LOS OLORES AMADOS (Cuento) Autor: Ernesto González.
Salgo a caminar por La Habana Vieja, donde viví por tanto tiempo; salgo a caminar sin descanso por este barrio que nunca desdeña mis recuerdos. Tengo que salir porque me sobra soledad y quizás aquí, entre los edificios achacosos y los parques secos, pueda, aunque sea por hoy, enmascararla para continuar. Tomo la calle Merced por la acera izquierda -la única transitable-, y camino despacio. Porque ya respiro, como antes, la atmósfera de los siglos idos, que nada guarda tan bien como este pedazo de ciudad. Una atmósfera que me revive y me transmite -lo que resulta increíble-, alguna esperanza. Mis ojos van recorriendo aquí y allá las descascaradas puertas, las grandes rejas de las ventanas con muchas de sus persianas rotas o negras por el churre, y las llagas dejadas por el hollín sedimentado; o aquellas otras, pequeñas ventanas horadadas en cualquier pared, que se abren hacia la calle, o en el peor de los casos hacia un patio interior y que pretenden realizar las veces de pulmón, pero se quedan en el intento. Esta esquina, con sus papeles sucios, con más suciedad y moscas alrededor de los tanques de basura, nunca alcanza a los vecinos para arrojar las culpas falsas de unas tristezas que he visto recoger en forma de trozos de madera, pedazos de espejos o sillas rotas. Esta esquina no es diferente de las que he ido dejando atrás. Sigo avanzando y ya estoy en la esquina de Merced y Picota, y veo junto al poste que sostiene los cables de electricidad -que parece ser lo único firme por todo esto-, las consabidas cáscaras de huevos rotos y las manchas que la clara y la yema han dejado en la acera, en las "cuatro esquinas de la limpieza", recurrentes esquinas que guardan esperanzas de negros jóvenes, de mujeres enamoradas o de viejas que ostentan sin miramientos una fe ancestral alimentada con 1
dedicación. Estas calles poseen toda la historia que se es capaz de contar. Un tesoro sin fin, extendido en una multiplicidad asombrosa que no entiende quien no haya vivido aquí. Pero no quiero perderme en disquisiciones. Hoy quiero mirar adentro, quiero sentir como antes la calidez añeja de estos sitios y reencontrar a mis vecinos. Veré a Beba y a Blanquita, las dos hermanas solas desde mil novecientos sesenta y ocho, cuando perdieron a su hija de quince años por una fiebre reumática. Pobre Bebita, tan trigueña, de ojos azules, enferma y a los pocos meses de celebrarle la fiesta de los quince, muerta. Pobre Beba, que al año siguiente perdió a su marido consumido por una tristeza que él mismo renovaba cada minuto, la misma que forzó a Beba a salir todos los días temprano para el comentario, donde se quedaba hasta las dos o tres de la tarde bajo un sol que rajaba las piedras, limpiando la tumba de sus seres más queridos, arreglando las flores compradas con el dinero dejado por la venta del dulce de coco. Los cocos que Blanquita -la mayor de las dos-, traía desde Santa María del Rosario, en guagua, de casa de unos guajiros que se los regalaban porque las compadecían. Pobre Beba, que colocó la foto de su hija en la sala y que, al verla un amigo mío un día que les hacíamos la visita, no supo entender que aunque la madre hablara de "la niña" en términos tan presentes, en realidad había muerto tantos años atrás. Pobre Beba, que cambiaba la ropa de cama de "la niña",pero jamás regaló sus pertenencias ni a un necesitado, porque hubiera sido profanar su recuerdo. Las tías, como se dejaban llamar cariñosamente por mí, ya deben estar achacosas, pero así y todo me las imagino -sobre todo a Beba- todavía sudando al filo del mediodía junto a la tumba-, y a Blanquita peleándole sin parar porque descuidaba su salud, sin recordar los cientos de libras de coco que había cargado ella misma, para convertir en dulce, dinero y flores para la muerta, en vez de para reparar aquel cuarto que se les venía encima. Ellas son así: no tienen remedio. Me detengo. La magia viva dentro de estos solares me atrae demasiado. Tengo que mirar con cuidado. Si enciendo un cigarro llamaré menos la atención. Pensarán que estoy esperando a alguien. Descubro una ventana completamente abierta sobre un espacio que los residentes de ese cuarto 2
han ganado robándoselo a una acera que no lo necesita. Veo la cocina de luz brillante que una mulata se empeña en mantener encendida. Está friendo unas papas que quizás, si continúa esmerándose como lo hace, no le quedarán con sabor a combustible. Su hombre ya llegó del trabajo, se bañó y está reposando en la improvisada cama del cuarto contiguo a la cocinita. Desde aquí lo veo leyendo el periódico, que es lo único que lee siempre, con un pijama blanco confeccionado con la tela de los sacos de harina que de seguro le regaló el bodeguero, sin medias ni camisa, con sus tobillos anchos, uno encima del otro, sujetando con una mano tan grande que pudiera estrujar el mundo, el periódico doblado por la página deportiva. Al costado, en el piso, ha colocado sus botas de trabajar y sus medias sudadas dentro. Hasta aquí me llegala reminiscencia
de ese olor, y me agrada. Es el sudor del
cansancio del día que deja sus huellas en las medias y en la camisa que está colgada de un clavo -junto al pantalón-, al otro costado de la cama. Ella, estoy seguro, también lo siente, lo huele. Todos los días a esta hora. Cuando lo recibe con un beso, siente las huellas del cansancio que saltan de sus axilas o de su pelo sucio y enmarañado, pero todavía más de los pies de su hombre, cuando los desnudó con gestos desesperados porque lo vencía una oleada de agotamiento tan fuerte como una convulsión. Me gusta el olor del pie cansado del hombre, que hace con el cuerpo y que le sobra sudor para traer algo de vuelta. Como se ha bañado, el cuerpo del hombre rechazó las huellas que él cree abandonadas hasta el día siguiente, pero que en realidad sobreviven por el cuarto. Ahora se levanta: el hambre le ha cedido terreno al cansancio. Camina hacia su mujer y la abraza. Ella lo mira, le sonríe y lo deja hacer. Por poco me ven. Ella recoge con la espumadera la última remesa de papas del sartén, y las coloca en el plato. Él estira una de sus manos hacia un seno que se vuelve ínfimo por el contraste; y lleva la otra al plato de papas fritas, de donde toma unas cuantas y las mastica. Le besa la nuca con los labios grasientos y ella protesta -disfruta-, con un gemido. Le pide perdón volviéndola y abrazándola. Entonces, ambos se olvidan de las papas fritas, del olor a luz brillante y del olor del 3
cansancio que flota por el cuarto. Todo se confunde cuando él la arrastra hacia la cama y es ella quien empieza a despedir sus humores, a oler a hembra mojada, a exigir. No puedo quedarme aquí más tiempo, pudieran verme. Echo a andar, los dejos lo suficientemente desnudos como para pertenecerse mil veces uno al otro, sin importar el arroz ni los frijoles olvidados, ni las papas -frías-, ni la deshora... Continúo caminando Merced abajo, pero tal parece que sigo detenido, por la similitud de las escenas que veo y me maravillan. Mujeres trigueñas, mulatas y negras que cocinan para sus maridos, solazándose en las pocas horas que pueden estar con ellos antes de irse a dormir abrazados, agotados. Aunque hablen poco y no medien -por parte de él- tantas caricias porque no es de esos ellas disfrutan la lejana presencia del varón que, en la puerta del solar, rodeado de amigos, le transmite cierta seguridad en la órbita de tantas desdichas. De seguro ella piensa que si es mucho el cansancio y la digestión lenta, el sueño desplazará al amor hasta la madrugada o el amanecer. Momentos antes de saltar de la cama, con la boca copada por el aliento pastoso, comenzarán el día con el íntimo reconocimiento que no se sacia nunca y que ella no tendrá necesidad de exigir. Las más avispadas -en todo caso la mayoría-, cavilan también sobre la forma de renovar el placer de su hombre, aderezando el amor, sugiriendo posturas, complaciéndolo -al fin- con retener su fertilidad para siempre, y que no suceda como con el padre de sus hijos, que voló del cubil por no darse -con ella- el gusto que le reclamaba la amante de turno y que venció a pesar de no haberle parido nunca. Por otra parte, ellos, en el trabajo, recostados al buldócer, sentados sobre los ladrillos o las enormes tuberías de gas que van a colocar en las zanjas abiertas, repiten a sus compañeros la promesa de ella, de conseguir a golpe de soborno con el bodeguero, la cerveza fría e impostergable, la comida pobre pero sabrosa que los espera y a la que contribuyen con una jaba que devuelven llena al viandero; o comentan la necesidad que tienen de unas planchas de madera que interrumpan el paso de los ojos curiosos de los vecinos de arriba y además eliminen el peligro de caerles encima, y la pintura de color claro que han de resolver -por una vía 4
condenable-, para remozar el cuarto y nacerle una sonrisa a su mujer. Y antes de comenzar a sudar otra vez, van a vanagloriarse de cuanto la penetraron la noche última, con palabras y expresiones gastadas que apoyen algunas exageraciones para ellos imprescindibles... Las escenas en que irrumpo por estos sitios las conozco bien porque las he visto innumerables ocasiones, pero su mutabilidad en las células de mi cerebro es tan infinita como la de los virus que todavía nos niegan sus misterios. Las mujeres del solar, excepto las tías por su pesado almacén de desdichas, ostentaban todas el olor del cansancio, el ámbar gris proscrito para mí, y que disfrutaron hasta la saciedad. Todas ellas proclamaron a los cuatro vientos su orgullo de hembra nutrida, con la sinceridad privativa de los que no tienen nada que perder. Ellas son las culpables inconscientes de que yo vuelva a anhelar lo que sólo es patrimonio suyo, al menos en su magnitud más acabada. A mí, en cambio, me corresponde una realidad que peca de sencilla y una esperanza descolorida por la ansiedad. No he perdido el vicio de avituallar mi imaginación con la vida de la gente, de colocarme en papeles que no me pertenecen. ¡Cuánto daño me hago! Si al menos ellas se mantuvieran calladas después de las broncas, de los cuchillazos y las botellas rotas; si no volvieran al mismo punto en que habían interrumpido la discusión, ni tuvieran esos hijos que muestran con orgullo, si no le dieran a probar al marido las papas fritas y no le brindaran una cerveza del congelador con las palabras y los gestos que lo sacan de quicio; si él no pintara el destartalado cochecito del menor de los niños y no le trajera tantos caramelos al mayor, si no permaneciera en el cuarto cada noche...En la próxima esquina hay un bar. Bueno, si no lo ha clausurado Salud Pública. Sí, ahí está. ¡Qué bien, voy a darme un trago! Así descanso un poco. No hay apuro.
¿Qué será de la vida de Conchita La Bizca? Con sus tres hijos rubios y su debilidad insaciable por los negros, que descubrió tras las frustraciones de quince años con un borracho. ¿Todavía
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mandará a sus hijos, puerta por puerta, a pedir
huevos prestados que nunca pensó en devolver y que nadie les negaba porque se sabía que si Conchita no trabajaba no era por falta de deseos? ¿Seguirá acostándose con el policía que ignoraba su hábito de avisarle a Armandito, cuándo le vendrían a registrar el cuarto para que se deshiciera rápidamente de las pruebas del contrabando de ropas al cual se dedicaba? ¿Almorzarán con ellos todavía los dos negritos de Caridad, quien le pidió que se los cuidara al regresar de la escuela porque había encontrado un trabajo de recepcionista en una fábrica cuya administradora no le había pedido que se acostara con ella a cambia de la plaza? ¡Qué estúpido soy!, esos muchachos ya deben tener edad suficiente como para estar trabajando o estudiando en la Universidad. De todas formas, no he sido totalmente desdichado porque aunque no en toda su magnitud, también poseí el olor del cansancio. En mi cuarto, muy fugaz, pero mío. Además, mi mente prodigiosa lo prolongó tanto como quise, engalanándolo para olvidar que me costaba la mitad de los cientoventiocho pesos que ganaba de empaquetador en la fábrica de caramelos... Así, aliñado con los tesoros del pensamiento, aquel olor me resultaba tan grato, que un día, como mis vecinas, también lo proclamé a los vientos. ¿Para qué quejarme entonces? Se ha llenado de viejos borrachos el tugurio éste. Ni una cara que se pueda mirar. Voy a pagar para irme. A caminar de nuevo... Fefita debe estar vieja ya, es como cinco años mayor que yo. Recuerdo que fue con la primera que hice amistad el mismo día que me mudé para el solar. Al día siguiente ya entramos en confianza. Me confesó que lo de ella eran sólo los negros y los mulatos, cosa que siempre le había criticado su familia de blancos recalcitrantes, y por eso se había mudado con Tomás hacía siete años: un mulato musculoso, de ojos verdes, labios rosados como un niño de teta y dueño de una afabilidad que me ponía nervioso. ¿Me sucederá todavía? Fefita había descubierto los encantos de la raza negra, y no dejaba de transmitírmelos. Olvidándonos de la cara, decía, porque cuando son bonitos es como para cortarse las venas, los negros casi siempre son de espaldas anchas y de pecho, y tienen una cintura estrecha y un abdomen que sirve para planchar. Y por delante una se queda muda, y son 6
inagotables. Por detrás, continuaba, las nalgas más duras del mundo. (Un día me contó que había logrado darle espuelaa Tomás). Pero eso no es todo, dije, porque los músculos, siempre evidentes, están cubiertos por una piel tan suave que en la oscuridad provoca las sensaciones alternas de estar con un niño o un hombre sazonado. Fefita era mi mejor amiga. Bastantes mulatos que la esperaron en mi cuarto para acordar la próxima cita, una escapada que yo consideraba absolutamente innecesaria. Algunos de ellos me sorprendieron al ir a hacerme la visita y ni siquiera preguntar por Fefita. Al otro día le contaba la aventura, porque no puedo ser hipócrita con la gente que quiero. Y total, su gran amor era Tomás. Los otros eran pura venganza, decía, para no llegar a ser una vieja amargada, o una desfasada como Cachita. Me pregunto si será así ahora. Lo cierto es que mis vecinas me querían. También es verdad que me porté bien con todas. Hasta con Eloísa, la única que me criticaba, y con ese marido suyo veinte años mayor que ella, que se desplomó en el baño por la arteriosclerosis y se partió la cabeza una madrugada. Fui el primero en acudir a auxiliarlo al escuchar los gritos de Eloísa. Desde ese día me miró de forma distinta. Claro, para no traicionarse por completo, ella le preguntaba a Fefita alguna que otra vez quién era mi marido de turno.
Me falta una cuadra... ¿Eh, y eso qué es? ¿El edificio del solar, apagado y oscuro? No es posible. Le preguntaré a aquel viejo de la silla de ruedas. ¿Qué pasaría? El edificio se derrumbó, responde el viejo, un techo del último piso cedió después de varios de lluvia y mató a un hombre -que reconocí como Mayito, el sobrino de Emilia quien ni vivía ahí. Trabajaba al doblar en un supermercado y venía a almorzar y a dormir la siesta todos los días. Fue su cadáver quién rasgó -según el viejo-, los oídos sordos que engavetaron las denuncias constantes de peligro e hizo crecer las esperanzas de la gente del solar en mudarse para apartamentos decentes, aunque fuera en algún reparto. Sin embargo, el presente es bien distinto. A mis antiguos
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vecinos les ofrecieron albergue en un edificio enorme, igual de viejo e inseguro, pero con otros dos agravantes: dormir en cuartos llenos de literas y convivir con los rateros de La Habana. No todos aceptaron, dice el viejo, muchos consiguieron alquilar alguna habitación en una casa o irse con algún familiar por el tiempo que durara la reconstrucción del edificio. Veo a aquellas vecinas mías desalentadas por haber perdido su cuarto y la alegría de poseer un pequeño servicio sanitario, construido al precio de peleas definitorias del metro y medio de patio que serviría tan sólo para instalar una vieja taza sin tanque, y hacer un pisito de cemento para bañarse. Sin la peligrosa pero imprescindible cocina de luz brillante que acabó de desbaratar el último pedazo de techo que les cayó encima, a pocos centímetros de la cuna donde dormía el menor de los hijos. Allí, sin todo lo que las llena de orgullo porque representa las heroicidades cotidianas de sus hombres, en uno de esos albergues que más agrestes no pueden ser, ellas respiran el olor del cansancio y lo disfrutan como antes y, cobijadas por dos axilas masculinas, les reina la esperanza de poder tener otra vez, una pequeña porción de espacio humilde pero íntima que se llene con todos los olores amados... Bueno, aquí no hay nada que hacer, me digo, y dejo al viejo acompañado por su silla de ruedas, en una postura que ahora, al pasar la sorpresa y la indignación, descubro: el anciano tiene su pie derecho aprisionado por una enrejada bota metálica hasta la rodilla, recostado en la pared, hacia arriba, trastornando la circulación de su sangre anquilosada por la obligatoriedad, hastiada, como el edificio y las aceras que ambos conocemos, como nosotros mismos. Lo despido con una sonrisa que no alcanza a transmitirle consuelo. Acaso porque está peor conformada que la que yo mismo necesito.
No voy a regresar tan pronto a casa. Caminaré hasta el puerto. Quiero ver la bahía de noche, como antes. Total, nadie me espera. Después de morir David, ¿quién
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podría esperarme? David, asolado por un infarto masivo a los cuarenta años, cuando ya me acostumbraba a él. David, con su cargamento de libros, que convirtió el segundo cuarto en una biblioteca casi respetable, y con esa manía suya de inculcarme el hábito de leer. Siempre decía que iba a estar conmigo hasta que yo quisiera, que ya había vivido mucho y ahora quería sobre todo tranquilidad. En esos años fue consecuente con sus palabras. David no era como los mulatos del solar o los que compartía con Fefa, aunque con el tiempo y su permanente cercanía, acabó por llenar el apetito que me dejaba, después del amor, su escasa virilidad y la ausencia de los olores conocidos. Voy a cruzar la Avenida del Puerto para sentarme en El Malecón un rato. ¡Qué agradable temperatura! Se ve hermosa la bahía. Ahora que estoy tan solo de nuevo no puedo menos que extrañar el solar. Porque, a ver, ¿qué hago con este apartamento lleno de cuadros, búcaros, platos de pared y muebles de estilo? Nada de eso me habla ni me acaricia. No tienen ni memoria. Tener dinero, buena casa y muchas amistades que florecieron como complemento natural de mi golpe de suerte, no puede serlo todo. Esos amigos me dicen a diario: mal agradecido, con la suerte que tuviste de un día para otro. Esto que has conseguido tan fácilmente, a otros les ha costado años de trabajo muy duro, que los ha convertido en albañiles o carpinteros improvisados sin importarle a nadie que su sudor viniera de un profesional y no de un pobretón que nunca le gustó quemarse las pestañas. Mal agradecido, que todo lo bueno te cayó junto y conociste a David al mes de haberte mudado solo. No tuve la culpa, les respondo, no tuve la culpa de haberle caído bien a la vieja Gloria el día que la conocí cuando iba a la playa en una ruta sesenta y cuatro, ni de que viviera sola y su única sobrina no se ocupara de ella. Pero tuve suerte, es verdad.
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En esta guagua a la que acabo de subir para regresar a casa, distingo, al fondo, a un hombre trigueño de unos treinta años, alto y fornido, de pelo ensortijado y facciones helénicas que parece regresar del trabajo. Seguro trabaja en turno rotativo y terminó ahora. Se ve agotado. Décima vez que lo miro con fijeza. El sólo ha ladeado la cabeza un momento para mostrarme una mirada más cansada que ofendida. Me he ido aproximando sin poder evitarlo. Voy al encuentro de un viejo conocido... Ahí está. Lo recibo en plena cara, me acaricia y penetra. Es el olor del cansancio, distinto a cualquier otro y lo disfruto a gusto. El hombre ni sabe que me acerco. Al punto, se mueve hacia la puerta con paso lento. El ómnibus se detiene, y él baja. Lo sigo con mi vista y con un gran esfuerzo de mi olfato que se niega a aceptar que alguien se alce con toda su memoria. Continuamos viaje. En tanto, él va cruzando la calle hasta tomar la acera opuesta. Envuelto por el efluvio que emana cada uno de sus poros, la atractiva figura llega, antes de perderse mi perspectiva, a la puerta de una casa viejísima que es de seguro un solar. Saluda a alguien en la puerta, y entra apurado, porque lo
están esperando. Sin querer
admitirlo, un sentimiento tan alevoso como humano corrompe el final de esta noche fuera de lo común: ¿no estaré ya demasiado viejo para sentir envidia?
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