Li Young Lee.docx

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  • Pages: 28
LI YOUNG LEE Yo le pido a mi madre que cante Ella comienza, y mi abuela se le une. Madre e hija cantan como niñas pequeñas. Si mi padre estuviera vivo tocaría su acordeón, balanceándose como un bote. Nunca he estado en Peking, o en el Palacio de Verano, ni en el gran Bote de Piedra 
mirando cómo empieza a llover en el Lago Kue Ming, y cómo los campistas huyen por el pasto. Pero me gusta oír ese canto; cómo los lirios acuáticos se llenan de lluvia hasta volcarse, derramando en agua el agua, oscilando, para llenarse de nuevo. Ambas mujeres han empezado a llorar. Pero ninguna detiene su canto.

De las flores De estas flores vienen estos duraznos envueltos en papel marrón que le compramos al muchacho en la curva de la carretera donde doblamos hacia los letreros que decían Duraznos. De las cargadas ramas, de las manos, de la dulce comunión en las cajas de madera, viene el néctar a la carretera, suculentos duraznos que devoramos, incluso la polvosa piel,

viene el polvo familiar del verano, polvo que comemos. Oh, llevar lo que amamos en nuestro interior, cargar un huerto en nosotros, comer no solo la piel, también la sombra, no solo el azúcar, también los días, sostener la fruta en nuestras manos, adorarla, y morder el redondo júbilo del durazno. Hay días que vivimos como si la muerte no estuviera de fondo; de alegría en alegría en alegría, de ala en ala, de flor en flor a imposible flor, a dulce e imposible flor. Epístola De la sabiduría, espléndidas columnas de luz despertando dulces frentes, yo no sé nada, sólo lo que he atisbado en el más esperanzador de mis ensueños. De un mundo sin fin, amén, yo no sé nada, sólo lo que canté una vez con los demás, todos nosotros de pie en la sala abovedada. Pero hay sabiduría en el momento en que un niño se sienta en su cuarto, y escucha el sonido del llanto proveniente de alguna otra habitación

de la casa de su padre, y ese niño era yo, y él escuchaba sin entender, y de pronto estuvo asustado por cómo el llanto monótono parecía risa. Todo esto mientras el medio día se volvía vasto, mientras los rayos solares y el reloj daban a luz a la melancolía, y antes que los días se vaciaran, el sol creciera terrible, el reloj se detuviera, y la melancolía se rindiera ante el duelo. Todo esto en una hora muerta de un día muerto, entre puertas cerradas para la siesta o la oración. ¿Quién estaba llorando? ¿Por qué? ¿El niño se durmió? ¿Él huyó de esa casa? ¿Ahora está ahí? Antes que todo quede asolado, déjenme decir hay sabiduría en la pálida hora que llega entre dos sombras. No es celestial y no es dulce. Se acompaña de constante llanto humano y dos surcos gemelos entre las cejas. Pero es lo que yo sé, y por eso puedo decirlo. INQUIETO Puedo oír en tu voz

que has nacido en un país y morirás en otro, y es donde vives donde te enterrarán, y es cuando sueñas donde naciste, y la luna no adorna jamás ambos cielos la misma noche, de ahí que creas que la luna tiene una hermana, de ahí que sea tu día rehén de tus noches, de ahí que no puedas dormir salvo que olvides, que no puedas amar salvo que recuerdes. Y de ahí que estés dividido: sí y no. Quiero morir. Quiero vivir. Nunca te vayas. Déjame solo. Puedo oír, por lo que dices, que tus primeras palabras debieron de ser madre y padre. Antes incluso de tu propio nombre, madre. Mucho antes de amén, padre. Y metes una palabra en tu zapato izquierdo, una en el derecho, y te echas a andar. Y al acostarte las cubres con tu almohada, y allí van dando pie a otras palabras: niñez, destino y salvamento. Cielos, vino, retorno. E incluso dios y muerte son dos vástagos. Incluso mundo fue engendrado, incluso estío es un descendiente. Y el manzano. Mira y capta el completo linaje de lo vivo en cada hoja y decisión ramificándose, acurrucado en cada brote firme, todo junto en la flor, y de nuevo en la pulpa, disuelto en el aroma del primer bocado y del último. Puedo decir, por tu callar, que has visto los pétalos inmensos en su desvanecerse. Alzando, cuando vuelan, tu única morada. Sembrando, en su caída, sombras a tus pies. Y que al cerrar los ojos puedes oír las viejas fuentes de las que proceden,

a la roca y el agua anunciando incesantes las leyes del llegar y del partir.

Visiones e interpretaciones Porque este cementerio es una colina, debo subir para ver a mis muertos, y detenerme a mitad del camino para descansar al lado de este árbol. Fue aquí, entre la anticipación de cansancio y el cansancio, entre el valle y la cumbre, que mi padre bajó hacia mi y subimos cogidos del brazo hasta la cima. Él acunó el ramo que yo había traído, y yo, un buen hijo, nunca mencioné su tumba, erigida como una puerta tras de él. Y fue aquí, un día de verano, que me senté a leer un viejo libro. Cuando levanté la mirada de la página iluminada por el día, tuve una visión de un mundo por venir, y de un mundo por marcharse. La verdad, es que no he visto a mi padre desde que murió , y no, los muertos no caminan del brazo conmigo. Si les llevo flores, lo hago sin su ayuda, las flores no siempre brillan como antorcha, pero a menudo pesan como periódico mojado. La verdad, es que un día vine aquí con mi hijo,

y descansamos junto a este árbol, y caí dormido, y soñé

un sueño que, cuando mi hijo me despertó, conté. Nadie de nosotros entendió. Luego subimos. Incluso esto no es exacto. Permítanme comenzar de nuevo: Entre dos penas, un árbol. Entre mis manos, crisantemos blancos, amarillos crisantemos. El viejo libro que terminé de leer lo he leído una y otra vez. Y lo que está lejos se acerca, y lo que está cerca se vuelve más querido, y todas mis visiones e interpretaciones dependen de lo que veo, y entre mis ojos está siempre la lluvia, la migrante lluvia.

(De Rose, 1986) Poemas traducidos por Marco Antonio Murillo

Auto-ayuda para paisanos perseguidos Si tu nombre sugiere un país donde las campanas pueden haber sido utilizadas para entretener

o para anunciar las entradas y las salidas de las estaciones o para los cumpleaños de dioses y demonios, es mejor que uses ropa casual cuando estés en los Estados Unidos, y evita hablar demasiado alto. Si acaso has visto hombres armados arrastrar y darle una paliza a tu padre al pie de la puerta de tu casa para meterlo a la caja de una camioneta antes de que tu madre te apartara del camino y enterrara tu cara en los dobleces de su falda, trata de no juzgar a tu madre duramente. No le preguntes que estaba pensando al trasladar los ojos de un niño de la historia hacia ese lugar donde todos los dolores humanos empiezan. Y si te encuentras a alguien en tu país adoptado, y crees ver en su cara un cielo abierto, alguna promesa de un nuevo comienzo, probablemente significa que te ubicas muy lejos. O si crees que lees en el otro, como en un libro cuya primera y última páginas faltan, la historia de tu propio lugar de origen, un país dos veces borrado, una por el fuego, una por el olvido, probablemente significa que te ubicas muy cerca. De cualquier forma, trata de que nadie lleve la carga de tu propia nostalgia o esperanza. Y si tú eres uno de esos cuyo lado izquierdo de la cara no combina con el derecho, tal vez sea una pista de buscar hacia otra parte como el hábito que tus ancestros consideraron útil para sobrevivir. No lamentes no verte bello. Acostúmbrate a ver mientras no ves. Ocúpate de recordar mientras olvidas. Muérete por vivir mientras no quieres seguir adelante. Posiblemente, tus ancestros decoraron sus campanas de todas las maneras y tamaños con elaborados calendarios y diagramas de distintos sistemas solares, pero sin mapas para descendientes esparcidos. Y apuesto que no puedes decir que idioma usó tu padre cuando le gritó a tu madre desde la caja de la camioneta, “¡Deja que vea el niño!” Tal vez no era el lenguaje que usabas en casa. Tal vez era un lenguaje prohibido.

O tal vez había demasiados gritos y quejidos y estruendos de armas en las calles. No importa. Lo que importa es lo siguiente: El reino del cielo es bueno. Pero el cielo en la tierra es mejor. Pensar es bueno. Pero vivir es mejor. Estar solo en tu silla favorita con un libro que disfrutas está bien. Pero acurrucarse es mejor.

El blues del inmigrante La gente ha tratado de matarme desde que nací, un hombre le dice a su hijo, tratando de explicar la sabiduría de aprender una segunda lengua. Es la misma vieja historia del siglo pasado, acerca de mi padre y yo. La misma vieja historia de ayer por la mañana, acerca de mi hijo y yo. Se llama “Estrategias de sobrevivencia y la Melancolía de la asimilación racial.” Se llama “Paradigmas psicológicos de personas perdidas,” Llamada “El niño que prefería jugar que estudiar.” Practica hasta que veas el idioma en tus venas, dice el hombre. ¿Pero qué sabe el acerca de adentro y afuera, mi padre quien fue desechado a pesar de los lenguajes que usó? Y yo, confundido acerca de la carne y el alma, quien preguntó alguna vez ante el teléfono, ¿Estoy dentro de ti? Siempre estás dentro de mí, contestó una mujer, en paz con la limitación del cuerpo, en paz con la indiferencia del alma hacia el espacio y tiempo. ¿Estoy dentro de ti? Pregunté una vez yaciendo entre sus piernas, confundido acerca del cuerpo y el corazón. Si no crees estar dentro de mí, no lo estás, contestó ella, en paz con la codicia del cuerpo, en paz con el corazón consternado. Es una historia antigua de ayer por la mañana

llamada “Patrones de amor en personas en diáspora,” llamada “Residuos de residencia y la Profanación de los amados,” llamada “Quiero cantar pero no me sé ninguna canción.” En su propia sombra El está sentado en la primera oscuridad de su cuerpo sentándose en lo oscuro más tenue del cuarto, la luz apabullante del día detrás de él, más allá de las ventanas, donde el Tiempo es el campo. Su cuerpo arroja dos sombras: Una encima de la mesa y al pedazo de papel frente a él, y una encima de su mente. Una le complica ver las palabras que ha escrito y tachado sobre el papel. La otra no le deja reconocer otro amo que no sea la Muerte. Entrecierra los ojos. Lee: ¿Acaso la primera luz se esconde en la primera oscuridad? Lee: Mientras que todos los cuerpos comparten el mismo destino, ese no es el caso de las voces.

Jeroglífico del atardecer Las aves siguen cambiando de lugar en el árbol vacío como decimales o numerales reconfigurando alguna palabra que, dicha, puede sonar la llave que endereza el mecanismo dentro de la cerradura que mantiene a la puerta dividiéndome de mi. Finales de enero. Todas las aves miran en una misma dirección y revolotean de rama en rama. No levantan ni una voz en contra o hacia la oscuridad venidera, ni respuesta para preguntas hechas por uno cuyo ser entero parece una pregunta planteada a sí mismo, uno que ya no es nuevo en la tierra, ignorante, aunque, aun no la próxima cosa.

La manzana se fuga Contando hacia atrás me siembro, broto de la rama de un nombre, rápido hacia la sombre creciente de mi madurar, más allá de mi madre preguntando desde su ventana, ¿has visto mi peine? preguntando desde las escaleras del pórtico, ¿Quién rompió el reloj? Más allá de mi padre advirtiendo desde el borde del patio, Nunca des diezmo a la oscuridad. ¡Qué va! ellos lo dicen por mi bien, y sus tonos viven en lo amargo de mí y en lo dulce, y en lo redondo y en lo escarpado, en lo aromático, y en lo que nadie puede casar, yo una carne olvidadiza aprendiendo las tablas del corazón al repetirlas, ** yo una retentiva carne llorando, ¡No hay vuelta atrás! Una ebria carne riendo, ¡No hay vuelta atrás! (De Behind My Eyes, 2008) Poemas traducidos por Adelmar Ramírez

Caquis (De Rose, 1986) En sexto grado la señora Walker me dio un palmetazo en la nuca y me hizo parar en el rincón por no saber la diferencia entre “persimmon”1 y “precision”.2 Cómo escoger caquis. Esto es precisión.3 Maduros son suaves y pardimoteados. Oler los puntos más bajos.4 El dulce será fragante. Cómo comerlo: disponer el cuchillo, desplegar un periódico. Mondar la piel delicadamente, sin rasgar la carne. Mascar la piel, chuparla,

y tragar. Entonces, comer la carne de la fruta, tan dulce, toda ella, al fondo. Donna se desviste, su estómago es blanco. En el patio, fresco y estremecedor con grillos, nos tendemos desnudos, frente a frente, boca abajo. Le enseño chino. Los grillos: “cri, cri”.5 El rocío: lo he olvidado. Desnudos: lo he olvidado. Ni, wo:6 tú y yo. Separo sus piernas, recuerdo decirle que es hermosa como la luna. Otras palabras que me hacían molestar eran “fight” y “fright”,7 “wren” y “yarn”.8 Luchar era lo que yo hacía cuando estaba atemorizado, temor era lo que sentía cuando estaba luchando. Los abadejos son pequeños, pájaros ordinarios; el hilo es lo que uno teje con palillos. Los abadejos son suaves como el hilado. Mi madre hacía pájaros de hilo. Me gustaba mirarla entrelazar el tejido; un pájaro, un conejo, un hombrecito. La señora Walker trajo un caqui a clase y lo cortó así todos pudieron saborearlo una “manzana china”. Sabiendo que no estaba maduro o dulce, no comí pero observé los otros rostros. Mi madre decía que cada caqui tenía un sol adentro, algo dorado, fulgurante, ardiente como mi rostro. Una vez, en el sótano, encontré dos envueltos en periódicos, olvidados y no maduros todavía. Los tomé y los coloqué sobre el antepecho de la ventana de mi cuarto, donde cada mañana un cardenal cantaba, “El sol, el sol”. Finalmente entendí que él estaba quedando ciego, mi padre se sentaba toda la noche aguardando por una canción, un fantasma. Le di los caquis, hinchados, pesados como tristeza, y dulces como el amor.

Ese año, en la turbia iluminación del sótano de mis padres, escudriñé, buscando algo que había perdido. Mi padre sentado sobre los fatigados escalones de madera, el negro bastón entre sus rodillas, una mano sobre la otra, asiendo el puño del bastón. Estaba tan feliz de que yo hubiese venido a casa. Le pregunté cómo estaban sus ojos, una estúpida interrogación. “Se han ido”, respondió. Bajo algunas mantas, encontré una caja. Dentro de la caja hallé tres rollos de pintura. Me senté al lado de mi padre y desaté las tres pinturas para él: hojas de hibisco y una flor blanca. Dos gatos acicalándose. Dos caquis, tan llenos que deseaban caerse de la tela. Él alzó ambas manos para tocar la tela, Preguntó, “¿Qué es esto?” “Esto son caquis, padre”. “Oh, la sensación de la cola de lobo9 sobre la seda, la fuerza, la tensa precisión en la muñeca. Los pinté cientos de veces con los ojos cerrados. Esos que pinté ciego. Algunas cosas nunca abandonan a una persona: el perfume del cabello de alguien que amaste, la textura de los caquis, en la palma de tu mano, el maduro peso”.

Notas 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

Caqui. En chino se llaman shizi. Precisión. Juego de palabras entre persimmons y precision. En el original: “sniff the bottoms”. Bottoms también significa trasero, nalgas. La base del caqui tiene una hendedura. La onomatopeya del chirrido del grillo en chino se expresa así: “chiu, chiu”. Tú, yo, en chino mandarín. “Lucha”, “temor”. “Abadejo”, “hilo”. Los pelos de la cola del lobo se usan para hacer finos pinceles para pintar y para la caligrafía.

La ciudad en la que te amo Y cuando, en la ciudad en la que te amo, aun mi más excelente canción quedó sin responder,

y ascendí por las sórdidas calles, el largo clamor de las avenidas, y el túnel sumido en la noche en busca de ti. Que desconté la bruma, la bituminosa lluvia lloviendo como dientes dentro de la lata del mendigo, o dos hombres vapuleando a un tercero en algún callejón extrañamente alumbrado por un cubil sobre el fuego, yo arrastré mi extinción en busca de ti. Más allá de los patios vigilados de la escuela, las alojadas iglesias, sinagogas con svásticas, defendidas casas de adoración, más allá de ventanas empapeladas1 de habitaciones de alquiler, a lo largo de la violada, la procesada ciudadanía, en toda esta narrada, sostenida, embasurada, patrullada2 ciudad llamo a la casa, en la que soy un huésped... una magulladura, azul en el músculo, tú me golpeaste Como hueso abraza el dolorido hogar, tan angustiado de amarte, tu cuerpo la forma del retorno, tu pelo un torso de luz, tu calor que debo tener, cada momento de aquel fruto de aletas cartilaginosas, invertida fuente en la cual no me veo. Mi lengua recuerda tu herido sabor. La vena en mi cuello te adora. Una espada se alza entre mis caderas, mi oculto vellocino emite su fragancia de aceite humano. Las sombras bajo mis brazos, prometo, que sean tiernas, las sombras bajo mi cara. No supongas, pero ven, suave, otra, ruda hermana. ¿Aún, cómo me conocerás entre los cautivos, mi pelo alargado, mi sangre moteada, mis vías conculcadas? En el tumulto, la confusión de acentos e inflexiones ¿cómo me oirás cuando abra mi boca? Búscame, uno del opaco pueblo bajo fisurados edificios, fracturados artificios. Di mis varios nombres por encima de la multitud, yo te seguiré. Confórmame a tu belleza.

Hacíname en el incontable fuego, bríndame la hoja de hierro, pero tiernamente. Dóblala cien veces y pliégala, yo no me agrietaré. Bátela hasta la excelencia, yo te lograré. Pero en la ciudad en la cual yo te amo, nadie viene, nadie me encuentra en los ladrillos hendidos; en la partida oscuridad, no hay dedos que me toquen secretamente, ni boca que saboree mi perfecta sal, nadie despierta la miel en las células,3 encuentra al zumbador en las costillas, el rico negocio en los huecos; con los casquillos trabados, continúo agobiado, trasladado por el agotamiento y el apetito del tiempo, mi sueño abandonado y en las estaciones de bus y los pórticos del frente de las tiendas, mi insomnio erecto bajo un cielo sombreado por alambrados, ramas y negros vuelos de lluvia. Lujurioso cuerpo de viento me apretuja en los pasadizos, puertas golpeteando con estrépito como cañones estallando, un cañón estalla, un plato de pastel se retuerce más allá, zumbando su tenue trémolo, una bolsa plástica, gorda de viento, corre a gran velocidad y abofetea a una encadenada cerca, enrollándola como piel aferrada. En los lugares excavados, esperaba por ti, y no gritaba. En los cuartos abandonados, mi cuerpo te necesitaba, y había tal vuelo en mi pecho. Durante los asaltos diarios, te llamaba, y mi voz te perseguía, aun en dirección contraria a aquella otra ciudad en la cual vi a una mujer acuclillada en la calle al lado de un cuerpo, y un abanico con un pañuelo volando desde su cara. Esa mujer no era yo. Y el cadáver echado allí, echado allí tan quieto parecía con gran esfuerzo, como si todo su ser estuviera concentrado sobre el agujero en su frente, tan quieto que yo esperaba que pudiera sentarse en cualquier minuto y reírse ruidosamente:

aquel hombre no era yo; su herida era suya, su muerte no era mía, y el soldado quien había disparado el tiro, entonces encendió un cigarrillo: él no era yo. Y a los que yo no veía en las ciudades por todo el mundo, los sentados, parados, echados, aquellos en prisiones jugando ajedrez con sus dientes fuera de combate: ellos no eran yo. Algunos de ellos eran de mi edad, aun de mi peso y talla; ninguno de ellos era yo. La mujer que estaba abofeteada, el hombre que estaba coceado, Los que no sobrevivieron, cuyos nombres yo no sabía, ellos no eran yo para siempre, los que no vivieron más tiempo en las ciudades en las cuales tú no estabas, las ciudades en las cuales te buscaba. La lluvia se detuvo, la luna en sus respiros apareció arriba; el único sonido ahora era un lejano aleteo. Sobre el Banco Nacional, la bandera de alguna república u otros galopes parecían agua sobre fuego desgarrada por sí misma. Si yo sentía la noche mover las revelaciones o crescendos, era solamente porque estaba muerto de hambre por el significado; la noche simplemente se disolvió. Y tu otredad era perfecta como mi muerte. Tu otredad me agotaba, como si buscara repentinamente desde aquí a las imposibles estrellas desvaneciéndose. Todo estaba penalizado por tu ausencia. ¿Era la plegaria, entonces, la propia actitud para la mente que se alarga para ser libremente abierta, pero que se engancha sobre la barba llamada mundo, que es dolor de diente, el actual? ¿Qué plegaria construiría yo? ¿Y a quién? ¿Dónde estás tú en las ciudades en las que te amo, las ciudades que diariamente se levantan para trabajar y hacer dinero, a las magníficas millas y las costas de oro? La mañana llega a esta ciudad vacía de ti. Páginas y ventanas arden, y tú no estás allí.

Alguien limpia su porción de acera, despierta al borracho, se hunde como un lavadero, y tú te has ido. Tú no estás en el viento que alguien nota en los márgenes de un libro. Tú has escapado de los pequeños fuegos en abandonados lotes donde las figuras humanas se apiñan, cada cual aspirando a su propio fantasma. Entre paredes de ladrillos, en un espacio no más ancho que mi cara, el deshojado joven árbol erguido en el lodo. En sus ramas, un nido de rudas bocas bostezando y piando, flacuchos fuegos que deben comer. Mi hambre de ti no es menos que la de ellos. En las puertas de la ciudad en la que te amo, el mar transporta al sol sobre su espalda, golpea la tierra, la cual lo reprende. Qué ardor en su deslizante peso, una fricción sin flama sobre las rocas. Como el mar, yo estoy recomendado por mi orfandad. Ruidoso con telegramas no recibidos, pendenciero con alias, intrincado con descaminados viajes, por mis expulsiones he venido a amarte. Directo desde la ira de mi padre, y largo desde el útero de mi madre, tarde en este siglo y en un miércoles de mañana; soportando la marca de nuestra propia experiencia ni del cielo ni del infierno, mi lugar natal desvanecido, mi ciudadanía merecida, en unión con las piedras de la tierra, yo entro, sin retirada o ayuda de la historia, los días del no día, mi tierra de no tierra, reingreso a la ciudad en la que te amo. Y nunca creí que la multitud de sueños y muchas palabras fueran vanas.

La Mañana... La mañana desciende a esta ciudad vacía de ti. Páginas y ventanas prenden fuego y tú no estás. Alguien barre su tramo de acera, despierta a los borrachos, tirados como ropa sucia, y tú estás lejos. No estás en el viento

que alguien anota en el margen de un libro. Te has ido de las breves hogueras en solares vacíos donde formas humanas se apiñan, aspirantes a su propio fantasma. Entre muros de ladrillo, en un espacio no más ancho que mi rostro, un retoño sin hojas se yergue sobre el barro. En sus ramas, un nido de bocas desolladas abriéndose y piando, fuegos escuálidos que han de comer. Mi hambre de ti no es menor que la suya.

Un himno a la infancia (De Detrás de mis ojos) ¿Infancia? ¿Cuál infancia? ¿La que no perdura? ¿La en la cual aprendiste a tener miedo del pozo con bordes en el patio trasero y en la escalera en el ático? ¿La dirigida por hombres armados en uniformes inadecuados vagando por las calles y callejones, mientras los altoparlantes declaraban una nueva era, y alrededor de la casa donde creciste, los cuartos más alejados aparte, con más y más personas desaparecidas? Las fotografías cuchicheando entre ellas desde sus marcos en el vestíbulo. Las ollas de cocinar decían tu nombre cada vez que ibas a la cocina. Y tú pretendías estar muerto con tu hermana en juegos de rescate y abandono. Aprendiste a estar quieto por largo tiempo el mundo parecía un juego visto desde la apagada seguridad de un ala. ¡Mira! Al galope los sirvientes gritan, los soldados disparan, se llevan los enseres, destrozan a la China de tu madre. No duermas. Cada acto se abre con tu madre leyendo una carta que la hace llorar. Cada acto se cierra con tu padre caído en las manos del Faraón. ¿Cuál niñez? ¿La que nunca termina? Oh, tú aún un niño, y lento creces. Aún le hablas a Dios y piensas que la nieve cayendo es el sonido de Dios escuchando,

y el invierno es la casa de alto techo donde Dios mide con un ojo una ola oceánica en octavas y minutos, y cuenta con muchos dedos todas las maneras de que un niño aprenda a decir “Yo”. ¿Cuál infancia? ¿La de la cual nunca escaparás? Tú, tan lento para conocer lo que sabes y no sabes. Aún pensando que escuchas bajas canciones en el viento en el alero, historias en tu respiración, pena en la escuchada paloma al anochecer, y plenitud en el pájaro no visto tañendo1 en la mañana. Aún lento para decir la memoria de la imaginación, cielo de aquí y ahora, infierno de aquí y ahora, muerte desde la infancia, y ambas desde el sueño.

Levántate, húndete No eran los brillantes dobladillos de las camisas del Señor que cepillaban mi cara y abrían mis ojos para ver desde una hendidura en la roca su trasero; era una avispa posada sobre mi mejilla izquierda. Mantenía mis ojos cerrados y parado perfectamente quieto en el jardín hasta que me dejaba solo, no para contemplar cómo este siglo finalizaba y el próximo comenzaba con nadie que yo conociera habiendo visto a Dios, sino para admirarme porqué pasé la mayor parte de los días ileso, aunque vivía en un tiempo cuando podía ser de otra manera, y crecía más huérfano cada día. Por años ahora había logrado conclusiones sin la ayuda de mi padre, descubriendo por mi cuenta lo que sabía, lo que no sabía, y viendo cómo uno cancelaba al otro. He llegado a ser un escolar de cancelaciones. Aquí, parado entre las rosas de mi padre y veo eso que pincha excediendo en número a lo que consuela, lo cruel y lo tierno nunca harán la paz, aunque uno trepe, aunque uno descienda

pétalo a pétalo al escondido terreno que nadie posee. Veo eso que es arrebatado por la violencia o la persuasión. La rosa anuncia sobre la tierra el reino de la gravedad. Un pájaro la cancela. Mis párpados cancelan al pájaro. Todo puede cancelar mis ojos: la distancia, el tiempo, la guerra. Mi padre decía: “Nunca separes tus ojos del mundo”, antes de que él te sacuda. Toda la noche aguardábamos el golpe que lo habría señalizado, “Todo claro, ven ahora”; habría significado escapar; nunca venir. “Yo no hice al mundo que te dejé”, decía, y entonces, siendo pobre, él me dejó solo este mundo, en que existe siempre una familia aguardando con terror antes de que ellos estuvieran rendidos, este mundo en que un hombre pueda levantarse, hundirse, y andar un camino y detenerse y curvarse ante las rosas, rosas que su padre levantó, y admirarlas, por un momento incapaz, agradecer a Dios, ver en cada flor el mundo cancelándose a sí mismo.

Temprano en la mañana Mientras los largos granos se están ablandando en el agua, glugluteando sobre una baja llama de la estufa, antes que los salteados vegetales de invierno estén troceados1 para el desayuno, ante los pájaros, mi madre se pasa un peine de marfil por su cabello, pesado, y negro como la tinta2 del calígrafo. Ella se sienta al pie de la cama. Mi padre la observa, escucha la música del peine contra el cabello. Mi madre lo desenreda,3 hala su cabello atrás lo aprieta, lo enrolla alrededor de dos dedos, lo sujeta en un moño en su nuca. Por medio siglo ella ha hecho esto. A mi padre le gusta verlo así. Él dice que está cuidado.

Pero yo sé que es debido a la manera en que el cabello de mi madre cae cuando él lo desciñe. Fácilmente, como las cortinas cuando ellos las desatan al anochecer.

Mi índigo Es tarde. He venido a encontrar la flor que brota como un santo muriendo al revés. La rosa no lo haría, no el lirio. He venido para encontrar la triste, la tímida, cabizbaja, grave, aislada. Ahora, oscuras reunidas en la hierba, y estoy sobre mis manos y rodillas. ¿Cuál es su nombre? Pequeña hermana,1 mi índigo, mi secreto, vaginal y dulce, tú desplegada por ti misma impúdicamente hacia el terreno. Tú quemas. Vives un instante en dos mundos al mismo tiempo.

Nota 1. Es una costumbre china el que los hombres llamen a sus esposas, novias o amantes (por lo general más jóvenes que los hombres), “pequeña hermana”. Comiendo solo He extraído las últimas cebollas jóvenes del año. El jardín está desnudo ahora. El terreno está frío, pardo y viejo. Lo que queda de las flamas del día en los arces en el rincón de mi ojo. Me vuelvo, un cardenal se desvanece. Por la puerta del sótano, lavo las cebollas, entonces bebo de la helada espita de metal. Una vez, años atrás, caminaba al lado de mi padre entre las peras caídas del árbol. No recuerdo nuestras palabras. Podíamos haber paseado en silencio. Pero todavía le veía combado con su mano izquierda apuntalando sobre la rodilla, rechinando al alzarla y sostuvo frente a mis ojos una pera podrida. En ella, un avispón giró alocadamente, barnizando en el lento, resplandeciente jugo. Era mi padre al que vi esa mañana undulando hacia mí desde los árboles. Casi

le llamé, hasta que me le acerqué lo suficiente para ver la pala, reclinada donde yo la había dejado, en la oscilante, profunda verde sombra. El blanco arroz exhalando vapor, casi hecho. Dulces verdes guisantes fritos con cebollas. Camarones salteados con aceite de sésamo y ajos. Y mi propia soledad. Qué más podía yo, un hombre joven desear.

Comiendo en conjunto En el vaporario está la trucha sazonada con argentado jengibre, dos vástagos de verde cebolla, y aceite de sésamo. Comeríamos con arroz para el almuerzo, los hermanos, la hermana, mi madre quien probaría la más dulce carne de la cabeza,1 cogiéndola entre sus dedos diestramente, la manera que mi padre usó semanas ha. Entonces se tendió a dormir como un camino cubierto de nieve soplando a través de los pinos más viejos que él, sin ningún viajero, y solo para nadie.

Esta hora y lo que está muerto Anoche mi hermano, con pesadas botas, estuvo caminando sobre mi cabeza a través de los desnudos cuartos, abriendo y cerrando puertas. ¿Qué podría estar buscando en una casa vacía? ¿Qué podría posiblemente necesitar allí en el cielo? ¿Recordaría su tierra, su lugar natal colocando antorchas? Su amor por mí me hacía sentir como agua derramada retornando a su vasija. En esta hora, lo que está muerto está inquieto y lo que está vivo está ardiendo. Alguien le dirá que debería dormir ahora. Mi padre mantiene una luz sobre nuestra cama y dinero menudo para nuestro viaje. Él remienda diez agujeros en las rodillas de sus cinco pares de pantalones de muchacho. Su amor por mí es como su costura: varios colores y demasiados hilos, las puntadas desiguales. Pero la aguja horada limpia a través con cada lance de su mano. En esta hora, lo que está muerto está preocupado y lo que está vivo está fugitivo.

Alguien le dirá que debería dormir ahora.

Desde las flores Desde las flores viene esta parda bolsa de papel de melocotones la compramos desde la alegría en la curva en el camino donde derivamos hacia los signos pintados: Melocotones. Desde las cargadas ramas del árbol, desde las manos, desde el dulce compañerismo en los cajones, vino el néctar a la orilla del camino, suculentos melocotones devoramos, polvorienta piel y todo, vino el familiar polvo del verano, el polvo que comimos. Oh, tomar lo que nosotros amamos adentro, llevar con nosotros un huerto, comer no solo la piel, sino la sombra, no solo el azúcar, sino los días, tomar la fruta en nuestras manos, adorarla, entonces morder el redondo júbilo del melocotón. Hay días en que vivimos como si la muerte estuviera en ninguna parte en el trasfondo; de la alegría a la alegría a la alegría, de ala a ala, de flor a flor a la imposible flor, a la dulce imposible flor.

Pequeño Padre Enterré a mi padre en el cielo. Desde entonces, los pájaros lo limpian y peinan cada mañana y lo tapan con las sábanas hasta arriba cada noche. Enterré a mi padre bajo tierra. Desde entonces, mis escaleras sólo van hacia abajo y toda la tierra se convirtió en una casa cuyos cuartos son las horas, cuyas puertas permanecen abiertas a la tarde, recibiendo a un invitado tras otro. A veces veo detrás de ellos las mesas dispuestas para un casamiento. Enterré a mi padre en mi corazón. Ahora crece dentro mío mi extraño hijo,

mi pequeña raíz que no bebe leche, pequeño y pálido pie hundido en la noche, pequeño reloj que sale recién mojado del fuego, pequeña uva, padre del futuro vino, un hijo fruto de su propio hijo, pequeño padre que rescato con mi vida. Navidad En la oscuridad, un chico podría preguntar: ¿Qué es el mundo? sólo para oír a su hermana prometerle: Un ala no terminada del cielo, sólo para oír a su hermano decir: Una casa dentro de una casa, pero sobre todo para escuchar a su madre responderle: Una canción más y luego a dormir. ¿Cómo alguien en esa cama podría adivinar que la pregunta encuentra su comienzo en la respuesta que hace mucho crecía dentro del que preguntó, ese chico inquieto, el amado por la noche? Después, un hombre acostado, despierto, podría volver a hacer la pregunta, sólo para oír el silencio confiándole: Esta noche arqueándose sobre tus preguntas insomnes, esta noche, la tierra cercana cada cosa que se estira hacia lo inalcanzable, sólo para recordarse a sí mismo con cuán poca tierra y duración, con cuán inmensa despedida, cada uno debe hacer de su corazón un lugar seguro, antes de que una visita tan extraña y salvaje como Dios aparezca.

Trenzando Los dos sentados en nuestra cama, tú entre mis piernas, de espaldas a mí, tu cabeza ligeramente inclinada, para que yo pueda cepillar y trenzar tu cabello. Mi padre hacía esto para mi madre, igual que yo lo hago para ti. Una mano sostiene el borde de tu pelo, la otra le trabaja al cepillo. Ambas manos trepan mientras los deslizares crecen más largos, hasta que uso no sólo las muñecas,

sino los brazos, luego los hombros, mi cuerpo entero hamacándose al ritmo de un remero, al tiempo parejo de un amante, mientras se deshacen los enredos, y cepillo y mano desnuda recorren el espeso largo fluído de tu cabellera, cuyo aroma invernal allega, un tenue, humano almizcle. II Anoche el cuarto estaba tan frío que soñé que estábamos en Pittsburg otra vez, donde el invierno persistía y nosotros nos dormíamos en el último asiento del Negley 71, oscuras mañanas yendo a trabajar. Cómo desearía que no hubiéramos odiado esos años mientras los vivíamos. Aquellos fueron días de libros, días de silencios apilados a lo alto como el cielorraso de ese gran salón sombrío donde estudiábamos. Recuerdo las gruesas mesas de roble, qué frías se sentían contra mi cara cuando recostaba la cabeza y me dormía. III Qué largo te ha crecido el pelo. Gradualmente, diciembre. IV Vendrá un día y uno de nosotros tendrá que imaginarse esto: tú, después del baño, de piernas cruzadas sobre la cama, soñolienta, paciente, mientras yo te trenzo el pelo. V Aquí, lo que se hace, estas trenzas, se deshace en el tiempo, y debe ser hecho otra vez, dentro y en contra del tiempo. Así yo trenzo tu cabellera cada día. Mis dedos recogen, miden cabello, enganchan, estiran y tuercen cabello y cabello. Hábiles, rápidos, tejen, entrelazan, articulan guedeja y guedeja, para hacer y hacer estas trenzas, que apuntan en la dirección de mi ir, de todo nuestro continuo ir. Y aunque lo que se hace no permanece, mi hacer es fiel, y, además, hay un hacer del cual este hacer-en-el-tiempo es sólo una parte, un hacer que permanece

más allá de las manos que se alzan en el peinar, las manos que caen en el trenzar, rastreando cabello en cada etapa de su destrenzarse. VI Amor, cómo se acumulan las horas. Incontables. Los árboles crecen altos, alguna gente se va y disminuye para siempre. Los húmedos días de hojalata se deslizan sin aviso y cruzamos sobre un año y un año.

El puente Las estrellas reportan una vasta consecuencia a la que se une nuestro momento humano. ¿O es acaso toda la oscuridad a su alrededor hablando? Y si alguien que escuchara por años una noche oye Hogar, ¿qué ha de hacer con el cuento que sus huesos le tararean sobre el polvo? Que vaya en busca del escondite del rocío, donde nacen las horas. Que descubra el corazón de quien late detrás de las hojas que caen. Y en cuanto a aquel que oye Recuerda, bueno, yo empecé a cantar las palabras que mi padre cantaba cuando se arrodillaba a enseñarme cómo amarrar mis zapatos: Cruzando por encima, cruzando por debajo, pequeño pájaro, construye tu puente antes del anochecer. El atajo a casa En la versión de mi hermana, Dios no habrá de encontrarnos en ningún bolsillo de su abrigo, ni en los vacíos, ni en los llenos. No estamos en sus manos, la amable o la terrible; ni en sus zapatos, el enorme o el diminuto.

Tampoco nos escondemos en las manzanas, ni en la perfecta ni en la echada a perder. Ni en el primer mordisco, ni en el último. En la versión de mi hermano, nuestra muerte nos canta desde la rama más alta del más antiguo árbol que las aves recuerdan en su canto, y vagamos por la casa paterna en busca del origen de las olas. En mi versión… mas yo no tengo una versión. Lo único que tengo son unos pocos nombres para las flores: Manto de la Virgen, Siete de la tarde, Madre de las alas, Historia que es llevada hacia arriba por una escalera. Lo único que tengo es un sendero sembrado que sigo para dormir: Flor de clivia, Vidrio empañado, Frasco con una canción, Umbral de quema, Sangrienta escaramuza, Voz esparcida entre las rocas.

Almohada por Li-Young Lee No hay nada que no pueda encontrar allí. Las voces en los árboles, las páginas perdidas del mar. Todo excepto el sueño mismo. Y la noche es un río tendido entre las riberas del hablar y del escuchar, una fortaleza indefendida e inviolable. No hay nada que no quepa allí: las fuentes tapadas de hojas y barro, las casas de mi niñez. Y la noche comienza cuando los dedos de mi madre sueltan el hilo que vienen ovillando y desovillando para tocar la frágil trama de nuestra historia. La noche es la sombra de las manos de mi padre poniendo el despertador para la resurrección. ¿O acaso el reloj se deshilachó y los números se borraron? No hay nada que no haya encontrado hogar allí: alas desechadas, zapatos perdidos, un alfabeto balbuceado. Todo excepto el sueño. Y comienza la noche

con la primera decapitación del jazmín, su fragancia cautiva que escapó, al fin, de las mortajas.

AGUA El sonido de 36 pinos uno al lado del otro rodeando el patio y moviéndose toda la noche como himnos individuales es el sonido del agua, que es el sonido más antiguo, el primer sonido que olvidamos. En el océano mi hermano se para con el agua hasta las rodillas, el torso desnudo, firme, sus brazos gruesos y musculosos. No es un nadador. En el agua mi hermana deja de estar sola. Su pierna derecha está torcida y es más corta que la izquierda, pero nada derecho. Su cuerpo entero es un pez que destella. El agua es el signo de la vida de mi padre. Hijo del agua que va a morir a causa del agua, el elemento que gobierna su vida va a sacársela. Después de que se lo dijera un hombre sabio en Shantung, después de casi morirse ahogado dos veces, evitó el agua. Pero el signo del agua es un signo que fluye y va donde vayan sus hijos. El agua invadió el corazón de mi padre, hinchado, pesado, el doble de grande. El hígado hinchado. Las piernas hinchadas. Los pies se convirtieron en globos. Una máscara de oxígeno lo hace parecer un buzo. Cuando apoya mi cara sobre la suya –el sonido del agua regresa. El sonido del agua contra la piel es el sonido de los suspiros, es el único sonido mientras lavo los pies de mi padreesos mellizos solitarios que se olvidaron uno del otrouno a uno en el agua tibia que probé sobre mi muñeca. En el agua enjabonada son dos peces tontos cuyos ojos se cierran en un sueño vaporoso.

Los seco, luego les pongo talco y aparecen nubes como el polvo que se levanta detrás de los jeeps, de un camión donde se sentó sangrando a través de las medias. Es 1949, tiene 30 años, las uñas de los pies salidas, los dedos golpeados tienen un hermoso color violeta que le recuerda a Hunan, bien temprano en el patio donde caminaba con el pasto que crecía otra vez húmedo y verde. El sonido de la lluvia nos sobrevive. Escucho, alguien está susurrando. Esta noche las cortinas parecen de agua, del agua que repica en la puerta de chapa del sótano, el agua que cruzamos para venir a América, el agua que voy a cruzar para volver, el agua que va a a matar a mi padre. El saco del agua en el que vivimos.

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