La sofística y el sistema acusatorio Andrés Nanclares Arango ¿Qué se propone uno con la filosofía? Simplemente, enseñarle a la mosca a salir del frasco. Ludwig Wittgenstein Yo, que no soy filósofo, carezco de la lucidez necesaria para indicarles cuál es la forma de escapar del frasco. Pero sí puedo decirles, porque si mis cálculos no me fallan aún disfruto de mis cinco sentidos, es que otra vez nos hallamos enfrascados, como moscas, en una de esas laberínticas discusiones que solemos provocar los colombianos para matar el tiempo. Como siempre, el frasco en que nos encontrarnos atrapados — abogados, al fin y al cabo—, es el derecho, nuestro hierático derecho. Sólo que ahora se nos ha metido en la cabeza que es posible agrietar, o por lo menos ablandar, su rígida contextura, si la sometemos literalmente al calor de nuestras lenguas de fuego. En el ambiente flota un asunto. Corren rumores de que va n ser reformado el sistema procesal penal del país. De un modelo penal de corte inquisitivo, dicen, vamos a dar el salto a uno de carácter acusatorio. En él, se nos insiste, el principio procesal de la oralidad será el más importante. Por eso se nos ha hecho un llamado a "engrasar los ejes" y a "aceitar la lengua". Esa tarea es urgente, se nos advierte, porque las habilidades y destrezas que habrá de adquirir el abogado, cualquiera sea su función dentro del proceso penal, serán indispensables para poner en marcha, con éxito, el método de persuasión requerido para la nueva manera de ejercer a cualquier nivel del área penal el derecho. La Comisión Interinstitucional para el Impulso de la Oralidad en el Proceso Penal, en el No.3 de su publicación trimestral, ha expresado con todas las letras, a modo de base de lanzamiento, lo siguiente: "El propósito de cada una de las partes del juicio es convencer al juzgador de que su versión de los hechos es la correcta, y que su teoría del caso, y no la de la contraparte, es la que debe acoger. Para lograrlo, el abogado debe planificar cada una de sus actuaciones en el juicio, teniendo en cuenta que a éste se llega, no a saber lo que pasó, sino a probar lo que ocurrió". Lo descrito en ese párrafo, ha sido estimado como un cambio radical en el modo de ejercer la judicatura y, en general, la profesión de abogado. Por eso, nos dicen, es un vuelco cultural de
proporciones en la manera de juzgar, acusar y defender dentro de una determinada causa judicial. Y la verdad es, si así van a ser las cosas, que en esa carta de propósitos está diseñado, de modo implícito, un verdadero revolcón en nuestra postura ética frente a la realidad social y humana y, además, en nuestro modo de pensar el derecho. El cambio anunciado, aparte del pánico que ha provocado entre los productores de papel, los mudos y los tartajosos, ha puesto expectante a la gente. Pero sólo eso ha producido: expectativa. Porque fuera de ese ánimo inquieto, no he visto nervioso a ningún abogado, juez o fiscal. En el fondo, aunque no atinen a saber muy bien por qué, a una gran mayoría la asalta el palpito de que lo que viene es un simple cambio de piel. Esa franja de abogados, por una secreta intuición de colombianos, cree adivinar que la transformación próxima a darse va a consistir en que lo que mañana expresaremos con la lengua, es lo mismo que hoy escribimos con la mano. Y esto, claro, los tranquiliza porque, al fin de cuentas, a la mayoría la complace, aunque de dientes para fuera diga lo contrario, que la vida siga siendo el paso en fila india de los días, como la describió Aurelio Arturo, o que mañana, cuando despierte, nuestro país jurásico todavía esté ahí, quieto, lamiéndose sus telarañas, como el dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso. Pero esa actitud, precisamente, es la que me causa prevención. Cuando vean de cuerpo presente lo que es el sistema acusatorio, si es que llega, y si por suerte entra haciendo gala de sus modales de cabra en una cristalería, que son también los suyos, nuestros cientifistas de postín, e incluso el ciudadano ajeno a los meandros de la ley, no se van a aguantar ese golpe. A la calle, para pedir el reversazo, se van a volcar. Los caballeros del positivismo, la legión de honor de la dogmática jurídica y la congregación de los racionalistas más hirsutos, Biblia en mano, van a sacarte con sus lanzas sus entrañas hasta convertirlo en un guiñapo. Lo digo porque en este país, donde la gente es presa de una dañina vocación de permanencia, se le rinde tributo, por estatuaria, a la mujer de Lot, y a las reformas de fondo, por efecto de un inveterado tic mental, sistemáticamente se les hace una feroz y velada oposición, con tal de que no se cristalicen. Lo digo porque lo que de verdad les gusta a nuestros connacionales, es maquillar lo que existe, esconderlo, conservarlo y, por esa razón, y para engañarse a sí mismos, en todo aplican la "estrategia de la cosmética".
Eso me motiva a pensar que esta estrategia —la de cambiar todo para que todo siga igual— va a volver por sus fueros al momento de instaurar el sistema acusatorio oral. Para que eso suceda, las cosas están dadas. Durante todos estos años, la cultura formalista se ha empeñado en poner día a día sus huevos hueros en nuestra descolorida sangre mezclada con chocolate y, gracias a esa silenciosa labor de hormiga, se ha permitido hacer entre nosotros, a sus anchas, de las suyas. No sólo ha convertido en natural la acartonada manera de actuar y de pensar de los colombianos, que ya es mucho decir, sino que ha hecho de este país tierra estéril para lo dúctil, lo flexible, lo contingente. Y si el sistema acusatorio oral irrumpe pisando fuerte sobre estas tres patas, que son las suyas por naturaleza, no alcanzan a imaginarse ustedes cuál va a ser la magnitud de la reacción de las almas justas que van a ver en él la encarnación del basilisco. Si nos circunscribimos al campo de lo jurídico, vemos cómo las características antes descritas de nuestro modo de ser nacional", se acentúan. Entre nosotros —digámonos la verdad—, todavía impera la idea de que son la vida, los hechos, las conductas, los que se deben adecuar al derecho. A la mayoría le aterra pensar siquiera en la posibilidad de que sea el derecho, convertido en una disciplina práctica y maleable, el que se adapte a los comportamientos humanos, a la realidad. En materia jurídica, no hemos pasado de movernos dentro del espado de las cuatro alambradas de un corral de gallinas. De la exégesis, cansados de cacarear silogismos formales, hemos pasado, entre kikirikíes, a la concepción teleológica; y de ésta, aleteando, a la funcional y a la sociológica. Desde estas trincheras, a mansalva y sobreseguros, hemos disparado la mayoría de nuestras sentencias. Cuando no nos empecinamos en afirmar que la justicia está en la ley, proclamamos que se halla en las "intenciones o propósitos" del legislador. En eso se nos va la vida. En darle picotazos al hierro de la ley, husmear en su sistematicidad o hurgar en su "espíritu" el querer de su creador. Sólo por excepción, y como gran hazaña, pero muertos del miedo de cometer un sacrilegio contra el sacrosanto icono de la seguridad jurídica, nos permitimos un refrescante paseo por las alamedas de los principios y valores constitucionales. Lo grave es que el hecho de adoptar las bases institucionales y normativas del sistema acusatorio, exige una nueva comprensión de lo jurídico. Por efecto del derrumbe epistemológico que su implantación necesariamente habrá de provocar, la decisión de
aceptarlo pone en salmuera, de por sí, nuestra concepción lógicoformal del derecho. Y si ello resulta cierto, el brinco de nuestros juristas va a ser equiparable al de aquellos a quienes se les aplica la picana eléctrica. Hasta hoy, en el sistema inquisitivo —mixto, o como se le quiera apellidar—, hemos actuado dentro del marco de unos referentes definidos. Desde el principio, el modelo inquisitivo nos señaló el objeto de conocimiento que debíamos abordar en nuestra labor jurisdiccional, el método para penetrar en la esencia de ese objeto, la clase de juicios que debíamos emitir y las finalidades prácticas de esa operación cognoscitiva. Desde la perspectiva de cualquiera de las teorías del derecho enumeradas —la exegética, la teleológica, la funcionalista y la sociológica—, el sistema inquisitivo exige que el objeto de conocimiento de las partes intervinientes en el proceso sea la realidad, pero mediatizada por la ley. Que el método empleado para develar ese objeto de conocimiento, sea, bien por inducción o por deducción, el método lógico, el de los silogismos formales, o el sistemático. Que la clase de juicios que emitamos, cuando hayamos encontrado la concordancia entre los hechos y el supuesto legal, sean juicios lógicos, de correspondencia o no con lo legal o lo ilegal. Y, por último, que la finalidad del juez, el fiscal y el defensor, sea la de demostrar cómo sobre determinado comportamiento humano sólo existe una verdad, la verdad cierta y monolítica, la verdad con mayúscula. Ahora, si de veras van a implantar el sistema acusatorio oral, y no apenas un remedo de lo que es, tendrá que darse una modificación de nuestra postura teórica frente al derecho y también de la epistemología que permite desarrollar esa actitud en la práctica. Esto tiene que ser así, sin efusiones, porque la única teoría compatible con el sistema acusatorio oral, es la concepción tópica de lo jurídico o, como también se ha denominado, la concepción problemática del derecho. Entre este sistema y esta teoría, hay absoluta empatia. Se atraen. Están imantadas por su común vocación por lo dócil, por lo dúctil. Si el modelo acusatorio busca hacer maleable y dinámico el proceso de discernimiento de la justicia, o al menos del derecho, esta teoría concibe lo jurídico, no como un orden estático, no como un simple molde para fabricar conductas humanas, o como un espejo en el cual ellas se reflejan, sino como una "textura abierta". Para esta teoría, la conformación del derecho se asemeja a una goma de mascar. Pero con una diferencia: que su materia está
hecha más de valores morales, religiosos, costumbres y modos de comportamiento social, y menos de las esquirlas de la ley. Por decirlo con una frase efectista, la teoría tópica de lo jurídico piensa el derecho como un derecho sucio, enturbiado por los efluvios pasionales de los hombres, por oposición tajante al derecho puro, estrictamente metódico y encastillado en su rigor lógico. Una atrayente definición de esta manera de ver el derecho, la trae el tratadista Fernando de Trazegnies Granda en su libro Ciríaco de Urtecho: litigante por amor. Dice el creador de Ciríaco de Urtecho, paradigma de abogado para un sistema acusatorio oral: El derecho es más palabra que escritura. Es más razonamiento vivo que un código inmovilizado. Es un discurso que se rehace continuamente, antes que un libreto que se repite monótonamente. La ciencia tradicional del derecho ha enfatizado en las formas, en la estructura, en la arquitectura de las normas. Son las formas, y no las reacciones del hombre frente a esa estructura, las que verdaderamente le interesan. Y más adelante, agrega: El derecho no es un dato. Es una operación. No es algo previamente establecido. No es una plantilla. No. No puede serlo. El derecho es algo que se construye en la medida en que se lo utiliza. Algo que no está hecho. Es algo que se hace a sí mismo a partir de una multiplicidad de focos locales, particulares, de enfrentamiento entre las partes. El derecho constituye, así concebido, una suerte de campo de batalla. Un campo de batalla en el que se dan múltiples combates. Combates con diversa incidencia, de acuerdo con la magnitud de la victoria o la derrota, sobre el funcionamiento del orden social. Pero las conquistas obtenidas, así como las derrotas, son de nuevo dialectizadas por los combatientes posteriores. El sistema acusatorio oral, repito, sólo puede ponerse en práctica desde la visión caleidoscópica de esta teoría. El hermetismo de las restantes hipótesis jurídicas, lo apesta, lo toma enclenque, raquítico, lo desvirtúa, lo asfixia, en razón de que su objeto de conocimiento, su método de análisis, la clase de juicios que posibilita y las finalidades que se propone, por ser de naturaleza cualitativamente diferente, requieren del aire, de la vida, de la tragedia, del humor, de la crueldad y la solidaridad. En una palabra, de los torbellinos que inopinadamente desata el espíritu de los hombres. Su objeto de conocimiento, por ejemplo, no es la ley mediatizada por la realidad, sino la realidad mediatizada por la ley. Su método, así mismo, no es el exclusivamente racional, el de los silogismos formales, sino la retórica.
Los juicios que emite quien actúa parapetado en esta teoría, además, no son juicios lógicos sino juicios de valor. Y, por último, su finalidad no es demostrar la verdad única y absoluta que encarna un determinado acontecimiento humano. No. Su objetivo es persuadir al interlocutor —juez o fiscal— de que alrededor de un determinado hecho existen múltiples verdades, ciertas o falsas, pero que la suya, la que ha construido por medio de la retórica, es la más razonable, la más equitativa, la más justa, la que mejor consulta, no el esquema legal, no la previsión normativa, sino -ojo grande, ojo de vaca cagona— los valores admitidos en la sociedad. Dije retórica. Mencioné la retórica como el único medio a través del cual podía llevarse a la práctica el derecho sucio que debe aflorar de un auténtico sistema acusatorio oral. Enfático en la retórica, eso que a los mecánicos del derecho les debe sonar como una antigualla, porque este es el método de persuasión que mejor encaja dentro de una sistema acusatorio oral engastado en la concepción tópica de lo jurídico. Y si lo afirmé, no fue como al descuido. Lo expresé porque es esa técnica argumentativa, creada por los sofistas griegos, y luego ampliada por el alemán Alexy, el belga Perelman, el español Atienza y el filósofo Popper, la que va a ser necesario revalorar para ejercer con alguna fortuna la profesión de abogado dentro del nuevo modelo procesal penal. Y ese modo de argumentar, ese método de persuasión, hecho de la magia de la palabra, vamos a tener que aprenderlo de los sofistas griegos, si no queremos que se presente un desfase —otra vez, otra vez— entre la teoría y la práctica. Los sofistas —hagan memoria de sus clases de filosofía del colegio— eran Hipias, Gorgias, Critias, Antifonte, Protágoras y Trasímaco. Estos hombres, fundamentalmente empíricos, cultivaron el arte de hablar persuasivamente en público y se lo enseñaron a sus contemporáneos. Lo refinado por ellos, fue la técnica de la sofística, orientada a dotar al individuo de la preparación necesaria para salir triunfante en los debates políticos y forenses. El suyo era un instrumento, no de conocimiento de la realidad —ojo, de nuevo—, sino de persuasión. Mediante la lógica de la ambigüedad, tornaban grande lo pequeño; volvían blanco lo negro y lo nuevo lo hacían ver viejo. Y procedían de esta forma porque ellos, como miles de años después lo vio Fernando González, sabían que "la verdad no se ha casado con nadie y es sólo una puta juguetona.
Sus argumentos de verosimilitud, sin fundamento en pruebas, los llevaron a inventar los discursos dobles o antilogías. Con ellos, hicieron evidente cómo en realidad sobre cualquier asunto pueden realizarse mínimo dos razonamientos mutuamente opuestos. A su contraparte en un juicio, acostumbraban oponerle un argumento diferente al suyo, hasta obligarlo a aceptar la validez de ambos o a abandonar el que venía sosteniendo. Estos hombres se inventaron, además, la erística. Con esta técnica, basada en la falacia, la ambigüedad y la lógica ilógica —¡qué belleza!, buscaban a cualquier precio obtener la victoria en un debate, sin importarles si lo que pretendían probar era cierto o no, moral o inmoral, con tal de derrotar a su oponente. Una buena muestra de ello, y a la lectura de esos textos los remito, lo constituyen La defensa de Palamedes y el discurso Sobre lo justo y lo injusto, atribuidos a Gorgias. Esta técnica argumentativa de los sofistas, en un sistema penal como el acusatorio, diseñado para persuadir y no para demostrar, y en el que además el juez no está obligado a emitir juicios lógicos sino juicios de valor sobre las conductas de las personas, es el mejor medio, el mejor conducto para sacar el derecho de su marmóreo santuario de incisos y parágrafos. Si no es ésta la visión del supuesto revolcón cultural anunciado por la Comisión Interinstitucional para el Impulso de Oralidad en el Proceso Penal; si no es este el medio para obtener fallos justos y acertados, rápidos y dinámicos, según lo prometido en su carta de propósitos, de una vez convenzámonos de que lo que se quiere montar no es un estilo remozado de justicia sino un saínete de la clase de los que en vida ridiculizaron Moliere y Pirandello. Digo esto porque lo que se nos viene, si no caemos en una nueva frustración, es el reinado del derecho sucio y su ejercicio a través de la retórica sofística. Por ahora, los adalides del proceso acusatorio se ven felices, ocupados en promover el desarrollo de las habilidades y destrezas orales, como la técnica del interrogatorio y el contrainterrogatorio y el lenguaje gestual y el de los silencios tácticos, para abrirle camino a la materialización de los principios de igualdad, inmediación, contradicción y concentración de la prueba. Hasta el momento, están bailando el cha-cha-cha con el esqueleto del sistema. Pero han olvidado detenerse a pensar qué tipo de contenidos habrá de encarnar esa armazón. Cuando se percaten de que un modelo acusatorio sólo tiene espacio para albergar una concepción del derecho distinta de la tradicionalmente manejada en el país, así como otro método de
análisis, otra clase de juicios y otras finalidades institucionales, va a sentirse en todo su esplendor el crujir de dientes. Su cuadrícula mental, su concepto absoluto e impoluto de justicia y la estandarización de las conductas humanas como fin cardinal del esquema penal, que son precisamente los elementos de que está hecha la argamasa de su muralla epistemológica, los va a llevar a desistir de su proyecto. O si esa decisión les queda muy difícil de tomar, por razón del compromiso internacional adquirido, se van a inventar la manera —porque bobitos no son— de embadurnarlo de amarillo, azul y rojo, para que todos, contaminados del sospechoso patriotismo inyectado últimamente en nuestra sangre, nos comamos el cuento de que estamos a tono con el último grito de la moda en materia jurídico- penal. Más bien me inclino por pensar, a modo de conjetura, que el cambio prometido, como todo en este país, se va a quedar al nivel de las formas. El derecho que veníamos haciendo con la mano, va a ser idéntico, con todo y sus principios, su método, sus juicios y sus objetivos, al que en adelante elaboraremos con la lengua. Mudar la caparazón que cubre nuestra red de referentes jurídicos y culturales, de resistencia igual a la de tortuga, y quizás mucho más, nos va a impedir la asimilación de los componentes intrínsecos de un verdadero sistema acusatorio. A una clase de derecho poroso, de contextura plástica, sucio, ni en sueños va a cederle su espacio el derecho hermético, cerrado, que por siempre nos ha regido; a la verdad bruja, a la verdad duende, a la verdad polisémica del sistema acusatorio, ni por un pienso va a permitirle su ingreso la verdad unívoca del modelo inquisitivo; ante las adhesiones del juez a la solución "más razonable, equitativa y justas, nacidas de la simple percepción de las particularidades de cada caso, la deducción racional, rígida e impersonal, no va a replegarse; a los juicios de valor, no van a abrirle plaza los juicios lógicos; ante la lógica de lo razonable, no va a capitular la lógica formal; a la persuasión, en últimas, no va a someterse el convencimiento de la demostración silogística. Menos mal tuve el cuidado de advertirles, cuando comencé esta cantinela, que no podía indica? les, por mi falta de capacidad filosófica, el advenimiento del sistema acusatorio, por lo menos sí existía la posibilidad de que se resquebrajara. Y a fe que he logrado mi cometido. Les he referido cómo el Gran Papamoscas del que somos rehenes, nos va a permitir, por lo menos, "hablar hasta por los codos", a través de la hendija del sistema acusatorio. Pero de volar, de recuperar nuestra libertad, de zumbar para que el panoptismo judicial de Foucault ceda ante el sentimiento del
derecho, nada. Agrietado y todo, el frasco normativo seguirá haciendo de lugar de cautiverio, si soy clarividente, de las moscas que somos. Pero esto, sin embargo, no debe sorprendernos. Debe, en cambio, motivarnos a abrir la mollera para comprenderlo. Feijoo, el dramaturgo español, en uno de sus libros, dijo: "En la antigüedad, fue deidad de una nación, la cabra; de otra, la tortuga; y, de otra, la mosca". En este país, nuestros dirigentes detestan las cabras porque presienten que ellas harían de las instituciones lo que acostumbran hacer con los jarrones en las cristalerías. Sin embargo, aman las tortugas, no sólo por su parsimonia, sino por la dureza de su coraza, el mejor escudo para estar a salvo de los embates de la historia. Y a las moscas, por incómodas, prefieren mantenerlas prisioneras en un frasco, revoloteando alrededor de lo mismo, hasta cuando llegue Wittgenstein con la llave de la filosofía y les enseñe a salir de él.