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LA EDUCACION DEL FUTURO: ARS Vs OFFICIUMS Lic. Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

“Lo malo de los profesores es que suelen olvidar que el fin de la educación no es el aprendizaje, sino la vida”

Anthony de Mello[1].

Nadie pudo imaginar de manera exacta, hace cincuenta años en plena revolución social de la década de los sesenta, que la educación sería la cuestión a resolver, la esencia de la vida para abordar los siglos venideros. Cuando la cultura tradicional se desbordó, y las aulas se convirtieron en campos de lucha ideológica, cuando los profesores fueron tildados como amanuenses del sistema y catalogados como los tiranos del saber, en esos momentos nadie pensó que esas prácticas anarquistas del momento pondrían a la humanidad a reflexionar sobre la razón de ser la educación. Muchos jóvenes, influidos por el hyppismo, por los deslumbrantes jovencitos de Liverpool (con los que por primera vez los medios mostraron su poder de influencia), con la revolución sexual como arma mortífera usada en contra de la familia como statu quo; decidieron gritar al unísono: “No necesitamos educación/ No necesitamos control mental/ No más sarcasmos en clase profesores/ Dejen en paz los niños/”[2] En esos momentos la concepción de educación como oficio se debilitó profundamente y empezó de nuevo a recuperarse la idea del «arte de educar».

Sin embargo, la educación durante todos estos años posteriores, se vio envuelta en las necesidades de desarrollar seres para la producción y se fue convirtiendo en un simple medios de instrumentación para afrontar los cambios universales, descuidando el reclamo implícito en aquella revolución cultural. Había que trasmitir saberes encaminados a la capacitación de seres para la era de la informática, es decir capaces de movilizarse en las múltiples formas del conocimiento, con lo cual la ciencia se fragmentó en mil pedazos y la sociedad terminó invadida por especialistas del conocimiento, capaces de desentrañar los fenómenos tecnológicos más complejos, pero incapaces de interactuar de manera ética con los demás congéneres. Los centros educativos de toda índole, se convirtieron en fábricas del conocimiento, descuidando la esencia del hombre: la vida.

Pero de igual manera, muchos pensadores de diferentes áreas del conocimiento, han venido retomando aquellos ideales de la educación y de forma contracultural han elaborado propuestas encaminadas a reconstruir el acto educativo, sobre todo desde concepciones humanísticas, centradas más en el ser como constructo humano, que en su papel de ente productor. Dentro de esa corriente se aborda el texto “Los cuatro pilares de la educación”[3] de Jacques Delors, del cual haré una introducción de manera reflexiva.

De entrada, el autor nos contextualiza en lo que se supone debe ser el reto de la educación: “...proporcionar las cartas náuticas de un mundo complejo y en perpetua agitación y, al mismo tiempo, la brújula para poder navegar en él”[4]; con lo cual se establece una concordancia con el título: La educación del futuro: Ars Vs. Officium. Por una parte, siguiendo a Delors, la educación debe comprometerse en buscar las herramientas necesarias para poder deconstruir y reconstruir la complejidad del mundo postmoderno,

cuya principal características es que todo es válido y que todo está en permanente cambio; por otra parte la educación debe mostrar un derrotero capaz de desentrañar las múltiples rutas de ese mundo y evitar que el desenfreno de la carrera nos conduzca a la autodestrucción, al aislamiento, a la individualización total del ser y la insolidaridad. Para contrarrestar estas realidades, la educación del futuro que debe darse hoy, debe asumir cuatro sentidos: Aprender a conocer, Aprender a hacer, Aprender a vivir juntos y Aprender a ser.

Aprender a conocer implica la adquisición de herramientas para la comprensión del mundo, pero con tendencia al dominio de las mismas como finalidad del saber, no como simple clasificación de los conocimientos, con el fin de alcanzar un modelo de vida digno, enmarcado en un contexto profesional. Este aprendizaje debe estar relacionado con la utilidad del mismo y sobre todo con la capacidad de ejercer impacto en el entorno social inmediato de cada individuo; para lo cual: “En los niveles de enseñanza secundaria y superior, la formación inicial debe proporcionar a todos los alumnos los instrumentos, conceptos y modos de referencia resultantes del progreso científico y de los paradigmas de la época”[5]. Sin embargo, Aprender a conocer, implica de igual manera la apertura a otros estados del conocimiento, sobre todo aquellos necesarios para la interacción y la comunicación colectiva, porque: “Encerrado en su propia ciencia, el especialista corre el riesgo de desinteresarse de lo que hacen los demás”[6]. Así, la especialización cede su lugar a la interdisciplinariedad como sistema sinérgico que permite la cooperación necesaria para construir un mundo posible.

Aprender a hacer es una forma de aprendizaje que debe intentar respuestas a la pregunta: ¿cómo enseñar al alumno a poner en práctica sus conocimientos?[7] Y esto también tiene que observarse desde la óptica cambiante de los entornos y por lo tanto de las prácticas posibles del

conocimiento. ¿Será que el conocimiento adquirido por el alumno es flexible y le permite acceder al mundo de la producción cuando se enfrenta a él? La época actual no puede limitar al ser humano en la manipulación de la herramienta, sino que debe permitirle la transformación de la misma. Cada vez, sobre todo en las economías más desarrolladas, se necesitan menos operarios en el sentido Taylorista, pero requiere de más seres socialmente preparados para interactuar en un sistema de relaciones complejas. En ese sentido Aprender a hacer está relacionado directamente con el desarrollo de competencias, como lo expone Delors:

“...un conjunto de competencias específicas a cada persona, que combina la calificación propiamente dicha, adquirida mediante la formación técnica y profesional, el comportamiento social, la aptitud para trabajar en equipo, la capacidad de iniciativa y la de asumir riesgos”[8]

Es decir, un individuo listo para acceder a la cadena productiva de la era actual. Esta concepción es debatible desde la óptica humanística de la educación, pero es necesario preguntarnos si ese concepto de educación es necesario o no para poder hacerle frente al mundo globalizado que nos acomete, cuya respuesta sospecho sería un contundente sí.

Aprender a vivir juntos, tercera categoría de aprendizaje propuesta por Delors, está enfocada en dar una respuesta a la pregunta: ¿Sería posible concebir una educación que permitiera evitar los conflictos o solucionarlos de manera pacífica, fomentando el conocimiento de los demás, de sus culturas y espiritualidad?[9], pregunta de vital trascendencia para la supervivencia de la cultura humana. Los hechos recientes nos muestran una clara tendencia al antagonismo total de ciertos sectores ideológicos de la humanidad. Pareciera que el desarrollo tecnológico alcanzado por el ser humano le ha impedido progresar en otros sentidos, y además la naturaleza

humana actual es ante todo competitiva y eso contribuye a fortalecer la condición natural de rechazo ante el otro, ya que: “...los seres humanos tienden a valorar en exceso sus cualidades y las del grupo al que pertenecen y a alimentar prejuicios desfavorables hacia los demás”[10] Es por tal motivo que la educación se debe preocupar por crear espacios de interacción en donde se promueva el respeto por la diferencia y la valoración del otro, para acceder a la posibilidad de conformar colectivos humanos que piensen en lo humano. Sobre esta preocupación, Jiddu Krishnamurti desarrolló toda una teoría que se enmarca dentro de la línea de las escuelas del pacifismo y que tuvo mucho auge en las décadas de los años 70 y 80, como reacción posterior a la revolución educativa de los años sesenta. La principal característica de dicha escuela radicaba en que:

“La filosofía pacifista descubre al educador actual una serie de valores sencillos, naturales, profundamente humanos, y en consecuencia, necesarios...y al parecer hoy en día olvidados totalmente: nos referimos al amor, a la comprensión, a la libertad, a la autonomía, y en suma, a una concepción de la acción pedagógica pareja a una verdadera acción espiritual”[11]

La cuarta categoría llamada Aprender a ser, está construida en relación con las tres anteriores, ya que anuncia el desarrollo integral de cada individuo como meta primordial de la educación, y le concede primordial importancia a que: “Todos los seres humanos deben estar en condiciones, en particular gracias a la educación recibida en su juventud, de dotarse de un pensamiento autónomo y crítico y de elaborar un juicio propio, para determinar por sí mismos qué deben hacer en las diferentes circunstancias de la vida”[12] Lo anterior hace pensar que para que la educación esté a la altura de dicho reto, debe propender por la libertad de pensamiento, el cuestionamiento, el juicio y los criterios, y la creatividad como oportunidad

de expresar el sentir individual y colectivo de los participantes en el proceso educativo.

Estos planteamientos de Jacques Delors, aunque no son novedosos, ya que desde múltiples voces se escuchan propuestas similares, tienen como especial atractivo la concepción intrínseca de observar al alumno como un ser complejo habitante de un mundo ídem, que más que conocimientos específicos requiere retornar a la visión del mundo como un todo, pero sin coartar su individualidad. La educación entonces le debe posibilitar el mundo, más no diseñárselo. Una educación de tal magnitud debe como mínimo contar con un entorno que profese y practique los ideales que persigue, es decir la entidad educativa como organización debe sufrir una metamorfosis sin antecedentes.

No obstante, llegar a desarrollar los cuatro pilares de la educación de la manera en que están concebidos pareciera utópico, más aún cuando las fuerzas externas a la entidad educativa propenden a convertir la educación en la principal herramienta de la producción. Es por tal razón que la única posibilidad de llegar a ejercer oposición argumentada contra estos modelos económicos, se encuentra inmerso en papel del docente. Este puede asimilar el acto educativo desde la perspectiva de un oficio (officium) o como un arte (ars), con lo cual le estaría apostando a dos posibilidades distintas, en la primera a la construcción de hombres predispuestos a ejercer un rol mecánico dentro de la sociedad, esperando recibir instrucciones de un grupo, de una empresa, de una sociedad; alguien que conciba el progreso como la solución de muchos de los males que aquejan nuestra sociedad. En la segunda, le estaría dando cabida a la posibilidad de proporcionar espacios reales en donde sea factible coadyuvar a formar un hombre que se piense a sí mismo y por lo tanto pueda pensar en el otro. Ambos seres se requieren en nuestra sociedad, hay que ser en ello realistas. Tal vez combinar esas concepciones y permitir que las dos convivan en

constante debate en cada ser humano, sea la mejor opción que el momento histórico requiere. Imaginemos por un instante ese «ser dual» y podremos sospechar entonces el reto que le atañen a nuestras instituciones educativas. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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