�nde est� la Nela? -No s� qu� le pasa a esa pobre muchacha -dijo Florentina-. No quiere verte sin duda. -Es vergonzosa y muy modesta -replic� Pablo-. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te dir� que la quiero mucho. T� la querr�s mucho tambi�n. Deseo ardientemente ver a esa buena compa�era y amiga m�a. -Yo misma ir� a buscarla ma�ana. -S�, s�... pero no est�s mucho tiempo fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo... Me he acostumbrado a verte, y estos tres d�as me [249] parecen siglos de felicidad... No me robes ni un minuto. Dec�ame anoche mi padre que despu�s de verte a ti no debo tener curiosidad de ver a mujer ninguna. -�Qu� tonter�a! -dijo la se�orita ruboriz�ndose-. Hay otras mucho m�s guapas que yo... -No, no, todos dicen que no -afirm� vendada hacia la primita, como si al a�n-. Antes me dec�an eso y yo no lo conciencia del mundo visible y de la tipo
Pablo con vehemencia, y dirig�a su cara trav�s de tantos obst�culos quisiera verla quer�a creer; pero despu�s que tengo belleza real, lo creo, s�, lo creo. Eres un
perfecto de hermosura; no hay m�s all�, no puede haberlo... Dame tu mano. El primo estrech� ardientemente entre sus manos la de la se�orita. -Ahora me r�o yo -a�adi� �l- de mi rid�cula vanidad de ciego, de mi necio empe�o de apreciar sin vista el aspecto de las cosas... Creo que toda la vida me durar� el asombro que me produjo la realidad... �La realidad! El que no la posee es un idiota... Florentina, yo era un idiota. -No, primo; siempre fuiste y eres muy discreto... Pero no excites ahora tu imaginaci�n... Pronto ser� hora de dormir. D. Teodoro [250] ha mandado que no se te d� conversaci�n a esta hora, porque te desvelas... Si no te callas me voy. -�Es ya de noche? -S�, es de noche. -Pues sea de noche o de d�a, yo quiero hablar -afirm� Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado-. Con una condici�n me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que est�s ah�. -Bueno, as� lo har�, y ah� va la primer fe de vida -dijo Florentina, dando una palmada en la cama. -Cuando te siento re�r, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en m� de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo. -�Vuelve la charla?... Que llamo a D. Teodoro -dijo la se�orita jovialmente. -No... estate quieta. Si no puedo callar... si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo que veo aqu� dentro de mi cerebro me atormentar�a (17) m�s... �Y quieres t� que duerma!... �Dormir! Si te tengo aqu� dentro, [251] Florentina, d�ndome vueltas en el cerebro y volvi�ndome loco... Padezco y gozo lo que no se puede decir, porque no hay palabras para decirlo. Toda la noche la paso hablando contigo y con la Nela... �la pobre Nela!, tengo curiosidad de verla, una curiosidad muy grande. -Yo misma ir� a buscarla ma�ana... Vaya, se acab� la conversaci�n. Calladito, o me marcho. -Qu�date... Hablar� conmigo mismo... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando habl�bamos solos los dos... voy a recordar lo que t� me dijiste... -�Yo? -Es decir, las cosas que yo me figuraba o�r de tu boca... Silencio, se�orita de Pen�guilas... yo me entiendo solo con mi imaginaci�n.
Al d�a siguiente cuando Florentina se present� delante de su primo, le dijo: -Tra�a a Mariquilla y se me escap�. �Qu� ingratitud! -�Y no la has buscado? -�D�nde?... �Huy� de m�! Esta tarde saldr� otra vez y la buscar� hasta que la encuentre. -No, no salgas -dijo Pablo vivamente-. Ella parecer�, ella vendr� sola. -Parece loca. [252] -�Sabe que tengo vista? -Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Sant�sima Virgen y me besa el vestido. -Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena... �Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, �no te parece? -Es una ingrata -dijo Florentina con tristeza. -�Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena... yo la aprecio mucho... Es preciso que me la busquen y me la traigan aqu�. -Yo ir�. -No, no, t� no -dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima-. La obligaci�n de usted, se�orita sin juicio, es acompa�arme. Si no viene pronto el se�or Golf�n a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantar� solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir... �Ha venido D. Teodoro? -Abajo est� con tu padre y el m�o. Pronto subir�. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela. Pablo se incorpor� con desvar�o. -�Luz, luz!... Es una iniquidad que le tengan [253] a uno tanto tiempo a oscuras. As� no se puede vivir... yo me muero. Necesito mi pan de cada d�a, necesito la funci�n de mis ojos... Hoy no te he visto, prima, y estoy loco por verte. Tengo una sed rabiosa de verte. �Viva la realidad!... Bendito sea Dios que te cri�, mujer hechicera, compendio de todas las bellezas... Pero si despu�s de criar la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, �cu�n tonta ser�a su obra!... �Luz, luz! Subi� Teodoro y le abri� las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Despu�s pas� el d�a tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvi� a fijar la atenci�n en un punto de su vida, que parec�a alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un d�a sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:
-�No ha parecido la Nela? D�jole Florentina que no, y hablaron de otra cosa. Aquella noche sinti� Pablo a deshora ruido de voces en la casa. Crey� o�r la voz de Teodoro Golf�n, la de Florentina y la de su padre. Despu�s se durmi� tranquilamente, siguiendo durante su sue�o atormentado por las im�genes de todo lo que hab�a visto y por [254] los fantasmas de lo que �l mismo se imaginaba. Su sue�o, que principi� dulce y tranquilo, fue despu�s agitado y angustioso, porque en el profundo seno de su alma, como en una caverna reci�n iluminada, luchaban las hermosuras y fealdades del mundo pl�stico, despertando pasiones, enterrando recuerdos y trastornando su alma toda. Al d�a siguiente, seg�n promesa de Golf�n, le permitir�an levantarse y andar por la casa. [255]
- XXI Los ojos matan La habitaci�n destinada a Florentina en Aldeacorba era la m�s alegre de la casa. Nadie hab�a vivido en ella desde la muerte de la se�ora de Pen�guilas; pero D. Francisco, creyendo a su sobrina digna de alojarse all�, arregl� la estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conoc�an en vida de su esposa. Daba el balc�n al Mediod�a y a la huerta, por lo cual la estancia hall�base diariamente inundada de gratos olores y de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los p�jaros. Florentina, en los pocos d�as de su residencia all�, hab�a dado a la habitaci�n el molde, dig�moslo as�, de su persona. Diversas cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que all� viv�a, as� como el nido da a conocer el ave. Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para [256] convertir una choza en palacio no tienen m�s que meterse en ella. Era aquel d�a tempestuoso (y decimos aquel d�a, porque no sabemos qu� d�a era: s�lo sabemos que era un d�a). Hab�a llovido toda la ma�ana. Despu�s hab�a aclarado el cielo, y por �ltimo, sobre la atm�sfera h�meda y blanca apareci� majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Fic�briga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representaci�n absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.
En la habitaci�n estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Imparciales y otros peri�dicos. Hall�base en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando est�n jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado hab�a un mont�n de pedazos de lana, percal, madapol�n y otras telas que aquella ma�ana hab�a hecho traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aqu�, recorta [257] por all�, Florentina hac�a mangas, faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni hab�a que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra tambi�n de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intenci�n salva el resultado. Su excelente padre le hab�a dicho aquella ma�ana al comenzar la obra: -Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No s� qu� me da de ver a una se�orita de buena sociedad arrastr�ndose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano... Eso no est� bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, �y me ha de agradar que trabajes para las dem�s?... �para qu� sirven las modistas?... �para qu� sirven las modistas, eh? -Esto lo har�a cualquier modista mejor que yo -repuso Florentina riendo- pero entonces no lo har�a yo, se�or pap�; y precisamente quiero hacerlo yo misma. Despu�s Florentina se qued� sola, no, no se qued� sola, porque en el testero principal de la alcoba, entre la cama y el ropero, hab�a un sof� de forma antigua, y sobre el sof� dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante [258] desencajado y an�mico. Dorm�a. Su sue�o era un letargo inquieto que se interrump�a a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parec�a estar m�s sosegada cuando al medio d�a volvi� a entrar en la pieza el padre de Florentina, acompa�ado de Teodoro Golf�n. Golf�n se dirigi� al sof�, y aproximando su cara observ� la de la Nela. -Parece que su sue�o es ahora m�s tranquilo -dijo-. No hagamos ruido. -�Qu� le parece a usted mi hija? -dijo don Manuel riendo-. �No ve usted las tareas que se da?... Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, �no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, �por qu� se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija d� al pr�jimo todo lo que yo le se�alo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta man�a de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...
-D�jela usted -replic� Golf�n, contemplando a la se�orita de Pen�guilas con cierto arrobamiento-. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres. -No me opongo yo a que en sus caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota [259] -dijo D. Manuel pase�ndose pomposamente por la habitaci�n con las manos en los bolsillos-. �Pero no hay otro medio mejor de hacer caridades? Ella ha querido dar gracias a Dios por la curaci�n de mi sobrino... muy bueno es esto, muy evang�lico... pero veamos... pero veamos. Det�vose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas. -�No habr�a sido m�s razonable -a�adi�- que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha, hubiera organizado mi hijita una de esas �tiles solemnidades que se estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos sentimientos lo m�s selecto de la sociedad? �Por qu� no te ocurri� celebrar una rifa? Entre los amigos hubi�ramos colocado todos los billetes reuniendo una buena suma que podr�as destinar a los asilos de Beneficencia. Pod�as haber formado una sociedad con todo el se�or�o de Villamojada y su t�rmino, o con todo el se�or�o de Santa Irene de Camp�, y celebrar juntas y reunir mucho dinero... �Qu� tal? Tambi�n pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera encargado de lo tocante al ganado y lidiadores... �Oh! Anoche hemos estado hablando acerca de esto la se�ora do�a Sof�a y yo... Aprende, aprende de esa se�ora. [260] A ella deben los pobres qu� s� yo cu�ntas cosas. �Pues y las muchas familias que viven de la administraci�n de las rifas? �Pues y lo que ganan los c�micos con estas funciones? �Oh!, los que est�n en el Hospicio no son los �nicos pobres. Me dijo Sof�a que en los bailes de m�scaras dados este invierno sacaron un dineral. Verdad que se llevaron gran parte la empresa del gas, el alquiler del teatro, los empleados... pero a los pobres les lleg� su pedazo de pan... O si no, hija m�a, lee la estad�stica... o si no, hija m�a, lee la estad�stica. Florentina se re�a, y no hallando mejor contestaci�n que repetir una frase de Teodoro Golf�n, dijo a su padre: -Cada uno tiene su modo de gastar alfileres. -Se�or D. Teodoro -indic� con desabrimiento D. Manuel- convenga usted en que no hay otra como mi hija. -S�, en efecto -manifest� Teodoro con intenci�n profunda, contemplando a la joven- no hay otra como Florentina.
-Con todos sus defectos -dijo el padre acariciando a la se�orita- la quiero m�s que a mi vida. Esta p�cara vale m�s oro que pesa... Vamos a ver �qu� te gusta m�s, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Camp�? [261] -No me disgusta Aldeacorba. -�Ah!, picarona... ya veo el rumbo que tomas... Bien, me parece ustedes que a estas horas mi hermano le est� echando un serm�n a Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, D. pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a mi hermano... a ver lo que dice mi hermano.
bien. �Saben su hijo? Teodoro, c�mo se ver lo que dice
Retirose el buen hombre. Teodoro se acerc� a la Nela para observarla de nuevo. -�Ha dormido anoche? -pregunt� a Florentina. -Poco. Toda la noche la o� suspirar y llorar. Esta noche tendr� una buena cama, que he mandado traer de Villamojada. La pondr� en ese cuartito que est� junto al m�o. -�Pobre Nela! -exclam� el m�dico-. No puede usted figurarse el inter�s que siento por esta infeliz criatura. Alguien se reir� de esto; pero no somos de piedra. Lo que hagamos para enaltecer a este pobre ser y mejorar su condici�n, enti�ndase hecho en pro de una parte no peque�a del g�nero humano. Como la Nela hay muchos miles de seres en el mundo. �Qui�n los conoce?, �d�nde est�n? Est�n perdidos en los desiertos sociales... que tambi�n hay desiertos sociales; est�n en lo m�s oscuro de las [262] poblaciones, en lo m�s solitario de los campos, en las minas, en los talleres. Frecuentemente pasamos junto a ellos y no les vemos... Les damos limosna sin conocerles... No podemos fijar nuestra atenci�n en esa miserable parte de la sociedad. Al principio cre� que la Nela era un caso excepcional; pero no, he meditado, he recordado y he visto que es un caso de los m�s comunes. Este es un ejemplo del estado a que vienen los seres moralmente organizados para el bien, para el saber, para la virtud y que por su abandono y apartamiento no pueden desarrollar las fuerzas de su alma. Viven ciegos del esp�ritu, como Pablo Pen�guilas ha vivido ciego del cuerpo teniendo vista. Florentina, vivamente impresionada, parec�a haber comprendido las observaciones de Golf�n. -Aqu� la tiene usted -a�adi� este-. Posee una fantas�a preciosa, sensibilidad viva; sabe amar con ternura y pasi�n; tiene su alma aptitud maravillosa para todo aquello que del alma depende; pero al mismo tiempo est� llena de las
supersticiones m�s groseras; sus ideas religiosas son vagas, monstruosas, equivocadas; sus ideas morales no tienen m�s gu�a que el sentido natural. No tiene m�s educaci�n que la que ella misma se ha dado, como [263] planta que se fecunda con sus propias hojas secas. Nada debe a los dem�s. Durante su ni�ez no ha o�do ni una lecci�n, ni un amoroso consejo, ni una santa homil�a. Se gu�a por ejemplos que aplica a su antojo. Su criterio es suyo, propiamente suyo. Como tiene imaginaci�n y sensibilidad, como su alma se ha inclinado desde el principio a adorar algo, ha adorado la Naturaleza lo mismo que los pueblos primitivos. Sus ideales son naturalistas, y si usted no me entiende bien, querida Florentina, se lo explicar� mejor en otra ocasi�n. �Su esp�ritu da a la forma, a la belleza una preferencia sistem�tica. Todo su ser, sus afectos todos giran en derredor de esta idea. Las preeminencias y las altas dotes del esp�ritu son para ella una regi�n confusa, una tierra apenas descubierta, de la cual no se tienen sino noticias vagas por alg�n viajero n�ufrago. La gran conquista evang�lica, que es una de las m�s gloriosas que ha hecho nuestro esp�ritu, apenas llega a sus o�dos como un rumor... es como una sospecha semejante a la que los pueblos asi�ticos tienen del saber europeo, y si no me entiende usted bien, querida Florentina, m�s adelante se lo explicar� mejor... �Pero ella est� hecha para realizar en poco tiempo grandes progresos y ponerse al nivel [264] de nosotros. Al�mbresele un poco y recorrer� con paso gigantesco los siglos... est� muy atrasada, ve poco; pero teniendo luz andar�. Esa luz no se la ha dado nadie hasta ahora, porque Pablo Pen�guilas, por su ignorancia de la realidad visible, contribu�a sin quererlo a aumentar sus errores. Ese idealista exagerado y loco no es el clase. Nosotros ense�aremos la verdad a de otros siglos; le haremos conocer las siglo; daremos a su esp�ritu una fuerza
mejor maestro para un esp�ritu de esta esta pobre criatura, resucitado ejemplar dotes del alma; la traeremos a nuestro que no tiene; sustituiremos su naturalismo
y sus rudas supersticiones con una noble conciencia cristiana. Aqu� tenemos un admirable campo, una naturaleza primitiva, en la cual ensayaremos la ense�anza de los siglos; haremos rodar el tiempo sobre ella con las m�ltiples verdades descubiertas; crearemos un nuevo ser, porque esto, querida Florentina (no lo interprete usted mal), es lo mismo que crear un nuevo ser, y si usted no lo entiende, en otra ocasi�n se lo explicar� mejor.� Florentina, a pesar de no ser sabihonda, algo crey� entender de lo que en su original estilo hab�a dicho Golf�n. Tambi�n ella iba a hacer sus observaciones
sobre aquel tema; pero [265] en el mismo instante despert� la Nela. Sus ojos se revolvieron temerosos observando toda la estancia, despu�s se fijaron alternativamente en las dos personas que la contemplaban. -�Nos tienes miedo? -le dijo Florentina dulcemente. -No se�ora, miedo no -balbuci� la Nela-. Usted es muy buena. El Sr. D. Teodoro tambi�n. -�No est�s contenta aqu�? �Qu� temes? Golf�n le tom� una mano. -H�blanos con franqueza -le dijo- �a cu�l de los dos quieres m�s, a Florentina o a m�? La Nela no contest�. Florentina y Golf�n sonre�an; pero ella guardaba una seriedad taciturna. -Oye una cosa, tontuela -prosigui� el m�dico-. Ahora has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aqu�, yo me marcho. Dec�dete por uno de los dos. �A cu�l escoges? Marianela dirigi� sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestaci�n categ�rica. Por �ltimo se detuvieron en el rostro de Golf�n. -Se me figura que soy yo el preferido... Es una injusticia, Nela; Florentina se va a enojar. La pobre enferma sonri� entonces, y extendiendo [266] una de sus d�biles manos hacia la se�orita de Pen�guilas, murmur�: -No quiero que se enoje. Al decir esto, Mar�a se qued� l�vida; alarg� su cuello, sus ojos se desencajaron. Su o�do prestaba atenci�n a un rumor terrible. Hab�a sentido pasos. -�Viene! -exclam� Golf�n, participando del terror de su enferma. -Es �l -dijo Florentina, apart�ndose del sof� y corriendo hacia la puerta. Era �l. Pablo hab�a empujado la puerta y entraba despacio, marchando en direcci�n recta, por la costumbre adquirida durante su larga ceguera. Ven�a riendo, y sus ojos, libres de la venda que �l mismo se hab�a levantado, miraban hacia adelante. No habi�ndose familiarizado a�n con los movimientos de rotaci�n del ojo, apenas percib�a las im�genes laterales. Podr�a decirse de �l, como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que s�lo ve�a lo que ten�a delante. -Primita -dijo avanzando hacia ella-. �C�mo no has ido a verme hoy?, yo vengo a buscarte. Tu pap� me ha dicho que est�s haciendo trajes para los pobres. Por eso te perdono.
Florentina no supo qu� contestar. Estaba [267] contrariada. Pablo no hab�a visto al doctor ni a la Nela. Florentina para alejarle del sof�, se hab�a dirigi� hacia el balc�n, y recogiendo algunos trozos de tela, se hab�a sentado en adem�n de ponerse a trabajar. Ba��bala la risue�a luz del sol, coloreando espl�ndidamente su costado izquierdo y dando a su hermosa tez moreno-rosa el realce m�s encantador. Brillaba entonces su belleza como personificaci�n hechicera de la misma luz. Su cabello en desorden, su vestido suelto llevaban al �ltimo grado la elegancia natural de la gentil doncella, cuya actitud casta y noble superaba a las m�s perfectas concepciones del arte. -Primito- dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo- D. Teodoro no te ha dado todav�a permiso para quitarte hoy la venda. Eso no est� bien. -Me lo dar� despu�s -replic� el mancebo riendo-. No me puede suceder nada. Me encuentro bien. Y si algo me sucede algo, no me importa. No, no me importa quedarme ciego otra vez despu�s de haberte visto. -�Qu� bueno estar�a eso!... -dijo Florentina en tono de reprensi�n. -Estaba en mi cuarto solo; mi padre hab�a salido, despu�s de hablarme de ti... T� ya sabes lo que me ha dicho... [268] -No, no s� nada -replic� la joven, fijando sus ojos en la costura. -Pues yo s� lo s�... Mi padre es muy razonable. Nos quiere mucho a los dos... Cuando mi padre sali�, levanteme la venda y mir� al campo... Vi el arco iris y me qued� asombrado, mudo de admiraci�n y de fervor religioso... No s� por qu� aquel sublime espect�culo, para m� desconocido hasta hoy, me dio la idea m�s perfecta de la armon�a del mundo... No s� por qu�, al mirar la perfecta uni�n de sus colores, pensaba en ti... No s� por qu�, viendo el arco iris, dije: �yo he sentido antes esto en alguna parte...� Me produjo sensaci�n igual a la que sent� al verte, Florentina de mi alma. El coraz�n no me cab�a en el pecho: yo quer�a llorar... llor� mucho y las l�grimas cegaron por un instante mis ojos. Te llam�, no me respondiste... Cuando mis ojos pudieron ver de nuevo, el arco iris hab�a desaparecido... Sal� para buscarte, cre� que estabas en la huerta... baj�, sub�, y aqu� estoy... Te encuentro tan maravillosamente nunca te he visto bien hasta hoy... nunca hasta de comparar... He visto muchas mujeres... todas cuesta trabajo creer que hayas existido durante
hermosa que me parece que hoy, porque ya he tenido tiempo son horribles junto a ti... Si me mi ceguera... [269] No, no, lo que
me ocurre es que naciste en el momento en que se hizo la luz dentro de m�, que te cre� mi pensamiento en el instante de ser due�o del mundo visible... Me han dicho
que no hay ninguna criatura que a ti se compare. Yo no lo quer�a creer; pero ya lo creo, lo creo como creo en la luz. Diciendo esto puso una rodilla en tierra. Alarmada y ruborizada Florentina dej� de prestar atenci�n a la costura. -Primo... �por Dios!... -murmur�. -Prima... �por Dios! -exclam� Pablo con entusiasmo candoroso- �por qu� eres t� tan bonita?... Mi padre es muy razonable... no se puede oponer nada a su l�gica ni a su bondad... Florentina, yo cre� que no pod�a quererte; yo cre� posible querer a otra m�s que a ti... �Qu� necedad! Gracias a Dios que hay l�gica en mis afectos... Mi padre, a quien he confesado mis errores, me ha dicho que yo amaba a un monstruo... Ahora puedo decir que idolatro a un �ngel. El est�pido ciego ha visto ya y al fin presta homenaje a la verdadera hermosura... pero yo tiemblo... �no me ves temblar? Te estoy viendo y no deseo m�s que poder cogerte y encerrarte dentro de mi coraz�n, abraz�ndote y apret�ndote contra mi pecho... fuerte, muy fuerte. [270] Pablo, que hab�a puesto las dos rodillas en tierra, se abrazaba a s� mismo. -Yo no s� lo que siento -a�adi� con turbaci�n, torpe la lengua, p�lido el rostro-. Cada d�a descubro un nuevo mundo, Florentina. Descubr� el de la luz, descubro hoy otro... �Es posible que t�, tan hermosa, tan divina, seas para m�? �Prima, prima m�a, esposa de mi alma! Parec�a que iba a caer al suelo desvanecido. Florentina hizo adem�n de levantarse. Pablo le tom� una mano; despu�s, retirando �l mismo la ancha manga que lo cubr�a, besole el brazo con vehemente ardor, contando los besos. -Uno, dos, tres, cuatro... �Yo me muero! -Quita, quita -dijo Florentina, poni�ndose en pie, y haciendo levantar tras ella a su primo-. Se�or doctor, r��ale usted. Teodoro grit�: -�Pronto... esa venda en los ojos, y a su cuarto, joven! Confuso volvi� el joven su rostro hacia aquel lado. Tomando la visual recta vio al doctor junto al sof� de paja cubierto de mantas. -�Est� usted ah�, Sr. Golf�n? -dijo acerc�ndose en l�nea recta. -Aqu� estoy -repuso Golf�n seriamente. [271] Creo que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitaci�n. Yo le acompa�ar�. -Me encuentro perfectamente... Sin embargo, obedecer�... Pero antes d�jenme ver esto.
Observaba la manta y entre las mantas una cabeza cadav�rica y de aspecto muy desagradable. En efecto, parec�a que la nariz de la Nela se hab�a hecho m�s picuda, sus ojos m�s chicos, su boca m�s insignificante, su tez m�s pecosa, sus cabellos m�s ralos, su frente m�s angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los c�rdenos labios, la infeliz parec�a hallarse en la postrera agon�a, s�ntoma inevitable de la muerte. -�Ah! -dijo Pablo- mi t�o me dijo que Florentina hab�a recogido una pobre... �Qu� admirable bondad!... Y t�, infeliz muchacha, al�grate, has ca�do en manos de un �ngel... �Est�s enferma? En mi casa no te faltar� nada... Mi prima es la imagen m�s hermosa de Dios... Esta pobrecita est� muy mala, �no es verdad, doctor? -S� -dijo Golf�n-, le conviene estar sola y no o�r hablar. -Pues me voy. Pablo alarg� una mano hasta tocar aquella cabeza que le parec�a la expresi�n m�s triste de [272] la miseria y desgracia humanas. Entonces la Nela movi� los ojos y los fij� en su amo. Pablo se crey� Pablo mirado desde el fondo de un sepulcro; tanta era la tristeza y el dolor que en aquella mirada hab�a. Despu�s la Nela sac� de entre las mantas una mano flaca, tostada y �spera y tom� la mano del se�orito de Pen�guilas, quien al sentir su contacto se estremeci� de pies a cabeza y lanz� un grito en que toda su alma gritaba. Hubo una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las cat�strofes del esp�ritu, como para hacerlas m�s solemnes. Con voz temblorosa, que en todos produjo tr�gica emoci�n, la Nela dijo: -S�, se�orito m�o, yo soy la Nela. Lentamente y como si moviera un objeto de mucho peso, llev� a sus secos labios la mano del se�orito y le dio un beso... despu�s un segundo beso... y al dar el tercero, sus labios resbalaron inertes sobre la piel del mancebo. Despu�s callaron todos. Callaban mir�ndola. El primero que rompi� la palabra fue Pablo, que dijo: -Eres t�... �Eres t�!... Despu�s le ocurrieron muchas cosas, para ello que hubiera descubierto un descubierto dos nuevos mundos, el de m�s que mirar, mirar y hacer memoria vivido, all� donde quedaban perdidos errores de ciego.
pero no pudo decir ninguna. Era preciso nuevo lenguaje, [273] as� como hab�a la luz, y el del amor por la forma. No hac�a de aquel tenebroso mundo en que hab�a entre la bruma sus pasiones, sus ideas y sus
Florentina se acerc� derramando l�grimas, para examinar el rostro de la Nela, y Golf�n que la observaba como hombre y como sabio, pronunci� estas l�gubres palabras. -�La mat�! �Maldita vista suya! Y despu�s mirando a Pablo con severidad le dijo: -Ret�rese usted. -Morir... morirse as� sin causa alguna... Esto no puede ser -exclam� Florentina con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la Nela-. �Mar�a!... �Marianela! La llam� repetidas veces, inclinada sobre ella, mir�ndola como se mira y como se llama desde los bordes de un pozo a la persona que se ha ca�do en �l y se sumerge en las hond�simas y negras aguas. -No responde -dijo Pablo con terror. Golf�n tentaba aquella vida pr�xima a su extinci�n y observ� que bajo su tacto a�n lat�a la sangre. [274] Pablo se inclin� sobre ella, acerc� sus labios al o�do de la moribunda y grit�: -�Nela, Nela, amiga querida! Entonces ella se agit�, abri� los ojos, movi� las manos. Parec�a que hab�a vuelto desde muy lejos. Al ver que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de verg�enza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen. -�Qu� es lo que tiene? -exclam� Florentina con ardor-. D. Teodoro, no es usted hombre si no la salva... Si no la salva usted es usted un charlat�n. La insigne joven parec�a col�rica en fuerza de ser caritativa. -�Nela! -repiti� Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le hab�a producido la vista de su lazarillo-. Parece que me tienes miedo. �Qu� te he hecho yo? La enferma alarg� entonces sus manos, tom� la de Florentina y la puso sobre su pecho; tom� despu�s la de Pablo y la puso tambi�n sobre su pecho. Despu�s las apret� all� desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban; pero su mirada era lejana, ven�a de all� abajo, de alg�n hoyo profundo y oscuro. Hay que decir como antes que miraba desde el [275] l�brego hueco de un pozo que a cada instante era m�s hondo. Su respiraci�n fue de pronto muy fatigosa. Suspir� varias veces, oprimiendo sobre su pecho con m�s fuerza las manos de los dos j�venes. Teodoro puso en movimiento toda la casa; llam� y grit�; hizo traer medicinas, poderosos revulsivos, y trat� de suspender el r�pido descenso de aquella vida.
-Dif�cil es -exclam�- detener una gota de agua que resbala, que resbala �ay!, por la pendiente abajo y est� ya a dos pulgadas del Oc�ano; pero lo intentar�. Mand� retirar a todo el mundo. S�lo Florentina qued� en la estancia. �Ah!, los revulsivos potentes, los excitantes nerviosos mordiendo el cuerpo desfallecido para irritar la vida, hicieron estremecer los m�sculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto se hund�a m�s a cada instante. -Es una crueldad -dijo Teodoro con desesperaci�n, arrojando la mostaza y los excitantes- es una crueldad lo que estamos haciendo. Echamos perros al moribundo para que el dolor de las mordidas le haga vivir un poco m�s. Afuera todo eso. -�No hay remedio? -El que mande Dios. [276] -�Qu� mal es este? -La muerte -vocifer� con cierta inquietud delirante, impropia de un m�dico. -�Pero qu� mal le ha tra�do la muerte? -La muerte. -No me explico bien. Quiero decir que de qu�... -�De muerte! No s� si pensar que ha muerto de verg�enza, de celos, de despecho, de tristeza, de amor contrariado. �Singular patolog�a! No, no sabemos nada... s�lo sabemos cosas triviales. -�Oh!, �qu� m�dicos! -Nosotros no sabemos nada. Conocemos algo de la superficie. -�Esto qu� es? -Parece una meningitis fulminante. -�Y qu� es eso? -Cualquier cosa... �La muerte! -�Es posible que se muera una persona sin causa conocida, casi sin enfermedad?... �Se�or Golf�n, qu� es esto? -�Lo s� yo acaso? -�No es usted m�dico? -De los ojos, no de las pasiones. -�De las pasiones! -exclam� hablando con la moribunda-. Y a ti, pobre criatura, �qu� pasiones te matan? [277] -Preg�ntelo usted a su futuro esposo.
Florentina se qued� absorta, estupefacta.
-�Infeliz! -exclam� con ahogado sollozo-. �Puede el dolor moral matar de esta manera? -Cuando yo la recog� en la Trascava, estaba ya consumida por una fiebre espantosa. -Pero eso no basta �ay!, no basta. -Usted dice que no basta. Dios, la Naturaleza dicen que s�. -Si parece que ha recibido una pu�alada. -Recuerde usted lo que han visto hace poco estos ojos que se van a cerrar para siempre. Considere usted que la amaba un ciego y que ese ciego ya no lo es, y la ha visto... �la ha visto!... �la ha visto!, lo cual es como un asesinato. -�Oh!, �qu� horroroso misterio. -No, misterio no -grit� Teodoro con cierto espanto- es el horrendo desplome de las ilusiones, es el brusco golpe de la realidad, de esa niveladora implacable que se ha interpuesto al fin entre esos dos nobles seres. �Yo he tra�do esa realidad, yo! -�Oh!, �qu� misterio! -repiti� Florentina, que no comprend�a bien por el estado de su �nimo. -Misterio no, no -volvi� a decir Teodoro, m�s agitado a cada instante- es la realidad [278] pura, la desaparici�n s�bita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para �l nueva vida, para ella ha sido dolor y asfixia, ha sido la humillaci�n, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos... �la muerte! -Y todo por... -�Todo por unos ojos que se abren a la luz... a la realidad!... No puedo apartar esta palabra de mi mente. Parece que la tengo escrita en mi cerebro con letras de fuego. -Todo por unos ojos... �Pero el dolor puede matar tan pronto?... �casi sin dar tiempo a ensayar un remedio! -No s� -replic� Teodoro inquieto, confundido, aterrado, contemplando aquel libro humano de caracteres oscuros, en los cuales la vista cient�fica no pod�a descifrar la leyenda misteriosa de la muerte y la vida. -�No sabe! -dijo Florentina con desesperaci�n-. Entonces �para qu� es m�dico? -No s�, no s�, no s� -exclam� Teodoro, golpe�ndose el cr�neo melenudo con su zarpa de le�n-. S�, una cosa s�, y es que no sabemos m�s que fen�menos superficiales. Se�ora, yo soy un carpintero de los ojos nada m�s. Despu�s fij� los suyos con atenci�n profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cad�ver, y con acento de amargura exclam�: [279]
-�Alma! �qu� pasa en ti? Florentina se ech� a llorar. -�El alma -murmur�, inclinando su cabeza sobre el pecho- ya ha volado! -No -dijo Teodoro, tocando a la Nela-. A�n hay aqu� algo; pero es tan poco, que parece ha desaparecido ya su alma y han quedado sus suspiros. -�Dios m�o!... -exclam� la de Pen�guilas, empezando una oraci�n. -�Oh!, �desgraciado esp�ritu! -murmur� Golf�n-. Es evidente que estaba muy mal alojado... Los dos la observaron muy de cerca. -Sus labios se mueven -grit� Florentina. -Habla. S�, los labios de la Nela se movieron. Hab�a articulado una, dos, tres palabras. -�Qu� ha dicho? -�Qu� ha dicho? Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era sin duda el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita. Despu�s sus labios no se movieron m�s. Estaban entreabiertos y se ve�a la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclin�, y besando la frente de la Nela, dijo as� con firme acento: -Mujer, has hecho bien en dejar este mundo. Florentina se ech� a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa: -Yo quer�a hacerla feliz, y ella no quiso serlo. [281]
- XXII Adi�s �Cosa rara, inaudita! La Nela que nunca hab�a tenido cama, ni ropa, ni zapatos, ni sustento, ni consideraci�n, ni familia, ni nada propio, ni siquiera nombre, tuvo un magn�fico sepulcro que caus� no pocas envidias entre los vivos de Socartes. Esta magnificencia p�stuma fue la m�s grande iron�a que se ha visto en aquellas tierras calamin�feras. La se�orita Florentina, consecuente con sus sentimientos
generosos, quiso atenuar la pena de no haber podido socorrer en vida a la Nela, con la satisfacci�n de honrar sus pobres despojos despu�s de la muerte. Alg�n positivista empedernido, criticona por esto; pero nosotros vemos en tan desusado hecho una prueba m�s de la delicadeza de su alma.
Cuando la enterraron, los curiosos que fueron a verla �esto s� que es inaudito y raro! [282] la encontraron casi bonita; al menos as� lo dec�an. Fue la �nica vez que recibi� adulaciones. Los funerales se celebraron con pompa, y los cl�rigos de Villamojada abrieron tama�a boca al ver que se les daba dinero por echar responsos a la hija de la Canela. Era estupendo, fenomenal que un ser cuya importancia social hab�a sido casi casi semejante a la de los insectos, fuera causa de encender muchas luces, de tender muchos pa�os y de poner roncos a sochantres y sacristanes. Esto, a fuerza de ser extra�o, rayaba en lo chistoso. No se habl� de otra cosa en seis meses. La sorpresa y... d�gase de una vez, la indignaci�n de aquellas buenas muchedumbres llegaron a su colmo cuando vieron que por el camino adelante ven�an dos carros cargados con enormes piezas de piedra blanca y fina. �Ah! En el entendimiento de la Se�ana se verificaba una espantosa confusi�n de ideas, un verdadero cataclismo intelectual, un caos, al considerar que aquellas piedras blancas y finas eran el sepulcro de la Nela. Si ante la Se�ana volara un buey o discurriera su marido, ya no le llamar�a la atenci�n. Revolvieron los libros parroquiales de Villamojada, porque era preciso que despu�s de [283] muerta tuviera un nombre fijo la que se hab�a pasado sin �l en vida, como lo prueba esta misma historia, donde se la nombra de distintos modos. Hallado aquel requisito indispensable para figurar en los archivos de la muerte, la magn�fica piedra sepulcral que se ostentaba orgullosa en medio de las r�sticas cruces del cementerio de Aldeacorba ten�a grabados estos renglones:
R. I. P. MAR�A MANUELA T�LLEZ RECLAMOLA EL CIELO EN 12 DE OCTUBRE DE 186...
Una guirnalda de flores primorosamente tallada en el m�rmol coronaba esta inscripci�n. Algunos meses despu�s, cuando ya Florentina y Pablo Pen�guilas se hab�an casado y cuando (d�gase la verdad, porque la verdad es antes que todo)... cuando nadie en Aldeacorba de Suso se acordaba ya de la Nela, fueron viajando por aquellos pa�ses unos extranjeros de esos que llaman turistas, y luego que
vieron el soberbio t�mulo de m�rmol alzado en el cementerio por la piedad religiosa y el afecto sublime de una ejemplar mujer, se quedaron embobados de admiraci�n, y sin m�s averiguaciones escribieron en su cartera de apuntes estas observaciones, que con el t�tulo de Sketches from Cantabria [284] public� m�s tarde un peri�dico ingl�s. �Lo que m�s sorprende en Aldeacorba es el espl�ndido sepulcro erigido en el cementerio, sobre la tumba de una ilustre joven, c�lebre en aquel pa�s por su hermosura. Do�a Mariquita Manuela T�llez perteneci� a una de las familias m�s nobles y acaudaladas de Cantabria, la familia de T�llez Gir�n y de Trastamara. De un car�cter espiritual, po�tico y algo caprichoso, tuvo el antojo (take a fancy) de andar por los caminos tocando la guitarra y cantando odas de Calder�n, y se vest�a de andrajos para confundirse con la turba de mendigos, buscones, trovadores, toreros, frailes, hidalgos, gitanos y muleteros, que en las kermesas forman esa abigarrada plebe espa�ola que subsiste y subsistir� siempre, independiente y pintoresca, a pesar de los rails y de los peri�dicos que han empezado a introducirse en la pen�nsula occidental. El abad de Villamojada lloraba habl�ndonos de los caprichos, de las virtudes y de la belleza de la aristocr�tica ricahembra, la cual sab�a presentarse en los saraos, fiestas y ca�as de Madrid con el porte (deportment) m�s aristocr�tico. Es incalculable el n�mero de bellos romanceros, sonetos y madrigales [285] compuestos en honor de esta gentil doncella por todos los poetas espa�oles.� Bastome leer esto para comprender que los dignos reporters hab�an visto visiones. Trat� de averiguar la verdad, y de la verdad que averig�� result� este libro.
Despid�monos para siempre de esta tumba, de la cual se ha hablado en El Times. Volvamos los ojos hacia otro lado, busquemos a otro ser, rebusqu�mosle, porque es tan chico que apenas se ve, es un insecto imperceptible, m�s peque�o sobre la faz del mundo que el philloxera en la breve extensi�n de la vi�a. Al fin le vemos; all� est�, peque�o, mezquino, atom�stico. Pero tiene alientos y lograr� ser grande. O�d su historia, que es de las m�s interesantes... Pues se�or... Pero no: este libro no le corresponde. Acoged bien el de Marianela y a su debido tiempo se os dar� el de Celip�n.
FIN DE MARIANELA