Lectura - La Originalidad De La Vanguardia (krauss).pdf

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La originalidad de la Vanguardia

En La originalidad de la Vanguardia y otros mitos modernos

(Rosalind Krauss, 1996) [1985]

Este verano, la National Gallery de Washington ha montado una muestra arro­ gantemente descrita como "la mayor exposición sobre Rodin nunca celebrada". No sólo ha sido la mayor reunión pública de esculturas de Rodin, sino que además ha incluido muchas obras desconocidas hasta el momento. Algunas de estas últimas obras no se habían e2'.-puesto nunca por tratarse de piezas en escayola que pem1a­ necieron almacenadas en Meudon tras la muerte del artista, fuera del alcance de la inquisitiva mirada de los investigadores y el público en general. En otros casos, las obras no se habían podido contemplar antes simplemente porque acababan de rea­ lizarse. En la exposición de la Nacional Gallery se incluía, por ejemplo, un novísi­ mo vaciado de Las puertas del infierno, tan reciente que los visitantes de la muestra podían sentarse en un pequeño teatro acondicionado para la ocasión a ver un reportaje sobre el proceso de elaboración del nuevo conjunto. Algunas de las personas -no creo que fueran todas- que se sentaron en ese teatro a ver el proceso de vaciado de Las puertas del infierno debieron pensar que estaban siendo testigos de una falsificación. Después de todo, Rodin había muerto en 1918 y, seguramente, una obra suya producida más de sesenta años después de esa fecha no podía ser genuina, no podía ser original. El asunto es más interesante de lo que parece, y no puede resolverse con una simple respuesta afirmativa o negativa. A su muerte, Rodin legó al Estado francés todas sus pertenencias, no sólo las obras de su propiedad, sino también todos los derechos de reproducción, es decir, el derecho a realizar ediciones en bronce a partir de las escayolas del legado. La Chambre des Députés, al aceptar esta donación, decidió limitar las ediciones pós­ tumas a doce vaciados por cada escayola. De este modo, el vaciado de Las puertas del infierno que el Estado, en su perfecto derecho, realizó en 1978, es una obra legí­ tima: puede. decirse que es un verdadero original. Pero si dejamos al margen las disposiciones legales y los términos del testa­ mento de Rodin, el asunto deja de inmediato de estar tan claro. ¿Hasta qué punto es un original el nuevo vaciado? Tras la muerte de Rodin, Las puertas del infierno permanecieron en su estudio como un enorme rompecabezas de escayola con todas

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Mitos nrodemos

AUGUSTE RODIN. Las tres ninfas.

La oríginalidad de la Va11��11ardia

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AUGUSTE RoDlN. Los dos bailarines (izquierda).

Las tres sombras (derecha).

las. piezas desmontadas y esparcidas por el suelo. La ·disposición actual de las figuras sobre Las puertas refleja la última idea compositiva del escultor, documentada mediante una serie de números escrit6s a lápiz sobre las escayolas que se corres­ ponden con otros números situados en dii;tintos puntos de Las puertas. Sin embar­ go, Rodin cambió en repetidas ocasiones dichos números según iba reelaborando la superficie de las puertas, y puede decirse, por tanto, que Las puertas distaban mucho de estar acabadas cuando murió. Ni siquiera las había vaciado; aunque lo hubiera hecho, la realización de ediciones en bronce no era, lógicamente, un asun­ to que le incumbiera, ya que se trataba de un encargo pagado por el Estado. Sin embargo, el edificio para el que habían sido encargadas no llegó a construirse; Las puertas nunca fueron demandadas, nunca se terminaron y, por consiguiente, nunca se vaciaron. El primer bronce se realizó en 1921, tres años después de la muerte del artista. Por lo tanto, en lo que respecta al acabado y patinado de la nueva versión, no existe ningún ejemplo hecho en vida de Rodin que nos sirva de guía acerca de las intenciones del artista, que sugiera el aspecto final que debía tener la obra. Dada la doble circunstancia de no existir ningún vaciado hecho en vida del artista y exis­ tir, a su muerte, un modelo inacabado en escayola, podríamos decir que todos los vaciados posteriores de Las puertas del infierno son ejemplos de múltiples copias exis­ tentes en ausencia de un original. El asunto de la autenticidad es igualmente pro­ blemático en cada uno de los vaciados existentes; lo único que ocurre en los casos más recientes es que llama más la atención.

Sin embargo, tal como se nos viene recordando desde "La obra de arte en la época de su reproductibilidad mecánica" de Walter Benjamín, la autenticidad pier­ de su sentido como idea a medida que nos aproximamos a aquellos medios que son inherentemente múltiples. "A partir de un negativo fotográfico, por ejemplo", afirma Benjamín, "se puede hacer un número indeterminado de impresiones; care­ ce de sentido preguntarse qué impresión es 'auténtica'." Para Rodin, el concepto de "vaciado en bronce auténtico" parece haber tenido tan poco sentido como para muchos fotógrafos. Igual que Atget no positivó nunca algunas de las miles de pla­ cas de vidrio ·que realizó, Rodin no llegó a transferir a un material pem1anente, ya fuera bronce o mármol, muchas de sus figuras en escayola. Igual que en el caso de Cartier-Bresson, que nunca positivaba sus propias fotografías, la relación de Rodin con los vaciados de sus esculturas sólo puede calificarse de remota. Gran parte de dichos vaciados se realizaron en fundiciones sin la asistencia del escultor durante el proceso; nunca reelaboraba o retocaba los modelos en cera a partir de los cuales se vaciaban los bronces definitivos; nunca supervisaba o controlaba el acabado y las pátinas y, en sus últimos años, ni siquiera revisaba las piezas antes de ser embaladas para su envío al cliente o marchante que las había adquirido. Ante esta profunda asimilación del ethos de la reproducción mecánica, no resulta tan extraño que Rodin legara a su país los derechos de autoría póstuma sobre su propia obra. El ethos de la reproducción en que Rodin estaba inmerso no se limitaba, desde luego, a la cuestión relativamente técnica de lo que ocurría en la fundición. Estaba

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Mitos modernos

AuGUSTE RoDIN. El hijo pródigo (izquierda). Las puertas del frifierno (centro y derecha).

presente en el interior de las paredes de su estudio, cubiertas de polvo de escayola -la nieve cegadora a la que se refiere Rilke-. Y es que las escayolas que consti­ tuyen la espina dorsal de la obra de R?din son, en sí mismas, vaciados, y son, por tanto, múltiples en· potencia. La proliferación estructural resultado de esta multi­ plicidad está en el centro de la producción masiva de Rodin. En el temblor de su equilibrio, Las tres ninfas forman una figura espontánea, una figura en cierto modo descompuesta por la consciencia de que las tres son vacia­ dos idénticos del mismo modelo. De igual modo, la magnífica sensación de impro­ visación gestual queda entre paréntesis cuando nos damos cuenta de que Los dos bailarines no son simplemente gemelos espirituales, sino también réplicas mecáni­ cas. Las tres sombras -la composición que corona Las puertas del infierno- son tam­ bién un producto múltiple, tres figuras idénticas, un triple vaciado frente al que no tiene sentido preguntarse -lo mismo que frente a las ninfas o los bailarines- cuál de las tres figuras es la original. Las propias Puertas son otro ejemplo del funciona­ miento modul<);r de la imaginación de Rodin, con el mismo motivo repetido com­ pulsivamente, reinstaurado, emparejado y combinado una y otra vez'. Si el vacia­ do en bronce es el extremo inherentemente múltiple de un espectro escultórico, podría pensarse que la formación de las figuras originales es el otro extremo, el polo ' Para un análisis de las repeticiones de figuras en la obra de Rodin, véase mi libro Passages in Modern Sculpture, Nueva York, Viking, 1977, capítulo 1; y Leo Steinberg, Other Gritería, Nueva York, Oxford University Press, pp. 322-403.

La or(1;i11a/idad de la Va1t1;11ardia

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AUGUSTE ROD!N. Fugit Amor.

consagrado a la unicidad. El procedimiento de trabajo de Rodin, sin embargo, obliga a que el hecho de la reproducción atraviese toda la longitud de este espectro. No hay nada en el mito de Rodin como prodigioso elaborador de formas que nos prepare para la realidad de estas disposiciones de múltiples clones. Todo indi­ ca que un elaborador de formas es un creador de obras originales, exultante en su originalidad. Rilke había compuesto tiempo atrás un encantador himno a la origi­ nalidad de Rodin al describir la profusión de cuerpos ideada para Las puertas: ... cuerpos que escuchan como rostros, y que se alzan como brazos; cadenas de cuerpos, guir­ naldas y organismos simples; cuerpos que escuchan como rostros, zarcillos que se elevan, pesados racimos de cuerpos en los que la dulzura del pecado surge de las raíces del dolor... Este ejército de figuras se hizo demasiado numeroso para poder insertarlo en el marco y las alas de Las puertas del irifierno. Rodin ensayó todas las posibilidades y eliminó todos los elementos singulares que no se ade­ cuaban al grandioso conjunto; rechazó todo aquello que no era necesario'.

Rilke nos hace creer que este enjambre de formas está formado por figu ras dife­

rentes. El culto a la originalidad desarrollado en tomo a Rodin y fomentado por el

propio artista estimula dicha creencia. Rodin flirteó con la imagen del creador de formas, verdadero crisol de originalidad; lo hizo en el tipo de imaginería divina pretendidamente reflexiva que aparece en su obra, y en su esmerada publicidad de ' Rainer Maria Rilke, Rodin, trad. inglesa de Jessie Lemont y Hans Frausil, Londres, Grey Walis Press, 1946, p. 32.

170 Mitos modemos sí mismo -en su famoso retrato como genio progenitor, pintado por Edward Steichen, por ejemplo. Rilke entona su cántico: Al caminar entre estas mil fom1as, abmmado por la imaginación y la pe1�cia presentes en ellas, uno se pregunta involuntariamente sobre las dos manos que han creado ese universo... Uno se pre­ gunta por el hombre que rige dichas manos'.

En Los embajadores, Henry James había añadido: Con genialidad en su mirada, buenos modales, una larga carrera a sus espaldas, y recompensas y honores por doquier, el gran artista causó gran impresión en nuestro amigo... Con un lu�tre per­ sonal casi violento, brillaba en una constelación.

¿Qué sentido tiene este pequeño capítulo de la comédíe humaine, por el cual el artista del siglo pasado más aficionado a la celebración de su propia originalidad y del carácter autobiográfico de su transformación de la materia en vida formal, ese artista, entrega su propia obra a otra vida de reproducción mecánica? ¿Debemos interpretar este peculiar testimonio final como el reconocimiento por parte de Rodin del grado en que su arte era un arte de reproducción, un arte de múltiples sin originales? Y además, ¿por qué sentirnos cierta aprensión al pensar en los vaciados póstu­ mos que aguardan en el futuro a la obra de Rodin? ¿No será que pretendemos apuntalar una cultura del original que no tiene cabida en un escenario de medios reproductivos? Esta cultura del original -la copia añeja- se percibe claramente en el mercado fotó gráfico actual. La copia añeja se considera "realizada cerca del momento estético"; no sólo es un objeto creado por el propio fotógrafo, sino una creación contemporánea a la toma de la imagen. Evidentemente, se trata de una aplicación mecánica del concepto de autoría; no se tiene en cuenta que al,,aunos fotógrafos son peores impresores de imágenes que los oper?-rios que trabajan para ellos; que los fotógrafos reeditan y retocan imágenes antiguas años después de su toma, a veces mejorándolas considerablemente; o que es posible recrear el. papel o los componentes químicos antigu os y hacer que una copia tenga el mismo aspec­ to que una fotografía decimonónica. La autenticidad, por tanto, no tiene por qué ser una función de la historia de la tecnología. La fórmula que define un original fotográfico como una copia realizada "cerca del momento estético" es obviamente una fónnula dictada por la noción histórico­ artística del estilo de un período, y aplicada a la práctica del connoisseur. El estilo de un período es una modalidad específica de coherencia que no se puede quebrar fraudulentamente. La autenticidad implícita en el concepto de estilo es producto del modo en que se concibe la generación de dicho estilo, esto es, colectiva e inconscientemente. Un individuo no puede, por definición, crear consciente­ mente un estilo. Las copias posteriores se expondrán precisamente p�rque no per' Ibid., p. 2.

La originalidad de la Vanguardia

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tenecen al período; ese cambio de sensibilidad es exactamente lo que hará que el claroscuro resulte erróneo, que los contornos sean demasiado precisos o dema­ siado imprecisos, que se rompan las anteriores pautas de coherencia. Ante el vaciado de Las puertas del infierno de 1978, tenemos la sensación de que se ha vio­ lentado este concepto de estilo de un período. No nos importa si existen o no derechos de reproducción; lo que está en juego son los derechos estéticos del estiló, basados en una cultura de originales. Sentados en el pequeño teatro, mirando cómo se crean las novísimas Puertas, mirando esa violación, sentimos el deseo de gritar: ¡Fraude! ¿Por qué iniciar un análisis sobre el arte de vanguardia con esta historia acerca de Rodin, los vaciados y los derechos de reproducción? Básicam�nte porque Rodin resulta ser el primer artista que nos introduce en la materia, ·tanto por la fama y popularidad de que gozó en vida como por lo rápidamente que se vio indu:. ciclo a participar en la transformación de su propia obra en kitsch. El artista de vanguardia se nos ha presentado bajo muchos disfraces a lo largo de sus primeros cien años de existencia: revolucionario, dandy, anarquista, tecnó­ logo, místico... También ha abrazado multiplicidad de credos. Un único elemen­ to parece haberse mantenido constante en el discurso vanguardista: la originalidad. Por originalidad me refiero sobre todo en este caso al tipo de revuelta en contra de la tradición implícita en la proclama de Ezra Pound "¡Hazlo nuevo!" o en la pre­ tensión futurista de destruir los museos que poblaban Italia de "incontables cemen­ terios". Más que como una negación o disolución del pasado, la originalidad de la vanguardia se concibe como un origen literal, como un comienzo desde cero, como un nacimiento. Una tarde de 1909, conduciendo su automóvil, Marinetti cayó en la cuneta de una :fabrica, inundada de agua, y salió de ella, como si saliera del fluido amniótico, convertido en futurista, sin antepasados. Esta parábola de la autocreación absoluta que comienza con el primer Manifiesto Futurísta funciona como un modelo de lo que se entiende por originalidad entre los vanguardistas de principios del siglo XX. La originalidad se convierte- en una metáfora organicista referida no tanto a la invención formal como a las fuentes de vida. La entidad ori­ ginal está a salvo de la contaminación de la tradición porque posee una especie de ingenuidad primitiva. Como afirmó Brancusi, "Cuando dejamos de ser niños, esta­ mos muertos". La entidad original tiene la potencialidad de la regeneración conti­ nua, de la perpetua autogestación. Tal como declaró Malevich, "Sólo está verda­ deramente vivo aquel que rebate sus convicciones de ayer". La entidad original pennite establecer una distinción absoluta entre el presente experimentado de novo y un pasado cargado de tradición. Las proclamas de la vanguardia son precisamen­ te llamamientos a la originalidad. Ahora bien, si la propia noción de la vanguardia puede considerarse una fun­ ción del discurso de la originalidad, la práctica real del arte de vanguardia tiende a revelar que la "originalidad" es una asunción activa resultado de la repetición y la recurrencia. Una figu ra característica de la práctica vanguardista en las artes visua­ les nos proporciona un ejemplo: la retícula.

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Miros 111odemos

Aparte de su práctica ubicuidad en la obra de aquellos artistas que se considera­ ban a sí mismos vanguardistas -Malevich y Mondrian, Léger y Picasso, Schwitters, Cornell, Reinhardt y Johns, André, LeWitt, Hesse y Ryman-, la retícula presenta varias propiedades estructurales que la hacen inherentemente susceptible a la apro­ piación vanguardista. Una de ellas es su impem1eabilidad al lenguaje. "Silencio, exi­ lio y artificio" es el santo y seña de Stephen Dedalus: la orden que, según Paul Goodman, expresa el código autoimpuesto del artista de vanguardia. La retícula pro­ mueve este silencio, expresándolo además como una negación del discurso. La abso­ luta estasis de la retícula, su carencia de jerarquía, de centro, de inflexión, refuerza no sólo su carácter anti-referencial, sino -lo que es más importante- su hostilidad hacia la narración. Esta estructura, impermeable al tiempo y al incidente, no pemú­ te la proyección del lenguaje en el donúnio de lo visual, y el resultado es el silencio. Este silencio no se debe simplemente a la eficacia de la retícula como barrica­ da frente al discurso, sino a la protección que proporciona su trama frente a todas las intrusiones externas. Se acabó el eco de los pasos en habitaciones vacías, el grito de los pájaros al atravesar el cielo, el torrente de las aguas distantes: la retícula ha colapsado la espacialidad de la naturaleza sobre la linútada superficie de un objeto puramente cultural. El resultado de esta proscripción de la naturaleza y el discurso es un silencio aún mayor. Y muchos artistas pensaron que en esta reencontrada quietud se encontraba el conúenzo, el origen del Arte. Para aquellos que piensan que el arte comienza en una especie de pureza ori­ ginaria, la retícula era un emblema del extremo desinterés de la obra de arte, de su absoluta carencia de intención, una carencia aseguraba su autonomía. Schwitters insiste en esta interpretación de la esencia original del arte: "El arte es un concep­ to primordial, exaltado como la divinidad, inexplicable como la vida, indefinible y sin propósito". La retícula facilita esta interpretación de un nacinúento en el espa­ cio nuevamente adecuado de la libertad y la pureza estética. Por su parte, para aquellos que piensan que los orígenes del arte no se encuen­ tran tanto en la idea del puro desinterés como en una unidad fundamentada empí­ ricamente, el poder de la retícula reside en su capacidad para plasmar el campo mate1ial del objeto pictórico, inscribiéndolo y representándolo simultáneamente, de tal manera que la imagen de la superficie pictórica puede considerarse la con­ fim1ación de la organización de la materia pictórica. Para estos artistas, la superfi­ cie reticular es la imagen de un comienzo absoluto. Quizá debido a este sentido de conúenzo, de nueva salida, de grado cero, numerosos artistas han adoptado la retícula como medio de trabajo, redescubrién­ dolo continuamente como si el origen que habían encontrado al extraer capa tras capa de representación hasta llegar finalmente a esa reducción esquematizada, a ese campo de papel cuadriculado, fuera su origen, y su descubrinúento fuera un acto de originalidad. Cada cierto tiempo, los artistas abstractos "descubren'' la retícula; podría decirse que parte de su estructura es siempre, en su carácter revelador, un descubrimiento nuevo y único. Y al igual que la retícula es un estereotipo en constante y paradójico redescu­ brimiento, es también una prisión en la que el artista enjaulado se siente en líberAGNES MARTIN. Juego. 196C>.

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Mitos 111odemos

tad. Lo sorprendente de la retícula es que, pese a su enom1.e efectividad como abanderada de la libertad, es extremadamente restrictiva en lo que respecta al ejer­ cicio real de la libertad. La retícula es sin duda la construcción más fonnularia sus­ ceptible de ser representada sobre una superficie plana; es extraordinariamente inflexible. Nadie puede atribuirse haberla inventado, y cada vez que uno la des­ pliega, resulta extremadamente dificil ponerla al servicio de la invención. Por ello, al examinar las carreras de los artistas que más se han comprometido con la retícu­ la, vemos que desde el momento en que se someten a ella su obra deja virtualmente de evolucionar y se caqcteriza por la repetición. A este respecto, los casos de Mondrian, Albers, Reinhardt y Agnes Martín son ejemplares. Sin embargo, al afirmar que la retícula condena a estos artistas a la repetición y no a la originalidad, no estoy sugiriendo una valoración negativa de su obra. Intento, por el contrario, centrar la atención en un par de términos -originalidad y repetición- y contemplar su emparejamiento desprejuiciadamente; en el ejem­ plo que estamos examinando, estos dos términos parecen remitir ambos a una espe­ cie de economía estética, interdependiente y mutuamente sustentadora, aunque el primero -la originalidad- sea el término valorado y el segundo -la repetición, copia o duplicación- esté desacreditado. Ya hemos visto que el artista de vanguardia reclama sobre todo como derecho -como derecho de nacimiento, por así decirlo- la originalidad. La entidad ori­ ginal de la obra confiere a ésta la misma unicidad que él ostenta; la condición de su propia singularidad garantiza la originalidad de sus creaciones. Esta garantía le permite, en el ejemplo que contemplamos, seguir afirmando su originalidad en la creación de retículas. Como hemos visto, el artista x, y o z no sólo no es el inven­ tor de la retícula, sino que nadie puede reclamar esta patente: el derecho de repro­ ducción expiró en algún momento en la Antigüedad y ha sido de dominio públi­ co durante muchos siglos. Estructuralmente, lógicamente, axiomáticamente, la retícula sólo puede ser repe­ tida. La extensión vital de la retícula en el progresivo despliegue de la obra de un artista dado será cada vez más repetitiva, a medida que dicho artista se implique en reiterados actos de autoimitación. Es verdaderamente significativo que tantas gene­ raciones de artistas del siglo XX hayan maniobrado hacia esta paradójica posición, en la que están condenados a repetir, como por obligación, el original lógicamen­ te fraudulento. Pero no menos sorprendente es otra ficción complementaria: la ilusión, no de la originalidad del artista, sino de la entidad originaria de la superficie pictórica. Este origen es lo que se supone que el genio de la retícula manifiesta a los espectadores: un indiscutible grado cero más allá del cual no hay otro modelo, referente o texto. El único problema es que esta experiencia de lo originario, que ha afectado a gene­ raciones de artistas, críticos y espectadores, es en sí misma falsa, es una ficción. La superficie del lienzo y la retícula que lo marca no se funden en esa unidad absolu­ ta que precisa la noción de un origen. La retícula sigue la superficie del lienzo, la duplica. Es una representación de la superficie, proyectada, ciertamente, sobre la misma superficie que representa, pero sigue siendo una figura, una imagen de cier-

La or(r;i11alidad de la Va11guardia

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tos aspectos del objeto "originario": mediante su trama, crea una imagen en la infraestructura entretejida del lienzo; mediante su red de coordenadas, organiza una metáfora para la geometría plana del campo; mediante su repetición, configura la extensión de la continuidad lateral. La retícula no revela por tanto la superficie, poniéndola por fin al descubierto, sino que la vela mediante una repetición. Como he afirmado, esta repetición que representa la retícula debe seguir, debe ser posterior, a la superficie empírica real de una pintura dada. En cualquier caso, el texto representacional de la retícula también precede a la superficie, viene antes que ella, impidiendo que dicha superficie literal sea un origen. Detrás de ella, antes en términos lógicos, se encuentran todos aquellos textos visuales mediante los cua­ les se organizó colectivamente el plano definido como campo pictórico. La retícu­ la resume todos estos textos; el entramado de ca1tones superpuestos, por ejemplo, utilizado para transferir mecánicamente un dibujo a un fresco; el armazón pers­ pectivo con el que se pretertdía plasmar la transferencia perceptiva de tres dimen­ siones a dos; la matriz sobre la que trazar relaciones armónicas, como la propor­ ción; o los· millones de encuadres con los que reafirmar la pintura como un cuadrilátero regular. Todos estos son los textos que repite -y por tanto represen­ ta- el primer plano "original" de un cuadro de Mondrian, por ejemplo. El mismo fondo que se supone revela la retícula ya está penetrado por un proceso de repeti­ ción y representación; siempre está ya dividido y es múltiple. Lo que he estado llamando "la ficción del carácter originario de la superficie del cuadro" es lo que la crítica de arte denomina arrogantemente "la opacidad del plano pictórico moderno"; la crítica no considera que esta opacidad sea ficticia. En el seno del espacio discursivo del arte moderno, la opacidad putativa del campo pictórico debe mantenerse como un concepto fundamental. Es el fundamento sobre el que se erige toda una estructura de términos relacionados. Todos esos tér­ minos -singularidad, autenticidad, unicidad, originalidad, original- dependen del momento originario del que esa superficie es reflejo empírico y semiológico. Si el dominio moderno del placer es el espacio de autorreferencia, esta cúpula del placer se levanta sobre la posibilidad semiológica del signo pictórico como entidad no-representacional y no-transparente, de manera que el significado se convierte en la condición redundante de un significante reificado. Pero desde nuestra pers­ pectiva -en una situación en la que vemos que el significante no puede ser reifi­ cado; que su objetualidad, su esencia, no es más que una ficción; que cada signifi­ cante es el significado transparente de una decisión preestablecida de convertirlo en vehículo de un si gno-, desde esta perspectiva, no hay opacidad, no hay más que una transparencia que abre paso a una vertiginosa caída en un insondable sistema de reduplicación. Ésta es la perspectiva desde la cual la retícula, representando la superficie pictó­ rica, sólo consigue establecer el significado de otro sistema previo de retículas, tras el cual, a su vez, se encuentra .aún otro sistema anterior. Desde esta perspectiva, la retícula es, como los vaciados de Rodin, lógicamente múltiple: un sistema de reproducciones sin original. Desde esta perspectiva, la verdadera condición de uno de los principales vehículos de la práctica estética moderna se contempla como una

176 Mitos modernos derivación, no del ténnino valorado en la pareja a que me he referido antes -el doblete origínalídad!repetíción-, sino de la mitad desacreditada, de la parte que enfrenta lo múltiple a lo singular, lo reproducible a lo único, lo fraudulento a lo auténtico, la copia al 01iginal. La crítica moderna intenta reprimir y ha reprimido esta mitad negativa del conjunto de términos. Desde este punto de vista, el arte moderno y la vanguardia pueden contem­ plarse como una función de lo que podríamos llamar "el discurso de la originali­ dad", un discurso que sirve a intereses muy amplios -y, por consiguiente, ali­ mentados por muy diversas instituciones-, más allá del restringido círculo de la producción artística profesional. El asunto de la originalidad -y los conceptos afi­ nes de autenticidad, originales y orígenes- es una práctica discursiva compartida por el museo, el historiador y el artífice. A lo largo del siglo XIX, todas estas insti­ tuciones aunaron sus esfuerzos para encontrar la marca, la garantía, el certificado del original'.

' Sobre el discurso de los orígenes y los originales, véase Michel Foucault, The Order ofThings, Nueva York, Phanteon, 1970, pp. 328-335: "Pero esta delgada superficie del original, que acompaña nuestra entera exis­ tencia... no equivale a la inmediatez de un nacinúento; dicha superficie está poblada por las complejas media­ ciones del trabajo, la vida y el lenguaje, depositadas como un sedimento en su propia historia, de manera que... lo que el hombre revive sin saberlo son todos los intermediarios de un tiempo que le gobierna casi hasta el infinito."

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