Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires Ha llamado la atención el uso del sustantivo “fervor” en el título del primer libro de poemas de Jorge Luis Borges. “Fervor” es un término del cual la etimología fija su origen en la lengua latina (fervor, fervoris) con el significado de “hervor”, “efervescencia”, “ardor”. Muy rápidamente adquirió un sentido metafórico, más bien el de una hipérbole, en el ámbito particular del discurso religioso; se convertirá así en una figuración corriente en los textos el cristianismo, donde el sintagma “fervor de Dios” se vuelve habitual y será doblemente enfatizado por los poetas llamados “místicos” Es en ese contexto general que la elección borgeana no deja de llamar la atención, sobre todo si se tiene en cuenta el estilo austero en cuanto a las imágenes retóricas por parte del autor de Ficciones. Se podrá deslizar: un pecado de juventud, una edad propia a los excesos de los que más tarde se reniega. Es posible. De todas maneras la cuestión no es menor porque constituye una de las “pruebas” de quienes más tarde convertirían a Borges en esencia de la “porteñeidad” y sus poemas y prosas en recurrentes celebraciones de la Capital Federal de la Argentina. Aquí sólo se amontonarán algunas observaciones generales sobre unos pocos poemas de aquel volumen inicial, y con un objetivo esencialmente didáctico. Fervor de Buenos Aires fue publicado originalmente en 1923 y reúne 33 poesías, junto a unas pocas notas y un muy breve prefacio. El prólogo se intitula “A quien leyere” y dice: Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas el lector de estos ejercicios, y yo su redactor. Contrasta el título con los renglones que le siguen. La titulación parece querer jugar con el esencial anonimato que el lector asumió en la contemporaneidad, cuando las ediciones de miles de ejemplares y la intermediación mercantil lo “arrancaron” de las proximidades del artista y lo sumergieron en la monumentalidad de lo heterogéneo y anónimo; convirtieron al lector en una pura abstracción, una hipótesis. Las dos oraciones siguientes se mueven en el sentido contrario a partir de su fuerte impronta apelativa. El (excesivo) pedido de disculpas, el “usted” y el “tú”, cierto tono confesional, impulsan un acercamiento a la manera de aquel arquetípico “hipócrita lector” de Las flores del mal. En Charles Baudelaire el escritor se fundía en la hermandad con el otro para luchar contra el aburrimiento: Tú conoces, lector, este monstruo delicado, -Hipócrita lector, -mi semejante, -¡mi hermano! en una suerte de reconocerse cómplice; en Borges los dos se disuelven en la lengua única que los envuelve. Quien en un segundo es emisor al instante siguiente se ha convertido en receptor, ¿para qué, entonces, perder el tiempo en inútiles distinciones que sólo se capturan por golpes del azar?
No obstante, esa “indistinción” entre autor y lector se convertirá más tarde (en “Pierre Menard, autor del Quijote”, para citar el ejemplo más renombrado) alimentará tres décadas más tarde aquellos nudos de la narrativa y los ensayos de Borges que encandilarán y serán punto de destaque permanente por parte de la nueva crítica emergente. Vale consignar la diferencia de “tono”. Borges enfrenta al avasallante Baudelaire con las fórmulas de una excesiva modestia y un constante asordinamiento. El primer poema de Fervor de Buenos Aires se llama “Las calles”. Las calles Las calles de Buenos Aires ya son mi entraña. No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penumbra y de ocaso y aquellas más afuera ajenas de árboles piadosos donde austeras casitas apenas se aventuran, abrumadas por inmortales distancias, a perderse en la honda visión de cielo y llanura. Son para el solitario una promesa porque millares de almas singulares las pueblan, únicas ante Dios y en el tiempo y sin duda preciosas. Hacia el Oeste, el Norte y el Sur se han desplegado -y son también la patria- las calles; ojalá en los versos que trazo estén esas banderas. La repetición de “calles”, el motivo guía, sostiene el sustantivo no para cerrarlo sino para abrirlo en cuanto a su denotación. La sentencia inicial, que gira sobre el yo, será explicada dentro de un sistema de valoraciones. En torno a la personificación (“ávidas”, “incómodas”, “desganadas”, “enternecidas”) se va dibujando una geografía. Si el significado inicial invita a pensar en asfalto y automóviles, el yo se encarga rápidamente de establecer la partición y hacer que la mirada se amplíe, se corra hacia afuera, hacia los barrios, el Sur, el arrabal. La zona de contacto entre la ciudad y el campo. Y más allá: el verso ocho ya nos sitúa en “aquellas más afuera”, nos invita a perdernos en la “honda visión” de la llanura. La geografía se torna sociología de los tipos argentinos: “el cielo y la llanura” son el lugar del “solitario”, las “almas singulares” opuestas a “la turba y el ajetreo” de la masa. Se trata de tópicos antitéticos por entonces ya codificados.
Las “inmortales distancias”, además de instalar el tiempo de la leyenda, es decir un no tiempo, un presente constante, funda un típico procedimiento borgeano: el desplazamiento espacial en realidad, más profunda y simbólicamente, es un desplazamiento en el tiempo histórico (como ocurre en el cuento “El Sur”). El cierre, la última cuarteta, intenta “levantar” la voz recurriendo a los bordes de un pobre y remanido sentido común criollo sobre la patria. Particularmente interesante es la modalidad del ver que rondan los sustantivos “penumbra” y “ocaso”, el modo apagado, nunca altisonante, de la representación: nunca se elige un fuerte punzó sino apenas su rastro, un colorado apagado, el rosa. El tercer poema, “El Sur”, insiste con el tema de la mirada y la presencia del yo. El Sur Desde uno de tus patios haber mirado las antiguas estrellas, desde el banco de la sombra haber mirado esas luces dispersas que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar ni a ordenar en constelaciones, haber sentido el círculo del agua en el secreto aljibe, el olor del jazmín y la madreselva, el silencio del pájaro dormido, el arco del zaguán, la humedad -esas cosas, acaso, son el poema. La mirada contenida se centra sobre “esas cosas”, pequeñas, cercanas, que alimentan el poema y le imponen sus límites. El poema da vida a una “mitología casera”. El truco Cuarenta naipes han desplazado a la vida. Pintados talismanes de cartón nos hacen olvidar nuestros destinos y una creación risueña va poblando el tiempo robado con floridas travesuras de una mitología casera. En los lindes de la mesa la vida de los otros se detiene. Adentro hay un extraño país: las aventuras del envido y quiero, la autoridad del as de espadas, como don Juan Manuel, omnipotente, y el siete de oros tintineando esperanza. Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras y como las alternativas del juego se repiten y se repiten, los jugadores de esta noche copian antiguas bazas: hecho que resucita un poco, muy poco, a las generaciones de los mayores que legaron al tiempo de Buenos Aires los mismos versos y las mismas diabluras. El universo de “esas cosas”, precisamente, debe ser pequeño, limitado, como el número de los naipes, porque la mitología se funda en las repeticiones, a las que el tiempo sólo les tolera unas pocas variaciones.