La Calle de Don Juan Manuel Leyenda de la época colonial de un asesino en serie llamado Don Juan Manuel, quien motivado por celos absurdos y obedeciendo consejos del Diablo acostumbró a matar, sin que nadie lo descubriera, al primer peatón que viera pasar por la calle de su hogar a las once de la noche en punto, con la esperanza de poder asesinar al supuesto amante de su esposa. Sin embargo, un día asesinó a un sobrino que quería mucho por no identificarle antes de atacarlo, muy triste y con remordimientos acudió a un convento franciscano para confesarse con un sacerdote, quien le impuso de penitencia rezar un rosario diario a los pies de la horca de la localidad a las once de la noche en punto durante 3 noches consecutivas. Don Juan Manuel, apenas empezó a rezar uno que no completó en dos noches por escuchar y ver hechos sobrenaturales que le anticipaban su muerte y lo enmudecían de terror. El sacerdote le pidió que al menos completara ese rosario en la tercera noche para absolverlo de sus pecados. Estando otra vez a los pies de la horca a la misma hora de la tercera noche, nadie sabe lo que sucedió, pero a la mañana siguiente el cadáver de Don Juan Manuel apareció ahorcado. Se rumoró que lo hicieron los ángeles, pero también que lo hizo el Diablo. Aunque según otro rumor, no murió sino ingresó a la orden franciscana. Sin embargo, después de los asesinatos la gente temía andar por esa calle de noche.
El Callejón del Muerto En el año 1600 el español Tristán de Alzúcer, se estableció en la Ciudad de México para abrir una abarrotería, donde el arzobispo Don Fray García de Santa María Mendoza solía frecuentarlo para conversar, ya que ambos eran originarios de la misma localidad. Su abarrotería prosperó y Tristán de Alzúcer decidió ampliar la variedad de mercancías ofrecidas en la tienda, por lo que envió a su hijo a buscar mercaderías en la ciudad de Veracrúz y en las costas del sureste. Lejos de su padre, el hijo contrajo una enfermedad mortal cuya gravedad le impedía regresar a la Ciudad de México. Don Tristán de Alzúcer le rogó a la Virgen por el retorno de su hijo vivo y le prometió que caminaría hasta el santuario del cerrito en agradecimiento. Unas semanas después su hijo regresó débil y convaleciente. Con el paso del tiempo, Don Tristán olvidó su promesa realizada hacia la Virgen por dedicarse a su próspero negocio y sentía remordimientos cuando se acordaba de que no la había cumplido. Un día visitó a su amigo el arzobispo para comentarle sobre su remordimiento por no cumplir la promesa, aunque siempre agradecía a la Virgen en sus rezos. El arzobispo le afirmó que con un rezo bastaba, lo eximió de su promesa y Don Tristán aliviado la olvidó.
Cierto día por la mañana, el arzobispo se encontraba caminando por la Calle de La Misericordia cuando se topó con Don Tristán quien estaba famélico, vestido con un sudario blanco, portaba una vela encendida y le respondió con voz tenebrosa que estaba cumpliendo la promesa. Extrañado el arzobispo, fue por la noche a casa de Tristán para pedirle una explicación y encontró su cadáver velado por su hijo, el cual estaba con el mismo aspecto, vestuario y vela que el había visto esa mañana. El hijo le comentó que su padre había muerto al amanecer y había sido obligado a cumplir la promesa. El arzobispo dedujo que se había topado con el espíritu de su amigo, quien se manifestó para cumplir la promesa y sintió remordimientos por eximirlo de ella. Después de varios años el alma de Don Tristán siguió deambulando por la Calle de La Misericordia, desde el incidente del arzobispo el vulgo la llamó el Callejón del Muerto y siglos después se le renombró Calle República Dominicana.
La calle de la mujer herrada En el año 1670, en una casa de la Calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo vivía un clérigo en concubinato con una mala mujer. No muy lejos de allí se situaba un lugar llamado la casa del Pujavante, hogar y taller de un herrador quien frecuentaba el clérigo por ser su compadre. El herrador le aconsejaba renunciar a ese concubinato pero el clérigo no quería. Una noche, el herrador fue despertado por unos golpes a la puerta de su taller, al abrir se encontró con dos negros que le entregaron a una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicando porfavor que le herrara, pues en la mañana cabalgaría hasta el Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrador le clavó las cuatro herraduras a la mula que después la entregó a los negros quienes le pegaron tan cruelmente al animal que los reprendió. Por la mañana fue a casa del clérigo para saber el porque de su partida al santuario, pero le sorprendió encontrarlo dormido en la cama, lo despertó y le contó lo sucedido aquella noche. El clérigo negó tal partida y enviar algún recado, por lo que ambos supusieron que algún travieso les jugó una broma y para celebrar la broma quiso despertar a su concubina, pero no se movió, insistió y se percató de que había muerto. Se horrorizaron al ver las cuatro herraduras en las palmas de las manos y plantas de los pies, el freno en la boca y los golpes. Ambos se convencieron de que todo aquello había sido efecto de la Divina Justicia, y que los negros eran demonios. Hubieron otros tres testigos del cadáver, el cura Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, el R. P. Don José Vidal y un religioso carmelita, venidos al lugar de los hechos. Los tres respetables testigos acordaron el entierro de esa mujer en la misma casa y guardar en secreto permanente lo sucedido. Ese mismo día aquel clérigo, abandonó la casa para cambiar de vida y no se volvió a saber de él.